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El conde de Montecristo: 5-12

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El conde de Montecristo
Quinta parte: La mano de Dios
Capítulo 12

de Alejandro Dumas
Capítulo doce
El cementerio del padre Lachaise

El señor de Boville había encontrado en efecto el fúnebre cortejo que conducía a Valentina a la mansión de los muertos.

El tiempo estaba sombrío y nebuloso, un viento cálido aún, pero mortal para las hojas ya secas, las arrancaba, arrojándolas sobre la muchedumbre que ocupaba el boulevard, dejando desnudas las ramas.

El señor de Villefort, parisiense genuino, consideraba el cementerio del Padre Lachaise como el único digno de recibir los restos mortales de una familia de París. Los demás le parecían cementerios rurales, indignos de recibir los restos mortales de una familia parisiense.

Había comprado cierta porción de terreno, en el que erigió un magnífico monumento que se llenó en poco tiempo con los miembros de la primera familia. Leíase en el frontispicio del mausoleo: “Familias Saint-Merán y Villefort”. Porque tal fue el último voto de la pobre Renata, madre de Valentina.

Hacia el cementerio del Padre Lachaise, pues, se encaminaba el pomposo entierro que salió del arrabal Saint-Honoré, atravesó todo París por el arrabal del Temple, pasó en seguida al boulevard exterior, y de allí al cementerio. Más de cincuenta coches de particulares seguían a otros veinte de duelo, y más de quinientas personas componían el acompañamiento.

Eran todos jóvenes, para quienes la muerte de Valentina representaba una gran desgracia, y que a pesar del vapor glacial del siglo y el prosaísmo de la época, sentían vivamente la pérdida de aquella hermosa, casta y adorable joven, muerta en la primavera de su vida.

Al salir de París vieron llegar un carruaje tirado por cuatro fogosos caballos que pasó a la cola. Era el coche de Montecristo, que se apeó y fue a mezclarse con los demás que seguían el coche fúnebre.

Chateau-Renaud y Beauchamp que le vieron llegar se acercaron a él inmediatamente.

El conde miraba con atención a todas partes. Buscaba con mucho interés a alguien. Finalmente, no pudo aguantar más.

-¿Dónde está Morrel? -preguntó-. ¿Alguien lo sabe?

-Ya nos hemos hecho esa pregunta en la casa mortuoria -contestó Chateau-Renaud-, porque nadie le ha visto.

El conde calló, pero continuó observando a su alrededor. Llegaron por fin al cementerio; la penetrante mirada de Montecristo registró de un golpe el bosque de sauces llorones y pinos que rodean las rumbas, y perdió toda inquietud. Una sombra atravesó los árboles, y el conde reconoció al que buscaba.

Todos saben a lo que se reduce un entierro en aquel magnífico palacio de la muerte. Un silencio profundo, el ruido de tal cual rama que se desgaja de los árboles, el triste canto de los sacerdotes y algún suspiro que se escapa de entre un bosquecillo de flores que cubren una rumba, junto a la cual se ve una mujer arrodillada y con las manos juntas. La sombra que había visto Montecristo cruzó rápidamente por detrás del sepulcro de Abelardo y Eloísa, y fue a colocarse junto a los caballos del coche fúnebre, llegando así hasta el sitio destinado para la sepultura. Montecristo no perdía de vista aquella sombra en la que los demás apenas habían reparado. Dos veces se separó Montecristo del acompañamiento para observar si las manos de aquel hombre buscaban algún arma oculta bajo su ropa.

Cuando el acompañamiento se detuvo, viose que aquella sombra era Morrel, que con su levita abotonada hasta arriba, la frente lívida, los pómulos salientes y el sombrero estropeado por sus manos convulsas, se había arrimado a un árbol colocado en un alto desde donde dominaba el mausoleo, de modo que no le estorbaban ver hasta la más pequeña ceremonia del fúnebre suceso que iba a consumarse.

Todo sucedió como de costumbre. Algunos hombres, y como siempre los menos impresionados, pronunciaron discursos. Los unos compadeciendo aquella muerte prematura, los otros extendiéndose sobre el dolor de su padre, y los hubo tan ingeniosos que incluso averiguaron que aquella infortunada joven había solicitado del señor de Villefort en varias ocasiones un poco de misericordia para los culpables, sobre cuya cabeza estaba suspendida la espada de la justicia. Apuraron las metáforas y períodos sentimentales, comentando de mil maneras a Malherbe y Dupérier.

El conde nada escuchaba, nada veía, o por mejor decir, solamente veía a Morrel, cuya tranquilidad e inmovilidad formaban un espectáculo espantoso para el que podía leer lo que sucedía en el fondo del corazón del joven.

-Mirad -dijo Beauchamp a Debray-, mirad a Morrel. ¿Por qué se habrá metido allí?

Y se lo hicieron observar a Chateau-Renaud.

-¡Qué pálido está! -dijo aquél, estremeciéndose.

-Tendrá frío -replicó Debray.

-No; yo creo que está conmovido. Es un joven muy impresionable.

-¡Bah!, apenas conocía a Valentina, según vos mismo habéis dicho.

-Es cierto. No obstante, recuerdo que en el baile de la señora de Morcef bailó tres o cuatro veces con ella. Vos lo sabéis, conde. Aquel baile en el que tanto efecto causasteis.

-No lo sé -respondió Montecristo, sin saber a lo que respondía, pues sólo le ocupaba Morrel, a quien observaba atentamente y cuyas mejillas se colorearon como les sucede a los que comprimen y retienen la respiración.

-Los discursos han terminado. Adiós, señores -dijo bruscamente el conde.

Y dio la señal de marcha, desapareciendo sin que se supiese por dónde había ido. Terminado todo, los asistentes tomaron el camino de París.

Sólo Chateau-Renaud buscó un instante a Morrel, pero mientras había seguido al conde con la vista, Maximiliano había dejado su sitio, y no encontrándolo, se unió a Beauchamp y Debray. El conde habíase ocultado detrás de un mausoleo y espiaba hasta el menor movimiento de Morrel, que poco a poco se había acercado a la tumba, abandonada primero por los curiosos, después por los operarios.

Morrel miró alrededor lenta y vagamente, y aprovechando el momento en que su vista se dirigía a la parte opuesta, el conde se acercó a unos diez pasos sin que lo notara.

El joven se arrodilló.

El conde, alargando el cuello, con la vista fija y dilatada, y dispuesto a lanzarse a la primera señal, continuaba acercándose a Morrel.

Este inclinó su frente hasta tocar la fría losa, y cogiéndola con ambas manos, exclamó:

-¡Oh! ¡Valentina!

Aquellas dos palabras destrozaron el corazón del conde, dio un paso más y tocando a Morrel en el hombro, le dijo:

-Os buscaba, mi querido amigo.

El conde esperaba un escándalo, reconvenciones, quejas, en fin, cuanto debía presumirse, y se engañó.

Morrel se volvió hacia él, y tranquilo en apariencia, le dijo:

-Ya veis que estaba rezando.

La mirada penetrante del conde examinó al joven de pies a cabeza, y concluida aquella observación quedó más tranquilo.

-¿Queréis que os conduzca a París en el carruaje?

-No, gracias.

-¿Deseáis alguna cosa?

-Dejadme rezar.

El conde se alejó sin hacer ninguna observación, pero fue para colocarse en otro sitio, desde donde veía hasta el menor movimiento de Morrel. Levantóse éste al poco rato, limpió las rodillas de su pantalón y tomó el camino de París sin volver atrás la cabeza.

Descendió lentamente por la calle de la Roquette.

El conde mandó retirar su carruaje y le siguió a unos cien pasos de distancia.

Maximiliano atravesó el canal y entró en la calle de Meslay por el boulevard.

Cinco minutos después de haberse cerrado la puerta para Morrel, se abrió para Montecristo.

Julia estaba sentada a la entrada del jardín, adonde miraba trabajar a Penelón, que tomando en serio su profesión de jardinero se entretenía arreglando unos rosales de Bengala.

-¡Ah!, señor conde de Montecristo -exclamó con aquella alegría que solía manifestar cuando el conde hacía una visita a la calle de Meslay.

-Maximiliano acaba de entrar, ¿es verdad, señora? -preguntó el conde.

-Creo que le he visto pasar, sí -respondió la joven-, pero llamad a Manuel, por favor.

-Perdonad, señora, es preciso que suba al cuarto de Maximiliano al instante, tengo que decirle una cosa de la mayor importancia.

-Id, pues -le dijo, acompañándole con una dulce sonrisa hasta dejarle en la escalera.

Montecristo subió rápidamente al segundo piso, llegó al cuarto de Maximiliano, escuchó, pero no se percibía ningún ruido.

Como la mayor parte de las casas habitadas por una sola familia, el cuarto tenía solamente una puerta de cristales, y ésa carecía de llave. Maximiliano estaba encerrado por dentro, y las cortinas de seda encarnada no dejaban ver lo que hacía. La ansiedad del conde se dejaba ver en el color sonrosado de sus mejillas, síntoma de emoción poco común en aquel hombre impasible.

-¿Qué haré? -dijo, y reflexionó un instante.

«¿Llamar? ¡Oh!, ¡no!, muchas veces el ruido de una campanilla, es decir, el anuncio de una visita, acelera la resolución de los que se encuentran en el caso de Maximiliano; y entonces al ruido de la campanilla responde otro ruido.»

El conde tembló de pies a cabeza, y como sus decisiones tenían la rapidez del relámpago, dio con el codo a uno de los cristales, que se hizo pedazos, y levantando la cortina vio a Morrel que, sentado ante la mesa y escribiendo, acababa de dar una media vuelta al ruido del cristal roto.

-No es nada -dijo Montecristo-, mi querido amigo; resbalé y di con el codo en la puerta, y puesto que está roto, voy a aprovecharme para abrir sin que tengáis necesidad de incomodaros. -Y pasando el brazo, el conde abrió la puerta.

Morrel se levantó visiblemente contrariado, y fue al encuentro del conde, menos para recibirle que para impedir que pasara más adelante.

-La culpa es de vuestros criados -dijo el conde-, tienen el suelo tan lustroso como un espejo.

-¿Os habéis lastimado, señor? -preguntó fríamente Morrel.

-No sé. ¿Pero qué hacíais? ¿Estabais escribiendo?

-¿Yo?

-Sí. Tenéis los dedos manchados de tinta.

-Es verdad. Me ocurre algunas veces al escribir mucho; es cosa que me gusta, a pesar de que soy militar.

Montecristo dio algunos pasos por el cuarto, y Maximiliano se vio obligado a dejarlo pasar, pero lo siguió.

-¿Escribíais? -repitió Montecristo mirándole fijamente.

-Creo que ya he tenido el honor de deciros que sí.

El conde miró en derredor.

-¿Vuestras pistolas al lado de la escribanía? -dijo, señalando a Morrel-. ¿Las armas puestas sobre la mesa?

-Voy de viaje -respondió con despecho Maximiliano.

-¡Amigo mío! -le dijo el conde de Montecristo con una dulzura infinita.

-¿Señor?

-Amigo mío, mi querido Maximiliano, nada de decisiones extremadas, os lo ruego.

-¡Yo! -respondió Morrel encogiéndose de hombros-, pues qué, ¿mi viaje es una resolución extremada?

-Maximiliano, dejemos a un lado la máscara que llevamos, no me engañáis con vuestra fingida calma, como tampoco os engaño yo con mi frívola solicitud. Bien conocéis que para haber roto los cristales y violado el secreto de vuestro cuarto, conocéis, digo, que es necesario tenga una inquietud verdadera o mejor una convicción terrible. Morrel, ¿vos queréis suicidaros?

-¡Bueno! -dijo Morrel-. ¿Qué idea es la vuestra?

-Os digo que queréis mataros -continuó el conde con la misma voz-, y he aquí la prueba -y acercándose a la mesa levantó un pliego blanco que el joven había puesto sobre lo que escribía, y tomó la carta empezada.

Morrel se abalanzó hacia él para arrancársela de las manos, pero Montecristo, adivinando el movimiento, cogió el brazo de Maximiliano y le detuvo con mano de hierro.

-Bien veis que queríais mataros, Morrel, ¡está escrito!

-¡Y bien! -dijo Morrel pasando de repente de la apariencia de la tranquilidad a la expresión de violencia-, ¡y bien!, aun cuando así fuera, aun cuando volviese contra mí el cañón de una pistola, ¿quién me lo impediría? ¿Quién tendría valor para impedírmelo? Cuando diga: todas mis esperanzas se han concluido, mi corazón está muerto, aborrezco la vida, no hay más que duelos y disgustos alrededor de mí, la tierra se ha convertido en cenizas, una voz humana es cosa que desgarra mi alma. Al decir: es piedad dejarme morir, porque si no perderé la razón, me volveré loco; decidme, cuando diga esto y vean que lo digo con las angustias y lágrimas del corazón, me responderán: no tenéis razón, ¿o me impedirán el dejar de ser desgraciado? Decidme, ¿tendríais valor para ello?

-Sí, Morrel -dijo Montecristo, cuya voz sosegada formaba un singular contraste con la exaltación del joven.

-Vos -dijo Morrel con una expresión infinita de cólera-, vos que habéis alimentado en mí una esperanza absurda, que me habéis alentado con vuestras vanas promesas, cuando por algún golpe o una resolución violenta yo hubiera podido salvarla, o al menos verla morir en mis brazos. Vos que afectáis poseer todos los recursos de la inteligencia, todo el poder de la materia, que pretendéis desempeñar en la tierra el papel de la Providencia, y que no habéis podido dar un contraveneno a la infeliz... ¡Ah!, en verdad que me dais lástima, ¡me causáis horror!

-Morrel...

-Sí; me dijisteis que me quitase la máscara, pues bien, me la quito: cuando me seguisteis al cementerio y me hablasteis os respondí, porque mi corazón es bueno; cuando entrasteis os dejé llegar hasta aquí. Sin embargo, puesto que abusáis, que venís a desafiarme hasta en este cuarto adonde me había retirado como en la tumba, puesto que me dais un nuevo tormento cuando creí haberlos apurado todos, ¡conde de Montecristo, mi pretendido bienhechor, el salvador universal, estad satisfecho, vais a ver morir a vuestro amigo...!

Y con la risa del delirio, Morrel se lanzó por segunda vez sobre las pistolas. Montecristo, pálido como un espectro, con los ojos despidiendo relámpagos y alargando las manos a las pistolas, dijo:

-Y yo os repito que nos os mataréis.

-Impedídmelo, pues -replicó Morrel, haciendo el último esfuerzo, que vino a estrellarse contra el brazo de acero del conde.

-Os lo impediré.

-¿Pero quién sois, en fin, para arrogaros ese derecho tiránico sobre criaturas libres e independientes?

-¿Quién soy? -repitió Montecristo-, soy el único en el mundo que tiene derecho para decirte: Morrel, no quiero que el hijo de tu padre muera hoy.

Montecristo, transfigurado, sublime y cruzando los brazos, se adelantó hacia el joven, que palpitante y vencido a su pesar por la majestuosa divinidad de aquel hombre, dio un paso atrás.

-¿Por qué me habláis de mi padre? -balbució-. ¿Por qué mezcláis su recuerdo a lo que hoy me sucede?

-Porque yo soy el que salvé la vida a tu padre un día que quería matarse como tú lo quieres hoy, porque soy el hombre que envió la bolsa a tu joven hermana y el Faraón al anciano Morrel. ¡Porque soy, en fin, Edmundo Dantés, que cuando niño te hacía jugar sobre sus rodillas!

Morrel dio un paso atrás, vacilante, sofocado, aterrado. Sus fuerzas le abandonaron y cayó prosternado a los pies de Montecristo.

En seguida hubo un movimiento de regeneración en su hermosa naturaleza; se levantó, dio un salto, y se precipitó a la escalera gritando fuertemente:

-¡Julia! ¡Julia! ¡Manuel! ¡Manuel!

Montecristo quiso salir, pero hubiera sido más fácil matar a Maximiliano que hacerle abandonar la puerta que tenía entreabierta para no dejar salir al conde.

Julia, Manuel, Penelón y algunos criados acudieron asustados al oír los gritos de Maximiliano.

-¡De rodillas! -gritó con una voz ahogada por los sollozos-, ¡de rodillas!, es el bienhechor, el salvador de nuestro padre; es...

Iba a decir Edmundo Dantés, pero el conde le detuvo agarrándole por un brazo.

Julia se arrojó sobre la mano del conde. Manuel le abrazaba como a un dios tutelar; Morrel cayó por segunda vez en tierra, arrodillado ante el conde.

Aquel hombre de bronce sintió que el corazón se dilataba en su pecho. Una llama abrasadora subió a su garganta y a sus ojos, inclinó la cabeza y lloró.

Apenas se hubo recobrado Julia de la fuerte emoción que acababa de sufrir, cuando salió precipitadamente del cuarto, bajó al primer piso, corrió al salón con una alegría infantil, y alzó el globo de cristal que protegía la bolsa dada por el desconocido de las alamedas de Meillán.

Entretanto, Manuel decía al conde con una voz sofocada por los sollozos:

-¡Oh!, señor conde, cómo oyéndonos hablar tantas veces del bienhechor desconocido, cómo viéndonos acatar su memoria con tanto reconocimiento y adoración, ¿cómo habéis esperado hasta hoy para daros a conocer?

-Escuchadme, amigo -dijo el conde-, y puedo llamaros así, porque sin que lo supieseis, sois mi amigo hace ya once años. El descubrimiento de este secreto lo ha producido un gran suceso que debéis ignorar. Dios me es testigo de que deseaba sepultarlo en lo más recóndito de mi alma durante toda mi vida. Vuestro hermano Maximiliano me lo ha arrancado con violencias, de las que estoy seguro se arrepiente.

En seguida, viendo que Maximiliano, permaneciendo aún de rodillas, se había recostado sobre un sillón:

-Velad sobre él -añadió, apretando la mano de Manuel de un modo significativo.

-¿Por qué? -preguntó admirado el joven.

-No puedo decíroslo. Mas vigilad, cuidad de él.

Manuel miró por todas partes, y vio las pistolas de Morrel sobre la mesa. Sus ojos se fijaron espantados en aquellas armas que señaló a Montecristo levantando el dedo hasta la altura de la mesa.

Montecristo bajó la cabeza.

Manuel hizo un movimiento hacia las pistolas.

-Dejad -dijo el conde.

En seguida, acercándose a Morrel, le tomó la mano. Los movimientos tumultuosos que agitaron el corazón del joven habían cedido el lugar al desaliento.

Julia subió trayendo en la mano la bolsa de seda, y dos lágrimas brillantes y alegres caían por sus mejillas como dos gotas de rocío matinal.

-He aquí la reliquia -dijo-, no penséis que me es menos querida después que he conocido al salvador.

-Hija mía -dijo el conde sonrojándose-, permitidme que vuelva a recoger esa bolsa, pues que ya me conocéis, no quiero estar presente a vuestro recuerdo más que por el cariño que os suplico me concedáis.

-¡Oh! -dijo Julia poniendo la bolsa sobre su corazón-, no, no, os lo ruego, porque un día podréis dejarnos, un día desgraciadamente os separaréis de nosotros, ¿no es verdad?

-Habéis adivinado -dijo Montecristo sonriéndose-, dentro de ocho días abandonaré este país, en el que tantas personas que merecían la venganza del cielo vivían contentas y dichosas, mientras mi padre expiraba de hambre y de dolor.

En el instante de anunciar su próximo viaje, Montecristo fijó sus ojos en Morrel, y notó que las palabras ya habré dejado este país, no le habían sacado de su letargo. Conoció que necesitaba aún la última lucha con el dolor de su amigo, y tomando por la mano a Julia y a Manuel, les dijo con la autoridad de un padre:

-Mis buenos amigos, os ruego que me dejéis a solas con Maximiliano.

Era el momento favorable para que se llevase Julia la reliquia, como ella la llamaba, y de la que se había olvidado el conde.

-Dejémosle -dijo, y salió precipitadamente con su marido.

Montecristo se quedó con Morrell estatua.

-Vamos -dijo el conde, tocándole en un hombro con su dedo de fuego-, ¿vuelves a ser hombre, Maximiliano?

-Sí, porque empiezo a sufrir otra vez.

La frente del conde se contrajo. Parecía entregado a una profunda meditación.

-¡Maximiliano, Maximiliano! -le dijo-, ¡las ideas que te embargan son indignas de un cristiano!

-¡Oh!, tranquilizaos, amigo -dijo Morrel levantando la cabeza, y mostrando al conde una sonrisa de inefable tristeza-, ya no seré yo el que busque la muerte.

-Así -dijo Montecristo-, nada de armas, nada de desesperación.

-No, porque tengo algo que vale más que el cañón de una pistola o la puma de un puñal.

-¡Pobre loco! ¿Qué es, pues, lo que tenéis? -preguntó el conde con profunda tristeza.

-El dolor, que concluirá con mi existencia.

-Amigo -dijo Montecristo, con una melancolía igual a la suya-, escuchadme. Un día, y en un momento de desesperación igual al tuyo, puesto que me conducía a una idéntica resolución, yo quise matarme. Un día tu padre, desesperado, lo quiso también. Si hubiesen dicho a tu padre en el momento en que apoyaba contra su frente el cañón de una pistola, si me hubiesen dicho a mí cuando separaba de mi cama el pan del prisionero, al que no había tocado en tres días, si a los dos nos hubieran dicho en aquel momento supremo: ¡vivid!, vendrá un día en que seáis dichosos y bendigáis la vida, fuera quien fuera el que nos lo hubiera dicho, su dicho lo hubiéramos recibido con la sonrisa de la duda o la angustia de la incredulidad, y sin embargo, ¡cuántas veces tu padre, abrazándote, bendijo la vida! ¡Cuántas veces he hecho yo lo mismo!

-¡Ah! -dijo Morrel, interrumpiendo al conde-, vos habíais perdido solamente la libertad, y mi padre su fortuna, ¡pero yo he perdido a Valentina!

-Mírame, Morrel -dijo el conde con aquella solemnidad que en ciertas ocasiones le hacía tan grande y tan persuasivo-, mírame. Yo no tengo lágrimas en los ojos, ni fiebre en las venas, ni palpitaciones fúnebres en el corazón. No obstante, te veo sufrir, Maximiliano, a ti, ¡a quien amo como amaría a mi hijo! Pues bien, ¿esto no te dice, Morrel, que el dolor es como la vida, que hay algo después de ella? Ahora bien, si yo te ruego, si te mando que vivas, es porque tengo la convicción de que un día me darás las gracias por haberte conservado la vida.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué me decís, conde? Pensadlo, quizá nunca habéis amado.

-Niño -repuso Montecristo.

-De amor -replicó Morrel-, yo me entiendo. Soy soldado desde que fui hombre, y he llegado a veintinueve años sin amar porque ninguna de las pasiones que he sentido antes merece este nombre. Pues bien, a los veintinueve años vi a Valentina, y hace dos años que la amo, que he podido leer en su corazón las virtudes de la joven y de la mujer escritas por la mano del Señor, en aquel corazón abierto para mí como un libro. Conde, mi felicidad con Valentina era infinita, inmensa, desconocida. Demasiado completa, demasiado grande, demasiado divina para este mundo, puesto que este mundo no me la ha dado. Esto es deciros, conde, que sin Valentina no hay para mí en la tierra más que tristeza y desesperación.

-Os he dicho que esperéis, Morrel -dijo el conde.

-Cuidado, repetiré yo -dijo Morrel-, porque si queréis persuadirme, si lo conseguís creeré que puedo volver a ver a Valentina.

Montecristo se sonrió.

-Amigo mío, padre mío -exclamó Morrel exaltado-, cuidado. Os repetiré por tercera vez: el ascendiente que tomáis sobre mí me espanta. Cuidado con el sentido de vuestras palabras, porque ved que mis ojos se reaniman, mi corazón renace a la esperanza, y en él late la vida, porque me haríais creer en cosas sobrenaturales. Obedeceré si me mandáis que levante la losa que cubre a la hija de Jairo. Caminaré sobre las ondas como el apóstol, si me hacéis señal con la mano de caminar sobre ellas, obedeceré en todo...

-Espera, amigo -dijo el conde.

-¡Ah! -dijo Morrel, pasando del extremo de la exaltación al abismo de la tristeza-, ¡ah!, me engañáis. Hacéis como aquellas madres que calman con palabras dulces a los chicos, cuyos gritos les incomodan. No, amigo mío. Enterraré mi dolor en lo más hondo de mi pecho, le ocultaré tanto que no me veréis sufrir. Adiós, amigo mío, adiós.

-Al contrario -dijo el conde-, desde ahora, Maximiliano, vivirás conmigo, no te apartarás de mí un solo instante, y dentro de ocho días saldremos de Francia.

-¿Y me decís aún que espere?

-Te lo digo, porque conozco un medio para curarte.

-Conde, me entristecéis más, veis solamente en mi dolor un dolor vulgar, y queréis curarme con un remedio igual, el de hacerme viajar.

Y Morrel movió la cabeza con desdeñosa incertidumbre.

-¿Qué quieres que te diga? Tengo confianza en mis promesas, déjame hacer el experimento.

-Conde, prolongáis mi agonía, y he aquí todo.

-Así -dijo el conde-, tu débil corazón no quiere conceder unos días a un amigo para la prueba que intenta hacer. ¿Sabes tú de lo que el conde de Montecristo es capaz? ¿Sabes que da órdenes a muchos poderosos de la tierra? ¿Sabes que tiene bastante confianza en Dios para obtener un milagro de aquel que ha dicho que con la fe puede el hombre mover una montaña? Pues bien, ese milagro, yo lo espero, o si no...

-Si no -repitió Morrel.

-Cuidado, Morrel, te llamaría ingrato.

-Tened piedad de mí, conde.

-Escúchame, Maximiliano. Tengo tanta, que si no te curo dentro de un mes, día por día, hora por hora, yo mismo te colocaré delante de dos pistolas cargadas y de una copa del más sutil veneno de Italia, de un veneno, créeme, más pronto y más seguro que el que ha muerto a Valentina.

-¿Me lo prometéis?

-Sí, porque soy hombre, porque he sufrido, y porque, como te he dicho también, he querido morir, y muchas veces, después que el infortunio se ha alejado de mí, he soñado con las delicias del sueño eterno.

-¡Oh!, ¿me prometéis esto ciertamente, conde?

-Te lo prometo y lo juro -dijo Montecristo alargando el brazo.

-Dentro de un mes, si no me he consolado, ¿me dejáis en libertad para disponer de mi vida, y haga lo que hiciere, no me llamaréis ingrato?

-En un mes, día por día, hora por hora, y la fecha es sagrada, Maximiliano, no sé si has pensado en ello, pero estamos en 5 de septiembre, y hace diez años que salvé a tu padre, que también quería morir.

Morrel cogió las manos del conde y las besó. Este le dejó hacer como si comprendiese que aquella muestra de adoración se le debía.

-Dentro de un mes tendrás en una mesa, a la que estaremos sentados los dos, buenas armas y una muerte dulce, pero hasta entonces prométeme esperar y vivir.

-¡Oh! -dijo Morrel-, os lo juro.

Montecristo atrajo al joven sobre su pecho y le estrechó contra su corazón.

-Desde ahora -le dijo- vienes a vivir conmigo, ocuparás la habitación de Haydée, mi hijo reemplazará a mi hija.

-Haydée -dijo Morrel-, ¿pues qué es de ella?

-Ha partido esta noche.

-¿Para separarse de vos?

-Para esperarme... Prepárate a venir a la casa de los Campos Elíseos, y haz que yo salga de aquí sin que me vean.

Maximiliano bajó la cabeza y obedeció como un niño o como un apóstol.



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Tercera parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10
Cuarta parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9
Quinta parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16 - 17 - 18 - 19