El caballero de las botas azules/III

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Capítulo III


Murmurábase algunos días después que acababa de llegar a Madrid el esperado, un personaje lo más raro, lo más insolente, lo más fino, lo más extravagante, burlón y maravilloso del mundo. ¡Raro conjunto de diversas cualidades...!

Sepamos algo de lo que en la corte se murmuraba de él.

Pelasgo, director de un afamado periódico y osado crítico que falla sin miedo toda cuestión de ciencia, de política, o de honra, habla con uno de sus emisarios secretos.

-¿Qué pasa, Pedro? ¿Qué se dice del gran duque? ¿Es hombre o duende? ¿En qué quedamos?

-Es muy rico, señor, inmensamente rico... riquísimo... diez veces poderoso. ¡Oh...!

-Eso ya se sabe: un pobre no hace tanto ruido. Pero esas botas... ¿qué hemos de decir de esas botas?

-Que son el infierno, señor, que han sido hechas para quitar a los hombres el poco juicio que les queda... para apurar la paciencia de los mortales.

-A un lado las chanzas... Antes que nada ¿procuraste indagar si le será grato al duque que se hable de ellas? Esos hombres excesivamente ricos suelen ser excesivamente caprichosos, y alguno hay que se convertiría en nuestro mortal enemigo si alabásemos su persona antes que su casa de campo o su caballo. Es preciso, en fin, saber cuál es su cuerda...

-No tiene cuerda ese duque...

-¿Quién no la tiene en este mundo...?

-Tanto y tanto se dice... por de pronto aseguran que detesta el baile y que se ríe de los que bailan...

-Pues he ahí ya un buen tema...

-Si no detestase más todavía a los periódicos y a los periodistas...

-¿Vuelves a chancearte?

-No lo acostumbro, señor Pelasgo; pero es lo cierto que los detesta hasta el punto de no querer siquiera mirarles el rostro, ni más ni menos que a las mujeres, a quienes aborrece mortalmente y de las cuales se burla.

-¡Loco de atar! Burlarse de ellas, lo comprendo; pero aborrecerlas... ¿Qué es lo que le place entonces al buen señor?

-Personas bien enteradas me han afirmado que no le place nada.

-¡Peste contigo! ¿Es eso cuanto sabes?

-Repetir todo lo que de él se murmura sería cuento de nunca acabar.

-Que lo sea... lo que quede de hoy se deja para mañana. ¡Habla ya! Cumple tu obligación.

-Pues bien, murmúrase a la callada, entre otras cosas, que ese duende de duque va a publicar el libro de los libros...

-¡Hola...! ¡Hola...! ¡También el duque se mete a escritorcillo! Pero dime, ¿qué tienen que ver esas botas con el libro de los libros? ¿De qué son esas botas?

-Madrid entero no se ocupa de otra cosa, llegando a sospecharse muy formalmente que son hechas de cuero de diablo...

-¡Que te lleve...! sin alma, porque no la tienes.

Indignado contra la torpeza de Pedro, Pelasgo se salió entonces a la calle, esperando que la casualidad viniese a mostrársele propicia.

En efecto, al entrar en uno de esos cafés llamados aristocráticos, porque ciertas personas distinguidas se dignan entrar en ellos para escanciar alguna botella mientras aguardan a un amigo, el nombre del duque vino a resonar en sus oídos...

Hallábase el salón completamente lleno, y las barbas relucientes, los rostros perfectamente afeitados, las manos delicadas, con larguísimas uñas, los vientres aristocráticamente obesos, los botitos con punta de anguila y las levitas cortas -¡ay, demasiado cortas!-, se dejaban admirar por todas partes. No; nada había allí de plebeyo, y aquel olor que se notaba a cigarros habanos, a esencia de rosas y violeta, decía bien claramente por qué cada uno que entraba traía el aire grave y ceremonioso, cual si fuese a tratar de negocios de Estado.

Pelasgo, cuya persona fea, pero almizclada y lavada con jabón de lechuga en nada desdecía por su aspecto de las que allí se encontraban, después de lanzar en torno una mirada desdeñosa fue a sentarse con circunspección en un rinconcito, a quien la brisa que penetraba por un cristal roto hacía permanecer comúnmente vacío.

-He aquí una conversación en que yo no pensaba -dijo al sentir el aire demasiado fresco que vino a saludarle...-. Mas ¿por qué hemos de ser los hombres tan quisquillosos y descontentadizos?, añadió luego con filosófica resignación. Hubo una época tormentosa en la cual me pasaba las nocturnas horas al raso, contemplando la luna, hasta que llegaba el día y el día hasta que volvía a aparecer la luna, y vuelta a deleitarme con la aparición de la aurora, sin que por eso me lamentase demasiado de mi adverso destino... mientras que ahora, se me hace insoportable la brisa más ligera. ¡Paciencia, Pelasgo, y escuchemos! Si no doy el primero algunas noticias ciertas sobre ese duque o diablo, quedaré mal parado y mis adversarios me morderán de lo lindo.

-Yo le he visto, decía uno, y puedo asegurar que difícilmente existirá un rostro más pálido, más irónico y burlón que el suyo. A no ser por aquella corbata y por aquellas botas maravillosas que llenan de asombroso el espíritu más impasible y sereno, no podría soportársele un solo instante... su mirada es penetrante como la punta de un puñal...

-¿Te ha pinchado?

-Casi lo creí.

-¡Cáspita!, en ese caso huiré de él para que no alcancen a verme sus peligrosísimos y asesinos ojos...

-Haz lo que gustes, pero hablemos despacio de estas cosas...

Y prosiguieron murmurando en un tono ininteligible para Pelasgo, pero, en cambio, dos editores nuevos en el comercio de las letras decían en voz alta y sentenciosamente:

-El que le diese cien duros por su decantado libro haría una peligrosa aventura, y, por mi parte, ni aun ofreciéndome el triple, consentiría en ser su editor.

-Ni yo lo fuera por todos los tesoros del mundo.

-¿No has oído que el tal duque es un pequeño Voltaire, un Voltaire de mal género?

-Pues ¿qué? ¿Existe algún género peor que el de ese francés, maestro de la impudicia y de la desvergüenza? -dijo al pasar un anciano en cuyo rostro se leía una adusta severidad.

-Estos vejetes jamás progresan como no sea hacia el sepulcro -replicó riendo uno de los editores. Pero Pelasgo fijó su atención en lo que decían dos jóvenes diputados que acababan de tomar asiento casi a su lado.

-¿No oyes cómo sólo se habla de él? -repuso uno.

-Sueño o cuento parece -contestó el otro-. La policía tampoco descansa, pero, a pesar de eso, nada cierto se sabe sino que se llama el duque de la Gloria y que con los tesoros que posee puede comprar la Europa y conmover el universo. ¡Oh!, los millones son unos conspiradores invencibles.

-¿Pero conspiran?

-¿Quién lo sabe? Si viviera Job en estos tiempos, también se diría que conspiraba. Mas lo que yo haría es llamar a Macallister, y mandar que le quitase al duque esas botas mágicas, a ver si se convertían en humo, o se descubría que el misterioso personaje tiene una pata de cabra..., porque, no es broma, las notabilidades más célebres quedan oscurecidas por la maravillosa claridad de esas botas que rodean al que las lleva con el brillo fantástico de los cuentos de hadas. Henos, pues, aplastados bajo la fuerza de un poder desconocido y perturbador, que todo lo conmueve. Madrid hierve a tal hora de impaciencia, se abrasa de ansiedad por saber quién es el ser extraño que osa deslumbrarle con unas botas azules. El mundo es una mascarada.

-Yo conozco a muchas damas que no cesan de preguntar en dónde se verá al duque, a qué paseos concurre el duque, a qué teatros asistirá el duque...

-¡Ah! Las mujeres, y sobre todo ciertas mujeres se encantan de lo que brilla, ni más ni menos que las urracas.

-¿Hablas por ella?

-Por la condesa Pampa, quieres decir, ¿por Laura...? ¡Oh!, nada de eso...

-Puedo asegurarte que no ha sido de las curiosas, que ni siquiera ha despegado los labios para pronunciar el nombre del duende azul.

-Gracias... mas eso es peor todavía...

-¿Estás celoso? Carlos... va a perderte ese amor.

-Quizá... las pasiones son como los ríos que se desbordan... dejemos eso.

-¿Se ocupan ustedes de él? -les interrumpió cierto general, que antes de echar los primeros dientes se había encontrado con los galones de coronel pegados a su chaqueta y con un morrión por chichonera.

-De él hablamos -repuso Carlos-. ¿Sabe usted algo nuevo?

-Lo sé todo... Viene a hacer una gran reforma en el ejército, viene a devolvernos el poder que hemos ejercido en tiempo de Alejandro.

-¿Cómo es eso, general...? Palabras sospechosas... van a prenderle por conspirador... Me hallo mejor enterado.

Esto dijo el secretario particular de un opulento banquero que acababa de formar parte del grupo, y añadió:

-Lo que pretende el duque es establecer en España un Banco universal, y acaso... dar a la propiedad un golpe maestro... Muchas otras cosas se cuentan, es verdad: dícese también que es el autor y el propagandista de cierto credo político cuyos principios entrañan la colosal ambición de Napoleón I, y el mancomunismo de los cuáqueros... Mas, ¡locura!, el banco... ¡ahí está el quid!

-Pero, señores... ¿qué tienen que ver el banco, y la propiedad, y el ejército, con la corbata y las botas que tan célebre hacen al duque, y que no dejan en sosiego ninguna cabeza? -replicó riendo el diputado Carlos.

-Y tiene razón -dijo para sí Pelasgo, encaminándose más que de prisa hacia la calle.

Mas estaba escrito que el nombre del duque había de resonar todavía en sus oídos.

Delante iban dos jóvenes, uno de ellos muy conocido suyo, conversando de este modo:

-Llevo tres días de una impaciencia cruel. Pero no descansaré, no me permitiré reposo hasta ver de cerca esas botas y ese ente singular.

-¿Qué has oído de su vida...? Cuenta, mi querido noticiero.

-¡Oh!, yo he bebido en buenas fuentes y sé que ha desenterrado en la India interesantes manuscritos y descifrado jeroglíficos ininteligibles para todos.

-¿Qué nos importan a nosotros los jeroglíficos y la India?

-Poeta, al fin, para dejar de ser fútil.

-¡Ah... perdona!, me olvidaba de que sabes griego y de que quieres alistarte en el número de los anticuarios. Mas ¿por qué te afanas? Dentro de cuarenta años todas las niñas de quince abriles te darán ese título, u otro que se le asemeje.

-Déjate de bromas y escucha. Ese hombre es la inmensidad. En él se hallan personificados los adelantos de nuestro siglo.

-¿Por qué?

-Las ciencias ocultas le han revelado en la China profundos secretos, y un gran genio, un ilustre y sabio escritor de la Moravia le ha legado con cincuenta millones de pesos fuertes...

-¡Demonio! ¡Qué falta nos hacían! ¡Pertrechado viene...!

-¡Cállate! Le ha legado cincuenta millones de pesos fuertes.

-Ya lo he oído. ¿Si querrás que le envidie?

-Y su último libro, para que lo publique y reparta él mismo por toda la tierra.

-Pues trabajo le mandó.

-Y así lo ha jurado el duque en el lecho de muerte del sabio moribundo.

-¿Qué contendrá, pues, ese librito?

-Parece que en él se echa por tierra todo género de literatura y se abren nuevas y desconocidas sendas al pensamiento humano.

-¡No digo nada con el sabio de la Moravia! No se andaba en pelillos. ¿Qué zurra no le daría Pelasgo si le alcanzara, eh? Y pregunto, ¿le ha legado también el difunto a su buen amigo la corbata y las botas, esas dos rarísimas prendas que convierten al duque en el ente más notable del mundo?

-Pregúntaselo, si puedes, que yo lo ignoro, aun cuando por saberlo daría un ojo de la cara.

-No perderías gran cosa, si era el que tienes bizco.

-Anda, burlón, que el sabio de la Moravia me vengará de ti. Tus versos serán sepultados en el abismo. Adiós, Ambrosio, que es lo mismo, que no decir nada.

Y el primero entró en un portal oscuro, y el segundo siguió calle arriba cantando una copla, no muy digna, por su poca modestia, de ser trasladada a estas páginas.

Mas he aquí que cuando menos lo esperaba Pelasgo, dio la vuelta el poeta y se encaró con él.

-¿Tú por aquí? ¿Qué se busca? -le preguntó.

-Tomo el fresco aun cuando ya es rocío -repuso Pelasgo haciéndose el disimulado.

-En efecto, hora es ya de irse cada mochuelo a su olivo... pero... ¡qué diantre!, ese agujero que llamamos casa, no ha sido hecho para los hijos de España, que amamos, más que una techumbre de oro, el puro azul del cielo.

-Menos cuando nieva o llueve, ¿no es verdad? Lo mismo les acontece a los habitantes de otros países.

-Lo mismo no.

-¡Bah! Como te acostumbraste a hacer odas y elegías, todo lo ves de color de rosa.

-Y tú como te acostumbraste a rebajarlo todo, haciendo excepción de ti mismo, todo lo ves de color de cieno.

-No vayamos ya a regañar...

-Te empeñas siempre en hacerme la oposición.

-Tú has empezado ahora, y como es una diversión que me agrada...

-Pues a mí no... pero atiende, ¿no reparas cuántas damas encubiertas pasan por aquí? Me parece que conozco a algunas.

-Y yo; sigamos a aquellas donairosas. Probemos si necesitan de nuestra ayuda para atravesar tan desiertas calles.

-¡Qué soledad...! -dijo Pelasgo aproximándose-. ¿Paseamos juntos?

-Más vale ir solas que mal acompañadas -respondieron ellas apretando el paso.

-Gracias... Prefiero tan dura respuesta a un pretencioso silencio, bellas -contestó Pelasgo, que era más docto ciertamente en conversar con las mujeres que en escribir para ilustrar, como solía decir pomposamente.

-También preferimos la flexible galantería a la vidriosidad quisquillosa -respondieron ellas riendo y rebujándose más en sus largas capas.

-¡Bravo...! ¡Bravo! -exclamó Ambrosio-. ¡Viva la franqueza española!

-¿Tienen ustedes tanta hermosura como talento? -volvió a decirles Pelasgo, poniéndose a su lado.

-¡Quizá mucho menos talento que hermosura!

-Veámoslo.

-¡No puede ser!

-¿Por qué?

-Porque no.

-Y basta; que no tiene vuelta la frase. Pero aunque sea tapadas, deben ustedes admitir la compañía.

-¿Por qué?

-Porque sí.

-Presto vuelve el caballero lo que adeuda.

-Amo la libertad, y siempre vive encadenado el que debe.

-Vamos, señoras -dijo Ambrosio-; mi amigo tiene razón. He aquí una hermosa noche para entretenimientos amorosos. La luna no se muestra ahora demasiado indiscreta.

-¿Qué importa que sea discreta la luna si no lo son los hombres? -dijo una de las damas con altivez; y añadió, después de haber hablado en voz baja al oído de su compañera-: ¡Por favor! Necesitamos caminar solas. Con Dios, caballeros.

-¿Es posible?

-Y tan posible. A no ser que pudiesen ustedes decimos en dónde se encuentra lo que andamos buscando.

-¿Qué es ello?

-Un astro que brilla como el azul del cielo y que es nuevo en el mundo, un ser extraño que huye de todos mientras todos van en pos de él.

-¡¡¡Ah!!! ¿También ustedes?

-Por curiosidad, es tan extraño el caso...

Y cual si las damas se hubiesen arrepentido de haber dicho tanto, añadió una de ellas rápidamente:

-Basta de chanzas... Desde aquí marcha cada cual por su camino.

Y cogidas del brazo echaron a correr por una estrecha y oscura travesía, diciendo entre sí:

-¡Dios eterno! Qué sátira nos harían si nos hubiesen conocido..., huyamos, el coche aún está lejos.

-Son ellas -decían a su vez Pelasgo y el poeta Ambrosio-. Es la condesa Pampa y Casimira. Esos dos demonios aventureros que a nada temen y que desafían las murmuraciones del mundo: ¿por qué no las hemos seguido?

-Es tarde y necesito volverme -dijo Pelasgo-. Mas ¿qué rumor de voces es ese que se siente? Oigamos.

-Son zapateros... zapateros que se han reunido para tratar acerca de las botas del duque.

-Demonio de hombre...

-A propósito. ¿Sabes que detesta los periódicos?

-¿Qué me importa? Nos veremos... ¡Agur!

-Agur y no romper lanzas.

Cuando Pelasgo llegó a su casa y se sentó al velador para refrigerar el estómago con una copa de Jerez y un bizcocho, halló en la bandeja un billete perfumado; abriólo enseguida, y vio que escrito con letras de oro decía así:

«El muy grande y poderoso señor duque de la Gloria no quiere que se hable de él en los periódicos. Semejante tarea corresponde únicamente a Las Tinieblas».

Los demás directores de periódicos habían recibido aquella noche un billete igual al que acababa de leer Pelasgo.