El mosquito (Baró)

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Cuentos del hogar
El mosquito

de Teodoro Baró


En un país donde nunca hacía frío ni jamás era excesivo el calor, siendo constante la primavera, reinaba un príncipe muy bueno, que por serlo era amado de su pueblo. Tuvo este príncipe un hijo, y al saberse la noticia tocaron las campanas de todas las aldeas, la gente se puso los vestidos domingueros, se adornaron los balcones con tapices y damascos y los más pobres colgaron los cubre-camas menos deteriorados, ya que no tenían cosa mejor con que demostrar su alegría; y si por la noche no hubo iluminaciones, debiose a que entonces no se violentaban las leyes de la naturaleza y se dedicaba la noche al descanso y el día al trabajo, con lo cual era perfecta la salud de todos, tanto que era cosa rara morir de enfermedad, pues allí se moría de vejez. Como aquel príncipe protegía mucho la agricultura y tenía prohibido molestar a los pájaros, también las flores, las aves y los insectos quisieron demostrar su contento: las rosas y las azucenas dieron sus más tiernas y olorosas hojas para llenar el colchón que con destino a la cama tejieron los gusanos de seda y cubrieron de caprichosos dibujos las hormigas, tarea que se les encomendó por ser muy laboriosas y que desempeñaron sirviéndoles de pinceles sus antenas cubiertas de polen, que gustosas les habían proporcionado las flores; las mariposas se recortaron las alas y las abejas unieron con miel los pedazos, formando los pañales del recién nacido; los pájaros descolgaron una telaraña muy grande que estaba en lo más alto de un roble, pidieron a cada flor una gotita de néctar para lavarla y al sol sus más hermosos rayos para teñirla, y formaron el pabellón de la cuna; y, por último, los mosquitos acordaron tener siempre uno de guardia alrededor de ella para avisar a los demás que en aquella cuna estaba el hijo del príncipe y no le molestaran con sus zumbidos ni con sus picadas. El día del bautizo, el príncipe hizo muchas limosnas, pues se dijo que las oraciones de los pobres atraerían la bendición de Dios sobre el recién nacido.

Cuidó el príncipe con mucho esmero de la educación de su hijo, deseoso de que fuera un padre para sus pueblos; pero como la lisonja es muy sutil y muy traidora, tanto que por todas partes se mete, tomando diversas formas por no ser conocida, en particular la de la modestia; fue el caso que a medida que el principito iba creciendo en años, también iba creciendo en vanidad y orgullo, porque los cortesanos le hicieron creer que era el más guapo, el más sabio, el más fuerte, el más audaz y el más bueno de todos sus contemporáneos. No era feo, pero tampoco era extraordinaria su hermosura; no era tonto, pero su edad no le permitía ser sabio; la fuerza era nominal, como la audacia; pero en cambio su bondad era real, si bien la deslucía el orgullo, que es tan negro y pestilencial que una gota basta para convertir en cenagosa el agua más cristalina. Compadecía los males ajenos y procuraba remediarlos y hacía limosna a los pobres. En cierta ocasión vio a una mujer anegada en llanto, y al saber que su desesperación procedía de que eran tantos sus males como escasos los bienes, diole unas cuantas monedas de oro que llevaba en el bolsillo; y casi se arrepintió de habérselas dado, porque la pobre no le dijo, como los cortesanos, que era muy hermoso y sabio; pero en cambio le llenó de bendiciones, que valen más que frases aduladoras.

Fue el caso que, ya crecido el principito, resolvió su padre completar su educación; y consultados los cortesanos, éstos le dijeron que era conveniente recibiera lecciones de una águila, porque el águila es la reina de las aves, remonta su vuelo hasta el sol y tiene bajo su mirada a todos los demás seres y a la naturaleza entera; siendo, por lo tanto, muy conveniente que en su ejemplo se inspirara el que estaba llamado a reinar. Creyó el padre a pies juntillas lo que le decían y aceptó por bueno el consejo; y como en una montaña muy alta que había a poca distancia, anidaba una águila muy poderosa, resolvió que allí fuera el principito, a quien casi ya podemos llamar joven, avisando antes al águila y poniéndose con ella de acuerdo por medio de los halconeros de palacio, por ser gente muy entendida en todo lo que a aves se refiere.

Como había que atravesar un bosque, dispuso el príncipe que algunos cortesanos acompañaran a su hijo; pero éste les ordenó, en cuanto estuvieron lejos de la población, que se volvieran, pues quería poner a prueba la fuerza y la audacia que en tan alto grado poseía, según le habían repetido mil veces; añadiendo que con su ingenio sabría salirse de todos sus peligros y hacer frente a los contratiempos. Los cortesanos intentaron oponerse a tal resolución, porque sabían que era de mentirijillas aquello de fuerza, audacia y sabiduría, y temían las consecuencias de un mal paso; pero por lo mismo que habían hecho creer al principito que a todos aventajaba y a todos era superior, dirigioles tan colérica mirada, que se apresuraron a retroceder y entraron cabizbajos en palacio. Motivo para ello tenían, pues el príncipe enfadose mucho al saber que habían abandonado a su hijo, y en castigo mandó encerrarles en un calabozo, teniéndoles a pan y agua hasta que hubiese vuelto. Mientras tanto el joven se había metido en el bosque; y al hallarse solo, apoyó la mano en el puño del espadín, y moviendo la otra exclamó con aire de valentón:

-¿Quién me toca a mí?

Un gallo que le oyó, cantó:

-¡El que está aquí!

El principito no pudo evitar cierto estremecimiento, porque nunca había oído el canto del gallo silvestre; pero se repuso y gritó:

-¡A que no saldrá!

-¡Ya se verá! ¡Ya se verá! cantó la perdiz.

Esta vez tuvo miedo; miró a su alrededor y pareciole oír otra voz que le decía:

-¡Echa a correr! ¡Echa a correr! ¡Echa a correr!


Era una codorniz la que con su canto tales palabras asemejaba. El principito salió escapado y no se detuvo hasta que le faltó el aliento, cosa que se explica, pues todos los gallos, perdices y codornices se pusieron a alborotar a un tiempo; sirviéndoles de coro las demás aves, de tiples los grillos y marcando el compás millares de millones de mosquitos con sus zumbidos; todo lo cual prueba que debían estar enterados de los defectos del hijo del príncipe. Se detuvo cuando ya no pudo correr más, y sentose o dejose caer, que esto no está bien averiguado, si bien se supone fue lo último; sirviéndole de silla una piedra, que a orillas de un recodo que formaba el agua de un arroyo, había. Como se había restablecido la calma, el reposo devolviola al principito; y pasado el miedo volvió a las andadas, y como se viese en el agua, exclamó:

-Verdaderamente soy hermoso y no hay blancura como la de mi cara.

-Más blanco soy yo, le dijo un lirio que cerca del agua crecía.

El joven indignado arrancó el lirio, lo tiró en el suelo y lo pisoteó exclamando:

-¡Ahora verás si eres más blanco!

Con tanta furia pateaba la hermosa flor, que se le fue el pie y cayó; y entonces las ranas, que lo habían presenciado todo y estaban enfadadas por la destrucción del lirio que adornaba las orillas de su morada, salieron del agua y comenzaron a saltar encima del caído, llenándole de agua y fango, cara, manos y vestidos; repitiendo:

-¡Feo! ¡Feo! ¡Feo!

Levantose como pudo; y muy indignado cogió un palo resuelto a castigar a las ranas, y comenzó a descargar fuertes golpes en el agua, sin lograr otra cosa que remojarse de lo lindo; mientras las ranas, ocultas entre los juncos, hay quien supone le hacían esos gestos que nunca hacen los niños bien educados, y que consisten en poner una mano a continuación de la otra y en las narices el dedo pulgar de la derecha, moviéndolos todos. Fuese muy satisfecho, pero despeinado y sucio. Mientras andaba, murmuraba:

-No hay color tan sonrosado como el de mis mejillas.

-¡Más sonrosado es el mío! le dijo una rosa.

El joven la arrancó para castigarla, pero lo hizo con tanta violencia que se clavó las espinas en las manos y de las heridas le salió mucha sangre. No escarmentado aún, repitió:

-No hay color tan rojo como el de mis labios.

-¡Más rojo soy yo! le contestó un clavel.

Iba a hacer con el clavel lo que con el lirio y con la rosa, pero de una choza que había al lado, salió un niño gritando:

-No arranques mis flores.

El principito no hizo caso de la advertencia; el niño defendió su clavellina y aquél le dio un bofetón. Echose el otro a llorar; acudió el padre con un palo y el príncipe sacó el espadín, pero de nada le sirvió, pues quedó roto en dos al primer golpe; y si no echa a correr, hubiera salido con las espaldas calientes. A los gritos del padre siguieron ladridos de perros, y por sus aullidos perseguido, no se detuvo hasta llegar frente a la puerta de una choza, a la que llamó; y cuando hubieron abierto, dijo a una vieja:

-Dáme inmediatamente de comer:

La vieja, que estaba hilando, paró el huso y se quedó mirando al joven, sorprendida de su tono insolente; mas como los cortesanos le habían dicho que tanta era la dignidad de su persona, que todos reconocían en él un príncipe aunque nunca le hubiesen visto, impacientole la tardanza y golpeó con fuerza la mesa repitiendo la orden; pero fue el caso que sobre aquélla dormitaba un gato, que despertó azorado y pegó un bote, yendo a parar sobre el pecho del joven, en cuyos vestidos clavó las uñas y los desgarró; al mimo tiempo que la vieja se levantaba y con la rueca en alto dirigiose hacia él en actitud tan amenazadora, que no tuvo por conveniente esperarla; y otra vez se salvó valiéndole la ligereza de sus piernas, cualidad que los cortesanos no habían ponderado, pero que era muy efectiva. Se le vino encima la noche y se encontró solo en el bosque con mucha hambre y más miedo, y por temor a las alimañas subiose a un árbol, donde estuvo seguro, pero sin poder dormir, pues de intentarlo hubiera perdido el equilibrio con riesgo de desnucarse al caer. En cambio tuvo espacio para sus pensamientos; y recordando lo que le había sucedido, comenzó a poner en duda fuera verdad lo que los cortesanos le afirmaban y sospechó que no era tan hermoso, tan sabio, tan audaz y tan fuerte como le habían dado a entender.

Cuando amaneció bajó del árbol, pero no sin que el roce con el tronco y con las ramas hubiese desgarrado su vestido, que con las manchas, los rotos y los descosidos quedó convertido en un pingo. Vio cerca el picacho de la montaña donde anidaba el águila, y sacando fuerzas de flaqueza llegó hasta lo más alto, diciéndose que allí encontraría abundante comida, puesto que los halconeros se habían puesto de acuerdo con la reina de las aves; pero el águila, al verle tan estropeado y sucio, le recibió con ademán amenazador; y por más que él afirmase que era el hijo del príncipe, le replicó que era un solemne embustero a quien iba a castigar por su audacia; y al decir esto encogió las garras, abrió el pico y levantó el vuelo para caer con más fuerza sobre el joven, que se consideró perdido y comenzó a lamentarse amargamente de haber dado crédito a los aduladores.

-Yo soy la reina de las aves, chilló el águila; nada resiste a mi poder; el león no es para mí enemigo invencible y tengo a mis pies todo lo creado.

-Ésa es tan orgullosa como tú, dijo una voz, débil como un zumbido, que resonó pegada al oído del príncipe.

Volvió éste la cabeza y vio el mosquito que había velado junto a su cuna para que sus compañeros no le molestaran. Al mismo tiempo azotó su rostro un fuerte viento producido por el aleteo del águila. El mosquito añadió:

-No temas, y aprende.

Dicho esto voló hacia el águila y le clavó el aguijón en uno de los ojos. El águila lanzó un espantoso chillido y se revolvió furiosa contra su enemigo, que por evitar el atropellado movimiento de los párpados se metió dentro de uno de los agujeros de la nariz del ave y comenzó a picarla, con lo cual ella principió a estornudar y a dar vueltas como loca, pegándose fuertes zarpazos en el pico sin lograr otra cosa que ensangrentarse. Cuando la tuvo rendida por el cansancio, el mosquito le dijo:

-¿Pactemos?

-¿Qué quieres?

-Que te estés quieta mientras este joven se marcha.

-Convenido.

-Vete, dijo el mosquito al príncipe, y no olvides las lecciones que has recibido.

El joven apresurose a bajar la montaña, proponiéndose no volver a abrir los oídos a los aduladores y recordar siempre que él, tan orgulloso que se creía superior a todos, debía la vida a un mosquito, que había dominado a la más fuerte de las aves; lo que probaba que no hay ser despreciable en este mundo, y que si los grandes merecen ser considerados, también merecen serlo los pequeños. Sumido en sus pensamientos llegó a la puerta de una cabaña, y deteniéndose a la entrada, preguntó:

-¿Quieren hacer el favor de permitirme descansar y darme algo que comer?

Una mujer que estaba dentro le contestó afirmativamente después de haberle estado mirando con atención; cubrió la mesa con pobres, pero blancos manteles, y sirviole una sopa y unas patatas sazonadas con manteca, que era cuanto tenía, dándole después nueces e higos secos. Comió el joven con mucho apetito y luego la buena mujer le dio agua para que se lavase; y como traía el vestido hecho jirones, le obligó a ponerse otro de su hijo, que en aquel momento estaba trabajando en el campo. El príncipe supuso que la mujer le había conocido y le preguntó:

-¿Sabes quién soy?

-Sólo sé que una vez te compadeciste de mí porque lloraba abrumada por mis penas, y me socorriste dándome unas cuantas monedas de oro que me libraron de la miseria. Te he conocido por tus buenas obras, y doy gracias a Dios porque me ha permitido demostrarte mi gratitud por tu buena acción.

El joven permaneció callado. Al poco rato se dispuso a salir, y al llegar a la puerta vio venir una lujosa comitiva que su padre había enviado en su busca. Sorprendida quedó la mujer al saber que había albergado el hijo del príncipe reinante, como admirados quedaron los otros al verle en aquel traje, que no quiso cambiar, empeñándose en ir con él a palacio, donde fue recibido con grandes muestras de alegría por sus padres. Diose orden de poner en libertad a los cortesanos, pero cuando se le presentaron les dijo el hijo del príncipe:

-Me he convencido de que al hombre sólo se le conoce y se le aprecia por sus buenas obras. Como las vuestras han sido malas, pues me habéis estado engañando adulándome, idos y os prohíbo volváis a poner los pies en palacio.

Los cortesanos se marcharon muy mustios; el príncipe metió en su guarda-ropa el traje que le había dado la mujer de la choza, a la que recompensó con esplendidez; y siempre que se sentía tentado por el orgullo recordaba lo que le había pasado en el bosque, la lucha del mosquito con el águila y las palabras que la mujer le había dicho, con lo cual se le pasaban los deseos de ser vanidoso. Cuando murió el príncipe su padre, él subió al trono, gobernó con mucho acierto y vivió muchos años feliz y dichoso.


Y aquí el cuento tiene fin;
¡colorado, colorín!