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El príncipe (Sánchez Rojas tr.)/Capítulo VII

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CAPÍTULO VII

DE LOS PRINCIPADOS NUEVOS QUE SE AD QUIEREN
CON FUERZAS AJENAS O INCIDENTES DE BUENA
FORTUNA.

Los particulares que llegan a príncipes por incidentes o acaecimientos de buena fortuna cuéstales poco trabajo subir, pero mucho mantenerse. Ascienden sin ningún obstáculo y llegan con presteza; pero, al llegar, empiezan las dificultades. Entre esos príncipes podemos contar a los que se da un principado o por dinero o por favor de quien lo otorga. De esta casta de príncipes fueron los que Darío, para su seguridad y fama, puso en Grecia al frente de las ciudades de la Jonia y del Helesponto; tales fueron los particulares que subieron al trono imperial de Roma empujados por la corrupción de la soldadesca. Estos tales no se mantienen sino por la voluntad y la fortuna de los que les elevan; voluntad y fortuna que son dos fundamentos instables y fugaces. Y no saben y no pueden sostener su rango: no saben, porque, si no son hombres de genio y hombres de valor, no es probable que sepan mandar, ya que siempre han vivido como particulares, y no pueden, porque carecen de fuerzas que les sean amigas y aliadas. Además, los Estados que se organizan rápidamente, como todas las cosas de la naturaleza que nacen y crecen de pronto, arraigan y se consolidan apenas hasta que sopla el primer viento contrario, a no ser, como he dicho, cuando los que súbitamente llegan a ser príncipes tienen prendas personales tan estimables que súbitamente adquieren también destreza para conservar lo que la fortuna ha puesto en sus manos, y a condición de que después de ser príncipes busquen y hallen los fundamentos que otros procuran adquirir antes de llegar a serlo.

De estas dos maneras de llegar a ser príncipes, o por genio, o por fortuna, citaré dos ejemplos de nuestros días: los de Francisco Sforza y César Borgia. El primero, por medios legítimos y con una sorprendente habilidad, llegó a ser duque de Milán, conservando con muy pocos esfuerzos el ducado que con mil trabajos había conseguido. César Borgia, llamado vulgarmente el duque Valentino, conquistó la Romaña por la posición de su padre, perdiéndola cuando su padre murió, a pesar de haber empleado todos los medios y de haber hecho todas las cosas que puede hacer un hombre prudente en la dominación del Estado que las armas y la fortuna le habían hecho adquirir. Porque, como antes hemos dicho, quien no afirma previamente los fundamentos de su autoridad, podrá afirmarlos luego si tiene gran ingenio para lograrlo, pero no sin trabajo para el arquitecto y sin peligro para la finca. Si examinamos la conducta del duque, veremos que puso a su poder futuro los más sólidos cimientos, y no es ocioso examinarla, porque tengo para mí que la imitación de los actos del duque son los mejores preceptos y normas que pueden aconsejarse a un príncipe nuevo. Si fracasó en la empresa no fué por culpa suya, sino por extraordinaria y aguda animadversión de la fortuna.

Para hacer a su hijo soberano en Italia luchaba Alejandro VI con grandes dificultades de presente y para lo futuro. No podía darle, ante todo, señorío en Estado alguno que no estuviera sometido a la Iglesia, porque si le daba alguno de los que no estuvieran bajo la jurisdicción de la Santa Sede sabía que no se lo consentirían ni el duque de Milán ni los venecianos, porque hasta Faenza y Rímini estaba ya bajo la protección de éstos. Los grandes ejércitos de Italia, y especialmente aquellos de que podía servirse, estaban en manos de los que temían su engrandecimiento, no siendo posible fiar de ellos, puesto que los mandaban los Orsini, los Colonna y sus partidarios. Era, por lo tanto, preciso para lograr la dominación de algunos Estados italianos acabar con aquel orden de cosas, alterando al mismo tiempo la fisonomía de éstos, tarea nada fácil, puesto que los venecianos, movidos por otras ambiciones, habían traído nuevamente los franceses a Italia, cosa que facilitó, anulando el primer matrimonio del rey Luis, en lugar de impedirlo. Pasó, por ende, este monarca a Italia con el auxilio de la república veneciana y con el consentimiento de Alejandro, y apenas llegó a Milán dió tropas al Papa para la conquista de la Romaña, cosa que pudo suceder por la fama de que venían precedidos los ejércitos franceses.

Conquistó César Borgia la Romaña venciendo a los Colonna; pero tropezaba con dos dificultades para conservar y extender sus conquistas: una estriba en la poca confianza que le merecían sus tropas, y la segunda dificultad consistía en la voluntad de Francia, porque temía que los Orsini, a los que había utilizado, le fallaran y dejaran solo en los momentos de apuro, no sólo impidiéndole proseguir las tierras conquistadas, sino quitándole lo conquistado, recele que también le cabía con relación al monarca francés. Así es que comenzó a sospechar de los Orsini, cuando atacó a Bolonia, después de la toma de Faenza, por lo livianamente que le ayudaron en este hecho de armas, teniendo que dudar necesariamente de las intenciones del rey, cuando después de apoderarse del ducado de Urbino invadió la Toscana, de cuya empresa le hizo desistir Luis XII; así es que determinó no depender, en lo sucesivo, de la suerte ajena y de las ajenas armas.

Comenzó debilitando los partidos de los Orsini y de los Colonna en Roma, atrayendo a su causa a los nobles que militaban en estos bandos, dándoles dinerc, honores o cargos según la condición de cada uno, logrando de esta laya, que a los pocos meses, olvidando sus antiguas relaciones, fueran completamente fieles al duque. Luego esperó con paciencia el momento de rematar a los Orsini, ocasión que llegó con toda oportunidad y que aprovechó a maravilla, porque entendiendo un poco tarde los Orsini que la alianza del duque y de la Iglesia les llevaría a la ruina, celebraron una junta en Magione del Perusino, de la cual resultaron el alzamiento de Urbino, los disturbios de la Romaña y un enjambre de peligros para el duque, que éste pudo domeñar con auxilio de los franceses. Libre de tales obstáculos, no quiso el duque Valentino fiarse de las tropas francesas ni de ninguna otra fuerza extraña, y para no arriesgar cosa alguna acudió a la astucia, disimulando de tal modo sus propósitos, que los Orsini se reconciliaron con él, por mediación de Pablo, a quien para ganarlo obsequió con toda clase de presentes, regalándole vestidos, dineros y caballos, siendo los demás tan torpes que acudieron a ponerse en sus manos en Sinigaglia. Acabando con estos cabecillas y trocados sus parciales en amigos y devotos del duque, afianzó éste su poder, teniendo toda la Romaña en el ducado de Urbino y procurándose la benevolencia de todos aquellos pueblos que gozaban la excelencia de ser bien gobernados. No pasaré en silencio esta particularidad, por ser digna de conocimiento y de meditación.

Cuando César Borgia se apoderó de la Romaña, estaba gobernada por un enjambre de pequeños príncipes, más atentos al robo de sus vasallos que a su gobierno; trató, pues, de desunirlos, no dejándoles vivir en paz. Así es que abundaban los latrocinios y estaban infectadas aquellas provincias de bandas de forajidos, que se entregaban a los mayores excesos. Juzgó, pues, necesario el duque establecer un gobierno fuerte con objeto de restablecer el orden y someterlo a su autoridad, nombrando gobernador a Ramiro d'Orco, hombre cruel y resuelto, a quien dió plenas facultades. Este gobernador pacificó la Romaña en pocos mese, concilió y amigó los partidos, adquiriendo justa fama por sus dotes. Después juzgó el duque que una autoridad tan amplia sería completamente estéril porque sospechaba que llegaría a ser odiosa, y formó un tribunal de carácter civil en el seno de la provincia, presidido por un personaje de gran reputación, y al cual debía enviar cada ciudad su procurador o letrado. Imaginando por otra parte el duque Valentino que la rigidez de antaño le hubiera concitado odios de sus vasallos, quiso probar, para sincerarse con ellos y ganarse su beneplácito, que de las crueldades cometidas no tuvo él la culpa, sino que el culpable fué su ministro por la dureza de su carácter. Y aprovechó para ello la primera coyuntura favorable que se le presentó, mandando una mañana desollar de arriba abajo el cuerpo de Ramiro, exponiéndole colgado de un garfio junto a un cuchillo lleno de sangre, en la plaza de Cesena. El horror de este espectáculo satisfizo y llenó de espanto, a la vez, a aquellos pueblos.

Tornemos, sin embargo, a nuestro tema. Siendo ya el duque un señor bastante poderoso y estando al abrigo de sorpresas inminentes por contar con tropas que le eran personalmente adictas y haber acabado con los que se dedicaban a molestarle en las fronteras de su Estado, quedábale, si quería continuar ensanchando sus dominios, mirar de igual a igual al rey de Francia, porque de sobra comprendía este soberano que ya no le era posible intentar nuevas incursiones de anexión y de conquista.

Y comenzó buscando y pactando nuevas alianzas, mostrándose vacilante con relación a los franceses, cuando éstos llegaron al reino de Nápoles para combatir a los españoles que estaban poniendo cerco a la ciudad de Gaeta. Quería hacerse fuerte contra ellos, cosa que hubiera logrado a buen seguro, de no haber muerto su padre, el Pontífice Alejandro VI.

Tal fué la conducta de César Borgia con relación a los asuntos presentes. Por lo que respecta a los futuros, temió que el sucesor en la Sede Apostólica de su padre no fuera amigo suyo y le quitase lo que su padre le había dado. Para ello hizo frente al peligro que creía avecinársele de cuatro modos. El primero consistía en extinguir las generaciones de los señores a los que había desposeído de sus Estados, con lo que le quitaba al nuevo Pontífice el pretexto de desposeerle a él. El segundo consistía en atraer a su fracción a todos los nobles de Roma para dominar por este conducto al Pontífice. El tercero estribaba en buscarse en el Colegio Cardenalicio el mayor número de adeptos, y el cuarto en extender de modo tan singular el número y la calidad de sus Estados, que, antes de fallecer el Papa Alejandro, le encontrara propicio a recibir los primeros ataques del enemigo.

Al morir el Papa, había logrado las tres cosas primeras, pero le faltaba la cuarta. En efecto, consiguió acabar con todos los señores y príncipes desposeídos por él de sus Estados que había hallado a mano, logró que los nobles de Roma le fueran fieles y devoto. y se las arregló de modo que una gran parte del Colegio Romano siguió sus inspiraciones. Y proyectaba asimismo hacerse señor de la Toscana, a base de nuevas conquistas, siendo ya dueño de Perusa y Piombino y logrando, por otra parte, tener bajo su yugo a Pisa.

Y no teniendo ya que temer nada de Francia (porque los españoles habían arrojado a los franceses del reino de Nápoles, de modo que los dos pueblos, el español y el francés, se veían en el trance de tener que solicitar su amparo) ocuparía a Pisa, porque así se le rendirían a renglón seguido Luca y Siena, en parte por miedo y en parte por envidia a los florentinos. De esta guisa los florentinos no estaban en situación de defenderse. En cuanto estas empresas marchasen adelante (y comenzaban a marchar adelante el año en que murió Alejandro VI) adquiriría tal poderío y tal prestigio que hubiera logrado vencer, no con el concurso de la buena ventura de los demás, sino contando únicamente con sus medios personales.

Alejandro VI murió a los cinco años justos de encontrarse guerreando su hijo César, dejándole bien consolidado solamente el territorio de la Romaña, pero con las demás conquistas en el aire, entre dos poderosos ejércitos enemigos, y teniendo que sucumbir ante una dolencia, mortal de necesidad. Pero era el duque tan valeroso y tan astuto, conocía tan bien a los hombres que había de ganar o había de tener enfrente, y supo asentar su dominio sobre bases tan firmes en tan poco tiempo, que de haber gozado de salud y a no haber tenido frente a sus planes la fuerza de dos ejércitos adversarios, tengo para mí que hubiera vencido todas las dificultades que le salían al paso.

Ya se vió, al esperarle la Romaña más de un mes, que no eran flacos los cimientos de su dominio; que en Roma, aunque estaba medio muerto, permanecía seguro, y que los Baglioni, Vitelle y Orsini no encontraron gentes que alzaran sus armas frente a César. Y si no pudo hacer que fuera elegido Papa quien él quería, logró al menos que dejara de serlo quien él no deseaba que lo fuera.

Si la muerte de Alejandro VI le hubiera cogido con buena salud, todo le hubiera salido según sus propósitos. El mismo César me dijo el día de la elección de Julio II que tenía previsto todo cuanto pudiera suceder al fallecimiento de su padre, y que todo había podido remediarlo. No pudo imaginar, no obstante, que se encontraba moribundo al fallecer su padre.

No me atrevo a censurar ninguno de los actos del duque porque los conozco; antes bien, me atrevo a proponerlo como modelo de los príncipes que llegan al poder por la fortuna ajena y por las ajenas armas. Tuvo César grande aliento, tuvo nobles intenciones, y no podía conducirse de otro modo de como se produjo, siendo obstáculo solamente para que coronase sus planes la brevedad de la vida de Alejandro y el que ocurriese el fallecimiento del Pontífice cuando César estaba gravemente enfermo. Y quien juzgue que le es preciso en su principado nuevo ponerse a buen recaudo de los adversarios, ganarse amigos, bien por la astucia, bien por la violencia, hacerse amar o temer por los pueblos, lograr que los soldados le sigan y respeten, reformar el régimen viejo con flamantes modificaciones, ser severo y agradecido, magnánimo y liberal, destruir las tropas desleales, crear nuevos ejércitos y conservar la amistad de príncipes y de reyes, hasta el extremo que deseen llenarle de beneficios y teman jugarle una mala partida, no encontrará mejor ejemplo que el que ofrece César Borgia con sus actos de gobierno.

Tal vez haya que acusarle por no haber sabido elegir mejor con motivo del nombramiento de Julio II. Ya he dicho antes que no pudiendo elegir Papa a su gusto, pudo evitar y supo evitar, al menos, que fuese elegido un adversario suyo. Pero no debió consentir que recayese la elección en ninguno de los cardenales que él había ofendido, para que al llegar al Pontificado no siguiera temiéndole, porque sabido es que los hombres solamente ofenden por odio o por miedo. Los cardenales que César había ofendido eran, entre otros, los cardenales de San Pedro Advíncula, Colonna, San Jorge y Ascanio.

Todos los demás que llegasen al solio pontificio habían de temerle necesariamente, a excepción de Rohán y de los españoles. Los españoles por parentesco y porque no podían olvidar los servicios que les había prestado César; Rohán por su poder, toda vez que le guardaban los franceses las espaldas. Por eso el duque debió procurar a toda costa que fuera elegido Papa un cardenal español, y si esto no era posible, haber conseguido que lo hubiera sido Rohán antes que el cardenal de San Pedro Advíncula. Porque se engaña el que suponga que, entre altos personajes, los favores recientes hacen olvidar los disfavores pasados. La ruina definitiva de César Borgia consistió en haberse equivocado completamente en esta elección.