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Ecos de las montañas: 18

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Capítulo V de Castillo de Waifro
de Ecos de las montañas

de José Zorrilla

VII

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Blanquea el cielo apenas la luz del nuevo día,
los pájaros apenas comienzan a piar:
las flores, de rocío cargadas, todavía
no empieza con sus alas el céfiro a agitar.

La atmósfera encapota calígine sombría
que va tal vez en lluvia las nieblas a cambiar:
un alba cenicienta sin sol, sin alegría,
parece auguradora de un día de pesar.

El conde con Wifredo se parte del castillo,
y fuera de sus muros a los que de él se van
su último adiós con franco ceremonial sencillo
los que en su hogar se quedan apesarados dan.

Por cima del mancebo y el viejo, Genoveva
y el conde se contemplan con silencioso afán,
y de ella, de quien la alma y el corazón se lleva,
los ojos anublando las lágrimas están.

Sus almas oprimía fatídica tristeza:
del porvenir oscuro pronóstico fatal,
hasta en las mismas bestias les dió naturaleza
augurador aviso del venidero mal.

Ni un punto a Genoveva dejaron sus lebreles
mientras a vista fueron de su mansión feudal,
y el potro de Wifredo no quiso a los corceles
de guerra de Bernardo seguir por el breñal.

Que un paje de sus riendas asiera fué preciso
del valle hasta sacarle que le miró nacer,
y en tanto que sus hierbas olfateó, no quiso
a látigo ni espuela rebelde obedecer.

El conde caminaba callado y cejijunto,
cual si tras sí dejara la vida de su ser;
y no dejó la dama de contemplarle un punto
mientras de lejos pudo la cabalgata ver.

Hundióse en la espesura por fin: desvanecióse
de la ondulante selva detrás del pabellón:
en vano es que su vista tenaz y avara pose
en el lugar do acaba de hundirse su visión.

Furtiva una mirada el viejo al paso echóla:
al ángulo apoyada del grueso murallón,
en medio se creía del universo sola,
porque quedaba solo sin él su corazón.

Pasábanse los días; por cima de las peñas,
barrancos y breñales del bosque secular,
en son lejano y vago los toques y las señas
oía Genoveva del campo militar.

Y sola, inquieta, absorta, cual tórtola sin nido,
salía con sus tristes recuerdos a vagar
por entre aquellos troncos que cuando había partido
le vieron en su marcha los últimos pasar.

Los pasos de la amante tristísima doncella
de lejos su nodriza seguía por doquier,
y fuera de su vista, mas sin perder su huella,
dejábala los sitios queridos recorrer.

Mas cuando el sol poniente los montes transponía,
como se va una corza doméstica a coger,
como a la corza dócil al paso la salía
y a casa de la mano tornábala a traer.

Al cabo de diez días, trepar por el sendero
que del torrado puente remata en el cancel
se vió al gallardo paje, del conde mensajero,
montado gentilmente sobre árabe corcel.

Traíala un mensaje: y una hora y una seña
y un sitio la marcaba su enamorado en él:
leyó, y su faz sombría tornábase risueña
según iba leyendo lo escrito en el papel.

Y una hora después, en la ribera
solitaria del lago se encontraban,
y se veían por la vez postrea
y por la vez postrera se abrazaban.
Mientras en tal abrazo el alma entera
consagrarse uno a otro se juraban,
cual la gaviota que a su voz huía,
su fortuna la espalda les volvía.


Introducción
El castillo de Waifro
Capítulo Primero (I - II - III - IV - V), Capítulo II, Capítulo III (I - II - III), Capítulo IV, Capítulo V (I - II - III - IV - V - VI - VII), Capítulo VI (A - I - II - III - IV - V), Capítulo VII (I - II - III - IV - V - VI), Capítulo VIII (I - II - III - IV - V), Epílogo (I - II - III - IV - V - VI - VII)
Los encantos de Merlín: I - II