Diez años de destierro/Parte II/VI
CAPITULO VI
Paso a Austria.—1812.
De este modo, al cabo de diez años de crecientes persecuciones, expulsada primero de París, relegada después a Suiza, confinada más tarde en mi castillo, y condenada, por último, al horrible dolor de no ver más a mis amigos y de haber sido causa de su destierro, me vi obligada a salir huyendo de dos patrias, Suíza y Francia, por orden de un hombre menos francés que 1 ral de todo hombre honrado en los sentimientos de sus semejantes. El señor de Schraut no vaciló en concederme los pasaportes desendos, y creo que no llevará a mal que expre se aquí la gratitud que por ello le guardo. En una época en que Europa estaba aún doblegada bajo el yugo de Napoleóny en que la persecución ejercida contra mi madre apartaba de ella a personas que debían quizás al animoso celo de su amistad la conservación de su fortuna o de su vida, el ge neroso proceder del ministro do Austrla, sin sorprenderme, me conmovió vivamente.
Me separé de mi madre para volver a Coppet, adonde me llamaba el cuidado de su fortuna; algunos días más tardemi hermano, a quien una muerte cruel arreható en la flor de su vida, fué a reunirse con mi madre en Viena, con sus erlados y su coche de camino. Esta segunda partida fué lo que alarmé a la policía del gobernador de Leman: tan cier to es que entre las demás cualidades del espionaje hay que contar la tontería. Afortunadeniente, mi madre estaba ya fuera del alcance de los gendarmes y pudo continuar el via Je, cuyo relato va a icarse. (Nota del Sr. Stäel, hijo.) Die yo; porque yo he nacido a orillas del Sena, donde sólo le naturaliza su tiranía. Los aires de aquel hermoso país no son para Bonaparte los aires natales; ¿cómo va a comprender el dolor de mi destierro, si aquella fértil comarca no es a sus ojos más que el instrumento de sus victorias? ¿Cuál es su patria? La tierra que le acata sumisa. ¿Cuáles sus conciudadanos? Los esclavos que obedecen sus órdenes. Un día se lamentaba de no haber tenido bajo su mando, como Tamerlán, raciones ajenas al raciocinio. Presumo que ahora ya estará contento de los europeos; sus costumbres y sus ejércitos se parecen bastante a los de los tártaros.
Mientras estuve en Suiza, no tenía nada que temer, puesto que siempre podía probar mi derecho a estar allí; mas, para salir de Suiza, sólo obtuve un pasaporte extranjero, y como iba a cruzar por un Estado confederado, si cualquier agente francés hubiese pedido al Gobierno de Baviera que no me dejase pasar, sabido es con cuanta amargura, pero con qué puntual obediencia, hubiese ejecutado las órdenes recibidas. Entré en el Tirol, país que me inspiraba gran respeto, pues se había batido por adhesión a sus antiguos señores; grande era también mi desprecio por aquellos ministros austriacos que Ilegaron a proponer el abandono de este pueblo, comprometido por fidelidad a su soberano. Dícese que un diplomático subalterno, jefe del departamento del espionaje en Austria, tuvo un día la ocurrencia, durante la guerra, de sostener ante el Emperador la conveniencia de abandonar a los tiroleses; el señor de H, noble tirolés, consejero de Estado al servicio de Austria, que en sus acciones y sus escritos se ha mostrado como guerrero valeroso e historiador de talento, rechazó aquel indigno propósito con el desprecio que merecía. El Emperador estuvo conforme por completo con el señor de H., y probó así que, al menos, sus sentimientos eran ajenos a la condueta política que le obligaban a seguir. De la misma manera, la mayor parte de los soberanos de Europa eran, cuando Bonaparbe se hizo amo de Francia, hombres muy honrados como particulares, pero que no existían como reyes, pues en tregaban por completo el gobierno del Estado a las circunstancias y a los ministros.
El aspecto del Tirol recuerda a Suiza; sin embargo, el paisaje no tiene tanto vigor ni originalidad; las aldeas no denotan tanta abundancia; en fin, es un país bien administrado, pero que nunca ha sido libre; su capacidad de resistencia nace de su condición de pueblo montañés.
Pocos hombres notables hay en el Tirol; en primer lugar, el sistema de gobierno austriaco no es muy apropiado para suscitar genios; además, el Tirol, por sus costumbres y su posición geográfica, debería estar unido a la Confederación suiza; como su incorporación a la monarquía austriaca es contraria a la naturaleza, no ha podido desenvolver en esa unión más que las nobles cualidades de los habitantes de las montañas: el valor y la fidelidad.
Nuestro postillón nos mostró un peñasco donde el Emperador Maximiliano, abuelo de Carlos V, estuvo a punto de perecer; su ardor por la caza le arrastró de tal modo, que se encaramó en pos de una gamuza hasta unos riscos, de los que después no podía bajar. Esta tradición es aún popular en el país; tan necesario es para las naciones el culto del pasado. El recuerdo de la última guerra persiste en el alma del pueblo; los campesinos nos mostraban las cimas de las montañas, donde se habían atrincherado; en su imaginación revivía el efecto que su hermosa músi ca de guerra produjo al resonar desde lo alto de las montañas en los valles. Al enseñarnos el palacio del príncipe real de Baviera, en Inspruck, nos dijeron que allí había vivido Hofer, el campesino valiente, jefe de la insurrección; contáronnos la intrepidez que mostró una mujer cuando los franceses invadieron el castillo; en fin, estos y otros rasgos revelaban el deseo de ser una nación, deseo más fuerte que su adhesión personal a la Casa de Austria.
En una iglesia de Inspruck está la famosa tumba de Maximiliano; fuí a verla, acariciando la idea de que nadie me conocería, por hallarme en un lugar muy apartado de las capitales donde residen los agentes franceses. La figura de Maximiliano, de bronce, está de hinojos sobre un sarcófago, en medio de la iglesia, y treinta estatuas del mismo metal, alineadas a cada lado del santuario, representan a los parientes y antepasados del Emperador. Tantas pasadas grandezas, tantas ambiciones, antaño formidables, reunidas como en familia alrededor de una tumba, ofrecían un espectáculo propicio a profundas reflexiones: veíase allí a Felipe el Bueno, a Carlos el Temerario, a María de Borgoña, y en medio de estos personajes históricos, a un héroe fabuloso, Dietrich de Berna; levantando la viserá que ocultaba el rostro de los caballeros, una faz de bronce aparecía debajo del casco de bronce; las facciones eran del mismo metal que la armadura. La única visera que no puede alzarse es la de Dietrich de Berna; el artista ha querido indicar así el velo misterioso que envuelve la historia de este guerrero.
Desde Inspruck pensaba dirigirme a Salzburgo, para ganar por allí la frontera austriaca. Parecíame que todas mis inquietudes iban a terminar en cuanto entrase en el territorio de la Monarquía, donde esperaba ser bien acogida y hallarme en seguridad. Pero el momento más temible para mí era el de pasar desde Baviera a Austria; allí podía habérseme adelantado un correo para prohibir que me dejaran paso franco.
A pesar de este temor, mi viaje no fué muy rápido, porque el quebranto de mi salud con tantos sufrimientos era tal, que no podía viajar de noche. Muchas veces comprobé durante mi camino que el terror, por vivo que sea, no puede nada contra el abatimiento físico, para quien es más temible el cansancio que la muerte. Acariciaba, sin embargo, la esperanza de llegar sin tropiezo, y mis miedos iban disipándose al aproximarmeal fin, que ya casi tocaba, cuando, al entrar en la posada de Salzburgo, un hombre se acercó al señor de Schlégel, mi acompañante, y le dijo en alemán, que un correo francés había estado 1 preguntar por un coche procedente de Inspruck, con una señora y una joven, y había quedado en volver a preguntar de nuevo. No perdí palabra de lo que decía el posadero, y palidecí de terror.
El señor Schlégel temió también por mí; hizo nuevas preguntas, y corroboró que el correo era francés, procedente de Munich, que había llegado hasta la frontera austriaca para alcanzarme, y que, no encontrándome, se volvió para salirme al encuentro. Todo me pareció entonces clarísimo: tropezaba con lo que tanto había temido antes de partir y durante el viaje. No podía escaparme: el correo, que viajaba en posta me alcanzaría necesariamente. En el acto tomé la resolución de dejar al señor Schlégel y a mi hija con el coche en la posada, y de irme sola, a pie, por la ciudad, para meterme a la ventura en la primera posada cuyo dueño o dueña tuvieran cara de buenas personas. Me proponía esconderme durante unos días, y mientras, el señor Schlégel y mi hija podían decir que iban a buscarme a Austria, para donde partiría' yo luego, disfrazada de campesina. Por aventurado que fuese, no me quedaba otro recurso, y ya me preparaba a ponerlo en práctica, cuando vi entrar en mi aposento al tan temido correo, que no era otro que el señor Rocca (1). Después de acompañarme el primer día de viaje, el señor Rocca regresó a Ginebra para terminar algunos asuntos, y volvía a buscarme, haciéndose pasar por correo francés, a fin de aprovecharse del terror que este nombre inspira, sobre todo en los países aliados de Francia, y obtener caballos con más facilidad. Tomó el camino de Munich, apresurándose a llegar a la frontera de Austria para comprobar si alguien se me había adelantado o anunciado mi paso. Salía a mi encuentro para decirme que no tenía nada que temer, y para subir al pescante del coche al cruzar la frontera, el más temido, pero también el postrero de los peligros que me faltaba por correr. Así, mis crueles temores se trocaron en un dulce sentimiento de tranquilidad y gratitud.
Recorrimos la ciudad de Salzburgo, que encierra tantos bellos edificios, pero que, como casi todos los principados eclesiásticos de Alemania, presenta hoy desolado aspecto. El pacífico proceder de aquel género de gobierno desapareció con él.
Los conventos eran también conservadores; asombra el número de establecimientos y edificios levantados en su residencia por aquellos soberanos (1) En 1811, la señora de Ståel, que tenía entonces cuarenta y cinco años, contrajo matrimonio secreto con este sefor Rocca, joven oficial de velntisiete afios, de notable hermosura, de nobilísimo carácter, y que, cuando la señora de Stäel le conoció en Ginebra, parecía moribundo a consecuencia de cinco heridas que había recibido. El Sr. Rocca sólo sobrevivió un año a la señora de Stäel y murió en 1818.
célibes; los pacíficos arzobispos trabajaron todos por el bien de su pueblo. Uno de ellos, en el siglo pasado, abrió un camino que corre por centenares de pasos en el seno de una montaña, como la gruta de Pausilipo en Nápoles; en el frontispicio de la puerta de entrada se ve el busto del arzobispo, y debajo esta inscripción: Te saxa loquuntur —las piedras hablan de ti—. Esta inscripción tiene grandeza.
. Entré, por fin, en Austria, que tan feliz me pareció cuando la vi cuatro años antes; desde el primer momento advertimos un cambio sensible, producido por la depreciación del papel moneda y las alteraciones múltiples que la inseguridad de las operaciones financieras ha introducido en su valor. Nada desmoraliza tanto al pueblo como esas oscilaciones continuas, que convierten a todos en agiotistas y ofrecen a la clase laboriosa un modo de ganar dinero por la astucia y no por el trabajo. No encontré ya en el pueblo aquella probidad que me admiró cuatro años antes: el papel moneda enardece la imaginación con la esperanza de una ganancia fácil y rápida, y los fortuitos azares trastornan la existencia ordenada y segura, base de la honradez de las clases medias. Durante mi permanencia en Austria ahorcaron a un hombre por haber hecho billetes falsos, en el momento en que el Gobierno anulaba los antiguos; y al marchar al suplicio gritaba que el ladrón era el Estado, no él. Es, en efecto, imposible convencer a la gente del pueblo de que es justo castiDiaz garla por especular en sus asuntos propios en igual forma que el Gobierno en los suyos. Pero este Gobierno era aliado del Gobierno francés, y lo era doblemente, pues tenía por jefe al pacientísimo suegro de un yerno terrible. ¿Con qué recursos contaba? Con el matrimonio de su hija se liberó de dos millones de contribución, todo lo más; el resto se lo exigieron con ese género de justicia, al alcance de todos, que consiste en tratar a los amigos igual que a los enemigos. De esto venía la penuria de la Hacienda austriaca.
Nuevas desgracias han nacido de la última guerra, y sobre todo de la última paz. La inutilidad del generoso movimiento que ilustró las armas austriacas en las batallas de Essling y Wagram, enfrió el entusiasmo de la nación por su soberano, a quien en otro tiempo amaba vivamente.
Lo mismo les ha ocurrido a todos los príncipes que han tratado con el Emperador Napoleón, pues los ha utilizado como recaudadores, encargados de levantar impuestos por cuenta suya; los ha obligado a estrujar a sus súbditos para pagarle los tributos que exigía, y cuando le ha parecido conveniente destituir a esos soberanos, los pueblos, desligados de ellos por el mal que les habían hecho en obediencia del Emperador, no los han defendido contra él. El Emperador Napoleón tiene el arte de hacer que la situación de los países, nominalmente en paz, sea tan desdichada que cualquier cambio les parezca agradable, y que una vez obligados a dar hombres y dinero a Francia, no vean apenas los inconvenientes de ser incorporados a ella. Se equivocan, no obstante, porque todo es preferible a perder el nombre de nación, y como los infortunios de Europa los causa un solo hombre, es necesario conservar con cuidado todo lo que pueda renacer cuando el desaparezca.
Antes de llegar a Viena, y para esperar a mi hijo segundo, que debía unírseme con los criados y el equipaje, me detuve un día en la abadía de Melk, situada en una altura desde la que el Emperador Napoleón contempló en otro tiempo el curso sinuoso del Danubio y alabó el paisaje sobre el cual iba a abatirse con sus ejércitos. Con frecuencia se entretiene en poetizar acerca de las bellezas naturales que se dispone a destruir, y acerca de los efectos de la guerra con que abruma al género humano. Después de todo, tiene razón para divertirse como se le antoje, a expensas de la raza humana que le tolera. Sólo los obstáculos o los remordimientos detienen al hombre en el camino del mal. Nadie le ha puesto estorbos a Napoleón, y con suma facilidad se ha libertado de los remordimientos. Contemplando a solas sus huellas en el vasto panorama que se descubría desde la azotea, admiraba yo la fecundidad de la tierra y me asombraba la rapidez con que los dones del cielo reparan los desastres causados por los hombres. Pero las riquezas morales no se recuperan, o, al menos, se pierden por muchos siglos.