El conde de Montecristo: 1-02

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El conde de Montecristo
Primera parte: El castillo de If
Capítulo 2​
 de Alejandro Dumas
Capítulo segundo
El padre y el hijo

Y dejando que Danglars diera rienda suelta a su odio inventando alguna calumnia contra su camarada, sigamos a Dantés, que después de haber recorrido la Cannebière en toda su longitud, se dirigió a la calle de Noailles, entró en una casita situada al lado izquierdo de las alamedas de Meillán, subió de prisa los cuatro tramos de una escalera oscurísima, y comprimiendo con una mano los latidos de su corazón se detuvo delante de una puerta entreabierta que dejaba ver hasta el fondo de aquella estancia; allí era donde vivía el padre de Dantés.

La noticia de la arribada de El Faraón no había llegado aún hasta el anciano, que encaramado en una silla, se ocupaba en clavar estacas con mano temblorosa para unas capuchinas y enredaderas que trepaban hasta la ventana.

De pronto sintió que le abrazaban por la espalda, y oyó una voz que exclamaba:

-¡Padre! ..., ¡padre mío!

El anciano, dando un grito, volvió la cabeza; pero al ver a su hijo se dejó caer en sus brazos pálido y tembloroso.

-¿Qué tienes, padre? -exclamó el joven lleno de inquietud-. ¿Te encuentras mal?

-No, no, querido Edmundo, hijo mío, hijo de mi alma, no; pero no lo esperaba, y la alegría... la alegría de verte así..., tan de repente... ¡Dios mío!, me parece que voy a morir...

-Cálmate, padre: yo soy, no lo dudes; entré sin prepararte, porque dicen que la alegría no mata. Ea, sonríe, y no me mires con esos ojos tan asustados. Ya me tienes de vuelta y vamos a ser felices.

-¡Ah!, ¿conque es verdad? -replicó el anciano-: ¿conque vamos a ser muy felices? ¿Conque no me dejarás otra vez? Cuéntamelo todo.

-Dios me perdone -dijo el joven-, si me alegro de una desgracia que ha llenado de luto a una familia, pues el mismo Dios sabe que nunca anhelé esta clase de felicidad; pero sucedió, y confieso que no lo lamento. El capitán Leclerc ha muerto, y es probable que, con la protección del señor Morrel, ocupe yo su plaza... ¡Capitán a los veinte años, con cien luises de sueldo y una parte en las ganancias! ¿No es mucho más de lo que podía esperar yo, un pobre marinero?

-Sí, hijo mío, sí -dijo el anciano-, ¡eso es una gran felicidad!

-Así pues, quiero, padre, que del primer dinero que gane alquiles una casa con jardín, para que puedas plantar tus propias enredaderas y tus capuchinas..., pero ¿qué tienes, padre? parece que te encuentras mal.

-No, no, hijo mío, no es nada.

Las fuerzas faltaron al anciano, que cayó hacia atrás.

-Vamos, vamos -dijo el joven-, un vaso de vino te reanimará. ¿Dónde lo tienes?

-No, gracias, no tengo necesidad de nada -dijo el anciano procurando detener a su hijo.

-Sí, padre, sí, es necesario; dime dónde está.

Y abrió dos o tres armarios.

-No te molestes -dijo el anciano-, no hay vino en casa.

-¡Cómo! ¿No tienes vino? -exclamó Dantés palideciendo a su vez y mirando alternativamente las mejillas flacas y descarnadas del viejo-. ¿Y por qué no tienes? ¿Por ventura te ha hecho falta dinero, padre mío?

-Nada me ha hecho falta, pues ya te veo -dijo el anciano.

-No obstante -replicó Dantés limpiándose el sudor que corría por su frente-, yo le dejé doscientos francos... hace tres meses, al partir.

-Sí, sí, Edmundo, es verdad. Pero olvidaste cierta deudilla que tenías con nuestro vecino Caderousse; me lo recordó, diciéndome que si no se la pagaba iría a casa del señor Morrel... y yo, temiendo que esto te perjudicase, ¿qué debía hacer? Le pagué.

-Pero eran ciento cuarenta francos los que yo debía a Caderousse... -exclamó Dantés-. ¿Se los pagaste de los doscientos que yo te dejé?

El anciano hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

-De modo que has vivido tres meses con sesenta francos... -murmuró el joven.

-Ya sabes que con poco me basta -dijo su padre.

-¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Perdonadme! -exclamó Edmundo arrodillándose ante aquel buen anciano.

-¿Qué haces?

-Me desgarraste el corazón.

-¡Bah!, puesto que ya estás aquí -dijo el anciano sonriendo-, todo lo olvido.

-Sí, aquí estoy -dijo el joven-, soy rico de porvenir y rico un tanto de dinero. Toma, toma, padre, y envía al instante por cualquier cosa.

Y vació sobre la mesa sus bolsillos, que contenían una docena de monedas de oro, cinco o seis escudos de cinco francos cada uno y varias monedas pequeñas.

El viejo Dantés se quedó asombrado.

-¿Para quién es esto? -preguntole.

-Para mí, para ti, para nosotros. Toma, compra provisiones, sé feliz; mañana, Dios dirá.

-Despacio, despacito -dijo sonriendo el anciano-; con tu permiso lo gastaré, pero con moderación, pues creerían al verme comprar muchas cosas que me he visto obligado a esperar tu vuelta para tener dinero.

-Puedes hacer lo que quieras. Pero, ante todo, toma una criada, padre mío. No quiero que lo quedes solo. Traigo café de contrabando y buen tabaco en un cofrecito; mañana estará aquí. Pero, silencio, que viene gente.

-Será Caderousse, que sabiendo tu llegada vendrá a felicitarte.

-Bueno, siempre labios que dicen lo que el corazón no siente -murmuró Edmundo-; pero no importa, al fin es un vecino y nos ha hecho un favor.

En efecto, cuando Edmundo decía esta frase en voz baja, se vio asomar en la puerta de la escalera la cabeza negra y barbuda de Caderousse. Era un hombre de veinticinco a veintiséis años, y llevaba en la mano un trozo de paño, que en su calidad de sastre se disponía a convertir en forro de un traje.

-¡Hola, bien venido, Edmundo! -dijo con un acento marsellés de los más pronunciados, y con una sonrisa que descubría unos dientes blanquísimos.

-Tan bueno como de costumbre, vecino Caderousse, y siempre dispuesto a serviros en lo que os plazca -respondió Dantés disimulando su frialdad con aquella oferta servicial.

-Gracias, gracias; afortunadamente yo no necesito de nada, sino que por el contrario, los demás son los que necesitan algunas veces de mí (Dantés hizo un movimiento). No digo esto por ti, muchacho: te he prestado dinero, pero me lo has devuelto, eso es cosa corriente entre buenos vecinos, y estamos en paz.

-Nunca se está en paz con los que nos hacen un favor -dijo Dantés-, porque aunque se pague el dinero, se debe la gratitud.

-¿A qué hablar de eso? Lo pasado, pasado; hablemos de tu feliz llegada, muchacho. Iba hacia el puerto a comprar paño, cuando me encontré con el amigo Danglars. « ¿Tú en Marsella? », le dije. « ¿No lo ves? », me respondió. « ¡Pues yo te creía en Esmirna! » «¡Toma! , si ahora he vuelto de allá.» « ¿Y sabes dónde está Edmundo? » « En casa de su padre, sin duda », respondió Danglars. Entonces vine presuroso -continuó Caderousse-, para estrechar la mano a un amigo.

-¡Qué bueno es este Caderousse! -dijo el anciano-. ¡Cuánto nos ama!

-Ciertamente que os amo y os estimo, porque sois muy honrados, y esta clase de hombres no abunda... Pero a lo que veo vienes rico, muchacho -añadió el sastre reparando en el montón de oro y plata que Dantés había dejado sobre la mesa.

El joven observó el rayo de codicia que iluminaba los ojos de su vecino.

-¡Bah! -dijo con sencillez-, ese dinero no es mío. Manifesté a mi padre temor de que hubiera necesitado algo durante mi ausencia, y para tranquilizarme vació su bolsa aquí. Vamos, padre -siguió diciendo Dantés-, guarda ese dinero, si es que a su vez no lo necesita el vecino Caderousse, en cuyo caso lo tiene a su disposición.

-No, muchacho -dijo Caderousse-, nada necesito, que a Dios gracias el oficio alimenta al hombre. Guarda tu dinero, y Dios te dé mucho más; eso no impide que yo deje de agradecértelo como si me hubiera aprovechado de él.

-Yo lo ofrezco de buena voluntad -dijo Dantés.

-No lo dudo. A otra cosa. ¿Conque eres ya el favorito de Morrel? ¡Picaruelo!

-El señor Morrel ha sido siempre muy bondadoso conmigo -respondió Dantés.

-En ese caso, has hecho muy mal en rehusar su invitación.

-¡Cómo! ¿Rehusar su invitación? -exclamó el viejo Dantés-. ¿Te ha convidado a comer?

-Sí, padre mío -replicó Edmundo sonriéndose al ver la sorpresa de su padre.

-¿Y por qué has rehusado, hijo? -preguntó el anciano.

-Para abrazaros antes, padre mío -respondió el joven-; ¡tenía tantas ganas de veros!

-Pero no debiste contrariar a ese buen señor Morrel -replicó Caderousse-, que el que desea ser capitán, no debe desairar a su naviero.

-Ya le expliqué la causa de mi negativa -replicó Dantés-, y espero que lo haya comprendido.

-Para calzarse la capitanía hay que lisonjear un tanto a los patrones.

-Espero ser capitán sin necesidad de eso -respondió Dantés.

-Tanto mejor para ti y tus antiguos conocidos, sobre todo para alguien que vive allá abajo, detrás de la Ciudadela de San Nicolás.

-¿Mercedes? -dijo el anciano.

-Sí, padre mío -replicó Dantés-; y con vuestro permiso, pues ya que os he visto, y sé que estáis bien y que tendréis todo lo que os haga falta, si no os incomodáis, iré a hacer una visita a los Catalanes.

-Ve, hijo mío, ve -dijo el viejo Dantés-, ¡Dios te bendiga en tu mujer, como me ha bendecido en mi hijo!

-¡Su mujer! -dijo Caderousse-; si aún no lo es, padre Dantés; si aún no lo es, según creo.

-No; pero según todas las probabilidades -respondió Edmundo, no tardará mucho en serlo.

-No importa, no importa -dijo Caderousse-, has hecho bien en apresurarte a venir, muchacho.

-¿Por qué? -preguntole.

-Porque Mercedes es una buena moza, y a las buenas mozas nunca les faltan pretendientes, a ésa sobre todo. La persiguen a docenas.

-¿De veras? -dijo Edmundo con una sonrisa que revelaba inquietud, aunque leve.

-¡Oh! ¡Sí! -replicó Caderousse-, y se le presentan también buenos partidos, pero no temas, como vas a ser capitán, no hay miedo de que te dé calabazas.

-Eso quiere decir -replicó Dantés, con sonrisa que disfrazaba mal su inquietud-, que si no fuese capitán...

-Hem... -balbució Caderousse.

-Vamos, vamos -dijo el joven-, yo tengo mejor opinión que vos de las mujeres en general, y de Mercedes en particular, y estoy convencido de que, capitán o no, siempre me será fiel.

-Tanto mejor -dijo el sastre-, siempre es bueno tener fe, cuando uno va a casarse; ¡pero no importa!, créeme, muchacho, no pierdas tiempo en irle a anunciar tu llegada y en participarle tus esperanzas.

-Allá voy -dijo Edmundo, y abrazó a su padre, saludó a Caderousse y salió.

Al poco rato, Caderousse se despidió del viejo Dantés, bajó a su vez la escalera y fue a reunirse conDanglars, que le estaba esperando al extremo de la calle de Senac.

-Conque -dijo Danglars-, ¿le has visto?

-Acabo de separarme de él -contestó Caderousse.

-¿Y te ha hablado de sus esperanzas de ser capitán?

-Ya lo da por seguro.

-¡Paciencia! -dijo Danglars-; va muy de prisa, según creo.

-¡Diantre!, no parece sino que le haya dado palabra formal el señor Morrel.

-¿Estará muy contento?

-Está más que contento, está insolente. Ya me ha ofrecido sus servicios, como si fuese un gran señor, y dinero como si fuese un capitalista.

-Por supuesto que habrás rehusado, ¿no?

-Sí, aunque bastantes motivos tenía para aceptar, puesto que yo fui el que le prestó el primer dinero que tuvo en su vida; pero ahora el señor Dantés no necesitará de nadie, pues va a ser capitán.

-Pero aún no lo es -observó Danglars.

-Mejor que no lo fuese -dijo Caderousse-, porque entonces, ¿quién lo toleraba?

-De nosotros depende -dijo Danglars- que no llegue a serlo, y hasta que sea menos de lo que es.

-¿Qué dices?

-Yo me entiendo. ¿Y sigue amándole la catalana?

-Con frenesí; ahora estará en su casa. Pero, o mucho me engaño, o algún disgusto le va a dar ella.

-Explícate.

-¿Para qué?

-Es mucho más importante de lo que tú te imaginas.

-Tú no le quieres bien, ¿es verdad?

-No me gustan los orgullosos.

-Entonces dime todo lo que sepas de la catalana.

-Nada sé de positivo; pero he visto cosas que me hacen creer, como te dije, que esperaba al futuro capitán algún disgusto por los alrededores de las Vieilles-Infirmeries.

-¿Qué has visto? Vamos, di.

-Observé que siempre que Mercedes viene por la ciudad, la acompaña un joven catalán, de ojos negros, de piel tostada, moreno, muy ardiente, y a quien llama primo.

-¡Ah! ¿De veras? Y ¿te parece que ese primo le haga la corte?

-A lo menos lo supongo. ¿Qué otra cosa puede haber entre un muchacho de veintiún años y una joven de diecisiete?

-¿Y Dantés ha ido a los Catalanes?

-Ha salido de su casa antes que yo.

-Si fuésemos por el mismo lado, nos detendríamos en la Reserva, en casa del compadre Pánfilo, y bebiendo un vaso de vino, sabríamos algunas noticias...

-¿Y quién nos las dará?

-Estaremos al acecho, y cuando pase Dantés adivinaremos en la expresión de su rostro lo que haya pasado.

-Vamos allá -dijo Caderousse-, pero ¿pagas tú?

-Pues claro -respondió Danglars.

Los dos se encaminaron apresuradamente hacia el lugar indicado, donde pidieron una botella y dos vasos. El compadre Pánfilo acababa, según dijo, de ver pasar a Dantés diez minutos antes. Seguros de que se hallaba en los Catalanes, se sentaron bajo el follaje naciente de los plátanos y sicómoros, en cuyas ramas una alegre bandada de pajarillos saludaba con sus gorjeos los primeros días de la primavera.


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