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España en 1492

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Espan̋a en 1492: Conferencia de D. Daniel López pronunciada el día 17 de Marzo de 1891 (1893)
de Daniel López López
 
ESPAÑA EN 1492.
 

ATENEO DE MADRID



ESPAÑA EN 1492


CONFERENCIA

DE

D. DANIEL LÓPEZ

pronunciada el día 17 de Marzo de 1891









MADRID
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA»
IMPRESORES DE LA REAL CASA
Paseo de San Vicente, 20



1893

 
Señores:


Pocas veces, al tener que dirigir la palabra á este ilustrado auditorio, me he encontrado con una cuestión tan fácil de tratar, en apariencia, como la que se me ha encargado por la Comisión que dirige los trabajos relativos al Centenario del descubrimiento de América, y sin embargo, pocas veces ha sido mayor mi temor al abordarla, no tanto por las dificultades, para mí muy grandes, que pueda encontrar en su desarrollo, cuanto por la enorme y principal de condensar lo más importante del asunto en el breve espacio que suele concederse á una conferencia.

Cuando se trata de buscar solución á un problema de crítica histórica, de emitir parecer en una cuestión concreta de las innumerables que están en tela de juicio, la tarea del conferenciante se presenta más llana y sencilla. Hay en su trabajo una parte meramente expositiva, destinada á presentar ante el auditorio los datos conocidos que, juntos, forman el estado actual de la cuestión. Viene después lo que podríamos llamar parte conjetural, en que la sagacidad y perspicacia del disertante tienen ancho campo donde lucirse, y finalmente, por el proceso lógico de las ideas, síguense las conclusiones que quiere dejar establecidas, las cuales, en rigor, constituyen lo nuevo é inédito, como si dijéramos, el nervio de su trabajo.

En el caso presente, si no hay en realidad problema difícil, si la cuestión está, desde el punto de vista crítico, resuelta hace tiempo, es tal la suma de materiales, tan grande, tan vasta la tarea y al mismo tiempo tan agradable para tratada entre españoles, que todo esto reunido produce en el ánimo natural confusión, no pareciendo posible hallar medio hábil de disponer y ordenar la copia de datos y noticias reunidos y conservados con religioso celo, por varias generaciones de eruditos, en el limitadísimo espacio de que dispongo. Nunca con tanta propiedad como ahora podría decir que siento flaquear mis débiles fuerzas ante la magnitud de la empresa, una vez que en este caso hay que tomar la frase en su acepción literal, esto es, lo grande, lo dilatado y vasto del asunto.

No esperéis, por tanto, novedades, en lo que á los hechos é instituciones se refiere, en la conferencia de esta noche. No vengo á comunicaros ningún secreto de erudición recóndita, ni siquiera á hacer la crítica de las fuentes para el estudio de la historia de los Reyes Católicos. Por punto general habré de limitarme á exponer sucintamente lo que hace ya tiempo ha sido objeto de la investigación de los eruditos, evocando el recuerdo de hechos é instituciones analizados y puestos en claro ha más de cincuenta años, si bien por eso mismo, no tan presentes en la memoria de los amantes de la patria grandeza, como si su conocimiento datara de más reciente fecha.

Dejando, pues, á un lado todo preámbulo y entrando desde luego en materia, nada sorprende tanto, al estudiar la situación de España en 1492, y en general al finalizar el siglo xv, como la consideración de que el estado floreciente del país, el orden en la administración y en la hacienda, los progresos en la organización militar sobre la base de la nación armada, el desarrollo de la marina mercante, y en suma, cuanto puede contribuir á la prosperidad nacional en el interior y valer el respeto y temor de las demás naciones, que obra tan gigantesca se hubiera comenzado y llevado á feliz remate dentro del reinado de los Reyes Católicos. En realidad, la mente se resiste á admitir que en el breve espacio transcurrido desde la muerte de Enrique IV hasta el año de la toma de Granada, se haya podido operar transformación tan completa.

Es regla constante en la historia de los pueblos y de las instituciones, que unos y otras se desarrollen lentamente. A una honda reforma legislativa no responde sino en el transcurso del tiempo la reforma social que por este medio se quiso introducir. Los frutos de las revoluciones políticas no son de ordinario recogidos por la generación que las vió hacer. De ahí la originalidad y grandeza de un período en que se realiza, sin conmociones sangrientas, una revolución política de trascendencia innegable, que en pocos años cambia de arriba abajo la situación del país, trocando una Monarquía débil y arruinada, en Estado poderoso, cuyas fuerzas exuberantes permiten descubrir un nuevo mundo y extender por Europa la fama y el prestigio del nombre español.

Dada la noción generalmente admitida respecto al desenvolvimiento gradual de los hechos históricos, apenas se explica que el reino de Castilla pudiera pasar de una manera tan rápida de la situación decadente y vergonzosa en que se encontraba en tiempo de Enrique IV al esplendor y grandeza, á la viril expansión del reinado siguiente.

Fenómeno semejante no es frecuente en la historia de los pueblos sino después de revoluciones sangrientas, que hacen salir á la superficie el desacuerdo que existe entre gobernantes y gobernados. Por medios absolutamente pacíficos, sin derramamiento de sangre, son muy contadas las revoluciones políticas importantes que han podido hacerse, y cuando así ha sucedido, siempre se encontrará al lado de sucesos que, por circunstancias felices, han iniciado y empujado el movimiento, personalidades eminentes á cuyo tacto y habilidad hay que atribuir buena parte del exito. Esto último fué lo que ocurrió en España en el período que examinamos.

Unidas las coronas de Aragón y Castilla en las personas de Fernando é Isabel, y terminada victoriosamente la guerra de Granada, el año 1492 señala en nuestra historia el principio de una nueva era. Lo que durante siglos había sido el ideal constante de los monarcas aragoneses y castellanos, vióse realizado por un feliz concurso de circunstancias en tiempo de los Reyes Católicos: reunir en un solo Estado las dos Monarquías cristianas, y con la suma de poder así obtenida, arrojar los musulmanes al otro lado del Estrecho, dando cima con esto á la santa obra de la Reconquista.

Claro es que la realización de empresa tan grande en espacio de tiempo relativamente breve, no podía menos de producir un cambio radical y profundo en la manera de ser de la Monarquía española, y, por consiguiente, en la situación respectiva de los distintos poderes que la constituían.

La antigua contienda entre las pretensiones de la nobleza y las prerrogativas del poder real quedó, por el solo hecho de la formación de una gran monarquía, resuelta definitivamente en favor de éste. Aquellos señores turbulentos, cuyo poder había casi igualado el de los reyes, mientras existió la separación de los Estados cristianos, encontráronse entonces reducidos á situación de inferioridad tan evidente, que toda idea de resistencia á la voluntad del soberano hubiera parecido verdadera insensatez.

En ésta, que con entera propiedad de lenguaje podría llamarse verdadera revolución política, lo que más sorprende, como antes he dicho, es la rapidez con que sin necesidad de afrontar graves conflictos se llevó á cabo. Debióse esto en gran parte á la prudencia y habilidad, no exentas de energía, desplegadas por los Reyes, y muy especialmente por Isabel, que en su calidad de sucesora del imbécil Enrique IV y del débil Juan II, encontró al subir al trono más ensoberbecida que nunca á la nobleza, y más que nunca desprestigiado el poder real.

Á favor de la anarquía que caracterizó el reinado de Enrique IV, habían extremado los grandes el abuso llevándolo hasta el último límite. Habíanse hecho dueños de todos los cargos importantes, se habían apoderado de buena parte de las rentas reales, y ávidos de emanciparse en absoluto de la dependencia del monarca, acuñaban moneda como príncipes soberanos, y al abrigo de sus fortalezas, y sostenidos por sus mesnadas, no reconocían en sus dominios fuero ni autoridad superior á la suya. En tales circunstancias, fácil es comprender la prudencia exquisita que se requería para reducir á cuerpo tan poderoso, y el tacto y habilidad necesarios para no aventurar ninguna medida importante sin la seguridad de tener fuerza bastante para imponer su cumplimiento. Esta fuerza no podía proceder sino del pueblo, del estado llano, tan interesado como el monarca mismo en poner freno á las demasías de los nobles y en afirmar y robustecer el poder real. Tal fué el apoyo que buscaron los Reyes Católicos, y esto es lo que explica principalmente, no sólo las reformas de su reinado, sino la gran revolución política que en la mayor parte de Europa se llevó á cabo por este tiempo.

Sabido es, en efecto, que si bien en parte alguna fué tan rápido y definitivo como en Castilla el predominio del poder real sobre la nobleza, casi al mismo tiempo que aquí aparecieron, en Portugal, en Francia y en Inglaterra, monarcas dotados de talento y energía suficientes para sacar partido de las circunstancias en favor del poder real, sustrayéndolo para siempre á la dependencia en que durante la Edad Media lo habían tenido los nobles. Estos, en vez de organizarse, contribuyendo á establecer el orden en el Estado, lo cual les hubiera asegurado un papel político importante y duradero, se obstinaron en permanecer completamente ajenos al movimiento de progreso que empujaba á la sociedad, y como era inevitable, no tardaron en ser arrollados por la corriente general. La toma de Constantinopla por los turcos hizo ver la necesidad de establecer alianzas entre los Estados cristianos como único medio de combatir al enemigo mortal de la cristiandad. Por primera vez hubo entonces algo parecido á lo que llamaríamos hoy un sistema político en Europa, impuesto por la necesidad de unirse y concentrar las fuerzas que en todas partes se sentía. La idea de patria, limitada durante los siglos anteriores á la ciudad, al municipio ó al feudo, hízose extensiva á toda la nación; en fin, el concepto moderno de la nacionalidad apareció entonces por vez primera.

Si en parte alguna había alcanzado el poder de la nobleza grado tan alto de desarrollo como en Aragón, por la índole especial de su constitución, y en Castilla por los abusos y el favoritismo, tampoco en parte alguna cayó en menos tiempo que en estos reinos, gracias á la constante y hábil política de los Reyes Católicos.

En 1492, cuando la rendición de Granada terminó la guerra de la Reconquista, el orden que de tiempo atrás se había establecido en la Administración, el respeto á la ley y el temor al poder central, cosas todas desconocidas en los reinados anteriores, permitieron á los monarcas preparar la nación para intervenir con éxito en la política europea, al mismo tiempo que con diligente solicitud atendían á favorecer el desarrollo de la riqueza pública.

Tanto en el orden político como en el administrativo y económico, así en la dirección de las empresas militares como en el impulso dado á la industria y al comercio y hasta á la cultura general, las principales reformas introducidas en tiempo de los Reyes Católicos son en su mayor parte anteriores á 1492, lo cual es casi tanto como decir que en este año habían podido ya apreciarse sus resultados.

Desde las Cortes de Madrigal de 1476, convocadas, según ingenuamente dice Hernando del Pulgar, «para dar orden en aquellos robos e guerras que en el reino se facian», se había tratado con el establecimiento y organización de la Santa Hermandad, de poner término al estado de anarquía, resultado de los desórdenes pasados. De entonces data la reorganización, ó mejor dicho, la resurrección de la administración de justicia, nula en absoluto en el reinado anterior, por carecer de fuerza el poder central para hacer ejecutar sus fallos.

Había sido frecuente en Castilla, durante la Edad Media, el establecimiento de hermandades ó confederaciones políticas entre los pueblos, que, por regla general, tenían por objeto velar por la conservación de los fueros y privilegios de los asociados. La hermandad establecida por los Reyes Católicos se diferenció radicalmente de las anteriores, en que lejos de limitarse á algunas ciudades abrazó los reinos de Castilla y de León, extendiéndose después á Galicia, Toledo, Andalucía, y últimamente á Aragón, es decir, que fué general, y además, que por la forma especial dada á su organización, en vez de servir de instrumento de resistencia al poder real, como había ocurrido muchas veces, fué, por el contrario, su principal apoyo en la obra de someter la nobleza y afirmar sobre sólidas bases el orden en el Estado.

En las Juntas que los Procuradores de Castilla celebraron en Madrigal en 1476, y que prosiguieron en Cigales y Dueñas, acordóse que cada cien vecinos contribuyeran con diez y ocho mil maravedises para mantener un hombre de á caballo, organizándose por este medio una fuerza de dos mil hombres, á la que se dió por general al Duque de Villahermosa, hermano bastardo del Rey. Esta milicia, con sus oficiales, estaba siempre dispuesta á acudir á donde era llamada, de modo que además de mantener la seguridad en los caminos y perseguir á los malhechores, formaba una especie de ejército permanente que servía para tener á raya á los poderosos amigos de turbulencias. También, en distintas ocasiones, prestaron auxilios de consideración á los Reyes; pagando además de la contribución acostumbrada, subsidios extraordinarios para ayuda de los enormes gastos que ocasionaba la guerra de Granada.

La Hermandad subsistió en esta forma hasta 1498, en que restablecidos el orden y el sosiego, revestida de la fuerza competente la justicia ordinaria, consideraron los Reyes que habían desaparecido las razones á que se debía su establecimiento. En 1492, por tanto, la encontramos en pleno vigor, siendo la encargada de guardar los caminos y de impedir los actos de bandidaje á que al abrigo de sus fortalezas eran tan aficionados algunos señores. Harto habían conocido éstos que la nueva organización de la Hermandad había de servir de freno á sus demasías, cuando en cierta ocasión, acaudillados por el Duque del Infantado, dirigieron una enérgica representación á los Reyes pidiéndoles que la abolieran. Pero toda resistencia era inútil, y desde que el Conde de Haro, uno de los señores que poseían más extensos dominios en el norte de España, introdujo en sus tierras la Hermandad, muchos nobles imitaron su ejemplo, alcanzando de este modo aquella institución desarrollo mucho más grande que el que en un principio se le había querido dar.

Mucho más importantes que las Cortes de Madrigal y que todas cuantas se celebraron en tiempo de los Reyes Católicos, fueron las de Toledo de 1480, donde, según la pintoresca frase de un contemporáneo, «se hicieron las leyes y las declaratorias, todo tan bien mirado y ordenado que parescia obra divina para remedio y ordenación de las desórdenes pasadas» [1]. No parecerá exagerado este elogio después de leer el Ordenamiento de estas famosas Cortes [2], antes habrá que reconocer con el erudito académico encargado de coleccionar y ordenar los cuadernos de Cortes, que las de Toledo de 1480 bastarían para acreditar á los Reyes de sabios legisladores y hacerlos dignos de eterna fama.

Adviértese desde luego en el Ordenamiento citado, la omisión de los nombres de los grandes del reino, así prelados como caballeros, que rodeaban el trono, omisión que no parece casual sino muy meditada, al más reciente de los historiadores de nuestras antiguas Cortes, pues desterrar la antigua fórmula «estando y conmigo» tiene gran analogía con la abolición de los privilegios rodados, para demostrar que la potestad real no necesitaba la confirmación de los prelados y altos dignatarios [3]. Por lo demás, á estas Cortes asistieron del brazo de la nobleza cuantos pudieron venir, y los que no concurrieron, mandaron su parecer por escrito en materia para unos y otros bien poco agradable, pues se trataba de revocarles las mercedes que injustamente les habían sido otorgadas á favor de las turbulencias del reinado anterior.

Del brazo popular fueron llamados los Procuradores de las ciudades y villas, «que suelen enviar Procuradores de Cortes en todos nuestros reinos», como dicen los Reyes en el preámbulo del Ordenamiento. Eran éstas diez y siete en total, que Hernando del Pulgar enumera en su Crónica en el orden siguiente: Burgos, León, Ávila, Segovia, Zamora, Toro, Salamanca, Soria, Murcia, Cuenca, Toledo, Sevilla, Córdoba y Jaén, que eran las ciudades; y las villas de Valladolid, Madrid y Guadalajara, «que son las que acostumbran continuamente enviar Procuradores á las Cortes que facen los Reyes de Castilla é de León» [4].

Este punto de las ciudades y villas que tenían representación en Cortes, dista mucho de estar tan claro como de las palabras de Hernando del Pulgar parece deducirse. Menos de un siglo antes de estas Cortes de Toledo, en las de Madrid de 1391, encontramos los Procuradores de cuarenta y nueve ciudades y villas, y todavía en las de Valladolid de 1440 no está limitado el número de ciudades y villas representadas como, según el testimonio de Pulgar, se hizo después.

Nada puede dar idea tan completa de las enormes proporciones que alcanzó el desorden y la anarquía en tiempo de Enrique IV, como la situación miserable á que en su tiempo se vió reducida la hacienda real. La insensata prodigalidad de aquel monarca había mermado en tal manera las rentas de la Corona, que al reunirse las Cortes de 1480 apenas llegaban á 30.000 ducados, cantidad muy inferior á la que disfrutaban algunos particulares, y desde luego insuficiente para sostener el estado real. El descrédito en los últimos años del reinado de Enrique IV era tan grande, que los albalaes ó vales de renta real, situados sobre las alcabalas y demás impuestos, se vendían únicamente por lo que importaba el rédito de un año. Los apuros del monarca fueron de tal suerte, que, según testimonio de un contemporáneo, llegó á carecer hasta de lo necesario al mantenimiento de su persona [5].

En diferentes ocasiones los Procuradores en Cortes habían hecho enérgicas representaciones con motivo de la prodigalidad del Rey, alcanzando de éste una revocación solemne de cuantas mercedes y donaciones había hecho desde 1464, ó sea desde el principio de las turbulencias que ya no cesaron hasta el fin de su reinado, mandando que «si tales cartas paresciesen, sean obedecidas y no cumplidas por los concejos y personas á quien se dirijan». Imposible sería citar testimonio más elocuente del grado de rebajamiento á que había llegado el poder real que esta disposición de Enrique IV.

Conviene, sin embargo, tenerle presente, así como el carácter ilegal de toda enajenación de las rentas de la Corona, para comprender que el acuerdo de las Cortes de Toledo, de revocar las mercedes injustamente concedidas en el reinado anterior, lejos de ser una medida de carácter revolucionario, fué por el contrario eminentemente conservadora. Pero á pesar de lo mandado siguió el desorden, siendo para todos letra muerta la resolución de un monarca que carecía de fuerza hasta para hacer respetar su persona.

Los apuros de la Corona venían en último término á caer en una ú otra forma sobre los pueblos, lo cual explica la laudable constancia con que los Procuradores no cesaban de pedir siempre que eran convocados en Cortes, que se anularan las mercedes hechas sin justificación bastante. Viéronse realizados sus deseos en 1480, en que los Reyes, de acuerdo con los prelados y grandes, á quienes se convocó por llamamiento especial, como antes he dicho, con intervención del confesor de la Reina, Fray Hernando de Talavera, que por sus virtudes y autoridad inspiraba á todos confianza, llevaron á cabo la deseada reforma. Hízose ésta con tal espíritu de justicia, que muchos prelados, y algunos de los nobles que gozaban de más favor con los Reyes, hubieron de volver á la Corona parte considerable de las rentas que disfrutaban.

El estado comparativo que se formó de las mercedes que se pagaban y de las que quedaron por virtud de la reforma, se designa con el nombre de Libro de las Declaratorias de Toledo, y de su examen resulta que las sumas que produjeron para el Erario las reformas de Toledo ascendieron á 30 cuentos de maravedises, y así también lo asegura el escritor Hernando del Pulgar, uno de los comprendidos en ellas, no obstante el puesto de confianza que tenía cerca de los Reyes. Sumando estos 30 cuentos de maravedises, á los 30.000 ducados escasos que antes de la reforma importaban las rentas reales, resultan 40 millones de maravedises, cantidad en que pueden calcularse las rentas de la Corona hasta 1480. Á partir de esta fecha, el aumento que se produjo, gracias al orden introducido en la Administración, fué tan rápido, que en 1504, año de la muerte de Isabel la Católica, ascendía á cerca de 342 millones de maravedises, ó según el cómputo de Clemencín, más de 26 millones de reales, aumento muy notable, aun teniendo en cuenta la conquista del reino de Granada.

Entre las primeras y principales providencias adoptadas por los Reyes para conseguir tan brillantes resultados, hay que contar la que se refiere á la acuñación y circulación de la moneda. Cuando Enrique IV entró á reinar había en sus Estados cinco casas de moneda, donde se labraba la necesaria para las transacciones, con garantías bastantes respecto á la ley y al peso, mas los nobles no tardaron en arrancarle permiso para tener sus casas de moneda, llevando el monarca su criminal abandono en esta parte hasta el punto de conceder licencia en el término de tres años para establecer hasta 150 casas de moneda. No hay que decir que el reino se inundó de numerario de baja ley, que con sobrada razón nadie quería recibir, pues las oscilaciones en el valor de las piezas así acuñadas eran tan enormes, que no había medio de calcularlas ni preverlas. «Las gentes, dice un testigo de tales calamidades, non sabian qué hacer, nin cómo vivir, y por los caminos non hallaban qué comer los caminantes por la moneda que nin buena nin mala, nin por ningun precio non la tomaban los labradores; tanto eran cada dia de las muchas falsedades engañados, de manera que en Castilla vivían las gentes como entre guineos, sin ley y sin moneda, dando pan por vino, y así, trocando unas cosas por otras» [6]. Reclamaron enérgicamente los pueblos, pidiendo por medio de sus Procuradores que se pusiera término al diluvio de moneda falsa; pero ¿qué remedio podían esperar de un Rey que daba ejemplo de su falta de escrúpulos, siendo el primero de los monederos falsos de su reino? Los testimonios que dan fe de hecho tan grave, son de aquellos que no dejan lugar á duda. Según el mismo autor citado, la manera que tenía el Rey de atender las justas reclamaciones de los Procuradores era, no sólo tolerar, sino mandar labrar moneda falsa, suceso que confirma Alonso de Palencia, que como testigo presencial, asegura que Enrique IV mandó al Conde de Benavente que labrara en Villalón moneda de plata y cobre de baja ley y muy mala.

Harto conocían los Reyes que sin una buena circulación, la vida del comercio, y hasta la satisfacción de las más rudimentales necesidades de toda sociedad era imposible, para dejar que se prolongase tal estado de cosas. Desde 1476, en las Cortes de Madrigal, acudieron á aplicar enérgicos remedios á mal tan grave. Suprimiéronse todas las fábricas de moneda falsa autorizadas por su predecesor, no dejando más que las cinco casas de moneda que de antiguo solía haber, las cuales estaban en Burgos, Toledo, Sevilla, Segovia y la Coruña. Más adelante se agregó á éstas la de Granada. Fijóse la proporción de los metales preciosos entre sí, y con la moneda de vellón, terminando y completando esta serie de disposiciones con la recogida de esta última para fundirla de nuevo con arreglo á lo mandado en las Ordenanzas. Esto último, sin embargo, no se llevó á cabo hasta 1497.

Puesto orden en la Hacienda, seguros los Reyes de poder hacer sentir su poder en toda la Monarquía, acudieron á restablecer y vigorizar la administración de justicia, que andaba á su advenimiento al trono completamente perdida. Ya en las Cortes de Madrigal de 1476, pero más principalmente en las de Toledo de 1480, dictaron los Reyes, de acuerdo con lo solicitado por los Procuradores, multitud de leyes y reglamentos, que forman parte principal de las reformas legislativas de su reinado. La reorganización del Consejo Real, en cuya constitución se dió gran mayoría á los Letrados, contra lo que se había practicado anteriormente, data de esta época, así como la de la Chancillería ó Tribunal Supremo de lo civil, dándole residencia fija en Valladolid, en vez de llevarle y traerle de un lado para otro, lo cual ocasionaba gastos y trastornos sin cuento á los litigantes. Establecióse la visita semanal de los jueces á las cárceles, obligándoles á dar cuenta del número de presos con expresión de la causa por que lo estaban; mandóse á los Jueces despachar brevemente las causas, y á fin de que los acusados en ningún caso pudieran carecer de defensa, se instituyó el abogado ó defensor de pobres, con obligaciones análogas á las que tiene al presente.

Tantas y tan grandes novedades en la legislación, que venían á agregarse al enmarañado fárrago de las leyes existentes, sugirieron, como era natural, á la Reina, la idea de reunir en un solo código la serie innumerable de disposiciones vigentes, cuyo número y confusión eran tan grandes, que por punto general fallaban los jueces á su arbitrio, seguros siempre de que si faltaban á alguno de los textos legales, otro habría cuya letra ó cuyo espíritu abonase su resolución. De antiguo databan en Castilla las quejas de los Procuradores, pidiendo que de alguna manera se tratara de poner remedio á un estado de cosas que hacía interminables los pleitos, y sólo servía para inspirar desconfianza en la justicia. Fernando el Santo, y más especialmente su hijo Alonso el Sabio, habían querido reunir en un código las diferentes colecciones legales, y á este efecto compiló el último las Partidas que llevan su nombre; mas no supo ó no pudo ponerlas en vigor, de modo que en la práctica, en vez de cesar los males de que se quejaban los pueblos, casi puede decirse que aumentaron.

En vano pidieron los Procuradores á Don Juan II y á su sucesor Enrique IV, que se hiciera una compilación legal que viniera á poner orden en aquel caos. Uno y otro monarca, llenos de buen deseo, llegaron á mandar, en efecto, que así se hiciera; mas no era empresa esta para llevarla á cabo en medio de la inseguridad y continuas mudanzas de aquellos tiempos turbulentos. El Ordenamiento de Alcalá, el Fuero Real ó de las Leyes, las Partidas y los Fueros municipales, con todo lo mandado y establecido por los Reyes en Cortes en la resolución de los asuntos que ocurrían, seguían siendo, al reunirse las Cortes de Toledo de 1480, las diversas fuentes del derecho que regía en Castilla. Muchas de estas leyes, según observa el Dr. Alonso Díaz de Montalvo: «habían sido revocadas é otras limitadas é interpretadas, é otras por contrario uso é costumbres derogadas, é algunas parescen diferentes é repugnantes de otras» [7].

Para poner término á tal confusión, dieron los Reyes al autor que acabo de citar, famoso jurisconsulto, Oidor de su Audiencia y de su Consejo, la comisión de formar un código general, siendo éste el origen de las célebres Ordenanzas Reales, cuya primera edición, que con gran lujo de detalles describe Clemencin, se publicó en Huete en 1484. No fué Montalvo tan venturoso como diligente en su empresa, una vez que no muchos años después, en las Cortes de Valladolid de 1523, decían los Procuradores que «las leyes del Fuero y Ordenamientos no estaban bien e juntamente compiladas, y las sacadas por ordenamiento de leyes que juntó el Dr. Montalvo, estaban corrutas e no bien sacadas» [8].

Ordenaron los Reyes, sin embargo, que el libro de Montalvo se tuviera en todos los pueblos de doscientos vecinos arriba, y por él mandaron determinar todas las cosas de justicia para cortar los pleitos, según asegura el cura de los Palacios, autor coetáneo. Todavía la insuficiencia del Ordenamiento motivó nuevas disposiciones, que más adelante se reunieron en un volumen por Juan Ramírez, y que se llama el libro ó colección de las Pragmáticas. Pero esto no se hizo hasta principios del siglo siguiente, de modo que en 1492, las Ordenanzas de Montalvo eran la principal recopilación de leyes por que se regían los encargados de administrar justicia.

En su celo por el bien público no vacilaron los Reyes en resucitar la antigua costumbre de asistir en persona al tribunal, de acuerdo con lo mandado por las antiguas leyes de Castilla, y que reprodujeron las Ordenanzas de Montalvo. Prescindiendo de la conveniencia que de esto pueda resultar y dejando á un lado si conviene más al oficio y dignidad de los Reyes, cuidar de que los jueces administren justicia, que administrarla por sí mismos, en el estado de la ley, entonces, era ésta una carga que se imponía al monarca, é Isabel dió siempre á los demás ejemplo de su observancia. «Liberal se debe mostrar el Rey, decían las Ordenanzas [9], en oir peticiones é querellas á todos los que á su Corte viniesen á pedir justicia..... Por ende ordenamos de Nos asentar á juicio en público dos días en la semana con los de Nuestro Consejo é con los alcaldes de nuestra Corte, é estos días sean lunes é viernes, el lunes á oir las peticiones, é el viernes á oir á los presos segund que antiguamente está ordenado por los Reyes nuestros predecesores.»

Véase cómo describe Fernández de Oviedo en sus Quincuagenas el ceremonial con que la reina Isabel desempeñaba estas funciones.

«Acuérdome—dice—verla en aquel alcázar de Madrid con el Católico rey D. Fernando V, de tal nombre, su marido, sentados públicamente por tribunal todos los viernes, dando audiencia á chicos é grandes, cuantos querían pedir justicia: et á los lados en el mismo estrado alto (al cual subían por cinco ó seis gradas), en aquel espacio, fuera del cielo del dosel, estaba un banco de cada parte, en que estaban sentados doce oidores del consejo de la justicia, é el presidente del dicho consejo real, é de pies estaba un escribano de los del consejo, llamado Castañeda, que leía públicamente las peticiones; é al pie de las dichas gradas estaba otro escribano de cámara del consejo, que en cada petición asentaba lo que se proveía. E á los costados de aquella mesa, donde esas peticiones paraban, estaban de pie seis ballesteros de maza, é á la puerta de la sala desta audiencia real estaban los porteros, que libremente dejaban entrar, é así lo tenían mandado, á todos los que querían dar peticiones. Et los alcaldes de corte estaban allí para lo que convenía ó se había de remitir ó consultar con ellos. En fin, aquel tiempo fué aureo é de justicia; é el que la tenía, valíale. He visto que despues que Dios llevó esa sancta Reina, es más trabajoso negociar con un mozo de un secretario, que entonces era con ella, é su consejo, é mas cuesta.»

No era peculiar de la legislación de Castilla el disponer que el monarca en persona administrase justicia, y aun en este reino, la asistencia del soberano, alguna vez al tribunal, es anterior á D. Alonso el Sabio y D. Juan I, los cuales habían dictado disposiciones á este efecto. Las leyes catalanas y aragonesas contienen preceptos análogos, y si dirigimos la mirada fuera de España, ¿quién no recuerda la encina á cuya sombra administraba justicia San Luis, rey de Francia, y el nombre del Tribunal Supremo de Inglaterra, que aun hoy sigue llamándose, Tribunal del banco del Rey ó de la Reina, y eso que hace ya siglos que no concurre el monarca, como solía en otro tiempo, á presidirlo? Este resto del gobierno patriarcal se encuentra en la Edad Media en todas partes, y fácilmente se comprende que por la turbación de los tiempos y el predominio que la falta de seguridad daba á los poderosos, no se considerase la jurisdicción delegada con fuerza bastante para administrar recta é imparcialmente justicia.

El Rey, además de ser la más alta representación de la justicia, debía administrarla por sí mismo, porque era la única garantía que encontraban los vasallos para esperar que, siquiera alguna vez, ese principio de justicia pudiera alcanzarles en una medida equitativa.

La Reina Católica, guiándose en esto, como en todo, por los sentimientos bondadosos y humanitarios que la hacen tan simpática á la posteridad, quiso por si misma acudir al remedio de los males de que entonces todo el mundo se quejaba, y de los cuales ella misma había podido ser testigo, ó sea de la corrupción de los jueces y aun más que de la corrupción de los jueces, de la ausencia total de rectitud en jueces y tribunales para fallar los pleitos que ocurrían.

Solía suceder que el más poderoso llevaba la ventaja, y, sobre todo, que habiendo un rico que pleiteara con un pobre, el rico, aun en cuestiones, no ya civiles sino criminales, solía acudir al fácil expediente de la composición, ó sea ofrecer una gran cantidad, y con ella, so pretexto de que se aplicaba á la guerra de los moros, se le absolvía.

En tiempo de la Reina Católica estos abusos cesaron, si no de raíz, que tal maravilla ni entonces ni nunca pudo verificarse, por lo menos en gran parte. Cítase entre los casos notables juzgados por la Reina y que demuestra cuanto venimos diciendo, el de cierto caballero de Lugo, llamado Alvar Yáñez, que era uno de los vecinos más ricos de Medina del Campo y de todo el reino, según demuestra el hecho siguiente:

Obligó este caballero á un escribano de Medina del Campo, donde él residía, á otorgar una escritura falsa, en la cual fingíase la cesión de unos bienes, y luego para mejor asegurar el secreto no encontró medio más eficaz que matar al escribano y enterrarle en su propia casa. Por cierto que los autores de la Historia de la Legislación dicen, hablando de este delito, que era de fácil reparación (Risas); pero, en fin, trátase de un escribano, y son dos abogados los autores de la obra, ellos sabrán por qué lo dicen [10].

No pareció de tan fácil reparación, ni á la viuda del escribano ni á la misma reina Isabel. Quejóse aquélla, como era consiguiente, á la Reina de lo sucedido, hiciéronse pesquisas y se llegó fácilmente al descubrimiento del crimen. Compareció el acusado ante el tribunal de los Reyes, tal como lo describe Gonzalo Fernández de Oviedo en el párrafo que antes he citado, confesó su delito y ofreció, si le perdonaban, dar 40.000 doblas de oro, suma á que no llegaban, antes de las revocaciones de Toledo, las rentas de la Corona. Hay que tener en cuenta que la dobla de oro era cerca de nueve duros de la moneda actual, y dada la diferencia en el valor de la moneda de entonces á la de hoy, se puede calcular la enorme suma que representaba entonces aquella cantidad. La Reina, sin embargo, á pesar de lo apuradísimo que andaba el Tesoro por las continuas exigencias de la guerra, no sólo no admitió en absoluto la compensación ofrecida por el delincuente, sino que además de hacerle condenar á perder la vida, no quiso que se aplicaran sus bienes, como hubiera correspondido, á la Corona, sino que dispuso que se les diera á los parientes más próximos del acusado, para que de este modo no pudiera caber la sospecha de que era el interés el que la había guiado al dictar la sentencia.

Fácil sería multiplicar los ejemplos para hacer ver la entereza y energía que en todo tiempo desplegaron los Reyes cuando se trataba de hacer prevalecer su autoridad, no vacilando, á pesar de su piedad bien conocida, en oponerse al mismo Pontífice en defensa de las prerrogativas y regalías de la Corona; no permitiendo la menor intrusión del Papa en la provisión de los principales cargos y dignidades eclesiásticas. Las invasiones pontificias databan en Castilla de época relativamente moderna si se compara con otros reinos, como lo comprueba el hecho de que aun el ritual romano tardó mucho más en ser admitido en sus iglesias que en el resto de Europa. Desde el siglo xiii, sin embargo, después de la publicación del Código de las Partidas, al ponerse en vigor de manera permanente las máximas de las Decretales, comenzaron los tribunales eclesiásticos á arrogarse atribuciones que conocidamente eran de los legos, con lo cual multiplicáronse las apelaciones á Roma, y los Papas, no sólo llegaron á disponer de los beneficios inferiores, sino que poco á poco trocaron el derecho de confirmación para los obispados y dignidades mayores en el de hacer los nombramientos.

Varias veces se habían quejado las Cortes de esta intrusión, hasta que en tiempo de Enrique IV consiguieron una bula contra la provisión de beneficios eclesiásticos en extranjeros; mas con bula y todo siguió el mal, subsistiendo hasta que en este reinado llegaron la Corona y el Papa á encontrarse frente á frente en dos distintas ocasiones; me refiero á la provisión de los obispados de Tarazona y de Cuenca, siendo este último tan violento que llegaron á interrumpirse las relaciones entre los Reyes y el Pontífice. Cedió éste al cabo, sobre todo, merced á la amenaza de los monarcas de convocar un concilio, terminando el conflicto con la publicación de una bula en que el Papa se obligaba á proveer las dignidades mayores de la Iglesia en los naturales propuestos por los Reyes.

En las apelaciones propias del poder temporal, pero que de antiguo venían haciéndose indebidamente á la corte romana, como antes he dicho, no se mostraron menos enérgicos y celosos de su autoridad. Dígalo si no lo ocurrido en 1491, en que habiendo admitido la Chancillería de Valladolid apelación al Papa en asunto que caía bajo la jurisdicción ordinaria, fué tal la indignación de la Reina, que destituyó al Presidente, que era el Obispo de León, haciendo lo mismo con todos los oidores, y reemplazándoles con otros más celosos de la jurisdicción real.

La incorporación de los maestrazgos de las Órdenes de caballería á la Corona, que si bien no se había realizado completamente en 1492, ya entonces se había concebido y comenzado á poner por obra, fué otro de los sucesos que más contribuyeron á establecer de manera permanente el predominio del poder real sobre los nobles. Los maestrazgos de las Órdenes, por el mando que conferían sobre una milicia organizada y aguerrida, sujeta á obediencia pasiva y unida por el fuerte vinculo de la comunidad de intereses, eran cargos de tal importancia que bien podían medirse con el monarca, los llamados á desempeñarlos. Al comenzar el reinado de Fernando é Isabel las rentas de la Orden de Santiago, que ascendían á sesenta mil ducados, eran el doble de las de la Corona, y las de Alcántara y Calatrava, con ser muy inferiores á las primeras, también eran más cuantiosas que las de los Reyes, pues ascendían, respectivamente, á cuarenta y cinco y cuarenta mil ducados. No es extraño que la jerarquía superior de las Órdenes militares fuera tan codiciada, y que entre las muchas causas de discordias intestinas que hubo en Castilla en los revueltos tiempos de Juan II y Enrique IV, ninguna las produjera tan grandes como la provision de estos cargos.

Por todas estas razones, mucho antes de que hubiese terminado la guerra de Granada, y puede decirse, aun antes de que comenzara el ataque formal y definitivo contra aquel reino, ya habían concebido los Reyes el designio de incorporar á la Corona los maestrazgos. La única intervención que en los asuntos de las Órdenes habían tenido desde un principio los soberanos, era el derecho que siempre habían conservado de aprobar la elección del Capítulo, dando posesión al elegido en la forma conocida de presentarle el estandarte. Ampliaron sus atribuciones los Reyes Católicos desde que subieron al Trono, tomando parte activa en las deliberaciones que para el régimen interior celebraban los comendadores, y, por último, cuando en 1476 quedó vacante el maestrazgo de Santiago, la Reina con aquel ardimiento y energía que solía poner en la realización de sus designios, sabedora que estaba reunido el Capítulo en Uclés para elegir nuevo maestre, montó á caballo, que era su manera usual de viajar, y desde Valladolid, donde se hallaba, salió á toda prisa para la villa citada, llegando á tiempo de convencer á los allí congregados de la conveniencia de nombrar al rey D. Fernando para el cargo de maestre, única manera de poner término definitivamente á las discordias interiores que inevitablemente renacerían confiando á un particular poder tan formidable. Todavía accedió el Rey Católico á nombrar á uno de los candidatos, que fué D. Alonso de Cárdenas, mas ya á la muerte de éste, ocurrida en 1499, volvió el maestrazgo á la Corona, de donde no debía salir. Otro tanto ocurrió con la orden de Calatrava en 1487 y con la de Alcántara en 1494.

El desarrollo de las fuerzas vivas del país, de su prosperidad y su riqueza, fué constantemente objeto de la solícita atención de los Reyes. He citado ya algunas de las disposiciones que dictaron al subir al trono, y que en las Cortes de Madrigal de 1476, en las de Toledo de 1480 y en multitud de pragmáticas de años posteriores tuvieron el necesario complemento. Algunas de las erróneas ideas que entonces pasaban como incontrovertible axioma, aparecen, como no podía menos de suceder, en la política económica de los Reyes. De éstas, la más universalmente admitida y que andando el tiempo había de ser causa de inmensos perjuicios, era la que consideraba como fuente única de riqueza la posesión de los metales preciosos, y como medio más eficaz de poseerlos en abundancia, prohibir, bajo las más severas penas, su exportación. No fueron ciertamente los Reyes Católicos los primeros que, accediendo á las súplicas de los Procuradores, dictaron la prohibición de exportar oro y plata en cualquier forma, que se lee en los cuadernos de Cortes de 1480. Mucho antes que ellos, desde el siglo anterior, así se había dispuesto, de modo que esta repetición, si algo prueba, es que la ley no se cumplía, como tampoco había de cumplirse en lo sucesivo. Fué necesario el transcurso de siglos para que los pueblos se convenciesen de que el legislar en esta materia era tanto como pretender poner puertas al campo. No se les ocurría que, á pesar de todas las prescripciones legislativas, ó había que suprimir el comercio con las demás naciones, en absoluto, ó de tenerlo, había inevitablemente de suceder, que si exportábamos más de lo que importábamos, el numerario vendría de fuera á saldar la diferencia; mas cuando ocurriese lo contrario, no sería posible impedir que á nuestra vez saldáramos el déficit por idéntico procedimiento.

Todavía, mientras no vino la plata del Nuevo Mundo, los perjuicios de la prohibición de exportarla, con ser grandes, eran llevaderos. Mas cuando pasados algunos años de éste de 1492, fué sensible el aumento de los metales preciosos por las remesas que llegaban de Indias, se produjo una situación verdaderamente intolerable. De una parte, las leyes suntuarias limitaban con mucho rigor el empleo del oro y de la plata en el interior del reino, mientras que de otra, ni una sola vez se reunían las Cortes que no se reiterase con redoblada severidad la prohibición de exportar aquellos metales, cuya abundancia y aglomeración en nuestro mercado produjo perturbación profunda y á la larga incalculables daños. Pero, en fin, en esto más responsabilidad que los Reyes Católicos tuvieron sus sucesores, los cuales tenían á la vista los resultados de la experiencia que aquéllos apenas pudieron conocer.

Fuera de esta cuestión importantísima del oro y de la plata, el criterio que predomina en la política arancelaria y económica de este tiempo, no obedece á principios definidos, es, ante todo, empírico, ó mejor diríamos, oportunista, con tendencia liberal muy marcada, que se había de echar mucho de menos en los reinados posteriores. Así encontramos, por ejemplo, al lado de una real carta prohibiendo por dos años la introducción de paños en la ciudad de Murcia, para fomentar la ganadería y los que en ella se fabricasen, expresando que por la introducción de paños de fuera se habían ido de la ciudad muchos fabricantes, y que de las cincuenta mil ovejas que había apenas quedaban ocho ó diez mil; encontramos, digo, disposiciones tan liberales como la franquicia absoluta de derechos concedida á la introducción de libros extranjeros, la supresión de los portazgos, servicios y montazgos que pesaban sobre los ganados trashumantes, y el paso libre de ganados, mantenimientos y mercaderías entre los reinos de Castilla y Aragón. De 1491 data la franquicia concedida á los marineros de Palos en premio y para estímulo de su aplicación al comercio, y la pragmática importantísima ordenando que los ingleses y demás mercaderes extranjeros que introduzcan géneros en los dominios de Castilla, lleven precisamente los retornos en productos y artículos del país. Disposición esta última, cuya conveniencia salta á la vista, pero en cuyo cumplimiento no debió haber mucho rigor, ya que en el espacio de pocos años la encontramos repetida dos veces. La concesión de monopolios era plaga bastante frecuente, como demuestra una pragmática de este año de 1492 prohibiendo las tiendas y mesones exclusivos, así como ordenando el desestanco de los comestibles, del calzado y otros efectos.

He citado ya la liberal concesión de franquicia á la introducción de libros. Los monarcas anteriores, considerando cuán provechoso era introducir en estos reinos «libros de otras partes para que con ellos se ficiesen los hombres letrados», los habían eximido del pago de alcabala. Los Reyes Católicos fueron más allá, y atendiendo, como dicen las Cortes de Toledo, á que la introducción de libros buenos «redunda en provecho universal de todos é ennoblescimiento de nuestros reinos», extendieron la exención á todos los demás derechos, como almojarifazgo, diezmo y portazgo, es decir, que no pagaban nada, ya viniesen por mar ó por tierra. Desgraciadamente, algún tiempo adelante ya no fué así; pero en los últimos años del siglo xv se daban tales facilidades, no sólo á todo el que quería introducir libros, sino también á cuantos querían establecer imprentas, que, dice Clemencin, el número de éstas fué mayor en los ocho últimos años del siglo xv que en los primeros del actual.

No era posible que el noble celo por el desarrollo de la riqueza que manifiestan todas las medidas á que sumariamente queda hecha referencia, dejara de hacer sentir sus efectos, ampliando y dilatando la esfera de acción de nuestros comerciantes é industriales. En la cédula de creación del consulado de Burgos, que data de 1494, se habla de los cónsules y factores que los mercaderes castellanos tenían en el Condado de Flandes, en Londres, Nantes, La Rochela y Florencia, á todos los cuales se manda que envien anualmente á la feria de Medina del Campo cuenta de los gastos comunes, donde debían examinarla dos mercaderes de Burgos y otros dos nombrados por las demás ciudades del reino [11].

La Llana de Burgos, la Costanilla de Valladolid y las Gradas de Sevilla y de Medina eran los lugares más famosos en las respectivas ciudades como centros de contratación. Medina del Campo, especialmente, era la plaza principal del tracto y ferias de toda España, según expresión textual de Gonzalo Fernández de Oviedo, escritor coetáneo de quien tomamos estas noticias. De la prosperidad á que por entonces llegó el reino, á pesar de los enormes sacrificios exigidos por la guerra de Granada, es buena prueba el gran número de obras de ensanche, comodidad y ornato de las principales ciudades de la Monarquía realizadas en este tiempo, según consta, no sólo por el testimonio de escritores particulares, sino también por multitud de documentos oficiales de autenticidad indiscutible. Á los Reyes Católicos se deben las instrucciones para el ornato de Medina del Campo, en que se determina la altura que han de tener las casas y se dan reglas para el aseo de las calles; las providencias sobre el mismo punto referentes á Madrid, Valladolid y Sevilla; la curiosa disposición mandando poner relojes públicos en Madrid y Cádiz, donde la falta de grandes templos que los tuvieran haría quizá echarlos de menos, y, en fin, las órdenes sobre el empedrado de Medina, Toledo, Sevilla y Santiago, con otras muchas semejantes que pueden verse prolijamente enumeradas en las colecciones legales de la época.

Dato importantísimo sería, sin duda, poder fijar, siquiera aproximadamente, el número de habitantes de la Monarquía española en este periodo que podemos considerar como el principio de su grandeza y apogeo. No ha faltado quien, calculando á ojo de buen cubero, haya llegado hasta asignarle veinte millones de habitantes, ó sea más de los que tiene en la actualidad. No hay que decir que semejante cálculo es exagerado y que no se apoya en ningún fundamento serio. Respecto á los reinos que componían la Corona de Castilla, tenemos desde luego un dato importantísimo y que precisamente se refiere á este año de 1492. Según el informe dirigido á los Reyes por el contador Alonso de Quintanilla, acerca del armamento general del reino, de la población de éste, y del modo en que podría hacerse el empadronamiento militar, el total de vecinos de los reinos de Castilla, León, Toledo, Murcia y Andalucía, sin Granada, era de un millón y quinientos mil, es decir, entre siete y ocho millones de habitantes. De Aragón, Valencia, Cataluña y las Provincias Vascongadas, no hay datos hasta época posterior; pero teniendo éstos en cuenta, puede decirse que no sumaban arriba de dos millones, lo cual da un cómputo prudente de diez millones para la población total de España en 1492 [12].

La marina mercante gozó también, como hemos visto, de gran favor con los Reyes Católicos, quienes, atentos á fomentarla, dictaron una serie de disposiciones, á algunas de las cuales queda hecha referencia. Aun cuando sean posteriores á 1492, no es posible pasar por alto pragmáticas como la de 1495, en que para fomentar la construcción de bajeles de grueso porte se manda abonar como gratificación cien maravedises anuales por tonelada, á los dueños de barcos que pasasen de seiscientas, independientemente de lo que pudiesen ganar en servicio de los Reyes; y menos todavía la de 1500, que ha sido comparada, y no sin motivo, con la famosa Acta de navegación promulgada muchos años después en Inglaterra. Prohibía esta pragmática cargar mercancías ni víveres en naves extranjeras habiéndolas nacionales, con el fin de fomentar el comercio y la construcción naval.

Al amparo de todas estas disposiciones se desarrolló la marina de tal modo, que antes de finalizar el siglo xv se pudo mandar, sin que causara gran trastorno, una armada de setenta naves á la defensa de Nápoles, amenazada por los turcos; y cuando D.ª Juana, más tarde D.ª Juana la Loca, fué enviada á Flandes para casarse con Felipe I, llevó una escuadra á la cual sólo había de ser superior la «Invencible», por cuanto se nos dice que podía llevar hasta 20.000 hombres. Aun cuando rebajemos algo de esta cifra, siempre resulta una flota muy considerable, demostrándose, por consiguiente, que el estado de nuestra marina mercante era muy floreciente, y que á ello contribuían y ayudaban, de manera eficacísima, las disposiciones del poder real.

Hasta ahora no hemos hecho más que examinar el estado interior del reino, estudiándole para mayor seguridad y exactitud en la serie de disposiciones y leyes que se iban dictando, porque nada hay más auténtico que estas citas para demostrar el estado particular del país en un momento dado.

Ahora bien, en esta época comenzaron las grandes empresas que en años posteriores habían de dar á nuestra nación puesto preponderante en Europa. Claro es que el instrumento indispensable para llegar á tan brillante resultado, lo que principalmente había de servir para hacer prevalecer donde quiera nuestra política, había de ser necesariamente el ejército. Justo es, por tanto, que, siquiera brevemente, examinemos también lo que en tan trascendental asunto hicieron los Reyes Católicos.

Antes de este reinado, y aun en los primeros tiempos de la guerra de Granada, en 1480, no había, en realidad, idea de lo que hoy llamamos ejército permanente. La historia de la guerra de la Reconquista es, podemos decir, la relación de una serie de incursiones que, si bien en momentos determinados parecían conmover y trastornar todo el imperio musulmán, penetrando á través de su territorio como Alonso VII en 1147, que llegó hasta Almería, no son, por punto general, sino correrías, vientos huracanados que pasan arrastrando cuanto se les opone, y luego todo vuelve á quedar, con poca diferencia, como antes. Monarcas valerosos, campeones esforzados, intrépidos caudillos que llevaban su estandarte hasta el corazón del imperio musulmán, por falta de elementos bastantes para dar estabilidad á sus conquistas, veíanse precisados á abandonarlas, contentándose con ensanchar las fronteras algunas leguas, y cuando más, agregando al territorio cristiano algunas de las ciudades y fortalezas más próximas. De aquí la lentitud de la obra de la Reconquista, que nos hizo emplear setecientos años en recobrar lo que habíamos perdido en menos de cinco.

Unidas en Fernando é Isabel las coronas de Aragón y de Castilla, desapareció uno de los principales motivos que en épocas anteriores habían impedido llevar adelante, de una manera seguida, la guerra contra los moros. Surgió entonces la idea, y desde luego dominó de una manera constante, desde el punto de vista político tanto como del religioso, de acabar definitivamente con la dominación musulmana en la Península.

La Reina Católica puso todo su corazón en tan noble empresa, en la que su marido, si bien no le escatimó la valiosa ayuda de sus talentos como militar y como político, distaba mucho de tener empeño tan decidido como ella. La corona de Aragón tenía el campo de sus conquistas fuera de la Península, en Sicilia y Nápoles, por lo que ni en la guerra de Granada ni en el descubrimiento del Nuevo Mundo, mostró el Rey Católico interés tan decidido y absoluto como Isabel.

En la guerra de Granada se inició de manera paulatina, y obedeciendo, más que á principios científicos á las necesidades del día, una serie de reformas, cuyo resultado había de ser, en pocos años, dar á nuestro ejército, y especialmente á la infantería, el primer lugar entre todos los de Europa. Antes de este tiempo, como es bien sabido, la guerra no solía llevarse adelante, obedeciendo al principio positivo y práctico que la informa, á partir del siglo xvi, ó sea que el objeto de la guerra es ante todo vencer, no demostrar mayor ó menor valor, mayor ó menor caballerosidad, sino ganar empleando el menor espacio de tiempo y sacrificando el menor número de vidas posible. Desterróse por efecto del nuevo carácter que necesariamente tomó la guerra, el sistema tan en boga en los tiempos medios, de enviar carteles de desafío, citando para día y sitio á dar lo que llamaban batalla campal, y que á veces no conducía más que al estéril exterminio de los dos ejércitos, sin que se realizara el objetivo principal que los llevaba á pelear.

En la guerra de Granada todo esto desapareció, llevándose á cabo con sujeción á un principio fijo y constante, y dados los medios de que entonces se disponía, haciéndola de una manera análoga á la que se emplearía hoy, con la diferencia de tiempo y medios que es consiguiente. Se pensó, ante todo, en formar una escuadra que privara continuamente de los socorros que pudieran venir de África al enemigo, y se acudió al procedimiento de talar los campos y destruir las cosechas, operación en la cual llegaron á emplearse hasta 30.000 hombres. Tratábase de una guerra larguísima, porque sabido es que sólo en el reino de Granada había entonces más fortalezas y castillos roqueros que en el resto de la Península. Todo esto hizo pensar en buscar la manera de llevar á cabo la conquista sin aventurar la gente á pecho descubierto, á lo cual ayudaba, si bien no tanto como pudiera creerse á primera vista, el empleo de la pólvora, entonces de invención reciente. En los primeros tiempos de la aplicación de la pólvora, y como tales hay que considerar no sólo los últimos años del siglo xv sino hasta bien entrado el xvi, su empleo ofrecía tales dificultades, y tantas veces resultaba completamente inútil, que escritores militares de esta misma época, como Maquiavelo, llegan á dudar de la eficacia del invento que tan profunda y completa transformación había de efectuar en la manera de hacer la guerra.

En una guerra de sitios, claro es que el principal papel está encomendado á la artillería, pero era la de aquellos tiempos tan defectuosa que, en muchas ocasiones, más bien embarazaba que favorecía las operaciones del ejército cristiano, por las dificultades enormes que presentaba el manejo de las piezas que entonces se usaban.

Aquellas lombardas, algunas de las cuales median tres ó cuatro varas de longitud, á las que no se podía imprimir movimientos verticales y longitudinales, sino que se disparaban horizontalmente, eran de poca utilidad, puesto que, como Maquiavelo indicaba, el modo de evitar los daños que pudieran causar era formar el ejército contrario haciendo claros en las filas frente á las piezas, y de este modo las descargas no podían producir daño alguno.

Pero esto que en campo abierto tenía tantos inconvenientes, en una guerra de sitios, para batir muros, presentaba ventajas y muy grandes por no haber en este caso el medio de esquivar las descargas que proponía el célebre secretario florentino. Batidos los muros hasta abrir brecha, podían los soldados lanzarse al asalto seguros de haber disminuido en su mayor parte las ventajas y superioridad que de su posición derivaba el enemigo. De aquí la necesidad de emplear constantemente, aun con todos sus inconvenientes, la rudimental y tosca artillería de la época, ya que sin su auxilio hubiera resultado la conquista mucho más larga y desde luego más sangrienta.

Con esto queda dicho que fué preciso establecer un cuerpo permanente destinado al servicio de las piezas, que para la traslación de éstas de un punto á otro, en terreno quebrado y fragoso, hubo necesidad de crear cuerpos de pontoneros y gastadores, encargados de abrir caminos, y, en fin, unido esto á lo que antes decía de la creación de una escuadra para cortar toda comunicación de los moros con África é interceptar cuantos socorros pudieran venirles del otro lado del Estrecho, resulta que la guerra tomó un carácter científico que anteriormente no había tenido nunca. Hubo, además, sitios como el de Baza, donde se contaron más de 80.000 infantes y 5.000 caballos, y naturalmente, hubo necesidad de dar cierta unidad á todas aquellas fuerzas para que obraran con sujeción á un pensamiento determinado, sin entrar en la multitud de problemas nuevos que el provisionar y dirigir fuerza tan numerosa había de suscitar.

El nervio, sin embargo, de los ejércitos castellanos en la guerra de los moros, fué desde luego la caballería ligera, ó á la jineta, según entonces la llamaban, y la infantería, si bien ésta, que tan grande nombradía alcanzó algunos años después, se encontraba todavía en vías de formación.

Uno de los soldados de aquel tiempo, el citado Gonzalo Fernández de Oviedo, enumera las condiciones necesarias para la excelencia de un ejército, diciendo: «Gentes de armas, de arneses blancos y caballos encubertados; jinetes ó caballos ligeros; buena infantería de ordenanza; buena artillería, menuda y gruesa.»

Esta infantería de ordenanza que dice Oviedo, había de pasar muy pronto á ocupar el primer lugar por la importancia que adquirió en las guerras de Italia.

Durante la guerra de Granada, en la que tomaron parte algunas legiones extranjeras, vino en el año 1486 un cuerpo de infantería suiza, que era entonces tenida por la mejor de Europa, sobre todo desde que había triunfado por dos veces de Carlos el Temerario, batiendo la caballería de Borgoña, que pasaba por invencible. El cronista Hernando del Pulgar los describe de esta manera: «Vinieron á servir al Rey é á la Reina una gente que se llamaba los suizos, naturales del reino de Suecia, que es en la alta Alemania. Estos son homes belicosos, e pelean á pie, é tienen propósito de no volver las espaldas á los enemigos: é por esta causa las armas defensivas ponen en la delantera, é no en otra parte del cuerpo, é con esto son más ligeros en las batallas. Son gentes que andan á ganar sueldo por las tierras, é ayudan en las guerras que entienden que son más justas.»

La presencia de esta hueste escogida no produjo efectos muy sensibles en nuestros soldados, al menos en la guerra de Granada, á causa, tal vez, de la índole especial de aquélla, según demuestra el lenguaje de Gonzalo de Ayora, investido en este año de 1492 con el cargo de cronista de los Reyes, y que años adelante, por el especial conocimiento que de la organización y táctica de la infantería había adquirido quizá en Italia, fué encargado de ensayar su introducción en Castilla. En la época en que Gonzalo de Ayora se esforzaba con escaso resultado por implantar la táctica suiza en nuestro ejército, ya el Gran Capitán la había mejorado con éxito excelente en la guerra de Nápoles, que fué la escuela donde se formaron los famosos tercios que por más de un siglo habían de figurar en primera línea entre los ejércitos europeos. Poco más de dos años después de terminada la guerra de Granada, comenzó la de Italia, y cuando en 1504 escribía Gonzalo de Ayora (desesperado de no haber conseguido en el sitio de Salses los resultados que se había prometido de las nuevas evoluciones de la infantería), que en esto no hacía más que matarse nadando agua arriba, ya habían obtenido nuestros soldados las victorias de Ceriñola y el Garellano. Á partir de estos hechos reconocióse por todos la superioridad de nuestra infantería sobre la suiza; Maquiavelo, en sus diálogos del Arte de la Guerra, así lo declara, apoyando con sus observaciones personales la irrefutable demostración de la experiencia.

Del tiempo de los Reyes Católicos, aunque posterior á este año de 1492, data asimismo el establecimiento de la guardia personal de los soberanos, que antes no se usaba. Un escritor coetáneo refiere, en efecto, que después de la batalla de Toro, en que D. Alonso de Portugal fué desbaratado por el Rey Católico, cesaron tan completamente las disensiones y disturbios en Castilla, que ni aún los mozos de espuelas del Rey solían llevar espadas cuando iban acompañando al monarca, y no se les dió orden de llevar armas hasta después de la cuchillada que dió en Barcelona Juan de Cañamares á D. Fernando. Este suceso debió hacer pensar en la necesidad y conveniencia de tener un servicio permanente de guardias que acompañaran constantemente á las reales personas, con el fin de ponerlas al abrigo de cualquier golpe de mano. Como quiera que sea, el pensamiento no se realizó hasta después de la muerte de Isabel, año de 1504, según con prolijidad encantadora refiere Oviedo, siendo el primer capitán de la guardia real el mismo Gonzalo de Ayora, á quien antes he citado. Formóse al principio con cincuenta alabarderos, «é como era cosa nueva e aun no la entendían en esos principios, parecía cosa de burla, é iba (Ayora) con ellos por esas calles llevándolos en procesión, en dos alas, é iban delante dél, con sus capas é espadas é puñales, sin pífano ni atambor. Después mostróles a traer alabardas» [13].

Posteriormente la guardia se aumentó hasta doscientos hombres, según Pedro de Torres, escritor también coetáneo, el cual dice que estaba continuamente en palacio «é salían con el Rey a donde quiera que iba, ciento y cincuenta hombres á pié armados con puñales y espadas y alabardas, en cuerpo, con sayos medio colorados y medio blancos, e cincuenta de á caballo» [14].

Lo más importante, sin embargo, en cuantas disposiciones referentes á la parte militar dictaron los Reyes Católicos, es el cuidado constante que en ellas se advierte de armar la nación, haciendo pasar la fuerza de manos de los nobles á las del estado llano, en apariencia, pero en rigor á las del Rey. Son, en fin, todas estas providencias los primeros pasos para el establecimiento del ejército permanente.

Esta idea apuntó, desde luego, como antes he dicho, en la institución de la Hermandad, que si bien se formó, primero, para la persecución de malhechores, vino á ser poderoso apoyo de los Reyes contra la nobleza, por constituir una fuerza permanente formada por la clase popular que en breve espacio de tiempo se podía reunir y servir para lo que antes habían servido las milicias feudales, es decir, para el mantenimiento del orden. La guerra de Granada no dió espacio más que para terminarla, pero á partir del mismo año de 1492, continuando en esta misma idea de tener siempre una fuerza popular permanentemente armada, se dictaron una serie de disposiciones ó pragmáticas que llegan hasta 1497, estableciendo, primero: que no se destruyan las armas, y castigando con penas severas á los armeros que se presten á ello; segundo, que todo vecino que tenga más de 50.000 maravedises de hacienda está obligado á tener caballo y armas; tercero, que de cada doce vecinos se arme uno á pie, ó sea un infante con las armas correspondientes, y que si él no tuviera hacienda para armarse se le forme ó reuna lo necesario para ello por medio de un impuesto que pagarán los demás. Terminada esta serie de disposiciones, cuyo objetivo, era realizar un ideal que todavía se persigue, que es la teoría de la nación armada, dieron ya por cumplida la misión de la Hermandad, y la disolvieron en 1497.

De aquí al ejército permanente no hay más que un paso; pero este paso tardó bastante en darse. En años posteriores Cisneros intentó establecerlo y no lo pudo conseguir. ¡Pero qué diferencia entre este estado de cosas, entre esta manera de organizar la nación, de reorganizar el ejército, de velar por la administración de justicia, de procurar el desarrollo de la industria, de mirar por el desenvolvimiento de la marina mercante; qué diferencia entre la España grande y próspera de los Reyes Católicos, y la Castilla de los años precedentes, aquella Castilla tan miserable y desgraciada, que hasta los extranjeros movidos de compasión enviaban embajadores al soberano para que, sacudiendo el letargo en que yacía, pensase en mejorar la condición de sus infelices vasallos. Historiador tan grave y digno de fe como Zurita, refiere que los embajadores que el Duque de Borgoña envió á Enrique IV en el año 1473, penúltimo de su desastroso reinado, «no cesaron de exhortar al rey de Castilla que considerase atentamente cuántos excesos se cometían en sus reinos, y cuánto menosprecio había de la justicia, y cuánta libertad tenían los poderosos para abatir á los que no lo eran; cuán desolada estaba la república y cuántos robos se hacían del patrimonio real, y cuánta licencia tenían todos los malhechores, y que esto era con tanto atrevimiento, como si no hubiera juicio entre los hombres. Que esto era tan notorio á todo el mundo, que todos los buenos se dolían de ver á Castilla, que así había caído de su gloria antigua y que no cumplía el Duque de Borgoña con su deuda, si no desease despertar el ánimo del Rey para que procurase el remedio de tanta mengua.»

La transformación operada en el país en menos de veinte años fué tan completa, que aun dando á los Reyes Católicos la parte importantísima que por su prudente y sabia administración les pertenece, queda mucho, así para la favorable circunstancia de la unión de las dos coronas, como para los progresos políticos realizados en toda Europa en esta época, según dije al comenzar.

Este año de 1492, en que hasta ahora no hemos visto sino cuadros llenos de luz y de risueñas perspectivas, vió la realización de un hecho importante, que por desgracia, ni como medida política, ni como providencia favorable al desarrollo de la prosperidad material tiene explicación ni disculpa. Me refiero á la expulsión de los judíos. Sabido es las circunstancias que acompañaron aquel hecho, sabido es que no brotó de la iniciativa espontánea de los monarcas, que era el Rey sobrado político para hacerlo, y harto bondadosa la Reina para imaginarlo. El exaltado fanatismo de Torquemada, ayudado de un estado general de opinión que siempre había mirado con hostilidad á la raza judía, pesaron en el ánimo de los Reyes en términos de hacerles dictar aquel cruel edicto de expulsión que dejaba apenas tres meses á los judíos no bautizados para salir de estos reinos llevándose sus bienes en la forma que mejor les conviniera, con tal que no fuera en oro ó plata.

Esta excepción que ha inducido á algunos á explicar la expulsión de los judíos por el deseo de apoderarse de sus bienes existía, como antes hemos visto, desde mucho antes, y su cumplimiento se llevaba tan á punta de lanza que tenían pena de la vida los que fueran osados á infringirla. Además, nada hay en el reinado de Isabel y Fernando que pueda autorizar suposición semejante tratándose de medida tan grave.

Las continuas quejas de los inquisidores, que se declaraban impotentes para luchar con las artes de propaganda de los judíos; las imputaciones de continuo lanzadas contra ellos y que como artículo de fe eran creídas por el vulgo, por más absurdas é infundadas que hoy puedan parecernos, y juntamente con esto, las escasas simpatías que podía inspirar un pueblo cuyas virtudes características, la humildad y el ahorro, estaban en tan abierta oposición con la ingénita altivez y generoso desprendimiento de los españoles, explican sobradamente el impolítico acto de los Reyes Católicos.

Había además razones de otra índole que podían en aquellos momentos presentar, hasta como conveniente á los intereses de la nación, la expulsión de los judíos no bautizados. Desde que terminó la conquista de Granada no tuvieron los Reyes más pensamiento que darle solidez, completando con la unidad religiosa la unidad política recién conseguida. Con este objeto se estableció la Inquisición, que con la intransigencia peculiar de los tribunales religiosos, al encontrarse con toda una clase, cuya resistencia, no obstante ser meramente pasiva, no había medio de vencer, consideró dentro de las atribuciones del poder, y muy lícito y conveniente, cortar por lo sano, y arrancando de cuajo la clase refractaria á sus predicaciones, transplantarla á otros países, realizando así la que á sus ojos era obra meritoria y digna de universal aplauso.

La relación de los padecimientos de tantos infelices, cuyo número, adoptando la cifra inferior de las calculadas, pasa de ciento cincuenta mil, es verdaderamente conmovedora, y no es extraño que haya motivado severas censuras contra los autores de tamaña desdicha. Pero si hemos de ser imparciales, debemos, antes de pronunciar nuestro fallo, tener en cuenta las circunstancias de los tiempos, recordar que los judíos no formaban ni en España ni en ningún pueblo cristiano, parte integrante de la sociedad, sino que, al contrario, eran considerados como una excrecencia de ella, y en tal concepto se les encerraba en barrios apartados, y se les obligaba á llevar en los vestidos capuces y señales que los dieran á conocer, y que el buen cristiano miraba con la repugnancia que inspira toda mancha infamante.

Por lo demás, no diré años, sino siglos después, era objeto la misma raza de persecuciones, tanto ó más cruentas que el edicto de expulsión, y esto en países y épocas que llamamos de ilustración y adelanto. No fueron mejor tratados los judíos en Prusia, en tiempo de Federico el Grande, que lo habían sido en España en 1492. La libre Inglaterra, si bien no les hizo padecer persecuciones violentas, mantuvo hasta mediados de nuestro siglo las incapacidades civiles que les cerraban las puertas del Parlamento y de gran parte de los puestos de la Administración. ¿Qué más? Ahora mismo se está llevando á cabo en Rusia una expulsión colectiva comparable á la dictada aquí por los Reyes Católicos; y en buena parte de Alemania y Austria subsisten las preocupaciones sociales que en los siglos medios hacían mirar entre nosotros como poco honrosa la alianza con familias judías, en las que por regla general no ingresaba ningún cristiano sino para reparar su averiada fortuna.

Estas consideraciones nos obligan á paliar algo la censura incondicional con que historiadores animados de laudable celo progresista, suelen condenar la expulsión de los judíos. No defendemos aquella medida, pero creemos que para juzgarla con imparcialidad es necesario tener en cuenta las circunstancias que he enumerado, las cuales, si no justifican del todo, explican y atenúan la responsabilidad que cabe á los Reyes Católicos en calidad de autores de la expulsión de los judíos.

Yo querría, señores, si no temiera cansar vuestra atención, hablar algo de la manera cómo solían divertirse nuestros antepasados, porque no hemos hablado hasta ahora sino de cosas harto serias: de la administración de justicia, de la organización del ejército, de la constitución, por decirlo así, de la unidad de la Monarquía, y no hemos visto á nuestros antepasados más que, ó en el campo de batalla, ó en los tribunales, ó en las reuniones de Cortes.

Para completar el cuadro, sería preciso agregar á cuanto de la vida nacional he dicho, la condición social de los españoles en aquella época, verlos en el seno del hogar, descender á los detalles íntimos de la vida corriente, con frecuencia harto descuidados por los historiadores, y tener así ante la vista un fiel trasunto de cómo se vivía en España á fines del siglo xv. Bien á pesar mío, habré de ser muy parco en materia tan amena, la cual, como á nadie se oculta, más es para tratada por escrito que de palabra.

Proverbial es el lujo de los espectáculos, donde con insensata esplendidez se invertían sumas enormes, durante los dos primeros tercios del siglo xv. Las justas y torneos que en esta época de oro de la caballería menudearon más que en otra alguna, constituían el más principal, y daban ocasión frecuente á celebrarlo las bodas y nacimientos de príncipes, la recepción de embajadores y el deseo de festejar cualquier suceso fausto. El paso honroso de Suero de Quiñones en el puente del Orbigo; el de Madrid, de D. Iñigo López de Mendoza; el de Valladolid, mantenido durante cuatro días por el Mayordomo mayor del rey D. Juan II; el que sostuvo en el Pardo, en 1459, Beltrán de la Cueva, y otros muchos de que las crónicas de la época hacen larga y prolija mención, demuestran el florecimiento y esplendor que entonces alcanzaron las fiestas predilectas de una nobleza valiente y caballeresca, pronta siempre á competir en ostentación y bizarría y á derrochar en alardes de vanidad sumas que, en modo alguno, guardaban relación con el estado de penuria y hasta de miseria en que el desgobierno había sumido á los pueblos.

¿Dónde encontrar mayor contraste que el que ofrece la descripción de las fiestas con que Enrique IV obsequió en 1459 á los Embajadores de Bretaña y el cuadro lastimoso de la situación de Castilla en aquella misma fecha? Duraron las fiestas tres días, y según el verboso cronista de aquel monarca, había en los aparadores más de veinte mil marcos de plata sobredorada, y causaron general admiración los cuantiosos regalos con que obsequió el Rey á las damas y caballeros. A tal punto se llevaba el despilfarro, que en este mismo año 1459, en una fiesta que dió en Madrid á la reina D.ª Juana el Arzobispo de Sevilla, D. Alonso de Fonseca, después de la cena, en lugar de dulces se sirvieron bandejas con anillos de oro y piedras preciosas, para que las damas eligiesen los de la piedra que fuese más de su agrado.

En tiempo de los Reyes Católicos se trató de poner orden en esto, como en cuanto atañía no sólo á la administración sino á las costumbres públicas, contribuyendo su ejemplo mucho más eficazmente que las leyes suntuarias, dictadas por su autoridad, á combatir y desterrar los malos hábitos adquiridos en los reinados anteriores. En 1492, con motivo de las fiestas que hubo en Barcelona en obsequio de los Embajadores de Francia y en celebración del restablecimiento de la paz después de recobrar el Rosellón, escribía la Reina á su confesor Fr. Hernando de Talavera, Arzobispo de Granada: «Pienso si dijeron allá que dancé yo, y no fué ni pasó por pensamiento, ni puede ser cosa más olvidada de mí. Los trajes nuevos no hubo ni en mí, ni en mis damas, ni aun vestidos nuevos, que todo lo que yo allí vestí había vestido desde que estamos en Aragón, y aquello mesmo me habían visto los otros franceses [15], sólo un vestido hice de seda y con tres marcos de oro, el más llano que pude: ésta fué toda mi fiesta de las fiestas.»

Habíase escandalizado el confesor, más aún que de las danzas, de la licencia de mezclar los caballeros franceses con las damas castellanas en la cena, y de que cada uno llevase á la que quisiese de rienda, prorrumpiendo en exclamaciones como éstas: «¡Oh nephas et non fas! ¡Oh licentia tan illecita! ¡Oh mezcla y soltura no católica ni honesta, mas gentílica y disoluta! ¡Oh cuán edificados irán los franceses de la honestidad y gravedad castellana!» A lo cual contestó la Reina: «El llevar las damas de rienda, hasta que vi vuestra carta nunca supe quién las llevó, ni agora sé, sino quien se acertó por ahí, como suelen cada vez que salen. El cenar los franceses á las mesas es cosa muy usada, y que ellos muy de contino usan (que no llevarán de acá ejemplo dello), y que acá cada vez que los principales comen con los Reyes, comen los otros en las mesas de la sala de damas y caballeros, que así son siempre, que allí nunca son de damas solas. Y esto se hizo con los borgoñones cuando el bastardo, y con los ingleses y portugueses; y antes siempre en semejantes convites, que no son más por mal y con mal respeto que los que vos convidáis á vuestra mesa. Los vestidos de los hombres que fueron muy costosos, no lo mandé, mas estorbélo cuanto pude y amonesté que no se hiciese.»

También contra los toros había tronado el buen Arzobispo, escribiendo con muy buen acuerdo lo siguiente: «¿Qué diré de los toros, que sin disputa son espectáculo condenado? Lleven doctrina los franceses para procurar que se use en su reino; lleven doctrina de cómo jugamos con las bestias; lleven doctrina de cómo, sin provecho ninguno de alma ni de cuerpo, de honra ni de hacienda, se ponen allí los hombres á peligro; lleven muestra de nuestra crueza, que así se embravece y se deleita en hacer mal y agarrochar y matar tan crudamente á quien no le tiene culpa; lleven testimonio de cómo traspasan los castellanos los decretos de los Padres Santos, que defendieron contender ó pelear con las bestias en la arena.»

La Reina que, no obstante el hábito de ver de cerca la guerra, nunca fué aficionada á los espectáculos que ofrecieran algún peligro, contestó al párrafo anterior diciendo: «De los toros sentí lo que vos decís, aunque no alcancé tanto; mas luego allí propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi vida, ni ser en que se corran: y no digo defenderlos, porque esto no era para mí á solas.» Es decir, que no se consideraba ella sola bastante para prohibirlos. Todavía al año siguiente, estando en Arévalo, ocurrió un sangriento suceso en la lidia de los toros, que ya que no prohibirlos sugirió á la Reina el medio de disminuir los riesgos de la fiesta. Véase cómo la refiere Gonzalo de Oviedo, testigo presencial, en el Libro de la Cámara del Príncipe D. Juan, á que varias veces he aludido: «Estando allí en Arévalo corrieron toros delante de SS. AA., é mataron dos hombres é tres ó cuatro caballos é hirieron más, porque eran bravos, de Compasquillo; é la Reina sintió mucha pena dello (porque era naturalmente piadosa é cristianísima), e quedando congojada de lo que tengo dicho, desde á pocos días, en la misma Arévalo mandó correr otros toros, para ver si sería provechoso lo que tenía pensado (lo cual fué muy útil, é la invención muy buena é para reir), y fué desta manera. Mandó que á los toros en el corral los encapasen ó calzasen otros cuernos de bueyes muertos (en los propios que ellos tenían), é que así puestos, se los clavasen, porque no se les pudiesen caer los postizos; é como los injertos volvían los extremos é juntas dellos sobre las espaldas del toro, no podían herir á ningún caballo ni peón, aunque le alcanzasen, sino dalle de plano é no hacerles otro mal; é así era un gracioso pasatiempo e cosa para mucho reir. E de ahí adelante no quería la Reina que se corriesen toros en su presencia sino con aquellos guantes, de la manera que se ha dicho» [16].

El carácter patriarcal de la Monarquía en estos tiempos, que así dictaba reglas en lo que es verdaderamente de la incumbencia del gobierno, según la noción que hoy tenemos de las atribuciones del Estado, como descendía á fijar las telas y adornos de que, según su clase y medios de fortuna, podían vestirse los ciudadanos, permite conocer con puntual minuciosidad así lo que entonces pasaba por peligroso exceso de lujo, como la manera de pensar de los Reyes en esta materia. En este año de 1492, con la terminación de la guerra de Granada, y la próspera situación de la Monarquía, debió desarrollarse la afición á vestirse ricamente, empleando en las ropas paños de brocado, cubriéndolas de bordados de hilo de oro y de plata, y haciendo también mucho uso del dorado y plateado en los puños y guarniciones de las espadas y puñales, así como en las corazas. Una pragmática, dictada dos años después, así lo declara, prohibiendo en redondo la introducción del paño citado de fuera del reino, así como la de ropas hechas del mismo, pues según con muy buen sentido dice el preámbulo, la gente no derrocharía el dinero en vestirse, «sino fallasen luego á la mano, é en mucha abundancia los dichos brocados, é paños de oro tirado, é bordados de filos de oro é de plata.» Hasta el color del vestido era objeto de reglamentos. El año 1502, cuando hicieron su solemne entrada en Madrid la princesa D.ª Juana y su marido el Archiduque D. Felipe, reyes más adelante de Castilla, «se dió licencia para que pudiesen sacar sayos de seda los que por su calidad podían tener della los jubones, y se vistiesen de color los que quisiesen» [17].

No fué fastuosa la corte de los Reyes Católicos, según demuestran las continuas quejas que en tiempo de su nieto Carlos V profieren los Procuradores contra el excesivo gasto de la Casa Real. En 1520, es decir, apenas diez y seis años después de la muerte de Isabel, el gasto ordinario de la casa del Rey era diez veces mayor que en tiempo «de los católicos reyes don Fernando é D.ª Isabel, que seyendo tan excelentes é tan poderosos, en su plato y en el plato del príncipe D. Joan, que haya gloria, é de las señoras Infantas, con gran número y multitud de damas, no se gastar cada un día, seyendo muy abastados como de tales Reyes, más de doce á quince mil maravedises [18].

Gran impulso recibió asimismo en este reinado la cultura nacional. La Reina, á quien preocupaba en sumo grado la idea de promover entre la nobleza la afición al estudio, dió ejemplo con su aplicación y con la instrucción vasta y esmerada que hizo dar, no sólo al malogrado príncipe D. Juan, sino á las Princesas sus hijas, de lo que debían hacer los demás, y, como era consiguiente, los resultados correspondiesen en un todo á tan loables esfuerzos.

Su correspondencia con Fr. Hernando de Talavera está llena de alusiones á la constancia y laboriosidad con que en medio de los cuidados del gobierno, lograba dominar las dificultades que el estudio del latín le ofrecía, hasta poder escribir y entenderse en la antigua lengua del Lacio.

De sus hijas D.ª Juana y D.ª Catalina, sabios tan eminentes como Luis Vives y Erasmo han hablado con sincera admiración, haciendo justicia á la vasta instrucción clásica que una y otra poseían. Pedro Mártir de Angleria y Lucio Marineo, uno y otro italianos, cuyos nombres habían llegado hasta la corte de España en alas de la fama, invitados por la Reina Católica no vacilaron en venir á nuestro país, donde contribuyeron con su docta enseñanza al florecimiento de los estudios. Prescindiendo de entrar en detalles acerca de este punto, me limitaré á recordar que también en la historia de la cultura patria tiene el año de 1492 significación especial, por haber salido á luz en Salamanca, el Arte de la Lengua castellana, de Antonio de Nebrija, y el Vocabulario latino-hispano, del mismo autor, obra que, destinada á facilitar el estudio de los clásicos, abrió el camino á ulteriores trabajos, contribuyendo poderosamente á difundir el buen gusto y la afición á las letras.

Al terminar el año 1492 se han realizado la mayor parte de las disposiciones de que sumariamente hemos tratado. La nación se ha reconstituido; se ha reformado la administración de justicia; se han organizado de manera permanente las fuerzas militares, la nación puede enviar soldados fuera de España para que mantengan su gloria y den prestigio á su nombre; se ha procurado fomentar el desarrollo de la marina mercante, auxiliar poderosísimo en las empresas coloniales; se ha promovido el desarrollo de la riqueza pública, con todo lo cual, al finalizar este año memorable, pudo España pensar en entrar de manera definitiva en las empresas exteriores é influir poderosamente en la política internacional europea.

La relación de estos sucesos no cae dentro de los límites de la presente conferencia. Séame permitido, sin embargo, recordar que la dirección que entonces se dió á la política, fué la única verdaderamente nacional. Cuando en años posteriores encontramos á los españoles dominando territorios lejanos, sobre todo dentro de Europa; en Flandes, en Italia, al lado del brillo y esplendor de las conquistas, ni un día cesan las quejas y los clamores de las Cortes, que no se cansan de referirse á los felices tiempos de la Reina Católica, en que al lado de las conquistas, y para dar mayor realce al esplendor de las victorias, había en estos reinos la solidez y la fuerza que daba una buena administración.

Todo esto ha hecho que en lo sucesivo, siempre que se ha querido buscar un período de verdadera grandeza, se vuelvan los ojos al reinado de los Reyes Católicos y á las disposiciones dictadas por las Cortes reunidas en su tiempo.

Hasta en estas mismas disposiciones se encuentra, por efecto de las necesidades que he indicado, un espíritu liberal que en vano buscaríamos en reinados anteriores, y menos en los posteriores. En lo sucesivo ocurrió lo contrario, pues asegurado sólidamente el poder real, prescindió de aquel brazo popular que tanto habían tenido en cuenta los Reyes Católicos; no tuvo presentes para nada las necesidades internas de la nación, y atento sólo á los intereses dinásticos, consideró como secundario el bien del país, siendo la inevitable consecuencia de error tan funesto, los desastres de los últimos tiempos de la casa de Austria, y con ellos la decadencia y casi la ruina de la nación.

He dicho.

  1. Galíndez de Carvajal, Anales breves en la Colección de documentos inéditos, t. xviii, 267.
  2. Puede verse íntegro en las Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla, t.iv, 109, publicadas por la Academia de la Historia.
  3. Colmeiro, Cortes de León y de Castilla. Introd., t.ii, 52.
  4. Crónica de los Reyes Católicos, part. ii, cap. xcv.
  5. Suma de los Reyes de España, escrita en Italia en 1492, y dedicada al rey D. Fernando de Nápoles. Manuscrito de la Academia de la Historia citado por Clemencín. Dice que D. Enrique á fines de su reinado, fué venido en tanta pobreza y necesidad, que muchas veces le faltaba para el mantenimiento de su persona.
  6. Fr. Liciniano Sáez, Tratado de las monedas de Enrique IV, citado por Clemencín.
  7. Montalvo, Prólogo de las Ordenanzas reales.
  8. Cortes de Valladolid de 1523, Petición 56.
  9. Libro ii, tít. i.o, ley i
  10. Marichalar y Manrique, Historia de la Legislación y recitaciones del Derecho civil de España, t. ix, pág. 15.
  11. Clemencín, Ilustración XI al reinado de Isabel la Católica.—Pragmáticas de Ramírez.
  12. Véase Agustin de Blas, Origen, progresos y limites de la población de España. Madrid, 1833.—El informe de Alonso de Quintanilla fué publicado por Clemencín en uno de los Apéndices del tomo vi de las Memorias de la Academia de la Historia.
  13. Libro de la Cámara del Príncipe D. Juan, pág. 170, publicado por la Sociedad de bibliófilos.—Madrid, 1870.
  14. Apuntamientos, de Pedro de Torres, rector del colegio de San Bartolomé, en el tomo vi de las Memorias de la Academia de la Historia, pág. 187.
  15. Alude á la comitiva de la Princesa de Viana, tía del rey Carlos VIII de Francia, que había venido á Zaragoza á visitar á los Reyes Católicos en Agósto de 1492. Las fiestas de Barcelona fueron en Octubre del mismo año y la carta aquí citada fué escrita en Zaragoza en 4 de Diciembre.
  16. Libro de la Cámara del Príncipe D. Juan, pág. 93.
  17. León Pinelo, Anales de Madrid, en el tomo vi de las Memorias de la Academia de la Historia, pág. 318.
  18. Sandoval, Historia de Carlos V, lib. vii.