Desde Asturias: la acción anticarlista de los advenedizos

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Un secreto a voces – ¡Honor a los que le rinden a sus firmas! – La destitución del señor Arias de Velasco – Protestas e indignación justificadas – ¿Leales? ¡Siempre!… ¿Viles? ¡Jamás!

¿Hemos de seguir inactivos y silenciosos mientras los recién llegados a nuestras filas, no sabemos con qué misteriosos fines, van separando de la dirección de la Causa a los más prestigiosos carlistas, ya destituyéndoles ab irato, ya poniéndoles en el trance de renunciar a sus puestos, en los que les había colocado un Caudillo animoso con el entusiasta aplauso de todos los leales…?

Don Lorenzo Sáenz y Fernández Cortina, que cesa voluntariamente en la Presidencia de la Junta Nacional Suprema y en la Jefatura regional de Castilla la Nueva; el Excmo. Señor Conde de Arana, que dimite la Delegación señorial de Vizcaya por las patrióticas razones que todos pudimos advertir en la lectura de la carta que publicó EL CRUZADO ESPAÑOL y de la exposición que apareció en las columnas de Oriamendi; don Tomás Blanco Cicerón, que se apresura a dejar la representación de nuestros correligionarios de Galicia; don Luciano Esteban Polo, que se ve obligado a seguir una conducta parecida respecto a los del antiguo Reino de León, y tanto más que no puede citar aquí el cronista por no prolongar en exceso las presentes líneas. ¿Qué nos dicen con su viril entereza sino que prefieren la consecuencia al cargo, según cumple al honor de los que no pueden borrar con una actitud cobarde o egoísta el solemne compromiso que un día autorizaron con su firma de Caballeros de la Tradición?

Porque, si no me equivoco mucho, yo relaciono el móvil de ese gesto con esta cláusula del hermoso Manifiesto que dirigieron al país en 20 de mayo de 1930: «El Gobierno supremo y general –origen, promotor y salvaguardia de todas las prosperidades de la Patria- debe ser para nosotros la Monarquía tradicional y legítima, templada y representativa, según la Ley fundamental de Felipe V, de 1713, con exclusión, si se extinguieren las líneas de Carlos V, de otra rama autora o cómplice de la revolución liberal.» Y como se va descubriendo, a través de ciertos documentos, de ciertos artículos y de ciertos discursos de propaganda tradicionalista… de última moda, que se intenta preparar el terreno para que los carlistas -¡oh, sarcasmo!, ¡oh, temeridad!, ¡oh, absurdo!- proclamen como Rey y Caudillo de la Tradición al titulado Alfonso XIII o a cualquiera de sus hijos, desviando el curso de nuestra Historia, haciendo estériles los sacrificios de tantas generaciones y los torrentes de sangre de tantos mártires e imposibilitando todo propósito serio de sólida restauración nacional, ¿qué recurso cabía a tan dignas autoridades? O dar la batalla desde sus posiciones oficiales a los que irrumpieron audazmente en nuestras filas con tan siniestras intenciones; o, no pudiendo o no considerándolo prudente, retirarse de esa acción para que nadie las apuntara como factores de tan incalificable conjura.

Y optaron por lo último, aunque encerrándose en una reserva que no todos aplaudimos, porque si hay tiempos de callar, los hay también de hablar. Y los actuales exigen que el pueblo fiel sepa toda la verdad para que reaccione vigorosamente contra los escribas y los fariseos de la situación.

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Me ratifica en estas apreciaciones la desaprensiva conducta de los actuales dirigentes de la Causa de nuestros amores con uno de los más cultos y más prestigiosos firmantes del citado Manifiesto y, por tanto, del compromiso acotado. Me refiero a don Sancho Arias de Velasco, uno de los más eminentes jurisconsultos de nuestra Comunión y de nuestro Principado.

No puede, en su consecuencia, sorprender a nadie el inmenso disgusto y el descontento general aquí existentes contra esa Junta Suprema que tantas pruebas viene dando de ligereza e irreflexión al inmiscuirse, con una ignorancia y un desdén intolerables de nuestros fueros, en los asuntos privativos de las diferentes regiones, pues, según parece, un miembro de la misma, hasta ayer enemigo de nuestra Bandera, tomándose atribuciones que no le competen, se ha permitido decretar la destitución, sin previo aviso, de nuestro dignísimo Jefe regional, que tan a satisfacción de todos los verdaderos carlistas ejercía las funciones de tan merecido cargo.

¡Pobre Causa nuestra Causa amada si ha de continuar subordinada a unos tiranuelos de menor cuantía que, para mal de todos, nos llegaron de una zona política de farisaicas intransigencias, desde la que se nos ha venido combatiendo a través de cuarenta y dos años de polémicas infecundas! ¡Pobre Caudillo nuestro amado Caudillo si han de seguir suplantándole en sus atribuciones los que destituyen a quienes nombró nuestro llorado Don Jaime I –razón por la que sólo puede separarles el mismo Don Alfonso Carlos, según normas vigentes entre nosotros- y los que saltan a la torera sus augustos consejos de agotar los medios de conciliación antes de tomar ninguna resolución grave, como si el Tradicionalismo español, santuario de todas las libertades legítimas, pudiera estar nunca esclavizado a una oligarquía irresponsable, sea del talento, sea del oro, sea de la intriga y de la audiencia!… Las numerosas protestas que ha suscitado el hecho contra los cartagineses del Ideal, según se les llamar por aquí, muestran bien a las claras lo desacertado de tal disposición, que, para mayor inri, ha sido comunicada por uno de los incorporados a última hora, sin antecedentes dentro del Carlismo y cuya historia sólo nos habla de calumnias y rencores contra nuestro inmortal primer Duque de Madrid por haber militado siempre en las filas estériles de los congregados en el Conciliábulo de Burgos.

Me resisto a creer que el que se indica para sustituir al señor Arias de Velasco acepte esta Jefatura regional, no sólo por la manera de pensar del interesado, sino porque la destitución y el nombramiento consiguiente constituyen una infracción manifiesta del fuero del glorioso Principado de Asturias, así como un temerario menosprecio a sus usos y costumbres tradicionales. Y esto, aparte de que las razones alegadas, recogidas en el arroyo del chismorreo, son tan endebles que no resisten al primer soplo del más ligero análisis.

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No soy yo el llamado a defender la integra actitud del caballeroso y lealísimo don Sancho Arias de Velasco, si por acaso lo necesitase persona de tan sólidos merecimientos.

Permítaseme, no obstante, apuntar que los que proceden así desconocen en absoluto el carácter de los verdaderos carlistas en la cuna de la Reconquista nacional y no paran mientes en que tales procedimientos carecen de aplicación en las tierras de los hombres que tienen la mente clara, en opinión de un filósofo.

Y por tenerla, hemos sido los primeros –discúlpeseme la vanidad- en comprender los planes solapados que persiguen los cartagineses o neo-tradicionalistas, al servicio de la dinastía derrocada en abril de 1931.

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Y basta por hoy.

Basta para que se vaya deduciendo cómo se están paulatinamente y silenciosamente adueñando de nuestro régimen interior los que acarician llevar a cabo sus propósitos inconfensables a la sombra de una disciplina que jamás conocieron los hombres libres: la disciplina del cuartel, si no es la disciplina de la servidumbre o la disciplina de los borregos de Panurgo.

No: esto no puede subsistir entre los esforzados carlistas.

Sobre todo cuando se pretende contra doctrinas, principios e instituciones que son el más caro e inalienable patrimonio espiritual de sus honrados corazones.

Y así llegará un día en que, abiertos sus ojos a la luz de la verdad, recuerden el dístico famoso:

Tanta paciencia en pechos varoniles

No les hace leales, sino viles.

¡Quiera Dios que sea pronto en bien de la Religión, de la Patria y del legítimo Caudillo!…

HONORATO REY

Oviedo, 30 de mayo de 1932.