Diferencia entre revisiones de «O'Donnell/XXVII»

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Revisión del 00:56 4 feb 2021

O'Donnell
Capítulo XXVII​
 de Benito Pérez Galdós


«Bueno -dijo Tuste, guiándola hacia Gilimón-. Al llamarte de tú, me entra en el alma una frescura deliciosa... que... No sé cómo expresarlo... Tratándote de tú, soy otro, crezco, me agiganto... Me siento capaz de las acciones más hermosas, y hasta me parece que mi inteligencia levanta el vuelo... Teresa, ¿qué ideal sublime se encarna en ti?

-Tuste, dime, dime esas cosas, aunque sean mentira, y bien sé que lo son... Antes me daba de cara la poesía, y ahora no.

-Pues déjame que te cuente cómo me metí en este aprendizaje sin consultar contigo. Pasados dos o tres días desde la última vez que te vi, me encontré a Leoncio, que es amigo mío: le conocí cuando Jerónima tenía la casa en Mesón de Paredes... Me dijo: 'Si quieres aprender el oficio de armero, yo te enseñaré'. Le respondí que lo pensaría... Pues aquella noche soñé contigo, Teresa, como todas las noches... Te me apareciste coronada de rosas, vestida de un blanco traje que relucía como plata, los pies con zapatos azules...

-Estaría bonita...

-Alargaste un pie y me dijiste que te descalzara... así lo hice.

-Pues eso podía significar que aprendieras el oficio de zapatero.

-No, porque andando descalza en derredor de mí, me dijiste: 'Vete con tu amigo y que te enseñe a construir las bonitas armas... armas con que matar a los egoístas, a los perversos...'. Teresa, me puedes creer que vi y oí todo esto como si fuera la misma realidad... Al siguiente día tuvo tal fuerza en mí la idea de ponerme a trabajar con Leoncio, que no vacilé un momento más. Tú me lo dijiste, me lo mandaste. Yo te veía como te estoy viendo ahora, puedes creerlo...

-¿Y en las noches siguientes no me viste también?

-Sí... venías a mi lado, tal como estás ahora... Yo callaba; tú me decías: 'Juan, abandona la idea de seguir estudiando Filosofía y otras garambainas que nunca te sacarán de pobre. No pienses en destinos del Gobierno, que no son más que pan para hoy y hambre para mañana... Métete en el comercio; compra y vende patatas, fruta, madera, cal, huevos, cualquier cosa; aprende un oficio; ponte a hacer cosas, a fabricar algo, jabón, ladrillos, clavos, peines, velas, relojes o demonios coronados... el cuento es que ganes dinero...'.

-¿Eso te decía? ¿Pues sabes que esas noches estaba yo muy prosaica, después de aquella otra noche en que me llegué a ti con zapatos azules?

-Prosaica estuviste, y yo, que siempre fuí rebelde al prosaísmo, me sentí tocado del tuyo. ¿Por ventura, digo yo, tus consejos prosaicos no eran la quinta esencia de la poesía?

-Es fácil que sí, Juan... Dime: ¿y cuando te aconsejaba que comerciaras o aprendieras un oficio, cómo iba yo calzada?

-De ninguna manera, porque venías a mí con los pies desnudos.

-¡Ay, Juan! eres un soñador tremendo... Ten cuidado...

-¿Cómo no soñar estando a veces cerca de ti, a veces tan lejos como lo estoy de las estrellas? Teresa, si después de lo que te he dicho, encuentras mal que yo aprenda el oficio de armero, lo dejaré... Tú mandas.

-No, Juan, no: si hace un rato te reñí por esto, fue... qué sé yo... Tenía yo ganas de pelearme contigo... el motivo importaba poco... la cuestión era decirte cosas... que tú me las dijeras a mí... Ya no te riño por lo que has hecho. Déjate llevar de tu inspiración. Puede que esto sea el principio de una gran fortuna para ti... Juan, busca donde nos sentemos, que yo estoy tan cansada como si hubiera andado leguas... Allí veo una piedra grande que es como un banco. Vamos allá.

-Vamos... siéntate... Estoy pensando una cosa: Leoncio y Virginia dirán que tardo mucho en llevarte a la calle de la Solana; ¿pero qué nos importa?

-Dices bien: ¿qué nos importa?... Has medido el tiempo que debías tardar en volver a tu taller, y en eso, Juan, demuestras ser más prosaico que yo, que de tal cosa no me acordaba.

-Pero medí ese tiempo, Teresa, sin que se me diera cuidado de que fuera largo. Obedeciendo a mi corazón, yo entraría en casa de Leoncio diciendo: 'Esa mujer es para mí más hermosa que los ángeles, más alta que las estrellas, y más benigna y generosa que la propia Caridad que Dios envió al mundo...'.

-¡Ay, ay, ay, Juanito...! ¡Cómo se reirían de ti Leoncio y su mujer si entraras diciendo eso...! Esos disparates no debes decirlos más que a mí. Aun sabiendo lo mentirosos que son tus dichos, me gusta oírlos, Juan. Hoy es día de libertad, casi casi de embriaguez. Sigue, Juan, sigue. Las almas cogen un día cualquiera y hacen en él su carnaval.

-No son mis dichos mentirosos, sino la verdad misma -afirmó Tuste fundiendo su mirada en la mirada de ella-, sino la misma verdad. Cosas y personas no son lo que ellas creen ser, sino lo que son en el alma del que las mira y las siente.

-Quiere decir eso que yo puedo ser para los demás lo que quieran; pero que para ti siempre seré como debo ser... No sé si lo entiendo bien, ni cómo se ha de explicar esto.

-Para mí, las denominaciones de señora y caballero son motes que este y el otro gustan de ponerse en un juego social parecido al de las cuatro esquinas... Yo no pongo motes; no clavo tampoco letreros infamantes en la frente de ningún ser humano. Cristo me ha enseñado el perdón; la Democracia me ha enseñado la sencillez, la igualdad... Yo miro al alma, no miro a la ropa».

Dicho esto por Tuste, ambos callaron. Había Teresa encontrado en el banco unas briznas secas, despojo de un árbol plantado no lejos de allí. El árbol, nada robusto y con su ramaje en completa desnudez, daba sombra al banco en estío; en invierno soltaba sobre él y sobre el suelo próximo los residuos muertos de su verdor pasado, para dar lugar a los nuevos brotes. Cogió Teresa dos, tres o más de aquellas briznas y se las llevó a la boca: eran amargas, pero el amargor no la desagradaba. La pausa que hicieron Teresa y Juan en su diálogo fue larguísima: él, apoyando en las rodillas los codos, miraba al suelo; ella, teniéndole a su izquierda, volvió su rostro hacia el opuesto lado, y clavaba sus miradas en una larguísima y fea pared que como a veinte pasos se extendía, triste superficie con letreros pintados anunciando alguna industria, y otros escritos debajo con carbón por mano inexperta... Sobre aquellas letras y garabatos dejaba correr sus ojos Teresa sin ver nada, sin darse cuenta de lo que allí estaba escrito... El lugar o fondo de la escena no podía ser más prosaico; el suelo era todo polvo. La pared escrita limitaba el espacio por esta parte; por aquella, a distancia de pedrada corta, una fila de casas pobrísimas... Como seres vivos, daban animación a tan feo lugar perros flacos, chiquillos sucios y mujeres desmedradas.

De improviso volvió Teresa el rostro chocando su mirada con la de Tuste, y mordiendo los amargos palitos le dijo: «Según eso, Juan, podrás tú quererme a mí, sin llamarme ángel, ni diosa, ni nada de eso, queriéndome con todo lo que tengas en tu alma, sin acordarte para nada de lo que fuí ni de lo que soy...».

Abrumado Tuste por la gravedad de esta proposición, que le cogió algo desprevenido y despertó en su alma un furioso tumulto, no tuvo arrestos para resistir la mirada de Teresa; bajó los ojos, y pasando el dedo por la superficie áspera y polvorosa del sillar en que se sentaban, iba soltando con lentitud la respuesta, como si anotara las palabras, o si leyera lo que escribía. Fue así: «¡Quererte yo, Teresa! ¡Si desde que te vi y me socorriste, te estoy queriendo, más que con amor, con adoración! Yo no veo en ti señora, ni veo la que otros hombres llamaron o llaman suya. Para mí, tú no eres de nadie, no puedes ser de nadie... Yo no he mirado a tu cuerpo tanto como a tu espíritu. ¿Por qué te he llamado ángel? Porque he visto en ti el corazón generoso, la frente noble, y las alas para subir a donde no subió ninguna mujer... Cuando supe tu pasado y la vida que hacías, lloré y rabié lo que no puedes figurarte... Pero luego mis ideas separaron tu espíritu de toda la broza material, y limpia y purificada te guardé en el sagrario de mi corazón, donde te doy culto con el espíritu mío. ¡Que si te quiero, Teresa! El amor mío por ti es grande, como todo amor que ha nacido y crecido sin esperanza... El no esperar nada, aviva el fuego de amor. Si me despreciaras, te querría lo mismo... Queriéndome tú, lo mismo que si no me quisieras... ¡Vivir, amar, morir!... términos absolutos...

-¿Me amarás de veras? -dijo Teresa en lenguaje llano-. ¿Como yo a ti?

-No me lo preguntes con palabras, sino con la imposición de algún sacrificio, o sometiéndome a la prueba más terrible. ¿Que es preciso morir por ti? Dímelo, y verás qué pronto...».

Siempre que Tuste hablaba este lenguaje de vaporosa espiritualidad, Teresa se conmovía y se le aguaban los ojos. Aun en los casos en que las declamaciones de su amigo la movían a risa, no dejaba de sentir emoción, y confundía la risa con el llanto. Aquella tarde hubo de extremar el esfuerzo de su voluntad para contener las lágrimas. «Oye, Juan -dijo después de una corta pausa-: vete a tu maestro y a tu maestra, diles... cuéntales esto. ¿Sabes cómo se nombran en la intimidad Leoncio y Virginia? Mita y Ley. Pues diles que te quiero y me quieres. No se asombrarán poco, y... ¡quién sabe! puede que no se asombren nada.

-Virginia y Leoncio se quieren y hacen de sus dos almas un alma sola.

-Pregúntales por su vida salvaje... que te cuenten cómo fueron a esa vida, y la felicidad que tuvieron en ella.

-No están unidos más que por la ley de sus corazones.

-Sus corazones fueron la ley... Pregúntales cómo han vivido, cómo han soportado las penas...».

El recuerdo de Mita y Ley determinó repentinamente en Teresa un estado de espíritu semejante al que tuvo en la entrevista con Virginia. Sintió vergüenza y miedo. ¿Qué pensaría Virginia si supiera que había sacado del taller con engaño al aprendiz para irse con él de bureo por las calles? Esto era incorrectísimo. ¿Por quién la tomaría Virginia, después de haberla tomado por señora y hasta por Marquesa? No, no podía soportar los juicios desfavorables de Mita... Veía en ella, ¡qué cosa tan rara! la cifra y compendio de la moralidad. La salvaje había venido a ser como una personificación de toda la virtud humana.

«Tuste -le dijo levantándose resueltamente, llena su alma de un sentimiento de pudor-, no quiero que Mita y Ley piensen mal de nosotros... No está bien que les engañemos. Dirán que para enseñarme dónde está esa calle has empleado mucho tiempo.

-Sí: pensarán mal... y no quiero yo eso.

-Pues vete pronto, Juan, vete. Si te riñen por la tardanza, cuéntales la verdad... les dirás quién soy: ¡qué vergüenza!... Pero sí, deben saberlo... Anda, no tardes. Yo también me entretengo demasiado. Todavía no soy libre.

-Les diré la verdad, la verdad. Quizás me conozcan en la cara que tú me quieres, y nada tendré que decir.

-Quizás, Juan... ¿Y a mí me lo conocerán también en la cara? No: yo sé disimular... Es preciso que nos separemos.

-Se separan nuestras personas, como dos sombras que han estado confundidas en una; pero tu espíritu y el mío permanecen juntos, juntos como un solo espíritu.

-Como un solo espíritu...

-Adiós. Déjame esas briznas que llevas en tu boca.

-Tómalas. Máscalas un poco, y las guardas luego.

-Son amargas. Toda la vida es amarga; pero contigo el amargor es dulzura. Teresa, déjame besar tu mano... Así... Déjame ahora que meta mi mano en tu manguito para que se me pegue el calor de las tuyas.

-Así... deja tu mano metida aquí un ratito, para que te lleves el calor... Vaya, no más.

-No más. Adiós... yo me voy por aquí.

-Yo por aquí... Adiós».

Desde lejos, embocando diferentes calles, uno y otra se pararon para saludarse. Alzaba ella la mano en que tenía el manguito, él la suya sin nada. No llevaba bastón ni sombrero. Por fin, cada calle se llevó lo suyo, y entre los dos aumentaba el oleaje de calles, de transeúntes...

Fue Teresa por todo el camino hasta su casa en completa abstracción de cuanto pudiera apreciar por los sentidos. Toda su compañía la llevaba dentro. Al llegar a su casa, ya de noche, la primera pregunta que hizo a Felisa fue: «¿Ha venido ese?...». Diciendo ese chocó con la realidad... Se sentía fatigadísima; le dolían los pies de andar por calles empedradas con guijarros puntiagudos. Despojada de mantilla y zapatos, se tendió en un sofá, y a solas, recordando y pensando, su cerebro entró en blanda sedación. De la calle traía, para decirlo claro, una borrachera de espiritualidad. ¿Pero todo lo ocurrido en aquella tarde, la excursión a las Vistillas, la entrevista con Virginia, la conversación con Tuste, era verdad? ¿Estaba ella en su cabal sentido cuando dijo al aprendiz lo que aún recordaba, pues cada palabra suya, cada palabra de él, estampadas permanecían en su mente?... ¿No se había excedido un poco en el abandono de su voluntad, comprometiéndose a más de lo que debiera?... En estos pensamientos se mecía y aun se adormecía, cuando un fuerte ruido de voces y de pisadas en la escalera le anunció que volvía Risueño con los expedicionarios de la Alameda de Osuna. No sintió Teresa que Facundo viniese acompañado, trayendo a cenar a dos o más amigos, pues cuando venía solo eran más difíciles de conllevar las brusquedades e impertinencias del contratista.

Entraron en la casa con alegre vocerío Risueño y otro señor, luciendo el empaque andaluz de marsellés y calañés, y dos más en traje corriente de caballeros que van de campo. Estos eran el Marqués de Beramendi y José Luis Albareda, el más arrogante, salado y ceceoso de los señoritos andaluces que por entonces se abrían camino en la política. Dirigía El Contemporáneo, órgano de los conservadores que llamaban de guante blanco, los más atildados y conspicuos, chapados a la inglesa, que era la dernière en punto a política y arte parlamentario.

Hubo Teresa de violentarse para sonreír a toda la cuadrilla, y disertar con ella de asuntos que no la interesaban. Allí estuvieron hasta media noche, charlando, contando cuentos andaluces, consumiendo la manzanilla y otras bebidas de que tenía Risueño grande acopio en aquella casa. Resistiéronse a cenar: tan repletos venían del comistraje en la Alameda; pero bebían, algunos moderadamente, otros empinando de lo lindo, sin embriagarse o sólo poniéndose alegres y decidores. Risueño cogió la guitarra, y tras un preludio de ayes y jipidos lastimosos, se arrancó el hombre con playeras. No lo hacía mal: alguno le jaleaba con palmaditas; Beramendi tenía más sueño que ganas de música. Las doce serían cuando desfilaron dos, quedando solos Facundo y el compañero que, como él, traía ropa y sombrero al estilo de la tierra de María Santísima. Era un caballero joven a quien las aficiones a la jácara y a las cañitas no privaban de la exquisita distinción en sociedad. A todo hacía, mostrando igual superioridad en ambos papeles; era el primero en las zambras andaluzas, el primero en la cortesanía que podremos llamar europea, terreno común de la civilización. Disputaron un rato Risueño y Manolo Tarfe (que tal era el nombre del caballero), sobre si braceaban los potros cordobeses mejor que los jerezanos o viceversa; pero ello quedó en las primeras escaramuzas, porque Risueño fue bruscamente acometido de tan intensa modorra, que con media palabra entre los labios, dejó caer al suelo la guitarra, y su cuerpo se estiró en el sofá, convirtiéndose en plomo. Tarfe le llamó con fuertes gritos, como podría llamarle si se hubiera caído en un pozo... «¡Pobrecito! -dijo Teresa, gozosa de ver anulada la personalidad de su contratista-, hay que dejarle dormir la manzanilla». Entre ella y Felisa le sacaron con no poca dificultad las botas... El marsellés no pudieron quitárselo, por la extraordinaria pesadumbre del cuerpo de Risueño.

Cogió en esto el caballero Tarfe su calañés para retirarse, y haciendo ademán de poner el gracioso sombrero andaluz en la cabeza de Teresita, le dijo: «Ahí te dejo con ese fardo... Mejor para ti que se haya convertido en lo que ves, en un saco de patatas...».

Solía tutear a Teresa, viéndola sola, por arranque nativo de su temperamento, y por expresarle mejor sus atrevidas pretensiones. Tiempo hacía que la enamoraba con disimulo, aprovechando toda buena coyuntura para convencerla de que debía entenderse con él, rescindiendo la contrata con Risueño. Pero Teresa, blasonando de virtud relativa, no daba oídos a la sugestión del caballero, y se mantenía leal a su compromiso. Sin esperanza de ser más afortunado aquella noche, Tarfe, cuando Teresa salió a despedirle hasta la sala, dejando en el gabinete el inanimado cuerpo de Facundo, que más bien cadáver parecía, le soltó la milésima declaración y propuesta de amores. Echose a reír la guapa moza; pero más benigna que otras veces, deslizó una frase de esperanza.

«Manolito, tenga paciencia...

-¿Te decides a despachar al fardo?

-Paciencia, Manolo.

-Di una palabra... ¿Quieres que hablemos...?

-Sí: algo tengo que decir a usted.

-¿Dónde podríamos...? Teresa, no me engañes. Has dicho que tienes algo que decirme... Pues aquí mismo... Cuenta que Facundo es una pared.

-Las paredes oyen... Aquí no puede ser.

-¿Pues dónde, cuándo? ¿Me citarás?

-Sí: para ponerle a usted banderillas.

-No bromees. ¿Me citarás?...

-Que sí... Y basta. Tome el olivo pronto.

-Bueno: me voy. Pero quedamos en que me citas, Teresa.

-Para que hablemos...

-Eso, para que hablemos. ¡Si es lo que deseo: hablar contigo! Adiós, gracia del mundo».


Capítulo XXVII