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Revisión del 22:54 4 feb 2021

El signo de los cuatro
Capítulo VII - El incidente del tonel​
 de Arthur Conan Doyle
Capítulo VII
El incidente del tonel

Los policías habían llegado en coche, y en ese coche acompañé a su casa a la señorita Morstan. Con un estilo angelical típicamente femenino, había sobrellevado los malos momentos con expresión serena mientras hubo alguien más débil que ella a quien consolar, y yo la había visto animada y tranquila al lado de la aterrada ama de llaves. Sin embargo, en el coche estuvo primero a punto de desmayarse y luego estalló en llantos apasionados, de tanto que la habían afectado las aventuras de aquella noche.

Tiempo después me confesó que durante aquel trayecto yo le había parecido frío y distante. Poco sospechaba la lucha que tenía lugar en mi pecho y el esfuerzo que tuve que hacer para contener mis impulsos. Estaba dispuesto a ofrecerle todas mis simpatías y mi amor, como le había ofrecido la mano en el jardín.

Estaba convencido de que aquel único día de extrañas aventuras me había permitido conocer su carácter dulce y valeroso como no habría podido llegar a conocerlo en muchos años de trato convencional. Sin embargo, dos pensamientos tenían sellados mis labios, impidiendo salir de ellos las palabras de afecto. Ella se encontraba débil e indefensa, con la mente y los nervios trastornados; hablarle de amor en aquel momento era jugar con ventaja. Pero había algo aun peor: era rica. Si las investigaciones de Holmes tenían éxito, heredaría una fortuna. ¿Era justo, era honorable que un médico con media paga se aprovechara de una intimidad que sólo se debía al azar? Ella podría pensar que yo era un vulgar cazadotes, y yo no podía arriesgarme a que se le pasara por la cabeza semejante pensamiento. Aquel tesoro de Agra se interponía entre nosotros como una barrera infranqueable.

Eran casi las dos cuando llegamos a la casa de la señora Forrester. La servidumbre se había acostado hacía horas, pero la señora Forrester estaba tan intrigada por el extraño mensaje que había recibido la señorita Morstan que se había quedado levantada esperando su regreso. Ella misma nos abrió la puerta; era una atractiva mujer de edad madura, y me alegró ver con cuánta ternura rodeó con su brazo la cintura de la joven y con qué voz tan maternal la saludaba. Estaba claro que para ella la señorita Morstan no era una simple empleada, sino una amiga apreciada. Fuimos presentados, y la señora Forrester insistió en que entrara y le contara nuestras aventuras; pero yo le expliqué la importancia de mi misión y le prometí solemnemente pasar a visitarla para informarle de los progresos que hiciéramos en el caso. Cuando me alejaba, eché un vistazo hacia atrás y aún me parece estar viéndolas, allí en los escalones: las dos elegantes figuras abrazadas, la puerta medio abierta, la luz del vestíbulo brillando a través de la vidriera, reflejándose en el barómetro y en las varillas de la escalera... Qué reconfortante resultaba aquella imagen de tranquilo hogar inglés, por muy fugaz que fuera, en medio del violento y tenebroso asunto que nos tenía absorbidos.

Y cuanto más pensaba en lo sucedido, más extraño e incomprensible me parecía.

Mientras traqueteábamos por las silenciosas calles iluminadas por farolas de gas, fui repasando toda la extraordinaria serie de acontecimientos.

Lo primero, el problema original: eso, por lo menos, estaba ya bastante claro.

La muerte del capitán Morstan, el envío de las perlas, el anuncio, la carta..., todo aquello lo habíamos aclarado. Sin embargo, eso nos había conducido a un misterio aun más complicado y mucho más trágico. El tesoro indio, el curioso plano encontrado en el equipaje de Morstan, la extraña escena de la muerte del mayor Sholto, el descubrimiento del tesoro, seguido inmediatamente por la muerte del descubridor, las extrañísimas circunstancias del crimen, las pisadas, las armas exóticas, las palabras escritas en el papel, que coincidían con las del plano del capitán Morstan..., un verdadero laberinto, en el que un hombre que no poseyera las extraordinarias facultades de mi compañero de alojamiento no tendría la menor esperanza de encontrar una sola pista.

Pinchin Lane era una manzana de destartaladas casas de ladrillo, de dos pisos, en la zona más baja de Lambeth. Tuve que llamar durante un buen rato al número 3 antes de que dieran señales de oírme. Por fin, vi brillar la luz de una vela detrás de la persiana y una cara se asomó a la ventana de arriba.

––Largo de ahí, borracho, vagabundo ––dijo la cara––. Si das un solo golpe más, abro las perreras y te suelto cuarenta y tres perros.

––Me basta con que suelte a uno, a eso he venido ––dije.

––¡Largo! ––exclamó la voz––. Por Dios que tengo una palanca en esta bolsa y te la voy a tirar a la cabeza a ver si la coges al vuelo.

––Es que necesito un perro ––grité.

––¡Conmigo no se discute! ––chilló el señor Sherman––. Y ahora, quítate de ahí porque, en cuanto cuente tres, tiro la palanca.

––El señor Sherlock Holmes... ––empecé a decir.

Estas palabras tuvieron un efecto absolutamente mágico, porque al instante la ventana se cerró de golpe y en menos de un minuto la puerta estaba desatrancada y abierta. El señor Sherman era un hombre mayor, larguirucho y flaco, con los hombros caídos, el cuello fibroso y gafas de cristales azules.

––Los amigos del señor Holmes son siempre bienvenidos ––dijo––. Pase, caballero. No se acerque al tejón, que muerde. ¡Ah, desvergonzada! ¿Querías darle un mordisco al caballero, eh? ––esto se lo dijo a una comadreja que asomaba su maligna cabeza de ojos rojizos entre los barrotes de su jaula––. De ése no se asuste, señor; es sólo un lución. No tiene colmillos y lo dejo suelto para que acabe con las cucarachas. Tiene que perdonarme que haya estado algo seco con usted al principio. Es que los niños no me dejan en paz, y muchos de ellos vienen a esta calle sólo para llamar a mi puerta. ¿Qué es lo que deseaba el señor Holmes?

––Necesita uno de sus perros.

––¡Ah! Será Toby, sin duda.

––Sí, Toby era el nombre.

––Toby vive en el número 7, aquí a la izquierda.

Avanzó despacio con la vela entre la pintoresca familia de animales que había reunido a su alrededor. A la luz débil y vacilante de la vela pude entrever que desde todos los rincones nos miraban ojos relucientes y curiosos. Hasta las vigas que se extendían sobre nuestras cabezas estaban cubiertas de aves de aspecto solemne, que se movían perezosamente, cambiando el peso del cuerpo de una pata a la otra al despertarse a causa de nuestras voces.

Toby resultó ser un animal feo, de pelo largo y orejas caídas, mitad spaniel y mitad ratonero, de colores castaño y blanco, de andares desgarbados y torpes. Tras dudar un momento, aceptó un terrón de azúcar que el viejo naturalista me había dado y, habiendo sellado así nuestra alianza, me siguió hasta el coche y no puso ninguna dificultad para acompañarme.

Acababan de dar las tres en el reloj de palacio cuando llegué de nuevo al Pabellón Pondicherry. Allí me enteré de que el exboxeador McMurdo había sido detenido como cómplice, y que lo habían conducido a comisaría junto con el señor Sholto.

Dos agentes de uniforme vigilaban la puerta exterior, pero me dejaron pasar con el perro cuando mencioné el nombre del detective.

Holmes estaba de pie en el umbral de la casa, con las manos en los bolsillos, fumando una pipa.

––¡Ah, ya lo trae! ––dijo–– ¡Hola, perrito! Athelney Jones se ha marchado. Desde que usted nos dejó, ha habido aquí un auténtico derroche de energía. No sólo ha detenido al amigo Thaddeus: también al portero, al ama de llaves y al criado indio. Tenemos toda la casa para nosotros solos, aparte de un sargento que está arriba. Deje al perro aquí y subamos.

Atamos a Toby a la mesa del vestíbulo y volvimos a subir las escaleras. La habitación estaba tal como la habíamos dejado, aunque habían cubierto la figura central con una sábana. Apoyado en un rincón, había un sargento de policía de aspecto muy fatigado.

––Déjeme su linterna sorda, sargento ––dijo mi compañero––. Ahora, átenme al cuello este cordel, para colgármela por delante. Gracias. Ahora tengo que quitarme los zapatos y los calcetines. Haga el favor de llevárselos cuando baje, Watson. Yo voy a hacer un poco de escalada. Moje mi pañuelo en la creosota. Con eso bastará. Ahora suba un momento conmigo a la buhardilla.

Trepamos a través del agujero y Holmes dirigió una vez más la luz hacia las pisadas en el polvo.

––Quiero que se fije muy bien en estas pisadas ––dijo––. ¿Nota algo de particular en ellas?

––Que son de un niño o de una mujer pequeña ––respondí.

Aparte del tamaño, hombre. ¿No ve nada más?

––A mí, francamente, me parecen como cualquier otra pisada.

––Ni mucho menos. ¡Mire usted aquí! Esta es la huella de un pie derecho en el polvo. Ahora voy a dejar yo otra a su lado, con mi pie descalzo. ¿Cuál es la principal diferencia?

––Los dedos de su pie están juntos. Los de la otra huella están perfectamente separados.

––Exacto. Eso mismo. Acuérdese de esto. Y ahora, haga el favor de asomarse a esa trampilla y olfatee el marco de madera. Yo me quedaré aquí, porque llevo el pañuelo en la mano.

Hice lo que me indicaba y al instante percibí un olor fuerte, como de alquitrán.

––Ahí es donde puso el pie al escapar. Y si usted puede captar ese rastro, no creo que Toby tenga la menor dificultad. Baje corriendo, suelte al perro, y prepárese a ver a Blondin.

Para cuando salí al jardín, Sherlock Holmes estaba ya en el tejado, y parecía una enorme luciérnaga reptando muy despacio por el caballete. Lo perdí de vista cuando pasó por detrás de una batería de chimeneas, pero volvió a aparecer y después desapareció de nuevo por el otro lado. Doblé la esquina de la casa y lo encontré sentado en la esquina del alero.

––¿Es usted, Watson?

––Sí.

––Éste es el lugar. ¿Qué es esa cosa negra que hay abajo?

––Un barril de agua.

––¿Con la tapa puesta?

––¿Sí?

––¿No hay por ahí una escalera?

––No.

––¡Condenado individuo! Esto es como para partirse el cuello. Yo debería poder bajar por donde él subió. La tubería parece bastante sólida. Allá vamos, pase lo que pase.

Se oyó un arrastrar de pies y la luz de la linterna empezó a descender poco a poco por la esquina de la pared. Por fin, dando un ágil salto, Holmes aterrizó sobre el barril, y de ahí bajó al suelo.

––Ha sido fácil seguirlo ––dijo, mientras se ponía los calcetines y los zapatos––. Había tejas sueltas marcando todo el camino y con las prisas se le cayó esto. Como dicen ustedes los médicos, esto confirma mi diagnóstico.

El objeto que me mostró era una bolsita tejida con hierbas de colores, con algunas cuentas brillantes ensartadas. Por el tamaño y la forma, no era muy diferente de una petaca. En su interior había media docena de espinas de madera oscura, con un extremo afilado y el otro redondo, iguales a la que tenía clavada Bartholomew Sholto.

––Unos chismes infernales ––dijo Holmes––. Tenga cuidado de no pincharse. Me alegra mucho haberlas encontrado, porque lo más probable es que el hombre no tuviera más que éstas, y así hay menos peligro de que cualquier día de éstos usted o yo acabemos con una de ellas clavada en la piel. Prefiero con mucho una bala Martini. ¿Se siente en forma para dar un paseíto de seis millas, Watson?

––Desde luego ––respondí.

––¿Aguantará su pierna?

––Claro que sí.

––¡Vamos allá, perrito! ¡El bueno de Toby! ¡Huele, Toby, huele!

Colocó el pañuelo mojado en creosota bajo el hocico del perro, y el animal lo olfateó, con las peludas patas muy separadas y la cabeza torcida en un gesto muy cómico, como si fuera un entendido en vinos apreciando el buqué de un famoso reserva. A continuación, Holmes arrojó lejos el pañuelo, ató una fuerte cuerda al collar del chucho y lo condujo al pie del barril de agua. Al instante, el animal estalló en una serie de gañidos agudos y trémulos y, con el hocico pegado al suelo y la cola en alto, se lanzó a seguir la pista .a tal velocidad que mantenía la cuerda siempre tirante y nos obligaba a caminar lo más deprisa que podíamos.

Empezaba a clarear poco a poco por el Este, y la luz fría y gris nos permitía ya ver a cierta distancia. El gran caserón cuadrado, con sus ventanas negras y vacías y sus muros altos y desnudos, se alzaba a nuestras espaldas, triste y desolado. Nuestro recorrido nos llevó a través de los terrenos de la casa, entrando y saliendo de las zanjas y agujeros que se abrían como cicatrices.

Todo aquel lugar, con sus montones de tierra por todas partes y sus raquíticos arbustos, tenía un aspecto de ruina y malos augurios que casaba a la perfección con la siniestra tragedia que se cernía sobre él.

Al llegar a la tapia exterior, Toby corrió a lo largo de su sombra dando gemidos de ansiedad, hasta que se detuvo en un rincón ocupado por un haya joven. En el ángulo de las dos paredes alguien había aflojado varios ladrillos, y las grietas resultantes estaban gastadas y redondeadas por la parte inferior, como si se hubieran utilizado a menudo como escalera. Holmes trepó por ellas, hizo que yo le pasara el perro y lo dejó caer al otro lado.

––Aquí hay una huella de la mano de Patapalo ––me dijo cuando trepé hasta llegar a su lado––. Mire esa manchita de sangre sobre el yeso blanco.

Es una suerte que no haya llovido mucho desde ayer. El olor aún seguirá en la carretera, a pesar de que nos llevan veintiocho horas de ventaja. Confieso que yo tenía mis dudas, pensando en la cantidad de tráfico que había pasado por la carretera de Londres en el tiempo transcurrido. Pero muy pronto se disiparon mis temores. Toby no vaciló ni se desvió ni una sola vez, y siguió adelante con su curioso bamboleo al andar.

No cabía duda de que el penetrante olor de la creosota dominaba con gran diferencia a todos los demás olores que pudieran competir con él.

––No vaya a creer ––dijo Holmes–– que mi éxito en este caso depende de una pura casualidad, como es el que uno de esos tipos haya pisado esta sustancia. Dispongo ya de datos que me permitirían seguirles la pista de otras muchas maneras; pero ésta es la más directa y, puesto que hemos tenido esa suerte, sería una vergüenza desaprovecharla. Sin embargo, esto impide que el caso se convierta en el interesante problemilla intelectual que al principio prometía ser. Podríamos haber ganado algo de prestigio con él, de no ser por esta pista tan palpable.

––Hay prestigio para dar y tomar ––dije yo––. Le aseguro, Holmes, que me dejan maravillado los métodos con los que obtiene estos resultados, más aun que en el caso del asesinato de Jefferson Hope. A mí, el asunto me parece cada vez más oscuro e inexplicable. Por ejemplo: ¿cómo ha podido describir con tanta exactitud al hombre de la pata de palo?

––¡Bah! Pero, hombre, si eso es la sencillez misma. No pretendo ser teatral. Está todo a la vista, encima de la mesa. Dos oficiales que están al mando de la guardia de un presidio se enteran de un importante secreto referente a un tesoro escondido. Un inglés llamado Jonathan Small les dibuja un plano. Acuérdese de que vimos el nombre en el plano que tenía el capitán Morstan. Lo firmó en nombre propio y de sus socios: el signo de los cuatro, como él lo llamaba en plan dramático. Con la ayuda de ese plano, los oficiales se hacen con el tesoro y uno de ellos lo trae a Inglaterra, parece que incumpliendo alguna de las condiciones bajo las cuales lo obtuvieron. Ahora bien: ¿por qué no se apoderó del tesoro el propio Jonathan Small? La respuesta es evidente: el plano está fechado en una época en la que Morstan estaba en estrecha relación con presos. Jonathan Small no podía hacerse con el tesoro porque él y sus socios estaban presos y no podían salir.

––Pero eso es pura especulación ––dije yo.

––Es mucho más que eso. Es la única hipótesis que abarca todos los hechos. Veamos ahora cómo encaja todo esto con la segunda parte del drama. El mayor Sholto vive en paz durante algunos años, feliz con su tesoro. Luego recibe una carta de la India que le deja aterrorizado. ¿Qué pudo ser?

––Una carta que decía que los hombres a los que había estafado habían salido en libertad.

––O que se habían fugado. Esto es mucho más probable, porque él debía saber cuándo terminaban sus condenas y, por lo tanto, eso no le habría sorprendido. ¿Qué es lo que hace entonces? Se pone en guardia contra un hombre con pata de palo..., un hombre blanco, fíjese, porque una vez confundió con él a un vendedor ambulante y le disparó un tiro. Ahora bien, en el plano sólo aparece un nombre europeo; todos los demás son indios o mahometanos, no hay ningún otro hombre blanco. Así pues, podemos afirmar con seguridad que el hombre de la pata de palo es el mismo Jonathan Small.

¿Encuentra algún fallo en este razonamiento?

––No; es claro y conciso.

––Pues bien, ahora vamos a ponernos en el lugar de Jonathan Small. Consideremos el asunto desde su punto de vista. Viene a Inglaterra con la doble idea de recuperar lo que cree que le pertenece y vengarse del hombre que le traicionó. Averigua dónde vive Sholto y probablemente se pone en contacto con alguien de la casa. Está ese mayordomo, Lal Rao, al que aún no hemos visto. La señora Bernstone no tiene una opinión nada buena de él. Sin embargo, Small no puede averiguar dónde está escondido el tesoro, porque eso no lo sabía nadie más que el mayor y un criado leal, que ya había muerto.

De pronto, Small se entera de que el mayor está en su lecho de muerte. Frenético ante la idea de que el secreto del tesoro muera con él, sortea a la guardia, consigue llegar hasta la ventana del moribundo y lo único que le disuade de entrar es la presencia de los dos hijos. A pesar de todo, ciego de odio contra el difunto, entra en la habitación aquella misma noche, registra sus papeles privados con la esperanza de encontrar alguna información sobre el tesoro y, por último, deja un recuerdo de su visita con la frase escrita en el papel. No cabe duda de que lo tenía todo planeado de antemano y que si hubiera podido matar al mayor, habría dejado una notita similar sobre el cadáver, para indicar que no se trataba de un asesinato vulgar, sino, desde el punto de vista de los cuatro socios, de algo parecido a un acto de justicia. Las reivindicaciones de este tipo, pintorescas y extravagantes, son bastante corrientes en los anales del crimen y, por lo general, proporcionan valiosa información acerca del criminal. ¿Me sigue hasta ahora?

––Todo está muy claro.

––Pues sigamos. ¿Qué podía hacer Jonathan Small? Nada, aparte de seguir vigilando en secreto los esfuerzos que se hacían para encontrar el tesoro. Es posible que se marchara de Inglaterra y sólo volviera de vez en cuando. Entonces se descubre la buhardilla y él es informado al instante. Una vez más, encontramos indicios de la presencia de un cómplice en la casa. Jonathan, con su pierna postiza, nunca habría podido llegar hasta la habitación de Bartholomew Sholto, en el piso más alto. Pero le acompaña un aliado bastante curioso que consigue superar esta dificultad, aunque mete el pie desnudo en la creosota. Y aquí entra Toby y la penosa caminata de seis millas para un pobre funcionario a media paga con un tendón de Aquiles estropeado.

––Pero entonces fue el compañero, y no Jonathan, quien cometió el crimen.

––Exacto. Y con gran disgusto de Jonathan, a juzgar por la manera en que pateó el suelo cuando entró en la habitación. No tenía nada personal contra Bartholomew Sholto y habría preferido limitarse a atarlo y amordazarlo. No sentía ningún deseo de meter la cabeza en la horca. Sin embargo, la cosa ya no tenía remedio; los instintos salvajes de su compañero se habían desatado y el veneno había hecho su trabajo. Así que Jonathan Small dejó su tarjeta de visita, bajó la caja del tesoro al suelo y luego descendió él. Ésta es la secuencia de acontecimientos, hasta donde puedo descifrarla. En cuanto a su aspecto personal, desde luego tiene que ser de edad madura y tiene que estar tostado por el sol después de haber cumplido condena en un horno como las islas Andaman. La estatura se deduce fácilmente de la longitud de sus pasos, y sabemos que tenía barba, porque la barba fue lo único en que se fijó Thaddeus Sholto cuando lo vio en la ventana. No sé si queda algo más.

––¿El cómplice?

––Ah, sí, en eso no hay mucho misterio. Pero muy pronto lo sabrá usted todo. ¡Qué agradable es el aire de la mañana! Mire cómo flota aquella nubecilla. Parece una pluma rosa de un flamenco gigante. Y ya asoma el borde rojo del sol sobre las nubes de Londres. Lucirá sobre muchísima gente, pero me atrevería a apostar que entre ella no hay nadie que esté enfrascado en una tarea tan extraña como la nuestra. ¡Qué pequeños nos sentimos, con nuestras insignificantes ambiciones y conflictos, en presencia de las grandes fuerzas elementales de la Naturaleza! ¿Qué tal lleva la lectura de Jean-Paul?

––Bastante bien. Lo descubrí gracias a Carlyle.

––Eso es como remontar el río hasta llegar al lago donde nace. Pues este hombre dice una cosa muy curiosa pero muy profunda: que la principal prueba de la grandeza del hombre está en su capacidad de percibir su propia pequeñez. Eso demuestra una capacidad de comparación y apreciación que es, en sí misma, una prueba de nobleza. Hay mucho alimento para la mente en Richter. No lleva usted pistola, ¿verdad?

––Llevo el bastón.

––Es posible que necesitemos algo por el estilo si llegamos hasta su cubil.

A Jonathan se lo dejo a usted, pero si el otro se pone desagradable, tendré que matarlo de un tiro.

Mientras hablaba, sacó su revólver y, tras cargar dos de las recámaras, volvió a guardárselo en el bolsillo derecho de la chaqueta.

Durante todo aquel tiempo nos habíamos dejado guiar por Toby, siguiendo las carreteras semirrurales, flanqueadas de mansiones, que conducen a la metrópoli. Pero ahora empezábamos a meternos ya en calles continuas, donde los trabajadores y obreros del puerto se habían puesto ya en movimiento, mientras mujeres desaliñadas abrían las ventanas y barrían los escalones de las puertas. Los bares de tejado plano de las esquinas habían comenzado ya el negocio, y de ellos salían hombres de aspecto rudo, limpiándose la barba con la manga después de su trago matutino. Perros extraños iban de un lado a otro y nos miraban con curiosidad cuando pasábamos, pero nuestro inimitable Toby no desvió la mirada ni a la derecha ni a la izquierda y siguió trotando hacia delante, con el hocico pegado al suelo y soltando de vez en cuando un gañido de ansiedad que indicaba que el rastro estaba claro.

Habíamos atravesado Streatham, Brixton y Camberwell, y ahora nos encontrábamos en Kennington Lane, después de habernos desviado por las callejuelas laterales al este del Oval. Parecía que los hombres que perseguíamos habían seguido una curiosa ruta en zigzag, probablemente con objeto de no llamar la atención. Al final de Kennington Lane habían torcido a la izquierda por Bond Street y Miles Street. Esta última calle desemboca en Knight's Place, y allí Toby dejó de avanzar y empezó a correr de un lado a otro, con una oreja levantada y la otra caída, convertido en la perfecta imagen de la indecisión canina. Luego se puso a andar en círculos, mirándonos de vez en cuando como si solicitara nuestra simpatía en aquel momento de desconcierto.

––¿Qué demonios le pasa al perro? ––gruñó Holmes––. Seguro que no tomaron un coche ni se fueron volando en globo.

––Puede que se detuvieran aquí un rato ––sugerí.

––¡Ah! Todo va bien. Ahí va de nuevo ––dijo mi compañero, en tono de alivio.

Efectivamente, después de olfatear una vez más por todas partes, el perro parecía haber tomado de pronto una decisión y se había puesto en marcha, lanzándose con una energía y una determinación que no le habíamos visto hasta entonces. El olor parecía ser mucho más fuerte que antes, porque ya ni siquiera tenía que arrimar el hocico al suelo, sino que tiraba de la cuerda intentando echar a correr. Por la manera en que brillaban los ojos de Holmes, supe que nos acercábamos al final de nuestro recorrido.

Así bajamos por Nine Elms hasta llegar al gran almacén de maderas de Broderick, pasada la taberna del Águila Blanca. Al llegar allí, el perro, excitado hasta el frenesí, se metió por una puerta lateral del almacén, donde ya había aserradores trabajando. Avanzó a la carrera entre el aserrín y las virutas, recorrió un callejón, torció por un pasillo entre dos pilas de maderos y por fin, con un ladrido de triunfo, se subió de un salto a un gran barril, colocado aún sobre la carretilla en la que lo habían traído. Con la lengua fuera y los ojos parpadeantes, Toby se quedó encima del barril, mirándonos a Holmes y a mí en espera de alguna señal de aprobación. Las duelas del barril y las ruedas de la carretilla estaban manchadas de un líquido oscuro y todo el ambiente estaba cargado de olor a creosota.

Sherlock Holmes y yo nos miramos el uno al otro con mirada inexpresiva y luego estallamos al mismo tiempo en una incontenible carcajada.


Capítulo VII - El incidente del tonel