Diferencia entre revisiones de «El tulipán negro/Capítulo VI»

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A partir de aquel momento, en lugar de una preocupación, Boxtel tuvo un temor. Lo que da vigor y nobleza a los esfuerzos del cuerpo y del espíritu, el cultivo de una idea favorita, lo perdió Boxtel rumiando todo el daño que iba a causarle la acción del vecino.

Van Baerle, como pueden imaginarse, desde el momento en que aplicó a esa idea la perfecta inteligencia con que la Naturaleza le había dotado, consiguió obtener los más bellos tulipanes. Mejor que los que se hallaban en Haarlem y en Leiden, ciudades que ofrecen los mejores terrenos y los climas más sanos, Cornelius consiguió variar los colores, modelar las formas, multiplicar las especies.

Pertenecía a aquella escuela ingeniosa y sencilla que tomó por divisa, desde el siglo XVII, este aforismo desarrollado en 1653 por uno de sus adeptos:

«Despreciar las flores es ofender a Dios.»

Premisa con la que la escuela tulipanera, la más exclusivista, enunció en 1653 el siguiente silogismo:

«Despreciar las flores es ofender a Dios.»

«Cuanto más bella es la flor, más al despreciarla se ofende a Dios.»
«El tulipán es la más bella de todas las flores.»

«Por lo tanto, quien desprecia al tulipán ofende desmesuradamente a Dios.»

Razonamiento con ayuda del cual, según se ve con mala voluntad, los cuatro o cinco mil tulipaneros de Holanda, de Francia y de Portugal, no hablemos ya de los de Ceilán, de India y China, hubieran puesto al Universo fuera de la ley, y declarados cismáticos, heréticos y dignos de muerte a varios centenares de millones de hombres indiferentes al tulipán.

No cabe la menor duda que, por una causa semejante, Boxtel, aunque enemigo mortal de Van Baerle, hubiera marchado bajo la misma bandera que aquél.

Así pues, Van Baerle obtuvo numerosos éxitos que le dieron cierta fama, y Boxtel desapareció para siempre de la lista de los tulipaneros notables de Holanda, y la tulipanería de Dordrecht fue representada por Cornelius van Baerle, el modesto e inofensivo sabio.

Así, de la más humilde rama, el injerto hizo brotar los vástagos más orgullosos, como el escaramujo de cuatro pétalos incoloros dio origen a la rosa gigantesca y perfumada. Así las casas reales han nacido a veces en la choza de un leñador o en la cabaña de un pescador.

Van Baerle, entregado por entero a sus trabajos de semillero, de plantador, de cosechero, mimado por toda la tulipanería de Europa, ni siquiera sospechó que a su lado hubiera un desgraciado destronado, y que él era el usurpador. Continuó sus experimentos, y por consiguiente sus victorias, y en dos años cubrió sus plantabandas de especies tan maravillosas que puede decirse que nadie, excepto tal vez Shakespeare y Rubens, había creado tanto después de Dios.

Con tal motivo, era preciso ver a Boxtel durante ese tiempo para darse uno una idea de un condenado olvidado por Dante. Mientras Van Baerle escarbaba, abonaba, humedecía sus platabandas, mientras arrodillado sobre los taludes de césped, analizaba cada nervio del tulipán en floración y meditaba sobre las modificaciones que se podían hacer, las combinaciones de color que podían ensayarse, Boxtel, oculto tras un pequeño sicomoro que había plantado a lo largo del muro y que le hacía de pantalla, seguía, con los ojos dilatados, la boca espumante, cada paso, cada gesto de su vecino, y, cuando creía verle alegre, cuando sorprendía una sonrisa en sus labios, un destello de felicidad en sus ojos, entonces le enviaba tantas maldiciones, tantas furiosas amenazas, que no puede concebirse cómo esos alientos emponzoñados de envidia y de cólera no se filtraban en los tallos de las flores para llevarles los principios de decadencia y los gérmenes de muerte.

Una vez el mal adueñado de un alma humana, hace en ella tan rápidos progresos, que pronto Boxtel no se conformó con ver a Van Baerle, y quiso ver también sus flores: en el fondo era un artista, y la obra de arte de un rival tan calificado le atenazaba y corroía el corazón.

Compró un telescopio con ayuda del cual, tan bien como al mismo rival, pudo seguir cada evolución de la flor, desde el momento en que saca, el primer año, su pálida yema fuera de la tierra, hasta que, después de haber cumplido su período de cinco años, redondea su noble y gracioso cilindro sobre el que aparece el incierto matiz de su color y se desarrollan los pétalos de la flor, que solamente entonces revela los tesoros secretos de su cáliz.

¡Oh, cuántas veces el desgraciado celoso, inclinado sobre su escala, percibió en las platabandas de Van Baerle tulipanes que le cegaban por su belleza, le sofocaban por su perfección!

Entonces, después del período de admiración que no podía vencer, sufría la fiebre de la envidia, ese mal que roe el pecho y que transforma el corazón en una miríada de pequeñas serpientes que se devoran la una a la otra, fuente infame de horribles dolores.

Cuántas veces en medio de sus torturas, de las que ninguna descripción podría dar una idea, Boxtel estuvo tentado de saltar por la noche al jardín, destrozar las plantas, devorar las cebollas con los dientes, y sacrificar a su cólera al mismo propietario si se atrevía a defender sus tulipanes.

¡Pero matar un tulipán, a los ojos de un verdadero horticultor, es un crimen tan espantoso! Matar a un hombre, puede ser excusable.

Sin embargo, gracias a los progresos que realizaba todos los días Van Baerle en la ciencia que parecía adivinar por instinto, Boxtel llegó a tal paroxismo de furor que pensó tirar piedras y palos en los parterres de tulipanes de su vecino.

Pero como reflexionó que al día siguiente, a la vista del destrozo, Van Baerle se informaría, que se comprobaría entonces que la calle estaba lejana, que las piedras y los palos no caen del cielo en el siglo XVII como en los tiempos de los amalecitas, que el autor del crimen, aunque hubiera operado por la noche, sería descubierto y no solamente castigado por la ley, sino también deshonrado para siempre a los ojos de la Europa tulipanera, Boxtel aguzó el odio por la astucia y resolvió emplear un medio que no le comprometiera.

Una noche, ató dos gatos, cada uno por una pata trasera con un bramante de tres metros de longitud, y los lanzó desde lo alto del muro, en medio de la platabanda maestra, de la platabanda magnífica, de la platabanda real, que no solamente contenía el Corneille de Witt, sino también el Babançonne, blanco de leche, púrpura y rojo; el Marbrée, de Rotre, gris amarillo, rojo y encarnado brillante; y el Merveille, de Haarlem; el tulipán Colombin obscur y Colombin clair terni.

Los asustados animales, cayendo de lo alto al pie del muro, rodaron primero sobre la platabanda, intentando huir cada uno por su lado, hasta que el hilo que los retenía juntos quedó tenso; pero entonces, sintiendo la imposibilidad de ir más lejos, vagaron inciertos con espantosos maullidos, segando con su cuerda las flores en medio de las cuales se debatieron hasta que, por último, después de un cuarto de hora de lucha encarnizada, habiendo conseguido romper el hilo que los unía, desaparecieron.

Boxtel, oculto detrás de su sicomoro, no veía nada a causa de la oscuridad de la noche; pero a juzgar por los maullidos rabiosos de los dos gatos, lo suponía todo, y su corazón, aliviado de la hiel, se hinchaba de alegría.

El deseo de asegurarse del destrozo cometido era tan grande en el corazón de Boxtel, que se quedó hasta el alba para juzgar por sus propios ojos del estado en que la lucha de los dos gatos por la libertad había dejado las platabandas de su vecino.

Estaba helado por la neblina de la madrugada, pero no sentía el frío: la esperanza de su venganza le mantenía caliente.

El dolor de su rival iba a pagarle todas sus penas.

A los primeros rayos del sol, la puerta de la casa blanca se abrió, apareció Van Baerle y se acercó a sus platabandas, sonriendo como un hombre que ha pasado la noche en su lecho, teniendo buenos sueños.

De repente, percibió los surcos y los montículos en aquel terreno la víspera más liso que un espejo; enseguida, percibió las filas simétricas de sus tulipanes, desordenadas como quedan las picas de un batallón en medio del cual hubiera caído una bomba.

Acudió muy pálido.

Boxtel se estremecía de alegría. Quince o veinte tulipanes yacían desgarrados, destrozados, los unos curvados, los otros completamente rotos y ya descoloridos; la savia corría de sus heridas; la savia, esa sangre preciosa que Van Baerle hubiera querido rescatar al precio de la suya.

Pero, ¡oh sorpresa!, ¡oh alegría de Van Baerle!, ¡oh dolor inexpresable de Boxtel! Ninguno de los cuatro tulipanes amenazados por el atentado de aquél había sido alcanzado. Alzaban orgullosamente sus nobles cabezas por encima de los cadáveres de sus compañeros. Esto era bastante para consolar a Van Baerle, bastante para hacer reventar de disgusto al asesino, que se arrancaba los cabellos a la vista de su crimen cometido inútilmente.

Van Baerle, mientras deploraba la desgracia que acababa de golpearle, desgracia que, por lo demás, por la providencia de Dios, era menos grande de lo que hubiera podido ser, no pudo adivinar la causa de la misma. Se informó solamente y supo que toda la noche había sido turbada por maullidos terribles. Por lo demás, reconoció el paso de los gatos por el rastro dejado por sus garras, por el pelo que había en el campo de batalla y en el cual las gotas indiferentes del rocío temblaban como lo hacían al lado, sobre las hojas de una flor rota, y para evitar que desgracia semejante se reprodujera en el porvenir, ordenó que un muchacho jardinero se acostara todas las noches en el jardín, en una caseta, al lado de las platabandas.

Boxtel oyó dar la orden. Vio alzarse la caseta en el mismo día, y muy feliz por no haber sido considerado como sospechoso del estropicio y más animado que nunca contra el feliz horticultor, esperó mejores ocasiones.

Fue hacia aquella época cuando la sociedad tulipanera de Haarlem propuso un premio para el descubrimiento, no nos atrevemos a decir para la fabricación, del gran tulipán negro y sin mácula, problema no resuelto y considerado como insoluble, si se considera que en aquella época ni siquiera existía la especie de color pardo en la Naturaleza.

Lo que hacía decir a todos, que los fundadores del premio hubieran podido ofrecer dos millones en lugar de las cien mil libras, dado que la cosa resultaba imposible.

El mundo tulipanero, sin embargo, no se quedó menos emocionado por la posibilidad de su realización.

Algunos aficionados acogieron la idea, pero sin creer en su aplicación; tal es el poder imaginativo de los horticultores que, aun considerando su especulación como fallida por adelantado, no pensaron al principio más que en este gran tulipán negro reputado quiméricamente como el cisne negro de Horacio, y como el mirlo blanco de la tradición francesa.

Van Baerle fue uno de los tulipaneros que acogieron la idea; Boxtel fue de los que pensaron en la especulación. Desde el momento en que Van Baerle tuvo incrustada esta tarea en su perspicaz e ingeniosa cabeza, comenzó lentamente las siembras y las operaciones necesarias para llevar del rojo al pardo, y del pardo al marrón oscuro, los tulipanes que había cultivado hasta entonces.

A partir del año siguiente, obtuvo especies de un pardo perfecto, y Boxtel los percibió en su platabanda, cuando él no había encontrado todavía más que el castaño claro.

Tal vez resultaría interesante explicar a los lectores las bellas teorías que tienden a demostrar que el tulipán toma sus colores de los elementos; tal vez nos agradaría establecer que nada es imposible para el horticultor que pone a contribución, con su paciencia y su genio, el fuego del sol, el candor del agua, los jugos de la tierra y los soplos del aire. Pero éste no es un tratado del tulipán en general; es la historia de un tulipán en particular lo que hemos resuelto escribir; nos ceñiremos a él por atrayentes que sean los incentivos del sujeto yuxtapuesto al que nos proponemos.

Boxtel, una vez más vencido por la superioridad de su enemigo, se aburrió del cultivo y, medio loco, se dedicó por entero a la observación.

La casa de su rival era una claraboya, jardín abierto al sol, cuartos vidriados penetrables a la vista, casilleros, armarios, botes y etiquetas en los cuales el telescopio se sumergía fácilmente; Boxtel dejó pudrirse las cebollas en sus camas, secar los capullos en sus cajas, morir los tulipanes en sus platabandas, y, desde entonces, concentrando su vida en su vista, no se ocupó más que de lo que ocurría en casa de Van Baerle: respiró por el tallo de sus tulipanes, apagó su sed con el agua que les echaban, y se sació con la tierra blanda y fina que espolvoreaba el vecino sobre sus queridas cebollas.

Pero lo más curioso del trabajo no se operaba en el jardín.

Sonaba una hora, la una de la noche, y Van Baerle subía a su laboratorio, en el cuarto vidriado donde el telescopio de Boxtel penetraba también, y allí, cuando las luces del sabio sucediendo a los rayos del día iluminaban paredes y ventanas, Boxtel veía funcionar el genio inventivo de su rival.

Le contemplaba escoger sus granos, regándolos con sustancias destinadas a modificarlos o a colorearlos. Lo adivinaba, cuando calentando algunos de aquellos granos, humedeciéndolos luego, combinándolos después con otros en una especie de injerto, operación minuciosa y maravillosamente realizada, encerraba en las tinieblas los que debían dar el color negro, exponía al sol o a la lámpara los que debían dar el color rojo, miraba en el eterno reflejo del agua los que debían proporcionar el color blanco, cándida representación hermética del elemento húmedo.

Esta magia inocente, fruto del sueño infantil y del genio viril conjuntamente, ese trabajo paciente, eterno, del que Boxtel se reconocía incapaz, vertía en el telescopio del envidioso toda su vida, todo su pensamiento, toda su esperanza.

¡Cosa extraña! Tanto interés y el amor propio del arte no había apagado en Isaac la feroz envidia, la sed de venganza. Algunas veces, teniendo a Van Baerle bajo su telescopio, se hacía la ilusión que lo apuntaba con un mosquete infalible, y buscaba con el dedo el gatillo para soltar el disparo que debía matarlo; pero ya es tiempo de que volvamos de aquella época de los trabajos de uno y del espionaje del otro a la visita que Corneille de Witt, Ruart de Pulten, acababa de hacer a su ciudad natal.

Capítulo VI