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Don Timoteo o el literato

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Don Timoteo o el literato
de Mariano José de Larra



Genus irritabile vatum, ha dicho un poeta latino. Esta expresión bastaría a probarnos que el amor propio ha sido en todos tiempos el primer amor de los literatos, si hubiésemos menester más pruebas de esta incontestable verdad que la simple vista de los más de esos hombres que viven entre nosotros de literatura. No queremos decir por esto que sea el amor propio defecto exclusivo de los que por su talento se distinguen: generalmente se puede asegurar que no hay nada más temible en la sociedad que el trato de las personas que se sienten con alguna superioridad sobre sus semejantes. ¿Hay cosa más insoportable que la conversación y los dengues de la hermosa que lo es a sabiendas? Mírela usted a la cara tres veces seguidas; diríjale usted la palabra con aquella educación, deferencia o placer que difícilmente pueden dejar de tenerse hablando con una hermosa; ya le cree a usted su don Amadeo, ya le mira a usted como quien le perdona la vida. Ella sí, es amable, es un modelo de dulzura; pero su amabilidad es la afectada mansedumbre del león, que hace sentir de vez en cuando el peso de sus garras; es pura compasión que nos dispensa.

Pasemos de la aristocracia de la belleza a la de la cuna. ¡Qué amable es el señor marqués, qué despreocupado, qué llano! Vedle con el sombrero en la mano, sobre todo para sus inferiores. Aquella llaneza, aquella deferencia, si ahondamos en su corazón, es una honra que cree dispensar, una limosna que cree hacer al plebeyo. Trate éste diariamente con él, y al fin de la jornada nos dará noticias de su amabilidad: ocasiones habrá en que algún manoplazo feudal le haga recordar con quién se las ha.

No hablemos de la aristocracia del dinero, porque si alguna hay falta de fundamento es ésta: la que se funda en la riqueza, que todos pueden tener; en el oro, de que solemos ver henchidos los bolsillos de éste o de aquél alternativamente, y no siempre de los hombres de más mérito; en el dinero, que se adquiere muchas veces por medios ilícitos, y que la fortuna reparte a ciegas sobre sus favoritos de capricho.

Si algún orgullo hay, pues, disculpable, es el que se funda en la aristocracia del talento, y más disculpable, ciertamente, donde es a toda luz más fácil nacer hermosa, de noble cuna, o adquirir riqueza, que lucir el talento que nace entre abrojos cuando nace, que sólo acarrea sinsabores, y que se encuentra aisladamente encerrado en la cabeza de su dueño como en callejón sin salida. El estado de la literatura entre nosotros y el heroísmo que en cierto modo se necesita para dedicarse a las improductivas letras, es la causa que hace a muchos de nuestros literatos más insoportables que los de cualquiera otro país; añádase a esto el poco saber de la generalidad, y de aquí se podrá inferir que entre nosotros el literato es una especie de oráculo que, poseedor único de su secreto y sólo iniciado en sus misterios recónditos, emite su opinión oscura con voz retumbante y hueca, subido en el trípode que la general ignorancia le fabrica. Charlatán por naturaleza, se rodea del aparato ostentoso de las apariencias, y es un cuerpo más impenetrable que la célebre cuña de la milicia romana. Las bellas letras, en una palabra, el saber escribir, es un oficio particular que sólo profesan algunos, cuando debiera constituir una pequeñísima parte de la educación general de todos.

Pero si, atendidas estas breves consideraciones, es el orgullo del talento disculpable, porque es el único modo que tiene el literato de cobrarse el premio de su afán, no por eso autoriza a nadie a ser en sociedad ridículo, y éste es el extremo por donde peca don Timoteo.

No hace muchos días que yo, que no me precio de gran literato, yo que de buena gana prescindiría de esta especie de apodo, si no fuese preciso que en sociedad tenga cada cual el suyo, y si pudiese tener otro mejor, me vi en la precisión de consultar a algunos literatos con el objeto de reunir sus diversos votos y saber qué podrían valer unos opúsculos que me habían traído para que diese sobre ellos mi opinión. Esto era harto difícil en verdad, porque, si he de decir lo que siento, no tengo fijada mi opinión todavía acerca de ninguna cosa, y me siento medianamente inclinado a no fijarla jamás: tengo mis razones para creer que éste es el único camino del acierto en materias opinables: en mi entender todas las opiniones son peores; permítaseme esta manera de hablar antigramatical y antilógica.

Fuime, pues, con mis manuscritos debajo del brazo (circunstancia que no le importará gran cosa al lector) deseoso de ver a un literato, y me pareció deber salir para esto de la atmósfera inferior donde pululan los poetas noveles y lampiños, y dirigirme a uno de esos literatazos abrumados de años y de laureles.

Acerté a dar con uno de los que tienen más sentada su reputación. Por supuesto que tuve que hacer una antesala digna de un pretendiente, porque una de las cosas que mejor se saben hacer aquí es esto de antesalas. Por fin tuve el placer de ser introducido en el oscuro santuario.

Cualquiera me hubiera hecho sentar; pero don Timoteo me recibió en pie, atendida sin duda la diferencia que hay entre el literato y el hombre. Figúrense ustedes un ser enteramente parecido a una persona; algo más encorvado hacia el suelo que el género humano, merced sin duda al hábito de vivir inclinado sobre el bufete; mitad sillón, mitad hombre; entrecejo arrugado; la voz más hueca y campanuda que la de las personas; las manos mijt y mijt, como dicen los chuferos valencianos, de tinta y tabaco; grave autoridad en el decir; mesurado compás de frases; vista insultantemente curiosa y que acecha a su interlocutor por una rendija que le dejan libre los párpados fruncidos y casi cerrados, que es manera de mirar sumamente importante y como de quien tiene graves cuidados; los anteojos encaramados a la frente; calva, hija de la fuerza del talento, y gran balumba de papeles revueltos y libros confundidos, que bastaran a dar una muestra de lo coordinadas que podía tener en la cabeza sus ideas; una caja de rapé y una petaca: los demás vicios no se veían. Se me olvidaba decir que la ropa era adrede mal hecha, afectando desprecio de las cosas terrenas, y todo el conjunto no de los más limpios, porque éste era de los literatos rezagados del siglo pasado, que tanto más profundos se imaginaban cuanto menos aseados vestían. Llegué, le vi y dije: «Éste es un sabio».

Saludé a don Timoteo y saqué mis manuscritos.

-¡Hola! -me dijo, ahuecando mucho la voz para pronunciar.

-Son de un amigo mío.

-¿Sí? -me respondió-. ¡Bueno! ¡Muy bien! -y me echó una mirada de arriba abajo por ver si descubría en mi rostro que fuesen míos.

-¡Gracias! -repuse.

Y empezó a hojearlos.

-«Memoria sobre las aplicaciones del vapor.» ¡Ah! esto es acerca del vapor, ¿eh? Aquí encuentro ya... Vea usted... aquí falta una coma: en esto soy muy delicado. No hallará usted en Cervantes usada la voz «memoria» en este sentido; el estilo es duro, y la frase es poco robusta... ¿Qué quiere decir «presión» y...?

-Sí; pero acerca del vapor... porque el asunto es saber si...

-Yo le diré a usted; en una oda que yo hice allá cuando muchacho, cuando uno andaba en esas cosas de literatura... dije... cosas buenas...

-Pero ¿qué tiene que ver?...

-¡Oh!, ciertamente, ¡oh! Bien, me parece bien. Ya se ve; estas ciencias exactas son las que han destruido los placeres de la imaginación: ya no hay poesía.

-¿Y qué falta hace la poesía cuando se trata de mover un barco, señor don Timoteo?

-¡Oh! cierto... Pero la poesía... amigo... ¡oh!, aquellos tiempos se acabaron. Esto... ya se ve... estará bien, pero debe usted llevarlo a algún físico, a uno de esos...

-Señor don Timoteo, un literato de la fama de usted tendrá siquiera ideas generales de todo; demasiado sabrá usted...

-Sin embargo..., ahora estoy aquí escribiendo un tratado completo con notas y comentarios, míos también, acerca de quién fue el primero que usó el asonante castellano.

-¡Hola! Debe usted darse prisa para averiguarlo: esto urge mucho a la felicidad de España y a las luces... Si usted llega a morirse, nos quedamos a buenas noches en punto a asonantes... y...

-Sí... y tengo aquí una porción de cosillas que me traen a leer; no puedo dar salida a los que me... ¡Me abruman a consultas! ¡Oh! Estos muchachos del día salen todos tan... ¡Oh! ¿Usted habrá leído mis poesías? Allí hay algunas cosillas...

-Sí; pero un sabio de la reputación de don Timoteo habrá publicado también obras de fondo y...

-¡Oh! No se puede... no saben apreciar... ya sabe usted... a salir del día... Sólo la maldita afición que uno tiene a estas cosas...

-Quisiera leer, con todo, lo que usted ha publicado: el género humano debe estar agradecido a la ciencia de don Timoteo... Dícteme usted los títulos de sus obras. Quiero llevarme una apuntación.

-¡Oh! ¡Oh!

«¿Qué especie de animal es éste, iba yo diciendo ya para mí, que no hace más que lanzar para mí, monosílabos y hablar despacio, alargando los vocablos y pronunciando más abiertas las aes y las oes?»

Cogí, sin embargo, una pluma y un gran pliego de papel presumiendo que se llenaría con los títulos de las luminosas obras que habría publicado durante su vida el célebre literato don Timoteo.

-Yo hice -empezó- una oda a la continencia..., ya la conocerá usted... allí hay algunos versecillos.

-«Continencia» -dije yo repitiendo-. Adelante.

-En los periódicos de entonces puse algunas anacreónticas; pero no con mi nombre.

-«Anacreónticas»; siga usted; vamos a lo gordo.

-Cuando los franceses, escribí un folletillo que no llegó a publicarse... ¡Como ellos mandaban...!

-«Folletillo» que no llegó a publicarse.

-He hecho una oda al huracán, y una silva a Filis.

-«Huracán, Filis.»

-Y una comedia que medio traduje de cualquier modo pero como en aquel tiempo nadie sabía francés, pasó por mía: me dio mucha fama. Una novelita traduje también...

-¿Qué más?

-Ahí tengo un prólogo empezado para una obra que pienso escribir, en el cual trato de decir modestamente que no aspiro al título de sabio; que las largas convulsiones políticas que han conmovido a la Europa y a mí a un mismo tiempo, las intrigas de mis émulos, enemigos y envidiosos, y la larga cadena de infortunios y sinsabores en que me he visto envuelto y arrastrado juntamente con mi patria, han impedido que dedicara mis ocios al cultivo de las musas; que habiéndose luego el Gobierno acordado y servídose de mi poca aptitud en circunstancias críticas, tuve que dar de mano a los estudios amenos que reclaman soledad y quietud de espíritu, como dice Cicerón; y en fin, que en la retirada de Vitoria perdí mis papeles y manuscritos más importantes; y sigo por ese estilo...

-Cierto... Ese prólogo debe darle a usted extraordinaria importancia.

-Por lo demás, no he publicado otras cosas...

-Conque una oda y otra oda -dije yo recapitulando-, y una silva, anacreóntica, una traducción original, un folletillo que no llegó a publicarse, y un prólogo que se publicará...

-Eso es. Precisamente.

Al oír esto no estuvo en mí tener más la risa; despedime cuanto antes pude del sabio don Timoteo, y fuime a soltar la carcajada al medio del arroyo a todo mi placer.

-¡Por vida de Apolo! -salí diciendo-. ¿Y es este don Timoteo? ¿Y cree que la sabiduría está reducida a hacer anacreónticas? ¿Y porque ha hecho una oda le llaman sabio? ¡Oh reputaciones fáciles! ¡Oh pueblo bondadoso!

¿Para qué he de entretener a mis lectores con la poca diversidad que ofrece la enumeración de las demás consultas que en aquella mañana pasé? Apenas encontré uno de esos célebres literatos, que así pudiera dar su voto como en legislación, en historia como en medicina, en ciencias exactas como en... Los literatos aquí no hacen más que versos, y si algunas excepciones hay y si existen entre ellos algunos de mérito verdadero que de él hayan dado pruebas positivas, no son excepciones suficientes para variar la regla general.

¿Hasta cuándo, pues, esa necia adoración a las reputaciones usurpadas? Nuestro país ha caminado más deprisa que esos literatos rezagados; recordamos sus nombres que hicieron ruido cuando, más ignorantes, éramos los primeros a aplaudirlos; y seguimos repitiendo siempre como papagayos: «Don Timoteo es un sabio». ¿Hasta cuándo? Presenten sus títulos a la gloria y los respetaremos y pondremos sus obras sobre nuestra cabeza. Y al paso que nadie se atreve a tocar a esos sagrados nombres que sólo por antiguos tienen mérito, son juzgados los jóvenes que empiezan con toda la severidad que aquéllos merecerían. El más leve descuido corre de boca en boca; una reminiscencia es llamada robo; una imitación plagio, y un plagio verdadero intolerable desvergüenza. Esto en tierra donde hace siglos que otra cosa no han hecho sino traducir nuestros más originales hombres de letras.

Pero volvamos a nuestro don Timoteo. Háblesele de algún joven que haya dado alguna obra.

-No lo he leído... ¡Como no leo esas cosas! -exclama.

Hable usted de teatros a don Timoteo.

-No voy al teatro; eso está perdido...

Porque quieren persuadirnos de que estaba mejor en su tiempo; nunca verá usted la cara del literato en el teatro. Nada conoce; nada lee nuevo, pero de todo juzga, de todo hace ascos.

Veamos a don Timoteo en el Prado, rodeado de una pequeña corte que a nadie conoce cuando va con él: vean ustedes cómo le oyen con la boca abierta; parece que le han sacado entre todos a paseo para que no se acabe entre sus investigaciones acerca de la rima, que a nadie le importa. ¿Habló don Timoteo? ¡Qué algazara y qué aplauso! ¿Se sonrió don Timoteo? ¿Quién fue el dichoso que le hizo desplegar los labios? ¿Lo dijo don Timoteo, el sabio autor de una oda olvidada o de un ignorado romance? Tuvo razón don Timoteo.

Haga usted una visita a don Timoteo; en buena hora; pero no espere usted que se la pague. Don Timoteo no visita a nadie. ¡Está tan ocupado! El estado de su salud no le permite usar de cumplimientos; en una palabra, no es para don Timoteo la buena crianza.

Veámosle en sociedad. ¡Qué aire de suficiencia, de autoridad, de supremacía! Nada le divierte a don Timoteo. ¡Todo es malo! Por supuesto que no baila don Timoteo, ni habla don Timoteo, ni ríe don Timoteo, ni hace nada don Timoteo de lo que hacen las personas. Es un eslabón roto en la cadena de la sociedad.

¡Oh sabio don Timoteo! ¿Quién me diera a mí hacer una mala oda para echarme a dormir sobre el colchón de mis laureles; para hablar de mis afanes literarios, de mis persecuciones y de las intrigas y revueltas de los tiempos; para hacer ascos de la literatura; para recibir a las gentes sentado; para no devolver visitas; para vestir mal; para no tener que leer; para decir del alumno de las musas que más haga: «Es un mancebo de dotes muy recomendables, es mozo que promete»; para mirarle a la cara con aire de protección y darle alguna suave palmadita en la mejilla, como para comunicarle por medio del contacto mi saber; para pensar que el que hace versos, o sabe dónde han de ponerse las comas, y cuál palabra se halla en Cervantes, y cuál no, ha llegado al summum del saber humano; para llorar sobre los adelantos de las ciencias útiles; para tener orgullo y amor propio; para hablar pedantesco y ahuecado; para vivir en contradicción con los usos sociales; para ser, en fin, ridículo en sociedad, sin parecérselo a nadie?