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'''''Un intruso en el cielo


El hombre llegó como un espasmo en la niebla. Venía sólo, pero un hombre sólo siempre es motivo para el desasosiego. Nadie lo conocía y decían que tenía la voz grave como los leones pero de miel, y cicatrices por todo el cuerpo, quizá porque la vida se habría ensañado con él. Su mirada poseía la bondad del sol cuando te acaricia mansamente y en su gesto nunca hubo culebras. Nadie lo llegó a conocer a fondo porque casi siempre caminaba sólo y sus escarceos con la gente de La Axarquía tenían como la templanza de una espera. Le gustaba contemplar desde las atalayas de Sierra Tejada los pueblos que a sus faldas aparecían como gajos de uvas de un paraíso terrenal. «Algunos lo habían oído decir que había llegado a la comarca a soñar. Claro que nunca se puede fiar usted de lo que dice la tropa, que ha vivido de historias desde siempre y es amiga de contárselas en las noches de invierno de padres a hijos. Aunque ya la televisión lo impide», hablaba un testigo.
Apareció de pronto una mañana de primavera en la Sierra de Enmedio, un día que la niebla ascendía desde Nerja a espaldas de La Cueva, como si hubiera caído desde el cielo o hubiera salido de las entrañas de la roca, y ascendió por los pasadizos de la sierra y el río Higueron; y dos años después desapareció, tal como había venido, inesperadamente, en el silencio del otoño, cuando el ocre se apodera de los campos y un manto dorado lo cubre todo de una tristeza infinita. Al llegar a Canillas del Aceituno, por las estrechas y sinuosas calles que llevan a la parte alta, se detuvo y respiró. Cerca de la antigua mezquita octogonal había un barecillo que lo regentaba Anacleto Jiménez, un hombre de barba rala y boca ladeada por un coágulo. «Sí, yo lo encontré muy pálido, quizá del esfuerzo de la ascensión y, tras ponerle unas sopas de tomate y chivo al vino, me preguntó por el alquiler de una casa. Le conduje a Tía Concha, que vive a un palmo de aquí, y durante el tiempo que estuvo en Canillas vivió en una casa que le alquilaron. Desde allí miraba hacia la loma de la Maroma y observaba los tejos y los arces o el deambular de las águilas reales». «A mí me dio buena espina, qué quiere que le diga. Su trato era agradable y daba sensación de bondad», dijo Tía Concha, que estaba acostumbrada al pelaje de todo tipo de advenedizos.
El guardia civil oía una y otra vez los dispersos fragmentos de las grabaciones, que habían sido tomadas en la investigación, intentando ensartar las cuentas de una historia peregrina. No podía comprender que de pronto una persona apareciera y se perdiera su rastro después como por arte de magia. Había intentado obtener fotografías de su rostro que facilitaran las pesquisas entre las personas que conoció pero, en las que supuestamente debía aparecer, surgía una mancha en blanco como si se hubiera velada su zona de impresión.
«No sé qué ha podido suceder», decía una joven de Periana con la que había vivido un idilio. «Gustaba de ir a los Baños del Vilo y meterse durante horas en las aguas sulfurosas. Lo conocí en la fonda. Lo veía tan callado y metido en su mundo que poco a poco, llevada por la curiosidad, quise conocer a aquel hombre extraño que tanto gustaba de pasear entre los encinares y acebuches o contemplar las puestas de sol mirando hacia el Gran Lago de La Viñuela». Chelo Pertíñez era de carnes prietas y rollizas, a pesar de que la edad iba ya haciendo mella en su rostro, y poseía en sus ojos como una mentira de golondrinas, negra y volátil. «No le oculto nada especial», señor Gámez. En Periana tenían a Chelo Pertíñez por puta, pues de lejos llegaba su fama de abalanzarse sobre los desconocidos y dejarles poner el nido en la entrepierna, pero en los pueblos todavía hay una moral de badana de tocino, pringosa y montaraz. «Juan tenía cara de Bautista y los ojos en cinta, como preñados de luz. Sus labios sabían a pétalos recién cortados y sus manos acariciaban mi piel como el galán de noche nos mima el alma. Yo vivía por él, qué quiere que le diga, y estuve enamorada hasta que me llegó el soplido de que cerca de la ermita de San Antón, en Cómpeta, se contaba historias de amor con una rubia de bote a la que llamaban Magdalena, como la del cuento. Se lo eché en cara y me dijo que estaba en la tierra para amar a toda la humanidad. ¿Incluidos los tíos?, le pregunté. ¡Claro!, me respondió sin aspavientos. Tú eres un degenerado, le increpé, le di una bofetada y me fui llorando como cuando no levantaba un palmo del suelo».
El tal Juan cambiaba su nombre y personalidad a placer hasta el punto de que en el proceso de investigación aparecía con diversas identidades. La Magdalena de marras vivía en la parte alta del pueblo, en la ladera que lame la sierra de Almijara, en una casa con la fachada enjalbegada y geranios rojos. Tenía una tienda de comestibles y allí lo conoció un día que fue a comprarse algo tan poco historiado como un bocadillo, que también los soñadores tienen necesidad de alimento. La joven, que andaba ya metida en la treintena y veía que la vida se le había ido cuidando a sus hermanos menores o en la tienda, sintió un afecto caprichoso hacia aquel hombre que le hablaba tan suavemente y con la voz aterciopelada, grave pero melosa, del cuadro de Francisco Hernández que había en la iglesia de la Asunción. «Fue aquello lo que me enganchó, porque yo siempre he sido muy devota de la virgen desde pequeña. Ahora, al cabo del tiempo sé que me engatusó y, después de tener varios encuentros furtivos conmigo en los que me requería de amores, desapareció un día y todavía lo estoy buscando». «Pero, ¿qué buscaba?» «No lo sé, a mí me decía que iba buscando la aurora y la había hallado en mí. Ya ve, yo, la aurora. Ingenua de mí, pero es que la mujer necesita que le digan cosas hermosas y Andrés era una persona encantadora cuando hablaba. Vamos, tenía bastante jarabe de pico y te embelesaba sin que te dieras cuenta. No sé si realmente me quiso o todo fue agua de alberca, que cuando pasa el tiempo, si no tiene movimiento, apesta». Magdalena Diéguez hablaba con la desolación del náufrago que ha perdido la tabla de salvación a la que en otro tiempo estuvo asida y ahora andaba malograda entre las legumbres y los aguacates con la vista extraviada, soñando en el amor que pudo haber llenado su vacía existencia.
«Me habla usted de Pedro, ¿no?» «No sabría ya decirle –afirmó dubitativo Gámez- si es Pedro, Juan, Andrés o Lucas, porque este hombre emplea más seudónimos que un contrabandista, pero estamos hablando sin duda del mismo hombre aunque usted lo nombre de otro modo». «Efectivamente, debe tratarse del mismo, aunque yo siempre lo conocí con el nombre de Pedro. Por cierto, que le gustaban mucho los maimones, una sopa de pan con aceite muy buena que se estila por estos pueblos. Sí, fue en unos cantes que hubo cerca de la calle del Perdón donde lo conocí. Desde entonces no se perdía cualquier fiesta de verdiales que hiciéramos. Incluso llegó a cantar algunos palos, no tenía mala voz y tocaba el laúd con bastante soltura. Decía que se lo había enseñado su padre, que era músico. A saber, el caso es que fue ese día cuando conoció a El Gallo –dijo el comareño Agapito-, que era de aquí al lado, de Cútar. El Gallo, como Pedro, era un soñador, porque decía que su pueblo en árabe significa fuente del paraíso y, en el paraíso, que para él era su pueblo, sólo podían dedicarse a soñar. La verdad es que la buena yunta Dios los cría y ellos se juntan. Por eso, en la feria de San Roque volvieron a encontrarse y estuvieron cantando verdiales toda la noche. Desde entonces se les veía mucho juntos, tal para cual. Yo creo que, aparte del cante, El Gallo lo deslumbró con la historia de “El ave de la muerte”. Supongo que la conocerá. Cuentan los cutareños que cerca del pueblo la gente desaparecía como por arte de birlibirloque, y fue un cazador quien descubrió la causa. Al parecer la culpable había sido una mujer que se transformaba en ave cuando le venía en gana. El cazador se enamoró de ella y se fue a una cueva donde encontró los cuerpos de los desaparecidos. Ante tal horror, y pensando que él sería el próximo, le dijo a la mujer-ave que le ensañara las estrellas y la enamorada accedió. Y en un descuido sacó su puñal y le dio una cuchillada. ¿Verdad que es bonita la historia? Bueno, pues con ésta y otras lindezas pasaban el tiempo Pedro y El Gallo contándose historias». «¿Y dónde puedo encontrar a El Gallo?».«Me parece que le va a costar trabajo hablar con él. Está criando malvas... Dicen que murió en extrañas circunstancias. De todas formas, tiene algunos familiares en Benamargosa. Un hermano suyo, Alfredo, es el alcalde y taxista del pueblo; él le podrá informar. Pero tenga cuidado porque habla hasta por los codos».
Gámez fue bajando hacia el valle por el arroyo Carvajal y atravesó zonas de acederas y correhuelas. Pero, en medio de las altabacas y los juncos, aparecieron exuberantes los campos de aguacates y los limoneros que le daban una apostura de luz a un pueblo que parecía dormir la siesta sobre la colina. Preguntó en la alcaldía por Alfredo el taxista y le dijeron que estaba en la taberna de Encinas. Sin duda que, al entrar, avisado como venía por el comareño Agapito, no le cupo la menor duda que el Demóstenes de Benamargosa estaba allí en medio de una hueste de acólitos, y no por su tartamudez, que también, sino por el desparpajo con el que hilaba su discurso con todo tipo de salutaciones. Pidió una cerveza y no quiso interrumpirlo mientras hablaba. Los lugareños estaban extasiados oyendo las mil y una aventuras por todo lo largo y ancho de Europa, pues conocía todos los rincones gracias a su taxi y a que en el pasado había sido emigrante en diversos países. Cuando ya tocaba a su fin la perorata, Gámez se acercó y se presentó. «No me hable del susodicho. Nos trajo la desgracia. Mi hermano estaba todo el día con él. Mi hermano era un ingenuo que en lugar de trabajar en el campo se dedicaba como las cigarras a cantar y a ir de un lugar a otro de la comarca con ese individuo que parecía que había salido de un cuento de terror... No me gustaba ni un pelo. Me daba en la nariz desde que lo vi que nos traería la desgracia, como así fue. Es más, creo que él fue el culpable de la muerte de mi hermano». «¿Qué datos tiene para eso?», preguntó Gámez. «Ninguno. Datos ninguno. El caso es que el tal Pedro le caía muy bien a todo el mundo, menos a mí, que no me la daba con queso. Desde que llegó, mi hermano, que de por sí era soñador, comenzó a hablar de un modo raro y a decir que una persona es como un laúd, que suena al son que la toques; o que las piernas de una mujer son como la música del paraíso, qué sabría él de paraísos si estaba siempre borracho como una cuba. Bien que le pegaba al trinqui con el tal Pedro. No se puede estar todo el día con los pies a un palmo de la tierra y diciendo que hemos venido a la tierra a gozar de lo que el mundo nos ofrece. Hemos venido a la tierra a jodernos. Y ya está. Menudo memo».«¿Y de qué murió su hermano?». «Mi hermano murió de estupidez y de literatura. Le faltaba un hervor. Mi hermano no sólo tenía sabandijas en el hígado sino naranjas de la china en la conciencia. Una persona sin conciencia es como el rabo de una lagartija cuando está separada del cuerpo, que da saltos sin ton ni son en la dirección menos pensada. El tal Pedro lo llevaba por mal camino y yo se lo decía pero no me hacía caso. Me llamaba materialista, pobre ingenuo, y me insultaba llamándome político. A veces los veía pasear carretera abajo en dirección a Vélez, o se iban a pescar a La Viñuela, qué cándido. Siempre estaba con él. Yo le dije que si se había enamorado del intruso. Y él me decía que Pedro era una buena persona, que no había conocido a nadie de tan buen corazón. Claro que decía eso porque le pagaba todos los tintorros y las guarrindongas de turno. A mi hermano le gustaba más una hembra que el arroz con leche. Eran conocidos en todos los puticlubs que hay desde Nerja hasta el Rincón y hablaban de las pilindinguis con un gran desparpajo. Drogarse no se drogaban porque decían que a los soñadores no les hace falta los narcóticos, porque su sensibilidad está por encima, pero a las mujeres no les hacían ascos. Una noche incluso se presentaron con dos que se habían ligado en Arenas. Decían que estaban investigando, ya verá, mi hermano investigando, tiene su gracia, sobre El Zagal, menuda trola. Lo que estaban era buceando en las zagalas del pueblo. Fue el día de La Candelaria, se pusieron morados de castañas y aguardiente, echaron sus cantes y tocaron los formatetes. Luego se ligaron a unas de Corumbela que tenían más tiros pegados que el puente de Alcolea, y se presentaron en el pueblo llamando la atención. Eran dos trasgos, las pobres. Dos fantasmas al lado de otros dos fantasmas. Hicieron las delicias de amigos y extraños y luego se fueron unos días a Alcaucín. Después el chiquilicuatro desapareció. Mi hermano cogió unas fiebres extrañas de las que murió a resultas, eso es lo que dijo el médico. A saber si no le contagió algo el desconocido».
Gámez interrumpió la grabación del alcalde, que al final se hacía interminable y divagaba, perdido en sus elucubraciones y viajes, y encendió un cigarrillo. La investigación estaba siendo un despropósito porque no había nada hasta el momento que le diera pista alguna. Pero la voz doliente de una mujer que parecía salir de la grabación como de ultratumba lo dejó alelado. Era la última víctima antes de la desaparición. «Andrés era el diablo. ¿Usted lo ha visto alguna vez? No tenía pezuñas ni rabo pero sí unos ojos que parecían carbones ardiendo. Me poseyó como el río se adentra en el mar con un juego de palabras y brillos. Dijo que quería dejar su semilla en mí, pero su semilla era la flor del huerto de Lucifer. Yo asentí porque pensaba que era Dios, pero ahora sé que era el diablo». El llanto de la mujer se fue adentrando en la alba niebla de un sueño mientras decía que la ola negra que se veía en lontananza bandeada por las espumas se había llevado al pecado por los confines sacrílegos y rugientes de la noche.
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Revisión del 09:08 3 may 2009

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           El hombre llegó como un espasmo en la niebla. Venía sólo, pero un hombre sólo siempre es motivo para el desasosiego. Nadie lo conocía y decían que tenía la voz grave como los leones pero de miel, y cicatrices por todo el cuerpo, quizá porque la vida se habría ensañado con él. Su mirada poseía la bondad del sol cuando te acaricia mansamente y en su gesto nunca hubo culebras. Nadie lo llegó a conocer a fondo porque casi siempre caminaba sólo y sus escarceos con la gente de La Axarquía tenían como la templanza de una espera. Le gustaba contemplar desde las atalayas de Sierra Tejada los pueblos que a sus faldas aparecían como gajos de uvas de un paraíso terrenal. «Algunos lo habían oído decir que había llegado a la comarca a soñar. Claro que nunca se puede fiar usted de lo que dice la tropa, que ha vivido de historias desde siempre y es amiga de contárselas en las noches de invierno de padres a hijos. Aunque ya la televisión lo impide», hablaba un testigo. 
         Apareció de pronto una mañana de primavera en la Sierra de Enmedio, un día que la niebla ascendía desde Nerja a espaldas de La Cueva, como si hubiera caído desde el cielo o hubiera salido de las entrañas de la roca, y ascendió por los pasadizos de la sierra y el río Higueron; y dos años después desapareció, tal como había venido, inesperadamente, en el silencio del otoño, cuando el ocre se apodera de los campos y un manto dorado lo cubre todo de una tristeza infinita. Al llegar a Canillas del Aceituno, por las estrechas y sinuosas calles que llevan a la parte alta, se detuvo y respiró. Cerca de la antigua mezquita octogonal había un barecillo que lo regentaba Anacleto Jiménez, un hombre de barba rala y boca ladeada por un coágulo. «Sí, yo lo encontré muy pálido, quizá del esfuerzo de la ascensión y, tras ponerle unas sopas de tomate y chivo al vino, me preguntó por el alquiler de una casa. Le conduje a Tía Concha, que vive a un palmo de aquí, y durante el tiempo que estuvo en Canillas vivió en una casa que le alquilaron. Desde allí miraba hacia la loma de la Maroma y observaba los tejos y los arces o el deambular de las águilas reales». «A mí me dio buena espina, qué quiere que le diga. Su trato era agradable y daba sensación de bondad», dijo Tía Concha, que estaba acostumbrada al pelaje de todo tipo de advenedizos. 
     El guardia civil oía una y otra vez los dispersos fragmentos de las grabaciones, que habían sido tomadas en la investigación, intentando ensartar las cuentas de una historia peregrina. No podía comprender que de pronto una persona apareciera y se perdiera su rastro después como por arte de magia. Había intentado obtener fotografías de su rostro que facilitaran las pesquisas entre las personas que conoció pero, en las que supuestamente debía aparecer, surgía una mancha en blanco como si se hubiera velada su zona de impresión.
      «No sé qué ha podido suceder», decía una joven de Periana con la que había vivido un idilio. «Gustaba de ir a los Baños del Vilo y meterse durante horas en las aguas sulfurosas. Lo conocí en la fonda. Lo veía tan callado y metido en su mundo que poco a poco, llevada por la curiosidad, quise conocer a aquel hombre extraño que tanto gustaba de pasear entre los encinares y acebuches o contemplar las puestas de sol mirando hacia el Gran Lago de La Viñuela». Chelo Pertíñez era de carnes prietas y rollizas, a pesar de que la edad iba ya haciendo mella en su rostro, y poseía en sus ojos como una mentira de golondrinas, negra y volátil. «No le oculto nada especial», señor Gámez. En Periana tenían a Chelo Pertíñez por puta, pues de lejos llegaba su fama de abalanzarse sobre los desconocidos y dejarles poner el nido en la entrepierna, pero en los pueblos todavía hay una moral de badana de tocino, pringosa y montaraz. «Juan tenía cara de Bautista y los ojos en cinta, como preñados de luz. Sus labios sabían a pétalos recién cortados y sus manos acariciaban mi piel como el galán de noche nos mima el alma. Yo vivía por él, qué quiere que le diga, y estuve enamorada hasta que me llegó el soplido de que cerca de la ermita de San Antón, en Cómpeta, se contaba historias de amor con una rubia de bote a la que llamaban Magdalena, como la del cuento. Se lo eché en cara y me dijo que estaba en la tierra para amar a toda la humanidad. ¿Incluidos los tíos?, le pregunté. ¡Claro!, me respondió sin aspavientos. Tú eres un degenerado, le increpé, le di una bofetada y me fui llorando como cuando no levantaba un palmo del suelo».
      El tal Juan cambiaba su nombre y personalidad a placer hasta el punto de que en el proceso de investigación aparecía con diversas identidades. La Magdalena de marras vivía en la parte alta del pueblo, en la ladera que lame la sierra de Almijara, en una casa con la fachada enjalbegada y geranios rojos. Tenía una tienda de comestibles y allí lo conoció un día que fue a comprarse algo tan poco historiado como un bocadillo, que también los soñadores tienen necesidad de alimento. La joven, que andaba ya metida en la treintena y veía que la vida se le había ido cuidando a sus hermanos menores o en la tienda, sintió un afecto caprichoso hacia aquel hombre que le hablaba tan suavemente y con la voz aterciopelada, grave pero melosa, del cuadro de Francisco Hernández que había en la iglesia de la Asunción. «Fue aquello lo que me enganchó, porque yo siempre he sido muy devota de la virgen desde pequeña. Ahora, al cabo del tiempo sé que me engatusó y, después de tener varios encuentros furtivos conmigo en los que me requería de amores, desapareció un día y todavía lo estoy buscando». «Pero, ¿qué buscaba?» «No lo sé, a mí me decía que iba buscando la aurora y la había hallado en mí. Ya ve, yo, la aurora. Ingenua de mí, pero es que la mujer necesita que le digan cosas hermosas y Andrés era una persona encantadora cuando hablaba. Vamos, tenía bastante jarabe de pico y te embelesaba sin que te dieras cuenta. No sé si realmente me quiso o todo fue agua de alberca, que cuando pasa el tiempo, si no tiene movimiento, apesta». Magdalena Diéguez hablaba con la desolación del náufrago que ha perdido la tabla de salvación a la que en otro tiempo estuvo asida y ahora andaba malograda entre las legumbres y los aguacates con la vista extraviada, soñando en el amor que pudo haber llenado su vacía existencia. 
       «Me habla usted de Pedro, ¿no?» «No sabría ya decirle –afirmó dubitativo Gámez- si es Pedro, Juan, Andrés o Lucas, porque este hombre emplea más seudónimos que un contrabandista, pero estamos hablando sin duda del mismo hombre aunque usted lo nombre de otro modo». «Efectivamente, debe tratarse del mismo, aunque yo siempre lo conocí con el nombre de Pedro. Por cierto, que le gustaban mucho los maimones, una sopa de pan con aceite muy buena que se estila por estos pueblos. Sí, fue en unos cantes que hubo cerca de la calle del Perdón donde lo conocí. Desde entonces no se perdía cualquier fiesta de verdiales que hiciéramos. Incluso llegó a cantar algunos palos, no tenía mala voz y tocaba el laúd con bastante soltura. Decía que se lo había enseñado su padre, que era músico. A saber, el caso es que fue ese día cuando conoció a El Gallo –dijo el comareño Agapito-, que era de aquí al lado, de Cútar. El Gallo, como Pedro, era un soñador, porque decía que su pueblo en árabe significa fuente del paraíso y, en el paraíso, que para él era su pueblo, sólo podían dedicarse a soñar. La verdad es que la buena yunta Dios los cría y ellos se juntan. Por eso, en la feria de San Roque volvieron a encontrarse y estuvieron cantando verdiales toda la noche. Desde entonces se les veía mucho juntos, tal para cual. Yo creo que, aparte del cante, El Gallo lo deslumbró con la historia de “El ave de la muerte”. Supongo que la conocerá. Cuentan los cutareños que cerca del pueblo la gente desaparecía como por arte de birlibirloque, y fue un cazador quien descubrió la causa. Al parecer la culpable había sido una mujer que se transformaba en ave cuando le venía en gana. El cazador se enamoró de ella y se fue a una cueva donde encontró los cuerpos de los desaparecidos. Ante tal horror, y pensando que él sería el próximo, le dijo a la mujer-ave que le ensañara las estrellas y la enamorada accedió. Y en un descuido sacó su puñal y le dio una cuchillada. ¿Verdad que es bonita la historia? Bueno, pues con ésta y otras lindezas pasaban el tiempo Pedro y El Gallo contándose historias». «¿Y dónde puedo encontrar a El Gallo?».«Me parece que le va a costar trabajo hablar con él. Está criando malvas... Dicen que murió en extrañas circunstancias. De todas formas, tiene algunos familiares en Benamargosa. Un hermano suyo, Alfredo, es el alcalde y taxista del pueblo; él le podrá informar. Pero tenga cuidado porque habla hasta por los codos».
      Gámez fue bajando hacia el valle por el arroyo Carvajal y atravesó zonas de acederas y correhuelas. Pero, en medio de las altabacas y los juncos, aparecieron exuberantes los campos de aguacates y los limoneros que le daban una apostura de luz a un pueblo que parecía dormir la siesta sobre la colina. Preguntó en la alcaldía por Alfredo el taxista y le dijeron que estaba en la taberna de Encinas. Sin duda que, al entrar, avisado como venía por el comareño Agapito, no le cupo la menor duda que el Demóstenes de Benamargosa estaba allí en medio de una hueste de acólitos, y no por su tartamudez, que también, sino por el desparpajo con el que hilaba su discurso con todo tipo de salutaciones. Pidió una cerveza y no quiso interrumpirlo mientras hablaba. Los lugareños estaban extasiados oyendo las mil y una aventuras por todo lo largo y ancho de Europa, pues conocía todos los rincones gracias a su taxi y a que en el pasado había sido emigrante en diversos países. Cuando ya tocaba a su fin la perorata, Gámez se acercó y se presentó. «No me hable del susodicho. Nos trajo la desgracia. Mi hermano estaba todo el día con él. Mi hermano era un ingenuo que en lugar de trabajar en el campo se dedicaba como las cigarras a cantar y a ir de un lugar a otro de la comarca con ese individuo que parecía que había salido de un cuento de terror... No me gustaba ni un pelo. Me daba en la nariz desde que lo vi que nos traería la desgracia, como así fue. Es más, creo que él fue el culpable de la muerte de mi hermano». «¿Qué datos tiene para eso?», preguntó Gámez. «Ninguno. Datos ninguno. El caso es que el tal Pedro le caía muy bien a todo el mundo, menos a mí, que no me la daba con queso. Desde que llegó, mi hermano, que de por sí era soñador, comenzó a hablar de un modo raro y a decir que una persona es como un laúd, que suena al son que la toques; o que las piernas de una mujer son como la música del paraíso, qué sabría él de paraísos si estaba siempre borracho como una cuba. Bien que le pegaba al trinqui con el tal Pedro. No se puede estar todo el día con los pies a un palmo de la tierra y diciendo que hemos venido a la tierra a gozar de lo que el mundo nos ofrece. Hemos venido a la tierra a jodernos. Y ya está. Menudo memo».«¿Y de qué murió su hermano?». «Mi hermano murió de estupidez y de literatura. Le faltaba un hervor. Mi hermano no sólo tenía sabandijas en el hígado sino naranjas de la china en la conciencia. Una persona sin conciencia es como el rabo de una lagartija cuando está separada del cuerpo, que da saltos sin ton ni son en la dirección menos pensada. El tal Pedro lo llevaba por mal camino y yo se lo decía pero no me hacía caso. Me llamaba materialista, pobre ingenuo,  y me insultaba llamándome político. A veces los veía pasear carretera abajo  en dirección a Vélez, o se iban a pescar a La Viñuela, qué cándido. Siempre estaba con él. Yo le dije que si se había enamorado del intruso. Y él me decía que Pedro era una buena persona, que no había conocido a nadie de tan buen corazón. Claro que decía eso porque le pagaba todos los tintorros y las guarrindongas de turno. A mi hermano le gustaba más una hembra que el arroz con leche. Eran conocidos en todos los puticlubs que hay desde Nerja hasta el Rincón y hablaban de las pilindinguis con un gran desparpajo. Drogarse no se drogaban porque decían que a los soñadores no les hace falta los narcóticos, porque su sensibilidad está por encima, pero a las mujeres no les hacían ascos. Una noche incluso se presentaron con dos que se habían ligado en Arenas. Decían que estaban investigando, ya verá, mi hermano investigando, tiene su gracia, sobre El Zagal, menuda trola. Lo que estaban era buceando en las zagalas del pueblo. Fue el día de La Candelaria, se pusieron morados de castañas y aguardiente, echaron sus cantes y tocaron los formatetes. Luego se ligaron a unas de Corumbela que tenían más tiros pegados que el puente de Alcolea, y se presentaron en el pueblo llamando la atención. Eran dos trasgos, las pobres. Dos fantasmas al lado de otros dos fantasmas. Hicieron las delicias de amigos y extraños y luego se fueron unos días a Alcaucín. Después el chiquilicuatro desapareció. Mi hermano cogió unas fiebres extrañas de las que murió a resultas, eso es lo que dijo el médico. A saber si no le contagió algo el desconocido».
      Gámez interrumpió la grabación del alcalde, que al final se hacía interminable y divagaba, perdido en sus elucubraciones y viajes, y encendió un cigarrillo. La investigación estaba siendo un despropósito porque no había nada hasta el momento que le diera pista alguna. Pero la voz doliente de una mujer que parecía salir de la grabación como de ultratumba lo dejó alelado. Era la última víctima antes de la desaparición. «Andrés era el diablo. ¿Usted lo ha visto alguna vez? No tenía pezuñas ni rabo pero sí unos ojos que parecían carbones ardiendo. Me poseyó como el río se adentra en el mar con un juego de palabras y brillos. Dijo que quería dejar su semilla en mí, pero su semilla era la flor del huerto de Lucifer. Yo asentí porque pensaba que era Dios, pero ahora sé que era el diablo». El llanto de la mujer se fue adentrando en la alba niebla de un sueño mientras decía que la ola negra que se veía en lontananza bandeada por las espumas se había llevado al pecado por los confines sacrílegos y rugientes de la noche. 

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