De los nombre de Cristo: Tomo 2, Rey de Dios

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De los nombres de Cristo
Tomo 2 de Fray Luis de León
Rey de Dios

Es Cristo llamado Rey, y de las cualidades que Dios puso en Él para este oficio

-Nómbrase, Cristo también Rey de Dios. En el Salmo segundo dice Él, de sí, según nuestra letra: «Yo soy Rey constituido por Él, esto es, por Dios, sobre Sión, su monte santo.» Y, según la letra original, dice Dios de Él: «Yo constituí a mi Rey sobre el monte Sión, monte santo mío.» Y según la misma letra, en el capítulo catorce de Zacarías: «Y vendrán todas las gentes, y adorarán al Rey del Señor Dios.»

Y leído esto, añadió el mismo Sabino, diciendo:

-Mas, es poco todo lo demás que en este papel se contiene; y así, por no desplegarse más veces, quiérolo leer de una vez.

Y dijo:

-Nómbrase también Príncipe de paz, y nómbrase Esposo. Lo primero, se ve en el capítulo nueve de Isaías, donde, hablando de Él, el profeta dice: «Y será llamado Príncipe de paz.» De lo segundo, Él mismo, en el Evangelio de San Juan, en el capítulo tercero, dice: «Él que tiene esposa, esposo es; y su amigo oye la voz del esposo y gózase.» Y en otra parte: «Vendrán días cuando les será quitado el Esposo, y entonces ayunarán.»

Y con esto calló. Y Marcelo comenzó por esta manera:

-En confusión me pusiera, Sabino, lo que habéis dicho, si ya no estuviera usado a hablar en los oídos de las estrellas, con las cuales comunico mis cuidados y mis ansias las más de las noches; y tengo para mí que son sordas. Y si no lo son y me oyen, estas razones de que ahora tratamos no me pesará que las oigan pues son suyas, y de ellas las aprendimos nosotros, según lo que en el salmo se dice: «Que el cielo pregona la gloria de Dios, y sus obras las anuncia el cielo estrellado.» Y la gloria de Dios y las obras de que Él señaladamente se precia son los hechos de Cristo, de que platicamos ahora. Así que, oiga en buena hora el cielo lo que nos vino del cielo, y lo que el mismo cielo nos enseñó.

Mas sospecho, Sabino, que, según es baja mi voz, el ruido que en esta presa hace el agua cayendo, que crecerá con la noche, les hurtará de mis palabras las más. Y comoquiera que sea, viniendo a nuestro propósito, pues Dios en lo que habéis ahora leído llama a Cristo rey suyo, siendo así que todos los que reinan son reyes por mano de Dios, claramente nos da a entender y nos dice que Cristo no es rey como los demás reyes, sino rey por excelente y no usada manera. Y según lo que yo alcanzo, a solas tres cosas se puede reducir todo lo que engrandece las excelencias y alabanzas de un rey: y la una consiste en las cualidades que en su misma persona tiene convenientes para el fin del reinar, y la otra está en la condición de los súbditos sobre quienes reina, y la manera como los rige y lo que hace con ellos el rey, es la tercera y postrera. Las cuales cosas, en Cristo concurren y se hallan como en ningún otro; y por esta causa es Él sólo llamado por excelencia rey hecho por Dios.

Y digamos de cada una de ellas por sí. Y lo primero, que toca a las cualidades que puso Dios en la naturaleza humana de Cristo para hacerle rey, comenzándolas a declarar y a contar, una de ellas es humildad y mansedumbre de corazón, como Él mismo de sí lo testifica, diciendo: «Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón.» Y, como decíamos poco ha, Isaías canta de Él: «No será bullicioso, ni apagará una estopa que humee, ni una caña quebrantada la quebrará.» Y el profeta Zacarías también: «No quieras temer, dice, hija de Sión; que tu rey viene a ti justo y salvador y pobre (o, como dice otra letra, manso) y asentado sobre un pollino.» Y parecerá al juicio del mundo que esta condición de ánimo no es nada decente al que ha de reinar; mas Dios, que no sin justísima causa llama entre todos los demás reyes a Cristo su rey, y que quiso hacer en Él un rey de su mano que respondiese perfectamente a la idea de su corazón, halló, como es verdad, que la primera piedra de esta su obra era un ánimo manso y humilde, y vio que un semejante edificio, tan soberano y tan alto, no se podía sustentar sino sobre cimientos tan hondos.

Y como en la música no suenan todas las voces agudo ni todas grueso, sino grueso y agudo debidamente, y lo alto se templa y reduce a consonancia en lo bajo, así conoció que la humildad y mansedumbre entrañable que tiene Cristo en su alma, convenía mucho para hacer armonía con la alteza y universalidad de saber y poder con que sobrepuja a todas las cosas criadas. Porque si tan no medida grandeza cayera en un corazón humano que de suyo fuera airado y altivo, aunque la virtud de la persona divina era poderosa para corregir este mal, pero ello de sí no podía prometer ningún bien.

Demás de que, cuando de sí no fuera necesario que un tan soberano poder se templara en llaneza, ni a Cristo, por lo que a Él y a su alma toca, le fuere necesaria o provechosa esta mezcla, a los súbditos y vasallos suyos nos convenía que este rey nuestro fuese de excelente humildad. Porque toda la eficacia de su gobierno y toda la muchedumbre de no estimables bienes que de su gobierno nos vienen, se nos comunican a todos por medio de la fe y del amor que tenemos con Él y nos junta con Él. Y cosa sabida es que la majestad y grandeza, y toda la excelencia que sale fuera de competencia en los corazones más bajos, no engendra afición, sino admiración y espanto, y más arredra que allega y atrae. Por lo cual no era posible que un pecho flaco y mortal, que considerase la excelencia sin medida de Cristo, se le aplicase con fiel afición y con aquel amor familiar y tierno con que quiere ser de nosotros amado, para que se nos comunique su bien; si no le considerara también no menos humilde que grande, y si, como su majestad nos encoge, su inestimable llaneza y la nobleza de su perfecta humildad, no despertara osadía y esperanza en nuestra alma.

Y a la verdad, si queremos ser jueces justos y fieles, ningún afecto ni arreo es más digno de los reyes, ni más necesario, que lo manso y lo humilde; sino que con las cosas hemos ya perdido los hombres el juicio de ellas y su verdadero conocimiento. Y como siempre vemos altivez y severidad y soberbia en los príncipes, juzgamos que la humildad y llaneza es virtud de los pobres. Y no miramos siquiera que la misma naturaleza divina, que es emperatriz sobre todo, y de cuyo ejemplo han de sacar los que reinan la manera cómo han de reinar, con ser infinitamente alta, es llana infinitamente, y (si este nombre del humilde puede caber en ella, y en la manera que puede caber) humildísima: pues, como vemos, desciende a poner su cuidado y sus manos, ella por sí misma, no sólo en la obra de un vil gusano, sino también en que se conserve y que viva, y matiza con mil graciosos colores sus plumas al pájaro, y viste de verde hoja los árboles; y eso mismo que nosotros, despreciando, hollamos, los prados y el campo, aquella majestad no se desdeña de irlo pintando con yerbas y flores. Por donde con voces llenas de alabanza y de admiración le dice David: «¿Quién es como nuestro Dios, que mora en las alturas, y mira con cuidado hasta las más humildes bajezas, y Él mismo juntamente está en el cielo y en la tierra?»

Así que si no conocemos ya esta condición en los príncipes, ni se la pedimos, porque el mal uso recibido y fundado daña las obras y pone tinieblas en la razón, y porque, a la verdad, ninguna cosa son menos que los que se nombran señores y príncipes, Dios en su Hijo, a quien hizo príncipe de todos los príncipes, y sólo verdadero rey entre todos, como cualidad necesaria y preciada la puso. Mas ¿en qué manera la puso, o qué tanta es y fue su dulce humildad?

Mas pasemos a otra condición que se sigue, que, diciendo de ella, diremos en mejor lugar la grandeza de esta que hemos llamado mansedumbre y llaneza, porque son entre sí muy vecinas; y lo que diré es como fruto de esto que he dicho.

Pues fue Cristo, además de ser manso y humilde, más ejercitado que ningún otro hombre en la experiencia de los trabajos y dolores humanos. A la cual experiencia sujetó el Padre a su Hijo porque le había de hacer rey verdadero, y para que en el hecho de la verdad fuese perfectísimo rey, como San Pablo lo escribe: «Fue decente que Aquel, de quien y por quien y para quien son todas las cosas, queriendo hacer muchos hijos para los llevar a la gloria, al príncipe de la salud de ellos le perficionase con pasión y trabajos; porque el que santifica y los santificados han de ser todos de un mismo metal.» Y entreponiendo ciertas palabras, luego, poco más abajo, torna y prosigue: «Por donde convino que fuese hecho semejante a sus hermanos en todo, para que fuese cabal y fiel y misericordioso pontífice para con Dios, para aplacarle en los pecados del pueblo.» Que por cuanto padeció Él siendo tentado, es poderoso para favorecer a los que fueren tentados.

En lo cual no sé cuál es más digno de admiración: el amor entrañable con que Dios nos amó dándonos un rey para siempre, no sólo de nuestro linaje, sino tan hecho a la medida de nuestras necesidades, tan humano, tan llano, tan compasivo y tan ejercitado en toda pena y dolor, o la infinita humildad y obediencia y paciencia de este nuestro perpetuo Rey, que no sólo para animarnos a los trabajos, sino también para saber Él condolerse más de nosotros cuando estamos puestos en ellos, tuvo por bueno hacer prueba Él en sí primero de todos.

Y como unos hombres padezcan en una cosa y otros en otra, Cristo (porque así como su imperio se extendía por todos los siglos, así la piedad de su ánimo abrazase a todos los hombres) probó en sí casi todas las miserias de pena. Porque, ¿qué dejó de probar? Padecen algunos pobreza; Cristo la padeció más que otro ninguno. Otros nacen de padres bajos y oscuros, por donde son tenidos por menos; el padre de Cristo, a la opinión de los hombres, fue un oficial carpintero. El destierro y el huir a tierra ajena fuera de su natural, es trabajo; y la niñez de este Señor huye su natural y se esconde en Egipto. Apenas ha nacido la luz, y ya el mal la persigue. Y si es pena el ser ocasión de dolor a los suyos, el infante pobre, huyendo, lleva en pos de sí, por casas ajenas, a la doncella pobre y bellísima y al ayo santo y pobre también. Y aun por no dejar de padecer la angustia que el sentido de los niños más siente, que es perder a sus padres, Cristo quiso ser y fue niño perdido.

Mas vengamos a la edad de varón. ¿Qué lengua podrá decir los trabajos y dolores que Cristo puso sobre sus hombros, el no oído sufrimiento y fortaleza con que los llevó, las invenciones y los ingenios de nuevos males que Él mismo ordenó, como saboreándose en ellos, cuán dulce le fue el padecer, cuánto se preció de señalarse sobre todos en esto, cómo quiso que con su grandeza compitiese en Él su humildad y paciencia? Sufrió hambre, padeció frío, vivió en extremada pobreza, cansóse y desvelóse y anduvo muchos caminos, sólo a fin de hacer bienes de incomparable bien a los hombres.

Y para que su trabajo fuese trabajo puro, o, por mejor decir, para que llegase creciendo a su grado mayor, de todo este afán el fruto fueron muy mayores afanes. Y de sus tan grandes sudores no cogió sino dolores y persecuciones y afrentas; y sacó del amor desamor; del bien hacer, mal parecer; del negociarnos la vida, muerte extremadamente afrentosa, que es todo lo amargo y lo duro a que en este género de calamidad se puede subir.

Porque si es dolor pasar uno pobreza y desnudez y mucho desvelamiento y cuidado, ¿qué será cuando, por quien se pasa, no lo agradece? ¿Qué cuando no lo conoce? ¿Qué cuando lo desconoce, lo desagradece, lo maltrata y persigue? Dice David en el Salmo: «Si quien me debía enemistad me persiguiera, fuera cosa que la pudiera llevar; mas ¡mi amigo y mi conocido y el que era un alma conmigo, el que comía a mi mesa y con quien comunicaba mi corazón!» Como si dijese que el sentido de un semejante caso vencía a cualquier otro dolor. Y con ser así, pasa un grado más adelante el de Cristo; porque, no sólo le persiguieron los suyos, sino los que por infinitos beneficios que recibían de Él estaban obligados a serlo; y, lo que es más, tomando ocasión de enojo y de odio de aquello mismo que con ningún agradecimiento podían pagar, como se querella en su misma persona de Él el profeta Isaías, diciendo: «Y dije: trabajado he por demás, consumido he en vano mi fortaleza; por donde mi pleito es con el Señor, y mi obra con el que es Dios mío.» Sería negocio infinito si quisiéramos por menudo decir, en cada una de las que hizo Cristo, lo que sufrió y padeció.

Vengamos al remate de todas ellas, que fue su muerte, y veremos cuánto se preció de beber puro este cáliz, y de señalarse sobre todas las criaturas en gustar el sentido de la miseria por extremada manera, llegando hasta lo último de él. Mas ¿quién podrá decir ni una pequeña parte de esto? No es posible decirlo todo; mas diré brevemente lo que basta para que se conozcan los muchos quilates de dolor con que calificó Cristo este dolor de su muerte, y los innumerables males que en un solo mal encerró.

Siéntese más la miseria cuando sucede a la prosperidad, y es género de mayor infelicidad en los trabajos el haber sido en algún tiempo feliz. Poco antes que le prendiesen y pusiesen en cruz, quiso ser recibido, y lo fue de hecho, con triunfo glorioso. Y sabiendo cuán maltratado había de ser dende a poco, para que el sentimiento de aquel tratamiento malo fuese más vivo, ordenó que estuviese reciente y como presente la memoria de aquella divina honra que, aquellos mismos que ahora le despreciaban ocho días antes le hicieron. Y tuvo por bien que casi se encontrasen en sus oídos las voces de «Hosanna, Hijo de David», y de «Bendito el que viene en el nombre de Dios», con las de «Crucifícale, crucifícale», y con las de «Veis, el que destruía y reedificaba el templo de Dios en tres días, no puede salvarse a sí, y pudo salvar a los otros». Para que lo desigual de ellas, y la contrariedad que entre sí tenían con las unas las otras, causase mayor pena en su corazón.

Suele ser descanso a los que de esta vida se parten, no ver las lágrimas y los sollozos y la tristeza afligida de los que bien quieren. Cristo, la noche a quien sucedió el día último de su vida mortal, los juntó a todos y cenó con ellos juntos, y les manifestó su partida, y vio su congoja, y tuvo por bien verla y sentirla para que con ella fuese más amarga la suya. ¡Qué palabras les dijo en lo que platicó con ellos aquella noche! ¡Qué enternecimientos de amor! Que si, a los que ahora los vemos escritos, el oírlos nos enternece, ¿qué sería lo que obraron entonces en quien los decía?

Pero vamos adonde ya Él mismo, levantado de la mesa y caminando para el huerto nos lleva. ¿Qué fue cada uno de los pasos de aquel camino sino un clavo nuevo que le hería, llevándole al pensamiento y a la imaginación la prisión y la muerte, a que ellos mismos le acercaban buscándola? Mas ¿qué fue lo que hizo en el huerto que no fuese acrecentamiento de pena? Escogió tres de sus discípulos para su compañía y conorte, y consintió que se venciesen del sueño para que, con ver su descuido de ellos, su cuidado y su pena de Él creciese más.

Derrocóse en oración delante del Padre, pidiéndole que pasase de Él aquel cáliz, y no quiso ser oído en esta oración. Dejó desear a su sentido lo que no quería que se le concediese, para sentir en sí la pena que nace del desear y no alcanzar lo que pide el deseo. Y como si no le bastara el mal y el tormento de una muerte que ya le estaba vecina, quiso hacer, como si dijésemos, vigilia de ella, y morir antes que muriese, o, por mejor decir, morir dos veces: la una en el hecho y la otra en la imaginación de Él.

Porque desnudó, por una parte, a su sentido inferior de las consolaciones y esfuerzos del cielo; y, por otra parte, le puso en los ojos una representación de los males de su muerte y de las ocasiones de ella, tan viva, tan natural, tan expresa y tan figurada, y con una fuerza tan eficaz, que lo que la misma muerte en el hecho no pudo hacer sin ayudarse de las espinas y el hierro, en la imaginación y figura, por sí misma y sin armas ningunas, lo hizo. Que le abrió las venas, y, sacándole la sangre de ellas, bañó con ella el sagrado cuerpo y el suelo. ¿Qué tormento tan desigual fue éste con que se quiso atormentar de antemano? ¿Qué hambre, o, digamos, qué codicia de padecer? No se contentó con sentir el morir, sino quiso probar también la imaginación y el temor del morir lo que puede doler. Y porque la muerte súbita y que viene no pensada y casi de improviso, con un breve sentido se pasa, quiso entregarse a ella antes que fuese. Y antes que sus enemigos se la acarreasen, quiso traerla Él a su alma y mirar su figura triste, y tender el cuello a su espada, y sentir por menudo y despacio sus heridas todas, y avivar más sus sentidos para sentir más el dolor de sus golpes, y, como dije, probar hasta el cabo cuánto duele la muerte, esto es, el morir y el temor del morir.

Y aunque digo el temor del morir, si tengo de decir, Juliano, lo que siempre entendí acerca de esta agonía de Cristo, no entiendo que fue el temor el que le abrió las venas y le hizo sudar gotas de sangre; porque, aunque de hecho temió, porque Él quiso temer, y, temiendo, probar los accidentes ásperos que trae consigo el temor; pero el temor no abre el cuerpo ni llama afuera la sangre, antes la recoge adentro y la pone a la redonda del corazón, y deja frío lo exterior de la carne, y la misma razón aprieta los poros de ella. Y así no fue el temor el que sacó afuera la sangre de Cristo, sino, si lo hemos de decir con una palabra, el esfuerzo y el valor de su alma con que salió al encuentro y con que al temor resistió, ése, con el tesón que puso, le abrió todo el cuerpo.

Porque se ha de entender que Cristo, como voy diciendo, porque quiso hacer prueba en sí de todos nuestros dolores, y vencerlos en sí para que después fuesen por nosotros más fácilmente vencidos, armó contra sí en aquella noche todo lo que vale y puede la congoja y el temor, y consintió que todo ello de tropel y como en un escuadrón moviese guerra a su alma. Porque figurándolo todo con no creíble viveza, puso en ella como vivo y presente lo que otro día había de padecer, así en el cuerpo con dolores, como en esa misma alma con tristeza y congojas. Y juntamente con esto, hizo también que considerase su alma las causas por las cuales se sujetaba a la muerte, que eran las culpas pasadas y porvenir de todos los hombres, con la fealdad y graveza de ellas y con la indignación grandísima y la encendida ira que Dios contra ellas concibe, y ni más ni menos consideró el poco fruto que tan ricos y tan trabajados trabajos habían de hacer en los más de los hombres.

Y todas estas cosas juntas y distintas, y vivísimamente consideradas, le acometieron a una, ordenándolo Él, para ahogarle y vencerle. De lo cual Cristo no huyó, ni rindió a estos temores y fatigas apocadamente su alma, ni para vencerlos les embotó, como pudiera, las fuerzas; antes, como he dicho, cuanto fue posible se las acrescentó; ni menos armó a sí mismo y a su santa alma, o con insensibilidad para no sentir (antes despertó en ella más sus sentidos), o con la defensa de su divinidad bañándola en gozo con el cual no tuviera sentido el dolor, o a lo menos con el pensamiento de la gloria y bienaventuranza divina, a la cual por aquellos males caminaba su cuerpo, apartando su vista de ellos y volviéndola a esta otra consideración, o templando siquiera la una consideración con la otra, sino, desnudo de todo esto, y con sólo el valor de su alma y persona, y con la fuerza que ponía en su razón el respeto de su Padre y el deseo de obedecerle, les hizo a todos cara y luchó, como dicen, a brazo partido con todos, y al fin lo rindió todo y lo sujetó debajo sus pies.

Mas la fuerza que puso en ello, y el estribar la razón contra el sentido, y, como dije, el tesón generoso con que aspiró a la victoria, llamó afuera los espíritus y la sangre, y la derramó. Por manera que lo que vamos diciendo, que gustó Cristo de sujetarse a nuestros dolores, haciendo en sí prueba de ellos, según esta manera de decir, aún se cumple mejor. Porque, no sólo sintió el mal del temor y la pena de la congoja y el trabajo que es sentir uno en sí diversos deseos y el desear algo que no se cumple, pero la fatiga increíble del pelear contra su apetito propio y contra su misma imaginación, y el resistir a las formas horribles de tormentos y males y afrentas, que se le venían espantosamente a los ojos para ahogarle, y el hacerles cara, y el, peleando uno contra tantos, valerosamente vencerlos con no oído trabajo y sudor, también lo experimentó.

Mas ¿de qué no hizo experiencia? También sintió la pena que es ser vendido y traído a muerte por sus mismos amigos, como Él lo fue en aquella noche de Judas; el ser desamparado en su trabajo de los que le debían tanto amor y cuidado; el dolor del trocarse los amigos con la fortuna; el verse no solamente negado de quien tanto le amaba, mas entregado del todo en las manos de quien lo desamaba tan mortalmente; la calumnia de los acusadores, la falsedad de los testigos, la injusticia misma, y la sed de la sangre inocente asentada en el soberano tribunal por juez, males que sólo quien los ha probado los siente; la forma de juicio y el hecho de cruel tiranía; el color de religión adonde era todo impiedad y blasfemia; el aborrecimiento de Dios, disimulado por de fuera con apariencias falsas de su amor y su honra. Con todas estas amarguras templó Cristo su cáliz, y añadió a todas ellas las injurias de las palabras, las afrentas de los golpes, los escarnios, las befas, los rostros y los pechos de sus enemigos bañados en gozo; el ser traído por mil tribunales, el ser estimado por loco, la corona de espinas, los azotes crueles; y lo que entre estas cosas se encubre, y es dolorosísimo para el sentido, que fue el llegar tantas veces en aquel día de su prisión la causa de Cristo, mejorándose, a dar buenas esperanzas de sí; y habiendo llegado a este punto, el tornar súbitamente a empeorarse después.

Porque cuando Pilatos despreció la calumnia de los fariseos y se enteró de su envidia, mostró prometer buen suceso el negocio. Cuando temió por haber oído que era Hijo de Dios, y se recogió a tratar de ello con Cristo, resplandeció como una luz y cierta esperanza de libertad y salud. Cuando remitió el conocimiento del pleito Pilatos a Herodes, que por oídas juzgaba divinamente de Cristo, ¿quién no esperó breve y feliz conclusión? Cuando la libertad de Cristo la puso Pilatos en la elección del pueblo, a quien con tantas buenas obras Cristo tenía obligado; cuando les dio poder que librasen al homicida o al que restituía los muertos a vida; cuando avisó su mujer al juez de lo que había visto en visión, y le amonestó que no condenase a aquel justo ¿qué fue sino un llegar casi a los umbrales el bien? Pues este subir a esperanzas alegres y caer de ellas al mismo momento, este abrirse el día del bien y tornar a oscurecerse de súbito, el despintarse improvisadamente la salud que ya, ya, se tocaba; digo, pues, que este variar entre esperanza y temor, y esta tempestad de olas diversas que ya se encumbraban prometiéndole vida, y ya se derrocaban amenazando con muerte; esta desventura y desdicha, que es propia de los muy desgraciados, de florecer para secarse luego, y de revivir para luego morir, y de venirles el bien y desaparecerse, deshaciéndoseles entre las manos cuando les llega, probó también en sí mismo el Cordero. Y la buena suerte, y la buena dicha única de todas las cosas, quiso gustar de lo que es ser uno infeliz.

Infinito es lo que acerca de esto se ofrece, mas, cánsase la lengua en decir lo que Cristo no se cansó en padecer. Dejo la sentencia injusta, la voz del pregón, los hombros flacos, la cruz pesada, el verdadero y propio cetro de este nuestro gran Rey, los gritos del pueblo, alegres en unos y en otros llorosos, que todo ello traía consigo su propio y particular sentimiento.

Vengo al monte Calvario. Si la pública desnudez en una persona grave es áspera y vergonzosa, Cristo quedó delante de todos desnudo. Si el ser atravesado con hierro por las partes más sensibles del cuerpo es tormento grandísimo, con clavos fueron allí atravesados los pies y las manos de Cristo. Y porque fuese el sentimiento mayor, el que es piadoso aun con las más viles criaturas del mundo, no lo fue consigo mismo, antes en una cierta manera se mostró contra sí mismo cruel. Porque lo que la piedad natural y el afecto humano y común, que aun en los ejecutores de la justicia se muestra, tenía ordenado para menos tormento de los que morían en cruz, ofreciéndoselo a Cristo, lo desechó. Porque daban a beber a los crucificados en aquel tiempo, antes que los enclavasen, cierto vino confeccionado con mirra e incienso, que tiene virtud de ensordecer el sentido y como embotarle al dolor para que no sienta; y Cristo, aunque se lo ofrecieron, con la sed que tenía de padecer, no lo quiso beber.

Así que, desafiando al dolor, y desechando de sí todo aquello con que se pudiera defender en aquel desafío, el cuerpo desnudo y el corazón armado con fortaleza y con solas las armas de su no vencida paciencia, subió este nuestro Rey en la cruz. Y levantada en alto la salud del mundo, y llevando al mundo sobre sus hombros, y padeciendo Él solo la pena que merecía padecer el mundo por sus delitos, padeció lo que decir no se puede.

Porque ¿en qué parte de Cristo o en qué sentido suyo no llegó el dolor a lo sumo? Los ojos vieron lo que, visto, traspasó el corazón: la madre, viva y muerta, presente. Los oídos estuvieron llenos de voces blasfemas y enemigas. El gusto, cuando tuvo sed, gustó hiel y vinagre. El sentido todo del tacto, rasgado y herido por infinitas partes del cuerpo, no tocó cosa que no le fuese enemiga y amarga. Al fin dio licencia a su sangre, que, como deseosa de lavar nuestras culpas, salía corriendo abundante y presurosa. Y comenzó a sentir nuestra vida, despojada de su calor, lo que sólo le quedaba ya por sentir: los fríos tristísimos de la muerte y, al fin, sintió y probó la muerte también.

Pero ¿para qué me detengo yo en esto? Lo que ahora Cristo, que reina glorioso y señor de todo, en el cielo nos sufre, muestra bien claramente cuán agradable le fue siempre el sujetarse a trabajos. ¿Cuántos hombres, o por decir verdad, cuántos pueblos y cuántas naciones enteras, sintiendo mal de la pureza de su doctrina, blasfeman hoy de su nombre? Y con ser así que Él en sí está exento de todo mal y miseria, quiere y tiene por bien de, en la opinión de los hombres, padecer esta afrenta en cuanto su cuerpo místico, que vive en este destierro, padece, para compadecerse así de él y para conformarse siempre con él.

-Nuevo camino para ser uno rey -dijo aquí Sabino, vuelto a Juliano- es éste que nos ha descubierto Marcelo. Y no sé yo si acertaron con él algunos de los que antiguamente escribieron acerca de la crianza e instrucción de los príncipes, aunque bien sé que los que ahora viven no le siguen. Porque en el no saber padecer tienen puesto lo principal del ser rey.

-Algunos -dijo al punto Juliano- de los antiguos quisieron que el que se criaba para ser rey se criase en trabajos, pero en trabajos de cuerpo, con que saliese sano y valiente. Mas en trabajos de ánimo que le enseñasen a ser compasivo, ninguno, que yo sepa, lo escribió ni enseñó. Mas si fuera ésta enseñanza de hombres, no fuera este rey de Marcelo Rey propiamente hecho a la traza y al ingenio de Dios, el cual camina siempre por caminos verdaderos, y, por el mismo caso, contrarios a los del mundo, que sigue el engaño.

Así que no es maravilla, Sabino, que los reyes de ahora no se precien para ser reyes de lo que se preció Jesucristo, porque no siguen en el ser reyes un mismo fin. Porque Cristo ordenó su reinado a nuestro provecho, y conforme a esto, se calificó a sí mismo y se dotó de todo aquello que parecía ser necesario para hacer bien a sus súbditos; mas éstos que ahora nos mandan, reinan para sí, y, por la misma causa, no se disponen ellos para nuestro provecho, sino buscan su descanso en nuestro daño. Mas aunque ellos, cuanto a lo que les toca, desechen de sí este amaestramiento de Dios, la experiencia de cada día nos enseña que no son los que deben por carecer de él. Porque ¿de dónde pensáis que nace, Sabino, el poner sobre sus súbditos tan sin piedad tan pesadísimos yugos, el hacer leyes rigurosas, el ponerlas en ejecución con mayor crueldad y rigor, sino de nunca haber hecho experiencia en sí de lo que duele la aflicción y pobreza?

-Así es -dijo Sabino-; pero ¿qué ayo osaría ejercitar en dolor y necesidad a su príncipe? O si osase alguno, ¿cómo sería recibido y sufrido de los demás?

-Esa es -respondió Juliano- nuestra mayor ceguedad: que aprobamos lo que nos daña, y que tendríamos por bajeza que nuestro príncipe supiese de todo, siendo para nosotros tan provechoso, como habéis oído, que lo supiese. Mas si no se atreven a esto los ayos es porque ellos, y los demás que crían a los príncipes los quieren imponer en el ánimo a que no se precien de bajar los ojos de su grandeza con blandura a sus súbditos; y, en el cuerpo, a que ensanchen el estómago cada día con cuatro comidas, y a que aun la seda les sea áspera y la luz enojosa. Pero esto, Sabino, es de otro lugar, y quitamos en ello a Marcelo el suyo, o, por mejor decir, a nosotros mismos el de oír enteramente las cualidades de este verdadero Rey nuestro.

-A mí -dijo Marcelo- no me habéis, Juliano, quitado ningún lugar, sino antes me habéis dado espacio para que con más aliento prosiga mejor mi camino. Y a vos, Sabino (dijo volviéndose a él), no os pase por la imaginación querer concertar, o pensar que es posible que se concierten, las condiciones que puso Dios en su Rey, con las que tienen estos reyes que vemos. Que si no fueran tan diferentes del todo, no le llamara Dios señaladamente su Rey, ni su reino de ellos se acabara con ellos, y el de nuestro Rey fuera sempiterno, como es. Así que pongan ellos su estado en la altivez, y no se tengan por reyes si padecen alguna pena; que Dios, procediendo por camino diferente, para hacer en Jesucristo un rey que mereciese ser suyo, le hizo humildísimo para que no se desvaneciese en soberbia con la honra, y le sujetó a miseria y a dolor para que se compadeciese con lástima de sus trabajados y doloridos súbditos. Y demás de esto, y para el mismo fin de buen rey, le dio un verdadero y perfecto conocimiento de todas las cosas y de todas las obras de ellos, así las que fueron como las que son y serán. Porque el rey, cuyo oficio es juzgar, dando a cada uno su merecido, y repartiendo la pena y el premio, si no conoce él por sí la verdad, traspasará la justicia; que el conocimiento que tienen de sus reinos los príncipes por relaciones y pesquisas ajenas, más los ciega que los alumbra.

Porque demás de que los hombres por cuyos ojos y oídos ven y oyen los reyes, muchas veces se engañan, procuran ordinariamente engañarlos por sus particulares intereses e intentos. Y así, por maravilla entra en el secreto real la verdad. Mas nuestro Rey, porque su entendimiento, como clarísimo espejo, le representa siempre cuanto se hace y se piensa, no juzga, como dice Isaías, ni reprende ni premia por lo que al oído le dicen, ni según lo que a la vista parece, porque el un sentido y el otro sentido puede ser engañado; ni tiene de sus vasallos la opinión que otros vasallos suyos, aficionados o engañados, le ponen, sino la que pide la verdad que Él claramente conoce. Y como puso Dios en Cristo el verdadero conocer a los suyos, asimismo le dio todo el poder para hacerles mercedes. Y no solamente le concedió que pudiese, mas también en Él mismo, como en tesoro, encerró todos los bienes y riquezas que pueden hacer ricos y dichosos a los de su reino. De arte que no trabajarán, remitidos de unos a otros ministros con largas. Mas, lo que es principal, hizo, para perfeccionar este Rey, que sus súbditos todos fuesen sus deudos, o, por mejor decir, que naciesen de Él todos, y que fuesen hechura suya y figurados a su semejanza. Aunque esto sale ya de lo primero que toca a las cualidades del rey, y entra en lo segundo que propusimos, de las condiciones de los que en este reino son súbditos. Y digamos ya de ellas.

Y a la verdad, casi todas ellas se reducen a ésta, que es ser generosos y nobles todos y de un mismo linaje. Porque el mando de Cristo universalmente comprende a todos los hombres y a todas las criaturas, así las buenas como las malas, sin que ninguna de ellas pueda eximirse de su sujección, o se contente de ello o le pese; pero el reino suyo de que ahora vamos hablando, y el reino en quien muestra Cristo sus nobles condiciones de Rey, y el que ha de durar perpetuamente con Él descubierto y glorioso (porque a los malos tendrálos encerrados y aprisionados y sumidos en eterno olvido y tinieblas), así que este reino son los buenos y justos solos, y de estos decimos ahora que son generosos todos, y de linaje alto, y todos de uno mismo.

Porque dado que sean diferentes en nacimientos, mas, como esta mañana se dijo, el nacimiento en que se diferencian fue nacimiento perdido, y de quien caso no se hace para lo que toca a ser vasallos en este reino, el cual se compone todo de lo que San Pablo llama nueva criatura, cuando a los de Galacia escribe, diciendo: «Acerca de Cristo Jesús, ni es de estima la circuncisión ni el prepucio, sino la criatura nueva.» Y así todos son hechura y nacimiento del cielo, y hermanos entre sí, e hijos todos de Cristo en la manera ya dicha.

Vio David esta particular excelencia de este reino de su nieto divino, y dejóla escrita breve y elegantemente en el Salmo ciento nueve, según una lección que así dice: «Tu pueblo príncipes, en el día de tu poderío.» Adonde lo que decimos príncipes, la palabra original, que es nedaboth, significa al pie de la letra liberales, dadivosos o generosos de corazón. Y así dice que en el día de su poderío (que llama así el reino descubierto de Cristo, cuando, vencido todo lo contrario, y como deshecha con los rayos de su luz toda la niebla enemiga, que ahora se le opone, viniere en el último tiempo y en la regeneración de las cosas, como puro sol, a resplandecer solo, claro y poderoso en el mundo), pues en este su día, cuando Él, y lo apurado y escogido de sus vasallos, resplandecerá solamente, quedando los demás sepultados en oscuridad y tinieblas, en este tiempo y en este día su pueblo serán príncipes. Esto es, todos sus vasallos serán reyes, y Él, como con verdad la Escritura le nombra, Rey de reyes será, y Señor de señores.

Aquí Sabino, volviéndose a Juliano.

-Nobleza es -dijo- grande de reino ésta, Juliano, que nos va diciendo Marcelo, adonde ningún vasallo es ni vil en linaje ni afrentado por condición, ni menos bien nacido el uno que el otro. Y paréceme a mí que esto es ser rey propia y honradamente, no tener vasallos viles y afrentados.

-En esta vida, Sabino -respondió Juliano-, los reyes de ella, para el castigo de la culpa, están como forzados a poner nota y afrenta en aquellos a quienes gobiernan, como en el orden de la salud y en el cuerpo conviene a las veces maltratar una parte para que los demás no se pierdan. Y así, cuanto a esto, no son dignos de reprensión nuestros príncipes.

-No los reprendo yo ahora -dijo Sabino-, sino duélome de su condición; que por esa necesidad que, Juliano, decís, vienen a ser forzosamente señores de vasallos ruines y viles. Y débeseles tanta más lástima, cuanto fuere más precisa la necesidad. Pero si hay algunos príncipes que lo procuran, y que les parece que son señores cuando hallan mejor orden, no sólo para afrentar a los suyos, sino también para que vaya cundiendo por muchas generaciones su afrenta, y que nunca se acabe, de éstos, Juliano, ¿qué me diréis?

-¿Qué? -respondió Juliano-. Que ninguna cosa son menos que reyes. Lo uno, porque el fin adonde se endereza su oficio es hacer a sus vasallos bienaventurados, con lo cual se encuentra por maravillosa manera el hacerlos apocados y viles. Y lo otro porque, cuando no quieran mirar por ellos, a sí mismos se hacen daño y se apocan. Porque, si son cabezas, ¿qué honra es ser cabeza de un cuerpo disforme y vil? Y si son pastores, ¿qué les vale un ganado roñoso? Bien dijo el poeta trágico:

Mandar entre lo ilustre, es bella cosa.

Y no sólo dañan a su honra propia, cuando buscan invenciones para manchar la de los que son gobernados por ellos, mas dañan mucho sus intereses, y ponen en manifiesto peligro la paz y la conservación de sus reinos. Porque, así como dos cosas que son contrarias, aunque se junten, no se pueden mezclar, así no es posible que se añude con paz el reino cuyas partes están tan opuestas entre sí y tan diferenciadas, unas con mucha honra y otras con señalada afrenta.

Y como el cuerpo que en sus partes está maltratado, y cuyos humores se conciertan mal entre sí, está muy ocasionado y muy vecino a la enfermedad y a la muerte, así por la misma manera, el reino adonde muchos órdenes y suertes de hombres, y muchas casas particulares están como sentidas y heridas, y adonde la diferencia, que por estas causas pone la fortuna y las leyes, no permite que se mezclen y se concierten bien unas con otras, está sujeto a enfermar y a venir a las armas con cualquiera razón que se ofrece. Que la propia lástima e injuria de cada uno, encerrada en su pecho y que vive en él, los despierta y los hace velar siempre a la ocasión y a la venganza.

Mas dejemos lo que en nuestros reyes y reinos, o pone la necesidad, o hace el mal consejo y error, y acábenos Marcelo de decir por qué razón estos vasallos todos de nuestro único Rey son llamados liberales y generosos y príncipes.

-Son -dijo Marcelo, respondiendo encontinente-, así por parte del que los crió y la forma que tuvo en criarlos, como por parte de las cualidades buenas que puso en ellos cuando así fueron criados. Por parte del que los hizo, porque son efectos y frutos de una suma liberalidad; porque en sólo el ánimo generoso de Dios y en la largueza de Cristo no medida, pudo caber el hacer justos y amigos suyos, y tan privados amigos, a los que de sí no merecían bien, y merecían mal por tantos y tan diferentes títulos. Porque, aunque es verdad que el ya justo puede merecer mucho con Dios, mas esto, que es venir a ser justo el que era aborrecido enemigo, solamente nace de las entrañas liberales de Dios; y así, dice Santiago que nos engendró voluntariamente. Adonde lo que dijo con la palabra griega [bouletheís], que significa de su voluntad, quiso decir lo que en su lengua materna, si en ella lo escribiera, se dice Nadib, que es palabra vecina y nacida de la palabra nedaboth, que, como dijimos, significa a estos que llamamos liberales y príncipes. Así que dice que nos engendró liberal y principalmente; esto es, que nos engendró, no sólo porque quiso engendrarnos y porque le movió a ello su voluntad, sino porque le plugo mostrar en nuestra creación, para la gracia y justicia, los tesoros de su liberalidad y misericordia.

Porque, a la verdad, dado que todo lo que Dios cría nace de Él, porque Él quiere que nazca, y es obra de su libre gusto, a la cual nadie le fuerza el sacar a luz a las criaturas; pero esto que es hacer justos y poner su ser divino en los hombres es, no sólo voluntad, sino una extraña liberalidad suya. Porque en ello hace bien, y bien el mayor de los bienes, no solamente a quien no se lo merece, sino señaladamente a quien del todo se lo desmerece. Y por no ir alargándome por cada uno de los particulares a quien Dios hace estos bienes, miremos lo que pasó en la cabeza de todos, y cómo se hubo con ella Dios cuando, sacándola del pecado, crió en ella este bien de justicia; y en uno, como en ejemplo, conoceremos cuán ilustre prueba hace Dios de su liberalidad cuando cría los justos. Peca Adán, y condénase a sí y a todos nosotros; y perdónale después Dios y hácele justo.

¿Quién podrá decir las riquezas de liberalidad que descubrió Dios, y que derramó en este perdón? Lo primero, perdona al que, por dar fe a la serpiente, de cuya fe y amor para consigo no tenía experiencia, le dejó a Él, Criador suyo, cuyo amor y beneficios experimentaba en sí siempre. Lo segundo, perdona al que estimó más una promesa vana de un pequeño bien que una experiencia cierta y una posesión grande de mil verdaderas riquezas. Lo tercero, perdona al que no pecó ni apretado de la necesidad ni ciego de pasión, sino movido de una liviandad y desagradecimiento infinito. Lo otro, perdona al que no buscó ser personado, sino antes huyó y se escondió de su perdonador; y perdónale, no mucho después que pecó y laceró miserablemente por su pecado, sino casi luego, luego, como hubo pecado.

Y, lo que no cabe en sentido: para perdonarle a él, hízose a sí mismo deudor. Y cuando la gravísima maldad del hombre despertaba en el pecho de Dios ira justísima para deshacerle, reinó en Él y sobrepujó la liberalidad de su misericordia que, por rehacer al perdido, determinó de disminuirse a sí mismo, como San Pablo lo dice, y de pagar Él lo que el hombre pecaba, y, para que el hombre viviese, de morir Él hecho hombre. Liberalidad era grande perdonar al que había pecado tan de balde y tan sin causa, y mayor liberalidad perdonarle tan luego después del pecado, y mayor que ambas a dos, buscarle para darle perdón antes que él le buscase. Pero lo que vence a todo encarecimiento de liberalidad fue, cuando le reprendía la culpa, prometerse a sí mismo y a su vida para su satisfacción y remedio; y porque el hombre se apartó de Él por seguir al demonio, hacerse hombre Él para sacarle de su poder. Y lo que pasó entonces, digámoslo así, generalmente con todos (porque Adán nos encerraba a todos en sí), pasa en particular con cada uno continua y secretamente.