Diez años de destierro/Parte I/VI
CAPITULO VI
El Cuerpo diplomático bajo el Consulado.—Muerte de Pablo I.
Pase tranquilamente el invierno en París. Nunca iba a ver al Primer Cónsul ni me traté en todo este tiempo con el señor de Talleyrand; sabía yo que Bonaparte no me quería bien; pero aún no había llegado su tiranía al punto de desarrollo que después se ha visto. Los extranjeros me trataban con distinción; el Cuerpo diplomático se pasaba la vida en mi casa, y esta atmósfera europea me servía de salvaguardia.
El ministro de Prusia, recientemente llegado a París, creía que aún trataba con republicanos y se complacía en repetir los principios filosóficos Diaz que había adquirido en su trato con Federico II.
'Advirtiéronle que desconocía el terreno que pisaba, y que mejor le sería apelar a su experiencia de cortesano; obedeció en seguida, porque se trata de un hombre cuyo despejo natural está al servicio de un carácter sobremanera dúctil, Es un hombre que sabe terminar la frase que otro comienza, o comienza la que cree que otro ha de terminar, y sólo llevando la conversación a la historia del siglo pasado, a la literatura de los antiguos o a otros asuntos ajenos a los hombres y a las cosas de hoy en día, puede descubrirse la superioridad de su espíritu.
El embajador de Austria era un cortesano de otra índole, pero con iguales deseos de agradar al poderoso. Aquél tenía buena instrucción literaria; éste no conocía otra literatura que las comedias francesas, en que había representado los papeles de Crispin y de Crisaldo. Es sabido que estando en la Corte de la Emperatriz Catalina II recibió una vez los despachos oficiales disfrazado de vieja; al correo le costó mucho trabajo reconocer a su embajador bajo semejante atuendo.
El señor de C. era un hombre extremadamente trivial; decía las mismas cosas a cuantas personas encontraba en un salón, y a todos hablaba con una especie de cordialidad vacía de sentimientos y de ideas. Sus modales eran perfectos; la vida mundana habíale adiestrado en el arte de la conversación; pero era un espectáculo lastimoso ver que a un hombre así le mandaban a S 37 entendérselas con la fuerza y la rudeza revolucionarias que rodeaban a Bonaparte. Uno de los ayudantes de Bonaparte se quejaba de la familiaridad del señor de C.; le parecía mal que uno de los principales personajes de la Monarquía austriaca le estrechase la mano tan sin cumplidos. Estos principiantes en urbanidad no creían que la naturalidad fuese de buen gusto. Si se hubiesen conducido a sus anchas habrían cometido, en efecto, graves inconveniencias, y por eso su mejor recurso en el nuevo papel que pretendían representar era la tiesura arrogante.
José Bonaparte, negociador de la paz de Luneville, invitó al señor de C. a su deliciosa finca de Mortefontaine, y allf me encontré con él. José era muy aficionado a las labores del campo, y se paseaba con mucho gusto y sin cansarse ocho horas seguidas en sus jardines. El señor de Ctrataba de acompañarlo, aún más jadeante que el duque de Maguncia cuando Enrique IV se divertía haciéndole andar a pesar de su gordura.
El pobre hombre ensalzaba, sobre todos los pla ceres campestres, el de la pesca, porque permite sentarse; hablaba con afectada vivacidad de la inocente diversión de atrapar unos cuantos pececillos con el anzuelo.
Pablo I había maltratado al señor de C. de un modo indigno cuando estuvo de embajador en.
Petersburgo, y estando él y yo jugando en un salón de Mortefontaine, uno de mis amigos vino a decirnos que el Emperador Pablo había muerto »Digitzad súbitamente. El señor de C. se lamentó del suceso con las fórmulas más oficiales del mundo.
"Aunque estoy quejoso de él—dijo—, he reconocido y reconozco las excelentes cualidades de este príncipe, y no puedo por menos de deplorar su muerte." Pensaba, con razón, que la muerte de Pablo I era un suceso venturoso para Austria y para Europa; pero sus palabras sonaban a duelo de Corte e impacientaban a cualquiera. Es de esperar que con el tiempo el mundo se verá libre del artificio palaciego, insulso como ninguno, por no decir otra cosa.
La muerte de Pablo I (1) asustó mucho a Bonaparte, y dícese que al recibir la noticia se le escapó el primer "¡Ah!¡Dios mío!" que se haya oído salir de sus labios. No tenía, sin embargo, motivos para alarmarse, porque los franceses estaban entonces más dispuestos que los rusos a sufrir la tiranía.
El general Berthier me invitó a su casa cierto día en que el Primer Cónsul había de ir allí también; y como yo sabía que hablaba muy mal de mí, se me ocurrió que tal vez me diría algunas de las ordinarieces que le gustaba dirigir a menudo a las mujeres, incluso a las que le adulaban, y antes de ir a la fiesta escribí a todo evento las respuestas altivas e intencionadas que podría dar a las cosas que me dijese. No quise que me cogiera desprevenida si se atrevía a ofenderme, (1) Estrangulado en su alcoba la noche del 23 al 24 de marzo de 1801 por los principales personajes de su corte.
Disited porque eso hubiese sido carecer de carácter, aún más que de ingenio, y como nadie puede estar seguro de conservar la serenidad delante de un hombre semejante, me preparé de antemano a hacerle cara. Por fortuna, ello fué inútil. Sólo me dirigió una pregunta muy vulgar, y lo mismo les ocurrió a los interlocutores a quienes creía capaces de responderle: en todos los terrenos sólo ataca cuando está seguro de ser, con mucho, el más fuerte. Durante la cena, el Primer Cónsul estaba en pie detrás de la silla de Mme. Bonaparte, y se balanceaba sobre uno y otro pie, a la manera de los príncipes de la casa de Borbón. Hice notar a mi vecino esta vocación, tan manifiesta ya, por la realeza (1).
(1) Hablando de las mujeres autores, Napoleón ha dicho de la seflora de Stäel: "Su residencia de Coppet se había convertido en un arsenal contra mf; iban allí las gentes a hacerse armar caballeros; se ocupaba en suscitarme enemigos, y ella en persona me combatía. Era a la vez Armida y Clorinda. Después de todo, nadie puede negar la verdad, y es que la señora de Stael es una mujer de gran talento, muy distingulda y de mucho ingenio: Bus obras quedarán.
"Varias veces, y con intención de reducirme, se ha Intentado en torno mío hacerme comprender que la señora de Stael era un adversarlo terrible, y que podía ser una, aliada útil. Seguramente, al en lugar de denigrarme, como lo ha hecho, se hubiese puesto de mul parte, hubiese yo salido genando; por au posición y su talento gobernaba las tertullas, y ya se sabe su gran influencia en París. Pero a pesar de todo lo malo que ha dicho de mí y de todo lo que aún dirá, estoy clertamente muy lejos de creerla, uma mujer pártida; sencillamente, nos hemos hecho una guerra de guerrillas, y eso es todo.
Emperador ha podido Corina, y ha leido algunos capítulos. Decía que no le era posible concluirla. La señora de Stael se ha retratado tan bien en su heroine que ha llegado a hacérsela antipática. "Me parece que la estoy vien