Diferencia entre revisiones de «Tradiciones argentinas/V»

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AMOR FILIAL

(CRÓNICA DEL ÚLTIMO AÑO DEL SIGLO XVIII)


No debe criticarse como anacronismo fuera de tono que entre dos episodios del siglo XVI intercalemos escena en las postrimerías del XVIII. Impúlsanos á alternar con viejas tradiciones otras que no lo son tanto, el hacer más variada lectura de un libro que, aunque de mucha historia, en manera alguna pretende convertirse en epítome de la misma; bien que las tradiciones, lecciones son que nos lega el pasado. Es éste uno de los más antiguos episodios en que en nuestras viejas crónicas sociales figura un hijo de esta tierra (porteño de la plaza de la Victoria, como se decia antes de haber argentinos) y en que resaltan el sublime sentimiento de amor filial y el más puro por ser el primero.

Y sin más preámbulo, punto, respiro y sigo.

I

A ciertos hijos á la moderna, entre quienes el amor filial suele andar á caballo ó en petizo, y aun de carrera ó á escape, no estará de más recordar que antes del nivelador y vos, que todo lo igualiza, tiempo hubo en que los retoños eran más apegados y respetuosos, y cómo algún hijo volvió desde el otro mundo, sólo por dar un abrazo á su madre.

Promediaba el pasado siglo, cuando con un puñado de guineas y muchos más de bendiciones de sus buenos padres, arribaba á estas playas desde las de Inglaterra el Sr. D. Pablo Guillermo Thompson, inglés de origen, y americano de profesión, al naturalizarse español, en la tierra donde encontró su bienestar, perseguido por sus ciudadanos como irlandés católico, y por la desigualdad de las leyes de su país, como segundón.

Casó en ésta con doña Tiburcia López y Cárdenas, una de las más reales mozas de su tiempo, que lo fué el año de los tres sietes, primero del Virreinato, linajuda y hermosa por los cuatro costados.

Si el rubio hijo de Albión nació hablando inglés, sabía ella hablar francés, y con pronunciación ó timbre tan argentino como el de las peluconas de señor padre, cuando sus esclavos variaban la plata, al sacarlas de los zurrones y tirarlas con desprecio al montón donde se asoleaban, del que nunca faltó una. Tan real pareja hicieron, y tanto, pero tanto se querían, que otra espina no punzaba al inglés que la que otro fuera á poseer aquel saquito de virtudes y primores, floreciendo todo en una rama, como las sonrosadas mejillas de su Tiburcica.

Vino un hijo al mundo á coronar el amor de los dos atortolados. Pretendiendo el muy egoísta (por algo era inglés) que si la muerte rompiera el lazo, no otro Vulcano soldara la rota cadena, y para aliviarle en esa su ansiedad, un buen día, junto á la cuna del recién nacido, la cariñosa mujercita, quien sobre todo afecto tenía el de su muy amado, propuso otro segundo voto, como doble sello de amor y ternura.

— Te quiero tanto, pero tanto, tanto, tanto, mi buen Williancito, que si llego á perderte, yo no sé qué haré. Nos perderemos los dos. Si no pierdo la razón, caso que seas primero llamado á Dios, yo me llamo á claustro, para tenerte más cerca de mí á todas horas, que tu solo recuerdo me distraiga en la soledad y el silencio, rezando noche y día por tu bien. Te prometo y te juro que acto continuo entraré de monja.

— ¡Yes! To te rejuro que en idéntica situación, pedazo de mi alma, al desprendérseme la tuya, en un hilo mi media alma quedará como alma en pena, vagando por los claustros de San Francisco!....

Más de un caso semejante recordamos en nuestras tradiciones: del teniente coronel D. Juan Antonio Argerich, posteriormente cura de la Merced; del Sr. D. Francisco del Sar, tonsurado á sus sesenta abriles; del cura Mota, y otros muchos; pero pocas, muy pocas, que cambiaran sus tocas de viudedad por las de monjío, cumpliendo así tan mal probablemente como el primero el segundo juramento.

II

Mientras tanto, iba creciendo y alargándose Martinico, único vastago de ese par de atortolados, y á los diez años fué enviado á educarse en Europa (que los muy revenidos no tienen tiempo sino para quererse), donde aplicado y estudioso, obteniendo las mejores notas en sus exámenes, en el último año del pasado siglo, próximo estaba á salir de la Real Escuela de Marina con las más honrosas clasificaciones para seguir como cadete á la Armada española.

Cierto día nublado le llegó la infausta nueva del fallecimiento de su amado padre. Como las malas noticias nunca vienen solas, llegaba también la del voto fatal, con el que de un golpe quedara en doble orfandad. Entonces, sin vacilar, haciendo todo á un lado, libros, carrera, galones, porvenir y cuanto en el mundo tenia, decidió embarcarse, al descifrar las patitas de mosca de una su tía en lacónica posdata: «Si quieres abrazar á tu madre por última vez, apresúrate. Un doble voto unía á tus padres bajo solemne y mutua promesa, por el cual el superviviente profesaría en un convento.»

Por más que se apresuró el desconsolado Martín, en aquellos tiempos largo era el viaje. Pena infinita sintió sabiendo á su arribo que la madre querida hallábase enclaustrada ya de monja capuchina, bajo el nombre de Sor María Manuela de Jesús.

Desesperado y afligido, concentraba todas las facultades de su inteligencia en ingeniar algún medio de verla, cada vez que se alejaba del torno más tristemente acongojado, si por breves momentos llegaba á oir como eco de otro mundo la voz maternal. Tanto rondaba la manzana de San Juan, que las pisponas sanjuaninas de la vecindad empezaban á porfiar por cuál de ellas pasaba el buen mozo, cuando miraba al paredón, estudiando las costumbres de la casa, del convento y sus alrededores, y hasta los árboles, sin encontrar, no ya rama en que ahorcarse, sino gajo bastante resistente para saltar.

«Pobre porfiado saca mendrugo,» y después de mucho recapacitar, observando cuidadosamente los detalles del interior conventual, no faltó vecinita compasiva que le hiciera saber que el primer viernes de cada mes uno de los filántropos devotos mandaba traer de su estancia varias carradas de leña, que piadosos vecinos apilaban cerca de la cocina, introduciéndola por la puerta trasera de la huerta. Por otra de las donadas con olor á torno ó sacristía supo cuándo le tocaba el turno de semanera á la última novicia. Y con estos y otros detalles, que miradas de buen mozo enternecen corazones, de distrazado devoto se introdujo, acarreando leña. No tardó la ocasión en sospechar lo que buscaba al través de velo caído ó mal velada toca. Por descubrirse novicia en quehaceres tan fuera de sus costumbres, ó presentimiento que al corazón del que ama siempre conmueve, ello es que en algo la reconoció. Sospecharla y correr á ella fué uno, á cuyo cuello se arrojó conmovido, prodigándole las expresiones de su afecto y exclamando, loco de ternura:

— ¡Madre! ¡Soy su hijo! ¡Abráceme! ¡Cuánto he corrido por llegar á sus brazos!

Y cuando el hijo apasionado, «Hijo querido de mi alma» esperaba oir, con frió ademán apartado, apenas percibió, helado en su turbación:

— ¡Yo ya no tengo hijo! ¡Mi corazón ha muerto! No existo para el mundo. ¡Retírate!

¡Cuan grande seria la sorpresa del joven afligido, viniendo desde tan lejos á los brazos maternos que no le estrecharon, separado por su propia madre, con la expresión extática de la monja!

— «¡Mi corazón ha muerto!» ¡Oh! Esto es horrible. Los muertos no hablan. Su corazón late. Hijo de sus entrañas. En nombre del Dios bueno, ¿cómo puede rechazarme?

Estas y semejantes exclamaciones se oyeron al joven, que salía medio loco, huyendo y llorando sin consuelo.

III

Algunos años pasaron. Por largo tiempo resonó el incidente, y los comentarios se multiplicaban, admirando unas cómo había conseguido una madre virtuosa sobreponerse, logrando el fanatismo de la época matar el amor de madre que en todo tiempo estuvo sobre todos, elogiando otras el afecto entrañable de hijo tan cariñoso.

El héroe de esta aventura resumía en su persona los atractivos de una belleza física poco común, que realzaba la distinción de su rango, por lo que más de una estación fué el niño mimado en los estrados de nuestra reducida sociedad.

Entre las beldades de su tiempo descollaba cierta Mariquita detrás de alta ventana en la calle del Empedrado (que casi vivió un siglo, á dos equivalente, por la cantidad de benéficas obras que en pos dejara), á quien impresionó más que á otras la cantidad de amor filial del futuro marino-diplomático.

Acaso esta su primer virtud le abrió camino, pues la deducción se imponía: «Si tanto quiere á madre que le desdeña, cuánto adorará á corazón que le corresponda.» Y por estas y otras, la señorita María Sánchez Velazco quedó desde el primer día del siglo concertada novia, si no oficial, oficiosa, del oficial de Marina D. Martín Lorenzo Thompson. Faltaba el rabo por desollar. Si el uno era simple teniente, aunque la rica heredera no comprendía relación entre el amor y el interés, de distinto modo pensaba señor padre. Mas si ejemplo excepcional de amor filial fué el joven Thompson, cinco años de rigores paternales ó suegriles no hicieron mella en aquel corazón templado por el amor á toda prueba. Y como dueñas cuidaban de ella, y el proyecto de suegro sabia á qué atenerse en cuanto al saltaconventos, si bien aquí no había conspiración de vecindad ni aliado dentro de plaza, todo oficio juzgó bueno para llegar á la niña de sus ojos, hasta el de aguatero, bajo cuyo disfraz se introdujo. Así, cuando entró á la niña capricho por tomar baños fríos, aun fuera de estación, con sus dos flacos bueyes barrosos, pipa de aguatero sobre desvencijado castillo del que sonaba campanita colgada del arco, junto á imagen de la Virgen, oía el Sr. de Sánchez á su puerta todos los sábados, pero lo que no veía era el porqué la niña había de ir siempre á ver llenar su banadera. Envidiosa vecina descubrió el ardid de que nuestro futuro capitán del puerto, antes de llegar al de sus amores, por refrescar sentimientos que le incendiaban, oficiaba de gallego aguador.

Fué este un otro de aquellos muchos que hicieron época: «Novio tenemos, convento habemos;» pues que al día siguiente de descubrirse el pastel, y que de estafeta ó correo suplía caneca vacía, de las dos que parecían no acabar nunca de llenar la tina, desde el día siguiente fué conducida la niña María á seguir sus baños en el convento. Tratándose de hija única, de peregrina belleza, de notables dotes intelectuales y heredera universal por añadidura de una de las mayores fortunas, oposición tenaz se levantó á enlace que no satisfacía ambiciones de padre inflexible.

IV

Cinco años sufrió el valiente mozo en el retortero. La novia fué depositada en Catalinas para que le olvidara; y su percundante, alejado del país.

Víctima de sus afecciones, diez años había sufrido la ausencia del amor materno, y otros cinco por la más vehemente pasión, que al fin vio coronada en el de 1805.

El gentil joven se hacía querer de todos por sus nobles maneras, habiéndose atraído la protección de los superiores y hasta la del mismo marqués de Sobremonte, ya virrey, y del comandante general de Marina, Huidobro. Persistiendo en su propósito, no tardó en ser ascendido á alférez de fragata en la Real Armada, nombrado después ayudante y encargado de la Subdelegación de Marina en la capital del virreinato.

Con una perseverancia que nada desanimaba siguió proceso; presentó en largo expediente las tablas de limpieza de sangre que exigiera su proyecto de suegro, D. Cecilio Sánchez de Velazco; pues, señor de muchos humos, ostentaba sobre el estrado, á la testera del salón, ovalado escudo de su antigua nobleza, oriunda de Granada, en cuyas armas figuraban los atributos más preciados en España. No era cosa, pues, de dar la mano de la más rica heredera al primer buen mozo pisaveredas que pasara por las de Florida. Mas como todo lo vence el amor, y no hay constancia que no obtenga premio, guita cavat lapidem, las muchas gotas que de agua cayeron sobre el constante oficial de Marina cavaron en el pedernal de su suegro, y al fin, del convento salió su dicha, como en él se enterrara envida la de su amor filial.

Por su aspecto, como hijo de inglés, por tal tomara á este rubio oficial la vanguardia de Liniers cuando al año justo de su casamiento (1806) salía de la chacra de su suegro en San Isidro, donde se refugiaron con su familia otras muchas, para avisar á los reconquistadores desembarcados en el puerto de Santa María de las Conchas lo desguarnecido de la plaza y sus escasas tropas.

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Años después, en que el coronel D. Martín Lorenzo Thompson coadyuvó á la revolución de la Independencia con cuanto tenía y valía, fué en el de 1816 enviado como primer representante de la Argentina, acreditado cerca del Gobierno de los Estados Unidos. En Filadelfia contrató el primer grupo de oficiales franceses, que más tarde se distinguieron en los ejércitos de la patria.

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Y este hombre de natural tan amable y apasionado, como vehemente y expresivo, que hablaba con las manos (tal era la nerviosidad de su carácter), que amó á su madre hasta el delirio, á la compañera de su vida hasta la locura y á su patria hasta el sacrificio, se distinguió desde la Escuela de Marina en Madrid por sus estudios, y en la reconquista y la defensa contra los ingleses como militar: condenado á doble orfandad desde sus primeros años, muy niño alejado del hogar, y encontrando tras larga ausencia cerrados los brazos maternales, siempre errante, lejos de los suyos, consagrando á la patria todos sus servicios, esposo de una de las mujeres de más ingenio que recuerda nuestra sociedad, padre del afamado literato D. Juan Thompson (quien con nuestro Ventura de la Vega dejaron en España bien puesto el nombre argentino), tuvo la desgracia de fallecer á bordo, en viaje de regreso (1817), siendo su cuerpo arrojado al mar.

En aquellos tiempos un hombre al agua, aunque hubiera hecho grandes sacrificios, era verdaderamente hombre al agua en su recuerdo, quedando para siempre olvidado, como si el Océano inmenso sin huellas cubriera las que bien profundas dejaran sus pasos sobre la tierra.

Al par de sus servicios á la patria, vive en nuestras tradiciones este hermoso ejemplo de amor filial.


Iglesia de San Juan (convento de Capuchinas)