Diferencia entre revisiones de «Crimen y castigo (tr. anónima)/Cuarta Parte/Capítulo I»

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Cuarta Parte: Capítulo I
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Debo de estar soñando todavía ‑volvió a pensar Raskolnikof, contemplando al inesperado visitante con atención y desconfianza‑ ¡Svidrigailof! ¡Qué cosa tan absurda!»
Debo de estar soñando todavía ‑volvió a pensar Raskolnikof, contemplando al inesperado visitante con atención y desconfianza‑ ¡Svidrigailof! ¡Qué cosa tan absurda!»



Revisión del 18:46 14 mar 2008


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Debo de estar soñando todavía ‑volvió a pensar Raskolnikof, contemplando al inesperado visitante con atención y desconfianza‑ ¡Svidrigailof! ¡Qué cosa tan absurda!»

‑No es posible ‑dijo en voz alta, dejándose llevar de su estupor.

El visitante no mostró sorpresa alguna ante esta exclamación.

‑He venido a verle ‑dijo‑ por dos razones. En primer lugar, deseaba conocerle personalmente, pues he oído hablar mucho de usted y en los términos más halagadores. En segundo lugar, porque confío en que no me negará usted su ayuda para llevar a cabo un proyecto relacionado con su hermana Avdotia Romanovna. Solo, sin recomendación alguna, sería muy probable que su hermana me pusiera en la puerta, en estos momentos en que está llena de prevenciones contra mí. En cambio, contando con la ayuda de usted, yo creo...

‑No espere que le ayude ‑le interrumpió Raskolnikof.

‑Permítame una pregunta. Hasta ayer no llegaron su madre y su hermana, ¿verdad?

Raskolnikof no contestó.

‑Sí, sé que llegaron ayer. Y yo llegué anteayer. Pues bien, he aquí lo que quiero decirle, Rodion Romanovitch. Creo innecesario justificarme, pero permítame otra pregunta: ¿qué hay de criminal en mi conducta, siempre, claro es, que se miren las cosas imparcialmente y sin prejuicios? Usted me dirá que he perseguido en mi propia casa a una muchacha indefensa y que la he insultado con mis proposiciones deshonestas (ya ve usted que yo mismo me adelanto a enfrentarme con la acusación), pero considere usted que soy un hombre et nihil humanum... En una palabra, que soy susceptible de caer en una tentación, de enamorarme, pues esto no depende de nuestra voluntad. Admitido esto, todo se explica del modo más natural. La cuestión puede plantearse así: ¿soy un monstruo o una víctima? Yo creo que soy una víctima, pues cuando proponía al objeto de mi pasión que huyera conmigo a América o a Suiza alimentaba los sentimientos más respetuosos y sólo pensaba en asegurar nuestra felicidad común. La razón es esclava de la pasión, y era yo el primer perjudicado por ella...

‑No se trata de eso -replicó Raskolnikof con un gesto de disgusto‑. Esté usted equivocado o tenga razón, nos parece usted un hombre sencillamente detestable y no queremos ningún trato con usted. No quiero verle en mi casa. ¡Váyase!

Svidrigailof se echó a reír de buena gana.

‑¡A usted no hay modo de engañarlo! ‑exclamó con franca alegría‑. He querido emplear la astucia, pero estos procedimientos no se han hecho para usted.

‑Sin embargo, sigue usted intentando embaucarme.

‑¿Y qué? ‑exclamó Svidrigailof, riendo con todas sus fuerzas‑. Son armas de bonne guerre, como suele decirse; una astucia de lo más inocente... Pero usted no me ha dejado acabar. Sea como fuere, yo le aseguro que no habría ocurrido nada desagradable de no producirse el incidente del jardín. Marfa Petrovna...

‑Se dice ‑le interrumpió rudamente Raskolnikof‑ que a Marfa Petrovna la ha matado usted.

‑¿Conque ya le han hablado de eso? En verdad, es muy comprensible. Pues bien, en cuanto a lo que acaba usted de decir, sólo puedo responderle que tengo la conciencia completamente tranquila sobre ese particular. Es un asunto que no me inspira ningún temor. Todas las formalidades en use se han cumplido del modo más correcto y minucioso. Según la investigación médica, la muerte obedeció a un ataque de apoplejía producido por un baño tomado después de una copiosa comida en la que la difunta se había bebido una botella de vino casi entera. No se descubrió nada más... No, no es esto lo que me inquieta. Lo que yo me preguntaba mientras el tren me traía hacia aquí era si habría contribuido indirectamente a esta desgracia... con algún arranque de indignación, o algo parecido. Pero he llegado a la conclusión de que no puede haber ocurrido tal cosa.

Raskolnikof se echó a reír.

‑Entonces, no tiene usted por qué preocuparse.

‑¿De qué se ríe? Óigame: yo sólo le di dos latigazos tan flojos que ni siquiera dejaron señal... Le ruego que no me crea un cínico. Yo sé perfectamente que esto es innoble y..., etcétera; pero también sé que a Marfa Petrovna no le desagradó... mi arrebato, digámoslo así. El asunto relacionado con la hermana de usted estaba ya agotado, y Marfa Petrovna, no teniendo ningún asunto que ir llevando por las casas de la ciudad, se veía obligada a permanecer en casa desde hacia tres días. Ya había fastidiado a todo el mundo con la lectura de la carta (¿ha oído usted hablar de esa carta?). De pronto cayeron sobre ella, como enviados por el cielo, aquellos dos latigazos. Lo primero que hizo fue ordenar que preparasen el coche... Sin hablar de esos casos especiales en que las mujeres experimentan un gran placer en que las ofendan, a pesar de la indignación que simulan (casos que se presentan a veces), al hombre, en general, le gusta que lo humillen. ¿No lo ha observado usted? Pero esta particularidad es especialmente frecuente en las mujeres. Incluso se puede afirmar que es algo esencial en su vida.

Hubo un momento en que Raskolnikof pensó en levantarse e irse, para poner término a la conversación, pero cierta curiosidad y también cierto propósito le decidieron a tener paciencia.

‑Le gusta manejar el látigo, ¿eh? ‑preguntó con aire distraído.

‑No lo crea ‑respondió con toda calma Svidrigailof‑. En lo que concierne a Marfa Petrovna, no disputaba casi nunca con ella. Vivíamos en perfecta armonía, y ella estaba satisfecha de mí. Sólo dos veces usé el látigo durante nuestros siete años de vida en común (dejando aparte un tercer caso bastante dudoso). La primera vez fue a los dos meses de casarnos, cuando llegamos a nuestra hacienda, y la segunda, en el caso que acabo de mencionar... Y usted me considera un monstruo, ¿no?, un retrógrado, un partidario de la esclavitud... A propósito, Rodion Romanovitch, ¿recuerda usted que hace algunos años, en el tiempo de nuestras felices asambleas municipales, se cubrió de oprobio a un terrateniente, cuyo nombre no recuerdo, culpable de haber azotado a una extranjera en un vagón de ferrocarril? ¿Se acuerda? Me parece que fue el mismo año en que se produjo «el más horrible incidente del siglo». Es decir, Las noches egipcias, las conferencias, ¿recuerda...? ¡Los ojos negros...! ¡Oh, tiempos maravillosos de nuestra juventud!, ¿dónde estáis...? Pues bien, he aquí mi opinión. Yo critico severamente a ese señor que fustigó a la extranjera, pues es un acto inicuo que uno no puede menos de censurar. Pero también debo decirle que algunas de esas extranjeras le soliviantan a uno de tal modo, que ni el hombre de ideas más avanzadas puede responder de sus actos. Nadie ha examinado la cuestión en este aspecto, pero estoy seguro de que ello es un error, pues mi punto de vista es perfectamente humano.

Al pronunciar estas palabras, Svidrigailof volvió a echarse a reír. Raskolnikof comprendió que aquel hombre obraba con arreglo a un plan bien elaborado y que era un perillán de clase fina.

‑Debe usted de llevar varios días sin hablar con nadie, ¿verdad? ‑preguntó el joven.

‑Algo de eso hay. Pero dígame: ¿no le extraña a usted mi buen carácter?

‑No, de lo que estoy asombrado es de que tenga usted demasiado buen carácter.

‑Usted dice eso porque no me he dado por ofendido ante el tono grosero de sus preguntas, ¿no es verdad? Sí, no me cabe duda. Pero ¿por qué tenía que enfadarme? Usted me ha preguntado francamente, y yo le he respondido con franqueza ‑su acento rebosaba comprensión y simpatía‑. Ahora ‑continuó, pensativo‑ nada me preocupa, porque ahora no hago absolutamente nada... Por lo demás, usted puede suponer que estoy tratando de ganarme su simpatía con miras interesadas, ya que mi mayor deseo es ver a su hermana, como le he confesado. Pero créame si le digo que estoy verdaderamente aburrido, sobre todo después de mi inactividad de estos tres últimos días. Por eso me he alegrado tanto de verle... No se enfade, Rodion Romanovitch, pero me parece usted un hombre muy extraño. Usted podrá decir que cómo se me ha ocurrido semejante cosa precisamente en este momento, pero es que yo no me refiero a ahora, sino a estos últimos tiempos... En fin, me callo; no quiero verle poner esa cara. No soy tan oso como usted cree.

Raskolnikof le dirigió una mirada sombría.

‑Tal vez no lo sea usted nada. A mí me parece que es un hombre sumamente sociable, o, por lo menos, que sabe usted serlo cuando es preciso.

‑Sin embargo, a mí no me preocupa la opinión ajena ‑repuso Svidrigailof en un tono seco y un tanto altivo‑. Por otra parte, ¿por qué no adoptar los modales de una persona

mal educada en un país donde esto tiene tantas ventajas, y sobre todo cuando uno se siente inclinado por temperamento a la mala educación? ‑terminó entre risas.

‑Pues yo he oído decir que usted tiene aquí muchos conocidos y que no es eso que llaman «un hombre sin relaciones». Si no persigue usted ningún fin, ¿a qué ha venido a mi casa?

‑Es cierto que tengo aquí conocidos ‑dijo el visitante, sin responder a la pregunta principal que se le acababa de dirigir‑. Ya me he cruzado con algunos, pues llevo tres días paseando. Yo los he reconocido y ellos me han reconocido a mí, creo yo. Es natural que sea un hombre bien relacionado. Voy bien vestido y se me considera como hombre acomodado, pues, a pesar de la abolición de la esclavitud, nos quedan bosques y praderas fertilizados por nuestros ríos, que siguen proporcionándonos una renta. Pero no quiero reanudar mis antiguas relaciones; hace ya tiempo que estas amistades no me seducen. Ya hace tres días que voy vagando por aquí, y todavía no he visitado a nadie... Además, ¡esta ciudad...! ¿Ha observado usted cómo está edificada? Es una población de funcionarios y seminaristas. Verdaderamente, hay muchas cosas en que yo no me fijaba hace ocho años, cuando no hacía otra cosa que holgazanear e ir por esos círculos, por esos clubes, como el Dussaud. No volveré a visitar ninguno ‑continuó, fingiendo no darse cuenta de la muda interrogación del joven‑. ¿Qué placer se puede experimentar en hacer fullerías?

‑¡Ah!¿Hacía usted trampas en el juego?

‑Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiempo. Pertenecíamos a la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y capitalistas. ¿Ha observado usted que aquí, en Rusia, abundan los fulleros entre las personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero estuve encarcelado por deudas. El acreedor era un griego de Nejin. Entonces conocí a Marfa Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó de mi deuda mediante la entrega de treinta mil rublos (yo sólo debía setenta mil), nos unimos en legítimo matrimonio y se me llevó al punto a sus propiedades, donde me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más que yo y me adoraba. En siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera intentado sacudirme el yugo, ella me habría hecho enchiquerar. Si, no le quepa duda de que lo habría hecho. Las mujeres tienen estas contradicciones.

‑De no existir ese pagaré, ¿la habría plantado usted?

‑No sé qué decirle. Desde luego, ese documento no me preocupaba lo más mínimo. Yo no sentía deseos de ir a ninguna parte, y la misma Marfa Petrovna, viendo cómo me aburría, me propuso en dos ocasiones que hiciera un viaje al extranjero. Pero yo había ya salido anteriormente de Rusia y el viaje me había disgustado profundamente. Uno contempla un amanecer aquí o allá, o la bahía de Nápoles, o el mar, y se siente dominado por una profunda tristeza. Y lo peor es que uno experimenta una verdadera nostalgia. No, se está mejor en casa. Aquí, al menos, podemos acusar a los demás de todos los males y justificarnos a nuestros propios ojos. Tal vez me vaya al Polo Norte con una expedición, pues j'ai le vin mauvais y no quiero beber. Pero es que no puedo hacer ninguna otra cosa. Ya lo he intentado, pero nada. ¿Ha oído usted decir que Berg va a intentar el domingo una ascensión en globo en el parque Iusupof y que admite pasajeros?

‑¿Pretende usted subir al globo?

‑¿Yo? No, no... Lo he dicho por decir -murmuró Svidrigailof, pensativo.

«¿Será sincero?, pensó Raskolnikof.

‑No, el pagaré no me preocupó en ningún momento ‑‑dijo Svidrigailof, volviendo al tema interrumpido‑. Permanecía en el campo muy a gusto. Por otra parte, pronto hará un año que Marfa Petrovna, con motivo de mi cumpleaños, me entregó el documento, como regalo, añadiendo a él una importante cantidad... Pues era rica. «Ya ves cuánta es mi confianza en ti, Arcadio Ivanovitch», me dijo. Sí, le aseguro que me lo dijo así. ¿No lo cree? Yo cumplía a la perfección mis deberes de propietario rural. Se me conocía en toda la comarca. Hacía que me enviaran libros. Esto al principio mereció la aprobación de Marfa Petrovna. Después temió que tanta lectura me fatigara.

‑Me parece que echa mucho de menos a Marfa Petrovna.

‑¿Yo...? Tal vez... A propósito, ¿cree usted en apariciones?

‑¿Qué clase de apariciones?

‑¿Cómo que qué clase? lo que todo el mundo entiende por apariciones.

‑¿Y usted? ¿Usted cree?

‑Si y no. Si usted quiere, no, pour vous plaire... En resumen, que no lo puedo afirmar.

‑¿Usted las ha tenido?

Svidrigailof le dirigió una mirada extraña.

‑Marfa Petrovna tiene la atención de venir a visitarme ‑respondió torciendo la boca en una sonrisa indefinible.

‑¿Es posible?

‑Se me ha aparecido ya tres veces. La primera fue el mismo día de su entierro, o sea la víspera de mi salida para Petersburgo. La segunda, hace dos días, durante mi viaje, en la estación de Malaia Vichera, al amanecer, y la tercera, hace apenas dos horas, en la habitación en que me hospedo. Estaba solo.

‑¿Despierto?

‑‑Completamente despierto las tres veces. Aparece, me habla unos momentos y se va por la puerta, siempre por la puerta. Incluso me parece oírla marcharse.

‑¿Por qué tendría yo la sensación de que habían de ocurrirle estas cosas? ‑dijo de súbito Raskolnikof, asombrándose de sus palabras apenas las habia pronunciado. Estaba extraordinariamente emocionado.

‑¿De veras ha pensado usted eso? ‑exclamó Svidrigailof, sorprendido‑. ¿De veras? ¡Ah! Ya dela yo que entre nosotros existía cierta afinidad.

‑Usted no ha dicho eso ‑replicó ásperamente Raskolnikof.

‑¿No lo he dicho?

‑No.

‑Pues creía haberlo dicho. Cuando he entrado hace un momento y le he visto acostado, con los ojos cerrados y fingiendo dormir, me he dicho inmediatamente: «Es él mismo.»

‑¿Qué quiere decir eso de «él mismo? ‑exclamó Raskolnikof‑. ¿A qué se refiere usted?

‑Pues no lo sé ‑respondió Svidrigailof ingenuamente, desconcertado.

Los dos guardaron silencio mientras se devoraban con los ojos.

‑¡Todo eso son tonterías! ‑exclamó Raskolnikof, irritado‑. ¿Qué le dice Marfa Petrovna cuando se le aparece?

‑¿De qué me habla? De nimiedades. Y, para que vea usted lo que es el hombre, eso es precisamente lo que me molesta. La primera vez se me presentó cuando yo estaba rendido por la ceremonia fúnebre, el réquiem, la comida de funerales... Al fin pude aislarme en mi habitación, encendí un cigarro y me entregué a mis reflexiones. De pronto, Marfa Petrovna entró por la puerta y me dijo: «con tanto trajín, te has olvidado de subir la pesa del reloj del comedor.» Y es que durante siete años me encargué yo de este trabajo, y cuando me olvidaba de él, ella me lo recordaba... Al día siguiente partí para Petersburgo. Al amanecer, llegué a la estación que antes le dije y me dirigí a la cantina. Había dormido mal y tenía el cuerpo dolorido y los ojos hinchados. Pedí café. De pronto, ¿sabe usted lo que vi? A Marfa Petrovna, que se sentó a mi lado con un juego de cartas en la mano. «¿Quieres que te prediga, Arcadio Ivanovitch ‑me preguntó‑, cómo transcurrirá tu viaje?» Debo decirle que era una maestra en el arte de echar las cartas... Nunca me perdonaré haberme negado. Eché a correr, presa de pánico. Bien es verdad que la campana que llama a los viajeros al tren estaba ya sonando... Y hoy, cuando me hallaba en mi habitación, luchando por digerir la detestable comida de figón que acababa de echar a mi cuerpo, con un cigarro en la boca, ha entrado Marfa Petrovna, esta vez elegantemente ataviada con un flamante vestido verde de larga cola.

»‑Buenos días, Arcadio Ivanovitch. ¿Qué te parece mi vestido? Aniska no habría sido capaz de hacer una cosa igual.

»Aniska es una costurera de nuestra casa, que primero había sido sierva y que había hecho sus estudios en Moscú... Una bonita muchacha.

»Marfa Petrovna no cesa de dar vueltas ante mí. Yo contemplo el vestido, después la miro á ella a la cara, atentamente.

»‑¿Qué necesidad tienes de venir a consultarme estas bagatelas, Marfa Petrovna?

»‑¿Es que te molesta hasta que venga a verte?

»‑Oye, Marfa Petrovna ‑le digo para mortificarla‑, voy , a volver a casarme.

»‑Eso es muy propio de ti ‑me responde‑. Pero no te hace ningún favor casarte cuando todavía está tan reciente la muerte de tu mujer. Aunque tu elección fuera acertada, sólo conseguirías atraerte las críticas de las personas respetables.

»Dicho esto, se ha marchado, y a mí me ha parecido oír el frufrú de su cola. ¡Qué cosas tan absurdas!, ¿verdad?

‑¿No me estará usted contando una serie de mentiras? ‑preguntó Raskolnikof.

‑Miento muy pocas veces ‑repuso Svidrigailof, pensativo y sin que, al parecer, advirtiera lo grosero de la pregunta.

‑Y antes de esto, ¿no había tenido usted apariciones?

‑No... Mejor dicho, sólo una vez, hace seis años. Yo tenía un criado llamado Filka. Acababan de enterrarlo, cuando empecé a gritar, distraído: «¡Filka, mi pipa!» Filka entró y se fue derecho al estante donde estaban alineados mis utensilios de fumador. Como habíamos tenido un fuerte altercado poco antes de su muerte, supuse que su aparición era una venganza. Le grité: «¿Cómo te atreves a presentarte ante mí vestido de ese modo? Se te ven los codos por los boquetes de las mangas. ¡Fuera de aquí, miserable!» El dio media vuelta, se fue y no se me apareció nunca más. No dije nada de esto a Marfa Petrovna. Mi primera intención fue dedicarle una misa, pero después pensé que esto sería una puerilidad.

‑Usted debe ir al médico.

‑No necesito que usted me lo diga para saber que estoy enfermo, aunque ignoro de qué enfermedad. Sin embargo, yo creo que mi conducta es cinco veces más normal que la de usted. Mi pregunta no ha sido si usted cree que pueden verse apariciones, sino si opina que las apariciones existen.

‑No, de ningún modo puedo creer eso ‑dijo Raskolnikof con cierta irritación.

‑La gente ‑murmuró Svidrigailof como si hablara consigo mismo, inclinando la cabeza y mirando de reojo‑ suele decir: «Estás enfermo. Por lo tanto, todo eso que ves son alucinaciones.» Esto no es razonar con lógica rigurosa. Admito que las apariciones sólo las vean los enfermos; pero esto sólo demuestra que hay que estar enfermo para verlas, no que las apariciones no existan.

‑Estoy seguro de que no existen ‑exclamó Raskolnikof con energía.

‑¿Usted cree?

Observó al joven largamente. Después siguió diciendo:

Bien, pero no me negará usted que se puede razonar como yo voy a hacerlo... Le ruego que me ayude... Las apariciones son algo así como fragmentos de otros mundos..., sus ambiciones. Un hombre sano no tiene motivo alguno para verlas, ya que es, ante todo, un hombre terrestre, es decir, material. Por lo tanto, sólo debe vivir para participar en el orden de la vida de aquí abajo. Pero, apenas se pone enfermo, apenas empieza a alterarse el orden normal, terrestre, de su organismo, la posible acción de otro mundo comienza a manifestarse en él, y a medida que se agrava su enfermedad, las relaciones con ese otro mundo se van estrechando, progresión que continúa hasta que la muerte le permite entrar de lleno en él. Si usted cree en una vida futura, nada le impide admitir este razonamiento.

‑Yo no creo en la vida futura ‑replicó Raskolnikof.

Svidrigailof estaba ensimismado.

‑¿Y si no hubiera allí más que arañas y otras cosas parecidas? ‑preguntó de pronto.

«Está loco, pensó Raskolnikof.

‑Nos imaginamos la eternidad -continuó Svidrigailofcomo algo inmenso e inconcebible. Pero ¿por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos de baño lugareños, ennegrecidos por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le confieso que así me la imagino yo a veces.

Raskolnikof experimentó una sensación de malestar.

‑¿Es posible que no haya sabido usted concebir una imagen más justa, más consoladora? ‑preguntó.

‑¿Más justa? ¡Quién sabe si mi punto de vista es el verdadero! Si dependiera de mí, ya me las compondría yo para que lo fuera ‑respondió Svidrigailof con una vaga sonrisa.

Ante esta absurda respuesta, Raskolnikof se estremeció, Svidrigailof levantó la cabeza, le miró fijamente y se echó a reír.

‑Fíjese usted en un detalle y dígame si no es curioso -exclamó‑. Hace media hora, jamás nos habíamos visto, y ahora todavía nos miramos como enemigos, porque tenemos un asunto pendiente de solución. Sin embargo, lo dejamos todo a un lado para ponernos a filosofar. Ya le decía yo que éramos dos cabezas gemelas.

‑Perdone ‑dijo Raskolnikof bruscamente‑. Le ruego que me diga de una vez a qué debo el honor de su visita. Tengo que marcharme.

‑Pues lo va usted a saber. Dígame: su hermana, Avdotia Romanovna, ¿se va a casar con Piotr Petrovitch Lujine?

‑Le ruego que no mezcle a mi hermana en esta conversación, que ni siquiera pronuncie su nombre. Además, no comprendo cómo se atreve usted a nombrarla si verdaderamente es Svidrigailof.

‑¿Cómo quiere usted que no la nombre si he venido expresamente para hablarle a ella?

‑Bien. Hable, pero de prisa.

‑No me cabe duda de que si ha tratado usted sólo durante media hora a mi pariente político el señor Lujine, o si ha oído hablar de él a alguna persona digna de crédito, ya tendrá formada su opinión sobre dicho señor. No es un partido conveniente para Avdotia Romanovna. A mi juicio, Avdotia Romanovna va a sacrificarse de un modo tan magnánimo como impremeditado por... por su familia. Fundándome en todo lo que había oído decir de usted, supuse que le encantaría que ese compromiso matrimonial se rompiera, con tal que ello no reportase ningún perjuicio a su hermana. Ahora que le conozco, estoy seguro de la exactitud de mi suposición.

‑No sea usted ingenuo..., mejor dicho, desvergonzado.

‑¿Cree usted acaso que obro impulsado por el interés? Puede estar tranquilo, Rodion Romanovitch: si fuera así, lo disimularía. No me crea tan imbécil. Respecto a este particular, voy a descubrirle una rareza psicológica. Hace un momento, al excusarme de haber amado a su hermana, le he dicho que yo había sido en este caso la primera victima. Pues bien, le confieso que ahora no siento ningún amor por ella, lo cual me causa verdadero asombro, al recordar lo mucho que la amé.

‑Lo que usted sintió -dijo Raskolnikof‑ fue un capricho de hombre libertino y ocioso.

‑Ciertamente soy un hombre ocioso y libertino; pero su hermana posee tan poderosos atractivos, que no es nada extraño que yo no pudiera desistir. Sin embargo, todo aquello no fue más que una nube de verano, como ahora he podido ver.

‑¿Hace mucho que se ha dado cuenta de eso?

‑Ya hace tiempo que lo sospechaba, pero no me convencí hasta anteayer, en el momento de mi llegada a Petersburgo. Sin embargo, ya habia llegado el tren a Moscú, y aún tenía el convencimiento de que venía aquí con objeto de desbancar a Lujine y obtener la mano de Avdotia Romanovna.

‑Perdone, pero ¿no podría usted abreviar y explicarme el objeto de su visita? Tengo cosas urgentes que hacer.

‑Con mucho gusto. He decidido emprender un viaje y quisiera arreglar ciertos asuntos antes de partir... Mis hijos se han quedado con su tía; son ricos y no me necesitan para nada. Además, ¿cree usted que yo puedo ser un buen padre? Para cubrir mis necesidades personales, sólo me he quedado con la cantidad que me regaló Marfa Petrovna el año pasado. Con ese dinero tengo suficiente... perdone, vuelvo al asunto. Antes de emprender este viaje que tengo en proyecto y que seguramente realizaré he decidido terminar con el señor Lujine. No es que le odie, pero él fue el culpable de mi último disgusto con Marfa Petrovna. Me enfadé cuando supe que este matrimonio había sido un arreglo de mi mujer. Ahora yo desearía que usted intercediera para que Avdotia Romanovna me concediera una entrevista, en la cual le explicaría, en su presencia si usted lo desea así, que su enlace con el señor Lujine no sólo no le reportaría ningún beneficio, sino que, por el contrario, le acarrearía graves inconvenientes. Acto seguido, me excusaría por todas las molestias que le he causado y le pediría permiso para ofrecerle diez mil rublos, lo que le permitiría romper su compromiso con Lujine, ruptura que de buena gana llevará a cabo (estoy seguro de ello) si se le presenta una ocasión.

‑Realmente está usted loco ‑exclamó Raskolnikof, menos irritado que sorprendido‑. ¿Cómo se atreve a hablar de ese modo?

‑Ya sabía yo que pondría usted el grito en el cielo, pero quiero hacerle saber, ante todo, que, aunque no soy rico, puedo desprenderme perfectamente de esos diez mil rublos, es decir, que no los necesito. Si Avdotia Romanovna no los acepta, sólo Dios sabe el estúpido use que haré de ellos. Por otra parte, tengo la conciencia bien tranquila, pues hago este ofrecimiento sin ningún interés. Tal vez no me crea usted, pero en seguida se convencerá, y lo mismo digo de Avdotia Romanovna. Lo único cierto es que he causado muchas molestias a su honorable hermana, y como estoy sinceramente arrepentido, deseo de todo corazón, no rescatar mis faltas, no pagar esas molestias, sino simplemente hacerle un pequeño servicio para que no pueda decirse que compré el privilegio de causarle solamente males. Si mi proposición ocultara la más leve segunda intención, no la habría hecho con esta franqueza, y tampoco me habría limitado a ofrecerle diez mil rublos, cuando le ofrecí bastante más hace cinco semanas. Además, es muy probable que me case muy pronto con cierta joven, lo que demuestra que no pretendo atraerme a Avdotia Romanovna. Y, para terminar, le diré que si se casa con Lujine, su hermana aceptará esta misma suma, sólo que de otra manera. En fin, Rodion Romanovitch, no se enfade usted y reflexione sobre esto con calma y sangre fría.

Svidrigailof había pronunciado estas palabras con un aplomo extraordinario.

‑Basta ya ‑dijo Raskolnikof‑. Su proposición es de una insolencia imperdonable.

‑No estoy de acuerdo. Según ese criterio, en este mundo un hombre sólo puede perjudicar a sus semejantes y no tiene derecho a hacerles el menor bien, a causa de las estúpidas conveniencias sociales. Esto es absurdo. Si yo muriese y legara esta suma a mi hermana, ¿se negaría ella a aceptarla?

‑Es muy posible.

‑Pues yo estoy seguro de que no la rechazaría. Pero no discutamos. Lo cierto es que diez mil rublos no son una cosa despreciable. En fin, fuera como fuere, le ruego que transmita nuestra conversación a Avdotia Romanovna.

‑No lo haré.

‑En tal caso, Rodion Romanovitch, me veré obligado a procurar tener una entrevista con ella, cosa que tal vez la moleste.

‑Y si yo le comunico su proposición, ¿usted no intentará visitarla?

‑Pues... no sé qué decirle. ¡Me gustaría tanto verla, aunque sólo fuera una vez!

‑No cuente con ello.

‑Pues es una lástima. Por otra parte, usted no me conoce. Podríamos llegar a ser buenos amigos.

‑¿Usted cree?

‑¿Por qué no? ‑exclamó Svidrigailof con una sonrisa.

Se levantó y cogió su sombrero.

‑¡Vaya! No quiero molestarle más. Cuando venía hacia aquí no tenía demasiadas esperanzas de... Sin embargo, su cara me había impresionado esta mañana.

‑¿Dónde me ha visto usted esta mañana? ‑preguntó Raskolnikof con visible inquietud.

‑Le vi por pura casualidad. Sin duda, usted y yo tenemos algo en común... Pero no se agite. No me gusta importunar a nadie. He tenido cuestiones con los jugadores de ventaja y no he molestado jamás al príncipe Svirbey, gran personaje y pariente lejano mío. Incluso he escrito pensamientos sobre la Virgen de Rafael en el álbum de la señora Prilukof. He vivido siete años con Marfa Petrovna sin moverme de su hacienda... Y antaño pasé muchas noches en la casa Viasemsky, de la plaza del Mercado... Además, tal vez suba en el globo de Berg.

‑Permítame una pregunta. ¿Piensa usted emprender muy pronto su viaje?

‑¿Qué viaje?

‑El viaje de que me ha hablado usted hace un momento.

‑¿Yo? ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo... Es un asunto muy complicado. ¡Si usted supiera el problema que acaba de remover!

Lanzó una risita aguda.

‑A lo mejor, en vez de viajar, me caso. Se me han hecho proposiciones.

‑¿Aquí?

‑Sí.

‑No ha perdido usted el tiempo.

‑Sin embargo, desearía ver una sola vez a Avdotia Romanovna. Se lo digo en serio... Adiós, hasta la vista... ¡Ah, se me olvidaba! Dígale a su hermana que Marfa Petrovna le ha legado tres mil rublos. Esto es completamente seguro. Marfa Petrovna hizo testamento en mi presencia ocho días antes de morir. Avdotia Romanovna tendrá ese dinero en su poder dentro de unas tres semanas.

‑¿Habla usted en serio?

‑Sí. Dígaselo a su hermana... Bueno, disponga de mí. Me hospedo muy cerca de su casa.

Al salir, Svidrigailof se cruzó con Rasumikhine en el umbral.

Plantilla:Crimen y castigo: Cuarta Parte