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Revisión del 23:15 7 sep 2008

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I

Sentose el señor Juan el Cartagenero en su amplio sillón de Vitoria, cruzó las manos sobre el imponente abdomen, y se dispuso a disfrutar de la siesta, para él indispensable en los días más calurosos del estío.

Los rayos del sol, atravesando la roja cortina que defendía de la curiosidad de los transeúntes a los parroquianos, daba tonos brillantes a los antiguos espejos con moldura de nogal, a los tableros de mármol empotrados en los blancos muros, a los recios sillones de altísimos respaldos, a los grandes anuncios de taurómacas fiestas que decoraban las paredes; la cabeza de un berrendo, cuyos pitones recordaban, sin duda, algún trágico sucedido; dos jaulas en que los jilgueros murcianos parecían amenazar con hacer trinos hasta la pintada pluma, y una guitarra, en fin, que en unión de la historia de un famoso bandolero, servía para hacer más entretenida la espera cuando que esperar tenían los innumerables favorecedores del barbero más hábil y popular del barrio de Capuchinos.

El canto de los pájaros, las caricias de una temperatura enervadora, la quietud que imperaba en la calle, todo prometía al ilustre barbero una siesta dulce y plácida, hasta con el ensueño en el regazo, cuando una voz alegre al resonar en los umbrales del establecimiento le hizo desentornar los párpados y posar una mirada casi agresiva en el poco oportuno visitante, que se dulcificó un tantico al reconocer en el recién llegado a Pepito el Cardenales.

Arrojó éste el pavero sobre la banqueta, y apenas hubo penetrado en la barbería, plantándose delante del barbero, exclamó con acento jovial y afectuoso:

-¡Camará, maestro, y qué carita de padillazo que tiée usté! ¡Pos ni que se hubiera usté pasao toíta la noche a dormivela!

El señor Juan le miró con ojos casi de moribundo, y le dijo con expresión malhumorada:

-Mira: si no viées a que te enjabone el perfil, me vas a jacer el reverendo favor de poner proa a la mar, porque es que tengo una galbana que me troncha.

-Pos no, señó, que no vengo a que me enjabone usté el perfil, que a lo que vengo yo es a dos cosas: una, a jechar con usté un ratillo de palique, pero eso será citando no esté usté tan sonámbulo, y además vengo a esperar aquí a un pariente mío, que acaba de llegar de Écija, y al cual le he dicho que lo aguardo en ca del barbero más garboso del distrito.

-Pos si es asín ya pues estar cogiendo la guitarra y tocándote unas guajiras, que ya sabes tú lo que a mí me gusta verte liao con las primas y los bordones.

No se hizo rogar aquél, que dio comienzo a templar la guitarra, mientras el señor Juan, acoplándose de nuevo lo más cómodamente que pudo en el sillón, tornaba a cruzar las manos sobre el abdomen y se disponía a quedarse dormido a los sones de la bien tañida vihuela.

Durante algunos minutos acreditó una vez más Joseíto su habilidad de tocador consumado, y acreditándolo seguía, cuando

-¡Olé por los güenos tocaores! -exclamó, penetrando en la barbería, el señor Frasquito el Bitácora, uno de los más caracterizados próceres de la gente del arrumbo, hombre fornido, cenceño, de semblante tostado por el sol, de rizosas patillas grises y de pelo también gris, que se le rizaba sobre las sienes en indómitos mechones.

-Estimando, señó Frasquito -le repuso el que tocaba, mientras el señor Juan ponía en aquél una mirada hostil y murmuraba con acento de protesta:

-Pero, camará, ¿es que sus habéis juramentao tos pa no dejarme echar hoy mi rengue de tos los días?

-¿Y quién te manda a ti ser barbero? ¡Tenías tú más que ser el Patriarca de las Indias!

El señor Juan incorporose y exclamó, al par que ponía en formidable tensión sus brazos:

- ¡Qué se le va a jacer! ¡Más padeció el que subieron al Gólgota!

-Pos entonces -dijo, soltando la guitarra, el Cardenales -yo me voy a llegar a ca de Pepe el Súpito, a ver si me paga un chalaneo que me debe, y si tan y mientras viniese un primo mío, que se llama Cayetano, me jace usté el favor de decirle que se espere, que yo güervo enseguiíta.

-¿Y ese palique que decías tú que teníamos que echar nosotros? -le preguntó el barbero, al par que volvía el almohadón de uno de los sillones.

-Lo que yo tenía era que preguntarle a usté que si pa escribirle a Antoñuelo se le pone el sobre como antes se le ponía.

-Como antes. ¿No ves tú que sigue de capitán general del mismo distrito?

-¿Y de venir ni dice naíta ese caballero?

-Calla, hombre; más quemao que el carbón de co está el probe, y rabiando por coger el canuto. Y yo no te digo na de las ganitas que tengo de verle por aquí, y de descansar de esto de sobajearle los carrillos a tantísimo pendón como entra en esta casa.

-Oye, tú, ¿eso de pendón lo dices tú por mí? -le preguntó con expresión cómicamente amenazadora el señor Frasquito.

-¡Calla, hombre, por ti! ¡Tú ya has pasao de esas lindes!

-Pus por si tarda todavía -dijo el Cardenales-, me parece a mí que voy a tener yo que escribirle.

-Pero ¿ocurre algo que yo no sepa? -le preguntó el señor Juan, mirándole con expresión interrogadora.

-No, na de importancia. Yo se lo diré a usté cuando vuelva.

Cuando Joseíto hubo salido, el señor Juan, que habíase quedado algo meditabundo, después de sujetar al cuello del Bitácora un paño de una más que discutible blancura, exclamó al par que hundía sus dedos entre los larguísimos mechones de la hirsuta melena de su parroquiano:

-Pos di tú, chavó, que con que tos fueran como tú tenía yo que traspasar la barbería.

-Es que tú no sabes, hombre, lo que yo sufro cuando siento en el cogote el relente.

El señor Juan se armó de peine y tijera, la cual hizo repiquetear diestramente, y dio comienzo al desempeño de su generoso cometido.

Durante algunos instantes no se sintió más que el sonoro repiquetear de la tijera, y ya la modorra empezaba a cerrar los ojos de el del arrumbo, cuando un descuido del señor Juan le hizo exclamar, revolviéndose colérico contra aquél, y llevándose la mano a la parte dolorida:

-¡Por vía e Dios, que no soy de gutapercha!

Como el desacato de la tijera espantó el sueño que empezaba a apoderarse de él, tras algunos instantes de silencio dijo el Bitácora, al par que se quitaba con un pico del paño la avalancha de pelo que le cubría casi totalmente las pestañas:

-¿Sabes tú que me parece a mí que yo sé de qué es de lo que tiée que hablarte a ti Joseíto el Cardenales?

Y ante la mirada interrogadora del Cartagenero, continuó:

-Me parece a mí que lo que ese tiée que decirte es que al chanelo de tu Toño anda cimbeleándolo el hijo de un ganaero de Ronda, un tal Antoñico el Pantalones.

Suspendió su delicada labor el barbero, y

-¡El Pantalones! ¿Y quién es ese Pantalones? -preguntó a su amigo.

-Pos el Pantalones es un mal ange que ha venío de la serranía, y eso de que está cimbeleando a la Paca es la chipé. Tú supónte que yo vivo cuasi a la vera de la Miraflores, y yo no salgo ni entro una vez tan siquiera en mi cubril que no me tropiece con ese arma mía. Y, además, que a mí me lo dijo mi Pepa, que jace ya cuasi una semana que me dijo: «Oye, tú, Frasquito, a la Paca anda maullándole un gato morisco que jace mu poco llegó de Ronda, y el cual, según dicen, son la mar de parneses los que habillela.»

-Pero la Paca -preguntó al Bitácora el señor Juan, con voz no exenta de inquietud- ¿maúlla también cuando le maúlla ese gato?

-La verdá es que yo no he visto ni he oído decir que la chavala responda, pero es que sa menester tener mu en cuenta que los batos de la Miraflores nunca han mirao bien a tu chaval, y que son gentes de las que les da una alferecía en cuantito oyen de sonar cuatro pesetas.

-¿Y dices tú que ese Pantalones es de los que no tiéen que reírle las gracias al casero?

-Como que, según parece, es hijo único, y el padre una vez, según dicen, remontó una cometa y le puso por jopo un puñao de billetes de los de circulación forzosa; pero, en cambio, tiée el gachó una carita de las que están pidiendo a voces una puñalá trapera.

-Es que ya sabes tú lo que dice la copla, que el «el dinero es mu bonito...».

Cuando media hora después quedó a solas el señor Juan, en vano intentó coger el sueño, y cavilando en lo que el Bitácora le acababa de decir estaba, cuando penetró de nuevo en la barbería Joseíto el Cardenales preguntándole al barbero:

-Qué, ¿no ha venío mi pariente Cayetano? -y ante el movimiento negativo de aquél, añadió, sentándose-: Pos lo esperaré, porque tenemos que dir a ver cuándo sale el primer vapor pa la Argentina.

-Pero ¿es que se va de emigrante ese pariente tuyo?

-¡De emigrante! Pos si tiene el gachó haberes jasta pa jacerle la competencia cuasi a la casa de Comillas.

-Pos que un divé se los aumente. Y oye, tú, platicando de otra cosa, ¿se puée saber qué era lo que tú tenías que decirme?

-Pos lo que tenía yo que decirle a usté era que comienzo a estar una miajita cabreao con un pajarraco que anda revoloteando desde jace unos días en la calle aonde vive la gachí por quien delira Antoñuelo.

-Eso mismito acaba de decirme el señor Frasquito el Bitácora.

-Pos eso no puée ser -dijo brusca y enérgicamente Joseíto-. Y no puée ser porque yo conozco a los padres de la Paca, que están siempre rabiando por apartarla de la querencia de Antoñico, y que son de los que se quean aletargaos en cuanto ven una faltriquera en cinta. Y yo le digo a usté que eso no pueo consentirlo yo, porque fueron más de cien mil millones las veces que me dijo Antoñuelo, antes de irse, que se diba tranquilo na más que porque sabía que me queaba yo al cuidao de su clavel de bengala.

-Puée que eso no sea más que un romance, y además que no creo yo que la Paca transija ni con ese ni con ninguno.

-Eso creo yo tamién; pero por sí u por no, voy yo a dir a enterarme bien de lo que pasa, y endispués Dios dirá. Pero que le conste a usté que lo que es este cura no premite que le den una esazón al Antoñico por mo de ese otro, Antoñico el Pantalones.

Y diciendo esto se levantó Joseíto, y momentos después alejábase de la barbería, con la mirada torva y con el ceño fruncido.



II

La luz del sol caía en el patio como tamizada por las verdes hojas del parral; las ramas del jazmín y de la madreselva tendían sobre los blancos muros a modo de caprichosos pabellones; brillaban en los limpios arriates casi todas las tintas con que Dios matizara las flores en los campos de Andalucía; trasudaba el renegrido cubo en cristalino goteo sobre el alto brocal del pozo, y sentada en una silla de pequeñas dimensiones en uno de los ángulos del patio, cosía cantando a media voz la bellísima bienamada de Antoñico el Cartagenero, y cosiendo y cantando seguía cuando la voz de la señora Pepa le anunció la visita de Joseíto el Cardenales.

-¡Dígale usté que entre aquí si quiere! -gritó con voz argentina.

Bien merecía Paca su renombre de mujer hermosa por su cuerpo esbelto, armónico, sin que excesivas arrogancias desdibujaran el elegante lineal de su figura; por su rostro, si no de una absoluta perfección, sí de una atracción irresistible; de nariz leve, levísimamente arremangada que ponía en su rostro algo de graciosamente picaresco, de labios rojos y fragantes como pétalos de flores; de ojos de una transparencia tan azul, de tan serena profundidad que parecía mirándola que podría verse a su través las más esfumadas matizaciones del alma; a su frente noble y pura servía de reluciente diadema la magnífica rebelión de sus cabellos de oro; su barba uníase en una ondulación suavísima a su garganta redonda y tornátil, aprisionada en aquellos momentos por un collar de abalorios; un vestido de batista celeste modelaba sus formas elásticas y tentadoras, y un pañuelo de encajes, su seno virginal, de elegante curvatura.

Joseito tardó poco en penetrar en el patio seguido de la señora Pepa, cuyo semblante aún recordaba un pasado esplendoroso.

-¡Gracias a Dios, hombre, que vuelven a verte los ojitos de mi cara! -exclamó la Miraflores con acento alborozado, al ver penetrar en el patio a Joseito.

-Si es que yo no te quiero ver muy a menudo -le repuso éste al par que se sentaba en la silla que la señora Pepa le ofreciera.

-¿Y se puée saber quién ha sío el mal corazón que ha lograo que tú me tomes a mí tantísimo aborrecimiento?

-Si no es aborrecimiento, criatura; si es que cuando te veo tres veces seguías, aluego ya no me gustan más que tres mujeres: tú y tú y la Divina Pastora.

Durante algunos minutos charlaron de cosas indiferentes, y aprovechando los momentos en que un marcadísimo olor a pegado hizo salir de estampía a la Clavijo en auxilio de la olla,

-Oye, tú, que yo necesito hablar contigo -dijo el Cardenales a la muchacha, la cual le repuso mirando recelosa hacia la puerta:

-Y yo también necesito hablarte, asín es que te espero esta noche sin falta, a las ocho en punto, en ca la Pinturera.

Cuando momentos después regresó al patio la anciana, se encontró con que Joseíto ponía al tanto a su hija del motivo que había tenido Paco el Tronío para poner punto final a sus relaciones con Micaela la Peinadora.

Transcurrido que hubo un rato, se despidió Joseíto y se fue en busca de su pariente, con el cual permaneció todo el resto del día, y sentido que hubo de sonar las ocho, se dirigió a casa de Lola, a la que encontró en la ventana en compañía de Paquita la Miraflores.

-Así me gustan a mí los hombres, ¡puntuales! -dijo ésta, sonriendo, mientras Dolores sonreía también al recién llegado, y

-Pero vamos a aprovechar el tiempo -continuó Paca-, no sea cosa que venga la madre de Lola y me quede yo sin enterarme de lo que tú tienes que decirme.

-Bueno, pos lo que yo tenía que decirte era que me habían dicho que desde hace unos cuantos días anda gimiendo y llorando por ti un gachó que se ha venío de Ronda y que ha perdío los papeles por tu carita gitana.

-Pos eso mismamente, sin lo de la carita gitana, era lo que yo te tenía que decir, y además que tú no puées figurarte el jerre que jerre y el dale que le da que traen conmigo los que me trujieron al mundo porque transija yo y le dé cuartel a ese hombre.

-Pos ya tengo yo ganas de verle las jechuras y el perfil a ese mocito.

-Pos no se meta usté en eso, hijo -exclamó Lola haciendo un mohín desdeñoso-, porque no hay naíta que temer de ese gachó, que tiée un trago pa cualisquiera presona de gusto; como que a mí ca vez que lo veo se me pone malo el cuerpo.

-Pus por Murillo le parece a mi gente que está pintao, y tan le parece eso que no voy a tener más remedio que transigir y que tener con él algún que otro rato de palique, porque si no er cólera les va a dar a mis padres, y ellos a mí me van a quitar la vía a fuerza de berrinchines.

-¿Que tú vas a tener un rato de palique con ese gachó? ¡Vamos, mujer! ¿Quiées tú que en cuanto se entere Antonio me pregunte a mí que si yo estoy pintao a la acuarela en un peazo de cartulina?

-¡Pos no voy a tener más remedio, hijo, porque como mi padre pa mí no es el sereno del distrito ni mi madre la patrona del fielato...!

-Pero ¿no comprendes tú que cuando se entere Antoñillo de eso se va a morir de la pena?

-¡Pero te crees tú que yo voy a transigir con ése! ¡Vamos, hombre! Yo, en tu caso, lo que haré será entretenerlo hasta que venga Antonio, y cuando él venga, entonces veremos lo que se jace.

Quedó en silencio durante algunos instantes Joseíto, y después, levantando la cabeza bruscamente, exclamó, mirando con expresión de triunfo a la Miraflores y a Lola la Pinturera:

-¡Camará, y el pesqui que a mí me ha dao Dios! Como que me parece a mí que voy yo a poer arreglar este asunto, si es que tú te sientes capaz de jacer toíto lo que yo te diga.

-Yo soy mu capaz de to; yo soy más valiente de lo que tú te figuras.

-Pos vamos a ver eso enseguida; vamos a ver qué es lo que tú dirías si en lugar de arrimársete ese guasón, se te arrimara un mocito la mar de garboso, y la mar de simpático, y la mar de pinturero, y con la mar de parneses.

-Oiga usté -exclamó Lola con acento suplicante-, ¿no podría usté jacer una obra de misericordia diciéndole a ese gachó que se arrimase a mí en lugar de arrimarse a Paca, que tiée más aquerenciaos que armendras los Verdiales?

-A ve, explícame tú eso mu clarito, que yo lo entienda bien -le dijo Paca mirándole con los párpados entornados.

-Pos si la cosa es más clara que el sol. Supónte tú que yo tengo un pariente que acaba de llegar de Écija, y que va a dir enseguiíta pa Buenos Aires; tú supónte que ese pariente mío te ve ese proigio que Dios te puso por cara y que, como es natural, el mozo se quea chalaíto del to, y como es más libre que el viento, pos el gachó encomienza a arrullarte. Supónte tú que tú encomienzas a sentir que se te ablandan las entrañas y se entera de esto el de Ronda, que comprende que con un mozo del mérito de mi primo no le puéen salir más que las contrarias, y, como es natural, pos el hombre, por no tener que asesinar a mi pariente lanza la vela y pone la proa a la mar. Tus padres, los señores de Clavijo, como el otro tendrá cuasi tantos parneses como el de Ronda, porque ya me encargaré yo de que se lo crean, nos encomienzarán a darse a partío, y cuando Antonio esté al venir, pos Cayetano, porque mi primo se llama Cayetano, se abronca contigo y tú te abroncas con él por si miraste o dejaste de mirar a Fulanito ti a Menganito; truenan ustedes, él coge el vapor, el vapor iza el ancla y tú te queas con tu Antonio, y a mi aluego me dan ustedes la laureá, y si no lo jacen ustedes es porque no tiéen ustedes corazón ni saben portarse como Dios manda y manda nuestra Santa Madre Iglesia.

-Y oye tú, ¿a ti qué te parece lo que dice Joseíto? -preguntó Paca a la Pinturera, mirándola con expresión interrogadora.

-Pos, hija, a mí me parece la cosa la mar de bien, pero que la mar de bien que me parece.

-No, si a mí tampoco me parece la cosa mal; pero es que no sabemos si ese hombre estará u no estará conforme con meterse en esas honduras.

-¡No ha de estar conforme! A mí no me niega él un favor que yo le pía.

-¡Pos entonces más vivo! -exclamó, incorporándose, la Pinturera.

-Pos más vivo -repitió la Miraflores, y

-¡Pos más vivo! -repitió también, despidiéndose con un movimiento de cabeza de las dos mujeres, el mejor amigo deAntonio el Cartagenero.



III

Cuando Cayetano se enteró de lo que de él solicitaba su primo:

-¡Pero hombre! -exclamó con acento de reproche-. Tú no debes estar bueno de la tetera; yo qué he de hacer eso que tú me pides, ni manque me des la luna.

Joseíto no objetó nada a lo dicho por su pariente, y

-Está bien, hombre -dijo con acento resignado, y tras algunos instantes de silencio, continuó-: Pos si es asín me voy a ver si encuentro por ahí alguno que me tenga una miajita de más buena voluntá que tú y que me tenga en más estima.

Se acordó Cayetano de los favores que le era en deber al Cardenales, y exclamó con acento desabrido:

-¡Por vía del que menea la mar!, no busques a nadie, hombre, no busques a nadie, que yo lo haré; pero que te coste a ti que jacer yo eso que tú me píes es mucho más grande pa mí que tomar una trinchera.

Sonrió con expresión regocijada Joseíto, y

-Ya sabía yo que arrematarías tú por ahí -exclamó-. No ves tú que yo te conozco y sé que tú no eres capaz de negarme un favor que yo te pía.

Cuando Joseíto salió del parador, se fue a casa del Cartagenero, al cual puso al corriente de sus propósitos.

-¡Camará, y lo que tus güesos chanelan! -exclamó el barbero asombrado-. Hoy mismito le voy a escribir a Antoñuelo pa que vea lo que es un amigo bueno y leal, un amigo, en fin, con toas las de la ley.

-¡No le diga usté naíta, por su salú! ¿No ve usté que yo a él me lo sé de memoria, y sólo de pensar que otro gachó, manque sea de mentirilla, está hablando con su Paca, le va a dar un sanguiñuelo?

Desde la barbería se fue Joseíto a la casa de la Pinturera, a la que encontró en el patio de la casa luchando heroicamente encorvada sobre el lebrillo de lavar, por el aseo de toda la familia, y acompañada de varias de sus convecinas.

Esto desconcertó un tanto al Cardenales, que no quería, como es de suponer, soltar prenda delante de tanta gente, pero Lola, que lo comprendió así, acudió en su auxilio, y

-¿Qué? -le preguntó al par que porraceaba briosamente la ropa-. ¿Se decide o no se decide ese amigo de usté a vender, por fin, el jaco?

-Mi trabajillo me ha costao -le contestó el Cardenales con acento indiferente-, porque yo no he visto, ¡camará!, más apego que el que le tiée ese gachó a su montura; pero, en fin, como el otro no se lo paga mal, y además él sabe que ha de cuidar al bicho como si fuese de la familia, y además él siempre tiée gusto en que yo me gane unas cuantas colunarias...

-¿Y dice usté que es un buen bicho, verdá? -le preguntó Lola con acento de zumba.

-Como que no se encuentra un jaco más mejor que ése, ni más bien plantao, ni con un pelo como el suyo, que parece sea, y fino de cabos que es y ancho de culata y noblejón; en fin, una prenda, lo que se llama una prenda.

-Usté lo que debe jacer es amarrar el negocio y que el uno dé una señal y que el otro suelte el jaco.

-Esta misma tarde, a las seis en punto, estoy yo con el bicho elante de la casa del otro. Y que no lo voy yo a llevar mu pinturero, chavó, con su jato de sea, con su baticola bordá; en fin, con un atajarre de los que quitan el sentío. Lo que es que no sé si podré yo ver a güena hora al otro gachó pa que esté en su casa cuando yo vaya a llevarle el bicho.

-A esa hora está allí tos los días, y hoy estará también seguramente.

Y al decir esto, una rápida sonrisa hizo comprender que no tenía que ocuparse más de aquello a Joseíto el Cardenales, el cual siguió hablando de cosas indiferentes con Lola y sus convecinas.



IV

Cuando Cayetano quedó a solas en su habitación, sentóse en el borde de la cama, y

-¡Por vía e Dios -dijo con acento malhumorado-, cudiao que esto es más grande que el día del Corpus! ¡Pero, en fin, qué se le va a jacer! A ese charrán de Joseíto yo no pueo negarle na que me pía, y como no pueo negárselo, pos paciencia y a barajar, y que sea lo que Dios quiera.

Terminado su monólogo, se tumbó Cavetano en el revuelto lecho, y Dios sabe a qué hora hubiese dejado de atronar la estancia con sus ronquidos, a no haber penetrado en ella como penetró dos o tres horas después Joseíto el Cardenales, gritando con enérgico acento de protesta:

-Pero, chavó, ¿qué jaces? ¡Valiente mo de roncar! ¡Pos ni que fueras un órgano!

El de Écija volvió cortésmente las espaldas a su primo, el cual zamarreándolo bruscamente, continuó:

-Anda ya, hombre, anda ya, por tu salucita que andes ya. Mira que yo he quedao en que a las seis en punto pases tú por la reja de Paca la Miraflores.

Comprendió aquél que no había escape posible, y se lanzó fuera del lecho y dio principio, adusto y silencioso, a su personal aseo y decorado.

Representaba el de Écija algunos años más que su primo, y era de regular estatura, de talle largo, de piernas robustas, de pecho arrogante; su rostro oval era de correctas facciones ligeramente acentuadas; su tez, limpia y fresca; su boca, juvenil; sus ojos, grandes y oscuros, de dulce mirar, velados por larguísimas pestañas; su pelo, castaño, rizoso y reluciente.

Aconsejado por su vanidad, se engalanó con un traje de alpaca negra y brillante, pañoleta grana, brodequín de becerro blanco y amplio pavero gris, el cual se colocó de modo que dejara libre alguno de los rizosos mechones que se le encaracolaban sobre la tersísima frente.

Cuando su primo lo vio ya listo del todo

-¿Sabes tú -le dijo- que estás pa que te chillen, salero?

Cayetano sonrió, y

-Pos vámonos a que yo mate ya de una vez a esa paloma -le repuso dirigiéndose hacia la puerta de la sala.

-Yo no voy contigo; ahora te vas tú solito, que yo me iré a esperarte a la taberna del Tulipa.

Cayetano se separó del Cardenales en la puerta del parador y se dirigió hacia la calle donde tenía que flechar y ser flechado por la novia de Antonio el Cartagenero.

No dejó nuestro mozo de sentir acariciado su amor propio durante el camino al notar alguna que otra vez cómo tal o cual hembra ponía en sus ojos lo que hacía el debido recato enmudecer en su boca.

Ya en la calle, merced a las indicaciones de Joseíto, no vaciló un punto respecto a cual podía ser la casa habitada por la Miraflores. Era la más riente de la calle; en su ventana tendía una dama de noche sus perfumados verdores. Al pasar por delante de ella quedó sorprendido Cayetano al ver destacarse sobre el fondo a medio iluminar de la habitación la figura gentil de Paca, su rostro de nieve y rosa; de ojos y labios que sonreían con maliciosa expresión, y de frente tersa y nítida, sobre la cual relucía el grecaje de oro de sus cabellos adornados con algunas flores carmesíes.

Cayetano, repetimos, se detuvo sorprendido contemplando aquel cuerpo más elástico, más elegantemente ondulado que el cual no recordaba haber visto ningún otro; aquella tez que herida por la luz del sol, antojábasele a él que tenía opalinas irisaciones; aquellos ojos en cuyas luminosas profundidades parecía nadar un tropel de dulcísimas promesas; aquella boca en que la gracia y la malicia hacíanse sonrisas entre tintas carmesíes; aquel pelo espléndido, áureo y sedoso en que cada cabello parecía una hebra de sol, y al ver aquel conjunto inmutóse ligeramente, puso un tono pálido en sus mejillas, una vaga sensación que recorrió su cuerpo como un ligero escalofrío, y

-¡Virgen Santísima! -exclamó con acento sordo, y-: ¡Virgen Santísima! -repitió mientras Paca sonreía halagada por el asombro que había visto pintarse en los ojos del primo del Cardenales.

Cuando llegó Cayetano a la taberna, le aguardaba ya en ella aquél en compañía del señor Paco el Silguero, el más vivo de los chalanes de toda España.

-¿De aónde vienes tú ahora? -preguntó el Cardenales a su primo con acento indiferente.

-Pos ahora -le repuso Cayetano- vengo de mi casa. Pero, ¡camará!, me dio la mala tentación de venirme por calle del Refino y creí que me queaba en ella marnetizao... ¡Jesús, y qué gachí que he visto en una ventana!

-¿Y qué señas tiée esa señora? -le preguntó el señor Frasquito el Silguero.

-¿Que qué señas tiée? Pos supóngase usté una chavalilla con talle que es un mimbre, con un cuerpo al que no se le puée quitar ni poner ni lo que aburta un garbanzo; con una carita catorce veces más blanca que el armiño, con ojos más azules que er cielo, con un pelito más rubio que el oro, con un...

-No siga usté, compadre- exclamó con expresión convencida el señor Frasquito-. Por las señas que usté da no puée ser otra esa mujer que Paca, la novia de tu amigo Antoñico el Cartagenero.

Y esto lo dijo el señor Paco dirigiéndose a Joseíto el Cardenales.

Este se puso serio, y

-Sí- dijo con acento grave-; por las señas debe ser esa que usté dice; pero si es ésa ya te puées está jaciendo la cuenta de que esa gachí es la luna u la estrella polar o el lucero matutino.

Y esto lo dijo mirando con expresión casi amenazadora a Cayetano.

-¿Y eso por qué? -preguntó éste mirando con expresión de asombro al Cardenales.

-Pos por una razón mu sencilla- le repuso Joseíto, encogiéndose de hombros-: porque a esa gachí le habla un gachó que es pa mí como si fuera mi hermano.

-Pos lo será pa ti; pero ¿a mí qué me cuentas tú con eso?

-Es que yo no pueo consentir en que tú quieras jacerle un pie agua a un amigo mío.

-Pos si no lo puées tú consentir, ve y cuéntaselo a Santiago Apóstol, porque güeno que si fueras tú, yo le diera contravapor a mi gusto; pero en no tratándose de ti, en mi gusto nadie manda.

-Güeno, por si a ti te gusta la Paca -dijo el Cardenales-, se lo cuentas al mismo Verbo Divino.

-Pero, hombre -exclamó el señor Paco dirigiéndose a Joseíto-, si la cosa no merece la pena. ¡Pos ni que este caballero le hubiese quitao a esa paloma, con sólo haber puesto los ojos en ella, toas las plumas de las alas.

-Güeno, pos no platiquemos más de esto y que traigan más bebía.

-¡Y pa qué más bebía! -refunfuñó el señor Frasquito.

-Porque es mucha la sé que me ha entrao de pronto. Con que a ver tú, Tulipa, tráete pa acá dos cañeros.



V

Antoñico el Pantalones, peine en mano y de pie delante del espejo, ponía en éste una mirada rencorosa al verlo reproducir de modo tan poco lisonjero para él su rostro de tez oscura y pecosa, su nariz de aventados cartílagos, sus ojos insignificantes y su boca de labios pálidos, que al entreabrirse dejaban ver la dentadura desigual y amarillenta.

Durante algunos minutos maniobró el peine ordenando y desordenando para volver a ordenar los mechones de pelo oscuro, hasta que cansado y desesperanzado el prócer de la rondeña serranía de poder dar a su rostro lo que el Supremo Hacedor de todas las cosas le negara, dio fin a su labor decorativa, se puso de cualquier modo el flamante rondeño, encendió un cigarro cuyo fagín delataba lo aristocrático de su estirpe, y se lanzó a la calle a continuar el asedio de aquella hasta entonces inexpugnable preciosísima fortaleza que tan sin gusto, y tan sin sosiego, y tan sin vivir le traía.

Llegado que hubo a la esquina de la calle donde estaba la ermita de sus amorosas devociones, clavó sus ojos en la reja donde tan breve número de veces había conseguido ver a Paca, y chasqueado en aquella como en tantísimas otras ocasiones, al llegar a la otra esquina penetró, para allí consolarse de sus amorosos infortunios, bebiendo y charlando con el tabernero, en el hondilón famoso de Tobalo el Quitapena.

Este, que entreteníase en colocar ordenadamente las limpias copas en uno de los extremos del mostrador, salió precipitadamente al encuentro del de Ronda diciéndole con acento servicial y desesperado sin duda por no poder poner más de una sonrisa en sus labios:

-¡Hola, don Antonio! Ya lo estaba echando yo a usté de menos. ¿Quiere usté que le sirva un Montilla que acabo de recibir, que dicen que es el que beben los ángeles en el cielo?

-Sí, tráeme unas copas -le repuso aquél, limpiándose el sudor de la frente con un pañuelo de seda azul-. Por más que lo que yo debía beber no era más que zarzaparrilla de Bristó.

-Eso jase la sangre agua -dijo en aquel instante el señor Frasquito el Silguero, el cual, en uno de los ángulos del hondilón, en una silla retrepada contra el muro, entreteníase en pasar por el lomo a un enorme gato rabón, colocado sobre sus escuálidas piernas, la mano enjuta y renegrida como un sarmiento.

Saludó al de Ronda con un movimiento de cabeza al viejo chalán, y

-Por eso yo no la bebo -le repuso-. Pero ahora créalo usté que me sentaría muy requetebién el beberla.

-Porque usté, y viste disimule la franqueza -dijo el dueño del hondilón al par que colocaba algunas copas sobre una de las mesas-, es más súpito y más voluntarioso que nadie, y las cosas en la vía sa menester tomarlas con más calma, y sobre to las cosas de las mujeres.

-¡Ese es un mal ganao! -murmuró con voz sentenciosa el señor Frasquito-. Otro gallo nos cantara si Dios no hubiese puesto más que a Adán en el paraíso.

-¡Vaya si es un mal ganao! -dijo el Quitapenas-. Y además de mal ganao, que la más viva tiée de cordobán los sentíos, porque pensá que haiga gachí que le ponga a usté cara de hule por ponérsela de raso a un mocito sin más fortuna que el canuto cuando se lo den... Vamos, hombre, que hay cosas que le dejan a uno como tonto de remate.

-Como si lo viera: se trata de la Miraflores.

-De la Miraflores, hombre, de esa gachí que pa jacer lo que jace debe tener cinco cascabeles en vez de cinco sentíos.

-¿No quiere usté probar este Montilla, que no es malejo del to? -dijo Antonio dirigiéndose copa en mano hacia donde estaba el Silguero.

Este colocó cuidadosamente el gato en la silla y tomó la caña que aquél le ofrecía diciendo:

-Lo probaremos -y tras apurar la copa con tal elegancia que acreditaba su habilidad y larga práctica en aquella clase de trasiegos, añadió después de hacer castañetear la lengua contra el cielo de la boca-: No es malejo del to, no, señor, que no es malejo.

El Pantalones, después de asomarse a la puerta y dar un nuevo vistazo a la reja que continuaba solitaria de la Miraflores.

-¡Cámara con esa gachí! -dijo-. ¿Querrán ustedes creer que no la veo desde antier por la mañana, que la vide por casolidá?

-Como que yo usté -díjole el señor Frasquito- lo que hacía era agüecar ya el ala de una vez, porque me parece a mí que pensar en querer llevarle el pulso al Cartagenero es tiempo perdío, no porque el Cartagenero valga más que usté, sino porque a la trágala no se consigue na con ninguna de las que gastan chaponas, y lo mismo que le pasa a usté con ella le pasará seguramente a Cayetano, el primo del Cardenales, que cuando la vio ayer por vez primera, por poquito se empieza a tocar el pito de carretilla. Por cierto que si no es por mi, se agarran dambos parientes, porque como el Joseíto es tan uña y carne del Cartagenero, pos al hombre se le puso sobre el corazón que su primo no había de mirar siquiera a la Paca, y el primo dijo que a él le importaba tres coquinas el Cartagenero. Total, que si no es porque me cogió a mí allí, tienen un enganche, y hubiera sío una cosa mu esaboría, porque Joseíto es más duro que un acebuche, y el otro me parece a mí que no es de to comer, ni es de to mantequilla de cacao.

El Pantalones había palidecido oyendo al señor Frasquito, y cuando éste hubo concluido, le preguntó con voz en que se notaba la celosa incertidumbre de su espíritu:

-¿Y usté cree que el Cayetano hará caso de su pariente?

-Y qué sé yo -repúsole el Silguero, encogiéndose de hombros-. Pero si al gachó se le ha quedao pegá a la pupila la cara de la chaveíta, entonces un divé sabe lo que puée ocurrir, porque la verdá es que el tal es un mozo de órdago, toíto un mozo de tronío.

Y el famoso chalán guiñó un ojo al tabernero al ver la cara que, oyéndole, había puesto Antoñico el Pantalones.


Continuación