De los nombre de Cristo: Tomo 2, Brazo de Dios

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De los nombres de Cristo
Tomo 2 de Fray Luis de León
Brazo de Dios (I)

De cómo se llama Cristo Brazo de Dios, y a cuánto se extiende su fuerza

-Otro nombre de Cristo es Brazo de Dios. Isaías, en el capítulo cincuenta y tres: «¿Quién dará crédito a lo que hemos oído? Y su brazo, Dios, ¿a quién lo descubrirá?» Y en el capítulo cincuenta y dos: «Aparejó el Señor su brazo santo ante los ojos de todas las gentes, y verán la salud de nuestro Dios todos los términos de la tierra.» Y en el cántico de la Virgen: «Hizo poderío en su brazo, y derramó los soberbios.» Y abiertamente en el Salmo setenta, adonde en persona de la Iglesia, dice David: «En la vejez mía, ni menos en mi senectud, no me desampares, Señor, hasta que publique tu brazo a toda la generación que vendrá.» Y en otros muchos lugares.

Cesó aquí Sabino, y disponíase ya Marcelo para comenzar a decir; mas Juliano, tomando la mano, dijo:

-No sé yo, Marcelo, si los hebreos nos darán que Isaías, en el lugar que el papel dice, hable de Cristo.

-No lo darán ellos -respondió Marcelo-, porque están ciegos; pero dánoslo la misma verdad. Y como hacen los malos enfermos, que huyen más de lo que les da más salud, así éstos, perdidos en este lugar, el cual sólo bastaba para traerlos a luz, derraman con más estudio las tinieblas de su error para oscurecerle. Pero primero perderá su claridad este Sol; porque si no habla de Cristo Isaías allí, pregunto, ¿de quién habla?

-Ya sabéis lo que dicen -respondió Juliano.

-Ya sé -dijo Marcelo- que lo declaran de sí mismos y de su pueblo en el estado de ahora; pero ¿paréceos a vos que hay necesidad de razones para convencer un desatino tan claro?

-Sin duda clarísimo -respondió Juliano-, y, cuando no hubiera otra cosa, hace evidencia de que no es así lo que dicen, ver que la persona de quien Isaías habla allí, el mismo Isaías dice que es inocentísima y ajena de todo pecado, y limpieza y satisfacción de los pecados de todos; y el pueblo hebreo que ahora vive, por ciego y arrogante que sea, no se osará atribuir a sí esta inocencia y limpieza. Y cuando osase él, la palabra de Dios le condena en Oseas cuando dice que, en el fin y después de este largo cautiverio, en que ahora están, los judíos se convertirán al Señor. Porque, si se convertirán a Dios entonces, manifiesto es que ahora están apartados de Él, y fuera de su servicio. Mas, aunque este pleito esté fuera de duda, todavía, si no me engaño, os queda pleito con ellos en la declaración de este nombre, el cual ellos también confiesan que es nombre de Cristo; y confiesan, como es verdad, que ser brazo es ser fortaleza de Dios y victoria de sus enemigos. Mas dicen que los enemigos que por el Mesías (como por su brazo y fortaleza) vence y vencerá Dios, son los enemigos de su pueblo; esto es, los enemigos visibles de los hebreos, y los que los han destruido y puesto en cautividad, como fueron los caldeos y los griegos y los romanos, y las demás gentes sus enemigas, de las cuales esperan verse vengados por mano del Mesías, que, engañados, aguardan; y le llaman brazo de Dios por razón de esta victoria y venganza.

-Así lo sueñan -respondió Marcelo- y, pues habéis movido el pleito, comencemos por él. Y como en la cultura del campo, primero arranca el labrador las yerbas dañosas y después planta las buenas, así nosotros ahora desarraiguemos primero ese error, para dejar después su campo libre y desembarazado a la verdad.

Mas decidme, Juliano: ¿prometió Dios alguna vez a su pueblo que les enviaría su brazo y fortaleza para darles victoria de algún enemigo suyo y para ponerlos, no sólo en libertad, sino también en mando y señorío glorioso? Y ¿díjoles en alguna parte que había de ser su Mesías un fortísimo y belicosísimo capitán, que vencería por fuerza de armas sus enemigos y extendería por todas las tierras sus esclarecidas victorias, y sujetaría a su imperio las gentes?

-Sin duda así se lo dijo y prometió -respondió Juliano.

-Y ¿prometióselo por ventura -siguió luego Marcelo- en un solo lugar o una vez sola, y esa acaso y hablando de otro propósito?

-No, sino en muchos lugares -respondió Juliano-, y de principal intento y con palabras muy encarecidas y hermosas.

-¿Qué palabras -añadió Marcelo- o qué lugares son esos? Referid algunos, si los tenéis en la memoria.

-Largos son de contar -dijo Juliano- y, aunque preguntáis lo que sabéis, y no sé para qué fin, diré los que se me ofrecen:

David en el Salmo, hablando propiamente con Cristo, le dice: «Ciñe tu espada sobre tu muslo, poderosísimo, tu hermosura y tu gentileza. Sube en el caballo y reina prósperamente por tu verdad y mansedumbre y por tu justicia. Tu derecha te mostrará maravillas. Tus saetas agudas (los pueblos caerán a tus pies), en los corazones de los enemigos del Rey.» Y en otro Salmo dice él mismo: «El Señor reina; haga fiesta la tierra; alégrense las islas todas; nube y tiniebla en su derredor, justicia y juicio en el trono de su asiento. Fuego va delante de Él, que abrasará a todos sus enemigos.» E Isaías, en el capítulo once: «Y en aquel día extenderá el Señor segunda vez su mano para poseer lo que de su pueblo ha escapado de los Asirios y de los Egipcios y de las demás gentes; y levantará su bandera entre las naciones, y allegará a los fugitivos de Israel y los esparcidos de Judá de las cuatro partes del mundo; y los enemigos de Judá perecerán, y volará contra los filisteos por la mar; cautivará a los hijos de Oriente; Edón le servirá y Moab le será sujeto; y los hijos de Amón, sus obedientes.»

Y en el capítulo cuarenta y uno por otra manera: «Pondrá ante sí en huida a las gentes, perseguirá los reyes; como polvo los hará su cuchillo; como astilla arrojada su arco; perseguirlos ha y pasará en paz; no entrará ni polvo en sus pies.» Y, poco después, Él mismo: «Yo, dice, te pondré como carro, y como nueva trilladera con dentales de hierro, trillarás los montes y desmenuzarlos has, y a los collados dejarás hechos polvo; ablentaráslos y llevarlos ha el viento, y el torbellino los esparcerá.»

Y cuando el mismo profeta introduce al Mesías, teñida la vestidura con sangre, y a ojos que se maravillan de ello y le preguntan la causa, dice que Él les responde: «Yo sólo he pisado un lagar; en mi ayuda no se halló gente; pisélos en mi ira y pateélos en mi indignación; y su sangre salpicó mis vestidos, y he ensuciado mis vestiduras todas.» Y en el capítulo cuarenta y dos: «El Señor, como valiente, saldrá, y, como hombre de guerra, despertará su coraje; guerreará y levantará alarido; y esforzarse ha sobre sus enemigos.» Mas es nunca acabar.

Lo mismo, aunque por diferentes maneras, dice en el capítulo sesenta y tres y sesenta y seis; y Joel dice lo mismo en el capítulo último; y Amós, profeta, también en el mismo capítulo; y en los capítulos cuatro y cinco y último lo repite Miqueas. Y ¿qué profeta hay que no celebre, cantando, en diversos lugares este capitán y victoria?

-Así es verdad -dijo Marcelo-, mas también me decid: ¿los Asirios y los Babilonios fueron hombres señalados en armas, y hubo reyes belicosos y victoriosos entre ellos, y sujetaron a su imperio a todo, o a la mayor parte del mundo?

-Así fue -respondió Juliano.

-Y los Medos y Persas que vinieron después -añadió luego Marcelo-, ¿no menearon también las armas asaz valerosamente y enseñorearon la tierra, y floreció entre ellos el esclarecido Ciro y el poderosísimo Jerjes?

Concedió Juliano que era verdad.

-Pues no menos verdad es -dijo, prosiguiendo, Marcelo que las victorias de los griegos sobraron a éstos; y que el no vencido Alejandro con la espada en la mano y como un rayo, en brevísimo espacio, corrió todo el mundo, dejándole no menos espantado de sí que vencido; y, muerto él, sabemos que el trono de sus sucesores tuvo el cetro por largos años de toda Asia, y de mucha parte del África y de Europa. Y, por la misma manera, los romanos, que le sucedieron en el imperio y en la gloria de las armas, también vemos que, venciéndolo todo, crecieron hasta hacer que la tierra y su señorío tuviesen un mismo término. El cual señorío, aunque disminuido, y compuesto de partes (unas flacas y otras muy fuertes, como lo vio Daniel en los pies de la estatua), hasta hoy día persevera por tantas vueltas de siglos. Y ya que callemos los príncipes guerreadores y victoriosos que florecieron en él, en los tiempos más vecinos al nuestro, notorios son los Scipiones, los Marcelos, los Marios, los Pompeyos, los Césares de los siglos antepasados, a cuyo valor y esfuerzo y felicidad fue muy pequeña la redondez de la tierra.

-Espero -dijo Juliano- dónde vais a parar.

-Presto lo veréis -dijo Marcelo-, pero decidme: esta grandeza de victorias e imperio que he dicho, ¿diósela Dios a los que he dicho, o ellos por sí y por sus fuerzas puras, sin orden ni ayuda de Él, la alcanzaron?

-Fuera está eso de toda duda -respondió Juliano- acerca de los que conocen y confiesan la Providencia de Dios. Y en la Sabiduría dice Él mismo de sí mismo: «Por Mí reinan los príncipes.»

-Decís la verdad -dijo Marcelo-, mas todavía os pregunto si conocían y adoraban a Dios aquellas gentes.

-No le conocían -dijo Juliano- ni le adoraban.

-Decidme más -prosiguió diciendo Marcelo-: antes que Dios les hiciese esta merced, ¿prometió de hacérsela, o vendióles muchas palabras acerca de ello, o envióles muchos mensajeros, encareciéndoles la promesa por largos días y por diversas maneras?

-Ninguna de esas cosas hizo Dios con ellos -respondió Juliano-, y si de alguna de estas cosas, antes que fuesen, se hace mención en las Letras sagradas, como a la verdad se hace de algunas, hácese de paso y como de camino, y a fin de otro propósito.

-Pues ¿en qué juicio de hombres cabe o pudo caber -añadió Marcelo encontinente- pensar que lo que daba Dios y cada día lo da a gentes ajenas de sí y que viven sin ley, bárbaras y fieras y llenas de infidelidad y de vicios feísimos (digo el mando terreno y la victoria en la guerra, y la gloria y la nobleza del triunfo sobre todos o casi todos los hombres); pues quién pudo persuadirse que lo que da Dios a éstos, que son como sus esclavos, y que se lo da sin prometérselo y sin vendérselo con encarecimientos, y como si no les diese nada o les diese cosas de breve y de poco momento (como a la verdad lo son todas ellas en sí), eso mismo o su semejante a su pueblo escogido, y al que sólo (adorando ídolos todas las otras gentes), le conocía y servía, para dárselo, si se lo quería dar como los ciegos pensaron, se lo prometía tan encarecidamente y tan de atrás, enviándole casi cada siglo nueva promesa de ello por sus profetas, y se lo vendía tan caro y hacía tanto esperar, que el día de hoy, que es más de tres mil años después de la primera promesa, aún no está cumplido, ni vendrá a cumplimiento jamás, porque no es eso lo que Dios prometía?

Gran donaire, o por mejor decir, ceguera lastimera es creer que los encarecimientos y amores de Dios habían de parar en armas y en banderas y en el estruendo de los tambores, y en castillos cercados y en muros batidos por tierra, y en el cuchillo, y en la sangre, y en el asalto y cautiverio de mil inocentes. ¡Y creer que el brazo de Dios, extendido y cercado de fortaleza invencible, que Dios promete en sus Letras, y de quien Él tanto en ellas se precia, era un descendiente de David, capitán esforzado, que rodeado de hierro y esgrimiendo la espada, y llevando consigo innumerables soldados, había de meter a cuchillo las gentes, y desplegar por todas las tierras sus victoriosas banderas!

Mesías fue de esa manera Ciro y Nabucodonosor y Artajerjes; o ¿qué le faltó para serlo? Mesías fue, si ser Mesías es eso, César el dictador y el grande Pompeyo; y Alejandro en esa manera fue, más que todos, Mesías. ¿Tan grande valentía es dar muerte a los mortales y derrocar los alcázares, que ellos de suyo se caen, que lo sea a Dios o conveniente o glorioso hacer para ello brazo tan fuerte, que por este hecho le llame su fortaleza? ¡Oh! Cómo es verdad aquello que en persona de Dios les dijo Isaías: «Cuanto se encumbra el cielo sobre la tierra, tanto mis pensamientos se diferencian y levantan sobre los vuestros.» Que son palabras que se me vienen luego a los ojos todas las veces que en este desatino pongo atención.

Otros vencimientos, gente ciega y miserable, y otros triunfos y libertad, y otros señoríos mayores y mejores son los que Dios os promete. Otro es su brazo y otra su fortaleza, muy diferente y muy más aventajada de lo que pensáis. Vosotros esperáis tierra que se consume y perece; y la escritura de Dios es promesa del cielo. Vosotros amáis y pedís libertad del cuerpo, y en vida abundante y pacífica, con la cual libertad se compadece servir el alma al pecado y al vicio; y de estos males, que son mortales, os prometía Dios libertad. Vosotros esperabais ser señores de otros; Dios no prometía sino haceros señores de vosotros mismos. Vosotros os tenéis por satisfechos con un sucesor de David, que os reduzca a vuestra primera tierra y os mantenga en justicia, y defienda y ampare de vuestros contrarios; mas Dios, que es sin comparación muy más liberal y más largo, os prometía, no hijo de David sólo, sino Hijo suyo y de David Hijo también, que, enriquecido de todo el bien que Dios tiene, os sacase el poder del demonio y de las manos de la muerte sin fin, y que os sujetase debajo de vuestros pies todo lo que de veras os daña, y os llevase santos, inmortales, gloriosos a la tierra de vida y de paz, que nunca fallece. Estos son bienes dignos de Dios; y semejantes dádivas, y no otras, hinchen el encarecimiento y muchedumbre de aquellas promesas.

Y a la verdad, Juliano, entre los demás inconvenientes que tiene este error, es uno grandísimo que, los que se persuaden de él, forzosamente juzgan de Dios muy baja y vilmente. No tiene Dios tan angosto corazón como los hombres tenemos; y estos bienes y gloria terrena que nosotros estimamos en tanto, aunque es Él sólo el que los distribuye y reparte, pero conoce que son bienes caducos y que están fuera del hombre, y que no solamente no le hacen bueno, mas muchas veces le empeoran y dañan. Y así, ni hace alarde de estos bienes Dios, ni se precia del repartimiento de ellos, y las más veces los envía a quien no los merece, por los fines que Él se sabe; y a los que tiene por desechados de sí, y que son delante de sus ojos como viles cautivos y esclavos, a ésos les da este breve consuelo; y al revés, con sus escogidos y con los que como a hijos ama, en éstos comúnmente es escaso, porque sabe nuestra flaqueza y la facilidad con que nuestro corazón se derrama en el amor de estas prendas exteriores teniéndolas; y sabe que, casi siempre, o cortan o enflaquecen los nervios de la virtud verdadera.

Mas dirán: Esperamos lo que las sagradas Letras nos dicen, y con lo que Dios promete nos contentamos, y eso tenemos por mucho. Leemos capitán, oímos guerras y caballos y saetas y espadas, vemos victorias y triunfos, prométennos libertad y venganza, dícennos que nuestra ciudad y nuestro templo será reparado, que las gentes nos servirán y que seremos señores de todos. Lo que oímos, eso esperamos; y con la esperanza de ello vivimos contentos.

Siempre fue flaca defensa asirse a la letra, cuando la razón evidente descubre el verdadero sentido; mas, aunque flaca, tuviera aquí y en este propósito algún color, si las mismas divinas Letras no descubrieran en otros lugares su verdadera intención. ¿Por qué, pues, Isaías, cuando habla sin rodeos y sin figuras de Cristo, le pinta en persona de Dios de esta manera: «Veis, dice, a mi siervo en quien descanso, aquel en quien se contenta y satisface mi alma; puse sobre Él mi espíritu, Él hará justicia a las gentes; no voceará ni será aceptador de personas, ni será oída en las plazas su voz; la caña quebrantada no quebrará, y la estopa que humea no la apagará, no será áspero ni bullicioso»? Manifiestamente se muestra que este brazo y fortaleza de Dios, que es Jesucristo, no es fortaleza militar ni coraje de soldado; y que los hechos hazañosos de un Cordero tan humilde y tan manso, como es el que en este lugar Isaías pinta, no son hechos de esta guerra que vemos, adonde la soberbia se enseñorea, y la crueldad se despierta, y el bullicio y la cólera y la rabia y el furor menean las manos. No tendrá, dice, cólera para hacer mal ni a una caña quebrada. ¡Y antójasele al error vano de estos mezquinos, que tiene de trastornar el mundo con guerras!

Y no es menos claro lo que el mismo profeta dice en otro capítulo: «Herirá la tierra con la vara de su boca, y con el aliento de sus labios quitará la vida al malvado.» Porque, si las armas con que hiere la tierra y con que quita la vida al malo son vivas y ardientes palabras, claro es que su obra de este brazo no es pelear con armas carnales contra los cuerpos, sino contra los vicios con armas de espíritu.

Y así, conforme a esto, le arma de punta en blanco con todas sus piezas en otro lugar, diciendo: «Vistióse por loriga justicia, y salud por yelmo de su cabeza; vistióse por vestiduras venganza, y el celo le cubijó como capa.» Por manera que las saetas que antes decía, que, enviadas con el vigor del brazo traspasan los cuerpos, son palabras agudas y enherboladas con gracia, que pasan el corazón de claro en claro. Y su espada famosa no se templó con acero en las fraguas de Vulcano para derramar la sangre cortando; ni es hierro visible, sino rayo de virtud invisible que pone a cuchillo todo lo que en nuestras almas es enemigo de Dios. Y sus lorigas y sus petos y sus arneses por el consiguiente, son virtudes heroicas del cielo, en quien todos los golpes enemigos se embotan. Piden a Dios la palabra, y no despiertan la vista para conocer la palabra que Dios les dio.

¿Cómo piden cosas de esta vida mortal, y que cada día las vemos en otros, y que comprendemos lo que valen y son, pues dice Dios por su profeta que el bien de su promesa y la calidad y grandeza de ella, ni el ojo la vio ni llegó jamás a los oídos, ni cayó nunca en el pensamiento del hombre? Vencer unas gentes a otras, bien sabemos qué es; el valor de las armas cada día lo vemos; no hay cosa que más se entienda ni más desee la carne que las riquezas y que el señorío. No promete Dios esto, pues lo que promete excede a todo nuestro deseo y sentido. Hacerse Dios hombre, eso no lo alcanza la carne; morir Dios en la humanidad que tomó, para dar vida a los suyos, eso vence el sentido; muriendo un hombre, al demonio, que tiranizaba los hombres, hacerlo sujeto y esclavo de ellos, ¿quién nunca lo oyó? Los que servían al infierno, convertirlos en ciudadanos del cielo y en hijos de Dios; y finalmente, hermosear con justicia las almas, desarraigando de ellas mil malos siniestros, y, hechas todas luz y justicia, a ellas y a los cuerpos vestirlos de gloria y de inmortalidad, ¿en qué deseo cupo jamás, por más que alargase la rienda al deseo?

Mas ¿en qué me detengo? El mismo profeta, ¿no pone abiertamente, y sin ningún rodeo ni velo, el oficio de Cristo, y su valentía y la calidad de sus guerras, en el capítulo sesenta y uno del profeta Isaías, adonde introduce a Cristo, que dice: «El espíritu del Señor está sobre Mí, a dar buena nueva a los mansos me envió?.» ¿No veis lo que dice? ¿Qué? Buena nueva a los mansos, no asalto a los muros. Más: «A curar los de corazón quebrantado.» ¡Y dice el error que a pasar por los filos de su espada a las gentes! «A predicar a los cautivos perdón.» A predicar; que no a guerrear. No a dar rienda a la saña, sino a publicar su indulgencia, y predicar el año en que se aplaca el Señor, y el día en que, como si se viese vengado, queda mansa su ira. A consolar a los que lloran, y a dar fortaleza a los que se lamentan. A darles guirnalda en lugar de la ceniza, y unción de gozo en lugar del duelo, y manto de loor en vez de la tristeza de espíritu.

Y para que no quedase duda ninguna, concluye: «Y serán llamados fuertes en justicia.» ¿Dónde están ahora los que, engañándose a sí mismos, se prometen fortaleza de armas, prometiendo declaradamente Dios fortaleza de virtud y de justicia?

Aquí Juliano, mirando alegremente a Marcelo:

-Paréceme -dijo-, Marcelo, que os he metido en calor, y bastaba el del día. Mas no me pesa de la ocasión que os he dado, porque me satisface mucho lo que habéis dicho; y porque no quede nada por decir, quiéroos también preguntar: ¿qué es la causa por donde Dios, ya que hacía promesa de este tan grande bien a su pueblo, se la encubrió debajo de palabras y bienes carnales y visibles, sabiendo que para ojos tan flacos como los de aquel pueblo era velo que los podía cegar; y sabiendo que para corazones tan aficionados al bien de la carne, como son los de aquéllos, era cebo que los había de engañar y enredar?

-No era cebo ni velo -respondió al punto Marcelo, pues juntamente con ello estaba luego la voz y la mano de Dios, que alzaba el velo y avisaba del cebo, descubriendo por mil maneras lo cierto de su promesa. Ellos mismos se cegaron y se enredaron de su voluntad.

-Por ventura yo no me he declarado -dijo entonces Juliano-, porque eso mismo es lo que pregunto. Que pues Dios sabía que se habían de cegar tomando de aquel lenguaje ocasión, ¿por qué no cortó la ocasión del todo? Y pues les descubría su voluntad y determinación, y se la descubría para que la entendiesen, ¿por qué no se la descubrió sin dejar escondrijo donde se pudiese encubrir el error? Porque no diréis que no quiso ser entendido, porque, si eso quisiera, callara; ni menos que no pudo darse a entender.

-Los secretos de Dios -respondió Marcelo encogiéndose en sí- son abismos profundos; por donde en ellos es ligero el dificultar, y el penetrar muy dificultoso. Y el ánimo fiel y cristiano más se ha de mostrar sabio en conocer que sería poco el saber de Dios si lo comprendiese nuestro saber, que ingenioso en remontar dificultades sobre lo que Dios hace y ordena. Y como sea esto así en todos los hechos de Dios, en este particular que toca a la ceguedad de aquel pueblo, el mismo San Pablo se encoge y parece que se retira; y aunque caminaba con el soplo del Espíritu Santo, coge las velas del entendimiento y las inclina diciendo: «¡Oh honduras de las riquezas y sabiduría y conocimiento de Dios, cuán no penetrables son sus juicios y cuán dificultosos de rastrear sus caminos!» Mas, por mucho que se esconda la verdad, como es luz, siempre echa algunos rayos de sí que dan bastante lumbre al alma humilde.

Y así digo ahora que, no porque algunos toman ocasión de pecar, conviene a la sabiduría de Dios mudar (o en el lenguaje con que nos habla, o en el orden con que nos gobierna, o en la disposición de las cosas que cría), lo que es en sí conveniente y bueno para la naturaleza en común. Bien sabéis que unos salen a hacer mal con la luz y que a otros la noche con sus tinieblas los convida a pecar; porque, ni el corsario correría a la presa si el sol no amaneciese, ni si no se pusiese, el adúltero macularía el lecho de su vecino. El mismo entendimiento y agudeza de ingenio de que Dios nos dotó, si atendemos a los muchos que usan mal de él, no nos lo diera, y dejara al hombre no hombre.

¿No dice San Pablo de la doctrina del Evangelio, que a unos es olor de vida para que vivan, y a otros de muerte para que mueran? ¿Qué fuera el mundo si, porque no se acrescentara la culpa de algunos, quedáramos todos en culpa? Esta manera de hablar, Juliano, adonde, con semejanzas y figuras de cosas que conocemos y vemos y amamos, nos da Dios noticia de sus bienes, y nos lo promete para la calidad y gusto de nuestro ingenio y condición, es muy útil y muy conveniente. Lo uno, porque todo nuestro conocimiento, así como comienza de los sentidos, así no conoce bien lo espiritual, sino es por semejanza de lo sensible que conoce primero. Lo otro, porque la semejanza que hay de lo uno a lo otro, advertida y conocida, aviva el gusto de nuestro entendimiento naturalmente, que es inclinado a cotejar unas cosas con otras, discurriendo por ellas; y así, cuando descubre alguna gran consonancia de propiedades entre cosas que son en naturaleza diversas, alégrase mucho y como saboréase en ello e imprímelo con más firmeza en las mentes. Y lo tercero, porque, de las cosas que sentimos, sabemos por experiencia lo gustoso y agradable que tienen; mas de las cosas del cielo no sabemos cuál sea ni cuánto su sabor y dulzura.

Pues para que cobremos afición y concibamos deseo de lo que nunca hemos gustado, preséntanoslo Dios debajo de lo que gustamos y amamos, para que, entendiendo que es aquello más y mejor que lo conocido, amemos en lo no conocido el deleite y contento que ya conocemos. Y como Dios se hizo hombre dulcísimo y amorosísimo, para que lo que no entendíamos de la dulzura y amor de su natural condición, que no veíamos, lo experimentásemos en el hombre que vemos, y de quien se vistió para comenzar allí a encender nuestra voluntad en su amor, así en el lenguaje de sus Escrituras nos habla como hombre a otros hombres, y nos dice sus bienes espirituales y altos, con palabras y figuras de cosas corporales que les son semejantes; y, para que los amemos, los enmiela con esta miel nuestra, digo, con lo que Él sabe que tenemos por miel.

Y si en todos es esto, en la gente de aquel pueblo de quien hablamos tiene más fuerza y razón por su natural y no creíble flaqueza, y, como divinamente dijo San Pablo por su infinita niñez. La cual demandaba que, como el ayo al muchacho pequeño le induce con golosinas a que aprenda el saber, así Dios a aquellos los levantase a la creencia y al deseo del cielo, ofreciéndoles y prometiéndoles, al parecer, bienes de la tierra.

Porque si en acabando de ver el infinito poder de Dios, y la grandeza de su amor para con ellos en las plagas de Egipto, y en el mar Bermejo dividido por medio; y si teniendo casi presente en los ojos el fuego y la nube del Siná, y el habla misma de Dios que les decía la ley sonando en sus oídos entonces; y si teniendo en la boca el maná que Dios les llovía; y si mirando ante sí la nube que los guiaba de día y les lucía de noche, venidos a la entrada de la tierra de Canaán, adonde Dios los llevaba, en oyendo que la moraban hombres valientes, temieron y desconfiaron, y volvieron atrás, llorando fea y vilmente; y no creyeron que, quien pudo romper el mar en sus ojos, podría derrocar unos muros de tierra; y ni la riqueza y abundancia de la tierra que veían y amaban, ni la experiencia de la fortaleza de Dios los pudo mover adelante; si luego y de primera instancia, y por sus palabras sencillas y claras, les prometiera Dios la encarnación de su Hijo y lo espiritual de sus bienes, y lo que ni sentían ni podían sentir, ni se les podía dar luego, sino en otra vida y después de haber dado largas vueltas los siglos; ¿cuándo, me decid, o cómo, o en qué manera, aquellos o lo creyeran o lo estimaran? Sin duda fuera cosa sin fruto.

Y así, todo lo grande y apartado de nuestra vida que Dios les promete, se lo pone tratable y deseable, saboreándoselo de esta manera que he dicho. Y particularmente en este misterio y promesa de Cristo, para asentársela en la memoria y en la afición, se la ofrece en los Libros divinos casi siempre vestida con una de dos figuras. Porque lo que toca a la gracia que desciende de Cristo en las almas, y a lo que en ella fructifica esta gracia, díceselo debajo de semejanzas tomadas de la cultura del campo y de la naturaleza de él. Y, como vimos esta mañana, para figurar este negocio hace sus cielos y tierra, y sus nubes y lluvia, y sus montes y valles, y nombra trigo, y vides, y olivas, con grande propiedad y hermosura. Mas lo que pertenece a lo que antes de esto hizo Cristo, venciendo al demonio en la cruz, y despojando el infierno y triunfando de él y de la muerte, y subiéndose al cielo para juntar después a sí mismo todo su cuerpo, represéntaselo con nombres de guerras y victorias visibles, y alza luego la bandera y suena la trompa y relumbra la espada; y píntalo a las veces con tanta demostración, que casi se oye el ruido de las armas y el alarido de los que huyen; y la victoria alegre de los que vencen casi se ve.

Y demás de esto (si va a decir lo que siento), la dureza, Juliano, de aquella gente, y la poca confianza que siempre tuvieron en Dios, y los pecados grandes contra Él que de ella nacieron en aquel pueblo luego en su primer principio, y se fueron después siempre con él continuando y creciendo (feos, ingratos, enormes pecados), dieron a Dios causa justísima para que tuviese por bueno el hablarles así figurada y revueltamente.

Porque de la manera que en la luz de la profecía da Dios mayor o menor luz, según la disposición y capacidad y calidad del profeta, y una misma verdad a unos se la descubre por sueños y a otros despiertos, pero por imágenes corporales y oscuras que se le figuran en la fantasía, y a otros por palabras puras y sencillas; y como un mismo rostro, en muchos espejos más y menos claros y verdaderos, se muestra por diferente manera; así Dios, esta verdad de su Hijo, y la historia y calidad de sus hechos, conforme a los pecados y mala disposición de aquella gente, así se la dijo algo encubierta y oscura. Y quiso hablarles así, porque entendió que, para los que entre ellos eran y habían de ser buenos y fieles, aquello bastaba; y que a los otros contumaces perdidos no se les debía más luz.

Por manera que vio que a los unos aquella medianamente encubierta verdad les serviría de honesto ejercicio buscándola, y de santo deleite hallándola, y que eso mismo sería tropiezo y lazo para los otros, pero merecido tropiezo por sus muchos y graves pecados. Por los cuales, caminando sin rienda y aventajándose siempre a sí mismo, como por grados que ellos perdidamente se edificaron, llegaron a merecer este mal que fue el sumo de todos: que teniendo delante de los ojos su vida, abrazasen la muerte; y que aborreciesen a su único suspiro y deseo cuando le tuvieron presente; o, por mejor decir, que viéndole no le viesen, ni le oyesen oyéndole, y que palpasen en las tinieblas estando rodeados de luz; y merecieron, pecando, pecar más, y llegar a cegarse hasta poner las manos en Cristo, y darle muerte, y negarle y blasfemar de Él, que fue llegar al fin del pecado.