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Revista de España (Tomo I)/Número 2/Episodios de la guerra civil

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España, Tomo I, Número 2.

EPISODIOS
DE LA
GUERRA CIVIL.


Donde se verá cómo el general Bernel anduvo á los alcances del Chori y no se le «puso á tiro,» y cómo el cura de Aquerreta queriendo ayudarle á bien morir, le ayudó á correr bien.

En 1836 vino á España para sumarse con el ejército de la Reina una legión militar sin patria ni bandera.

Como dicha legión se componia de extranjeros dentro de si misma, y como por esta causa no pudiera determinarse la nación que produjo á sus individuos, se la denominó por la tierra de donde vino, y llamámosla la legión argelina; mas á la verdad en toda ella ni habia un solo musulmán, y llenaban sus filas hombres de todas las naciones de Europa, que desengranados uno por uno eran la incesante reproducción de aquellos verdaderos desperdicios de cada patria y de cada familia, que sumándose en multitud carnicera concurren fenomenalmente desde muy antiguo (tanto como los buitres) á las guerras civiles y de conquista que se prolongan; por muy lejos que acontezcan del punto de partida, asi de las legiones colecticias como de las bandas de buitres.

Elemento es este (el de los legionarios) con que para su mal contaron las ciudades griegas en la guerra del Peloponeso, Cartago en las púnica, Roma en las luchas de César y Pompeyo, Italia y España en las suyas de la Edad Media, y qué sin embargo D. Luis Felipe de Orleans asoldó con tino para la toma y ocupación de Argel, aprovechándose después de la oportunidad para endosárnosla en su provecho y á nuestro favor.

Mandaba aquella legión un capitán excelente, y cual convenia, más rígido que la ordenanza y tan valiente como el más atrevido entre los suyos. Le secundaban jefes y oficiales bizarrísimos, soldados de fortuna y gente sin ella, venidos á las armas por amor á las armas y á las alegrías de la guerra, al paso que amantes de la gloria tan en abstracto, que como dejo dicho no localizaban sus triunfos en la patria ni en la bandera....: eran estos, actos propiciatorios hacia una idea humana sintetizada en el grito de libertad.

La tropa, militarmente hablando, era hermosa, ágil, robusta, granada, retinta por el sol y bigotuda; pero esta primera impresión favorable se desvanecía mucho al descomponerse la formación.

Diré por qué.

Siempre que se nos presenta una colectividad compacta, y por consiguiente vigorosa, sea esta social, política ó militar, nos ocurre con respeto lo alto que estará el principio de autoridad moralizadora que la rige y que así suma en una voluntad tantas voluntades, y en una idea tanta fuerza para la realización de un objeto.

Pero si tal sucede con las agregaciones políticas ó con las colectividades sociales, más especialmente se verifica en presencia de las masas militares, donde la unidad colectiva, la unidad táctica, la unidad de combate, de triunfo y de gloria en su estado de perfección, significa disciplina y nada más que ciega disciplina.

Pues bueno, al descomponerse aquella formación, cada legionario, exceptuando los aguados, era un borracho perdido, amen de que tuviesen todos otros defectos capitales, propios de quienes fueran hez de todas las civilizaciones, y aquí está el busilis de lo que voy á contar.

Como empecé diciendo, en 1836 á mediados de este año, la legión argelina recien llegada á España, tomó puesto en la línea de Zubiri y guarnecía los pueblos de Larrasoaña, Zabaldica y Aquerreta, situados sobre la zona del Arga.

Larrasoaña, Aquerreta y Zabaldica distan uno de otro lo que Madrid de Carabanchel de arriba, y este del de abajo, con la diferencia de que las tres poblaciones navarras caben en uno de los Carabancheles, y así es que no podemos decir que aquellos hombres de guerra estuviesen distribuidos en sus alojamientos, sino apiñados en desorden.

Grande, sin embargo, era el contento de semejantes gentes de tan distintos orígenes, extrañas entre sí y unidas por el vínculo de la expatriación y del peligro, que habiendo caminado juntas como las tribus de los desterrados israelitas por los desiertos del África, habían pasado el mar Mediterráneo como los otros pasaron el mar Rojo, y se encontraban por último al Norte de España, aunque un poco más allá de la región de las vides, que por lo visto les era la tierra prometida.

Considerábanse hermanos, sin duda porque tenían adoptado á Noé por padre común; pero no se hicieron adoradores del Becerro de oro como los judíos, sino de Baco. Entonaban salmos á las viñas cada cual en su idioma, y aunque entre ellos se hablaba en más lenguas que en la Torre de Babel, habían convenido en que el vino se llamara vino.

El cuartel general estaba situado en Larrasoaña, y solo el general Bernel que gobernaba semejante legión podía habérselas con ella, y mandarla entrar y salir, quedarse y marchar.

Era una verdadera legión; y Bernel, y nadie más que Bernel, podía, con vanidad de hombre superior á los suyos, decir á todos los jefes militares del globo lo que Cristo á sus apóstoles: «con esto no podéis vosotros y solo puedo yo, porque esto es legión.»

He comenzado á escribir este recuerdo de nuestra última guerra civil sin propósito de reseñar la legión argelina más allá de lo que conduzca á mi fin, y así la presento en bosquejo para contar en detalle el caso sucedido tras las causas que le determinaron.

Ello es que tan luego como se agotó cuanto mosto y cuanto añejo había en Aquerreta, Larrasoaña y Zabaldica, los soldados se pasaban en grupos al enemigo.

No es esto decir que no se les diera la ración de vino ó de aguardiente que les estaba asignada; pero la palabra ración equivale á la idea medida; y ellos, como dejo expuesto, eran de suyo desmedidos en beber, por más que fuesen medidos á palos; y no eran, por lo que voy indicando, nada comedidos en servir hoy en uno y mañana en otro campo, aunque les fusilasen por ende.

Creían como una revelación, ó les habían hecho creer los agentes carlistas, que la verdadera región, la Jauja del vino, estaba más adelante; y ellos se iban en busca de la tierra prometida.

Quiso Bernel atajar este daño, y para conseguirlo tomó medidas de precaución é impuso castigos severisimos, al paso que ofrecia premios á los soldados que le presentasen uno ó más paisanos cojidos en el acto de inducir á la deserción.

Era, entre otras, una de las medidas la de que el individuo de tropa que se cojiera á cincuenta pasos de las guardias avanzadas en dirección al frente enemigo, fuese pasado por las armas sin más averiguación; y se cojian muchos y eran ejecutados sin remedio, y todos iban á la muerte como quien va á paseo, mascando tabaco ó fumando su pipa; y en esta forma iban los reos y los que presenciaban el acto; y los ejecutores veian pasar á sus camaradas á mejor ó peor vida, tan sin extrañeza que pasmaba, cumpliéndose las muertes tan sin escarmiento que excepto la personalidad de los muertos, seguia en el mismo número la procesión de desertores.

Iban al patíbulo con poco acompañamiento, y por lo general, sin cura ni fraile, en razón de que la mayor parte de los legionarios no creian en nuestros sacerdotes, y porque aquellas ovejas descarriadas al huir de su tierra y de sus respectivos rebaños, allá dejaron sus pastores. Sin embargo, á todos se les preguntaba si querían confesarse, y muchos ni lo entendían, porque eran de otra comunión; y para que más se admire la contumacia de estas gentes, es cosa digna de contar la de que se vio á un fusilador de la víspera, ser fusilado el dia después por idéntico delito que el del reo á quien de orden superior diera la muerte.

Tiempo es ya de que vayamos al suceso del Chori.

Estaba el general Bernel hecho un vestiglo, cuando entró en su aposento un ayudante á decirle que se hallaban esperando su permiso dos soldados para hablarle, á fin de producir queja contra un paisano que les había querido inducir á deserción.

Ni siquiera quiso verles por no retrasar la prisión del acusado, y mandó al ayudante que él con los dos soldados delatores fuesen á apoderarse del paisano y le llevasen al reten.

Cumplióse la orden, y al poco rato entraba en el cuerpo de guardia el presunto reo.

Era este un hombre de treinta y tantos años, alto y derecho como un trinquete, vestia blusa de bayeta azul, y llevaba boina del mismo color: llamábase el Chori (pájaro) por lo ligero, apreciábanle en la comarca por su carácter franco, y estaba reputado en ella por el más ágil jugador de pelota y el más esforzado tirador de barra.

Entró en el cuarto con marcial desenfado, y desde luego le saludaron alegremente por su nombre todos ó casi todos los oficiales subalternos que allí concurrían á jugar á los naipes y á beber licores; mas cuando se enteraron de que venia preso incomunicado, y cuál era la acusación que sobre él pesaba, mostraron todos sentimiento y algunos incredulidad.

El Chori respondió afable al saludo de los oficiales, y al ser entregado al comandante del reten, ni siquiera se dignó mirar á sus aprehensores.

Era tal la prisa que tenia el general Bernel en hacer un escarmiento, que á la media hora ya asistía el fiscal nombrado á tomar la primera declaración al preso.

Preguntado su nombre, edad, estado, etc., los dijo en regular castellano, si bien con el acento navarro.

Preguntado su oficio, ocupación ó empleo, dijo: que era arriero, y que se ocupaba en llevar vino desde Puente la Reina á Larrasoaña.

Preguntado si conocía á sus acusadores ó si sabia que le tuviesen odio ó mala voluntad, dijo: que los conocía por ser los que le habian traído preso y los más borrachos de toda la legión, pero que no le constaba que le tuviesen odio ni mala voluntad, á no ser que fuera cosa muy reciente por haberles ganado el dia antes una pipa moruna á cada uno.

Preguntado como les habia ganado las pipas, y lo que medió en esto, dijo: que él también habia perdido en la apuesta cerca de un cuarto de pipa, ó sea medio pipote, con lo cual las consideraba más que pagadas.

Mandado que ampliase su declaración en este punto, dijo: que él por medio pipote entendía la cuarta parte de una pipa, pero no de fumar, sino de beber: ó lo que es lo mismo, no de tabaco, sino de vino, y que entendía por pipa la mitad de una carga.

Mandado que aclarase, cómo habia ganado las dos pipas y perdido cerca de medio pipote, dijo: que aquellos dos soldados, de los cuales el uno decia ser turco y que no era sino amigo de las turcas, y el otro decia ser de Picardía, y el declarante cree que lo fuera, aunque no tiene noticia de que tal tierra haya, solían después de cada lista ir á su casa á visitar su vino. Que dichos soldados pagaban siempre menos de lo que bebían, porque bebían distraídos y se fiaban en el plus del día siguiente; pero que como ya se fuesen atrasando en lo del pagar y adelantándose en lo de beber, el declarante les requirió para que abonaran al contado; y dijo el turco que pues no tenía suses, él se jugaba una pipa que había pertenecido al Dey de Argel, y añadió el pícaro (picardo) que él se jugaba otra que había sido la alhaja más querida de un santo de Constantina, con tal de que fuese el juego en la forma que él estableciera.

El declarante confiesa que las dos pipas le gustaron; y que, halagado con la esperanza de ganarlas, dijo á los soldados que propusiesen el juego, cuyo juego era de la manera que dice á continuación.

Debía traerse un pipote ó tonel de dos arrobas de cabida, destapado por la parte superior, y se trajo: debía este llenarse de buen vino de la Ribera hasta la mitad, y se llenó con sobras; y en tal estado debían los soldados meter por lo ancho la pipa en el pipote y apurar de balde todo el líquido, con tal que le chuparan por el tubo de sus pipas, so pena sin embargo de perder las prendas si dejaban dentro del tonel más de medía pinta, ya sea que fuese porque se cayeran de puro beodos, ó porque se quedasen dormidos.

El declarante afirma que aunque los soldados estaban comprometidos, según su contrato, á apurar el vino colocados en pié durante el tiempo que pudieran tenerse derechos, se conformó con que se sentaran cuando estos se lo rogaron al cabo de tres cuartos de hora, y añade para su descargo, que cuando después de otros tres cuartos de hora aquellos pidieron sentarse en el suelo, se avino á ello dejándolos beber echados lo mismo que gorrinos.

El declarante confiesa que después de dos horas de chupar como lechuzas, los soldados hubieron de quedarse dormidos sin agotar el vino en más de dos pintas; y ya de los labios se les cayeron las pipas dentro del pipote, en cuyo acto recogió su legitima ganancia; cargó á cuestas con los borrachos, uno tras otro, y los puso de costillas en la calle, donde supone el declarante que amanecerían: que no tiene más que decir, y que lo dicho es la verdad á cargo del juramento que tiene prestado.

Peguntado si recordaba haber dicho á los soldados argelinos que se fueran á Zumalacárregui y que este les daria para tabaco, dijo: que como una hora antes de venir á prenderle los mismos soldados le habian ido á reclamar las pipas cual si él no las tuviera más que en calidad de prestadas, y añadieron que querian apurar el vino del dia anterior en la forma que habian comenzado, y que después de hecho esto querian que les diera tabaco, porque de lo contrario ellos darian parte á su General; á lo cual, en efecto, recuerda el declarante que les respondió que se fueran á paseo y que Zumalacárregui les daría para tabaco; pero que con semejantes palabras él no quiso decir más sino que se marcharan de su casa y que los facciosos les cascarían las liendres.

Con esto y algunas meras formas de ordenanza, dio el fiscal por concluido el sumario; y dada cuenta al general Bernel, quiso este que el acusado fuese pasado por las armas.

Era el fiscal un capitán de artilleria de nuestro ejército, quien como representante de la ley objetó al General que lejos de haber prueba plena del delito, ni se probaba el conato en el sumario, ni las formas estaban cumplidas para imponer castigo á un español, mucho menos siendo dicho castigo la pena capital. Pero Bernel insistia terco en su propósito, cuando por efecto de aquellas diferencias hubo de llegar noticia al justificado Barón de Meer, entonces Virey-encargos de Navarra, el cual con superior autoridad dispuso que el preso fuese juzgado por todos los trámites de la Ordenanza.

Libraba pues el Chori de su impensado naufragio como en una tabla; y ya se le puso en comunicación y le fué nombrado por defensor otro oficial español, teniente de ingenieros, que con el fiscal capitán de artilleria, eran los dos únicos oficiales de nuestro ejército que con la legión argelina operaba, mandando el capitán una batería de montaña, y el teniente una mitad de zapadores.

Corrieron los días, y á su medida se captaba el simpático navarro más afecto y adquiría mayor Familiaridad entre aquellos militares que en el principal se juntaban á fumar, beber y jugar.

Fumar, jugar y beber son las tres libertades que el oficial subalterno pone más en ejercicio para remunerarse de los austeros trabajos de la guerra. Quiero decir, para sujetar las tres facultades del alma definidas en la doctrina cristiana bajo las denominaciones de memoria, entendimiento y voluntad, aplicando así instintivamente cada antídoto á su veneno, ó cada veneno á su antídoto; y ¡cosa notable! de estas tres neutralizaciones que á primera vista aparecen resolver la negación del hombre, resultan más vivas y patentes en el hombre-soldado las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. La fe en salir vivo de la campaña; la esperanza en hacer carrera, y la caridad más amplia para con sus hermanos de la profesión.

De fijo no hay compañero desvalido, aunque pierda á un elijan, por elegir mal, desde el reloj, hasta el tabaco y la camisa, porque se le arma, y el perdidoso continúa equipado, echando más humo que un demonio, y sigue el juego; no hay que pensar tampoco en mañana, porque mañana Dios dirá, y se sigue jugando, bebiendo y fumando.

Encierra tales y tantos atractivos la vida de cuerpo de guardia en tiempo de guerra que, dadas las condiciones ordinarias de la virtud, corrompe por lo general la virtud misma hasta en los que hacen profesión de virtuosos; y asi se ve á muchos capellanes de regimiento que, en alegre compaña con sus feligreses, fuman, beben y juegan desde que el sol se pone ó termina la jornada, hasta que nace el sol y suena la Diana.

No es esto último indicar, ni por asomo, la idea de que en el cuerpo de guardia del Principal donde jugaban, bebian y fumaban los oficiales de la legión, hubiese capellán metido entre ellos. La legión argelina no tenia capellanes, como creo haber dado á entender, y entre todas aquellas gentes de bizarras figuras, de gayos uniformes y de retorcidos mostachos, tan solo estaba el Chori sin bigote y sin uniforme, aunque no con menor desembarazo que los demás concurrentes.

El Chori fumaba, el Chori bebia y jugaba; él daba tabaco, él mandaba traer vino de lo suyo, y en cuanto á los dineros, los ganaba ó perdia, prestábalos ó los cobraba como si fueran pocos para su largueza ó como si no fuesen suyos.

Queríanle todos bien, y nadie pensaba en que pudiera ser reo de la culpa que le achacaban los dos soldados borrachos y tramposos.

El arriero, por su parte, se habia contagiado, sin sentir, de las delicias de la vida militar en aquel cuerpo de guardia ó en aquella cápua de la legión argelina (cada regimiento tiene la suya); y ya apenas curaba de que cuidasen sus machos, y no le atormentaba la falta de su libertad.

Si es cierto, como afirma la filosofía vulgarizada, que la educación sea una segunda naturaleza, esto es, una naturaleza artificial que sustituye á aquella primera en que nacimos, fuente del pecado que determina nuestras acciones, hay que conceder también á los filósofos y á los politico-sublimes que por la eduacion se llegará á realizar la paz célica en el mundo, y que se extinguirán por consiguiente los ejércitos preventivos, quedando en perpétuo reposo las armas que hoy llevamos para que las generaciones venideras las vean con el horror y las examinen con el escándalo que hoy examinamos las máquinas y los instrumentos de martirio que usaba la Inquisición...

Pero repasando lo escrito, me advierto de que impensadamente dije la paz célica en la tierra, cuando la palabra célica me trae á la memoria que la primera noción histórica que de la guerra tenemos, comienza en el cielo.

Los ángeles buenos y los ángeles malos fueron, son y serán espíritus puros y puros espíritus que guerrearon entre sí.....

Podemos nosotros educar el cuerpo para que sufra los trabajos, no sienta las privaciones, ó para que sea insuficiente á todo trabajo; pero educarse el espíritu del hombre para la paz absoluta hasta olvidar la guerra no es posible; y no solo la historia del mundo, pero la del universo lo confirma.

Antes al contrario, el hombre se educa en la práctica de la guerra hasta olvidar la paz, acostumbrando su cuerpo hasta no sentir los trabajos de la guerra.

La que busca la guerra, y ahí tenemos la historia del mundo, es el alma; al paso que lo que protesta de la guerra es el instinto de conservación de la materia..... El alma racional es imperecedera: el instinto termina con la vida que trata de apartar de los peligros sin haberlo podido conseguir, desde que el alma de Caín cobró tirria al alma del inocente Abel que no estaba prevenido para la defensa.

Y como yo, haciendo justicia al padre Adán, supongo que educaría á sus dos hijos con igual solicitud, y como á pesar de la educación, el hecho fratricida sobrevino; supongan mis lectores que Caín, en vez de ser un solo Caín, hubiera sido una nación de Caines; y que Abel, en igual de ser un solo Abel, fuera otra nación de Abeles; y díganme ahora: ¿Qué hubiera sido al empezar el mundo de las naciones la nación de Abel? Hubiera sido el primero y más grande cementerio del género humano, y hoy la humanidad seria la inhumanidad, ó lo que es lo mismo: sería el mundo de los Caines.

La guerra, pues, resulta por la historia ser divina, humana y eterna; y por la filosofía necesaria; porque nace de la justicia y la constituyen el ataque de los malos y la defensa de los buenos; ó lo que es lo mismo, la invasión del mal y la defensa del bien; de manera que, lo que hay que educar es la guerra para que triunfe la justicia.

Quería Bernel educar, según su frase (cout çe qui cout), á sus hombres de guerra para la buena causa que él sustentaba como bueno, y procurando que no se le marcharan á ayudar la mala causa, á cuantos de los suyos cogia en el camino del mal ó á orillas de este camino, los pasaba por las armas y quedaban curados para siempre.

Sucedió en esto que mientras se deslizaban los dias del Chori en apacible arresto, prendió una patrulla á cierto soldado mucho más allá de lo prevenido para los que no querían seguir viviendo. Trajéronle á la guardia avanzada, y puesto en garras del consejo, no vale decir que le juzgaron, sino que le sentenciaron á morir en el acto.

Avínose á ello el soldado, y dijo que solo tenia que alegar en su provecho: primero, que él iba á procurarse mucho vino, y puesto que le habían atajado en su viaje, le diesen vino todo el tiempo que le quedara para beberle; y segundo, que él era polaco, y como tal, católico que quería morir en su religión conforme había vivido; y así que le trajesen mucho vino y por añadidura un sacerdote.

Para complacer al reo hacíase ciertamente más difícil encontrar el cura que el vino, en razón á que los de la Rasoaña estaban todos en la facción; y así, mientras este se buscaba dieron de beber al polaco cuanto él y la caridad pedían, que era mucho.

Averiguóse al fin que en Aquerreta residía un párroco anciano, el cual, por falta de pies no había empuñado las armas, y se dio orden á un ayudante de batallón para que á todo escape fuese á prevenirle que viniera á ayudar en su última hora á un condenado á muerte.

El ayudante fué, encontró al cura, le intimó la orden y volvió á su puesto; mientras el sacerdote allá quedara recojiendo sus menesteres para los dos tránsitos, el suyo y el del reo; y en tanto el preso en la guardia avanzada aguardaba su hora, siempre bebiendo para alentar su camino.

Es de advertir que el ayudante era francés y que el cura habia nacido y crecido en la alta montaña de Navarra; de lo que se desprende que los dos hablaban muy mal el castellano.

De allí á un rato el anciano sacerdote emprendió su camino resignado á llenar su santo pero doloroso ministerio.

Creia él, por lo que se vio luego, que iba á auxiliar á un mártir conciudadano suyo, y andando con pasos vacilantes encomendaba el alma al Chori con fervor, fijos los ojos en una efigie del Divino Señor Crucificado. Llegó por fin á la Rasoaña, por su dirección natural que era la opuesta al sitio en que estaba en capilla el verdadero reo; y llegado que hubo, entróse en el cuerpo de guardia del Principal, y entró casualmente en un momento de triunfo para el Chori.

Jugábase al monte; el aposento encerraba una nube para los ojos, y era un horno para los pulmones: alli se pisaban barajas y cascos de botella; se renegaba en francés, y el Chori en tanto recojia á manos llenas las consecuencias de un atrevido copo con que habia barrido la banca, al paso que era causa de que anduvieran aquellos estorbos por el suelo y aquellas blasfemias por el aire.

Entró en la estancia muy agitado y más pálido que la muerte el cura de Aquerreta.

Era el señor cura un hombre sexagenario, de fisonomía vulgar bien que benévola, y aunque no quepa decirlo de los vivos, diré yo que mejor que vestido, iba amortajado con una hopa de bayeta negra que al andar le azotaba los talones. Entróse sin sombrero ni bonete, todo su traje salpicado de barro hasta el alzacuello, y llevaba asido con ambas manos aquel Santo Cristo que de seguro media más de tres cuartas.

Cuando todos aquellos oficiales y el Chori se le hallaron encima sin saber por dónde ni á qué viniera, miráronle con cierta sorpresa y muy callados; mas el buen sacerdote, poseido de su misión, sin parar mientes en aquella bacanal, se adelantó con lágrimas en los ojos hasta juntarse al Chori y le puso el Crucifijo á dos dedos de las narices.

El Chori miró al Cristo y miró al cura, miró al cura y miró al Cristo; y volviendo luego á mirar al cura con grande sangre fria, dijo: «es Cristo......» y se quedó otra vez mirando al cura como quien aguarda explicación de semejante acto.

El párroco de Aquerreta, que en efecto apenas chapurraba el castellano, era piadoso, amante de sus paisanos, carlista de corazón; estaba firmemente persuadido de que el Chori por servir á la causa de su Rey era la victima, y asi fué que lloroso lo mismo que un niño, y balbuciendo en mala dicción y peor acento, le dijo:

«Tú estar Chori..... tú estar muerto!.....»

El Chori se palpó de arriba á abajo sin apartar los asombrados ojos del sacerdote que prosiguió exhortándole en esta forma: «Tú agarrarte á Cristo, que estar bueno; tú dar dinero á misas, tu no tener machos más, tú no tener cuerpo, tú estar muerto, Chori, y francés matar á tí!.....»

Aqui se arrojó el cura de rodillas ante su penitente para darle sin duda ejemplo de resignación y de humildad, y todos los oficiales legionarios, los más sin apartar las pipas de los labios, y los otros sin soltar los vasos de la mano, miraban en silencio aquella escena.

Convéngase en que la salutación del cura al Chori, era harto fuerte para dejar turbado el ánimo más sereno. El Chori en efecto, vaciló al anuncio entre la incertidumbre de la vida y la muerte, y abatió la frente á la manera de león que siente el golpe de la bala en la cerviz y queda por momentos aturdido.

Mas se repuso de súbito, y como león en el desierto que bota sobre la arena salvando la serpiente, saltó, votó, bolo por encima del cura, arrolló á los oficiales, y ganando la puerta á todo escape, más era gamo ahuyentado, que león sorprendido en campo libre.

El cura de Aquerreta á quien la piedad prestaba fuerzas, emprendió á correr tras el fugitivo, creyendo alcanzarle siquiera con la voz antes de que le mataran inconfeso aquellos crueles enemigos de la causa de Dios que le tenian condenado.

El sacerdote creia imposible que el Chori sacase libre el cuerpo de entre tantos contrarios, é iba á sus alcances para salvarle el alma. Mas el Chori le ganaba una ventaja tan sucesiva, que pronto le hubiera perdido de vista.

Asi iban el uno en pos del otro ya á distancia de la población á campo-traviesa, cuando cata que el ayudante montado á caballo, se apareció atajando al cura y le paró diciendo con marcado mal humor, que por él le fastidiaban otra vez mandándole de nuevo en su busca, y que si ahora no le seguia al trote de su caballo hasta la primera avanzada en que se hallaba puesto el reo en capilla, este seria fusilado sin su asistencia.

Aquí fué donde se quedó el cura estupefacto volviéndose muy confuso á mirar al Chori, y viendo que aun trepaba suelto por los cerros, santiguóse asombrado y echó la bendición al fugitivo.

Jadeaba el bendito sacerdote hasta atragantársele el aliento; mas á pesar de su fatiga echó á andar tras el caballo rebosando sudor y confusiones, encerrado en el más absoluto silencio.

A corto trecho llegaron á la barraca en que de ordinario sé guarecia la avanzada. Esta guardia estaba á la sazón formada á la derecha; á la izquierda se tendia un piquete, y á la puerta se mantenian dos centinelas.

Era la barraca el lugar destinado á la capilla como queda dicho.

Se apeó el ayudante, y entró guiando al cura á presencia del reo. Estaba este entre participio y gerundio, quiero decir, bebido y bebiendo; y el cura de Aquerreta, destinado aquel dia á pasar de asombro en asombro, se quedó más que estupefacto, porque se quedó bobo.

Habló el ayudante y dijo al condenado á muerte: «Aquí os traigo al sacerdote católico que habéis pedido para dejar el mundo.»

Mas á tan tremenda insinuación el polaco volvió la cabeza, y mirando de arriba á abajo aquel humilde ministro del Señor, soltó á reir y respondió que lo que él había pedido no era aquello, sino un sacerdote traído de su tierra.

No fué menester otra cosa para que el reo abreviara los instantes de su vida.

El piquete recibió orden para apoderarse del reo contumaz, y entró mandada por un sargento una manga de ocho soldados que le envolvió en el acto.

Salieron juntos, é iba el impenitente polaco marchando al compás regular con marcial continente y desdeñando oír al cura de Aquerreta que, pegado á su flanco, á grandes voces le decía: «¡Agárrate á Cristo!....»

Mas cuando ya el piquete, la manga, el agonizante y el reo hubieron andado sobre cien pasos, paró todo el cortejo y se detuvo el infeliz que iba á morir, indiferente, sin un recuerdo para su Dios, para su patria, para su familia ni para sí mismo.

Mandóle el ayudante que se arrodillase para que se cumpliera la sentencia; pero él se mantuvo en pié y dirigiendo la voz á los soldados ejecutores, les dijo: «camaradas, á la cabeza.»

En el acto que sonó la descarga el cráneo del sentenciado estaba hecho pedazos, y aun se oyó después la voz del cura navarro que gritaba: «¡agárrate á Cristo!....»

¿Y el Chori? preguntarán los lectores de este recuerdo: del Chori no hubo más noticia durante la guerra civil; y solo se sabe que una vez desatendidos los machos por su dueño, tuvo de ello aviso un comisario; y viéndolos sin oficio, fueron relegados por vagos á servir plaza de acémilas en la legión argelina; hasta que en tal faena, matados antes que flacos y antes flacos que rendidos, murieron de hambre cargados de raciones.

¿Y de aquellos tantos y tan bizarros oficiales que vieron huir al Chori de la prisión sin moverse en su daño ni en su ayuda?

¡Oh acción generosa y propia de compañeros en la guerra.....! Aquellos atrevidos militares, al presenciar suceso tan extraño, sintieron uno y otro y todos á un tiempo, las virtudes teologales en lo intimo, por el orden siguiente:

Sintieron la caridad y dejaron huir al preso. Sintieron la esperanza de su salvación y aguardáronla con la confianza de la fe; y como la adversidad del lance de baraja les habia enagenado la propiedad de la suma del copo, la remitieron al cura de Aquerreta, diciéndole á quien pertenecia.

Cierto que por el momento conmemoraron la pérdida del fugitivo por ser este gran tercio en los juegos de azar; pero ellos que estaban acostumbrados á ver que desaparecían sus amigos en los azares de muchos combates, quedáronse conformes y siguieron fumando, bebiendo y jugando: que de esta manera es el hombre de guerra educado por la costumbre; amante de la existencia del compañero y despreciador de la suya; gente viciosa para las inteligencias estrechas y para los corazones tacaños; pero no asi para las nobles inteligencias, ni para los corazones generosos; no asi para las inteligencias que abarcan y para los corazones que miden, que en la gente de guerra reside una virtud más grande que las virtudes comunes, acompañada necesariamente por muchos vicios pequeñuelos.