El caballero de las botas azules/V

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IV
El caballero de las botas azules​​
Cuento extraño (1867) de Rosalía de Castro
Capítulo V
VI

Capítulo V

Aquella misma noche, en los salones de la condesa Pampa había gran reunión y brillaban a porfía las mujeres y las flores; mas no se sentía, como otras veces, esa ruidosa sinfonía de risas alegres y de voces frescas y armoniosas que, semejantes al rumor de un torrente, iban a unirse a los acordes de la música. Sólo el ris ras de los abanicos que las damas agitaban en sus pequeñas manos con la gracia española, unida a la de la más desdeñosa y sutil coquetería, corría en todos los tonos, de diván en diván y de grupo en grupo como diciendo: Hoy toda la gloria es nuestra.

En una palabra, reinaba allí cierta atmósfera misteriosa que lo llenaba todo, prestando doble encanto a cuadro tan escogido; y en vez de amoríos y sutilezas de salón se cuchicheaba con aire grave de cierto asunto extraño y nuevo en la corte.

Pero ¡qué elegancia al mismo tiempo!... ¡Qué tocados a la imperial, a la griega, a la japonesa, a la Pompadour!... -que sepamos, no había ninguno a la española-. ¡Qué elegancia aristocrática siempre embellecida por cierto airecillo a la extranjera, y qué rigurosa etiqueta!... Habíase llegado al bello ideal del lujo en sus aspiraciones más grandiosas y podía decirse que ya no era posible ir más allá, ni en el fondo ni en la forma. Sobre todo, la condesa Pampa, al arrastrar sobre la alfombra la larga cola de su vestido de raso blanco salpicado de estrellas de oro, parecía -entre las que como mariposas giraban en torno de ella- una reina de Oriente en medio de un séquito de princesas... ¡Y qué princesas... Dios mío!

Allí estaba la hermosa, la rica, la sin par y caprichosa Casimira adorada de todos, aunque para ninguno compasiva, que era altiva y tiránica como toda soberana belleza; allí la biznieta de un emperador y de origen ruso, Inocencia, la sin rival, cuyos ojos negros habían vencido con una sola mirada a más de un enérgico y fuerte corazón; allí la duquesa de Río Ancho, mujer que se llevaba la palma en el arte de zurcir con maña inimitable un jirón amoroso, y también la marquesita de Mara-Mari, criatura la más pálida y lánguida que encontrarse pudiera en este bajo suelo, se paseaba lentamente cogida al brazo de Marcelina la blonda, formando ambas un contraste encantador; pues mientras la primera murmuraba con desmayado esfuerzo palabras misteriosas, eco imperfecto de sus sentimientos sublimes, la segunda, viva como el pensamiento y despreocupada como todo el que pisa suelo extranjero (era criolla), no hacía más que hablar en voz muy alta de su adorada América cual pudiera hablar del mismo cielo con sus potestades, ángeles, arcángeles y serafines -que eran ellas, las criollas-, y de las poetisas cubanas, en cuyo número tenía el alto honor de contarse. Dote que le había sido transmitido por sus ascendientes desde la quinta generación, por ser ésta allí costumbre muy añeja y usada con tan suma facilidad que, de serlo tanto, parece ya cosa de poco valer.

Y había otras y otras mil... pero no enumeraremos más por no ser prolijos en donde no importa, que con lo dicho basta para dejar adivinar que podía decirse de aquel baile: Non plus ultra. Faltaba, no obstante, una dama; la gran señora de Vinca Rúa no se encontraba allí, luciendo, como de costumbre, su arrogante cuerpo graciosamente vestido de sedas y pedrerías, y todas preguntaban qué sería de ella, aun cuando entre tanto y tanto esplendor se la olvidó bien pronto.

Condes, marqueses, duques, generales y generalas, banqueros y banqueras, diplomáticos cuyas diversas tintas pudieran formar el más sorprendente arco-iris, y hasta literatos ilustres se paseaban democráticamente confundidos por salones y jardines con el aire grave del que espera ver resuelta la solución de algún difícil problema.

A pesar de esto, transcurría la primera hora sin que el menor acontecimiento viniese a turbar la misteriosa actitud de tan digna concurrencia y la orquesta, que nada entendía quizá de lo que pasaba más allá de los atriles, rompió a tocar con la acostumbrada armonía.

Mas algo había allí de oscuro e incomprensible, algo esperaba y temía aquella sociedad elegante y respetable cuando en vez de la grata confusión que sigue siempre a los primeros acentos de un vals, sólo la vacilación y el desaliento, incompatibles con tan alegres fiestas, cundió por toda la multitud.

Mientras la música proseguía tocando rápida y animada y un dilatado espacio convidaba a lanzarse alegremente en el loco torbellino, mirábanse los unos a los otros como en una escena de teatro, paseaban en silencio, formaban círculos y ninguno se atrevía a ser el primero en gustar del placer grato a los amantes de Terpsícore, como si fuese entonces una maldita tentación. ¡Oh, nunca una sociedad tan escogida pudo pasar por más extraña y dolorosa prueba!

¡Qué momentos... qué dudas... qué mudas interrogaciones! ¿Qué significaban aquella reserva y aquel esforzado encogimiento? ¿Convertíase el baile en una grave ceremonia de corte y tantas cintas y gasa transparentes no habían de agitarse al aire con gracia y brillar aquella noche como otras muchas? ¡Ay... quizás no!, pues mientras todas las armonías que incitan al baile, inquietas y desatadas, revoloteaban como invisibles espíritus en torno de cada corazón palpitante, otro espíritu más poderoso que ellas parecía atar al suelo todos aquellos pies pequeños y nerviosos, en los cuales una sangre joven y ardorosa bullía como los metales en el seno de un volcán.

Cuando calló la música todos respiraron libremente como si sintiesen el corazón desahogado de algún peso atormentador. ¡Ninguno había bailado! Y aún empezó a murmurarse en voz alta que era el baile una distracción harto impropia de personas cultas. Si se trataba del vals, era preciso confesar su inmoralidad; si de la polka, ¡qué ridículos saltos!; si de los lanceros o el grave rigodón, ¿podía existir nada tan necio como aquellas ceremoniosas cortesías y aquel ir y venir cual si fuese cosa importante? Y por último, la danza americana con sus languideces y medio desmayados compases, con sus soñolientos paseos y dormidas vueltas por el amor suele a veces despertar... y con aquel monótono movimiento que tan bien imita el eterno mecerse de todos los seres del nuevo mundo, de suyo se dejaba conocer que era un mal injerto introducido fraudulentamente en Europa, y que debía relegarse otra vez a los bosques en donde había nacido.

En vano, pues, la orquesta prosiguió más tarde haciendo oír encantadores acentos, a cuyo llamamiento se mostraban sordos e inmóviles aún los más apasionados. Pero una inquietud creciente, un indefinible malestar fue poco a poco invadiendo los ánimos. Fatigados de esperar algo que no llegaba, cada uno decía en voz baja:

-No viene; acaso se halle a estas horas en París o en Viena, pues aseguran que cuando quiere camina con la velocidad del vapor.

-No hay que creer tales patrañas, respondían otros. Lo que hay de cierto es que pone en práctica la antigua máxima de los sacerdotes paganos y de reyes de todos los tiempos: se deja ver poco y en momentos dados.

Pero es el caso que las horas empezaban a caminar pesadamente. Los elegantes a la inglesa no sabían cómo colocar las largas y enjutas piernas, las damas casi bostezaban de tedio tras del abanico y cada vez que la música rompía a tocar de nuevo tornábanse pálidas las unas, rojas las otras, mientras bajo las vaporosas faldas se percibían breves y furtivos compases, repitiéndose en torno con creciente impaciencia, «¡No viene!, ¡qué fantástico!...».

Por fin... allá por la media noche, esa hora fatal para toda clase de tentaciones, cuando el sueño no nos oprime y sujeta con su dulce peso, aconteció que, en uno de esos momentos en que la música produce en la mente exaltada el efecto de un vértigo irresistible, un pie atrevido osó resbalar sobre la alfombra y tras de aquel pie corrieron todos como picados por la maligna tarántula, de cuyo veneno no necesitan ciertamente los hombres para agitarse locamente hasta morir.

La animación, que antes faltaba, cundió entonces por toda la multitud con la rapidez del relámpago: ya ninguno cuchicheó con reserva como no fuese de amores, ni dijo que era el baile una distracción harto impropia de personas cultas. Todo al contrario: los saltitos y vueltas tentadoras que como otras muchas cosas de la vida ponen en peligro inminente la gravedad de los mortales volvieron loca cada cabeza, y fue de ver cómo aquellas gentes honorabilísimas, a pesar de lo bien nacidas que eran, hubieron de rendir culto esta vez más a la debilidad humana.

La respetable concurrencia bailaba en masa con entusiasmo, con fe, y condes, duques y marqueses, generales y banqueros, hacían su pirueta en compañía de sus charreteras y brillantes cruces como la larga cola del vestido de la condesa Pampa hacía también su gracioso caracoleo a cada ir y venir del elegante cuerpo de la dama.

Con la animación y el baile, el calor tomó bien pronto un incremento tropical; podía decirse que reinaba el sirocco y en vano se bajaba a los jardines en busca de la brisa, que el sol del día había convertido en aliento abrasador. El aspecto de cada semblante tornóse desagradable y sofocado; por cada calva y venerable frente, en donde graves cuidados había impreso su sello, el sudor dejaba surcos que apenas enjugados con la blanca batista volvían a aparecer importunos, y general había que desde el fondo de su corazón acariciaba amorosamente el recuerdo de los campamentos, en donde el más noble y cauto puede sin cumplimiento ni rebozo desabrochar su casaca. Las mismas damas se asemejaban a rosas próximas a marchitarse, apareciendo mucho menos frescas y hermosas que antes de empezar a bailar... Y sin embargo, todos eran felices y se hallaban olvidados de las miserias humanas: ¡oh! ¡Terpsícore!... ¡Terpsícore!... Eres más embriagadora que el vino.

¡Tara! ¡Ta-ta! ¡Tara-ta-ta! Niña cubana... ¡Tara-ta-ta!, por ti me muero... etcétera...

No era esto precisamente, pero, poco más, poco menos, esto era lo que querían decir algunas de las hermosas danzas americanas que aquella noche se tocaron con un son tan dulce y arrullador que pudiera uno creerse transportado a alguno de esos vírgenes bosques o extensas pampas en donde canta el tan ponderado colibrí que porque es solo a hacer trinos y gorjeos se lleva toda la fama.

¡Tara-ta-ta! ¡Tara-ta-ta!, una negrita y un negro... etcétera.

-¡Ah, mi Cuba!... -exclamaba al oír tan dulces sones Marcelina la criolla, elevando al cielo sus ojos azules-... ¡Si usted viera nuestros bailes, general!... ¡Qué danzas, Dios mío!... Aquello no es bailar, es un dulcísimo ensueño, una especie de suave remanso parecido al del mar cuando está en calma; puede decirse que quien baila es el espíritu y no el cuerpo, que apenas hace más que dejarse arrastrar por quien la lleva.

-Bendita esa tierra que da criaturas tan bellas como la que en este instante se apoya en mi brazo con una languidez mil veces seductora. ¡Qué danzas serán esas bailadas por mujeres cuyo talle ligero se asemeje al que ahora estrecho en el hueco de mi mano...!: pero ¿acaso no es usted, Marcelina, la más bella personificación de lo que quiero conocer?

-¡Ah, nunca! ¡Que por más que lo desee no me es dado imprimir a esta danza el carácter nacional de mi hermosa Cuba! Aquello es otra cosa... Pero, general, usted se fatiga y no es extraño, porque esto no es danza, es una galop infernal capaz de dejar sin aliento el pecho más robusto. ¡Si tal aconteciera en mi país!...

-No hay que hablar de ello -repuso el general con brusca franqueza-. Con aquel calor se hubiera uno muerto como San Lorenzo.

-Si no hay allí calor...

-¿Cómo?

-Digo que, aunque le haya, vienen las lluvias y refrescan, viene la brisa del mar y templa la atmósfera. Y no como aquí... que a decir verdad todo se vuelve polvo y cielo gris...

-No obstante, el firmamento suele brillar en Madrid bastante puro... y los airecillos que bajan del Guadarrama se dejan sentir a veces harto vivamente...

-Es verdad, siempre contrastes. Pero el cielo americano... ¡Oh, qué cielo!...

-¡Fuego! -exclamó el general interrumpiéndola.

-¿Qué es eso? -repuso asustada la criolla-. Y como viese que el general se sostenía por algunos momentos en un solo pie, como ave dormida, añadió:

-¿Un pisotón? ¡Qué horror!... pues no es éste ciertamente el baile de la Camelia pero en todas partes hay pies torpes.

-No; no ha sido nada -repuso el general cojeando un poquillo-, el pisotón de una dama es siempre grato.

-¿Está usted seguro de que fue de una dama?

-Si no lo estuviese me haría la ilusión para mitigar el dolor de que la misma Marcelina...

-Gracias, general... pero no quiero cargar con culpas que no he cometido.

-Sería por demás injusto -dijo la condesa Pampa acercándose con aire risueño, medio burlón-. Yo he sido la agresora, y de ello me pesa.

-Con tales armas, señora -repuso con la mayor galantería el lastimado-, quisiera ser herido toda mi vida.

-Dios me perdone y me libre de hollar otra vez una de las glorias de España.

-¡Qué hollar, condesa! Si esos pies son más ligeros que el céfiro y la brisa... pasan y no se sienten...

-¡Adulador!... -repuso la condesa con la mayor coquetería, y añadió en voz baja casi al oído del que la acompañaba-: Ya lo ve usted, poeta, hasta los generales roban a los literatos sus bellas frases. Las musas se ausentan... dejan la tierra...

-Y bien -dijo el poeta lanzando un hondo suspiro-, mientras queden mujeres como usted, condesa, no me faltará inspiración.

-¿De qué género?

-¡Señora!... juro que si yo fuese Petrarca o Dante...

-¡No, por Dios!... Nada de romanticismos ni de clasicismo tampoco, ni de... en fin, no sé yo misma lo que deseo, pero ninguno de esos estilos llenaría mi espíritu. Estamos cansados de esos versos eternamente los mismos, y que se parecen los unos a los otros como una gota de agua a otra gota... pues... ¿y las novelas? ¡Qué monotonía y qué tedio!... No se comprende cómo hombres que no hayan perdido la cabeza pueden dedicarse a hacer tales cosas... Crea usted, Ambrosio, que no hay qué leer y apenas sabe una en qué entretenerse mientras la peina su doncella.

-¿Será posible, condesa? Tal vez ocupado ese pensamiento en divagaciones extrañas, no puede detenerse a juzgar las bellezas del libro abierto en la cansada mano.

-Extraño que un hombre de algún talento se exprese de tal modo en una cuestión en que todos vamos conformes... ¿Por qué no hablar con franqueza? No hay nada bueno, absolutamente nada...

-Esta mujer me insulta... ¿habráse visto descaro igual? ¡Algún talento!...

-Usted no ignora, Ambrosio, que falta el buen gusto y la novedad en los libros que hoy se escriben sin excepción alguna, y no soy la única que lo dice pues todos están cansados de esa literatura que han dado en llamar moderna y excelente, y que quizá lo hubiera sido si a fuerza de tomarla por suya inexpertas medianías no llegaran a convertirla en fastidiosa y ramplona...

-¿Si esto irá conmigo? Al menos no se digna hacer siquiera una justa excepción y lo advierte.

-Es preciso discurrir algo nuevo que llene y satisfaga: de lo contrario, Ambrosio, la literatura va a naufragar... pero mi primo se acerca: usted me dispensará... tengo que comunicarle una buena nueva...

-¿Acaso la de que ese ingrato pensamiento se ha acordado de él?

-¿Qué día no me acuerdo de mis amigos?

-Quizá todos aquellos en que usted no los ve... al menos de los amigos como Ambrosio...

-Jamás hubiera yo hecho tan injusta excepción... mas helo aquí... Carlos... tengo que hablarte...

-Adiós, pues, condesa, y no me olvide usted.

Y añadió el poeta tan pronto como aquélla se hubo alejado:

-Llévete el diablo, quisquillosa y coqueta mujer. ¿Qué entiendes tú de versos ni de prosa? ¿Qué otra cosa sabes más que darte aire con el abanico y fastidiarte de tus amantes? Apuesto a que la muy soberbia no ha echado una sola ojeada sobre mi libro...

Y el poeta fue a reunirse presuroso con las más afiladas lenguas que por allí se hallaban, renegando para siempre del elevado estilo de la oda y decidido ya por los acerados epigramas...

Allá, en uno de los salones de descanso, el primo le decía en tanto a la condesa:

-¿Qué buen ángel ha hecho que te acercaras a hablarme, Laura, tú que apenas te dignas de cuando en cuando dirigirme de lejos una mirada?

-No empieces regañando... Algunas veces siente el corazón la imperiosa necesidad de restituirse a las personas que más estima...

-Engañosa y falsa...

-Silencio, que aún no he concluido... y, por otra parte, empezaba a cansarme la conversación de ese poeta.

-He ahí la clave. Lo había adivinado al mirarte; pues sé leer mejor que ninguno en ese hermoso rostro tus ingratitudes y caprichos, y esto es lo que más me atormenta. Si me fuese posible correr un velo entre tus veleidades y mi vista de lince, sería mucho más dichoso porque al menos viviría engañado.

-Deseo fácil de cumplir... cubre tus ojos con una venda y yo te guiaré...

-No me insultes, Laura, ni hagas así escarnio de un pobre corazón que siempre ha sido tuyo. ¿Crees que esa especie de crímenes no encuentran su castigo?

-Simplecillo... Si éstos fueran crímenes, cuánto hubiera tenido Dios que ensanchar el infierno...

-Me horroriza oírte hablar así.

-¿Por qué? Te aseguro que estoy perfectamente tranquila y que descanso sin remordimientos como los justos. ¿Qué hubiera sido si no de una pobre mujer que se limitase a girar desde que nace hasta que muere en el círculo estrecho que los hombres le prescribís...? Formalidad, primo mío, sé juicioso y acostúmbrate a hablar de otro modo con una hija de Eva que ve más lejos que las otras y que sabe hasta dónde puede llegar.

-¡Perteneces a la compañía de las independientes! Lo veo bien claro. A ese género aborrecible que los hombres detestan, que anatematizan los buenos y que demuestra mejor que ninguno el cáncer que devora la moderna sociedad... ¡Dios mío!... ¡Laura! No debiera volver a hablarte jamás aun cuando tal resolución me costara la vida. Mas soy casi tu hermano, y por otra parte me has atraído hacia ti como la serpiente al pájaro, me has destrozado el alma y esto me da derecho a ser tu sombra, tu eterno remordimiento...

-¡Cuánta locura y cuánto desvariar!... Duéleme el ver cómo los hombres perdéis siempre con las mujeres el mejor tiempo en lo que no os conviene.

-¿Aún más cinismo? ¡Blasfema! Y sin embargo, eres aquella a quien no puedo olvidar, a quien amaré siempre...

-¡Cuánto me alegro! Pero ámame sin lloriqueos y sin quejas, ámame alegremente como conviene a tu porte y a tus años; que un amante celoso y descontentadizo aburre al alma más apasionada.

-Es verdad... así le acontece a los corazones que como el tuyo han exprimido ya toda su savia juvenil, no quedando en ellos más que vanos deseos. Deja que me retire... La ira y el dolor me oprimen y siento impulsos de ahogarte entre mis brazos, aquí, a la faz del mundo...

-¡Qué civilizado salvaje!... Huye, pues, dulce amor mío y no pares hasta la Tebaida, que con la penitencia se apagan las pasiones violentas y se dominan los malos instintos. Me sentaré al lado de Casimira puesto que ella y yo nos entendemos mejor.

Se dirigió entonces hacia el salón principal y su amiga al verla acercarse le dijo:

-¿Qué es esto, condesa? Tus adoradores ¿quieren sitiarte como a inexpugnable castillo?

-Sin duda; pero los detesto cordialmente y juro que no me rendiré.

-Valiente amazona... si hubiera muchas que te igualaran, más fecundo sería entonces nuestro reino.

-Pero, ¡ay!, ¡qué miserables somos, Casimira!... ¡Tener que soportar esos amantes que nos llaman cien veces ingratas con fieros o lacrimosos ojos, y que recomiendan la modestia de las mojigatas y lo que ellos llaman decoro y moralidad, ni más ni menos que un cura de aldea! Ya no se puede vivir alegremente ni en España, ni en Francia, ni en Inglaterra: la misma Italia ha perdido su tan renombrada originalidad en materia de amores y una imaginación ambiciosa y sedienta de algo nuevo apenas encuentra a dónde volver los ojos.

-Algo hay de cierto en eso... pero una imaginación activa se agita, se revuelve, y concluye al cabo por hallar un recurso.

-¿Cuál?... Todos están gastados, así para ellos como para nosotras. De ahí el fastidio... ¿Sabes lo que se me ha ocurrido alguna vez?... Que en Rusia encontraría lo que busco.

-¿Pues cómo?

-Aquellos hombres me agradan: primero, por las pieles en que se envuelven; segundo, porque son todavía más raros y extravagantes que los ingleses, y tercero, porque tengo entendido que es más abrasador el fuego que arde bajo la nieve que el que brilla y chisporrotea a la luz del sol. ¡Lérmontov me ha encantado!

-Bravas razones.

-¿Qué?... ¿no crees que unos amores en el Cáucaso serían magníficos?

-¡Bah! Allí como aquí, condesa, tan vulgares serán aquellos feroces y caprichosos hijos de las montañas como estos españoles cuyo instinto, como el de las mariposas, los lleva indiferentemente a donde quiera que ven nuevas flores. ¿No has podido soñar algo mejor?

-¿En dónde?

-Cosas extrañas... muy extrañas, existen que hubieran podido trastornar la más fuerte cabeza...

-No comprendo de qué quieres hablar... -murmuró la condesa Pampa, inmutándose levemente mientras fingía mirar con atención profunda el eje de su abanico de marfil-. Después, con una volubilidad sospechosa para los perspicaces ojos de su amiga, prosiguió:

-Hablando con la franqueza que mutuamente nos debemos, tú sabes muy bien que para nosotras, que somos ricas y bellas, no es victoria la de una conquista. ¿Y cómo ha de serlo si ellos son los que triunfan y nosotras las que nos rendimos? La sociedad que los hombres han hecho a su gusto hasta nos prohíbe pensar... -y la condesa añadió en voz muy baja-: de modo, Casimira, que en vano nos llamamos las independientes.

-¿Quizá no te creas tan libre y poderosa como ellos?

-¡Qué sé yo! Sólo sé decir que el mundo envejece rápidamente y que todo me parece usado y de mal gusto.

Y la condesa empezó a agitar el abanico con un desdén imponente, mientras Casimira, mirándola a hurtadillas, decía para sí:

-Te veo y te comprendo... Caminamos a un mismo paso y por un mismo sendero; falta ahora saber quién llegará la primera.

La música rompió a tocar en el mismo instante y multitud de caballeros se acercaron enseguida a invitar a ambas damas.

Tocóle en suerte a la condesa un larguísimo inglés, embajador y duque, y que no por ser a un mismo tiempo dos cosas tan excelentes se las componía mejor para bailar aquellas habaneras que hacían suspirar a la criolla Marcelina por su país adorado. El gran lord al dar cada dormida vuelta dijérase que bailaba después de haber cenado, lo cual era muy posible en verdad, o que tomando por lo serio aquello de Niña morena, por ti me muero, etcétera, aun cuando la condesa no era ya precisamente una niña, como era morena, iba a caerse redondo a sus pies.

Respecto a la hermosa Casimira, llevaba a su lado nada menos que a la misma España, o lo que es igual, a un ministro que por entonces tenía esta bella patria en un puño; aunque es seguro, si hemos de juzgar por su apostura de enamorado y galán que el ministro olvidaba aquella noche la patria por la hermosa y cruel Casimira, que a haberlo querido se hubiera hecho entonces absoluta poseedora de nuestras carísimas libertades. Mas no era mujer política, y la noble Iberia no corrió esta vez el peligro más leve. Ocupada la altiva y bella en dar bien los compases y en reírse para sí de su adorador, que era casi tan torpe para bailar como el gran lord inglés, sólo se distraía de esto murmurando casi al oído del enamorado ministro.

-¡Qué mala figura hace este diplomático en el baile! Si fuera él con sus botas azules... ¡ay!, pero no ha venido... ¡pedante!