El Japón/El Japón

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El Japón
de Judith Gautier
El Japón
EL JAPÓN


SUS ORÍGENES


Los eruditos japoneses se ven obligados á confesar su ignorancia acerca de los orígenes de su nación. Respecto de este punto, la Historia tiene que ceder la palabra á la leyenda. Muchas son las hipótesis que pretenden arrojar alguna luz sobre los obscuros comienzos de la nación nipona, pero no nos detendremos en examinar sino una: la más curiosa.

Hacia el siglo VII antes de Jesucristo, reinaba en China el terrible Si-Kouo, verdadero Nerón del Celeste Imperio, cuyos crueles y costosos caprichos arruinaban á sus subditos, quienes vivían en perpetua zozobra.

Un día mandó hacer una oquedad tan grande como un lago y, llenándola de vino en vez de agua, se paseó por ella en una barca con toda su corte.

En otra ocasión edificó un palacio de grandes dimensiones mandando que todas las piezas fueran de oro y plata. La historia de la China, que refiere estos hechos, dice que, cuando más tarde, durante una guerra civil, incendiaron este palacio, tardaron tres meses en enfriarse sus cenizas.

No hay por qué decir que para cubrir estos gastos se levantaron impuestos verdaderamente onerosos. Nadie sabía al acostarse si al amanecer le pertenecía un campo ó se lo encontraría devastado y hasta confiscado por el placer del príncipe. Los que le rodeaban diariamente eran los más ansiosos; un tirano que se burlaba de la vida humana y que por cualquier falta pequeña y, á veces, sin razón ni motivo alguno, hacía rodar las cabezas á sus pies, tenía que inspirar terror. Era tan temido como odiado; pero él no se preocupaba. ¿Qué le importaban los sentimientos de su pueblo? Después de todo no pensaba mal, puesto que los chinos, resignados, no se preocupaban en sacudir su yugo destronándole.

Pero este soberbio emperador, cuyo capricho era ley, no vivía tranquilo. Un gusano roedor le privaba de toda alegría; la zozobra de su muerte, que no podía evitar, le envenenaba la existencia. Tener que renunciar al Imperio, ceder á lo inevitable, abandonar los placeres, era dura cosa para él, autócrata soberbio y voluptuoso. Estos pensamientos le abrumaban y para que no le torturasen, decidió esperar á que un precioso remedio le dispensara del tributo que debe pagar todo hombre y anunció que recompensaría espléndidamente á quien descubriera un remedio contra la muerte. Su primer médico, á quien la inquietud hacía perverso, se presentó á él y le dijo: "Señor, Vuestra Majestad, lo ha adivinado. Existe, en efecto, una planta cuyo jugo bienhechor, hace retroceder hasta el infinito los límites de la vida, pero esta planta está muy lejos, en las islas del Japón, y únicamente la pueden coger unas manos puras. Ordene, pues, V.M. que me acompañen trescientos jóvenes y otras tantas muchachas limpias de cuerpo y alma. Yo los guiaré en sus pesquisas y, con su auxilio, le traeré el precioso remedio."

El monarca, creyendo en la bella promesa, entregó á su médico los seiscientos jóvenes, equipándolos espléndidamente.

No se volvió á ver más á los expedicionarios, porque, una vez que hubieron llegado á la lejana isla, dieron á los salvajes habitantes de ella sus riquezas, sus artes, sus ciencias, sus letras; en una palabra, toda la antigua civilización china.

Los japoneses han conservado el recuerdo de esta emigración conmemorándolo con enormes piedras, ruinas del templo que hay á la orilla del mar y erigido en agradecimiento á Sion-Fou, el astuto médico.


LA HISTORIA

En el siglo VI es cuando el Japón aparece en la Historia. En este momento acaba el período belicoso de las invasiones y conquistas y se trata de organizar as provincias conquistadas, dándoles una forma de gobierno. Con la vista fija en la China á la que tanto debían ya, los japoneses imitaron su constitución, dando origen al imperio centralista. Tuvieron por jefe al Hijo del Cielo, el Mikado, "quien reina en el Japón desde el principio del tiempo y siempre." Sin embargo, la Constitución no estaba en armonía con la conformación geográfica del país. Como un traje usado y estrecho, cedió al cabo de dos siglos, quedando dividida la nación en gran número de principados. Después de luchas intestinas, que duraron mucho tiempo, el cetro quedó en manos de un sólo hombre quien tenía bajo su poder muchos vasallos, constituyendo de este modo un régimen feudal.

El Mikado, ejercía á la vez las funciones de Soberano y de Padre de su pueblo, es decir, que era ilimitado su poder. Demasiado soberbio para dejarse contemplar por ojos profanos, no se presentaba jamás en público, y vivía retirado en el fondo de su palacio de Kioto. Comunicaba con sus subditos por intermedio del shogoun ó taicoun, á quien dictaba sus voluntades. El cargo de shogoun se hizo hereditario y lo que empezó siendo una función, convirtióse poco á poco, en una dignidad real, efectiva y poderosa.

Los vasallos, propietarios de señoríos considerables, se llamaban daimio; sobre ellos estaban los samurai, oficiales nobles, pero muy pobres en general, á quienes les estaba prohibido el comercio. En último lugar, estaban los mercaderes y el pueblo bajo.

Este estado de cosas duró mucho tiempo y las revoluciones no atentaron, por decirlo así, al régimen

EL TEMPLO.
establecido. En nuestros días, solamente en 1868, el

Japón experimentó una transformación política. Cansado de no ser sino una fórmula, sin vida propia y sin poder, el Mikado rompió las barreras que, so pretexto de garantizarle contra la invasión, le tenían prisionero. El mismo hizo una revolución y empuñó con mano firme las riendas del gobierno, sabiendo conducir á un pueblo, siempre joven, entusiasta y activo, por la vía del progreso moderno.


LOS NOMBRES

Es necesario saber que en el Japón tanto los nombres de las ciudades como los de las personas cambian con mucha frecuencia, sea por cualquier accidente casual, sea después de un trastorno político. El mismo reino comenzó por llamarse Akitsousima, la isla de la Libélula, á causa de su forma. Visto desde una altura, sus contornos recuerdan, en efecto, al insecto de cuerpo largo y delgado y anchas alas extendidas; más tarde recibió el nombre de Yamato, que quiere decir "país montañoso."

Por último, el nombre actual se deriva del chino Ji-pon. El equivalente en japonés es Hino-Mato, que significa "punto de origen del Sol."

La capital, Tokio, se llamó en 1600 Yeddo, nombre que conservó hasta la revolución de 1868. Este nombre se lo dió un ilustre político que había usurpado el poder y á quien se le llamó sucesivamente Tokougava-Hieyas, Taketsio, Djiro-Sabouro-Moto-Nobou, Moto-Yasou-Kourande. Y por si esto no fuera bastante, después de su muerte, se le llamó Gonghen-Tosokou.


TOKIO

Antes del año 1600, un sólido castillo del siglo XIV se elevaba cerca de la bahía, y á sus pies unas cuantas aldeas de pescadores estaban diseminadas por la inculta llanura. El antiguo ministro de Taiko, Hieyas, fué quien, por consejo de su señor, construyó sobre aquel terreno abandonado una ciudad que erigió en capital después de haber usurpado el poder real. Su dinastía fué destruida por el mismo Mikado cuando, en el año memorable de 1868, quiso salir del éxtasis en que el Hijo del Cielo estaba sumido desde el principio de los siglos.

Este glorioso emperador que empuñó en sus manos viriles el cetro, tanto tiempo en poder de los shogounes, se llamó Mitsu-Hito, el hombre conciliador, y fué quien dió á su residencia el nombre de Tokio.

Tokio es una gran ciudad situada en el fondo de una bahía encantadora y que, sin ninguna fortificación, se extiende sobre una llanura ondulada de colinas. Las casitas con sus jardines están colocadas caprichosamente, sin los alineamientos á cordel que forman calles rectas y enfadosas. Un encantador capricho parece haber presidido á la solución de este gran problema: abrigar en una misma ciudad á más de un millón de habitantes. Los arrozales regados por canales, los ríos unidos por numerosos puentes, los principescos castillos que emergen de vastos parques y los bosques sagrados que rodean los templos, dan á los habitantes de la ciudad la ilusión de que viven en pleno campo, y, dominando orgullosamente todo el conjunto, el recinto fortificado del inmenso palacio imperial alza al cielo sus bastiones infranqueables. Una vía férrea une á Tokio con Yokohama, dejando sobre los luminosos paisajes de este suelo las huellas de la civilización occidental.

En el sitio en que se detiene el tren, la ciudad nipona no ofrece ningún carácter individual; diríase que se está en una ciudad de los Estados Unidos; pero felizmente esta engañosa impresión sólo dura el tiempo que se tarda en atravesar uno ó dos bulevares formados por una serie de casitas de madera, bajo cuyos techos se ven las ventanas con sus "vidrieras" de papel; todas estas casas son muy parecidas por su forma y su color, un poco apagado por las intemperies.

Otras calles son anchas, en las cuales, de cuando en cuando, hay pórticos cubiertos por un techo; estos pórticos eran antiguamente las separaciones indicadoras de los límites de los barrios y se cerraban por la noche á una hora determinada. Pero esta costumbre ha caído en desuso. Las calles están todas muy animadas y llenas de gentes ocupadas en sus asuntos. También hay coches pero no forman la aglomeración de los grandes bulevares de París. En Tokio, la mayor parte de los vehículos están tirados por hombres, aunque existe un miserable carruaje de un sólo caballo que lleva el poco glorioso nombre de Kosika-bha-cha, que quiere decir "coche de mendigo." Pero el medio más elegante y más cómodo de locomoción es sin disputa el Norimono, linda caja de laca adornada con sedas bordadas, que termina en su parte superior por largas varas que sobresalen por los dos lados y se ponen sobre los hombros numerosos servidores. Recuerda en su principio, si no por su forma, la elegante litera del siglo XVII.

Un gran río, el Soumida-Gava, atraviesa la ciudad. Siguiendo su curso llegamos á la bahía donde están amarrados fuertes barcos de pesca. Todos los días suben estos barcos por el canal, llevando al mercado peces tan variados como raros: nuestras truchas, besugos, salmones y caballas, se encuentran allí con un aspecto y tamaño diferentes; también se ve enormes pulpos, crustáceos, mariscos de todas clases y hasta algas comestibles. Los mercaderes, exponen todos estos géneros de un modo abigarrado, formando un conjunto de colores desde el rubí sombrío hasta el esmeralda pálido.


EL FUSI-YAMA

Esta mole pálida y rosada se eleva al suroeste y domina á la ciudad, envuelta desde su base en una flotante bruma azulada que oculta el punto en que la gigantesca montaña parece cernerse en el aire. Inspiradora de hermosos cuadros y de entusiastas poesías, se alza desde que, en el año 285 antes de Jesucristo, surgió del suelo á causa de un violento temblor de tierra, alcanzando inmediatamente una altura de cerca de cuatro mil metros. Todos los japoneses están orgullosos de él y aman tiernamente al Fusi-Yama, en otro tiempo terrible volcán que, en el transcurso de los años, se ha apagado y parece dormido aunque en su cima sople incesantemente el viento y dé origen, con frecuencia, á violentas tempestades. ¿Permanece inactivo el monstruo? ¿Quién se atreverá á creerlo? En este país en el que la tierra vibra y oscila á cada momento, el cráter no ha dicho aún, seguramente, su última palabra. Acaso un día despierte y se trague las orgullosas casas de piedra que los japoneses de hoy prefieren á las antiguas moradas de madera.


LOS TEMPLOS

Uno de los más célebres templos de Tokio, es el Asakusa, y está dedicado á Kuanon, la diosa de la Misericordia.

Un pórtico munumental, precedido de lámparas de piedra, dá acceso á él. A ambos lados del pórtico hay dos reyes guardianes, que son dos gigantes de rostros rojos y contrariados que mueven sus ojos feroces é inspiran terror, cuando se les conoce mal. Se sabe, sin embargo, que no son terribles más que con los pecadores impenitentes. No sólo guardan la entrada del templo, sino á todos los creyentes que les dirigen sus plegarias con fervor y que cuidan de consagrarles un par de sandalias de paja. Estos piadosos mortales quedan preservados de las tentaciones y en virtud de la protección de los dioses, se curan sus heridas. Numerosos exvotos, en forma de sandalias, atestiguan la fe de los creyentes.

Cuando se sale del pórtico, se encuentra uno en anchas avenidas pavimentadas y bordeadas por cedros majestuosos. Bajo estos árboles hay barracas llenas de muñecos de todas clases. Se avanza y el templo aparece imponente, destacándose en rojo, bajo el cielo hacia el cual eleva sus torres de cinco pisos. Esta arquitectura proviene de la China y su principal característica es la curiosa forma de sus tejados, de volumen considerable, cuya altura es los dos tercios de la del edificio y cuyos bordes levantados, se aprecian mejor en los ángulos. El conjunto, da una impresión de pesadez y ligereza á un tiempo mismo. Se atraviesa el vestíbulo misterioso y sombrío, en el que reinan los pichones sagrados que le rozan á uno al volar y donde se compra el incienso que se quiere quemar en holocausto á los dioses, y se llega al templo, nave única de grandes proporciones, con la bóveda sostenida por numerosos pilares rojos con capiteles que no se ven desde el suelo por la gran altura á que están colocados. El altar, resplandece de oro y de luz, en medio de aquella obscuridad. Se ve Budas gigantescos, dorados, detrás de la verja de hierro fundido que casi los oculta y alrededor penden en homenaje banderas, linternas y flores.

Delante del altar, un enorme y artístico incensario exhala un humo oloroso gracias á innumerables varitas de aromas que, por paquetes, los fieles arrojan en su interior.

De hora en hora, el velo perfumado se hace más opaco y da á las cosas, vistas confusamente, el tinte de lo irreal. Apenas se distingue los muros sobre los cuales hay pinturas y esculturas de todas clases, representativas de las leyendas. Se ve circular á los bonzos ó sacerdotes, con trajes amplios y la cabeza completamente afeitada. Cuando no se celebra el oficio pasean silenciosamente al compás de una extraña música, á través del templo, respondiendo á las preguntas de los peregrinos, y conduciéndoles á sus altares preferidos.


DIFERENTES TIPOS

Hay en el Japón dos tipos distintos. El primero, que es el más extendido, es el tipo chino ó coreano que se caracteriza por su cara redonda, mejillas aplastadas, nariz chata, boca bien dibujada, por regla general, y soberbios dientes.

Los que creen poseer el puro tipo japonés, tienen el rostro largo y pálido, la nariz aguileña, la boca fina, los ojos alargados é inexpresivos y los dientes blancos, largos é irregulares. Este es el tipo aristocrático cuya perfección admira á todos.
Lo más extraño es que el carácter moral corresponde casi siempre con el tipo físico; las alegres fisonomías chinas pertenecen á los hombres apáticos, risueños y de buen humor, mientras que la fisonomía japonesa es el patrimonio de las gentes silenciosas, melancólicas y tristes.


LOS TRAJES ANTIGUOS

No se puede uno formar idea de los trajes, sino en el museo de figuras de cera que hay en el recinto de Asakusa. En primer lugar se ve á los modernos japoneses admirando los trajes de sus antepasados. Las mujeres van con los pies vueltos hacia dentro, lo cual es un signo de elegancia, y prueba que, desde muy jóvenes, se les comprime las caderas para conservarlas estrechas y esto constituye un encanto más. Sus moños, muy altos, negros y relucientes, aseméjanse á un jardín del cual surjen flores de todas formas y matices, montadas en alfileres. Los trajes son sencillos y de un sólo color; pero la variedad radica en el cinturón que eligen. Nada más rico que este adorno simbólico. Es toda una ciencia hacer el gran nudo, en forma de alas de mariposa, que completa el tocado femenino; mirado atentamente, lo que no parece al principio sino un pretexto de coquetería, es, en realidad, una preciosa indicación para conocer el estado civil de cada graciosa silueta; las solteras no se ponen el

ESCAPARATE DE UN VENDEDOR DE MUÑECAS DONDE
ESTÁN EXPUESTOS LOS TRAJES NACIONALES.
cinturón como las casadas; las ricas se hacen un nudo

sobre el estómago y á las criadas se les obliga á que se hagan el lazo de una manera distinta.

Los vestidos de las jóvenes, mujercitas en miniatura, son un poco más llamativos que los de las personas mayores, pero sus cabellos están peinados con un moño alto, como sus mamás.

Las visitantes se detienen ante un daimio ó señor, en traje de corte. Con su vestido de sedas rígidas, de colores llamativos, salpicado de circulos heráldicos, de oro, tiene el aspecto de una pirámide. El pantalón se alarga desmesuradamente, hasta más abajo de los pies, los cuales quedan en realidad, encerrados en aquél, que forma una especie de cola. Las mangas, más anchas aún, están bordeadas de un cordón de seda que, corriéndose, les da el aspecto de un saco grande. Otras mangas salen de las primeras, pero de diferentes colores y el número de puños superpuestos indica el de vestidos que lleva debajo del primero. Un gran sable atraviesa estos vestidos y una observación superficial haría creer que tiene por funda el propio vientre del personaje. Una mano pequeña que sale de las mangas, sostiene un abanico y nos da idea de las verdaderas proporciones del príncipe. El tocado es curioso: consiste en una especie de cilindro de seda negra y paño de oro que se sujeta á la barbilla con un galón de oro. Por espléndido y pintoresco que sea el traje, parece que debe ser incómodo.

Después de él, una princesa, cuyo traje también es complicado pero, sin duda alguna, más rico y de colores más llamativos aún, se ofrece á la vista.

Su tez es de una blancura perfecta, animada únicamente por una linda boca purpurina; las cejas, afeitadas, están sustituidas por otras pintadas de negro sobre la parte superior de la frente, á fin de alargar el rostro; los cabellos están sueltos y caen hasta la parte inferior de los vestidos y se pierden entre sus pliegues. Cerca de ella está colocada la tabaquera, que es de laca, con incrustaciones de oro, una pipa pequeña y el tabaco fino y rubio que se llama " plumón de grulla."


LA HORA JAPONESA

Antiguamente era muy complicada la manera de contar la hora en el Japón, pero ¡cuánto más bonita y original que como la indican nuestros relojes!

Se comenzaba por la cifra nueve, que es la cifra por excelencia, y marca, á la vez, la mitad del día: la hora del Caballo, y la mitad de la noche: la hora del Ratón.

Se procede de la manera siguiente: dos por nueve son diez y ocho; se suprime la primera cifra, y quedan ocho: la hora de la Vaca. Tres por nueve son veintisiete y suprimiendo la primera cifra, quedan siete que es la hora del Tigre y así se continúa multiplicando nueve por cuatro, por cinco, por seis, obteniéndose, de este modo, las seis divisiones del día y de la noche que corresponde, cada una, á las horas según nuestra división del tiempo.
Todas las horas tienen nombres pintorescos y evocadores; la hora del Conejo, del Dragón, del Gallo, del Jabalí.


LA FUERZA FÍSICA

Los japoneses siempre han tenido una gran admiración por la fuerza física. La ciencia de la lucha no ha sido adquirida sino á costa de grandes esfuerzos. Los maestros de armas eran viejos guerreros que no conocían la ternura y en la primera lección dejaban al novicio agotado, casi inerte. Al día siguiente comenzaba de nuevo, y, ayudado por el profesor, soportaba, pronto y sin esfuerzos, estos rudos ejercicios que hacían de él un luchador de mérito, igualmente insensible al cansancio y al dolor. Tal educación era preciosa en este pueblo belicoso, cuyo ejército, constituido con estas unidades, resultaba invencible. Los antiguos combates de atletas se conservan todavía en esta nación marcial, que no ha degenerado, como lo prueba la última guerra. Estos juegos se verifican en una especie de anfiteatro que se llama E-Ko-Ine y está situado en el recinto del templo del "Feliz Regreso" cerca del puente de las " Dos Comarcas."

La liza circular no está separada de la calle sino por esterillas suspendidas de unas estacas. Hay dos galerías de localidades á las que dan acceso escaleras que siempre están llenas de gente. Los pobres que no pueden aspirar á las tribunas, permanecen en pie, apoyados en el borde de la barraca ó, sencillamente, toman el suelo por asiento.

El campo de lucha está cubierto de arena fina y los límites se señalan con sacos de tierra. Los atletas, grandes y gruesos, verdaderos gigantes comparados con los otros japoneses, van vestidos únicamente con un delantal á listas, ricamente bordado.

El espectáculo dura desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde. Los combatientes desplegan sucesivamente una fuerza, una habilidad y una resistencia, que arrancan grandes salvas de aplausos de la multitud que les contempla admirada.


LA LEY

Antiguamente las leyes eran tan especiales, por lo menos, como los delitos. Muy severas, por regla general, tenían también extrañas indulgencias, sobre todo cuando los culpables eran ancianos, mujeres, impedidos ó astrónomos, para los cuales el Código recomendaba la clemencia.

Pero, por ejemplo, si un astrónomo, tan paternalmente protegido por la ley, se propusiera desnaturalizar los decretos escritos por los astros en el cielo y hacer falsos pronósticos, era castigado cruelmente.

Allí no había compañías de seguros contra incendios y cuando las casas de madera ardían como cerillas, la ley era terrible para los incendiarios y hasta para los incendiados. Se daba sesenta palos al que involuntariamente prendía fuego á su casa, estrangulándosele si el incendio se comunicaba á un edificio que perteneciese á la familia imperial. Este procedimiento enseñaba á ser prudente.

Hoy, resultados tan bárbaros provienen de la aplicación de las leyes modernas á crímenes legendarios, que, antes, acaso hubieren merecido elogios.

He aquí un acto de heroísmo del cual se han hecho eco nuestros periódicos y que para nosotros, no es, ni más ni menos, que un crimen; pero es un crimen muy japonés.

Un pobre y candido aldeano, llamado Kono-Guihei, refería sus penas á unos amigos:

—Mi anciana madre padece de la vista y no se puede curar, está ya casi ciega. He puesto todos los medios para curarla y no lo he conseguido. No tiene remedio, y me mata la pena.

—¿Cómo puedes decir eso?—exclamó un labrador que lo quería saber todo.—Hay un remedio infalible. Ciertamente que es muy difícil de emplear y hasta peligroso; pero nada hay imposible para la piedad de un hijo.

—Estoy dispuesto á todo—respondió Kono-Guihei —¿En qué consiste el remedio?

—En darle de comer á tu madre hígado humano.

El joven aldeano no dudó un momento. Por él ya estaría curada su madre, pero, ¿donde procurarse un hígado humano, sin perjudicar á algún extraño? ¿Matarse él mismo? Esta idea le hizo pensar, pero comprendió después que no debía hacerlo porque, sin su apoyo, su familia quedaría reducida á la miseria. ¿Qué hacer? ¡Magnífico! Matar á su hija, á su linda y pequeña Matsoué. El desgraciado cogió un cuchillo para matar á su niña, pero su amor filial era tan grande como su amor paternal. Dudó un instante, mas estaba decidido y en el momento en que iba á herir á su hija apareció su mujer Sougni inquieta por las extrañas manipulaciones de su marido.

Éste se lo contó todo.

—A mí es á quién debes matar—dijo Sougni—Sería feliz si mi muerte diera la vida á tu madre.

Este acto ¿no es sencillamente sublime?

El marido, encontrando la decisión de su mujer muy natural, porque estaba de acuerdo con la tradición y con la raza, no le hizo la menor objeción, y, atando una cuerda al cuello de su mujer para estrangularla, empezó á tirar de una punta y ella para ayudarle, tiraba de la otra.

Cuando estuvo muerta cogió el marido el cuchillo y hundiéndolo en el abdomen de su esposa, le sacó el hígado; después encendió fuego y lo coció en una cacerola.

¡Por fin iba a curarse su anciana madre! Pero no, no; no probaría el infalible remedio. La nueva generación fué en busca de la policía la cual cogió á Kono-Guihei en flagrante delito.

Sacrificóse la pobre Sougni para nada; los ojos de su madre política continuaron enfermos y al asesino le condenaron á nueve años de prisión, dejando á su hija y á su madre sin el arroz diario.

Esta detención, aunque se le aprecien todas las circunstancias atenuantes, no parece ser de la misma época que este delito de un candor y de una abnegación admirables.

La ley es del siglo XIX: el delito, de los tiempos primitivos.

Con gran frecuencia suelen darse casos de semejante desacuerdo en un país de tan reciente civilización, cuyas costumbres no pueden seguir la marcha acelerada del progreso.

La absurda abnegación de Sougni no tiene nada de rara. No se acabaría nunca de citar nombres de mujeres japonesas que han sacrificado su vida por motivos extraños, desde el punto de vista de nuestra civilización.

Es casi clásico, por ejemplo, ahorcarse á la puerta de la casa de un magistrado que ha juzgado inicuamente y aprehendido á algún pariente, para obligarle á revisar el proceso. Por la mañana, al salir de su casa, se encuentra con el cadáver todavía caliente, cuya cintura está erizada de rollos de papel que contienen súplicas las cuales hablarán al juez por boca que permanecerá siempre muda.

Para ayudar á vivir á su familia, era corriente sufrir una pena en lugar de un condenado; y hasta se hacían pujas decrecientes para ver quién lo hacía más barato.

Por diez sueldos, un ladrón endosaba á un inocente los cuarenta palos que debía recibir. Y, lo que es más cruel aún, hasta bajo el acero del verdugo se continuaba este tráfico; por trescientas pesetas poco más ó menos, uno podía conservar su cabeza y hacer que otra rodara por tierra.

Esto lo sabía el pobre Kono-Guilhei cuando suplicaba á sus jueces que sustituyesen los nueve años de prisión que iban á privar á su madre y á su hija de su trabajo, por las más horribles torturas, con tal que duraran menos de nueve años. Con gran pena, por su parte, no se accedió á sus deseos y nunca se le pudo hacer comprender que la tortura está abolida en el Japón.

¿Que fué de la infortunada víctima que tan generosamente dio su vida para curar á su madre política? Su sombra, llorosa y desolada, vaga seguramente alrededor de su esposo cautivo y tal vez se aparezca también á los severos magistrados que tan cruelmente juzgaron su muerte voluntaria, porque cuenta la tradición que las sombras de los muertos descontentos se aparecen para pedir justicia.


LAS FIESTAS

Á los japoneses les gusta divertirse y cualquier pretexto es bueno para celebrar fiestas. En primer lugar figuran las de Año Nuevo, en las que se confunde todo el pueblo. Señores y aldeanos, damas nobles y burguesas chapotean en la nieve buscando motivos para divertirse. Terminan después de un mes con la

LA FIESTA DE LAS LINTERNAS.
"Fiesta de los Aprendices." Se decora las casas con

pinos, cangrejos (símbolo de una larga vida) y naranjas, y se cambian regalos. La víspera de San Silvestre se celebra, como entre nosotros, y al amanecer, al son de gonges y de campanas, se desean el feliz año nuevo.

En marzo, había aún la " fiesta de las Niñas ó de las Muñecas" y en mayo la de "los Muchachos." Para esta fiesta todas las familias ponían sobre el tejado de su casa tantos peces de papel como chicos había en la familia. En julio se celebraba la "Fiesta de los primeros calores," en octubre la de "Ebisu" dios de la Felicidad. Pero sin duda, la más curiosa es la "Fiesta de la Noche" y una de las más encantadoras la de las "Linternas."

En todas partes, grandes linternas polícromas que adornan las casas, arrojan chorros de luz que hacen brillar los bordados y las ricas telas de los vestidos de los transeúntes. En la parte superior de largos tallos de bambúes, alineados á cada lado de la calle, están suspendidos, ora finas banderas de seda ó de papel, ora flecos, plumeros etc. Los peces de paja barnizados de laca, atados por las branquias, se balancean en lo alto de un mástil. Largas banderas flotantes enseñan ú ocultan, según los caprichos del viento, armas, flores, animales fantásticos, bordados en sus pliegues, ó bien inmóviles y tendidos en cañas de bambú se ve grotescos personajes: dioses, soberanos, guerreros ilustres, ó también escritas en caracteres de oro se puede leer, sentencias, sátiras, versos célebres etc. Los mercaderes de objetos de arte, de bronces y esmaltes etc., mezclan con sus elegantes mercancías, armas raras y cascos que parecen de gigantescos insectos.

Á cada instante pasan jóvenes que llevan al hombro un gran sable de madera recubierta de laca. De trecho en trecho largas espadas de raras curvaturas se clavan en el suelo; parecen de cartón cubierto de papel de estaño y forradas de una manera rara. Estas espadas, á las que los niños saludan al pasar, representan el arma de Sioki, el héroe querido del pueblo, cuya imagen se venera en todas las actitudes, sobre millares de estandartes.

El ruido de los pasos de los numerosos transeuntes, es un runruneo continuo semejante al de una cascada, y por todas partes se oye las risas y los cantos reveladores del tumulto alegre de la multitud.


LOS JARDINES

Los jardines son lugares fantásticos, cuyo aspecto no difiere mucho del de los europeos; pero en los japoneses la ciencia de los colores es de un refinamiento tan extraordinario que constituye una fuente de delicias para los ojos.

Vemos árboles magníficos, cedros, palmeras y bambúes y, de pronto, las mismas plantas en miniatura; cedros, pinos y palmeras, pero que cabrían en un vaso, al lado de los árboles frutales que en la primavera se cubren de nieve blanca y rosada: limoneros, melocotoneros, cerezos, y el ciruelo que florece hasta en el invierno y embalsama el aire con sus perfumes suaves y penetrantes. Por todas partes se ve adormideras, peonías, camelias y crisantemos, anchos como platos. Apenas bastan los ojos para contemplar este gracioso exceso de matices, y la vista vaga, embriagada, desde los ricos jardines á los frescos lagos donde se extienden los delicados lotos y hacia los cuales se inclinan los frágiles tallos de los iris para contemplar en el agua sus anchas flores amarillas y violetas. Más allá, al final de una avenida, se destacan entre los árboles los perfiles de una casita. Es un pabellón de poesía. Por la ventana, encuadrada en glicinas, la vista se extiende á lo lejos; cerca, serpentea un arroyo. A aquella casita viene á descansar, después de la comida, su dueño, y allí sueña, hace versos ó toca música. El pabelloncito, siempre está adornado con elegancia, pero con sobriedad. Algunas esterillas, un árbol enano en un gran búcaro, una tetera, varias pipas, unos cuantos pinceles y algún que otro libro componen todo el moblaje.

Á los japoneses les gusta adornar el interior de sus casas con las flores de sus jardines, y sus decoraciones florales son de un gusto perfecto, sin que obedezcan al capricho del instante. Reunir las flores en un ramillete, es una verdadera ciencia que no se adquiere sino luego de minuciosos estudios. En primer lugar cada flor tiene una significación especial y es preciso que una composición floral exprese un sentimiento determinado sin violentar la naturaleza. Por otra parte hay que dar á cada planta su forma y su tendencia y por último evitar que los tallos estén entrecruzados ó paralelos, que no contrasten mucho los colores, etc. Este refinamiento es de tan deliciosos resultados que no nos podemos dar cuenta de él ni aún contemplando las obras de los pintores sobre los kakemonos delicados que hay en los museos.


EL ARTE
BRONCES, LACAS, MARFILES, PORCELANAS

Hay que ir á visitar uno de los más importantes almacenes de la hermosa y pintoresca calle de Mouromati, de Tokio, para darse cuenta de la maravillosa habilidad, del gusto y del ingenio que pone el artista japonés en la fabricación de los encantadores muñequitos que crea con inagotable fantasía.

Desde que se entra en el almacén se queda uno asombrado, sin saber adonde dirigir la mirada; todo está lleno de mil objetos de una gracia tan imprevista, como de una originalidad espiritual y exquisita. ¿Es este cofrecito de marfil trenzado, que imita la paja, y coloreado con una infusión de te y de clavo y cuyo perfume se percibe aún? Esta caja semeja un ratón blanco, encerrado, sin duda, en el cofrecito que ya tiene roído y va á escaparse; su menudo cuerpo se desliza por la abertura; pero no está aún completamente libre. Si abrís la caja, veréis sus patitas y su larga cola del otro lado de la tapa. ¿Preferís que aparezca un rincón de playa sobre una tabla de morera, con sus cangrejos, sus hierbas y sus caracoles y conchas marinas, ó ramas de oro cargadas de pájaros, atravesando las lomas, grullas de marfil volando sobre un lago de nácar, rodeado de rosas de plata, sobre las puertas de un aparador, ó bien el ligero cuarto creciente que aparece detrás de los pinos desmelenados, ó esta luna de metal que sale de una nube y forma el espejo de un estuche de tocador?

Es imposible estudiarlo todo, porque el más pequeño objeto llama nuestra atención.

He aquí un trabajo que, para los inteligentes, es una verdadera obra maestra; representa una pantalla donde aparecen dos haces de paja de arroz, suspendidos de una pértiga y una bandada de gorriones que busca su nido. Los pájaros son del mismo tono que las espigas entre las cuales se ocultan tan bien que es preciso mirarlos muy de cerca y buscarlos mucho para descubrirlos, y, en esto consiste justamente el encanto de esta especie de laca en la cual los tonos de los objetos se funden uno en otro, cosa, según parece, de dificilísima ejecución. Un magnífico biombo despliega sus hojas cerca de dicho objeto.

El motivo ornamental que escogió el artista es muy decorativo: la masa espesa y florecida de una selva. Sobre el fondo negro de la laca, todas las hierbas que nacen al azar en un terreno inculto, se enlazan y se entrecruzan en la más encantadora confusión y entre el follaje de color esmeralda, de ajenjo, de oro quemado, estallan los tonos claros de las hojas de porcelana, las alas brillantes de los insectos, de las mariposas que pueblan esta pequeña selva que ha retoñado al pie de la grande. Sobre un platillo hay figuras, en relieve, de preciosos frutos, desconocidos en Europa y que, en japonés, se llaman Bua.

Un vaso barnizado con laca imita el bronce antiguo tan maravillosamente que es preciso tocarlo para convencerse de la imitación; hay también pantallas, platillos, cofrecitos que atraen igualmente la atención, pero encontraremos, sobre todo, la laca empleada con toda clase de materias, tales como el nácar, el marfil, la madera y la porcelana. He aquí, por ejemplo, una pantalla de madera del Japón sobre la cual se ve un vaso de laca que contiene flores de nácar y de marfil; el borde de esta pantalla parece que está hecho con paja de arroz, pero son láminas de marfil, extraordinariamente delgadas y entrelazadas de modo que imitan perfectamente á la paja. Sobre un biombo de madera, encuadrado en laca, hay personajes de porcelana; el pantalón, á rayas blancas y azules, de uno de ellos, diríase de seda. Los japoneses son muy aficionados á estas transposiciones engañosas, pues no se puede reconocer á primera vista de qué materia están hechos sus deliciosos muñequitos.

Hemos visto la laca que imita el bronce, el marfil ó la paja. Después veremos la porcelana imitando el hierro oxidado y he aquí una pantalla donde la seda imita la pluma con raro acierto. Al principio no se presta gran atención á estos dos pavos reales posados en la rama de un melocotonero en flor y que parecen formados con las plumas de los lindos pájaros que representan; pero cuando se ve que el suntuoso plumaje es artificial y que la seda, diversamente teñida, proviene de la mano del hombre que imita á la inimitable naturaleza, no se puede contener una exclamación de sorpresa.

La sala donde están los muebles es riquísima en maravillas. Son de una rareza rebuscada pero elegantísima é interesante como objetos de arte. He aquí sobre los batientes de un aparador toda una familia de currucas que han hecho su nido en el hueco de un árbol; los pajarillos baten sus alas, esponjan sus plumas y riñen con deliciosos movimientos que tan bien saben reproducir los pintores japoneses. Alrededor de ellos abundan las flores de nácar pintadas y hojas de marfil.

Un anciano de aspecto chinesco está esculpido con gran delicadeza en uno de los paineles de un armario de roble. Está sentado, con las piernas cruzadas y parece escuchar gravemente las oraciones que suben ó bajan hacia él. Este majestuoso personaje no es sino el dios de los infiernos. Sobre el otro painel una joven arrodillada parece invocar, en efecto, á la: sombría divinidad. Esta bella personita con su rostro de marfil, sus vestidos de laca y de metal, fué una célebre mundana que llevaba el armonioso nombre de Itgocondeion, y que cansada de su vida miserable, ya arrepentida, arroja lejos de sí las pompas de Satán y se convierte en sacerdotisa. Está muy graciosa en su dolor, con sus largos cabellos esparcidos y su actitud atribulada en medio de sus bellas vestiduras acaso un poco mundanas aún. Cerca de ella, fuera de un lindo vaso con esmaltes separados, se abren unas peonías de porcelana. He aquí un armario de los más originales, con sus dos puertas de muy diversa ornamentación; una muestra sencillamente la madera tallada en bajorrelieve y la otra está adornada con diversas materias brillantemente coloreadas.

Un segundo armario, tallado en una especie de roble perfumado, está decorado con un búfalo de laca que se muestra de medio cuerpo, una rueda rota y un personaje vestido de nácar y corriendo á todo correr. Estos elementos, de una significación incomprensible para los europeos, bastan para recordar á los japoneses las aventuras de un antiguo soberano cuyo carro se atascó en un río y al que un búfalo, desuncido rápidamente de una carreta, sacó del atolladero.

En el fondo de un gran plato de madera de Ke-a-ki se ha esculpido un bello paisaje en el cual vagan algunas figuras. Más lejos se ve, en una pantalla de pino viejo, una escena de la vida íntima de un personaje, célebre bajo otros climas: es un escritor chino llamado en su patria Ouan-I-Tchi y en el Japón O-Gui-Si; está sentado detrás de una mesa escribiendo un pasaje famoso de sus obras. A algunos pasos de él, sus hijos vierten la tinta sobre el escritorio mientras

JARDÍN JAPONÉS
que en un rincón otros pequeñines tienden una escudilla

llena de comida á dos polluelos de oca.

Todos los personajes son de porcelana, pintados con extraordinaria delicadeza; los dos volátiles, sobre todo, son sorprendentes por la sensación de vida y de verdad que dan.

He aquí, por último, un magnífico biombo que vale, á lo que parece, cincuenta mil pesetas. Es una obra de arte de gran lujo. La descripción no puede dar idea de ella; flores de nácar y de cobre, cada una de cuyas hojas parece temblar al viento, frágiles cañas entrelazadas, racimos de glicina, peonías deslumbrantes se destacan sobre el fondo sombrío de la laca. Esto es todo; pero es preciso ver la amplitud soberbia del dibujo, la delicadeza del cincelado, la dulce armonía de los colores, para comprender toda la belleza de esta obra incomparable.

Las porcelanas más bellas provienen de la manufactura de Arita. Es difícil ver una obra más acabada, más perfecta, más fina, más elegante que esta pieza trabajada con un cuidado superior á toda ponderación. Es un pebetero pequeñito compuesto de un vaso cilíndrico, colocado en otro sobre el cual descansa la tapadera. El vaso interior es sencillamente de barro, de un blanco dulce como la médula de las cañas; el color hubiera empastado los contornos perjudicando en cierto modo la excesiva delicadeza de las figuras de la ornamentación, que consiste en un ligero bajorrelieve esculpido con exquisita fineza.
Son músicos celestes, mujeres Kamis que tocan la flauta, deslizando sus dedos por el semsim ó golpeando el tambor sagrado, mientras que sus hermanas, con una gracia adorable, inician delicadamente no se sabe qué danza mística, y, sus cuerpos esbeltos, extienden los brazos, vuelven la cabeza, en medio de los pliegues finos de sus gasas agitadas por el viento. El segundo vaso, en el cual desaparece el primero, está formado por un grupo de nubécillas azuladas que ocultan, bajo el velo que les conviene, á las diosas danzarinas. El botón de la tapadera es un pequeño elefante, también de porcelana en bruto, ornamentado con extraordinaria minuciosidad.

La cocción de estas porcelanas, algunas de cuyas partes se secan al sol, es extremadamente delicada y difícil de conseguir; el pebetero de que se trata es también, desde cualquier punto de vista, un objeto de los más raros.

Entre las obras del mismo género, hemos visto una jardinera de cuyas asas, recortadas en forma de olas, surge el Ki-Lin, animal fabuloso, especie de unicornio marino que se presenta, según parece, cuando el emperador gobierna con acierto.

La elección entre todos estos objetos de casi el mismo mérito es muy difícil y no se sabe si escoger este vasito en forma de cuerno, ligero, transparente, sonoro como una campanilla, adornado con flores de cerezo, cortejado por algunas mariposas, ó aquel gran plato en cuyo fondo unos dragones, en relieve, se persiguen entre olas doradas, ó bien ciertos vasos piriformes, de una pasta muy fina, adornados con leones que riñen y una cadena de porcelana unida á las asas, cayendo en forma de guirnalda sobre los lados.

Aquellas son las piezas más importantes, pero mil cosas más merecen la atención, entre ellas una pareja de vasos, de casi dos metros de altura, de la clase de porcelana conocida en el Japón con el nombre de Someniski, cuya decoración es azul sobre fondo blanco, (las otras clases de porcelanas se designan, en general, con el nombre de Nisikidi), unos grandes búcaros de forma alanceada y graciosa, son una construcción sin defectos y de una perfecta cocción. Un ancho plato, también de porcelana Someniski es más curioso aún; en él están reunidos todos los pescados que se sirven en las mesas japonesas y entre ellos el fai cuya carne es muy estimada, pagándose por ella precios muy elevados y que forma parte de los regalos de boda. Algunos de éstos pescados, reunidos en el fondo del plato, están coloreados de rojo y es, según parece, la primera vez que se obtiene éxito en un decorado de otro tono sobre el conjunto monocromo de la porcelana llamada Someniski.


FABRICACIÓN DE LA LACA

En la China y en el Japón es donde se fabrica la laca más perfectamente. Difícilmente se puede dar una idea del trabajo, de la habilidad, de la paciencia desplegados por el artesano japonés, para llegar á fabricar una laca tan perfecta. El barniz es extraordinariamente corrosivo y es preciso usarlo con grandes precauciones. Es el producto resinoso de un arbusto llamado en el Japón Ourousi-no-Ki y en China el árbol Tsi. Esta resina líquida se recoge en unas cazoletas colocadas por debajo de las incisiones que se hace en los árboles á diversas alturas; el precioso licor corre durante la noche, pero en tan pequeña cantidad que cada mil árboles dan diez y ocho ó veinte libras de laca.

No existen menos de cien clases de laca, aparte de las clases corrientes. Se barniza con ella en diferentes tejidos cuyos dibujos se ven á través del barniz transparente, en tules traídos de Europa, lo que le da el aspecto de piel de serpiente; se imita la corteza del pino, el bambú, la paja natural, plateada ó dorada, se tiñe el nácar con reflejos glaucos ó purpúreos; se espolvorea de polvo de oro ó de plata que centellea sobre un fondo de todos los matices; después vienen las lacas negras, verdes, obscuras, escarlatas, castañas, todas de una finura y pureza admirables.

Cuando el objeto que se va á barnizar ha recibido tres manos de una substancia compuesta de cal, papel cocido y goma, y están secas, se rascan con una piedra plana y dura ó con un pulidor de bambú, se mezcla el barniz en una paleta de cobre, frotando muy lenta é igualmente con la materia colorante; después se le dan, por lo menos, cinco manos diferentes y se le deja secar pulimentándolo después con la piedra ó el bambú. Únicamente gracias á tan minucioso trabajo, la laca puede resultar buena; luego se hace la decoración, y cuando está bien seca, se pone, por encima, el oro, la plata y el color de la pintura; se vuelve á barnizar varias veces pulimentando después el barniz.

Las figuras, hechas con nácar de perlas se ejecutan con láminas de nácar muy delgadas, talladas y coloreadas por debajo.

Como el resto, están recubiertas de tres capas de barniz transparente que les da un magnifico brillo. Para las lacas comunes, se substituye generalmente la esencia rara y costosa del Ourosi-no-Ki, por diferentes aceites fabricados con los granos de varias especies de euforbiáceas, á los cuales se le mezcla yeso, un poco de esencia de trementina y materias colorantes.