Diferencia entre revisiones de «Mendizábal/XII»

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Revisión del 23:36 27 feb 2022

La placentera holganza en que vivían los individuos de la sección o mesa de que era jefe el Sr. D. Eduardo Oliván e Iznardi tuvo su término, que si no hay mal que cien años dure, tampoco los bienes suelen ser duraderos, y el motivo de tan brusca alteración, que produjo enorme desquiciamiento en la anecdótica parsimonia del jefe, no fue otro que el haberse manifestado en aquella esfera administrativa el impulso de actividad que imprimió Mendizábal a los asuntos de su Ministerio, cuando se desembarazó de las graves cuestiones políticas a que en los primeros días tuvo que atender. Desempeñando interinamente, además de la cartera de Hacienda, con la Presidencia, las de Guerra, Marina y Estado, hubo de promiscuar en el despacho de mil negocios diferentes. Por milagro de Dios no se volvió loco el bueno de D. Juan Álvarez, que materia ofrecía cualquiera de aquellas oficinas para trastornar el seso del más pintado en tiempos tan revueltos. Confiado ya en dominar la espantosa anarquía de las Juntas que convertían el Reino en una inmensa jaula de locos; seguro ya del éxito de la quinta de cien mil hombres, arriesgado acto de Gobierno que revelaba iniciativa poderosa y voluntad de acero, se metió en su casa propia, Hacienda, y empezó a remover y sacudir, con mano de atleta, las mohosas inercias de la administración heredada de Fernando VII. ¡Lástima que no lo hiciera con más pulso, para que las ruinas y los escombros no embarazaran la obra nueva! Construía con el hacha... Aunque no carecía de habilidad, no pudo evitar el cortarse las manos con la herramienta que tan presuroso manejaba.

Pues, señor... obligado el pobre D. Eduardo a andar de coronilla, no sabía lo que le pasaba, ni a qué santo encomendarse. En toda su vida burocrática, que con intercadencias databa de los tiempos de Ballesteros, no había visto desencadenarse sobre aquella plácida esfera un ciclón tan duro. No hacía más que ir de una mesa a otra, limpiarse con fuertes restregones el sudor de la calva, dar resoplidos, subirse el pantalón, que con tantas ansiedades se le caía. Y una mañana, medio loco ya, o loco entero, gritaba en medio de la oficina: «Pero este buen señor nos trata como si fuéramos dependientes de comercio. La dignidad del funcionario público no consiente estos excesos de trabajo, pues ni tiempo le dejan a uno para almorzar, ni para dar un mero paseo, ni para encender un mero cigarrillo... Cinco intendencias me ha señalado hoy para el envío de circulares con las instrucciones reservadas y las nuevas tarifas. Pues para despachar esto, excelentísimo señor, necesito aumento de personal, necesito catorce oficiales y ocho auxiliares, y aun así, no podríamos concluirlo dentro de las horas reglamentarias, que son de diez a cuatro... Sería justo además que al exceso de ocupación correspondiera doble paga mientras durase este ajetreo. Soy partidario de que a los empleados se les remunere bien, pues de otro modo la buena administración no es más que un mito, un verdadero mito».

Y aquella misma tarde, en el colmo ya del mal humor, que expresaba alargando los morros, entró en la Sección próxima, diciendo: «Pido al señor Ministro aumento de personal, ¿y qué hace? Nada: que aún le parece mucho lo que tengo, y me pide dos chicos que escriban bien y sepan llevar correspondencia. Estamos lucidos, como hay Dios... Ea, Sr. Calpena, pase usted a la secretaría particular del señor Ministro; y usted, Serrano... Pero no... aguardaremos a ver si se contenta con uno... quédese usted... Esto es insufrible. Yo digo que envidio a los presidiarios...».

Pasó Calpena a donde se le mandaba, y fue introducido en una habitación pequeña con luces al patio medianero, en la cual había dos mesas y un solo empleado, viejo, que escribía con la cara tocando al papel. Un estrecho pasillo comunicaba la tal pieza con el despacho del Ministro. Allí esperó órdenes. Alzó el viejo la cabeza, y levantándose las antiparras a la frente, le miró, hizo un saludo monosilábico, volvió a bajar los vidrios, y dejó nuevamente caer sobre el papel su rostro. Creeríase que no escribía con la pluma, sino con la nariz... Sonó la campanilla. Levantose el vejete de un brinco, murmurando: «Su Excelencia llama». Viéndole desaparecer por el pasillo, advirtió Calpena que cojeaba. Un instante después volvió con varias cartas en la mano, y dijo lacónicamente a su compañero: «Que pase usted».

Grande fue la emoción del joven al atravesar el pasillo, al levantar la cortina y ver el hueco de la estancia... a Mendizábal no le veía. Quedose en la puerta hasta oír la palabra adelante, dicha con enérgica entonación. Estaba el grande hombre sentado, y se inclinaba para sacar papeles de la gaveta más baja de su mesa ministerial. Al incorporarse, presentó a la admiración y al respeto de Calpena su hermoso busto, el rostro grave de correctísimas facciones, el rizado cabello, las patillas tan bien encajadas en los cuellos blancos, y estos en el lioso tafetán de la negra corbata reluciente, las altas solapas de la levita, y por fin, al ponerse en pie, esta en toda su longitud, ceñida y al propio tiempo holgada.

Calpena permaneció inmóvil y mudo, estatua de la cortedad respetuosa. Mendizábal le miró... En la extrañísima situación de espíritu en que el buen chico se encontraba hubo de creer que su jefe le miraba con picardía. Pero es casi seguro que era pura aprensión; al menos, así lo creyó después. Contra lo que pensaba, ni le preguntó el Ministro su nombre, sin duda porque lo sabía, ni sostuvo con él diálogo de introducción. Entre personaje tan elevado y un pobre subalterno de ínfima categoría, no podían mediar más palabras que las naturales entre el señor y el criado que le sirve. Estas fueron corteses, ceñidas al asunto, y sin fraseología ociosa: «Tiene usted hermosa letra, y buen criterio para contestar por sí mismo las cartas, con una simple indicación mía».

El joven se inclinó. Cuando D. Juan de Dios avanzó hacia él, ostentando la gallardía total de su persona, su alta estatura, Calpena, que ya había admirado el busto, admiró también el pantalón, de corte perfecto, como de sastrería londonense, y el pie pequeño, calzado con zapato bajo sujeto en el empeine con un lazo de cintas negras.

«Contésteme usted, por de pronto -prosiguió Su Excelencia-, estas tres cartas. La más urgente y delicada es...».

No encontrando la que llamó delicada y urgente, la buscó en la mesa, después en el bolsillo interior de la levita, y como allí no pareciera, manifestó disgusto. «Está bueno. Pues me la he dejado en casa... Pero no importa. Escríbame usted la contestación, que es sencillísima... del tenor siguiente: 'Serenísima Señora Duquesa de Berry. Señora: Tengo el gusto de manifestar a Vuestra Alteza que obediente a sus ruegos... que son órdenes para mí...'. Ya usted comprende... una fórmula de gran respeto... 'que obediente... y tal... me he apresurado a complacer, y tal, a Vuestra Alteza Serenísima en la petición con que se ha dignado honrarme... y tal...'. Nada más... Ah, sí... 'Debo manifestar a Vuestra Alteza Serenísima que el joven...'. No, nada de joven... 'Que la persona... y tal, que se digna recomendarme es...'. No, no... 'He tomado informes, y puedo asegurar a Vuestra Alteza que el sujeto, etcétera... es digno de la protección de persona tan elevada...'. Así, poco más o menos. Vea usted cómo sale del paso. Puede tomar nota».

-No necesito tomar nota. Recuerdo perfectamente las indicaciones de Vuecencia.

-Mejor. Así me gustan a mí los hombres, vivos de memoria... Pues escríbame la carta al momento y tráigamela para firmarla.

Hizo Calpena la reverencia, se fue a su oficina y mesa, y tanteando la difícil materia epistolar en un borrador, escribió la carta, esmerándose en los trazos de su hermosa letra, y la llevó al Ministro. Este había pasado al salón próximo, donde tenía como unas veinte visitas, y mientras Calpena esperaba, entró también su compañero, el viejo de las antiparras, que por primera vez le dirigió la palabra en forma afectuosa. «Ahora tiene para rato -dijo, refiriéndose al Ministro-. Le traen loco con esto de las elecciones. Para cada puesto del Estamento hay setenta candidatos...».

-Ya, ya...

-¿Y usted, Sr. Calpena, se presenta para Procurador?

-¡Yo! ¡Procurador yo! -exclamó Fernando con asombro, casi con miedo.

-¿No? Pues yo no lo he inventado. En la casa se ha dicho... y hasta me parece que oí nombrar la provincia...

-Creo que está usted equivocado...

-Podrá ser... ¡Pero cuando lo dicen por algo será! Vea el Sr. Calpena como de mí no se dice nada.

-¿Qué sueldo tiene usted?

-¿Yo? Diez mil, y para eso llevo veintidós años en el ramo. He pasado por catorce intendencias, he sufrido siete cesantías, y todas las trifulcas que hemos tenido aquí desde el año 14 me han cogido de medio a medio. En una me dejaron cojo los liberales, en otra me abrieron la cabeza los realistas, en esta me apalearon los exaltados, en aquella me despojaron los apostólicos de todo cuanto tenía. Vive uno por casualidad en esta tierra, y, sin embargo, la quiere uno... pues, como se quiere a una mala madre... Yo soy gaditano, o lo que es lo mismo, de Chiclana, y por tener algún parentesco lejano con los Méndez y amistad con los Bertrán de Lis, no me ve usted pidiendo limosna. Soy muy corto. Aquí sólo hacen carrera los parlanchines, y yo, aunque andaluz, me callo muy buenas cosas y no tengo el despotrique que ahora se usa. Sea usted bullanguero, piense como un topo y charle como una cotorra, y verá cómo se le abren todos los caminos... Lo mejor es que siempre será lo mismo, y no veo yo mejores días para la España. Este grande hombre, que ha venido como el Mesías, trae mucha sal en la mollera, y el firme propósito de hacer aquí una regeneración... vamos, para que nos envidien todas las naciones. Pues verá usted cómo no hace nada. ¿Por qué? Porque no le dejan... Ya le están armando la zancadilla. Crea usted que antes que tenga tiempo de cumplir lo que ha ofrecido, se le meriendan... Ya empiezan a decir si en Palacio gusta o no gusta. Y es la de siempre: Palacio...

En este punto entró Mendizábal acompañado de un sujeto con quien hablaba vivamente y en tono áspero.

«Esto no puede ser... Yo he dicho a todos los Subdelegados que dejen votar libremente, y que no intervengan en las elecciones. Claro es que siempre tiene el Gobierno la influencia moral. Pero en Cádiz no puedo hacer nada. Galiano y el amigo Istúriz son los que manejan el tinglado de la elección. Por cierto que Istúriz quiere traer algunos que no conoce nadie. ¿Quién es ese Luis González?».

-Es un chico muy despierto, buen periodista, orador fogoso. No creo que salga por esta vez.

-Pues si en Cádiz no logra usted meter a su patrocinado, intente algo en Sevilla. Pero tampoco podrá ser. Ya tengo noticia de los candidatos probables... No les conozco. Hablan con gran encomio de un tal Cortina... Y ese Pacheco, ¿quién es?

-Un escritor notabilísimo: le tengo en mi periódico.

-Bueno, bueno. Tráiganme gente de mérito, segura en sus principios, y que no se asuste de la libertad... Pues decía que procure usted entenderse con los sevillanos. Yo no puedo hacer nada, amigo mío, absolutamente nada.

-Mi patrocinado es aquel joven que usted mismo ha elogiado con tanta justicia, por su actividad, por su inteligencia, en la Secretaría de Marina.

-Montes de Oca, sí... excelente sujeto. Tendría yo mucho gusto en traerle al Estamento... Pero no soy yo quien elige: es el Pueblo. Vea usted a los gaditanos; entiéndase con Istúriz, que, por lo visto, no se para en barras, y...

Una mirada que dirigió el Ministro a los dos empleados de su secretaría particular bastó para que estos se retirasen.

«¿Quién es ése...?» preguntó Calpena a su compañero, a lo largo del pasillo.

-Este es Borrego... Andrés Borrego, el que escribe El Español. Dejemos a estos compadres que manipulen a su gusto las nuevas Cortes, y aguardemos aquí, charlando, a que D. Juan nos llame. Como le decía a usted... ya le están minando el terreno a mi paisano; y aunque vale mucho, no le salvarán su talento y buena intención, y si le salvaran, creería yo en lo que no creo: en mi propio nombre.

-¿Cómo se llama usted?

-Me llamo Milagro -dijo el vejete sonriendo-, José del Milagro. Ya ve usted si es alegórico mi apellido, pues verdaderamente no hay mayor prodigio que vivir un hombre entre tantas desventuras, cesante cuando no perseguido, y andando para atrás en mi carrera como los cangrejos, pues yo empecé a servir con el Sr. Urquijo y el Sr. Cabarrús... Vengo de Carlos IV, pasando por Pepe Botellas... y en los tres llamados años, llegué a tener catorce mil, gracias al Sr. Garelly. A la muerte del Rey, conseguí por el señor Seoane esta placita... Y usted dirá que el mayor milagro mío es mantener, con tan poco sueldo, mujer, suegra y cinco criaturas... Hay Providencia. Yo me defiendo con las traducciones; traduciendo a destajo, visto y calzo a la familia. Y ha de saber usted que entre tantos males, Dios me ha dado una hija que es un ángel. Diez y seis años cumplirá el 14 de Noviembre. Rafaela se llama: me la sacó de pila mi amigo Rafael del Riego, hallándose de guarnición en la Isla. Pues la he enseñado el francés, y me ayuda. Como me estoy quedando ciego del mucho trabajar, ella sola, solita, se ha traducido más de la mitad del Buffon... A más de esto, tengo el recurso de llevar la correspondencia en algunas casas de comercio, y principalmente en la de doña Jacoba...

Este nombre hirió con súbito rayo la mente de Calpena, y pidiendo más explicaciones, oyó de boca de Milagro las siguientes: «Doña Jacoba Zahón, que compra y vende piedras preciosas... Calle de Milaneses... Yo le escribo las cartas y le pongo sus cuentas en orden...».

Campanillazo. Su Excelencia llamaba, y acudieron ambos presurosos. Pidió las cartas escritas; sonrió; leyó detenidamente la de la Duquesa de Berry, y sin mirar a Calpena, le dijo: «Está muy bien». Después, abrumado de quehaceres, y no sabiendo a cuál acudir primero, dio estas atropelladas órdenes: «Usted, Milagro, ponga una carta a Alcalá Galiano, citándole para esta noche aquí... Y otra, lo mismo, a Saavedra (D. Ángel). Usted, Calpena, escriba una a la Duquesa de Almodóvar, diciéndole que no puedo ir a comer, y tráiganmelas para firmar... ¡Ah!, espere usted: otra a Sir George Williers, Embajador de Inglaterra: Que mis ocupaciones no me permitieron ir anoche a casa de Van-Halen, como le prometí; que si tiene esta noche libre, se venga por aquí a las once... Usted, Milagro, en una carta breve, cíteme a Olózaga para las doce, y también a... No, no, nadie más».

En aquel momento anunció el portero: «El Sr. D. Fernando Muñoz...».

-Que pase inmediatamente...

Retiráronse los secretarios, y por el pasillo cuchicheaban: «Muñoz... es la primera vez que viene aquí... Muñoz... el marido del Ama...».

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