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<center>'''Capítulo VIII'''<br>'''Los voluntarios de Baker Street'''</center>
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Revisión del 22:54 4 feb 2021

El signo de los cuatro
Capítulo VIII - Los voluntarios de Baker Street​
 de Arthur Conan Doyle
Capítulo VIII
Los voluntarios de Baker Street

––¿Y ahora, qué? ––pregunté––. Toby ha perdido su reputación de infalible.

––Ha actuado según su entendimiento ––dijo Holmes, cogiéndolo para bajarlo del barril y sacarlo del almacén––. Si se piensa en la cantidad de creosota que se transporta por Londres cada día, no puede extrañar que el rastro se haya cruzado con otro. Ahora se utiliza mucho la creosota, sobre todo para tratar la madera. El pobre Toby no tiene la culpa.

––Supongo que habrá que volver al rastro principal.

––Sí. Por suerte, no tendremos que ir lejos. Está claro que lo que desconcertó al perro en la esquina de Knight's Place fue que allí había dos rastros diferentes, que iban en direcciones opuestas. Hemos seguido el que no era, y lo único que tenemos que hacer ahora es seguir el otro.

No tuvimos ninguna dificultad. En cuanto llevamos a Toby al sitio en el que había cometido el error, recorrió un amplio círculo y por fin salió disparado en una nueva dirección.

––Habrá que tener cuidado de que no nos lleve ahora al lugar de donde vino el barril de creosota ––comenté.

––Ya había pensado en ello. Pero fíjese en que ahora va por la acera, mientras que el barril iba por la calzada. No, esta vez seguimos la pista buena.

El rastro bajaba hacia la ribera del río, pasando por Belmont Place y Prince's Street. Al final de Broad Street llegamos hasta la orilla misma, donde había un pequeño muelle de madera. Toby nos condujo hasta el borde del embarcadero y allí se paró, gimiendo y mirando la negra corriente de agua que pasaba a sus pies.

––Se nos acabó la suerte ––dijo Holmes––. Han tomado una embarcación.

Amarrados al borde del muelle había varios pontones y esquifes pequeños. Hicimos que Toby los recorriera de uno en uno pero, por mucho que olfateó, no dio ninguna señal.

Cerca del tosco embarcadero había una casita de ladrillo con un letrero de madera colgado de la ventana del primer piso. En él se leía, pintado en letras grandes, «Mordecai Smith», y debajo «Se alquilan embarcaciones por horas y por días». Un segundo letrero, encima de la puerta, nos informó de que disponían de una lancha de vapor, información que quedaba confirmada por un gran montón de carbón que había en el muelle. Sherlock Holmes miró lentamente a nuestro alrededor y su rostro adoptó una expresión ominosa.

––Esto no me gusta ––dijo––. Estos fulanos son más listos de lo que yo esperaba. Parece que han borrado su rastro. Me temo que lo tenían todo planeado de antemano.

Se estaba acercando a la puerta de la casa cuando ésta se abrió y un chiquillo de unos seis años, con el pelo rizado, salió corriendo de la casa, seguido por una mujer corpulenta y coloradota, que llevaba en la mano una esponja grande.

––¡Vuelve aquí y deja que te lave, Jack! ––gritó la mujer––. ¡Vuelve, diablillo! Como venga tu padre y te vea así, nos vamos a enterar.

––¡Qué encanto de niño! ––exclamó Holmes, estratégicamente––. ¡Qué mejillas tan sonrosadas tiene el granuja! A ver, Jack, ¿quieres alguna cosa?

El niño se lo pensó un momento.

––Me gustaría un chelín ––dijo.

––¿No hay algo que te guste más?

––Me gustarían más dos chelines ––respondió aquel prodigio, tras pensarlo un poco.

––Pues ahí los tienes. ¡Cógelos! Un niño muy guapo, señora Smith.

––Dios le bendiga, señor. Es guapo, pero muy revoltoso. Yo casi no puedo controlarlo, sobre todo cuando mi hombre está fuera varios días seguidos.

––¿Dice que está fuera? ––preguntó Holmes en tono contrariado––. Pues es una pena, porque quería hablar con el señor Smith.

––Lleva fuera desde ayer por la mañana, señor, y la verdad, empiezo a estar preocupada por él. Pero si se trata de alquilar un bote, señor, tal vez yo pueda atenderles.

––Quería alquilar la lancha de vapor.

––Vaya por Dios. Precisamente se marchó en la de vapor. Eso es lo que me extraña, porque sé que con el carbón que llevaba sólo tenía para ir hasta Woolwich y volver. Si se hubiera llevado la gabarra, no me extrañaría: más de una vez ha tenido que ir hasta Gravesend, y si tenía mucho trabajo se quedaba allí a dormir. Pero ¿de qué le sirve una lancha de vapor sin carbón?

––Puede haber comprado más en otro muelle, río abajo.

––Podría hacerlo, pero no es su estilo. Le he oído protestar muchas veces de los precios que cobran por unos pocos sacos. Además, no me gusta ese hombre de la pata de palo, con esa cara tan fea y ese acento extranjero.

––¿Un hombre con pata de palo? ––preguntó Holmes, apenas sorprendido.

––Sí, señor, un tío moreno, con cara de mono, que ha venido más de una vez a ver a mi hombre. La noche anterior lo sacó de la cama; y lo que es más, mi hombre sabía que iba a venir, porque le había dado presión a la lancha de vapor. Se lo digo francamente, señor, no me hace ninguna gracia este asunto.

––Pero, querida señora Smith ––dijo Holmes, encogiéndose de hombros––, se está usted preocupando por nada. ¿Cómo sabe que fue el hombre de la pata de palo el que vino la otra noche? No entiendo cómo puede estar tan segura.

––Por la voz, señor. Conozco su voz, que es como ronca y desagradable.

Llamó a la ventana, a eso de las tres, y dijo: «Levanta, compañero. Es la hora del cambio de guardia.» Mi hombre despertó a Jim, que es mi hijo mayor, y allá se fueron, sin decirme ni palabra. Y oí el ruido de su pata de palo al andar por el empedrado.

––¿Y venía solo ese hombre de la pata de palo?

––Eso no podría decírselo, la verdad. No oí a nadie más.

––Pues lo lamento, señora Smith, porque necesito una lancha de vapor y me habían dado buenos informes del..., vamos a ver, ¿cómo se llamaba?

––El Aurora, señor.

––¡Ajá! ¿No será una vieja lancha verde, con una raya amarilla, muy ancha de manga?

––Nada de eso. Es la lancha más bonita y marinera de todo el río. Y está recién pintada de negro con dos rayas rojas.

––Gracias. Espero que pronto tenga noticias del señor Smith. Yo voy río abajo, y si le echo el ojo al Aurora, le haré saber que está usted preocupada. ¿Ha dicho que la chimenea es negra?

––No, señor: negra con una franja blanca.

––Ah, sí, claro. Eran los costados los que eran negros. Buenos días, señora Smith. Mire, Watson, allí hay un barquero con una chalana. La tomaremos para cruzar el río.

Mientras nos sentábamos en el banco de la chalana, Holmes me explicó:

––Con esta clase de gente, lo más importante es no darles nunca a entender que la información que te dan tiene la menor importancia para ti. Si piensan que te interesa, se cierran al instante como una ostra. En cambio, si haces como que los escuchas porque no te queda otro remedio, lo más probable es que te digan todo lo que quieres saber.

––Ahora, nuestra línea de acción parece bastante clara.

––¿Ah, sí? ¿Qué es lo que haría usted?

––Alquilar una lancha y bajar por el río siguiendo el rastro del Aurora.

––Querido amigo, ésa sería una tarea colosal. Puede haber atracado en cualquiera de los muelles de una u otra orilla, de aquí a Greenwich. Más allá del puente hay todo un laberinto de embarcaderos, de muchas millas. Nos llevaría días y días recorrerlos todos si lo hacemos solos.

––Pues recurra a la policía.

––No. Aunque es probable que en el último momento llame a Athelney Jones. No es mala persona y no me gustaría hacer algo que le perjudicara profesionalmente. Pero ahora que hemos llegado tan lejos, me apetece resolver el caso yo mismo.

––¿Y si ponemos un anuncio pidiendo información a los encargados de los muelles?

––Mucho peor. Nuestros hombres sabrían que les pisamos los talones y huirían del país. Tal como están las cosas, ya es bastante probable que se marchen, pero mientras crean que están a salvo, no tendrán prisa. En este sentido, nos va a venir bien la energía de Jones, porque seguro que su versión del caso aparece en los diarios, y los fugitivos creerán que todo el mundo sigue una pista falsa.

––Pues entonces, ¿qué hacemos? ––pregunté mientras desembarcábamos cerca del penal de Millbank.

––Tomar ese cabriolé, hacer que nos lleve a casa, desayunar y dormir una horita. Tal como marcha el juego, es posible que tengamos que pasar otra noche en pie. Cochero, pare en una oficina de telégrafos. Nos quedaremos con Toby, porque aún puede sernos útil.

Nos detuvimos en la oficina de Correos de Great Peter Street para que Holmes enviara un telegrama.

––¿A quién cree que he telegrafiado? ––me preguntó cuando reemprendimos la marcha. ––No tengo ni idea.

––¿Se acuerda de la sección policial de Baker Street, a la que recurrí en el caso de Jefferson Hope?

––Sí, ¿y qué? ––respondí, echándome a reír.

––Ésta es la clase de situación en la que pueden resultar utilísimos. Si fracasan, tengo otros recursos; pero primero probaré con ellos. El telegrama iba dirigido a mi pequeño y mugriento teniente Wiggins, y espero que venga a vernos con toda su pandilla antes de que acabemos de desayunar. Eran ya entre las ocho y las nueve, y yo empezaba a notar una fuerte reacción a la serie de emociones de la noche. Estaba agotado y renqueante, con la mente confusa y el cuerpo fatigado. Ni poseía el entusiasmo profesional que hacía aguantar a mi compañero, ni era capaz de considerar el asunto como un mero problema intelectual abstracto. En cuanto a la muerte de Bartholomew Sholto, pocas cosas buenas había oído de él y no sentía demasiada antipatía por sus asesinos. En cambio, lo del tesoro era ya otra cosa. Por lo menos parte del mismo le pertenecía con todo derecho a la señorita Morstan.

Mientras existiera una posibilidad de recuperarlo, yo estaba dispuesto a dedicar mi vida a tal objetivo. Aunque lo cierto era que si lo encontraba, lo más probable sería que ella quedara fuera de mi alcance para siempre. Aun así, muy ruin y egoísta tendría que ser un amor que se dejara influir por una idea semejante. Si Holmes era capaz de esforzarse por encontrar a los asesinos, yo tenía diez veces más razones para esforzarme por encontrar el tesoro.

Un baño y un cambio completo de ropas en Baker Street me reanimaron de manera maravillosa. Cuando bajé a nuestro cuarto de estar, encontré el desayuno preparado y a Holmes sirviendo el café.

––Ahí viene todo ––dijo, echándose a reír y señalando un periódico abierto––. Entre el infatigable Jones y el ubicuo periodista lo han resuelto todo. Pero debe usted estar harto del caso. Primero cómase los huevos con jamón.

Tomé el periódico y leí la breve noticia, que habían titulado «Misterioso suceso en Upper Norwood»:

«Hacia las doce de la noche pasada, el señor Bartholomew Sholto, residente en el Pabellón Pondicherry, Upper Norwood, fue encontrado muerto en su habitación, en circunstancias muy sospechosas. Hasta donde hemos podido saber, en el cuerpo del señor Sholto no se encontraron señales de violencia, pero le había sido robada una valiosa colección de joyas indias que el difunto había heredado de su padre. El cadáver lo descubrieron el señor Sherlock Holmes y el doctor Watson, que habían acudido a la casa en compañía de Thaddeus Sholto, hermano del fallecido. Por una afortunada casualidad, el inspector Athelney Jones, conocido miembro del cuerpo de policía, se encontraba en la comisaría de Norwood y pudo llegar al lugar de los hechos menos de media hora después de darse la primera voz de alarma. Inmediatamente, sus grandes dotes de policía experimentado se concentraron en la tarea de identificar a los criminales, con el satisfactorio resultado de la detención del hermano, Thaddeus Sholto, del ama de llaves, señora Bernstone, del mayordomo indio Lal Rao y de un portero o vigilante llamado McMurdo. La policía está segura de que el ladrón o ladrones conocían la casa, ya que los probados conocimientos técnicos del señor Jones y sus dotes de minuciosa observación le han permitido demostrar de manera concluyente que los malhechores no pudieron entrar por la puerta ni por la ventana, sino que tuvieron que llegar por el tejado de la casa, penetrando por una trampilla en una habitación que comunica con el cuarto donde se encontró el cadáver.

Esto ha quedado claramente establecido y demuestra sin lugar a dudas que no se trata de un vulgar robo cometido al azar. La rápida y enérgica acción de los agentes de la ley demuestra lo que vale en tales ocasiones la presencia de una inteligencia poderosa y dominante. No podemos dejar de pensar que esto refuerza la postura de los que abogan por una mayor descentralización de nuestros inspectores de policía, que así podrían tener un contacto más directo y eficaz con los casos que les corresponde investigar.»

––¿A que es magnífico? ––dijo Holmes, sonriendo por encima de su taza de café––. ¿Qué le parece?

––Pues me parece que nos hemos librado por los pelos de que nos detuvieran también a nosotros por este crimen.

––Lo mismo creo yo. Incluso ahora, no respondo de nuestra seguridad si le da por tener otro de sus ataques de energía.

En aquel momento, el timbre de la puerta sonó con fuerza y pude oír que la señora Hudson, nuestra casera, levantaba la voz en un gemido de protesta y desaliento.

––Cielos, Holmes ––dije, comenzando a incorporarme––. Parece que de verdad vienen a por nosotros.

––No, no es tan grave como eso. Son las fuerzas extraoficiales: los irregulares de Baker Street.

Mientras tanto, se oyó un rápido pataleo de pies descalzos que subían por la escalera, un estruendo de voces chillonas, y en la habitación irrumpió una docena de golfillos de la calle, sucios y desarrapados. A pesar de su tumultuosa entrada, se notaba en ellos una cierta disciplina, pues al instante formaron en fila y se quedaron ante nosotros con el rostro expectante. Uno de ellos, más alto y mayor que los otros, se adelantó con aire de ociosa superioridad que resultaba muy gracioso en un mamarracho tan impresentable.

––Recibí su mensaje, señor ––dijo––, y los he traído volando. Tres chelines y seis peniques de los billetes.

––Aquí tienes ––dijo Holmes, sacando unas monedas––. En el futuro, Wiggins, que ellos te informen a ti, y tú a mí. No puedo dejar que invadáis la casa de este modo. No obstante, conviene que todos escuchéis las instrucciones. Quiero averiguar el paradero de una lancha de vapor llamada Aurora, perteneciente a Mordecai Smith, con dos rayas rojas y chimenea negra con una franja blanca. Tiene que estar en alguna parte del río. Quiero que uno de vosotros se quede en el embarcadero de Mordecai Smith, enfrente de Millbank, por si la lancha regresa. Tendréis que repartiros la tarea e inspeccionar a fondo las dos orillas. Avisadme en cuanto sepáis algo. ¿Está todo claro?

––Sí, jefe ––dijo Wiggins.

––Pago la tarifa de siempre, más una guinea para el chico que encuentre la lancha. Aquí tenéis un día por adelantado. Y ahora, fuera de aquí.

Les entregó un chelín a cada uno y salieron zumbando escaleras abajo. Un momento después los vi bajando a la carrera por la calle.

––Si la lancha está a flote, ellos la encontrarán ––dijo Holmes, levantándose de la mesa y encendiendo su pipa––. Pueden meterse en todas partes, verlo todo, escuchar cualquier conversación. Confío en que la encuentren antes de esta noche. Mientras tanto, lo único que podemos hacer es esperar los resultados. No podemos retomar la pista perdida hasta que sepamos dónde están el Aurora o Mordecai Smith.

––Supongo que Toby puede comerse estas sobras. ¿Va usted a acostarse, Holmes?

––No; no estoy cansado. Tengo un organismo muy curioso. No recuerdo que el trabajo me haya cansado nunca; en cambio, no hacer nada me deja completamente agotado. Voy a fumar mientras repaso este extraño asunto en el que nos ha metido mi bella cliente. Si ha habido alguna vez una búsqueda fácil, debería ser ésta que nos ocupa. Los hombres con pata de palo no abundan demasiado, pero el otro individuo me atrevo a decir que es absolutamente único.

––¡Otra vez ese otro hombre!

––Mire, no quiero que parezca que hago de esto un misterio, pero usted ya tiene que haberse formado una opinión. Vamos a ver, considere los datos: pisadas diminutas, pies descalzos, que nunca han estado oprimidos por zapatos, maza de madera con cabeza de piedra, muy ágil, dardos envenenados... ¿Qué saca usted de todo esto?

––¡Un salvaje! ––exclamé––. ¡Tal vez uno de esos individuos que estaban asociados con Jonathan Small.

––Nada de eso ––dijo Holmes––. Al principio, cuando vi señales de armas exóticas, yo también me incliné a pensar eso; pero el carácter extraordinario de las pisadas me hizo reconsiderar mis teorías. Algunos habitantes de la Península India son pequeños, pero ninguno podría haber dejado huellas como aquéllas. Los hindúes propiamente dichos tienen los pies largos y delgados. Los mahometanos, que usan sandalias, tienen el pulgar bastante separado de los otros dedos, porque la correa de la sandalia suele pasar entre medias. Además, esos pequeños dardos sólo se pueden disparar de una manera: con una cerbatana. Pues bien: ¿dónde debemos buscar a nuestro salvaje?

––¿En Sudamérica? ––aventuré.

Holmes estiró el brazo y sacó un grueso volumen de un estante.

––Éste es el primer volumen de una Geografía que se está publicando por tomos. Podemos considerarla como la referencia más al día. ¿Qué tenemos aquí? «Islas Andaman, situadas 340 millas al norte de Sumatra, en el golfo de Bengala». Mmm... Mmm... ¿Qué es todo esto? Clima húmedo, arrecifes de coral, tiburones, Puerto Blair, colonias penitenciarias, isla de Rudand, plantaciones de algodón... ¡Ah, aquí está! «Los aborígenes de las islas Andaman podrían optar al título de la raza más pequeña de la Tierra, aunque algunos antropólogos votarían por los bosquimanos de África, los indios paiutes de América o los nativos de la Tierra del Fuego. La estatura media es inferior al metro y medio, y existen numerosos adultos que miden mucho menos. Son feroces, malhumorados e intratables, aunque capaces de entablar una amistad a toda prueba si uno se gana su confianza.» Fíjese en esto, Watson. Y escuche lo que viene a continuación: «Tienen un aspecto horrible, con cabezas grandes y deformes, ojos pequeños y feroces y facciones distorsionadas. Sin embargo, los pies y las manos son muy pequeños. Son tan hostiles y feroces que han fracasado todos los esfuerzos de los funcionarios británicos por establecer relaciones con ellos. Siempre han sido el terror de las tripulaciones de barcos naufragados, porque aplastan el cráneo de los supervivientes con sus mazas de piedra o los acribillan con dardos envenenados. Estas matanzas concluyen invariablemente con un banquete caníbal.» ¡Un pueblo encantador y de lo más simpático, Watson! Si a este sujeto se le hubiera dejado actuar a su aire, el asunto habría tomado un cariz mucho más sangriento. Aun así, tal como se han desarrollado las cosas, me figuro que Jonathan Small estará lamentando haber recurrido a él.

––Pero ¿cómo ha llegado a tener un compañero tan raro?

––¡Ah!, eso es más de lo que yo puedo decir. Sin embargo, puesto que ya hemos dejado establecido que Small viene de las Andaman, tampoco es tan descabellado que le acompañe este isleño. Sin duda, con el tiempo lo averiguaremos todo. Oiga, Watson, parece usted hecho polvo. Túmbese aquí, en el sofá, y voy a ver si consigo dormirle.

Sacó el violín de un rincón y, mientras yo me tumbaba, empezó a tocar una melodía suave y soñadora... de su propia cosecha, sin duda, porque poseía un notable talento para la improvisación. Recuerdo vagamente sus miembros enjutos, su rostro concentrado y el subir y bajar del arco. Luego me pareció que flotaba apaciblemente sobre un suave mar de sonido, hasta que me encontré en el país de los sueños, con el dulce rostro de Mary Morstan mirándome desde lo alto.

Capítulo VIII - Los voluntarios de Baker Street