El gran pecado/03

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Capítulo III - La primera piedra[editar]

El que esté limpio de culpa que arroje la primera piedra.


PALABRAS DE CRISTO.


En el salón esperaba ya Pedro Antonio su marido.

Sobre la pompa severa, trivialmente teatral de la estancia Enrique IV, destacábase la figura del marqués de Tardiente, más bien vulgar, pero no exenta de esa distinción que da «la raza». Era Pedro Antonio un buen muchacho, por mejor decir un buen hombre, pues que sus treinta y ocho años no permitían clasificarle entre los «muchachos». Sin ser una lumbrera, no era tonto, ni mucho menos; y si no había inventado la pólvora, tenía en cambio una noción bastante exacta y justa de la vida. Habíase cazado, después de correrla de un modo moderado, por varias razones, de las cuales la principal era que cuando se es marqués de Tardiente, tres veces grande de España, único descendiente de héroes y santos, no tiene uno derecho a dejar extinguirse el nombre, y no de las menos importantes, que sentía el gusto y la necesidad de tener su casa. En tal estado de ánimo, claro es que sintió pesar sobre él los fríos altivos y engolados encantos de Candelaria, su noble presencia y aquellas entradas de reina que eran famosas. Casáse, pues, con ella, y enseguida abdicó en sus manos la autoridad. Cierto que él siguió haciendo lo que le venía en ganas, sin que su mujer notáralo, o, en caso de ser así, sin que se diese por aludida de ello; pero todo lo que al mecanismo de la casa pertenecía, todo lo que a orden interior, posición social, educación de los hijos, etc., etc., tenía relación, corría por cuenta de Candelaria. Despachose ésta a su gusto, y si en cosas de enjundia, la educación de los hijos -Jack y Marie Thérése-, dejaba bastante que desear, su iniciativa en cosas extremas, britanismo y corrección se las tenían con el más pintado. Como unos principitos tenían su cuarto, su miss, su cura, su nursey. Fuera de lo que a la educación de sus hijos referíase, toda la casa estaba montada también en un gran pie. Fiestas, comidas, viajes y en el diario esa mesa abierta a unos cuantos parásitos y parientes, que es patrimonio de grandes casas.

Aquel día, Candelaria, al llegar para el almuerzo, divinamente vestida en su tallieur de terciopelo, souris adornado de topo, pero de un humor de todos los demonios, encontró en el salón, además de su marido, otras dos personas: el conde de Tordillas, y Paco Alara. Inclinándose todos, besándole la mano, y en el mismo momento, como si obedeciese a un mecanismo oculto, el maître d'hotel abrió las puertas de par en par y anunció en francés:

-Madame est servie.

Echó Candelaria una mirada al espejo, y, sin quererlo, sonrió. Bonita, graciosa o simpática, no; guapa, sí. Una Juno, dura de perfil, enérgica de mentón, altiva en la mirada de los ojos verdes, que rimaban a maravilla con los cabellos cobrizos, muy blanca, firme de formas, resuelta y orgullosa de ademán, más que cordial, imponente; más que atractiva, vencedora.

Cruzaron dos o tres salones más, y en el último, ya antes de entrar en el comedor, encontraron a los niños con la miss y el cura. Era otro de los requisitos de la etiqueta creada por la dama. Comer, comían en sus habitaciones; pero almorzaban a la mesa, aunque no se reunían a sus progenitores hasta el mismo momento de sentarse a ella. Al ver llegar a sus padres salieron a su encuentro; a la madre besándole la mano: al padre se la estrecharon correctamente.

Los dos eran guapos: Jack, pulido con crenchas muy negras, que hacía valer el traje, de terciopelo aceituna; Thérése, casi albina, es una transparencia que resaltaba, contrastando con las sombrías piles que guarnecían el traje mirto.

Distinguidos los dos, tenían gestos nobles, pausados, elegantes, y ese aire, un poco triste, de los niños que nunca logran serlo por completo.

Empezó el almuerzo en el gran comedor, de muros revestidos de admirables tapices. Finos cristales, manjares selectos, ligeros, apetitosos; pesadas argenterías. Primero, unas palabras benévolas, vagas y amables a los niños sobre sus estudios, su paseo, King y Boby, los dos perros que tío Ángel les enviara días atrás desde Londres... sonrisas forzadas de ellos... Luego, dos o tres motivos banales... Todos ardían en el mismo deseo de evocar la conversación peligrosa.

Era miércoles, día en que María Calzada acostumbraba a comer allí. No había ido, con lo cual confirmaba la veracidad de los rumores que corrían sobre ella. Candelaria había hecho como que no notaba la ausencia, afectando una ignorancia de buen tono; en la mesa su cubierto permanecía vacío, sin que los criados, o demasiado correctos o demasiado maliciosos, preguntasen por ella. En cambio, los chicos devoraban sus afanes de saber por qué tía María tan buena, tan alegre y tan graciosa no había venido. Pero ante la perspectiva de un schoking de la miss o de una sentencia latina del cura, callaban.

Al fin, Pedro Antonio, el más indiscreto, formuló, encarándose con Candelaria.

-María Calzada me ha escrito...

Una mirada petrificadora de su mujer y un «¡los niños!» formulado en alta voz hiciéronle callar.

Acabó el almuerzo, y ya en el salón, solos los cuatro ante las tazas de café, la marquesa desahogó su mal humor.

-¡Hijo mío, eres el espíritu de la indiscreción personificado!

Pedro Antonio se encogió de hombros con un gesto de indiferencia.

-Como estábamos en familia...

-¡En familia! -protestó Candelaria, llena de desdeñosa indignación- Pues y los niños que lo entienden todo y lo saben todo, y miss, que con sus ínfulas de ignorar el español es capaz de traducir las Partidas del Rey Sabio, y el cura, que, con sus aires de pobrecito Juan, sabe más que Merlín, y la atención malévola de los criados, que están más enterados que nosotros...

-Pues hija, si todos lo saben, no vale la pena de callarse -opuso con muy buen sentido él.

Mirole con desdén, y bebió un sorbo de café.

El temido escándalo había estallado. Paulo, furioso al sospechar su deshonra, había maltratado a María y había acabado por expulsarla de su casa. Entonces ella, enloquecida, había corrido a Lalo para implorar su auxilio; pero él, egoísta y brutal, la había rechazado, y entonces, sola, viendo cerrarse todas las puertas ante ella, la pobre nena se había refugiado en un hotel de tercer orden.

Pedro Antonio anunció por segunda vez:

-Me ha escrito María Calzada.

-¿A ti?... ¡Qué raro! -dictó el despecho a Candelaria.

Lleno de buena voluntad, explicó él:

-No se atreve a escribirte ni a intentar verte... Dice, además, que como yo soy el marido y «en Castilla el marido lleva la silla»...

-¡Ah!... Ya...

-¿Decías...?

-Nada, hijo; sigue, sigue...

-Pues que creía natural dirigirse a mí para pedirme permiso para escribirte a ti, tratar de verte... Aquí tienes la carta...

Sacó la misiva, efectivamente, del bolsillo y se la tendió a su mujer, que, bien fuese por distracción, bien por desdén, no quiso tomarla y afectó seguir saboreando el café en pequeños sorbos.

Entonces leyó él mismo:

«Querido primo Pedro Antonio:

No sé como empezar ésta, ni qué decirte, ni nada. No sé a quién volver los ojos, y como tú eres bueno, me atrevo a molestarte. Hubiese querido escribir a tu mujer, pero... me impone, y no me atrevo. ¡Por Dios; por Dios, ayúdame, y no me desampares! Mira que estoy sola. Pedro Antonio, nada más sino que sufro mucho y estoy sola. ¡Ten compasión de mí!

Tu prima,

María».



-¡Qué asco y qué miseria! -formuló altiva la Tardiente- No vale la pena ponerse el mundo por montera para luego, a las primeras de cambio, llorar y gemir y pedir misericordia. ¡Qué asco! Y todo es comedia, pura comedia; trapisondas para salirse con la suya, para hacer porquerías y pretender que luego se las arreglemos los demás. Cuando por su voluntad arrastran el nombre por los suelos, entonces no se acuerdan del parentesco para nada: pero cuando ya no tiene remedio... En fin -resumió cambiando de tono-, a ti está dirigida la carta, y tú verás lo que haces.

-La que ha de decir eres tú -objetó Pedro Antonio.

-¿Yo?, ¿yo?... ¡Tú estás loco!... ¿Yo?... ¡Ja!, ¡ja!

¡Hijo, por Dios!... -rió procaz, cruel, implacable- Yo lo que no pienso volver a hacer es ocuparme de semejante prójima.

Débilmente opuso él palabras de compasión:

-¡Pobre mujer! ¡Está tan sola!

Sarcástica, le animó:

-¡Hijo, ve a verla y recógela! ¡La nueva Samaritana! Lo que es yo... -sentenció implacable- Jamás ¿oyes?, ¡jamás volveré a recibirla! Para mí ha muerto una mujer honrada...



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