Pero, hermosa labradora,
si en ti no puede crecer
la hermosura, ni el querer
en mí, cuanto eres hermosa
te quiero, porque no hay cosa
que más pueda encarecer.
Ayer las blancas arenas
deste arroyuelo volviste
perlas, cuando en él pusiste
tus pies, tus dos azucenas;
y porque verlos apenas
pude, porque nunca para,
le dije al sol de tu cara,
con que tanta luz le das,
que mirase el agua más,
porque se viese más clara.
Lavaste, Elvira, unos paños,
que nunca blancos volvías;
que las manos que ponías
causaban estos engaños.
Yo, detrás destos castaños,
te miraba con temor,
y vi que amor, por favor,
te daba a lavar su venda:
el cielo el mundo defienda,
que anda sin venda el amor.
¡Ay Dios!, ¿cuándo será el día
-que me tengo de morir-
que te pueda yo decir?:
«¡Elvira, toda eres mía!»
¡Qué regalos te daría!
Porque yo no soy tan necio
que no te tuviese en precio,
siempre con más afición;
que en tan rica posesión
no puede caber desprecio.