Diferencia entre revisiones de «Crimen y castigo (tr. anónima)/Tercera Parte/Capítulo V»

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‑¡Imbécil! ‑exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.
‑¡Imbécil! ‑exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.


‑Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva ‑‑comentó Porfirio echándose a reír.
‑Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva ‑comentó Porfirio echándose a reír.


‑Oye, juez de instrucción... ‑empezó a decir Rasumikhine‑. ¡Bah! ¡Que el diablo os lleve a todos!
‑Oye, juez de instrucción... ‑empezó a decir Rasumikhine‑. ¡Bah! ¡Que el diablo os lleve a todos!
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‑Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mi. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe...
‑Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mi. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe...


‑Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados ‑‑exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.
‑Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados ‑exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.


Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.
Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.
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Raskolnikof sonrió mordazmente.
Raskolnikof sonrió mordazmente.


‑¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre... Fíjese usted en éste ‑‑e indicó con un gesto a Rasumikhine‑. Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.
‑¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre... Fíjese usted en éste ‑e indicó con un gesto a Rasumikhine‑. Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.


‑¿Y si se le encuentra?
‑¿Y si se le encuentra?

Revisión del 10:01 8 dic 2008


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Raskolnikof entró en el despacho con el gesto del hombre que hace descomunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblante. Su cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikof, sin esperar a ser presentado, se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho, mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un apretón de manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Rasumikhine. Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la anterior represión, resultó más estrepitosa que las precedentes.

El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó, sin que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikof.

‑¡Demonio de hombre! ‑gruñó Rasumikhine, con un ademán tan violento que dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.

‑No hay que romper los muebles, señores míos ‑exclamó Porfirio Petrovitch alegremente‑. Esto es un perjuicio para el Estado.

Raskolnikof seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano estaba en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo tiene su medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la seriedad lo más naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su conducta acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió la espalda a Porfirio y a Raskolnikof, se acercó a la ventana y, aunque no veía, hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por educación, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.

En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una expresión en que el asombro se mezclaba con la desconfianza, y observaba a Raskolnikof incluso con una especie de turbación. La aparición inesperada de Zamiotof sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo:

«Otra cosa en que hay que pensar.»

Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:

‑Le ruego que me perdone...

‑Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo tan agradable... ‑repuso Porfirio Petrovitch, y añadió, indicando a Rasumikhine con un movimiento de cabeza‑. Ése, en cambio, ni siquiera me ha dado los Buenos días.

‑Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que se parecía a Romeo y le he demostrado que mi comparación era justa. Esto es todo lo que ha habido entre nosotros.

‑¡Imbécil! ‑exclamó Rasumikhine sin volver la cabeza.

‑Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva ‑comentó Porfirio echándose a reír.

‑Oye, juez de instrucción... ‑empezó a decir Rasumikhine‑. ¡Bah! ¡Que el diablo os lleve a todos!

Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su habitual buen humor.

‑¡Basta de tonterías! ‑dijo, acercándose alegremente a Porfirio Petrovitch‑. Sois todos unos imbéciles... Bueno, vamos a lo que interesa. Te presento a mi amigo Rodion Romanovitch Raskolnikof, que ha oído hablar mucho de ti y deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo... ¡Hombre, Zamiotof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo?

«¿Qué significa todo esto?», se dijo, inquieto, Raskolnikof.

Zamiotof se sentía un poco violento.

‑Nos conocimos anoche en tu casa ‑respondió.

‑No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate, Porfirio, que la semana pasada me rogó insistentemente que te lo presentase, y vosotros habéis trabado conocimiento prescindiendo de mí. ¿Dónde tienes el tabaco?

Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba perfectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte, enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer momento.

Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo opuesto al ocupado por Raskolnikof y le miró fijamente, en espera de que le expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está muy lejos de merecer la atención exagerada y aparatosa que se le presta. Sin embargo, Raskolnikof le puso al corriente del asunto con pocas y precisas palabras. Luego, satisfecho de si mismo, halló la serenidad necesaria para observar atentamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no apartó de él los ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que se habia sentado frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio de palabras. Su mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de instrucción sin el menor disimulo.

«¡Qué idiota!», exclamó mentalmente Raskolnikof.

‑Tendrá que prestar usted declaración ante la policía ‑repuso Porfirio Petrovitch con acento perfectamente oficial‑. Deberá usted manifestar que, enterado del hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez de instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de su propiedad y que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una comunicación escrita.

‑Pero lo que ocurre ‑dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor que pudo‑ es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito a declarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero...

‑Eso no importa ‑le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger fríamente esta declaración de tipo económico‑. Además, usted puede exponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto y aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega...

‑¿Puedo escribirle en papel corriente? ‑le interrumpió Raskolnikof, con el propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de la cuestión.

‑Sí, el papel no importa.

Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona. Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikof. Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel gesto. Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el diablo lo sabía.

«Este hombre sabe algo, pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en voz alta, un tanto desconcertado:

‑Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mi. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe...

‑Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados ‑exclamó Rasumikhine con una segunda intención evidente.

Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.

‑Tú todo lo tomas a broma ‑dijo con una irritación que no tuvo que fingir‑. Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un gran valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el único recuerdo que tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de llegar ‑manifestó dirigiéndose a Porfirio‑, y si se enterase ‑continuó, volviendo a hablar a Rasumikhine y procurando que la voz le temblara de que ese reloj se había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya sabes cómo son las mujeres.

‑¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada de lo que dices, sino todo lo contrario ‑protestó, desolado, Rasumikhine.

«¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? ‑pensó Raskolnikof, temblando de inquietud‑. ¿Por qué habré dicho eso de "Ya sabes cómo son las mujeres"?»

‑¿De modo que su madre ha venido a verle? ‑preguntó Porfirio Petrovitch.

‑Sí.

‑¿Y cuándo ha llegado?

‑Ayer por la tarde.

Porfirio no dijo nada: parecía reflexionar.

‑Sus objetos no pueden haberse perdido ‑manifestó al fin, tranquilo y fríamente‑. Hace tiempo que esperaba su visita.

Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Rasumikhine, que estaba echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero. Raskolnikof se había estremecido, pero el juez instructor, atento al cigarrillo de Rasumikhine, no pareció haberlo notado.

‑¿Dices que lo esperabas? ‑preguntó Rasumikhine a Porfirio Petrovitch‑. ¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas?

Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof directamente:

‑Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la prestamista había recibido los objetos.

‑¡Qué memoria tiene usted! ‑exclamó Raskolnikof iniciando una sonrisa.

Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez, pero no pudo menos de añadir:

‑He hecho esta observación porque supongo que los propietarios de objetos empeñados son muy numerosos y lo natural sería que usted no los recordara a todos. Pero veo que me he equivocado: usted no ha olvidado ni siquiera uno..., y... y...

«¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?» ‑Es que todos los demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted ‑dijo Porfirio Petrovitch con un tonillo de burla casi imperceptible.

‑No me sentía bien.

‑Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado profundamente. Incluso ahora está usted un poco pálido.

‑Pues me encuentro admirablemente ‑replicó al punto Raskolnikof, en tono tajante y furioso.

Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.

«Esta indignación me va a hacer cometer alguna tontería. Pero ¿por qué se obstinan en torturarme?»

‑Dice que no se sentía bien ‑exclamó Rasumikhine‑, y esto es poco menos que no decir nada. Pues lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le ha dejado... Puedes creerme, Porfirio: apenas se tiene en pie... Pues bien, ayer aprovechó un momento, unos minutos, en que Zosimof y yo le dejamos, para vestirse, salir furtivamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno delirio! ¿Has visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso!

‑¿En pleno delirio? ¡Qué locura! ‑exclamó Porfirio Petrovitch, sacudiendo la cabeza.

‑¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra...! Pero sobra esta advertencia, porque usted no lo ha creído, ni mucho menos ‑dejó escapar Raskolnikof, aturdido por la cólera.

Pero Porfirio no dio muestras de entender estas extrañas palabras.

‑¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? ‑exclamó Rasumikhine, perdiendo la calma a su vez‑: ¿Por qué saliste? ¿Con qué intención? ¿Y por qué lo hiciste a escondidas? Confiesa que no podías estar en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo hablarte francamente.

‑Me fastidiaron insoportablemente ‑dijo Raskolnikof, dirigiéndose a Porfirio con una sonrisa burlona, insolente, retadora‑. Huí para ir a alquilar una habitación donde no pudieran encontrarme. Y llevaba en el bolsillo una buena cantidad de dinero. El señor Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo tanto, señor Zamiotof, le ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando o conservaba mi sano juicio?

De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron su silencio y sus miradas equívocas.

‑Me pareció ‑dijo al fin Zamiotof secamente‑ que hablaba usted como un hombre razonable; es más, como un hombre... prudente; sí, prudente. Pero también parecía usted algo exasperado.

‑Y hoy ‑intervino Porfirio Petrovitch‑ Nikodim Fomitch me ha contado que le vio ayer, a hora muy avanzada, en casa de un funcionario que acababa de ser atropellado por un coche.

‑¡Ahí tenemos otra prueba! ‑exclamó al punto Rasumikhine‑. ¿No es cierto que te condujiste como un loco en casa de ese desgraciado? Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. Bien que la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos, con lo que te habrían quedado cinco para ti; pero no todo lo que tenías...

‑A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en efecto, me lo he encontrado...

Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petrovitch, con los labios temblorosos:

‑Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una charla tan inútil. Está usted abrumado, ¿verdad?

‑¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué extremo me interesa su compañía. Me encanta verle y oírle... Celebro de veras, puede usted creerme, que al fin se haya decidido a venir.

‑Danos un poco de té ‑dijo Rasumikhine‑. Tengo la garganta seca.

‑Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti... ¿No quieres nada sólido antes?

‑¡Hala! No te entretengas.

Porfirio Petrovitch fue a encargar el té.

La mente de Raskolnikof era un hervidero de ideas. El joven estaba furioso.

«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin conocerme, has hablado de mí con Nikodim Fomitch, Porfirio Petrovitch? Esto demuestra que no ocultan que me siguen la pista como una jauría de sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.»

Y al pensar esto, temblaba de cólera.

«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón. Esto no es noble, Porfirio Petrovitch, y yo no lo puedo permitir. Si seguís así, me levantaré y os arrojaré a la cara toda la verdad. Entonces veréis hasta qué punto os desprecio.»

Respiraba penosamente.

«¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías? Podría ser todo un espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. ¿Es que no voy a ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal vez no tienen ninguna intención oculta... Las cosas que dicen son perfectamente normales... Sin embargo, se percibe tras ellas algo que... Cualquiera podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se oculta una segunda intención... ¿Por qué Porfirio no ha nombrado francamente a la vieja? ¿Por qué Zamiotof ha dicho que yo me había expresado como un hombre "prudente"? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese tono... Rasumikhine lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sorprendido nada de eso? Ese majadero no se da cuenta de nada... Vuelvo a sentir fiebre... ¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido simplemente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado... ¿A santo de qué? ¿Quieren exasperarme...? ¿Me desprecian...? ¿Son suposiciones mías...? ¿Lo saben todo...? Zamiotof se muestra insolente... ¿No me equivocaré...? Debe de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que estaría aquí... Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez que viene? Además, Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Están de acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan hablado de mí antes de nuestra llegada... ¿Sabrán algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuanto antes. Cuando he dicho que había salido para alquilar una habitación, Porfirio no ha dado muestras de enterarse... He hecho muy bien en decir esto... Puede serme útil... Dirán que es una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Ese Porfirio está al corriente con todo detalle de mis pasos en la tarde de ayer, pero ignoraba que había llegado mi madre... Esa bruja había anotado en el envoltorio la fecha del empeño... Pero se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes no tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a casa de la vieja no prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que me hallaba. Así lo diré si llega el caso... Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me marcharé de aquí hasta que me entere... ¿Para qué habré venido...? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista... Es evidente que tengo los nervios de punta... Pero tal vez esto sea lo mejor... Así puedo seguir desempeñando mi papel de enfermo... Ese hombre quiere irritarme, desconcertarme... ¿Por qué habré venido?»

Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikof con velocidad cósmica.

Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.

‑Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en tu casa ‑dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había empleado hasta entonces‑. Aún estoy algo trastornado.

‑¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién fue la victoria?

‑Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.

‑Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión: ¿existe el crimen...? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.

‑Yo no veo nada de extraordinario en ello ‑repuso Raskolnikof distraídamente‑. Es una simple cuestión de sociología.

‑La cuestión no se planteó en ese aspecto ‑observó Porfirio.

‑Cierto: no se planteó exactamente así ‑reconoció Rasumikhine acalorándose, como era su costumbre‑. Oye, Rodia, te ruego que nos escuches y nos des tu opinión. Me interesa. Yo hacía cuanto podía mientras te esperaba. Les había hablado a todos de ti y les había prometido tu visita... Los primeros en intervenir fueron los socialistas, que expusieron su teoría. Todos la conocemos: el crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Esto es todo, y no admiten ninguna otra razón, absolutamente ninguna.

‑¡Gran error! ‑exclamó Porfirio Petrovitch, que se iba animando poco a poco y se reía al ver que Rasumikhine se embalaba cada vez más.

‑No, no admiten otra causa ‑prosiguió Rasumikhine con su creciente exaltación‑. No me equivoco. Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen: «Tal individuo se ha perdido a causa del medio.» Y nada más. Es su frase favorita. O sea que si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían crímenes, pues nadie sentiría el deseo de protestar y todos los hombres llegarían a ser justos. No tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe para ellos. No ven una humanidad que se desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para producir al fin una sociedad normal, sino que suponen un sistema social que surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún proceso histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen de ella que es un amasijo de horrores y absurdos, que todo lo explica de una manera absurda. De aquí también su odio al proceso viviente de la existencia. No hay necesidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no obedece ciegamente a la mecánica; es desconfiada y retrógrada. El alma que ellos quieren puede apestar, estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y la consecuencia de ello es que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el modo de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se puede construir, pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo el proceso de la vida antes de irse al cementerio. La lógica no basta para permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo prevé tres casos, cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad es la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad seductora y que hace innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el misterio de la vida expuesto en dos hojas impresas...!

‑Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo ‑dijo Porfirio Petrovitch entre risas‑. Figúrese usted -añadió dirigiéndose a Raskolnikof‑ esta misma música en una habitación y a seis voces. Esto fue la reunión de anoche. Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende usted lo que sería aquello...? Por otra parte, estás equivocado: el medio desempeña un gran papel en la criminalidad. Estoy dispuesto a demostrártelo.

‑Eso ya lo sé. Pero dime: pongamos el ejemplo del hombre de cuarenta años que deshonra a una niña de diez. ¿Es el medio el que le impulsa?

‑Pues sí, se puede decir que es el medio el que le impulsa ‑repuso Porfirio Petrovitch adoptando una actitud especialmente grave‑. Ese crimen se puede explicar perfectamente, perfectísimamente, por la influencia del medio.

Rasumikhine estuvo a punto de perder los estribos.

‑Yo también te puedo probar a ti ‑gruñó‑ que tus blancas pestañas son una consecuencia del hecho de que el campanario de Iván el Grande mida treinta toesas de altura. Te lo demostraré progresivamente, de un modo claro, preciso e incluso con cierto matiz de liberalismo. Me comprometo a ello. Di: ¿quieres que te lo demuestre?

‑Sí, vamos a ver cómo te las compones.

‑¡Siempre con tus burlas! ‑exclamó Rasumikhine con un tono de desaliento‑. No vale la pena hablar contigo. Te advierto, Rodia, que todo esto lo hace expresamente. Tú todavía no le conoces. Ayer sólo expuso su parecer para mofarse de todos. ¡Qué cosas dijo, Señor! ¡Y ellos encantados de tenerlo en la reunión...! Es capaz de estar haciendo este juego durante dos semanas enteras. El año pasado nos aseguró que iba a ingresar en un convento y estuvo afirmándolo durante dos meses. Últimamente se imaginó que iba a casarse y que todo estaba ya listo para la boda. Incluso se hizo un traje nuevo. Nosotros empezamos a creerlo y a felicitarle. Y resultó que la novia no existía y que todo era pura invención.

‑Estás equivocado. Primero me hice el traje y entonces se me ocurrió la idea de gastaros la broma.

‑¿De verdad es usted tan comediante? ‑preguntó con cierta indiferencia Raskolnikof.

‑Le parece mentira, ¿verdad? Pues espere, que con usted voy a hacer lo mismo. ¡Ja, ja, ja...! No, no; le voy a decir la verdad. A propósito de todas esas historias de crímenes, de medios, de jovencitas, recuerdo un articulo de usted que me interesó y me sigue interesando. Se titulaba... creo que «El crimen», pero la verdad es que de esto no estoy seguro. Me recreé leyéndolo en La Palabra Periódica hace dos meses.

‑¿Un artículo mío en La Palabra Periódica? ‑exclamó Raskolnikof, sorprendido‑. Ciertamente, yo escribí un artículo hace unos seis meses, que fue cuando dejé la universidad. En él hablaba de un libro que acababa de aparecer. Pero lo llevé a La Palabra Hebdomadaria y no a La Palabra Periódica.

‑Pues se publicó en La Palabra Periódica.

‑La Palabra Hebdomadaria dejó de aparecer a poco de haber entregado yo mi artículo, y por eso no pudo publicarlo...

‑Sí, pero, al desaparecer, este semanario quedó fusionado con La Palabra Periódica, y ello explica que su articulo se haya publicado en este último periódico. así, ¿no estaba usted enterado?

En efecto, Raskolnikof no sabía nada de eso.

‑Pues ha de cobrar su artículo. ¡Qué carácter tan extraordinario tiene usted! Vive tan aislado, que no se entera de nada, ni siquiera de las cosas que le interesan materialmente. Es increíble.

‑Yo tampoco sabía nada ‑exclamó Rasumikhine‑. Hoy mismo iré a la biblioteca a pedir ese periódico... ¿Dices que el articulo se publicó hace dos meses? ¿En qué día...? Bueno, ya lo encontraré... ¡No decir nada! ¡Es el colmo!

‑¿Y usted cómo se ha enterado de que el artículo era mío? lo firmé con una inicial.

‑Fue por casualidad. Conozco al redactor jefe, le vi hace poco, y como su artículo me habia interesado tanto...

‑Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal mientras cometía el crimen.

‑Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos momentos, es un enfermo. Es una tesis original, pero en verdad no es esta parte de su articulo la que me interesó especialmente, sino cierta idea que deslizaba al final. Es lamentable que se limitara usted a indicarla vaga y someramente... Si tiene usted buena memoria, se acordará de que insinuaba usted que hay seres que pueden, mejor dicho, que tienen pleno derecho a cometer toda clase de actos criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley.

Raskolnikof sonrió ante esta pérfida interpretación de su pensamiento.

‑¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia irresistible del miedo? ‑preguntó Rasumikhine, no sin cierto terror.

‑Sin esa influencia -respondió Porfirio Petrovitch‑. No se trata de eso. En el artículo que comentamos se divide a los hombres en dos clases: seres ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios. En cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser extraordinarios. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco.

‑¡Es imposible que haya dicho eso! ‑balbuceó Rasumikhine.

Raskolnikof volvió a sonreír. Habia comprendido inmediatamente la intención de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y, recordando perfectamente lo que habia dicho en su artículo, aceptó el reto.

‑No es eso exactamente lo que dije -comenzó en un tono natural y modesto‑. Confieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de pensar, no ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.

Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.

‑La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido, que los hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de actos criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante tesis no se habría podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre extraordinario tiene el derecho..., no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral..., de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la humanidad... Dice usted que esta parte de mi artículo adolece de falta de claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo que usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de Képler y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podido llegar a la humanidad sino mediante el sacrificio de una, o cien, o más vidas humanas que fueran un obstáculo para ello, Newton habría tenido el derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus descubrimientos por todo el mundo. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a asesinar a quien se le antojara o a cometer toda clase de robos. En el resto de mi artículo, si la memoria no me engaña, expongo la idea de que todos los legisladores y guías de la humanidad, empezando por los más antiguos y terminando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera; todos, hasta los más recientes, han sido criminales, ya que al promulgar nuevas leyes violaban las antiguas, que habían sido observadas fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación, y también porque esos hombres no retrocedieron ante los derramamientos de sangre (de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender las antiguas leyes), por poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.

»Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de la humanidad han hecho correr torrentes de sangre. Mi conclusión es, en una palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, criminales, en un grado variable, como es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No quieren permanecer en ella, y yo creo que no lo deben hacer.

»Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han comentado mil veces de palabra y por escrito. En cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios, admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión de las cifras que doy. Me limito a creer que el fondo de mi pensamiento es justo. Mi opinión es que los hombres pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de la misma naturaleza, en dos categorías: una inferior, la de los individuos ordinarios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres semejantes a ellos, y otra superior, la de los verdaderos hombres, que se complacen en dejar oír en su medio "palabras nuevas. Naturalmente, las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos característicos de las dos categorías son, a mi entender, bastante precisos. La primera categoría se compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obediencia, porque esta obediencia los encanta. Y a mí me parece que están obligados a obedecer, pues éste es su papel en la vida y ellos no ven nada humillante en desempeñarlo. En la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o, por lo menos, todos tienden a violarlas por todos sus medios.

»Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho de un mundo mejor. Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden permitirse obrar así; pero..., que quede esto bien claro..., teniendo en cuenta la clase e importancia de sus ideas. Sólo en este sentido hablo en mi artículo del derecho de esos hombres a cometer crímenes. (Recuerden ustedes que nuestro punto de partida ha sido una cuestión jurídica.) Por otra parte, no hay motivo para inquietarse demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los decapita o los ahorca, dicho en términos generales, con lo que cumple del modo más radical su papel conservador, en el que se mantiene hasta el día en que generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a los ajusticiados y crean un culto en torno de ellos..., dicho en términos generales. Los hombres de la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del porvenir. La primera conserva el mundo, multiplicando a la humanidad; la segunda empuja al universo para conducirlo hacia sus fines. Las dos tienen su razón de existir. En una palabra, yo creo que todos tienen los mismos derechos. Vive donc la guerre éternelle..., hasta la Nueva Jerusalén, entiéndase.

‑Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?

‑Sí ‑respondió firmemente Raskolnikof.

Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no la había apartado durante su largo discurso.

‑¿Y en Dios? ¿Cree usted...? Perdone si le parezco indiscreto.

‑Sí, creo ‑repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en Porfirio.

‑¿Y en la resurrección de Lázaro?

‑Pues... sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?

‑¿Cree usted sin reservas?

‑Sin reservas.

‑Bien, bien... La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad... Ahora, y perdone, permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre se ejecuta a esos criminales. Por el contrario, algunos...

‑Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y entonces...

‑Son ellos los que ejecutan.

‑Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde luego, su observación es muy sutil.

‑Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica especial al nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos de hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y bienintencionado, pero ¿no sería conveniente que esos hombres fueran vestidos de un modo especial o llevaran algún distintivo...? Porque suponga usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar parte de la otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus propias y felices palabras. Entonces...

‑¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la anterior en agudeza.

‑Gracias.

‑No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la primera categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les he calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia innata a la obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se encuentra incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos innovadores y suelen despreciarlos, considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo tanto, la inquietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta moralidad. A veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus propias manos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted por qué inquietarse.

‑Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordinarios? Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me negará usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy numerosos.

‑¡Oh! No se preocupe tampoco por eso -dijo Raskolnikof sin cambiar de tono‑. Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que observamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos revelará. La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe, porque debe existir, porque en esto no interviene para nada el azar.

‑¿Estáis bromeando? ‑exclamó Rasumikhine‑. ¿Os burláis el uno del otro? Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodia.

Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste rostro, y Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de amargura, consideró inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo de Porfirio.

‑Bien, querido ‑dijo el estudiante‑. Si estáis hablando en serio, quiero decirte que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que todas se parecen a las que hemos oído exponer infinidad de veces. Pero yo veo algo original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por completo, muy a pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes con plena conciencia y excusas con tanto fanatismo... Me parece que ésta es la idea principal de tu artículo: la autorización moral a matar..., la cual, por cierto, me parece mucho más terrible que la autorización oficial y legal.

‑Exacto: es mucho más terrible ‑observó Porfirio.

‑Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso es un error. Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir... Tú no puedes opinar así... Leeré tu artículo.

‑En mi artículo no hay nada de todo eso ‑dijo Raskolnikof‑. Yo me limité a comentar superficialmente la cuestión.

‑Lo cierto es ‑dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto de juez‑ que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista sobre el crimen. Pero... Perdone que le importune tanto (estoy avergonzado de molestarle de este modo). Oiga: acaba usted de tranquilizarme respecto a los casos de error, esos casos de confusión entre las dos categorías; pero... sigo sintiendo cierta inquietud al pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a destruir todos los obstáculos que encuentra en su camino..., se dirá que va a emprender una larga campaña y que para esta campaña necesita dinero... ¿Comprende...?

Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni le miró siquiera.

‑Admito ‑repuso tranquilamente‑ que esos casos deben presentarse. Los vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si son demasiado jóvenes.

‑Por eso se lo digo... ¿Y qué hay que hacer en ese caso?

Raskolnikof sonrió mordazmente.

‑¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre... Fíjese usted en éste ‑e indicó con un gesto a Rasumikhine‑. Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.

‑¿Y si se le encuentra?

‑Peor para él.

‑Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.

‑Eso no debe preocuparle.

‑Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.

‑El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del penal.

‑Así ‑dijo Rasumikhine, malhumorado‑, los hombres geniales, esos que tienen derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por haber derramado sangre humana...?

‑No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada inteligencia. Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender, una gran tristeza en este mundo ‑añadió con un aire pensativo que contrastaba con el tono de la conversación.

Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que cuando había llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron. Porfirio Petrovitch dijo:

‑Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que hacerle otra pregunta..., aunque reconozco que estoy abusando de su paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me acaba de ocurrir y que temo olvidar...

‑Bien, usted dirá ‑dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez de instrucción.

‑Pues se trata... No sé cómo explicarme... Es una idea tan extraña... De tipo psicológico, ¿sabe...? Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo menos en cierto modo, como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir «palabras nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión... ¿No es así?

‑Es muy posible ‑repuso desdeñosamente Raskolnikof.

Rasumikhine hizo un movimiento.

‑En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso..., en fin, a matar para robar?

Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual que antes.

‑Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo diría a usted ‑repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.

‑Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he hecho con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.

«¡Qué celada tan buena! ‑pensó Raskolnikof, asqueado‑. La malicia está cosida con hilo blanco.»

‑Permítame aclararle ‑dijo secamente‑ que yo no me he creído jamás un Mahoma ni un Napoleón, ni ningún otro personaje de este género, y que, en consecuencia, no puedo decirle lo que haría en el caso contrario.

‑Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un Napoleón? ‑exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono exageradamente familiar.

Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era singularmente explícito.

De súbito, Zamiotof preguntó desde su rincón:

‑¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana pasada a Alena Ivanovna?

Raskolnikof seguía mirando a Porfirio Petrovitch con firme fijeza. No dijo nada. Rasumikhine había fruncido las cejas. Desde hacía un momento sospechaba algo que le hizo mirar furiosamente a un lado y a otro. Hubo un minuto de penoso silencio. Raskolnikof se dispuso a marcharse.

‑¿Ya se va usted? ‑exclamó Porfirio Petrovitch con extrema amabilidad y tendiendo la mano al joven‑. Estoy encantado de haberle conocido. En cuanto a su petición, puede estar tranquilo. Haga usted el requerimiento por escrito tal como le he indicado. Sin embargo, sería preferible que viniera a verme a la comisaría un día de éstos..., mañana, por ejemplo. A las once estaré allí. Lo arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los últimos que visitó aquella casa ‑añadió en tono amistoso‑, tal vez pueda aclararnos algo.

‑Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? ‑preguntó rudamente Raskolnikof.

‑Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha comprendido usted. Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me han dado una serie de informes, y usted, siendo el último... ¡Ah! ¡Ahora que me acuerdo! ‑exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine‑. He estado a punto de olvidarme otra vez... El otro día no paraste de hablarme de Nikolachka. Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de que ese joven es inocente ‑se dirigía de nuevo a Raskolnikof‑. Pero ¿qué puedo hacer yo? También he tenido que molestar a Mitri. En fin, he aquí lo que quería preguntarle. Cuando usted subía la escalera..., por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no?

‑Sí, entre siete y ocho ‑repuso Raskolnikof, que inmediatamente se arrepintió de haber dado esta contestación innecesaria.

‑Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no vio usted en el segundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta..., recuerda usted..., no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno, trabajando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos...

‑¿Dos pintores? Pues no, no los vi ‑repuso Raskolnikof, fingiendo escudriñar en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se ocultaba en aquellas palabras‑. No, no los vi. Y tampoco advertí que hubiese ninguna puerta abierta... Lo que recuerdo es que en el cuarto piso ‑continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el peligro‑ había un funcionario que estaba de mudanza..., precisamente el de la puerta que está frente a la de Alena Ivanovna... Sí, lo recuerdo perfectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un sofá me arrojaron contra la pared... Pero a los pintores no recuerdo haberlos visto. Y tampoco ningún departamento con la puerta abierta... No, no había ninguna abierta.

‑Pero ¿qué significa esto? ‑dijo Rasumikhine a Porfirio, comprendiendo de súbito las intenciones del juez de instrucción‑. Los pintores trabajaban allí el día del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces estas preguntas?

‑¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! ‑exclamó Porfirio golpeándose la frente‑. Este asunto acabará volviéndome loco ‑dijo en son de excusa dirigiéndose a Raskolnikof‑. Es tan importante para nosotros saber si alguien vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted podría facilitarnos este dato. Ha sido una confusión.

‑Hay que llevar cuidado ‑gruñó Rasumikhine.

Estas palabras las pronunció el estudiante cuando ya estaban en la antesala. Porfirio Petrovitch acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta. Ambos salieron de la casa sombríos y cabizbajos y dieron algunos pasos en silencio. Raskolnikof respiró profundamente...

Plantilla:Crimen y castigo: Tercera Parte