Ecos de las montañas: 4
III
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Roma sentía escapársele
de las manos la cadena
con que amarraba a los pueblos
al carro de su soberbia:
sus provincias se trocaban
de esclavas suyas en reinas,
y las que sus pies besaron
se erguían en su presencia.
Los francos, como manada
de lobos, hicieron presa,
al abandonarlas Roma,
en las Galias indefensas;
y Eudes, duque soberano
de Aquitania y de Provenza,
que las tenía por Roma
para él y su descendencia,
vió al franco, dragón naciente
enroscado en sus fronteras,
empezar a abrir sus alas
y a desenroscar sus vueltas.
La Francia, dragón que a Eudes
creyó oruga y vió culebra,
avanzó sobre Aquitania
amenazando comérsela;
y Eudes, viéndole venir
sobre él las fauces abiertas,
le echó atrevido en la boca
nutridos haces de flechas.
El aguijón de la oruga
sintió el dragón con sorpresa;
mas resuelto a devorarla,
se preparó a la pelea.
El dragón era más fuerte,
la serpiente más mañera;
fué larga y tenaz la lucha
entre la maña y la fuerza.
Eudes ten a su espalda
del Pirineo en las selvas
su castillo, inexpugnable
en su salvaje aspereza.
Vencido, mas no rendido,
dos veces dejó sus tierras
de Carlos Martel en manos,
acogiéndose a las breñas.
Repuesto en ella dos veces,
bajó al campo la tercera:
pero por fin la corona
compró con su independencia.
Hizo homenaje a los francos,
y fué en su fortuna adversa
a encerrarse en las murallas
de su oculta fortaleza.
Gastó en ella sus tesoros
para asegurarse en ella,
y a su muerte su hijo Hunaldo
la recibió con su herencia.
Eudes murió en su castillo
tremolando su bandera,
león que herido de muerte
va a expirar a su caverna.
¡Tal es nuestra raza humana!
Los odios de raza dejan
en el alma de los hijos
los padres que les engendran.
Hunaldo ofreció tres veces
al rey Carlos obediencia,
y otras tres, como su padre,
se alzó en rebelión abierta.
Como él se acogió en su fuga
del Pirineo a las crestas,
como él en aquel castillo
enterrando sus riquezas;
llegando superstición
a ser de esta raza inquieta
creer que estaba adherida
su fortuna a aquellas piedras.
Hunaldo, el más fiero apoyo
de la dinastía vieja
de los reyes merovingios,
gastó en él sumas inmensas:
y cuando, después de ocho años
de encarnizada contienda,
derrotado por los hijos
de Carlos Martel en Neustria,
renunció al poder y al mundo
metiéndose en una celda,
su hijo Waifro en el castillo
vió la joya de su hacienda.
Waifro sucedió a su padre,
mas a la dobre cadena
amarrado que el rey franco
le dejó en el cuello puesta.
Su padre Hunaldo en el claustro
y su hijo Lupo en la regia
servidumbre, respondían
de su fe con sus cabezas:
y Waifro a estas dos argollas
amarrado, en la impotencia
de rebelarse, tascaba
su freno en calma colérica;
y estos dos recios anillos
que las manos le sujetan
para romper, confiaba
de la fortuna en las vueltas.
Para ocultar su coraje
y distraer su impaciencia,
volvió al castillo los ojos
como a la luz de su estrella:
y el oro del padre Hunaldo
y la mitad de sus rentas
empleó en hacerse de él
la más fastuosa vivienda.
Waifro, en las vicisitudes
de su vida romancesca,
corrió con su inquieto padre
desde niño adondequiera
que alzaron contra los francos
una lanza o una enseña,
ya el longobardo en Italia,
ya Taxilón en Baviera,
ya en España los alarbes;
en suma, por donde opuesta
a Francia quedó en Europa
la comarca más pequeña.
Waifro, observador curioso,
engrandeció sus ideas
en sus peregrinaciones;
y en sus montañas de vuelta,
recordó cuanto vió bello
en las marcas extranjeras,
y echó menos la hermosura
donde halló de más la fuerza.
Recordó aquellos alcázares,
castillos, puentes, iglesias,
obeliscos y acueductos
de Italia, Bizancio, Iberia
y Alemania; los detalles
recordó de sus diversas
arquitecturas: tan noble
la romana, tan esbelta
la gótica, tan suntuosa
la bizantina, tan fresca
la árabe, tan extremada
en primores, tan aérea…
Y dar de su alcázar quiso
solidez a la belleza,
de los primores de todas
los detalles añadiéndola.
Estucó sus camarines,
balaustró sus escaleras,
cintró sus embovedados,
labró sus macizas verjas,
apilaró las crujías,
apretiló las mesetas,
transformó, en fin, su castillo
en la mansión más risueña,
de ligereza y de gracia
dándole tal apariencia
que, dejándole castillo
sólido, hizo en él que fueran
miradores las ventanas,
rosetones las lucernas,
botareles los estribos,
belvederes las almenas,
chales colgados los puentes,
galerías las poternas,
y las torres alminares,
y peristilos las puertas,
y los adarves pensiles,
y las explanadas huertas,
y tapices las murallas,
y juguetes las defensas.
Mas Waifro morar no pudo
en mansión tan opulenta;
porque, al ascender al trono
Pepino el Breve, en las fiestas
de su advenimiento, Lupo
huyó, y como una tormenta,
del castillo de su padre
llegó una noche a las puertas.
Lupo y Waifro de venganza
teniendo el alma sedienta,
libres al verse, soltaron
a su coraje las riendas.
Lupo de su padre Waifro
puso a la cólera espuelas,
la ocasión ante el deseo
pintándole como buena
para cobrar la perdida
soberana independencia,
de los Estados del Norte
a favor de las revueltas.
Waifro, el cuerpo entumecido
desarrolló a tales nuevas,
como al balido del corzo
sus anillos la culebra.
Sacudió al aire los brazos
como el león la melena,
y a su torre de homenaje
como aparición siniestra
asomándose, a los labios
llevó su trompa, y en ella
con todo el pulmón soplando,
lanzó su señal de guerra.
Los ecos de las montañas
le echaron en las praderas,
y en la Aquitania un soldado
evocó tras cada piedra.
Todo el odio de su raza,
amasado en la vergüenza
de su antiguo vencimiento,
hizo de ellos dos panteras.
Lupo, duque de los vascos,
les hizo cruzar por sendas
salvajes el Pirineo;
y de ellos a la cabeza
el padre y el hijo, ocho años
sostuvieron la pelea
sin vencer ni ser vencidos
y con encono de hienas.
Al fin, ¡ay!, su sino infausto
dió de la fortuna ciega
una vuelta repentina
a la revoltosa rueda.
Los francos les incendiaron
el Berry, entraron la Auvernia,
talaron del Lemosín
los viñedos y las vegas;
y Waifro, rendido no,
mas agotadas sus fuerzas,
desmanteló sus ciudades
desde el Bearn a Angulema;
envió a Lupo con sus vascos
más allá de sus fronteras,
y se metió en sus montañas
como el león en su cueva.
Los francos no osaron nunca
seguirle por las veredas
de las montañas; y Waifro
con soberana fiereza
siguió izando en su castillo
su independiente bandera,
rey libre de la montaña
cuyos lugares le pechan.
Waifro, del triunfo del franco
como viviente protesta,
cazaba por los breñales
y andaba en su fortaleza
con caballo encubertado,
blasonada sobrevesta,
manto ducal en los hombros
y corona en la cabeza.
Pero Waifro salió un día
de su castillo, y la tierra
debió tragarle, pues nunca
dió a su castillo la vuelta.