Crónica General del No. 28, 1880
Nota: Se han modernizado algunos acentos.
30 de Julio de 1880
Mientras en España se halla paralizada la política, como si todo el país durmiese en el verano, y no da señal de vida sino en los Consejos de la Granja y en alguna variación del personal; mientras los belgas se divierten celebrando su independencia, y los radicales franceses se organizan para las primeras elecciones, los hombres de Estado se complacen en discurrir acerca de dos puntos internacionales que están sobre el tapete.
¿Se hallan conformes las potencias en la acción que van a ejercer con sus escuadras en las aguas de Turquía ?
¿Ha llegado ya el instante supremo de la desaparición de aquel Estado en el continente europeo?
No es posible dudar, a nuestro entender, acerca de la conformidad de propósitos, si en efecto llegan a enviar sus buques a las costas de Turquía, pues esta manifestación,a que se trata de dar un carácter imponente, resultaria ridícula si no tuviese más alcance que un paseo marítimo y un proyecto de pacífica intimidacion.
La novedad de ese acto marítimo colectivo, en que seis grandes potencias envían sus escuadras para apuntar con sus cañones al palacio del Sultán, que se resiste a ceder sin guerra una parte de su esquilmado territorio, hace sospechar, parece indicar que se prepara uno de esos golpes de Estado internacionales que dejan honda huella en las historias.
Lo menos que puede haberse previsto al disponer tan singular expedición es la eventualidad de que el Gobierno turco se resista pasivamente a sancionar la cesión de territorio. ¿Podrán retirarse las escuadras sin conseguir su objeto? ¿Se resignará ninguno de los Gobiernos que intervienen en ese asunto a ser neutral espectador, mientras los buques que van en su compañía, izando otras banderas, rompan las hostilidades? El sentido comun se resiste a creer que el programa no esté bien previsto y detallado, en el caso, aun no bien claro, de que ese aparato de fuerzas combinadas se efectue.
Si esa escuadra aparece en los mares de Grecia, lo natural es que este Gobierno, apoyado por aquella fuerza moral y material, se decida a atacar, ya voluntaria, ya forzosamente, novido por un impulso popular irresistible. La presencia de la escuadra europea en aquellas aguas parece destinada a producir una explosión, porque no es natural que desaproveche el pueblo griego una ocasión tan favorable.
Presentimos hechos gravísimos e inesperados, que no podemos calcular, aunque deben estar acordados en los consejos europeos, donde es indudable que se guardan grandísimas reservas.
Leyendo los últimos telegramas extranjeros, hemos dado gracias a Dios de no ser montenegrinos. En aquel pequeño Estado sólo la muerte salva a los ancianos de la quinta. Un decreto del príncipe Nicolás ordena tomar las armas a todos los hombres desde 16 a 66 años, con lo cual se darán muchos casos de entrar a la vez en quintas los nietos y el abuelo. No conocemos la letra del decreto, pero seguramente no se usará la palabra mozos al hacer el llamamiento para el servicio militar. Si los montenegrinos sufren en la guerra algun gran descalabro, no sabemos a qué edades acudirá el Gobierno de aquel país para cubrir esas vacantes, como no recurra a los niños de la inclusa y a las madres de familia.
Cuando un hombre fallezca, en vez de una fe de defunción,se le extenderá una certificación de exento del servicio.
La emperatriz Eugenia continúa su tristísimo viaje, visitando sepulcros a través de los mares; la familia imperial se ha convertido para ella en una familia de sombras, y los palacios, en panteones. En su dolorosa peregrinación deja atras las tumbas desiertas, y camina hacia las tumbas ocupadas: el Cabo de Buena Esperanza, Santa Elena, Francia, Inglaterra, España; en todas partes epitafios de familia.
Oyendo a los viajeros recién llegados de Valencia, hace años que no se celebraban ferias tan animadas y brillantes: la magnífica cosecha de este año, compensando las pérdidas de los anteriores, ha esparcido la alegría y el desahogo en aquel bello país. Tres cosas llaman la atención: el lujo la belleza de las mujeres, la abundancia de poetas y las de máquinas elevadoras.
El agua, que es la sangre de los campos, corre ó se estanca a mayor ó menor profundidad, mientras las sedientas raíces de las plantas se agostan en la seca superficie de la tierra el año en que no llueve: terrenos feracísimos arruinan al labrador por falta de riego, mientras debajo de ellas se desperdicia una gran riqueza: las máquinas elevadoras de agua son una necesidad imperiosa en la generalidad de nuestras comarcas, y las expuestas en Valencia acusan, a juicio de los inteligentes, un gran progreso, construyéndose excelentes en España.
El Sr. Arzobispo de Valencia, que visitó la Exposición, hablando con los ingenieros constructores de aquellos aparatos, obtuvo una acogida tan respetuosa como entusiasta: creían habérselas con un teólogo eminente, y encontraron en el Sr. Monescillo un compañero perfectamente enterado de los adelantos de la Física: no sabían que el prelado de Valencia es uno de nuestros más ilustres matemáticos.
Un viajero nos hablaba entusiasmado de las valencianas.
—¿Y las flores? –le preguntábamos— ¿cómo no nos dice V. nada de ellas viniendo de Valencia?
—Son hermosas; pero valen mucho más las muchachas ribereñas, con sus agujas y rizos en el pelo, sus pañuelos de peto y sus elegantes vestidos; son un delicioso injerto de señorita y labradora.
La Academia poética Rat penat, que conserva la antigua y galante tradición de que uno de los premios más honrosos de sus certámenes sea el de conceder a un poeta laureado la honra de elegir la reina de los Juegos florales, ha dado esa facultad al Sr. Pizcueta, el cual ha designado como reina de la fiesta literaria a la Sra. Baronesa de Cortes.
Discreta y justísima eleccion.
¿Cómo resistir a la tentación de ocuparnos de los Nuevos cuentos populares por D. Antonio Trueba, siendo el autor del libro tan famoso y todo lo que escribe tan notable? Para no contradecirnos y hacer una excepción, que, tratándose de ciertas reputaciones sólidas y antiguas, tendría justificación cumplida sin embargo, nos guardaremos muy bien de abrir el libro, que reservamos para deleite de otros días, permitiéndonos únicamente cortar las hojas correspondientes al prólogo del libro.
Quéjase allí el Sr. Trueba de la vulgar y errónea creencia de que escribir cuentos populares es ocupación poco seria y como impropia de personas formales, pues en más de una polémica le han echado en cara como un defecto lo que le ha dado precisamente su importancia y carácter literarios. Tiene razon el Sr. Trueba: nosotros conocemos también otra persona a quien hace algunos años indicaba un amigo en un centro oficial para una posición administrativa y política, y que fue inmediatamente rechazado porque a un individuo allí presente se le ocurrió decir con aire desdeñoso:—Es un señor que escribe cuentos—Acaso hubiera obtenido un buen destino si no hubiera hecho nada. Y si esto se decía de un modesto cuentista, ¿qué castigo merece el Sr. Trueba, que ha escrito nueve tomos de cuentos a cual más interesante? Condenarle al papel eterno de payaso de campesinos y niñeras.
En realidad no esperábamos otros cuentos suyos. Hubo un tiempo en que la prensa madrileña se ocupaba casi todos los días de su nombre y se disputaban los periódicos su firma. Un día dejó de concurrir a la mesa del Suizo; la nostalgia vascongada le había hecho tomar el tren del Norte. ¿Volverá Trueba a Madrid ? Ama mucho las montañas de las Provincias para que tengamos esperanzas de verle, como no sea con la cartera de viaje; le atrae la lejana sombra de sus hayas, robles, castaños y nogales.
Un día nos dió un susto. Leímos en LA ILusTRACión un artículo en que discurría acerca de la etimología de Madrid. El poeta se había hecho un sabio. Por fortuna, el libro cerrado que tenemos a la vista nos anuncia que el sabio vuelve a ser poeta.
El nuevo tratado de propiedad intelectual con Francia e Italia ha sido recibido por nuestro amigo D. Hilario con verdadero desconsuelo.
—Figúrese V.—nos decía —que yo tomaba mis ideas del francés: esa ley me ha decapitado.
En París estaba, en efecto, el gasómetro que enviaba el flúido a ciertos escritores; cerrado el contador, es indudable que se apagarán algunas luces.
La suerte de D. Hilario nos contrista; desde que recibió la noticia, ya no sabe qué hacer de su cabeza.
—Sólo confio en el Dr. Tanner—exclamaba el infeliz.
El Boletín de la Asociación de Aficionados a la Caza y Pesca, de Cataluña, ha publicado un elegante número extraordinario, que es la crónica de la fiesta de la clausura de la caza, celebrada en Barcelona el 15 de Febrero; relación del banquete, conferencia cinegética-legal que se efectuó entonces, y cuanto tuvo referencia con aquel acto importante con que se solemnizó la observancia de la nueva y vigente ley de Caza.
Cuando se celebró la fiesta que el periódico describe, faltaba la redacción del reglamento que debía completar y hacer prácticas las prescripciones de la ley: el reglamento está ya redactado y sometido al examen del Consejo de Estado. Por cierto que la Comisión de cazadores no ha estado conforme en la inteligencia de todos los artículos, y se dice que el Sr. Barón de Córtes ha presentado un voto particular, sosteniendo que los derechos concedidos por la ley al propietario, de cazar en sus tierras, no es un privilegio personal, como la mayoría de la Comisión entiende, sino un derecho unido al de propiedad, y trasmisible.
Acaso daríamos nuestra opinión; pero no nos atrevemos, por no crearnos enemigos temibles, que todos tienen escopeta.
El Ayuntamiento, ha decidido plantar algunos millares de árboles en las cercanías de Madrid: nada más necesario: nada más pintoresco: nuestros alrededores están desnudos y van a vestirlos: esta villa cotorrona va a ceñirse un chal verde como el que usaba en sus mocedades, que fueron las mocedades del Cid. Los niños que hoy juegan al corro podrán algun día darse citas en el bosque.
¡El bosque! ¡Qué novedad y qué encanto campestre tiene esa palabra para los madrileños! Las sombras ilustres de los osos primeros están pidiendo con urgencia un madroñal.
Ibamos a felicitar al Sr. Alcalde, y comprendemos que a quien se debe felicitar es a la villa, por este salto atrás, que va a unir su presente y su pasado, la civilización con el estado primitivo.
La verdad es que, como dice el ilustre pensador D. Melitón Martín en su notabilísimo libro El Trabajo en España, la falta de arbolado está en Madrid justificada por la necesidad de haber atendido con sus antiguos bosques a las necesidades de una gran población,que consumia mucha leña; porque la madera se convierte pronto en cenizas, y los árboles tardan muchos años en crecer. Lo que ahora conviene, es facilitar, como propone el mismo autor, el uso de los combustibles de la industria moderna, para que esos árboles no se conviertan en carbón.
El mundo está suspenso: cavilan los sabios y los médicos, se alarman los fondistas, los pobres indagan noticias con avidez, y los avaros se frotan las manos con placer.
Veinticinco días hace que vive sin comer en Nueva York el Dr. Tanner: sólo le faltan dos semanas de dieta rigorosa para ganar la apuesta de vivir sin comer cuarenta días.
El Doctor es un hombre grueso, y todos los días su peso disminuye: los hombres gruesos tienen sobre los delgados la ventaja de poseer una caja de ahorros en su cuerpo para resistir el hambre por más tiempo. Hay hombre que tiene en sí sustancias con que alimentar a una familia numerosa. Pero... ¡25 días!
Hasta ahora sólo habían permanecido a dieta tanto tiempo algunos santos de pueblo, cuyo romance se escribían inmediatamente.
La propensión a lo maravilloso es muy humana: cuando concluyen los magos, aparecen las brujas: detrás de las brujas vienen los doctores.
Si lo que hace el Dr. Tanner se atreviera a hacerlo una infeliz monja, se pedirían comisiones de sabios que acudiesen a descubrir la superchería. Pero como se trata de un doctor norte-americano, el telégrafo sub-marino da parte diario de la salud de aquel hombre excepcional y se inclinan muchas gentes a creer en el nuevo descubrimiento prodigioso.
Y la verdad es que nos alegraríamos bastante de que pudiera ser verdad; el acto de comer, que es hoy una necesidad, sería un vicio, y sólo comerian las gentes el día de su santo.
iQué día tan feliz! El español dejaría de ser una maquinilla de guerra que se carga con garbanzos.
Entre las fiestas que se celebrarán pronto en Pontevedra, llamará la atención seguramente un certamen musical en que se adjudicará un premio al mejor tocador de gaita. No hay profesión, por humilde que parezca, que no tenga grandes profesores: la gaita es tal vez el más dulce de los instrumentos campesinos: triste y alegre a la vez, parece que se rie y que se queja.
Hubo hace muchos años un gaitero famoso. Cuando Colás tocaba la muñeira a orillas del Miño, se cuenta que los peces bailaban a compás; cuando se extraía del río el cuerpo de algún infeliz suicida, llamaban al gaitero, y si al sonido de su gaita no movía aquel las piernas y los brazos, seguramente estaba ahogado.
Era un día de fiesta; la hija del señor del pueblo paseaba por la plaza, y no pudiendo contenerse al oír los alegres sones de la música de Colás, entró en el corro del baile con los mozos; el padre, que lo presenciaba desde un balcón en compañía de un hermano suyo, canónigo, bajó a la plaza para reñirla; pero sus pies, arrastrados por el pícaro de aquella danza, siguieron el ejemplo de los de su hija.
El señor del pueblo, recordando al poco rato que su hermano el canónigo le estaba contemplando, volvió la vista hacia su casa, muy avergonzado.
Pero el respetable canónigo estaba bailando sólo en el balcón.
Todos habrán visto en el Prado un pequeño circo, en el cual, sobre un rail circular, gira una rueda de velocípedos, sujetos unos a otros, formando un columpio que da vueltas, movido con los pies por el público. Habiéndose quejado un amigo nuestro de que su hijo estaba delicado hasta el punto de doblársele las piernas al andar, le aconsejábamos que le llevase a hacer ejercicio en el columpio.
—Créanos V., amigo; allí se le desarrollarán las piernas al momento.
—¿Cómo? —respondió asustado—¿Usted pretende que mi hijo vaya en zancos? Si sólo tiene piernas.
—¿De veras?
—Esa es su desgracia: cuando le visto, sólo le compro sombrero y pantalón.
El cementerio del Este y los depósitos de cadáveres, cuya urgencia es tanta en Madrid, como hemos dicho ya, quedan aplazados para Octubre, porque la Comisión del Ayuntamiento a quien corresponde se halla ausente.
Los madrileños debían seguir su ejemplo, muriéndose en provincias.
Porque debe ser algo monótono estar de cuerpo presente hasta que regresen los señores concejales.
Nada más conveniente, nada más legítimo que los baños de mar en estos días.
Pero es también absurdo que no siendo Madrid puerto de mar, tenga a su Ayuntamiento bajo el agua.
Tantos hay en los puertos, que los marineros no pueden ir de pesca sin sacar en la red un concejal.
Las Sras. de X son siete, contando la criada: todas estaban en la casa de baños, y no pude menos de decirlas:
— Pero les costará a VV. esto un dineral.
— No, señor, respondió la más habladora: nos metemos todas en un baño.
Otra lo enmendó diciendo:
—Tenemos tanto miedo al agua, que no nos atrevemos a entrar solas.
– Pues yo no estoy tranquilo.
—¿Teme V. que nos ahoguemos?
—Temo que se ahogue la de abajo.