Don Francisco de Quevedo Villegas (Conclusión)

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​El Museo universal​ (1858)
Don Francisco de Quevedo Villegas (Conclusión)
 de Zacarías Acosta y Lozano.

Nota: se han modernizado los acentos.

Don FRANCISCO DE QUEVEDO VILLEGAS.

(conclusión) [1].

A creer a Don José Antonio de Salas en la edición que hizo de las seis primeras Musas de Don Francisco de Quevedo [2], no fue de veinte partes una la que se salvó de las poesías de este. Puede sospecharse que anduvo don Jusepe Antonio (así se le llama comúnmente) algo ponderativo en esto, y que no habiendo ajustado la cuenta con la pluma en la mano, sino a bulto, se dejó llevar, sin advertirlo, del loable deseo de contribuir a aumentar la gloria de un amigo a quien tanto había querido. De esta nuestra opinión debió de ser sin duda el padre maestro Juan Manuel de Arguedas; pues en su aprobación a las obras de Quevedo [3] dice, que de las diez partes de las poesías de este escritor no se halla una. Lo que no puede dudarse es, que debieron de perderse bastantes poesías de Quevedo; pues en sus últimas horas sintió profundamente haber escrito con tanta libertad, y esto fue causa de que pereciesen al fuego, como los libros de caballerías del Ingenioso Hidalgo, la mayor parte de sus versos. Fortuna hubiera sido, ya que de quemar obras se trató, hubiese asistido a este acto un cura tan discreto como el que sentenció los libros de caballerías de Don Quijote. A ser así, de seguro hubiera devorado el fuego la mayor parte de los sonetos de Quevedo y todas sus composiciones pindáricas y cultas; pero se hubieran salvado las que hubieran servido para su fama y para nuestro entretenimiento.

Desgracia y grande fue para la gloria de escritor tan eminente una ejecución tan ciega y rigorosa; y más grande aun, la de haberse hecho luego la colección de la mayor parte de sus poesías, sirviéndose con frecuencia, a falta de sus manuscritos, de copias viciadas.

Digno es de elogio Don Jusepe Antonio por haber dado a luz las seis primeras Musas; y solo debe sentirse que no apreciase en lo que valían los elogios de algunos que (con socarronería sin duda) le llamaban el segundo Quevedo. No habiendo creído tales alabanzas, se hubiera limitado a desempeñar simplemente las funciones de un fiel colector, y nosotros conoceríamos ahora mejor que conocemos, lo que Quevedo valía como poeta. Causa disgusto el aplomo con que Don Jusepe dice haber corregido tal composición, concluido aquella, enmendado la otra. Algunas notas suyas, sin embargo de todo esto, son curiosas.

Lo mejor de las seis primeras Musas de Quevedo, son sin duda las composiciones satíricas y burlescas. Difícil es determinar cuáles de estas composiciones son las mejores; pues después de haber leído una y juzgado que no puede llegar a más la facilidad y el chiste del escritor, leemos otra, y ya dudamos si esta debe anteponerse a la primera. Al leer Varios linajes de calvas, nos parece que no es posible pueda subir a mayor altura la facultad creadora del poeta; pero después vemos los romances: El Fénix, El Pelícano, El Basilisco y El Unicornio, y nos persuadimos de que aquella facultad es ilimitada. La consulta de Tarquino a Marco Tulio, está escrita con tan admirable facilidad, con tan profunda intención, con tanto chiste, que no es posible leerla sin experimentar un sentimiento de benévola envidia.

Sus jácaras, composiciones en las que pinta varias escenas de la vida de los jayanes y marcas, nos dejan ver el profundo estudio que había hecho del lenguaje y costumbres de esta gente. De aquel lenguaje se vale con frecuencia, quizá demasiada, usando locuciones y frases cuya significación es preciso estudiar para poder hacerse cargo de lo que dijo el poeta. Las figuras de que se vale son muy convenientes al tono de estas composiciones:

«La Méndez llegó chillando
con trasudores de aceite,
derramado por los hombros
el columpio de las liendres.»

Los bailes y letrillas satíricas no desmerecen en nada de los romances y jácaras. En estas composiciones sigue el poeta vertiendo a manos llenas las sales y las maliciosas sentencias, no dejando reposar al lector, cuya risa excita; y cuando esto no hace, le entretiene con un estilo vivo y lleno de novedad.

La sátira a las costumbres de su tiempo, escrita a Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, lo está con tanta valentía y facilidad, que en ella saltan, por decirlo así, los tercetos. El principio de esta sátira, sobre todo, es magnífico por su energía. Debe sin embargo notarse que el principal objeto que se propuso Quevedo al escribirla, fue aplaudir algunas providencias del de Olivares, las cuales no podían ofrecer mucho campo al poeta para remontarse a la verdadera inspiración. Quevedo era grande, pero el válido de Felipe IV era demasiado pequeño; y de esta pequeñez juzgamos que se resiente a veces, en cuanto al fondo, la sátira de Quevedo.

Nada diremos de su Sátira al matrimonio: es composición que todo el mundo conoce y aprecia en lo que vale.

De los sonetos festivos pueden entresacarse algunos de primer orden. De las composiciones serias, muy pocas son las que pueden llamarse buenas. Hay una imitación de Anacreonte:

«Aguardas por ventura,
Discreta y generosa Casilina...»

de bastante mérito, y que por su dicción y clasicismo, pudiera tenerse por de fray Luis de León, sin ofensa de este. Difícilmente podrá presentarse una estrofa escrita con más soltura y gracia, que esta que tomamos de dicha composición:

¿Por cuánto no querrías
Llegar ociosa a iguales desengaños?
A tan amargos días?
A fin tan triste de tan dulces años,
Donde aun la flor del ánimo se pierde?
A tal invierno de una edad tan verde?

Ninguna otra composición de las incluidas en las seis primeras Musas puede confundirse con esta.

De sus sonetos serios, hay algunos excelentes. Es notable el que compuso en la muerte del duque de Osuna:

«Fallar pudo su patria al grande Osuna...»

Es un arranque de dolor y de indignación que hace honor a Quevedo. Si alguna vez en su vida faltó a los deberes de la amistad para con su grande Mecenas, por lo menos demostró en la muerte de este, que no había olvidado sus beneficios, y que en su corazón estaban vivos los nobles sentimientos de la gratitud. [4]

Otro soneto también valentísimo es:

«Buscas en Roma a Roma, o peregrino...»

Y es un modelo en su género:

«Desacredita, Lelio, el sufrimiento...»

no por su gala, sino por su severidad, perfecta estructura y conveniente tono: es un verdadero soneto estoico.

No son estos los únicos sonetos buenos que pueden entresacarse en los del género serio, pero son en nuestro concepto los más notables. En algunos otros brilla una llamarada de inspiración en el primero o dos primeros cuartetos, y después desaparece en lo demás.

Hemos analizado, aunque ligeramente, el primer tomo de las poesías de Quevedo; y atendiendo a lo que de este análisis resulta, podemos desde luego afirmar que como poeta festivo y satírico ocupa el primer lugar en nuestro parnaso. No siempre, es verdad, guarda en sus chistes, frases y sentencias el conveniente decoro. Pero en su siglo no había tanta hipocresía como en el nuestro, y por consecuencia había menos necesidad de martirizar el lenguaje para decir desvergüenzas sin escándalo. A más de esto, aparece que Quevedo no tuvo nunca propósito de dar a luz todas sus composiciones festivas, y que las condenó al fuego en los últimos días de su vida. Alegrémonos, pues, de que escapasen de tan dura e injusta sentencia las que conocemos; sintamos las que se han perdido.

En cuanto a las composiciones graves, solo merecen atención algunos pocos sonetos, y de la poesía delicada nada puede citarse fuera de la imitación de Anacreonte de que hemos hecho mención. Como en estos dos últimos géneros es tan poco lo que contiene el tomo publicado por don Jusepe Antonio, podría creerse, atendiendo a esta obra, y prescindiendo de toda otra noticia o consideración, que la pluma de Quevedo solo servía para tratar los asuntos considerándolos por el lado ridículo.

No podría sin embargo negarse que Quevedo poseía, a lo menos como crítico, ese sentimiento delicado que se requiere para poder apreciar las bellezas de la poesía sublime o afectuosa. El que había publicado las de fray Luis de León y del bachiller Francisco de la Torre, Acompañándolas de reflexiones tan acertadas y profundas, probado había que era voto en la poesía de sentimiento. De aquí pudo con razón presumirse que entre las composiciones de Quevedo, no impresas aun, debían hallarse algunas del género delicado y sublime, escritas con sujeción a las reglas del buen gusto, que tan familiares le eran.

Tal es el concepto que puede formarse de Quevedo como poeta, atendiendo únicamente a las composiciones publicadas antes de 1670. Pero este año (25 después de su muerte), salieron a luz sus tres últimas Musas, sacadas de la librería de Don Pedro Aldrete Quevedo, su sobrino, que las publicó.

Este tomo de poesías, que es el único que consideramos ahora, aunque menos voluminoso que el publicado por Don Jusepe Antonio, es sin disputa mucho más importante. Vamos a examinarlo, sino con la detención que se merece, con la que nos es permitida.

Lo primero que se nota al leer esta obra, es que fue impresa sin inteligencia, sin cuidado, sin conocimiento alguno de nuestro parnaso. Hállanse en ella algunas poesías de otros autores, lo cual prueba que Don Pedro Aldrete publicó sin ningún género de examen las composiciones que encontró entre los manuscritos de su tío, sin detenerse a averiguar si este era el autor de ellas. No solo no se tuvo esta advertencia, pero ni tampoco se cuidó de si las poesías que entonces se publicaban lo habían sido ya por Don Jusepe Antonio, resultando de aquí que se tomaron como inéditas algunas que ya se habían publicado. Otras salieron duplicadas, y tal hay que se compone de dos trozos que ninguna relación guardan entre sí, como que corresponden a dos composiciones diferentes del primer tomo. En la Musa VIII muchas composiciones se llaman, sin serlo, silvas, y están impresas como tales sin ninguna división de estrofas. La que se llama silva XXIX, es una sátira a los disciplinantes, escrita en tercetos. La incorrección de la obra está en armonía con los defectos que acabamos de indicar.

No hablamos de la falta de método que se nota en esta obra, porque este defecto en nada perjudica a las composiciones. En Caliope se burla Talia, y se queja amorosamente Erato, y aconseja Polimnia... El sobrino de Quevedo (si es que el sobrino hizo esto) se halló con que algunas de las composiciones que iba a publicar, tenían su lugar correspondiente en las Musas publicadas por Don Jusepe Antonio, y en vez de hacer de estas composiciones una Silva poética, se las endosó a alguna de sus tres Musas, considerando sin duda que pues las nueve son hermanas, no podría resultar de su arbitraría distribución ningún grave inconveniente.

Basta lo dicho para dar idea de lo mal que se hizo la edición de esta obra. Es un dolor ver en ella algunas composiciones bellísimas desfiguradas. Se notan con frecuencia versos que nada dicen, y que se conoce se pusieron interpretando de cualquier manera los que ofrecían alguna dificultad en su lectura. Habiendo ya dado idea de lo mal que se hizo la edición de esta obra [5], pasemos a examinarla. No consideraremos las composiciones satíricas y festivas que en ella se hallan, porque nada tendríamos que añadir a lo que ya hemos dicho al examinar las poesías de este género publicadas por Don Jusepe Antonio.

Si el idioma nos diese permiso, llamaríamos a esta obra un Museo de poesías: lo mucho que se diferencian las que contiene, en cuanto a su mérito y en cuanto a su escuela, bastaría para no tener por enteramente caprichosa aquella denominación.

Escrito con la sencillez y sublimidad que resaltan en las poesías sagradas de Benito Arias Montano, está el poema A Cristo resucitado. La invocación no puede ser más sencilla ni más apropiada a tan sagrado asunto:

Enséñame, cristiana musa mía,
Si a humana y frágil voz permites tanto,
De Cristo la triunfante valentía
Y del rey sin piedad el negro llanto;
La magestad con que el autor del día
Rescató de prisión al pueblo santo:
Apártense de mi mortales bríos
Que están llenos de Dios los versos míos.

Hé aqui a Lucifer, después de haber arengado a sus huestes:

Acabó de tronar, y con la mano
Remesando la barba yerta y cana,
Y exhalando la boca del tirano
Negro volúmen de la niebla insana;
Dejando el trono horrendo e inhumano
Que ocupa fiero y pertinaz profana,
Dio licencia a la viva cabellera
Que silbe ronca y que se erice fiera.

Por desgracia, esta composición cuyo plan sencillo está conducido con bastante habilidad y en la cual se notan muchas bellezas, tiene bastantes defectos. Muchos de estos son visiblemente el resultado de no haberse impreso bien el original; otros son rasgos de mal gusto, ya por desaliño, y estos son los más disimulables, o ya por tocar en la afectación, y estos son los que más perjudican al poema.

La composición que en la Musa VIII [6] se llama Silva sexta, es una égloga en sextinas. Es un conjuro amoroso, imitación de Teocrito y Virgilio, escrito con mucha pureza y muy buen gusto. No falta en esta composición sentimiento tierno y delicado, y se nota además galanura. Véase una de sus estrofas;

Más visto he, Galafrón, una paloma,
Cierta señal que Citeréa ayuda;
A la derecha mano el vuelo toma;
Aminta se ablandó, quiere sin duda:
¡Oh poderosa fuerza del encanto,
Que tanto puedes, que has podido tanto!

La llamada Silva quinta, es una composición moral alegórica bellísima. En ella se exhorta a una navecilla a que no se entregue a los peligros del mar:

¿Dónde vas, ignorante navecilla,
Que olvidando que fuiste un tiempo haya,
Aborreces la arena de esta orilla
Donde te vió con ramos esta playa?

La silva séptima, El reloj de arena, está escrita con tanta soltura, que quien no tenga el gusto bien formado, podrá tacharla de prosaica. Nótase en ella al gran poeta que no se espanta por la consideración de la muerte. Las tres silvas que siguen a la anterior están todas escritas a relojes, y son malísimas. La Silva al sueño, parece escrita por Rioja. Las silvas, Contra la codicia, A Roma, A los restos de un rey y Al pincel, están escritas con aquella entonación severa y con aquellas miras filosóficas de las composiciones de Rodrigo Caro. Los vuelos del poeta son atrevidos, las sentencias profundas, las imágenes gigantescas.

Nótase sin embargo en estas composiciones cierta dificultad en la expresión de los conceptos: el poeta es inferior al filósofo. Hemos dicho que estas composiciones se parecen mucho a las de Rodrigo Caro; el que esté nutrido en la lectura de este poeta no tendrá dificultad en concederlo: bastará tener presente Las ruinas de Itálica para hallar cierta semejanza entre dicha composición y esta:

«Esta que miras grande Roma agora,
Huésped, fue yerba un tiempo, fue collado:
Primero apacentó pobre ganado,
Ya del mundo la ves reina y señora;

Fueron en esos atrios Lamía y Flora
De unos admiración, de otros cuidado;
Y la que pobre Dios tuvo en el prado,
Deidad excelsa en alto templo adora.»

Aquí debe notarse no es cierto que la Musa de Quevedo se prestase solo a los asuntos festivos y satíricos, y cuando más a los sublimes. No se le puede negar que también fueron de su dominio aquellos que para ser tratados dignamente, piden una sensibilidad exquisita. Analizaremos con algún detenimiento, para apoyar nuestra opinión, una sola composición de Quevedo.

SILVA.

A un ramo que se desgajó con el peso de su fruta.

De tu peso vencido,
Verde honor del verano,
Yaces en este llano
Del tronco antiguo y noble desasido:
Dando venganza estás de ti a los vientos,
Cuyas líquidas iras despreciabas,
Cuando de ellos con ellas murmurabas
Imitando a mis quejas los acentos.[7]
Humilde agora entre las yerbas suenas,
Cosa que de tu altura
Nunca temer pudieron las arenas;
Y ofendida del tiempo tu hermosura
Ocupa en la ribera
El lugar que ocupó tu propia sombra: [8]
Menos gastos tendrá la primavera
En vestir este valle,
Después que fallas a su verde alfombra.[9]
¿Qué hará el jilguero dulce cuando halle
Su patria [10] con tus hojas en el suelo? [11]
¿Y la parlera fuente,
que aun ignorante de prisión de hielo
Exenta de la sed del sol corría?
Sin duda llorará con su corriente
La licencia que has dado en ella al día.[12]
Tendrá un retrato menos
Pisuerga, que mostrar al caminante
En sus cristales puros;
Cualquier pájaro amante
Desiertos dejará tus brazos duros: [13]
Y vengo a poner duda
Si para que te habite en llanto tierno,
A la tórtola basta el ser viuda.
 
Y porque tengo miedo que el invierno
Pondrá necesidad a algún villano
Tal, que se atreva con ingrata mano
A encomendarte al fuego,
Yo te quiero llevar a mi cabaña,
Por lo que mi cansancio, estando ciego,
A tu sombra le debe.
Descansarás el báculo de caña [14]
conque mi vida tristes años mueve: [15]
Y ojalá que yo fuera
Rey, como soy pastor de la ribera [16],
Que cetro, antes que báculo cansado,
No canas sustentaras, sino Estado.

Nada diremos de otras composiciones en que se nuestra Quevedo a la mayor altura como poeta de sentimiento. Léase y estudiese su Himno a las estrellas. No cede esta composición a ninguna de las mejores de nuestros mejores poetas: es un torrente de armonía. Ni una admiración, ni una interrogación se halla en esta admirable Oda; está saturada, digámoslo así, de sublimidad y de sentimiento, y nada pueden añadirle de fuerza los signos convencionales de nuestros afectos.

Voy a concluir, y para ello me parece conveniente hacer algunas observaciones.

No he considerado los entremeses de Quevedo que se publicaron entre estas poesías, porque carecen de verdaderas condiciones dramáticas: son sátiras y nada más.

Tampoco afirmo que sean de Quevedo todas las composiciones que publicó su sobrino; algunas se sabe de cierto que son de otros autores, y no sería temerario tener alguna desconfianza acerca de que todas las demás le correspondan. El modo como se hizo esta edición es bastante para justificar este recelo.

Nada es más digno de notarse que la gran desigualdad que se advierte en las poesías de Quevedo. Entre ellas hay poesías de primer orden, buenas, medianas, y malas en tal grado, que se desdeñaría de reconocerlas por suyas el más despreciable poetastro de nuestros días. Esto se explica, teniendo presente que Quevedo es poeta que corresponde a dos épocas: en la primera dominaba todavía el gusto de nuestros clásicos, Garcilaso, León y Herrera; en la segunda cundía el mal gusto y drmmaba el de Góngora y sus sectarios, no porque estos corrompieran el idioma, sino porque el idioma y el buen gusto se hallaban en decadencia; a no haber sido así, no hubieran aceptado sus contemporáneos tantas delirios y extravagancias. Quevedo no pudo resistir a la inundación del mal gusto; y como el suyo era bueno y se había fortificado en la lectura y estudio de los más excelentes modelos, no podía sacar partido alguno de aquella fraseología ridícula: así es que las poesías cultas de Quevedo son las peores de todas las poesías cultas.

Fácil es ya conocer que ninguno de los juicios generales que de las poesías de Quevedo se han hecho es exacto. En las poesías no pueden someterse a una critica general, por la razón de que difieren entre si por su género, por su estilo y por su mérito, tanto o más que cualesquiera otras de autores diferentes.

Resumiendo cuanto dejo expuesto en este artículo, podemos concluir que Don Francisco de Quevedo es el primero de nuestros poetas satíricos y festivos, y uno de los primeros entre los que han escrito con sublime entonación o con dulce y delicado sentimiento.

Zacarías Acosta y Lozano.

  1. Véase los números 10 y 13.
  2. Tres años después de la muerte de este, esto es, en 1648.
  3. En 1713.
  4. Pudiera decirse, que este soneto no se escribió en honra de los muertos, sino en ofensa de los vivos Posible es; pero nosotros no nos inclinamos a esta opinión.
  5. Hablamos solo de la primera edición, aunque en todas las demás se han repetido las mismas faltas: notable prueba de nuestro abandono!
  6. Todas las composiciones que ahora vamos citar están en esta Musa.
  7. Debe notarse el tono, sentido y melancólico que respira esta composición. Perdónesele al poeta el adjetivo líquidas referido a las iras. No están libres las composiciones de Rioja, a pesar de su buen gusto, de algunos de estos defectos.
  8. ocupar el ramo el lugar que antes ocupaba su sombra, ofrece un contraste que despierta en nosotros el más vivo sentimiento, esta sola pincelada bastaría para revelarnos al poeta que sabe escribir con el corazón.
  9. Tú eras el más rico adorno de este valle; faltando tú, falta a la primavera su más precioso y costoso ornamento. Es una hipérbole algo sutil, más no por esto deja de ser el pensamiento bello y poético.
  10. Patria. ¡Cuánta fuerza añade esta feliz expresión a la sentida exclamación del poeta! más ¿por que en Villegas produce tan mal efecto aquel pajarulo caudillo? Cuando Quevedo usa de la voz de patria, despierta en nuestra alma los más gratos recuerdos, los sentimientos más dulces, y el corazón se desgarra al considerar a aquel jilguero, poco antes tan feliz, privado de un solo golpe de los objetos más caros a su corazón. -Cuando Villegas llama al pajarillo caudillo, hace nacer la idea de un dominio pesado y duro; y esto desagrada, porque está fuera del tema de su Cantinela. En una palabra, en el rasgo de Quevedo hay, y en el de Villegas falta, esa verdad relativa sin la cual nada pueden producir verdaderamente bello las artes de imitación.
  11. La contemplación de las ruinas de la antigua Atenas, no podría arrancar a un viajero una exclamación más sentida y desgarradora. ¿Y es este el poeta que carece de sentimiento? Probara no tenerlo quien al leer esta sencilla y patética exclamación no se sienta conmovido.
  12. Ninguno que sepa leer estos versos dejara de percibir esas delicadas inflexiones, de las cuales resulta la armonía imitativa. Percíbese sin embargo en este pasaje cierto sabor a culto; pero el sentimiento no desaparece, siempre hay belleza.
  13. ¡Cuánta ternura y delicadeza de sentimiento revelan estas tan suaves pinceladas!
  14. Adquirir un amigo, no es razón para mostramos ingratos con los que va poseemos: «Descansaras el báculo de caña».
  15. Este verso es un modelo de armonía imitativa.
  16. No ha sido el poeta el que ha hablado, sino un pastor que ha dirigido sus palabras al desgajado ramo. Es o da a la composición más vida: es un verdadero monólogo satírico-dramático Dos composiciones hay en el bachiller Francisco de la Torre, análogas a esta (una a una hiedra y otra o un roble), pero la de Quevedo es muy superior: hay en ella más sentimiento, más vida, más delicadeza de pincel.