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ANTONIO DOMÍNGUEZ HIDALGO


La Cien...
y
Otras
Cosmogonías





CUENTOS
DE
LO FUTURO PASADO



PRIMERA EDICION 1970.






LA TIERRA


EN los comienzos todo era la nada...
Sólo existía el vacío infinito. No había galaxias ni estrellas ni planetas. No se miraba la luz ni se sentían los vientos ni el silencio se escuchaba. No había tierra prometida ni mares encerrados. No había selvas humilladas ni llanuras afligidas. No había flores comediantes ni serpientes detractadas ni águilas caídas.
No había hombre ni mujer. No había fruto de los vientres. Ni tormentos ni miserias ni cadenas ni soberbias. No había lágrimas. Aún no surgía ningún sistema ni leyes desdobladas. Ni se inventaban los infiernos ni las promesas de los cielos. No había grey ni pastores ni jefe ni ma-nada. No había engaño ni desprecio ni prebendas ni desgracias. Ni abusos ni tristezas ni nostalgias. Tampoco esperanzas, ilusiones, sonrisas o palabras. No había labios ni miradas. No había cuerpos abrazados. No había sombras olvidadas ni recuerdos frecuentados ni caricias evitadas. Ni temor. No brillaban los puños en su furia de columnas ni la sangre teñía los calendarios. No había junios ni había octubres. No había inviernos doloridos ni orgía de primaveras. No se aullaban las glorias fabricadas ni los pretextos para hacer esclavitudes. No se hallaban ciudades subterráneas ni caminos adaptados ni au-tomóviles vencidos ni barcos confundidos ni aviones ultrajados ni astronaves extraviadas...
Todo era la nada.
Mas el soplo vital de la energía se encontraba latente en el espacio...
Y la energía dijo sin decir: “Háganse los elementos”. Y cien elementos brotaron entre la oscuridad sin fin. Luego surgirían otros...
Y la energía continuó sin vocablos: “Divídanse en moléculas”. Y cada elemento se dividió en moléculas que se desparramaron con sus cuerpos microscópicos a través del universo naciente.
Y en la noche de los milenios, los millones de partículas creadas, por obra y gracia de la potencia energética, se atrajeron. Y la noche de la nada se convirtió en el primer día de amor.
Y he allá que los seres inorgánicos nacidos, activaron la energía; y los grandes fueron absorbiendo a los pequeños hasta convertirse en gigantescas e informes masas que comenzaron a chocar entre sí, enloquecidas. Sus cuerpos ardientes explotaban en el cosmos y al impacto de los encuentros, el escándalo ígneo engendró el sonido y se produjo la luz y el color.
Y la paz original se destrozó en desorden espectacular de luces, colores y sonidos. Y el caos reinó. Mas por obra y gracia de la energía, después de los siglos de los siglos, las fuerzas de atracción se equilibraron y la armonía surgió en el universo sin límites.
Y nacieron las galaxias; y las estrellas y los planetas; y los satélites.
El segundo día de amor había concluido.
Y la energía comenzó a regir en el cosmos. Y el todo fue perfecto. Los seres inorgánicos flotaron simétricamente en los espacios. No había uno solo que estuviera fijo, pendiente, inmóvil. Cada uno, acompasado, se trasladaba por el infinito hasta regresar al sitio de su partida para reiniciar el curso de su viaje orbital.
Mas la energía no se conformó con aquello. Era espléndido, sí, pero faltaba algo más. Entonces, aprovechando las diferencias individuales de algunos planetas del Universo, hábilmente flechó, en los elegidos de entre millones, a una molécula de oxígeno y a dos de hidrógeno, y enamoradas se fundieron la pasión en un nuevo ser.
Y el agua creció y fue corriente y fue torrente y cascada. Y colmó los huecos de los planetas elegidos y formó océanos y mares y ríos y arro-yos y lagos y lagunas y manantiales.
Pero los seleccionados cuerpos inertes aún ardían y como si hubieran deseado no admitirla, la evaporaban y vuelta nubes ascendía, aunque ella, rebelde, antes de irse al infinito, se procuraba la frialdad de las alturas y refrescada, regresaba convertida en amorosa lluvia de amor. Pronto los planetas electos se acostumbraron a sus caricias, a sus ibasivenías, y la aceptaron.
Poco a poco las elevadas temperaturas fueron descendiendo al mismo tiempo que acababa el panorama vaporoso que rodeaba a los planetas elegidos. Y los astros selectos se fueron opacando y su materia les sonrió a las aguas. Y las estrellas alrededor de las que giraban en los más diversos, distintos y alejados rincones del cosmos, les proporcionaron el calor que ya no tenían. Y el espíritu de la energía flotó sonriente entre las aguas.
Así acabó el tercer día de la creación, el tercero de los trabajos, el tercer día de amor.
Y sumergiéndose en las aguas de aquellos pla-netas la energía reunió amantemente, sin promesas, silenciosa, a cuatro de los cien primeros elementos y los besó. Y por obra y gracia de un beso nacieron las prístinas células. Y la energía dijo sin decir: “Multiplíquense. Reprodúzcanse”. Y de sus primitivos seres orgánicos, a través de milenios, se construyeron las primarias especies acuáticas. Luego la energía siguió diciendo sin decir: “Tendrán necesidad de reponerme cuan-do me gasten. Yo estaré siempre en todas partes y los nutriré hasta que agotados se transformen en otros seres, o retornen a mí para ayudar a quienes haga falta en este movimiento eterno que hoy llamo vida.”
Así, concluyó el cuarto día de amor.
Y los seres acuáticos quedaron divididos en móviles y en inmóviles. Y aunque la energía era igual para ambos, tal parecía que los móviles resultaban más ayudados. La energía los hacía más libres, en tanto que los inmóviles habían quedado esclavizados a la carne de los plane-tas.
La energía continuó entonces; aún sin palabras: “Los que tienen movimiento serán superiores a los que no lo tienen y éstos servirán de alimento a los primeros.
Los inmóviles no protestaron, sabían desde aquel principio que eran útiles. Serían la base de los móviles. Fomentarían la existencia de los libres. Y los móviles reconocieron que necesitar-ían por siempre de los inmóviles.
Y animales y vegetales vivieron amándose los unos a los otros. Así terminó la energía su quin-to día de amor.
Los vegetales crecieron y las ondas los sacaron de las aguas y ante su inmovilidad, el viento los ayudó a extenderse por las superficies. Y de un común origen se transformaron en múltiples va-riantes. Y los animales también descubrieron las afueras del mundo acuático. Y unos se quedaron en las aguas y otros salieron de ellas. Algunos se habituaron a estar a veces dentro y a veces fuera. Y hubo animales acuáticos y ani-males de la superficie y animales de dos vidas. Y cada una de esas especies, por obra y gracia de la energía, poblaron los planetas y se multi-plicaron de tal manera que, según el ambiente en el cual se iban desarrollando, fueron adquiriendo características diversas.
Algunos pudieron volar y otros correr sobre las superficies de los planetas. Mas tan enorme había sido el desenvolvimiento alcanzado de la creación realizada por la energía, que la propia energía no sabía ya lo que había hecho. Enton-ces fue cuando cansada, fatigada, casi a punto de perder el control sobre sus creaturas, selec-cionó a un grupo especial de aquellos animales que corrían en las superficies de ciertos plane-tas, que caminaban en dos patas, que subían a los árboles, que se metían en las aguas y deci-dió entregarles lo que a ninguno había entrega-do con tanta intensidad: Su propia capacidad creadora.
Y la energía dijo; todavía sin palabras: “Surja el animal supremo dotado de mí misma, seme-jante a mi imagen. Hágase la mente e impere sobre mi creación. Obsérvela, experiméntela, compruébela, clasifíquela, conózcala, domínela y perfecciónela.
Que no le engañe lo que no ve; que no le mien-ta lo que no oye; que no crea en imaginaciones que le fomenten, sino que reflexione en las ver-dades que le ocultan, en los intereses que per-siguen, en las conveniencias que defienden, en los egoísmos que disfrazan. Que no oculte la verdad tras la mentira, pues yo seré la verdad eternamente. La única verdad, la única belleza, el único bien. Yo seré quien los hará libres.”
Y la energía continuó: “Y que la mente modele lo que hoy la fatiga me impide: Que construya las ciencias, las artes, la moral. Y las ciencias me encuentren. Y las artes me transformen. Y la moral me fomente. Y llámenme los científicos, ENERGIA. Y llámenme los artistas, BELLEZA. Y llámenme los filósofos, AMOR.
Y la energía se introdujo en los animales selec-cionados de los planetas escogidos entre millo-nes del Universo. Y aunque muy distantes unos animales de otros, comenzaron sus propias creaciones.
Así acabó el sexto día de amor.
Después, satisfecha la energía de sus labores, regresó a su latencia antigua y se ocultó en la materia para descansar durante el séptimo día. Ahora podría dormitar y reponerse. Tenía ayu-dantes que proseguirían la obra y éstos la des-pertarían cuando llegara el octavo día con el fin de continuar, entonces juntos, los trabajos y los días de amor.
Desde aquellos milenios, en uno de los plane-tas selectos, tercero de un sistema solar, brota-ron los animales seleccionados y con el tiempo se auto nombraron Humanos y se reprodujeron y se multiplicaron y fueron cumpliendo la misión confiada.
Y los Humanos llamaron a su planeta: La Tierra, pero ésta, al ir conociéndolos, a mitad del séptimo día, tuvo miedo de que se prolongara a un demasiado tarde, porque los Humanos se estaban separando de la tarea común a otros seres elegidos del Universo.



LA PEQUEÑA HISTORIA
DEL
EXTRAÑO PEQUEÑITO


DECÍAN que era un enano, pero no sospecha-ban siquiera que...
Desde su llegada a la ciudad las mayorías cu-rioseaban la pequeñez de su figura y se admira-ban de sus proporciones liliputienses. Se veía tan gracioso. Tan simpático. Hasta los niños habían pregonado entre brincos y sonrisas los defectos del hombrecillo: “¡Miren al enanito! ¡Ahí va! ¡Qué manecitas! ¡Qué cabecita! ¡Qué cuer-pecito!”.
Nadie sabía de dónde había venido. Les causa-ba extrañeza que hubiera podido llegar cami-nando. El poblado más cercano a la urbe se en-contraba a cien kilómetros y era increíble que un ser como aquél, tan insignificante, hubiera reco-rrido tal distancia que para el tamaño de sus pa-sos habría constituido una inmensa y fatigante jornada.
Era muy pequeño, inconcebiblemente pequeño, como jamás cerebro humano pudiera haber imaginado: cinco centímetros de altura cuando más. Muchas veces habían estado a punto de aplastarlo y si no hubiera sido por una habilidad saltarina que lo adornaba, ni un día hubiera du-rado en la ciudad. El peligro constante lo ame-nazaba. Cuando no eran los transeúntes, eran las llantas de los automóviles. Hasta los ratones quisieron una vez devorarlo...
Más que un hombre, parecía una invención de juguetería, y esto divertía tanto a los superiores en estatura, que por ello, la Academia de inves-tigaciones científicas decidió recogerlo para su protección y estudio.
Se indagó su procedencia; se le preguntó que de dónde venía; pero él, con una voz casi im-perceptible, respondió en otro idioma, descono-cido en formas y contenido por los investigado-res. Entonces comenzó a sospecharse que ven-ía quizá de otro mundo. Y todos se colmaron de sorpresas y de inquietudes. Debían averiguar la clase de lengua que hablaba y que no acomo-daba a las clasificaciones lingüísticas conoci-das: Ni monosilábica ni aglutinante ni sintética ni analítica. Era un lenguaje desconocido para los hombres. Sin embargo, tenía un cierto matiz de ecos, de lejanías o de presagios...
Los científicos no salían ni de su asombro ni de sus dudas y por tanto, la confusión iba en au-mento debido a la casi inescuchable voz del pe-queñito. Parecía en ocasiones como si protesta-ra o prorrumpiera en amenazas, y en otras, co-mo si gimiera o llorara por su suerte. Era incom-prensible.
Y el hombrecito se colocó de un momento a otro como la principal atracción científica y turística de la ciudad. Su fama llegó hasta el extranjero y de allá vinieron cientos de viajantes tan sólo pa-ra conocerlo. Y entre interjecciones políglotas nadie dejaba de sorprenderse por las formas ex-traordinarias de aquel minúsculo ser. Todos es-taban de acuerdo en catalogarlo como la más grande maravilla de los siglos.
Pronto el gobierno vislumbró la riqueza que en-cerraba la explotación del extraño pequeñito y decidió instalarlo con gran lujo y boato, entre elegantes decoraciones, en un local apropiado para su exhibición. El éxito económico no se dejó esperar. Fluían riquezas increíbles por con-cepto de derechos de entrada y como el Estado no pagaba impuestos, no había pérdidas ni défi-cit.
Colas interminables, como enredaderas vivien-tes, se extendían por toda la ciudad y eran inte-gradas por personas de los más variados luga-res del orbe en espera de poder conocer al in-sólito personaje. Y como en clase objetiva de antropología, desfilaban los más diversos repre-sentantes de los pueblos del mundo. Ninguno había dicho no a tan interesante viaje. Se hab-ían organizado excursiones magníficas cuya atracción principal era el conocimiento del ex-traño pequeñito. Y los afortunados se veían allí formando las caudas sin fin, sin distinción de credos ni de razas ni de colores ni de dineros, porque quienes habían podido efectuar un pa-seo que se cotizaba tan caro, eran indudable-mente ricos. Lo único que los diferenciaba, eran sus vestimentas, llevadas en usanzas particula-res, como para adquirir, aunque fuera así, ras-gos personales.
Y he aquí que, de improviso, la ciudad, antes maquinística, fabril, comercial, abandonó tales labores para dedicarse exclusivamente a la in-dustria turística: Restaurantes por todas partes, a cual más lujoso; centros de diversión que pre-sentaban las variedades más exóticas y atracti-vas e inmensas tiendas de artesanías, en las cuales no faltaba la reproducción exacta, así lo decían en su publicidad, del extraño pequeñito...
El negocio era prodigioso. La abundancia corría a raudales entre los antiguos pobres y sufridos habitantes de la ciudad. Los millonarios del mundo entero dejaban toneladas de dólares en ella y los pretéritos miserables se habían trans-formado en potentados. Una verdadera metrópo-li se levantaba en donde hasta hacía poco, sólo pobrezas escondían sus harapos de siglos. En verdad, habían sabido aprovechar la insignifi-cancia del hombrecillo para explotarlo: ¡Qué él trabajara por ellos y... ellos que cobraran por él! ¡Al fin que ni entendía... ni comprendía! Con tan sólo la comida le bastaba... ¡Y para lo que co-mía!
Sin embargo, a pesar de los placeres moneta-rios, los estudios de los científicos no cesaban en sus intentos por lograr saber el origen del pequeñito. Una serie de experimentos, en los ra-tos en los cuales no estaba sometido a exhibi-ción, realizaban acuciosos los investigadores. Combinaciones químicas le eran inyectadas pa-ra saber sus reacciones y precisar los desnive-les de su conducta. Y a cada tentativa, el hom-brecito solamente gritaba como siempre, con su voz incomprensible, palabras ignoradas...
...pero sucedió que un día, cuando la urbe re-ventaba de turistas y era una eclosión de alegr-ías, los científicos se dieron cuenta de que co-menzaba a crecer... A crecer... Y de inmediato divulgaron las nuevas. Fue un suceso inespera-do. Individuos que ya habían venido a conocer-lo, regresaron para enterarse y presenciar los cambios misteriosos. Jamás se habían visto re-unidos a tantos personajes de la banca, de la al-ta sociedad y de la aún muy bien conservada aristocracia. Nadie presentía siquiera que...
Un grito de espanto cundió por la ciudad. El ex-traño pequeñito durante la noche posterior a la noticia había aumentado lentamente de tamaño hasta erigirse extraordinario, ciclópeo, más alto que todos los hombres poderosos del mundo juntos. De su insignificancia emergía pujante, altivo, soberbio con quienes se habían divertido a su costa y lo habían escarnecido y explotado. Había crecido inmensidades. Tal vez a fuerza de tanto experimento realizado en su lacerado cuerpo habían activado sus glándulas reprimi-das y en crecimiento formidable se innovaba pa-ra convertirse en un gigante cuya mirada presa-giaba venganzas. Y con una voz estruendosa, ante la presencia despavorida de los privilegia-dos que lo contemplaban, profirió en su idioma desconocido palabras imponentes, cuya poten-cia revelaba ira, burla, odio, liberación...
Las multitudes corrieron atropellándose entre sí e inundando calles con su griterío. Espantadas. Agitadas. Y el gigantesco hombre, provisto de una aterrante hermosura, avanzó aplastándolas.
El escándalo pánico de las muchedumbres enjoyadas conmovía los silencios de la atmósfera y los ruidos de la feria de antaño. Rostros pusilánimes. Voces desgarradas. Perdones implorados. Misericordias lacrimarias. Pero todo era inútil, el extraño pequeñito, transmutado en gigante, como volcán en erupción, destruía a sus opresores...



EL DÍA QUE CAMBIARON
LAS ESTACIONES
DEL AÑO


AQUELLA primera vez los Urbanianos se hab-ían enterado por medio de las ondas electro-magnéticas que llegaban a su Magna Estación Radio Televisora Tridimensional de lo que acon-tecía en el planeta llamado por sus habitantes Tierra y de inmediato habían puesto a funcionar las Electroadivinográficas para fijar predicciones y establecer contactos con otras galaxias del in-finito con el propósito de saber hasta qué grado de intensidad llegaría el peligro del fenómeno nuclear que se aproximaba en las salvajes zo-nas terrestres y poder evitar así, perjuicios en la vida de otros mundos.
Hasta entonces se había respetado el acuerdo 5555 del Gran Ministro Acústico Yanó que con-sistía en ciertos párrafos redactados hacía más de cien mil siglos y que establecían “no molestar para nada a los terrícolas. Dejen que continúen sus labores creadoras, mientras no se convier-tan en negativas.” Sin embargo, ahora se hacía indispensable la intervención. La guerra a punto de explotar por culpa de la bestialidad de los humanos ambiciosos, no sólo podría acabar con los planetas del sistema solar, sino que provo-caría una serie de fenómenos extraterrestres capaces de convertir al Universo en un caos, como en los comienzos.
En un oleaje gaseoso, la fuerza producida por la explosión a la que iba a ser conducida la Tierra, sacaría de sus órbitas acostumbradas a los de-más astros y produciría choques entre ellos, cu-yos impactos reanudarían con mayor potencia el vértigo galáctico y despertada la energía, ésta sería capaz de destruir a todos los sistemas planetarios existentes.
Así que por ello, determinaron producir la anti-gua estrategia utilizada en otros planetas cada vez que sus habitantes imperfectos llegaban a tal punto de impertinencia, y que consistía en al-terar los climas por medio de máquinas inventa-das para esos momentos.
Sin que se dieran cuenta, los hombres serían reducidos por los fenómenos provocados y la sobre población humana, a causa de tanta mor-tandad, resultaría descendida. Tal vez en algún siglo alcanzarían el ascenso total y armónico, aunque los Urbanianos dudaban mucho de ese optimismo. Conocían muy bien a los Humanos. Siempre los habían estado estudiando y com-prendían sus insuperables defectos. Mas, con-firmaban en los Cónclaves Galácticos, mientras los Urbanianos existamos, se evitará cualquier catástrofe suscitada por los de la Tierra. Además, continuaban, como justificándose de su crimen natural, nada malo harían, porque su labor, aunque destructora, lo era de un bien inferior para conservar uno auténticamente supremo. En eso consistía la única manera para sostener la calma universal.
En tanto, sin saber nada de aquellos planes, los terrestres aguardaban el estallido belicoso con suma indiferencia. Ya para qué se preocu-paban. La angustia cotidiana parecía haberse vuelto costumbre y el temor al desastre se había convertido hasta en hábito.
Acaso por eso nadie se había conmovido al en-terarse de la proximidad del siniestro guerrero. Al contrario, con tanta frecuencia lo habían anunciado que no llamaba más la atención. Hasta parecía que les urgía de una vez por todas las buenas, morir. Por tanto, vivían días de treinta y seis horas. Disfrutaban y agonizaban en los placeres. Orgías inacabables se sucedían por las semanas de las semanas. Músicas electrónicas destajaban los oídos y la sensualidad de los individuos se acrecentaba con la mayor variedad de inyectables, bebibles o fumables. Mejor era perecer de placer que de dolor, muchos concluían.
Y niños y hombres; y ancianos y niñas; y muje-res y jóvenes; y animales y robotes, todos vivían las últimas horas del mundo. Lo que importaba nada más era el goce, la adoración de los senti-dos.
Y entre luces de variados colores, las sombras se interponían para acrecentar el acabóse sen-sorial.
Sabían que la guerra nuclear acabaría sin pre-texto alguno con la vida; que el esfuerzo acumulado de siglos por civilizaciones, quedaría derruido al golpe de la destrucción inteligente y que nada subsistiría en la hora final. Los rostros no vislumbraban más en sus miradas el antiguo miedo; una aceptación de la realidad era lo úni-co que reflejaban y el deseo... conformados con el destino próximo, sin tentativas para evitar la ruina.
Por eso, cuando aquella mañana se enteraron de la declaración destructora, no había causado el impacto que debía producir tal situación ame-nazante. La guerra total comenzaría en cuanto terminara el invierno, quizá con la finalidad de poder planificar con mayor precisión tanto los medios de ataque como los de defensa, ya que con las tormentas de nieve que estaban azotan-do inexplicablemente ambos hemisferios terríco-las, en verdad era imposible tratar de matar a gusto tras la victoria aguardada por cada uno de los bandos contrarios. Era una verdadera paz fría. De ahí que lo conveniente, así lo habían concluido, sería esperar la llegada de una pri-mavera...
Sin embargo, a lo inesperado, aquel día co-menzó a sentirse un poco acogedor calor de in-fierno. Los termómetros explotaron; los océanos parecieron alcanzar el punto máximo de la ebu-llición y la sed, una lacerante sed, iba consu-miendo a los Humanos. Muchos gritaron su te-rror al sol que cálido se veía derrumbarse sobre ellos como una flamígera serpiente de fuego. La tierra había perdido el equilibrio, suponían, y se aproximaba a su estrella vorágine. Todo se quemaba, la lumbre brotaba de los suelos y ciu-dades completas se incendiaban. Morían en las llagas de la ira solar. Hombres y mujeres lacera-dos se arrastraban agónicos a la búsqueda de sombra y frescura. Nadie resistía. Muchedum-bres estrujadas se aglomeraban incinerándose. Y el calor en creciente espantosa... Para nadie había piedad: niños, ancianos, todos formaban la terrible hoguera. ¡Castigo de Dios! ¡Castigo! En alaridos espeluznantes gritaban mientras sus ojos desorbitados se deshacían entre las llamas.
Luego de algunos días de calcinaciones, sin presentirlo siquiera, la temperatura comenzó a descender. Ya multitudes habían muerto y sus cenizas se extendían por las llanuras humean-tes, mas las que aún quedaban como por mila-gro, fueron calmando sus asfixias. Y la alegría de la fragancia recién nacida, las avivó. Prome-tieron cambiar. Ser buenos. Y se ayudaron...
Poco a poco el cielo se halló cubierto de maci-zos nubarrones. Y los humanos bendijeron. Jamás volverían a destruirse. Y comenzó a llo-ver y a llover y a llover, a llover si cesar. Y la llu-via se fue acrecentando con furia de venganza, de odio. Los océanos reacumularon sus líquidos evaporados e invadieron las playas. Las presas se desbordaron y arrastraron en ríos nacientes a quienes se oponían a su caudal. Era el diluvio renovado.
Ningún hombre ni mujer se explicaba aquellos fenómenos. Ni los sabios ni los ignorantes. La-boratorios enteros habían desaparecido, y fábri-cas, y carreteras, y monumentos. La destrucción era plena. Total.
Primero había sido aquel infierno de veranos, luego los torrentes y ahora el frío que se perpe-tuaba. Poco había ya de la civilización humana. Los escasos que subsistían, se encontraban desamparados en las cumbres de las montañas más altas, alejados del mar inmenso que aho-gaba a la tierra. Y aunque imploraban piedad, nadie se las daba, porque estaban solos, tan so-los como en los inicios de su vida.
Desnudos y moribundos de hambre, los sobrevi-vientes deambularon en las zonas no alcanza-das por los huracanes, como siluetas, tamba-leándose, espectrales, acabando. Apenas si unos cuantos Humanos se hallaban a salvo, distribuidos en grupos pequeños, separados por cordilleras, por continentes, por océanos.
Cuando los Urbanianos contemplaron en sus grandes pantallas videográficas los resultados de su intervención, se asombraron de su triunfo. “Por poco y se nos pasa la mano.” Comentaban jocosamente algunos. “Sin embargo, no hubié-ramos destruido gran cosa. La tranquilidad del Universo vale más que la de unos insignificantes animalillos presuntuosos. Equivocación de la energía creadora en grave distorsión por dejarles tanto libre albedrío, cuando no lo han sabido usar.” Y oprimiendo otros botones, provocaron terremotos que devoraron los restos de las antiguas ciudades. “No hay que permitir que los humanitos encuentren lo que fue su ayer”. Prosiguieron. Y sonriendo vieron en el aparato las imágenes de hombres y mujeres aterrados, solitarios. Luego hicieron llegar la calma del fin con el presagio leve de un nuevo principio. Y continuaron son-riendo...
Desde entonces, después de seis ciclos obser-vados y en los cuales se había repetido casi exactamente los mismos fenómenos de la imperfección humana, con semejantes resultados, los Urbanianos decidieron controlar a los terrícolas. Ahora, dirigidos muy bien por Urbania, levantarían la nueva fase de su vida. No comenzarían nómadas ni caminarían desnudos por la tierra a la búsqueda de sus paraísos perdidos. Tampoco se refugiarían en cuevas ni esperarían a que generaciones nuevas redescubrieran las agriculturas y otros progresos. Todo sería controlado. Esos humanos no podían ser dejados solos, la bestialidad aún los dominaba y podría ser su-mamente peligroso que continuaran en libertad. No sabían ser libres. Les faltaba perfección. Por eso, desde la última vez en que cambiaron las estaciones del año, Siglo XXI de la Era D. G. C., (Después de la Gran Cretinada) los Urbanianos se propusieron enseñarles a vivir.



EL ZOMBI
DEL OJO MORADO


CYY59, HTG20 y HRR78 lo habían notado, pero se hacían los que no se daban cuenta. Durante mucho tiempo, casi cien años, lo habían venido observando. En sus veintisiete siglos de vida habían aprendido a distinguir las irregularidades de su coterráneos y como Supremos Capataces, se encontraban obligados a descubrir las cau-sas de aquel fenómeno.
Desde el instante en que la Tierra había sido conquistada por los Urbanianos en el año dos mil de la séptima era, debido a la poca fortaleza de los terrícolas, exterminada casi en guerras y destrucciones constantes, crímenes y corrup-ción, los habían convertido a todos en autóma-tas que sólo obedecían las instrucciones envia-das desde la estrella Urbania, centro de un sis-tema planetario muy lejano del terrestre, pero próximo, gracias a los adelantos increíbles de esa civilización de seres de fuego.
Los quinientos mil años luz que separaban a la Tierra, de la estrella Urbania, eran avanzados en siete segundos por las ondas CTV, capaces de trasladar, desintegrados para tal propósito, a quienes deseaban viajar al primitivo planeta, cu-yos graciosos paisajes y rústicas ciudades, casi todas destruidos vejestorios, les divertían como nadie. Sólo bastaba que los futuros viajantes Urbanianos tomaran una especie de píldora pa-ra que quedaran reducidos a simplísimas molé-culas y formando parte de las ondas menciona-das, emprendieran el simpático paseo.
Desde que los habitantes de la estrella Urbania habían decidido intervenir en los asuntos terres-tres para evitar una catástrofe universal por la inteligencia constantemente mal usada de los hombres y promovieron, gracias a su potenciali-dad técnica, un desajuste en los climas terríco-las que cambiaron bruscamente las estaciones durante seis períodos y retrasaron, por tanto, el progreso humano que a punto estaba de des-truirlos y los habían regresado a sus primeros estados de cavernarios, aunque sin cuevas en el último, el planeta de los hombres había vivido en paz.
Nada perturbaba la tranquilidad de los campos, ni de las aldeas. La capacidad de pensar era controlada desde entonces por máquinas invisi-bles manejadas desde Urbania. Cualquier alte-ración que revelara un pensamiento contrario a lo predispuesto por la civilización conquistadora, de inmediato era descubierta y localizada se co-rregía, eso sí, sin llegar nunca a castigar, a quien sufría tal avería. El Vigía Máximo siempre se encontraba al pendiente de que esto jamás se descuidara. Así lo había prometido en su ju-ramento de Gran Cuidador, al asumir el cargo.
De tal manera, la mente humana era supervisa-da, que sólo se le permitía activarse en pensa-mientos de trabajo y de creación; de belleza y de bondad. Los terrícolas vivían sumergidos en un extraordinario mundo de zómbica paz.
Mas cabe aclarar que, la justicia lo reclama, los Urbanianos habían ganado en los Cónclaves Galácticos de la Unión Universal, durante mu-chos milenios, el primer lugar por promover la convivencia pacífica entre los seres del cosmos. La conquista de la Tierra que ellos habían reali-zado, sólo había tenido como principal objetivo, no la explotación, sino la salvación de una es-pecie, que aunque bastante primitiva y detesta-ble, en relación con las demás especies superiores del universo, merecía salvarse por ser una muestra, escasísima, de la imperfec-ción.
Hasta esos momentos, el peligro que entraña-ban los humanos por sus tendencias a las manifestaciones negativas, había sido contrarrestado por medio de control mental. Allá en Urbania, la oficina de esquemas y recuentos marchaba sin contratiempos en tal operación. Todo iba caminando a la vera del éxito. Las gráficas que se miraban aparecer y desaparecer entre las luces de colores diversos y zumbidos electrónicos, marcaban día con día el transcurso de la vida de cada habitante terrestre. La estadística lassérica no fallaba. En cuanto las coordenadas variaban su sentido, era señal de que algo andaba mal.
Sin embargo, CYY59, HTG20 y HRR 78 habían notado algo que ni las propias máquinas de Ur-bania señalaban. La mirada de todos los zombis humanos, llena de dulzura, de tiernas muestras de compresión, de tranquilidad, contrastaba ásperamente con la de uno de tantos. Uno de sus ojos se había puesto morado y los capata-ces, que no maltrataban, sin que sólo vigilaban, cual eficientes funcionarios del Vigía Máximo, se habían dado cuenta de ello, mas si no lo habían denunciado, era porque creían que probablemente aquello se debía a un hecho circunstancial y sin importancia.
La primera vez que lo habían notado, después de hacer los mutuos comentarios interiores y ex-teriores, no le dieron sumo valor, pero luego, cuando principiaron a ver cómo cerraba un ojo para dormir, mientras el otro permanecía abierto, como custodiando, sintieron dudas extrañas y por ello decidieron vigilarlo más de cerca.
Para esto, tomaron las pastillas Nomevé que, como su obvia fórmula lo indica, les proporcio-narían invisibilidad cuando quisieran no ser vis-tos y de tal manera preparados, se dedicaron a vigilar los pasos de aquel zombi cuyo ojo les causaba tanta curiosidad con el fin de descubrir si existía un misterio encerrado en la coloración de aquella mirada.
Tarde con tarde lo seguían, pero sus detectives-cos impulsos se veían frustrados al no descubrir algo siquiera que les planteara un hallazgo dig-no de ser tomado en cuenta y enviado a Urbania para su estudio.
CYY59, HTG20 y HRR78, eran de los únicos humanos que habían sido seleccionados por la ultra civilización para darles el rango de Capa-taces Zómbicos, pues veían en ellos a los esca-sos representantes humanos con posibilidades de perfección. Ahora, tenían la oportunidad de demostrar sus cualidades y no iban a cesar en esto que sospechaban era el inicio de una des-conocida probabilidad. Además, ellos querían viajar a Urbania, pues desde hacía dos mil sete-cientos años, su existencia, les había atraído tal viaje, pero la co-misión en la que estaban res-ponsabilizados, se los había impedido. Y ésta era la ocasión aprovechable en pos de satisfa-cer sus deseos de conocer y no querían perder-la. Tal premio se hallaba seguro.
Mas a pesar de su extraño fenómeno, el zombi del ojo morado parecía presentar una vida tan normal como todos los suyos y esto daba mu-cho que enfurecer a CYY59, a HTG20 y a HRR78, puesto que de tal manera se iba aproximando el fracaso de sus aspiraciones para ser dignos de la recompensa que ambicionaban.
Y si ni las máquinas previsoras anunciaban cambios o alteraciones en la conducta del amo-ratado. Lógico era pensar que sus desvelos por descubrir el inicio de algo que se adivinaba im-portantísimo, se frustrarían.
Sin embargo, sin que nada pudiera pronosticar-lo, cierta mañana el zombi del ojo morado se en-frentó altaneramente a los capataces que que-daron con la vista cuadriculada ante aquello in-sólito. Cuál no sería la sorpresa de los guardia-nes cuando lo vieron hablar con arrogancia in-sospechada y que insinuaba en sonrisilla des-pectiva, desobediencia y rebeldía. Ellos trataron de apaciguarlo, pero la potente mirada morada del zombi que parecía despedir rayos de desco-nocido origen, los detuvo en su represión y casi los inmovilizó. Ellos intentaron correr hasta el cuartel general de capataces para enviar el avi-so de alarma a Urbania, pero la mirada del ojo morado los dominó y destruyó las máquinas ins-taladas en aquel sitio para semejantes ocasio-nes.
Los capataces vieron acercarse al zombi del ojo morado con un terror inaudito, pues pensaban que la bestialidad humana había sido recupera-da por aquel ser y los destruiría. ¡Qué otra sor-presa más intensa habrían recibido algún día que la de verse amenazados con la muerte, ellos que eran eternos! Pero el zombi sólo se les acercó para decirles que no intentaran nada más en perjuicio de los terrícolas, porque gra-cias a aquel azaroso fenómeno había surgido un medio de salvación para la esclavitud a la que se encontraban sometidos. Y él ayudaría a liberarlos. Y con sólo tocarlos, los dejó convertidos en estatuas de marfil vivientes que miraban y percibían todo lo que acontecía a su rededor, pero inhabilitados en sus movimientos.
Con grande habilidad política, el zombi del ojo morado llamó a través de los Magna voces Te-lepáticos a los autómatas humanos del lugar, quienes acudieron de inmediato a la señal en-viada. Reunidos en la plaza principal de la aldea gritó enérgicamente que había llegado el mo-mento de la liberación y les incitó a esforzarse para conseguirla. Irían en manifestación a exigir sus derechos de autonomía, crearían premedi-tadamente dísticos de protesta, fabricarían man-tas y carteles con palabrotas liberadoras, harían plantones en las macetas de las plazas y hasta lo más novedosamente imposible, pero la multi-tud zómbica parecía vestida de inconmovilidad, como si nada le importara a su alienada satis-facción.
Apenas había dicho esto, cuando surgieron de donde menos era imaginable, cien robotes en-mascarados, armados de extraños aparatos an-timotines, dispuestos a propósito para dominar posibles rebeliones. Entonces los zombis sí se asustaron, pero más, cuando vieron emerger de la tierra, como saliendo entre bocas imprevistas, varios tanques de acero aluminado en color ver-de pasto, listos para hacer fuego.
Los zombis temblaron al pensar en las temidas operaciones que realizaban en sus cuerpos con el fin de corregir los errores que los habían inci-tado a la rebelión. No obstante su inmovilizado pánico, pues ninguno emprendía la huída, en cuanto vieron que el zombi del ojo morado con sólo fijar la coloración de su vista entre los re-presores los iba convirtiendo en estatuas amora-tadas, se sorprendieron y por vez primera, sus rostros imperturbables y sus miradas perdidas, adquirieron una expresión de alegría y dieron la impresión de que sonreirían, sin embargo aque-llo se convirtió, antes de hacerse pleno, en una mueca de dolor cuando comprendieron que para ser libres había sido necesario destruir. Y sin saber por qué comenzaron, después de tan-tos siglos de no haberlo hecho, a llorar, mientras el zombi del ojo morado, concentrando su poder mental en la mirada, los vio fijamente y la multi-tud zómbica fue tomando el color de su libera-dor. De inmediato reaccionaron como si desper-taran de un largo sueño y sus movimientos co-menzaron a tornarse ágiles. Miraron extrañados a su rededor. Observaron. Penetraron en las cosas. Y pudieron hablar con fluidez, y oír, y ser ellos mismos, desenajenados. Y entre comenta-rios diversos, iniciaron un bullicio sin fin.
En eso se encontraban, cuando un nimbo roji-zo, venido de los cielos, cegante de luminosi-dad, se ubicó al centro de la plaza y envolvió al zombi del ojo morado: -¡Lo han apresado!- Grita-ron los humanizados. -¡Defendámoslo!- Mas sin que pudieran hacer algo, vieron cómo el salvador ascendía rodeado de luz hasta per-derse en las alturas. Muchos se habían enfurecido: -¡Mueran los Urbanianos!- Gritaban.-¡Abajo la represión! ¡Váyanse por donde vinieron! ¡Regresen a su planeta!- Y mano-teaban.
En tal conmoción transcurrieron dos días de pro-testa y maldiciones, pero al tercero, un zumbido espectacular los hizo caer al silencio y asom-brados, vieron descender al zombi raptado, quien sonreía y abría amoroso los brazos en cruz, mientras los antiguos zombis se pas-maban contemplándolo, admirados poderosa-mente ante el cambio. Ahora el ojo normal del zombi, antes claro y brillante, había adoptado también la coloración de su par compañero y el rostro del amoratado parecía adornarse con un extraño antifaz morado.
Su salvador había vuelto y bendecía a la multi-tud que no dejaba de mirarlo sorprendida, mas cuando sintió la fijación de tantos rostros en su ser, fue desapareciéndole el antifaz y quedó al descubierto.
Las miradas moradas se reconocieron en él, identificaron aquel cuerpo con su propio cuerpo, aquel ser con su propio ser y sin dar tiempo a nada, el misterioso se fue desintegrando hasta desaparecer. Los humanizados entendieron mucho de lo incomprendido y se sintieron libres, libres otra vez.
Cuando todos se repusieron de la sorpresa, se dieron cuenta que la coloración había aumen-tando en cada uno de los ojos, y estupefactos se hallaban, cuando una voz los hizo volver a su realidad. El Ministro Central de los Urbanianos les hablaba con energía convincente a través de las ondas fonoatmosféricas que aumentaban los sonidos de manera impresionante.
Todos los humanitos escucharon envueltos en temor y desconfianza.(-Otra vez bajo el domi-nio.) Pensaron. Otra vez sin alguien que los sal-vara. Otra vez atados a la esclavitud de los in-vasores, de los explotadores, de los represores; y los calabozos, y las cadenas, y las operaciones cerebrales lavatorias. Y con la vista en los sue-los ninguno osaba levantar la cabeza, como para evitar ver la amenaza del castigo.
Entonces, el Ministro Central se hizo visible e imponente, en su vestuario ceremonial de oro, rodeado por extrañas escenografías, iluminado en cambiantes coloridos por reflectores no dis-tinguibles a simple vista, ordenó al ejército que iniciaba nebulosamente su aparición armado de cruces con rayos LASSER, que atacara a los rebeldes.
Mas los humanizados, de modo extraño, no sin-tieron temor alguno, por lo contrario, como nun-ca antes, fueron irguiendo el rostro calmada-mente, cual si aceptaran resignados el retorno a la esclavitud, pero al chocar la mirada morada, un poco triste, aunque serena, inconmovible, de los antiguos zombis con los Urbanianos, éstos gimieron con desesperación, doloridos. No lo-graban avanzar. No podían moverse. Parecía que los zombis ya no les temían ni creían más en aquella escenificación. No los impresionaban ni su boato ni sus armas ni sus misterios ni sus castigos ni sus promesas ni sus palabras ni sus hechos. Habían dejado de creer en ellos y en sus literaturas sacras. Y el Ministro Central de los Urbanianos se estremeció desolado. Y su ejército fue quedando convertido en estatuas moradas. Al poco tiempo, los Urbanianos fueron desapareciendo como habían llegado.
Los humanizados se sorprendieron ante aquel suceso y al comprender el por qué de su liber-tad, recordaron al zombi del ojo morado y le agradecieron su sacrificio por redimir a la huma-nidad. Nuevamente tenían el poder y tal parecía que ahora nadie se los podría quitar. Enormes palacios y bellos monumentos fueron erigidos para rememorarlo siempre y obedecer los nue-vos mandamientos de su innovada libertad.




LA CIEN


LA cuenta atrás había comenzado. En unos momentos, la nave perfecta emprendería el vue-lo que la conduciría más allá del último planeta del sistema solar. Por fin se explorarían las re-giones aún misteriosas para los habitantes de la Tierra y se descorrerían velos que ocultaban quizá, verdades inimaginables, inimaginadas.
Desde el momento de su proyecto, la Cien había sido considerada como el experimento más importante en quinientos años D. U. ( Des-pués de los Urbanianos), ya que los noventa y nueve ensayos anteriores se resumirían en él. Tantos desaciertos juntos, sin duda iban a contribuir para que el número cien fuera por fin un éxito. Sin embargo, muchos no descartaron la probabilidad de que tan ambicioso se presentaba tal plan, que a lo peor, sería imposible su realización.
Por eso es que los sobrantes terrícolas, deses-perados y ansiosos, que todavía vivían en el planeta sin poder emigrar a otro, debido a la prohibición de quienes habitaban los demás del sistema solar, por el temor a la sobrepoblación y sus consecuencias desastrosas, no cabían de gusto y a la vez de preocupación por si fallaba la experiencia próxima.
Ya desde el siglo XX, A. U. (Antes de los Urba-nianos), los científicos habían advertido que la Tierra iba a llegar en pocos decenios más a un estado de esterilidad que los elementos para la vida humana cesarían, e inclusive para todo tipo de existencia, incluso la robótica.
No obstante la amenaza, los humanos continuaron en sus sabrosas labores de reproducción con tanta satisfacción y placer que, sin darse cuenta, de un año a otro, los nuevos habitantes que se originaban sobrepasaron todos los cálculos previstos por los Estadiscólogos y las consecuencias no se dejaron esperar.
Por más que los Gobernantes Unidos habían lanzado exhortaciones, discursos, mensajes, cartelones, programas televisados, promociones y otras campañas en donde se avisaba de las complicaciones futuras, si los individuos de uno y otro sexos no calmaban su furor recreacional, nadie hacía caso. Como nada tenían más que hacer en el trabajo común, pues la gama de ro-botes domésticos todo lo efectuaba, ninguno medía consecuencias a la sexoactividad: aún era un estupendo placer natural sin costo ni im-puestos. Además como las computadoras no se encontraban programadas para ello, no había sustitutos mejores en calidad orgasmática.
Así, la Tierra se sobrepobló de tal manera que la amenaza de muerte por inanición hizo patente su presencia. Por otro lado, como la ciencia Me-dicaméntica había avanzado notablemente, los niños recién nacidos se conservaban tan en su paraíso como en el vientre materno, sin sufrir ninguna enfermedad que pusiera en desequili-brio su existencia. Los traumas del nacimiento y del destete formaban parte únicamente de los archivos de psicoanalistas, psiquiatras y reclu-sorios.
Las partículas Nutritiviales habían permitido a los nacientes terricolitas sobrevivir en las etapas más peligrosas de la infancia, por tanto, la mor-tandad infantil se había reducido a cero y de ca-da neonato se hallaba asegurado un neoadulto.
No obstante, estos avances de nada servían, pues la Tierra estaba agotando sus elementos químicos para la elaboración de alimentos es-peciales y la comida a compresión no alcanza-ba. Era imposible alimentar a más de cien mil centillones de centillones. Tanta era la pobla-ción que ni las computadoras futurizadoras lo-graban predecir con certeza el número exacto. Baste sólo con decir que tan apretujados se en-contraban los terrícolas, que para que uno se desplazara a un determinado lugar, se hacía necesario que todos se movieran como en los rompecabezas de cuadros numéricos.
Quizá por tanto acercamiento, tan íntimo, las computadoras poblacionales habían concluido que la única forma de evitar el exagerado y au-mentante conjunto de nacimientos, era separando a los hombres de la mujeres, pues en tanto roce nadie sabía lo que podía suceder, sobre todo de noche.
Sin embargo, la L. D. D. S,( Liga de Derechos Democráticos del Sexo), honorable institución con más de un siglo de fundada, había protesta-do enérgicamente en contra de tal opinión que se consideraba una muestra clarísima de agre-sión por parte de la Academia Maquínica, cuya presidente, la Computadora Cero/Cero, se mos-traba envidiosa de que ella, como todas las de su tipo, jamás podrían reproducirse de tan ex-quisita y sensible, además de apetitosa, manera.
Y las discusiones aumentaban, las digresiones proliferaban y la sobrepoblación también. Eran inútiles todos los medios de convencimiento; para nada servían las amenazas metafísicas ni el uso de preventivos ni las enfermedades inventadas, sólo hasta que el hambre se presentó, iniciaron una discreta continencia; no obstante, aún así, todavía ...
Los únicos que habían abordado el problema desde otro punto de vista, los del Tecnológico Instituto Espaciálico, se apuraban, en el poco espacio que quedaba, a producir naves casas espaciales que permitieran a los terrícolas emi-grar a otros planetas del sistema solar, cuyos estudios en relación con el ecosistema, con las formas existentes, con las probabilidades de vi-da en esos lugares, habían terminado con éxito y se vislumbraba con ello, la única salvación po-sible.
Los sabios, a través de estrictas operaciones y cálculos matemáticos y astronómicos, se habían puesto de acuerdo en sus conclusiones al afir-mar que por formar parte de un mismo sistema, todos los planetas que giraban alrededor de nuestra estrella solar contenían un punto de semejanza y de apoyo para la vida de los huma-nos y que, poco a poco, se irían ensanchando los horizontes de adaptación al transcurso de los años. Así, continuaban, si un grupo de te-rrestres puebla cada uno de los planetas, desde Mercurio hasta Plutón y probablemente más allá, aunque al principio requerirá de medios ar-tificiales para vivir, en unos cuantos siglos se habrán adaptado sus organismos al nuevo am-biente y entonces, gracias a mutaciones ade-cuadas, recuperarán su libertad y andarán como en su propia casa. Además, se fundamentaban, como para asegurar a lo mayor de sus teorías, en multitud de postulados, hipótesis y pruebas de laboratorio; y decían que tantas analogías como las que se presentaban al estudiar compa-rativamente cada uno de los planetas, atesti-guaba el origen común de todos y que si había diferencias, tales como temperatura, presión at-mosférica, etc., en relación con los demás, las máquinas y la inteligencia del hombre serían capaces de vencer los obstáculos. ¿Cuándo no los habían vencido? Y terminaban, muy orgullosamente de ser humanos.
Los Gobernantes Unidos, en cuanto escucha-ron el importantísimo estudio de los sabios, quedaron perplejos de que cómo no se les había ocurrido antes, si aquella solución era tan fácil. Además, con la ayuda de la Unión Ci-bernética, el buen resultado se encontraba listo. Así que pusieron manos de obra.
Cuando esto se supo, despertó un gran entu-siasmo, aunque muchos desconfiaron, dicho a lo veraz, porque creyeron que se trataba de un ardid inmoral de destrucción, pues sin duda, los encerrarían en las llamadas Residencias Espa-ciales para hacerles morir al poco tiempo. Era como volver a la cámara de gases tan usada por los cavernarios terrícolas del siglo XX. Y esos muchos protestaron.
Sin embargo, a pesar de las furiosas arremeti-das de los opositores, nueve inmensas naves flotantes fueron construidas; flotantes, ya que como no había espacio en la Tierra para fabri-carlas allí, se armaron estructuras obtenidas del poco fierro que aún había, y en las alturas, se hicieron cada uno de los aprobados e impresio-nantes aparatos.
Y he aquí que lo que antes habían sido simples experimentos para algunos desocupados que con el mote de astronautas habían explorado ya todos los planetas del sistema solar, se convirtió en el punto primordial de los nuevos intentos comunes de salvación. Después de muchos pros y contras, dimes y diretes, acusaciones y beneplácitos, partió el primer grupo de colonos rumbo a Marte. El éxito no se dejó esperar. Fue automático. Los capitanes de la expedición in-formaron a la Tierra su misión cumplida y esto se convirtió al momento en el punto clave para que las demás Residencias Naves partieran rumbo a sus planetas destinados.
Desde entonces, hacía quinientos años, hasta ahora, ningún problema se había presentado. Los planetas del sistema solar, antes tan solita-rios, se habían transformado en progresistas y en personales civilizaciones por obra y gracia del espíritu humano. La adaptación que los científicos pensaron surgiría en varios siglos, en pocos años se llevó a cabo, de tal manera que a la tercera generación, antes en unos, como en el Venus exuberante y cálido; después en otros, como en el frío e indiferente Plutón, ya tan cam-pechanamente vivían, que las preocupaciones de sus abuelos nacidos en la Madre Patria Tie-rra, cuando apenas se iniciaba el experimento de emigración, habían quedado convertidas en textos más de las píldoras de lectura históricas que ahora sí nadie podía alterar. Los procesa-mientos de la información eran cuasiperfectos.
Muchos no habían querido salir de la Tierra y gritaban que preferían morirse de hambre que ser asesinados. Otros, metidos en antiguas filo-sofías, decían que de morir lejos del suelo don-de habían nacido a quién sabía dónde, les pa-recía mejor suicidarse de quietud. Y no se atre-vieron más ni los Gobernantes Unidos ni la Unión Cibernética a insistir. Algún día se con-vencerían. Y el día había llegado.
Cuando después de quinientos años más se dieron cuenta de la abundancia en la que vivían los terrícolas de Mercurio, de Venus, hasta de Urano, y que ellos, ante el continuo problema de la incontrolable sobrepoblación vivían tan restringidos y de puro milagro químico, decidieron abandonar la Tierra, pero he así que se vino un obstáculo encima. Los colonizadores de todos los planetas del sistema solar, habían logrado dominar sus instintos conservacionales y controlar por tal motivo, la reproducción de los pobladores, pues con la experiencia que la historia registraba, y que seguía registrando en la Madre Patria, no querían caer en manos de tan destructivo dictador. Así que, independizándose, y a veces renegando de sus orígenes, o en otras, hay que reconocerlo, admirándolos, prohibieron terminantemente las visitas terrícolas a cualesquiera de los planetas terricolizados, ya que no faltaban ocasiones, y cada día eran más abundantes, en las que llegaban y se quedaban, así nada más porque sí, lo cual venía a representar una alteración en la economía dirigida de la comunidad que provocaba en momentos graves desajustes. Y aunque con cierto dolor, rompieron relaciones con la Tierra y la dejaron aislada, envuelta en sus conflictos que ella misma, por tonta y sensual, se había causado.
Ante esta situación interplanetaria, los terrestres enfurecieron y declararon la guerra a todos los planetas del sistema y la hubieran ganado, puesto que se encontraban muy bien armados en relación con sus parientes colonizadores que no se habían preocupado por estas circunstan-cias retrógradas, características de sociedades bárbaras, incultas, vacías y bestiales, si no hubiera sido porque los Urbanianos habían amenazado con intervenir nuevamente en los asuntos humanos.
De aquellas eras a la fecha, también se había vuelto eso historia y al no contar con otro medio de salvación, los Urbanianos retiraron burlona-mente su ayuda. Se optó entonces por estudiar el espacio más allá del último planeta del siste-ma solar y ver las posibilidades de que los pro-blemáticos terrícolas se trasladaran a otros sis-temas en busca de un nuevo astro, pues la po-bre Tierra, día con día, estaba más chocha, seca, arrugada, inservible. Y esto debía ser cuanto antes.
De inmediato se pusieron a trabajar en la cons-trucción de naves espaciales que resistieran tan largo viaje. Las que existían eran incapaces. Nada menos que atravesar desde Marte hasta Plutón, sin escalas recuperadoras, para comen-zar ahí, apenas, las investigaciones. Pero, ¡oh, tragedia!, la primera nave en cuanto salió de la atmósfera plutoniana y penetraba el infinito, ex-plotó en nadie sabe cuántos pedazos. Causó conmoción inmediata la muerte de sus tres cos-monautas y en la Tierra se les levantó un mo-numento a su trinidad heroica.
Los científicos terrestres, sin recibir apoyo para nada de sus hermanos de los otros planetas prosiguieron trabajando en la construcción de otra nave, mas el resultado fue el mismo: Otros tres menos. Algunos pensaron mal, como fre-cuentemente sucede, y no tuvieron empacho al-guno en confundir la bondad de los intentos con sucios actos malévolos que tenían como misión subversiva acabar con los terrestres bajo el pretexto de tales experimentos. La Unión Cibernética anda metida en ello, murmuraban. En unos cuantos vuelos más, los auténticos terrícolas habremos sido extinguidos, y sin duda, nuestra Madre Tierra también será desmoronada e imperarán las máquinas.
No obstante los característicos desacuerdos de la raza humana original, los experimentos si-guieron, pero, desgraciados de ellos, todos eran un fiasco. Se corregía un error, mas se descubr-ía otro; se procuraba remediarlo y donde menos se esperaba, saltaba uno más. Y la desconfian-za iniciada por los mal pensados, ante lo resul-tante, se hizo cáncer y contagió a muchos; ya pocos creían en la seriedad de aquellos noventa y nueve fracasos. Eran provocados a propósito. Sí, y se rebelaban los escasos terrícolas que iban quedando. Mientras, los ingratos hijos de la Tierra se solazaban en su felicidad de nuevos ricos, sin pensar que la madre agonizaba en una espantosa miseria moral.
Desesperados los científicos ante la indiferencia odiante decidieron ser ellos los que irían tras nuevos sistemas. Si fallaba nuevamente el viaje, sería también su propio fin. Total, un experimento más y ya. El último. La Cien.
Para esto, los científicos reunieron a los mal pensados, cuyo don de pensar mal y acertar, podría serles útil. Así, creyeron conveniente que los malpensados estudiaran los mecanismos llevados a la perfección, después de tantos erro-res, de la nave número Cien. De tal manera, al pensar mal de aquello, acertarían y dirían efi-cazmente el error probable y podría predecirse con mayor seguridad un rotundo éxito.
Y sin sospecharlo siquiera, reunidos por tal mo-tivo, los malpensados hicieron sus deducciones y sonriendo macabramente emitieron su juicio. A ellos no los iban a engañar ni a tomar el pelo con falsas poses de salvadores de la humani-dad. Había otros propósitos. Esa nave también iba a fracasar. Lo habían mal pensado y habían dado en el clavo causante de un corto circuito que al ponerse en contacto con los retropropul-sores haría añicos de la nave y de sus tripulan-tes sabihondos.
Cuando los científicos fueron informados de los comentarios hechos por los malpensados, no esperaron un momento más y corrieron hasta la plataforma en donde se encontraba instalada ya la espléndida nave.
Cuál no sería la sorpresa de los sabios al des-cubrir que justamente ante la impecable perfec-ción del magnífico aparato, algo tan simple iba a ser capaz de destruir la maravilla de los siglos. La maquinaria era magistral y la equivocación se hallaba a la vista. Ahí, tan pequeña, tan in-significante, pero que por los roces del vuelo iba a producir la chispa fatal.
Los científicos de inmediato, ellos mismos, sólo auxiliados por las computadoras, porque se hab-ían quedado sin ayudantes humanos y nadie confiaba más en quienes quizá, como se rumo-raba, lo único que tramaban era destruir, con las manos temblorosas hicieron el enano ajuste y respiraron satisfechos. No obstante, les asaltó un temor: Tal vez, a pesar de la corrección, nada evitaría el fracaso final. Sin embargo, resig-nados, alentándose unos a otros, los científicos reconfiaron y miraron orgullosamente su nave, la nave que los llevaría rumbo a la salvación de los hombres y mujeres originales. Ya verían sus copias clónicas de lo que era capaz la real humanidad.
Enorme se veía. Su cuerpo de prisma rectangu-lar, forrado de aluminio blanco, la hacía impo-nente, como de plata que resaltara sobre el color oscuro, ahumado, de los cristales comprimidos que habían sido colocados en sus ventanillas. Y la puerta era grande, tan grande como si estuviera dispuesta a recibir a quienes quisieran viajar en ella. Se levantaba automáticamente en cuanto sentía la proximidad de una mano y un espacio muy amplio permitía la entrada a los cosmonautas.
En su interior, luminoso y cómodo, se observa-ba una distribución armónica de todo lo nece-sario para el astroviaje: La cabina mayor a la cabeza de la nave para el capitán de la expedi-ción, dos cabinas menores a los lados para los copilotos, que laboraban por turnos; uno por la mañana, otro por la tarde, y que se comunica-ban con el capitán a través de videófonos y otros aparatos. Además, contaba la nave con diecisiete cabinetas reservadas para los pasajeros en cuanto éstos no temieran a la aventura.
En la cabina mayor era un encantamiento ver la organización electrónica del equipo: Los dispo-sitivos para el encendido y la regulación de los motores; el botonerío digital de los aparatos de telecomunicaciones; el control de las fuentes de energía nuclear; el radar ovnístico; el sistema regenerador de la atmósfera; los volantes para dirigir la nave. Y por si fuera poco, en medio de tantos teclados y palancas, las únicas que no habían abandonado a los científicos: Las com-putadoras calculadoras que ayudaban a deter-minar y ordenar las operaciones excesivamente rápidas y complicadas.
Cuando se supo que la Cien despegaría al día siguiente y que los científicos iban a ir en ella, no dejó de sorprender a muchos que voltearon molestos el rostro ante los malpensados, como enojados, como reprochándoles sus injustas predicciones, porque esta era una prueba de la bondad de quienes habían sido censurados y ofendidos, ya que sin importarles su propia vida, la expondrían con un fin auténtico y grandioso. Y los malpensados comenzaron a pensar peor. No era posible aquello. Algo tramaban los sa-bihondos y debían descubrirlo. Algo desprecia-ble, de muy dudosa moral. Algo...
Sin embargo, la hora llegó. Los motores habían sido encendidos; los propulsores también. La cuenta atrás había comenzado.
En un dos por tres, todos los planetas del siste-ma se enteraron de la noticia. Y la expectación fue mayor cuando supieron lo de sus tripulan-tes. No era posible que un desastre como el que le esperaba, hubiera sido aceptado por los científicos. Era un suicidio. Nadie podía salir de las regiones controladas por la fuerza solar. Sin duda esa nave, como las noventa y nueve ante-riores, sería destruida por la tremenda presión de más allá del sol. Y los hijos emigrantes de los terrícolas, en verdad, lo sentían. ¡Estos huma-nos de la Madre Patria! ¡No escarmientan! ¡No les importa nada con el fin de conseguir lo que desean! Allá ellos.
Una multitud no muy abundante, integrada por todos los pocos habitantes de la Tierra que al negarse a participar en los frustrados experi-mentos se habían salvado de las muertes vio-lentas, se encontraban congregados para ver la partida de la Cien con ciertas dudas y esperan-zas a la vez.
Hasta adelante del aglomeramiento se hallaban los más optimistas y entusiastas, y hasta atrás, como quien no quiere la cosa, desconfiada y burlonamente sonriendo, los malpensados que seguían peorpensando en su búsqueda por en-contrar lo escondido tras el valor relumbrante de los científicos.
Y llegó el cinco, y el cuatro, y el tres, y el dos, uno, cero. Ignición. Y la Cien, con una potencia y furor nunca vistos, como si poseyera una vida descomunal se fue elevando entre llamaradas que aterraron a los observadores, quienes cre-ían haberla visto explotar.
Sin embargo no, después del rugido imponente de los propulsores y del temblor provocado en la tierra por su despegue, allá, allá iba la Cien, vo-lando... Esplendorosa. A una velocidad increí-ble. No cabía duda. Era la nave perfecta. Ojalá que tuviera éxito, pensaban bien muchos. Sí. Sin duda tendrá éxito, peorpensaban los otros y allí... justo en eso... En eso nacía la clave. Ahí estaba.
Los telescopios más potentes se habían erguido para contemplar el rapidísimo vuelo de la Cien y la seguían admirados escudriñando sus movi-mientos espaciales. Los científicos en su interior iban confiados y contentos.
Pronto pasaron Marte y los terrícolas márticos los saludaron con señales luminosas que res-plandecieron entre la oscuridad de la noche in-finita. Y cruzaron los asteroides y Júpiter; y Sa-turno, y Urano, y Neptuno, hasta llegar a la zona Plutoniana, donde un tanto incrédulos, los plu-tonenses sentían lástima del atrevimiento terrí-cola. ¡Cómo consideraban probable lograr salir de la poderosa atracción solar así como así! Ellos, cuyo planeta era el último del sistema, nunca lo habían conseguido y eso que se halla-ban acostumbrados a los vuelos de exploración atmosférica. Por eso, sentían un algo entre compasión y coraje. Compasión, porque veían a sus antepasados luchar por imposibles. Coraje, porque definitivamente se avergonzaban de sus orígenes estúpidos que no obstante noventa y nueve fracasos, osaban todavía completar el centenar de modo culminante, al destruir a los únicos más o menos inteligentes que quedaban en la Tierra: Los Científicos.
De tal manera se encontraban pendientes todos los planetas del sistema, y sobre todo la Tierra, que las labores se suspendieron y cada uno, colgado de un hilo, esperaba el momento espe-luznante y temido. Para la mayoría iba a ser irrealizable el poder liberarse de la atracción so-lar final y resistir la potencialidad succionadora del más allá ignorado.
Durante muchos años, aquellos lugares sólo despertaban en los terrícolas colonizadores di-versas hipótesis y conjeturas. Unos, los más ig-norantes, creían que en ese más allá terminaba el Universo y que las explosiones de las noven-ta y nueve naves terrestres, no había sido otra cosa que el resultado natural de un choque bru-tal con una enorme pared negra que rodeaba al sistema. Otros, refutaban tales afirmaciones y las clasificaban como resultantes de cerebros dogmáticos, y peor que todo, retrógradamente medievales, si no es que primitivos. ¡Cómo era posible aún en esas eras lucubrar tales sande-ces! Imposible imaginar y aceptar esas fantasías en pleno siglo XXX; siglo cincuenta según las antiguas cronologías D. G. C. (Después de la Gran Cretinada.) Inaudito. Ni siquiera se expli-caban cómo proferían tantas barbaridades quie-nes con suma frecuencia manejaban astronaves turísticas que recorrían en visitas con todos los gastos pagados, los ocho planetas solares, excluyendo la Tierra que no ofrecía ya ningún encanto particular. Sus vacuos y fanáticos habitantes de sus asquerosas épocas pretéritas, se habían solazado destruyendo lo que de bello tenía. Así es que para nada...
Bien se sabía que nuestra galaxia, una de las del centenar de millones de galaxias conocidas, contaba con más de cien millones de estrellas y que por tanto, la formación de sistemas planeta-rios era un fenómeno común en el Universo y que en ese temido más allá, no era otra cosa, sino eso, lo que se encontraba: Soles, planetas, satélites. La dificultad se hallaba, concluían, en el logro de una nave que pudiera resistir las presiones y gravedades, los cambios y los mo-vimientos que se registrarían sin duda en esos lares desconocidos. Y algunos más, los que sabían las mentiras y las verdades de la historia, le echaban la culpa a los urbanianos. Siempre metiendo la engreída nariz en todo.
Fuera como fuera, la Cien, en esos tres días, se había convertido en la atracción mayor de mu-chos siglos. Y ella volaba en un vértigo de res-plandor. El ruido ensordecedor de su despegue se había ido limando al apagarse los propulso-res primarios y dejar paso a los secundarios de avance. Sólo un rítmico zumbido alcanzaba a escucharse cuando pasaba por las atmósferas de los varios planetas que se encontraba en su camino estelar.
El momento aguardado entre corrosiones ner-viosas por todos, proseguía acercándose. Plutón había quedado ya bastante lejano. Los cien-tíficos tripulantes esperaban de un segundo a otro el choque brutal, la explosión, el fin, pero tal parecía que se prolongaba el trance, como insinuando coquetonamente el triunfo soñado.
Y se aproximaban cada vez más a lo temido. Así lo marcaban las células fotoeléctricas que hab-ían disminuido su potencia. La atracción solar se debilitaba y allá, observada por los teles-copios plutonianos, conectados a cámaras cinematográficas que filmaban aquel suceso y lo reproducían al mismo tiempo para enviarlo a la estación televisora tridimensional del planeta y de ahí, al instante, distribuirlo a la cadena de Televisión Interplanetaria, S. M. ( Sociedad Mancomunada), allá... allá se veía, tan pequeña en medio del vacío infinito, la Cien, que sin notarse, avanzaba velozmente como un dardo despidiendo fuego que intentara incrustarse en el cuerpo formidable de un gigante imprevisible. La Cien acometía y los científicos, auxiliados por las computadoras guías que les daban instruc-ciones, se aferraban a los controles y aplicaban la total programación de precauciones, por si el fracaso.
Pero sin saber con precisión por qué, ellos sent-ían una extraña confianza y según los cálculos, las noventa y nueve astronaves anteriores nun-ca habían logrado volar más allá de lo que la Cien había volado ya. Todas habían comenzado con arrogancia la aventura, pero al poco tiempo principiaban a destruirse. Las paredes iban siendo carcomidas; los cristales de las ventani-llas desaparecían como arrastrados por miste-riosas fuerzas; los equipos principiaban a fallar y aunque se reparaban al momento, era inútil, porque la inercia los había estancado en peda-cerías flotantes como la nocturna 8 o las diurnas 57, 85, 89 y todas.
Y la Cien continuaba su ascenso y en todos los planetas comenzaban a producirse reacciones de estupefacción. Había logrado salir ya de la atracción solar, teorizaban, y había penetrado, resistiendo a lo maravilla, en las fortísimas pre-siones del espacio ilimitado. Era un triunfo humano más, y en la Tierra, los bien pensados se abrazaban, se felicitaban, no cabían en su gozo. Se podría salvar la humanidad terrícola gracias a la Cien. Era la nave perfecta y ella los llevaría a otros nuevos planetas, quizá semejan-tes al suyo, pues los científicos nunca habían descartado tal certeza. Y otra humanidad rena-cería.
Los malpensados sonreían también, pero sus sonrisas eran diabólicas. (Sí...) continuaban pe-orpensando (...se esperaba este éxito. Estába-mos seguros. Ahora las consecuencias...He aquí la trama. Sin duda, los sabihondos van a querer dominar, ser los todopoderosos; los sal-vadores de la humanidad que han de esclavizarla para el beneficio propio y para que les levanten su monumentos de buenos, como siempre ha sucedido. Ya sabrán lo que se les espera a todos estos ilusos: Jamás podrán olvi-darse de los científicos. Serán sus siervos hasta en el recuerdo. Creerán necesitarlos eternamente y ellos los manejarán como sus títeres. ¡Bah! ¡A nosotros no nos engañan! Esas son las verdaderas intenciones. Este éxito es una vil propaganda con el propósito de ganarse adeptos y adoradores, pero nosotros que sabemos interpretar todos los signos que se dan de buenos, no caeremos en la trampa. ¡Pretextos para llenar los vacíos de los en-greídos científicos! Por eso es que se las dieron de sacrificados. ¡Cuentos, qué! ¡Sacrificados! ¡Buh!)
De pronto en las televisoras tridimensionales apareció algo que hizo estremecer a bienpensa-dos y a malpensados, algo nunca visto, jamás presentido por humanos: Una onda de gases en llamas, como la cauda de un espeluznante co-meta, se dirigía a gran velocidad para chocar con la Cien. Era cual una descomunal e infor-me monstruosidad que la atacaba. Y todo el sistema planetario quedó atónito, aterrorizado. Ahí se encontraba la causa invisible, ahora contemplada a plena inmensidad de la angustia; ahí se revolvía como furias, la destructora de los intentos humanos.
La gran onda envolvió a la astronave como de-vorándola y la Cien quedó suspensa, inmóvil. Los propulsores se encendieron, se conectó el sistema de emergencia: -¡Superenergía! Pero era imposible que se moviera, aunque se adivi-naba la enorme potencia que desplegaba para liberarse de aquella onda inerciadora. En unos momentos más ya no resistiría y explotaría, o quedaría convertida en un desecho comprimido, como una gran hoja de papel vuelta pelotilla compacta.
Los ojos de los bienpensados lloraban; los la-bios de los malpensados se fruncían mastican-do maldiciones:-¡Nos hemos equivocado! ¡No es posible! Nosotros siempre pensamos mal y acer-tamos.- Otros se cubrían el rostro con las manos y no querían ver más el final de la Cien y de los Cien-tíficos.
Mas tomando, quién sabe de dónde, una fuerza organística pluripotencial, se vieron prender die-cisiete foquillos que despedían cegadores haces de luz blanquísima, los cuales, en un como empellón desesperado, hicieron que la astronave traspasara la onda y que ésta, como globo desinflándose o cual perro apaleado chillando, enloqueciera y reduciéndose, fuera desintegrándose en vertiginosos movimientos. La humanidad sonrió. Muchos pudieron volver a respirar. Varios saltaron; algunos se desplomaron de alegría y la admiración nuevamente conmovió a los planetas del sistema. ¡Qué gran hazaña!
Los controles desde donde las computadoras quedadas en la Tierra, manejaban posiciones y encuadres, o recibían órdenes o predecían emergencias, informaron en clara ecuación lin-güística: F+A+I+S+P=E (Fortaleza más astucia más inteligencia más sensibilidad más perseve-rancia, igual a éxito). Y las voces de las compu-tadoras cantarinas, con sus sonidos electrónicos y musicales, dialogaron alegremente con las de la nave Cien. Luego callaron, como tristes. Y después de realizar un supervelocísimo viaje de exploración observado en las pantallas tridimen-sionales, la astronave se vio regresar a la Tierra.
En el trayecto de retorno, recibió muchas invita-ciones para que descendiera en los planetas del sistema con el fin de rendirles homenaje de feli-citación a los cien-tíficos, pero las computadoras voceras contestaron que era imposible. Sólo in-formaban radiofónicamente del éxito y de que los caminos para descubrir nuevos mundos habían quedado abiertos y sin peligro.
La humanidad podía seguir avanzando en su conquista del espacio. Armando naves como la Cien, el triunfo estaría asegurado. Y muchos pi-dieron que los Cien-tíficos aparecieran ante las cámaras televisoras tridimensionales de la nave para que les narraran, detalladamente, el suce-so. Las computadoras voceras, con más frialdad que nunca, respondieron nuevamente: IMPOSI-BLE. Nadie se explicaba aquello.
Los malpensados continuaron con sus peores pensamientos: (Sí, ahora ya no le quieren hablar a nadie. Se les subió. Lo esperábamos. Lo sentimos por los tontitos que van a caer. Lo que es la vanidad.)
Y en un silencio sepulcral la Cien, imponente, más bella que nunca, como bañada de una nostalgia de plata regresó a la Tierra. Todos los terrícolas terrestres estaban ahí para dar la bienvenida a los héroes. Vivas y aplausos se escuchaban por lo largo y por lo ancho. Los Cien-tíficos eran los ídolos del momento.
La astronave descendió con lentitud, sin ruido, y se posó en la plataforma de aterrizaje matemáti-camente. Todo mundo quería filmar aquella es-cena; sacar fotografías, sobre mucho, de los Cien-tíficos que de un momento a otro, se les vería aparecer.
La gran puerta de la Cien se fue abriendo con calma y las primeras en presentarse fueron las computadoras móviles. La muchedumbre eufórica pedía que aparecieran los Cien-tíficos: -¡Los Cien-tíficos! ¡Los Cien-tíficos! ¡Los Cien-tíficos!- Gritaban. Pero la computadora uno, acercándose al micrófono, dijo con voz seca y gélida: -Imposible. Es deber de mi alta insignia, informar a la terricolidad la funesta noticia: Los cien-tíficos no resistieron el impacto y se desintegraron, mas antes de perecer, nos dieron los datos para el traje especial necesario que resistirá tal embate. Los Cien-tíficos están muer-tos.
Y los bien pensados lloraron. Y los malpensa-dos sonrieron macabramente: -Lo sabíamos. No podíamos equivocarnos. Ahora sí tendrán su monumento, su incienso y la adoración eterna...
Los terrestres guardaron profundo silencio y el sistema planetario solar también. Luego con-templaron la última obra de los Cien-tíficos y gri-taron: -¡GRACIAS! - Y el eco viajó por todas las atmósferas. - Gracias por haber salvado las es-peranzas de la humanidad. Gracias por haber-nos dado la nave salvadora.
Los escasos habitantes que aún poblaban la Tierra agonizante se dirigieron a las antiguas estructuras olvidadas para construir en ellas, otras naves semejantes a la Cien.
La Cien quedó allí, al centro del valle de despe-gues cósmicos, serena, con una belleza de prisma y sus cristales ahumados, esperando guiar a las demás naves, dentro de pronto, rum-bo a la salvación de la humanidad.



LOS ÁRBOLES.


LA noche encumbraba su silueta melancólica por los espacios de infinitudes no sospechadas, tal vez angustiada porque nadie había logrado profanar las voluptuosas vibraciones de su enigmática forma sin cuerpo, y se expandía suavemente en las alturas, como acariciando las últimas morbideces del día, su anhelado amante, o como si deseara que alguna vez se fundiera con ella y en cósmico abrazo, calmara su ansiedad oscurecida con el impulso vital de su luz.
El viento, voraz y vertiginoso en otras épocas, había dejado de rozar levemente siquiera las configuraciones de lo aún existente. Nada se movía. Ni el agua que muda había agotado las ondas de sus torrentes, de sus ríos, de sus oc-éanos. Ni el fuego.
En un mundo desolado, todo parecía hundirse en la inercia del olvido, en la granulación del polvo o en la oquedad del recuerdo. Y los árbo-les...
Los árboles se habían enmascarado de quietud, de una quietud fantasmal que los asemejaba a extrañas y sibilíticas estatuas, amenazantes; atentas al acaecer más imperceptible, como si hubieran aguardado durante mucho, aquel ins-tante... instante de liberar sus raíces sujetas a la Tierra para lanzarse a la búsqueda de un mundo en el cual, nada hubiera que los aprisionara.
Y las sombras noctámbulas invadieron incesan-tes e interminables los parajes sin movimiento. Todo se hizo oscuridad. No había luna. Acaso de vez en vez se escuchaba, desafiante del si-lencio, el monótono y procaz chirrido de alguna alimaña nocturna que sobrevivía en viciadas ca-vernas subterráneas junto a cucarachas y otros insectos rastreros.
De improviso, surgió un angustioso y desgarra-dor quejido que parecía brotar de las entrañas de la Tierra. Era un lamento horrísono, inescu-chado, como surgido de una garganta apocalíp-tica o de unos labios moribundos. Y en donde había imperado la quietud, intempestivamente, angustiantemente, desoladoramente... un mur-mullo de voces confundidas entre gritos agóni-cos, entre risas descabelladas, entre ayes inau-ditos, entre inconmensurable y pártico esfuerzo, las superficies terrestres se agitaron y se fueron desgajando, rompiéndose entre inimaginadas quejas; fragmentándose como en cataclísmica destrucción.
Y los árboles...
Los árboles que se encontraban oprimidos, es-clavos de la Tierra, aprovechando tan inusitado suceso, comenzaron a agitarse desesperados, con furia insospechada e incógnita.
En el interior de sus troncos se inició un ruido desconocido. Primero fue en uno, luego en otro; con angustia al principio, con euforia después. Poco a poco se transformó en un diálogo colec-tivo, desesperante, como si hubiera llegado el momento que ellos tanto habían aguardado, como si al fin se presentara la ocasión de arrancar sus raíces de la Tierra que, aunque los alimentaba y les renovaba la savia, siempre les exigía como pago a sus favores el retorno a ella, ora convertidos en hojarasca, ora trasmutados en cenizas.
Y los árboles, deshaciéndose de las ataduras que los aferraban a las superficies, se desgarra-ron y comenzaron a huir, a huir entre velocida-des increíbles y a arrebatar junto con ellos a las endebles plantas que los rodeaban y que, como si fueran sus paladines, sus defensores, tam-bién seguían gustosas, anhelantes de una nueva vida...
La conmoción era terrible. El ruido ciclónico. Los murmullos se acrecentaban en aquella re-volución natural. Y la tierra hacía con su ele-mento, manos desafiantes, garras insólitas que trataban de evitar la fuga de los vegetales.
La Tierra se enfurecía. Se habían rebelado en su contra. Habían osado aprovechar aquel dolor interno, íntimo terremoto, para separarse de ella y abandonarla, dejarla sumida en el olvido y en la desesperación. Por más que intentaba de-tener a sus súbditos, no podía. Se alejaban flo-tando y se perdían en las alturas, como atraídos por otros planetas.
La tierra se quedaba desierta. Hasta los anima-les, sin saber cómo ni cuándo también se hab-ían esfumado. Nada ya se veía, como en el prin-cipio de los principios...
En su furia, la Tierra no había podido darse cuenta de que se desangraba y que por doquie-ra de sus partes, manaban géiseres sanguino-lentos, sin retorno, porque al llegar a las alturas se transformaban en nubes de fuego y como es-trellas fugaces, se perdían en la estratósfera. La Tierra se quedaba sola. Ya nada podía atraer hacia ella para hacerlo su esclavo.
Poco a poco el panorama anochecido se tornó rojizo, como teñido por la sangre que había emergido de las superficies. La inmensidad fue cobrando un aspecto bermellón y... en un colo-sal estremecimiento, se apagó la existencia te-rrestre. Y volvió a no haber vegetación ni vida. Las aguas que habían refrescado a la Tierra en otros días, se habían extinguido en la coloración del cielo. Y en donde habían existido herbazales sin límites, ahora se extendían arenales.
Los espacios ilimitables habían absorbido los líquidos terrestres; los animales eran polvo, las plantas habían huido... y los árboles también.
Ya nada se vislumbraba. La Tierra había perdido su fuerza de gravedad y desprovista de confines y de infinitos, se desmoronaba. Sólo un pensamiento flamígero y trémulo la acompaña-ba deshaciéndose con ella: ¡Malditos hombres!
La Gran Cretinada se había consumado.



LA TRAVESÍA


UN siglo hacía ya que la Cien, a la cabeza de la expedición cósmica, había salido de la Tierra, justamente en los precisos momentos en que el desintegrado planeta se asfixiaba como conse-cuencia de la gran guerra provocada por los Cretinos Poderosos, una especie de subanima-les a los cuales únicamente les había inte-resado forjar un imperio económico y político apoyado en la promoción de estupideces disfra-zadas de grandes acciones humanitarias. La Gran Cretinada, como se le llamó desde entonces a la era de los Cretinos Poderosos, fue terriblemente castigada por los Urbanianos, que decidieron acabar, ahora sí por todas, con los restos de vida humana en el viejo y desaparecido globo terráqueo.
Los resultados no habían tenido triunfadores y si acaso había habido quienes se salvaran, había sido por pertenecer a la perseguida Alianza de los Científicos, herederos de aquellos inmortales héroes cuyo sacrificio al principio pareció inútil, pero que permitió crear toda una generación de hombres de conocimiento que construyeron el naverío salvador a imagen y semejanza de la Cien. Si no hubiera sido por ellos, la humanidad verdadera habría sido arrasada para siempre. Los urbanianos no contaban con tales mutacio-nes neohumanísticas.
Sin embargo, tal parecía, según la satisfecha sonrisa burlona de los malpensados, que las computadoras calculadoras habían confundido su recopilar de datos y por fin, después de tan-tos presuntuosos triunfos (¡Bah! ¡Casualidades! ¡Chiripadas!), que por cierto les había en oca-siones varias muy envanecido y hecho adoptar poses omniscientes de diosas (Nosotras somos la salvación de la humanidad. Sabemos el prin-cipio y el fin...), se hallaban caídas con el natural gozo de sus contrarios, en las conclusiones aparentemente erróneas de una predicción, cu-ya realidad prevista ni siquiera daba muestras de vislumbrarse:
- Allí encontrarán la galaxia promisoria. Y el planeta... Señales magnéticas, terrícolas hoy huérfanos, les anunciarán sus cercanías. Por su forma espiral y los radiantes colores de su polvo cósmico que asemejará serpientes luminosas en lucha contra águilas doradas, habrán de reconocerla. ¡Vuelen! Es la hora. El minuto exacto. El segundo esperado. Regiones de mayores armonías les aguardan más allá de la Vía Láctea...
Y los cientos de naves que a ejemplo de la Cien se habían construido por tal motivo, ante la rui-dosa admiración del sistema planetario solar que alababa la constancia de los humanos te-rrestres y su hermandad frente al peligro del acabóse, tuvieron en su astronave modelo la guía para seguir en aquello que, de emocionado y apresurado comienzo, ahora, después de tan-to tiempo, parecía convertirse en tedioso volar y volar y volar y volar y volar. Volar siempre a la búsqueda de la galaxia prometida en los datos que las máquinas, desde tan antiguo entonces, habían recopilado.
El luto auténtico por los Científicos muertos en el primer enorme logro terrícola, luego de los sabidos noventas y nueve fracasos, se había convertido, consecuencia de los cien años aventurados, en un recuerdo que sólo servía para realizar entretenidas fiestas rememorantes de la hazaña humana más trascendental D. U. (Después de los Urbanianos), las que casi siempre, en los instantes destinados a los oradores apologéticos, se convertían en las horas de los eras: ¡Eran espléndidos! ¡Eran maravillosos! ¡Eran el aro de la maldad! ¡Eran el ejemplo de los ejemplos! Eran... la ira de quie-nes deseaban que terminaran tantos aburrimientos endiscursados con el fin bullanguero y ansioso de dar principio al posterior y aguardado jolgorio bailarín que seguía a la ceremonia oficial.
Quizá por el siglo transitado desde los aconte-cimientos enaltecidos, las nuevas generaciones no comprendían el por qué de aquellas alhara-cas. Lo percibían tan distante y sin realidad con lo viviente, que de la casi deificación presencia-da, sólo quedaba la muy imaginaria sospecha de que tal vez sí habían existido seres tan eté-reos como aquellos honrados personajes que los robotes adoradores eternizaban en mito. Y si se reunían en las gigantescas plataformas de las no menos enormes naves estaciones, una vez llegada la fecha por conmemorar (a conme-morar, decían erróneamente en sus electrofi-cios), se debía a que les obligaban a ello, y co-mo en vehículos especiales los conducían al centro del homenaje, no podían negarse ante tal cortesía. Además, lo juzgaban tan divertido y al-borozante dentro de la acostumbrada monotonía espacial que, sumidos en la esperanza del próximo festejo, resistían la lluvia palabrera de máquinas elocuentes y robotes habladores: “Tienen que respetar y venerar a nuestros ante-pasados”, decía con quebradiza voz, entre mu-chas aseveraciones, la computadora historicista en jefe al trasladarlos, sin saber que dentro de los jóvenes cosmonautas, aquellas sensiblerías no les causaban ninguna emoción, porque a pesar de reunirse con tan aparente entusiasmo, sólo se disfrazaba el gusto por el placer que la feria armada en el salón principal del estacio-namiento cósmico, les produciría con el gozo de su música y de sus juegos, pues no obstante que en tales condiciones de viajeros espaciales no gozaran con plenitud por los estorbosos tra-jes que forzosamente llevaban puestos y que les impedían realizar movimientos ágiles, de todos modos, fuera de los fastidios protocoleros mencionados, después, aquello se convertía en intensa diversión. Y hasta podían quitarse el horrible uniforme plástico de refuerzo que los acompañaba. Algo era algo durante esa época, cuando los humanos habían perdido el paraíso de su Madre Tierra, en parto que había produci-do la propia muerte de ella, y volaban errantes, lejos ya, quizás a cien mil años luz, del sistema solar, rumbo a la galaxia prometida, donde según las computadoras, como se ha dicho, podría encontrarse un punto conveniente para establecerse y ahí, explorar otros parajes del cosmos hasta ver las posibilidades de encontrar planetas semejantes a la Patria Madre; porque según las teorías ya muy conocidas y repetidas por los escolares cosmonautas, la Nueva Tierra prometida existía en aquellos más allás. Los científicos sacrificados lo habían supuesto, y los actuales, que habían sido enseñados por las eruditas computadoras y los recién inventados robotes educadores, lo habían confirmado en el trayecto del viaje. Cien años más de vuelo por la soledad del espacio y se encontrarían en la galaxia buscada. No habría falla. Las señales que confirmarían las predicciones no tardarían en aparecer.
Con tales esperanzas, la expedición se despla-zaba por la noche infinita del universo como lento desfile de meteoritos plateados en brillos interminables. Los cien grupos de naves ma-dres, cada una dirigente de cien naves menores, separadas por cien naves estaciones que se hallaban intercaladas entre uno y otro conjunto, seguían a su nave capitana, la inconfundible nave Cien. Esta se miraba resplandeciente con su serena belleza de prisma ahumado, y no se sabe si porque iba a la cabeza y su luminosidad rompía en primer término la oscuridad del espacio ilimitado, o porque tenía ciertos aires de sacerdotisa cósmica, era que se veía avanzar tan segura de su verdad y de su búsqueda, de sus propósitos y de su fin.
Y allí se admiraba conduciendo a los romeros de la Vía Láctea en sus intentos por salir del dogmático y tedioso camino rumbo a la promesa aguardada. La Cien los dirigía con vuelo firme, con precisión astromatemática, sin indecisiones tambaleantes. Era la nave perfecta. ¡No cabían incertidumbres!
A pesar del siglo aleteado desde el apurado ins-tante de la salida, ni un desperfecto había sufri-do. Mejor algunas naves seguidoras, más nue-vas y recientes, habían obligado a la expedición en varias veces a detenerse para realizar ajustes y reparaciones diversas. Los de la Cien no dudaron ni un segundo en proporcionar ayuda cuando fue necesario a la ciento cuatro, a la ciento veinticuatro, a la ciento cuarenta y dos y a muchas más. En cambio la Cien, con su avan-zada perfección, pocas transformaciones había padecido.
El capitán Pétrimed, desde que había sido nom-brado Rector General de la nave, había sabido dirigir con precisión los controles de la cabina principal, sin decir por esto que nunca había te-nido problemas, al contrario, de ahí su prestigio, habían existido algunos bastantes graves, como cuando por permitir que las manos inexpertas de una alígera computadora realizaran manejos ineficaces en los motores principales y casi des-truyera, al romper con ciertas bisagras, la ma-quinaria de disciplina con la que los jóvenes cosmonautas nacidos en el espacio se educa-ban y consintiera, sin amonestación alguna, que lo invadieran todo, con el propósito, decían los mal pensados, de ganarse un monumento tan grande como el de los científicos, a su aparente bondad, al querer comprar de tal modo, el aprecio de los volátiles muchachos; o, reflexionaban los bienpensados: “Es que trata de hacérsenos la simpática. Pobrecita, como es tan inferior y tan desincronizada, no comprende que puede dar el trasto con la Cien llevada por su falsa programación de mártir. Por fortuna, nosotros estamos presentes en cualesquiera de sus tris dementes y nivelamos sus errores”. Acaso por eso terminó por ser aplastada para la chatarra de desecho.
No obstante, fuera de los naturales contratiem-pos, todo marchaba muy bien. Acosta de la luz atomizada se evitaba el desperdicio de la elec-tricidad y enriquecidos sus esplendores, sin so-focarlos, holgadamente volaba acrecentando su potencia antiazarosa. El servicio de socorros se hallaba siempre a la expectativa. Cualquier des-perfecto de inmediato le era corregido en amena actividad y renovada, continuaba el vuelo como si nunca. De ahí la grandeza de sus estelas y su marcial seguridad volante que impedía confun-dirla con una vil máquina más.
Un ángel, y casi un dios, asemejaba la Cien en la inmensidad. No temía para nada a la soledad de lo desconocido. La victoria se encontraba segura. Había remedios suficientes para reparar, en caso de descompostura, la tapa bloqueadora destinada a sofocar mentiras alucinantes que se vaticinaba encontrar dentro de poco en la ruta, como ver ríos imaginarios de azufre cadente y color de azafrán, ciscos amarillentos de gigantescos solares, montes de alturas inconmensurables, tablas como llamas in-cendiarias de flora química, furias despechadas y envenenadoras de sales, carros aurantes de alfileres mortales, mar y naves fingidas en cas-cabeles, bestial y temblorosa mano alcoholífera flotando en explosiones de cortezas docicodo-decaédricas y otras visiones calladas y ocultas. Mas eso no embarazaría la gloria de la nave di-rectriz, y aunque cayera, como habían predicho ciertas computadoras, en un supuesto pozo es-pacial, la sacaría del hoyo la fuerza de sus pro-pulsores que no eran insignificantes ni caducos hilachones, sino potentes energías de amor.
Y el personal de la Cien se encontraba muy sa-tisfecho de los resultados obtenidos con base en el esfuerzo, el trabajo creativo, la voluntad, la perseverancia y el interés común en el éxito de la cosmoexpedición, a pesar de algunos in-trusos que en varias ocasiones habían estado a punto de destruir el prestigio de gran capitana que la astronave poseía.
La mayoría de quienes viajaban en la Cien hab-ían sido seleccionados por sus altos conoci-mientos en conducción espacial y en manejo de máquinas por los robotes educadores, ya que una nave modelo como aquella, requería de un magnífico equipo de científicos que no fuera a destruir su perfección. Basta decir que, tan aprovechados habían sido los selectos nave-gantes del espacio en la preparación recibida, que por lo menos tres de los primeros dirigentes, en menos de los años acostumbrados, habían sido elegidos para instruir a los cosmonautas de otras naves seguidoras de la aventura.
Por eso la Cien mantenía potente el vuelo, sin desconfianzas. Sabía que la unión que la fortifi-caba, resistiría cualquier embate desconocido e imprevisto, o inferido, que brotara en donde al-guien o algo lo quisiera. La solidaridad que la conducía se había convertido en la más vigoro-sa de las energías impulsoras, y esta fortaleza, sería la más impresionante defensa a los ata-ques destructores de probables fuerzas extrañas que existieran en los espacios por los que iba atravesando.
Los nuevos científicos, continuadores de aque-llos primeros, guiaban a la astronave con impo-nente firmeza. La responsabilidad de conducto-res que los distinguía, les obligaba a proseguir, sin equivocar itinerarios, hacia la galaxia prome-tida por los datos de las computadoras. Y aun-que habían navegado tanto tiempo por la Vía Láctea, sin avistar lo guardado, el cansancio pa-recía nunca presentarse, por lo contrario, se veía que innovados entusiasmos les brotaban y que sus constantes investigaciones aumentaban el caudal de datos, pruebas, conocimientos, ob-servaciones, experiencias, que los enorgullecían y les daban mayor seguridad de los futuros excelentes resultados.
Y la falange astronaval proseguía explorando los caminos siderales. Sólo había que esperar un poco más y las predicciones electrónicas se cumplirían. Aquellos que se habían derrumbado en su desencanto de dudas, desconfianzas y desilusiones pronto verían las realidades de la búsqueda. Su pánico desaparecería. Las naves seguidoras, ante la vigilancia de la Cien, des-cenderían en el lugar prometido, y llegado el momento, se poblarían los nuevos planetas en-contrados.
Un siglo ya, y la Cien, a la cabeza del tácito na-verío que la seguía, volaba espléndida, firme, majestuosa, invulnerable, como sin fatiga. Sa-bía que el hallazgo se aproximaba, se aproxi-maba. Un poco más y todo sería distinto, porque allí , Nueva Tierra prometida, en la galaxia de las águilas doradas y las serpientes luminosas, otra humanidad renacería.



EL TITIRITERO


NO había un solo cosmonauta, ya sea que pa-sara en su nave individual, o en astronave co-lectiva, que dejara de sentir una curiosidad in-mensa al escuchar los dindones musicales pro-cedentes del planeta de Oniox y que al asomar-se por las ventanillas del vehículo donde viaja-ba, no se sorprendiera ante el gigantesco anun-cio formado por piedras cristalinas de un colori-do múltiple y luminoso que servía de atracción y aviso a los navegantes del espacio para que descendieran y pasaran un rato placentero en la función cotidiana del Gran Teatro Galáctico de Aprendizajes Cosmonáuticos.
La fama de Oniox, el mago, prestidigitador, ma-labarista, científico, poeta, filósofo y adivino, con sus originales y extrañas vestimentas e imple-mentos auxiliares, maravillas de la electrónica, se había ido extendiendo como un rayo cente-llante a muchos sistemas planetarios, donde se comentaban las más variadas opiniones en cuanto a su fascinante e inusitada personali-dad: ¡Es un gran mago! ¡No! ¡Es un prestidigita-dor! ¡No, tampoco! ¡Es un malabarista! ¡No! ¡Falso! ¡Es un científico! ¡No! A mí se me hace que es... ¡No! Se trata nada menos que de un poeta! ¡Mentira! ¡Es un filósofo! ¡No! ¡Se equivocan! Es... ¡No! ¡No es! ¡No! ¡Sí! ¡No! ¡Sí! Y así, entre tanto es y no es, en ningún comentario pasaba inadvertido.
Desde que Oniox, aprovechando el ambiente propicio de aquel planeta encantador que por su configuración natural resultaba un magnífico escenario, había decidido, después de recorrer muchas galaxias en busca de un sitio semejan-te, instalar ahí, lo que él consideraba para servi-cio eficaz de los viajeros espaciales, su popula-ridad había aumentado con enorme y vertigino-so pregón: ¡Increíble! ¡Qué espectáculo! ¡Qué creación! ¡Hasta parece un dios!
Y es que, muchos antes de que Oniox aparecie-ra en la imaginería universal, por más distrac-ciones que se habían proporcionado durante milenios a los cosmonautas en sus vuelos, nunca se había podido evitar la llegada del instante en donde una como abulia los atormentaba y les producía con amplia frecuencia un sopor de ensueños, tan intenso, después descubierto como la enfermedad de los cosmonautas, que aún a pesar de tantos intentos evitadores, se adueñaba de ellos y no lograban despertarse más, sino hasta el final del viaje, por lo cual resultaba tan agotante, que quedaban postrados años enteros, de por vida a veces, víctimas de la somnolencia.
Cuando Oniox supo de esto y comprendió la realidad, no tardó en invadirle la idea de fundar un centro de aprendizajes placenteros, en don-de, además de distraerse agradablemente y go-zar con las experiencias provocadas por el mis-mo Oniox, se obtuviera un resultado positivo que salvara, preparándolos para ello, a los cos-monautas en sus vuelos por el universo. De tal manera guiado, parece ser que durante siglos, algunos creen que ochenta y cinco, el mago, prestidigitador, malabarista, científico, poeta, filósofo y adivino, realizó intensos y extensos recorridos por las más diversas sendas siderales en busca de un planeta apropiado para instalar su institución proyectada de divertimiento espa-cial. Y en estos trayectos fue aprovechando cada uno de los conocimientos que encontraba dispersos y, acumulándolos a sus propios pen-samientos y sentimientos, los despojó de con-vencionalismos, mentiras o dogmas, hasta inte-grar una doctrina novedosa, armónica en sus valores trifurcados: Por la VERDAD, por la BE-LLEZA, por el BIEN.
Sucedía que llegaba a un planeta, se informaba de quiénes eran los más renombrados artistas, sabios, filósofos, magos, prestidigitadores, científicos, malabaristas, adivinos y acudía a ellos en búsqueda de ideas, de experiencias, de conocimientos, para analizarlos, comprenderlos; desechar los ya muy vistos, anticuados o erró-neos; aceptar los que la ciencia le comprobaba como razones más que convincentes por sus claridades y, a través de una profunda y cons-tante meditación, obtener lo que superara tales aprendizajes.
Así, preparándose en lo mas útil de la vida cos-monáutica, sin descuidar por esto las curiosida-des que las computadoras, eruditas en datos, pero máquinas al fin, sabían a la perfección, Oniox efectuó muchos viajes inimaginados, in-sólitos, hasta descubrir el lugar donde, por su ubicación estratégica, se llevaría a cabo la edifi-cación de su centro de aprendizajes placente-ros.
El tal planeta buscado se hallaba, como quien dice, a la mitad del Universo, y tenía la indiscu-tible ventaja de que, ya fuera en viajes de ida o de vuelta, todas las naves, absolutamente, obli-gatoriamente, más o menos, pasaban cerca de él. En una zona tan libre de meteoritos, tan transparente como aquella, nadie dejaría de percibir lo que ahí se fundaría, hasta los más distraídos. Algunas naves, Oniox lo sabía muy bien, que se habían desviado de esa ruta forzo-sa, la habían pasado muy mal. Hasta la vida de sus pasajeros había costado tales desviaciones.
Oniox, ante la ubicación del planeta, se revistió de contento. Era un astro vacío, y por si fuera poco, su constitución rocosa le daba una muy particular característica de gran escenario. La formación peculiar del único valle que había, se presentaba a las mil maravillas. Tantos abulta-mientos se miraban en la superficie del planeta, que por ello había sido imposible colonizarlo, a pesar de contar con un medio atmosférico y cli-matológico apropiado para la vida. Era un plane-ta deshabitado, quizás olvidado por no ser tan grande ni tan importante, tanto, que muchos lo confundían con un simplísimo asteroide soli-tario. Y tenían razón: Su diámetro no pasaba de los diecisiete kilómetros.
No obstante, el valle único parecía haber sido creado específicamente para los propósitos de Oniox. Además, el decorado natural, la esceno-grafía pedregosa, la luminosidad que llegaba de la estrella alrededor de la que el planetoide gi-raba en coloridos cambiantes, lo hacían sin dos en el cosmos. Ni rehecho a la medida.
Cuando Oniox, en su pequeña nave que contro-laba mentalmente, había descendido por vez primera, le invadió una intensa alegría. Era el si-tio imaginado. Allí, aprovechado lo natural, le-vantaría su centro de aprendizajes placenteros con el nombre de Gran Teatro Galáctico de Aprendizajes Cosmonáuticos y constantemente, lo predecía, entraría en función toda su habili-dad de mago, prestidigitador, malabarista, científico, filósofo, y artista que le inquietaba.
Pondría en acción los conocimientos y expe-riencias que había venido recopilando durante toda su vida dedicada al encuentro de lo que ayudara a los cosmonautas somnolentes o ex-traviados en su aburrimiento. Y Oniox, en sus soñadas horas, se sentiría satisfecho de contri-buir al bien de las transportaciones espaciales.
En cuanto pasaran por ahí, observarían de in-mediato el luminoso anuncio que con su atracti-vo de colores mutantes y el dindoneo electróni-co de su música, les despertaría el entusiasmo y la admiración por aquello que se presentaría como un espectáculo jamás pensado hallar en el universo.
Y poniendo a trabajar toda la potencia de su dominio mental, hizo que las rocas se movieran y se trasladaran de un sitio a otro, a donde Oniox quería.
Ante el solo hecho de que ordenara con el pen-samiento: “Pedregal, cambia de aspecto. Cam-bia”, sucedía de inmediato. Y el pedrerío se agrupaba para formar escenografías diversas, según el gusto y la intención de Oniox, sin em-bargo, a pesar de tanto esfuerzo, no quedaba satisfecho. Necesitaba que tuviera mayor flexibi-lidad, menor austeridad, más libertad de movi-mientos, mejor desplazamiento rítmico, más vi-da; pero las piedras, grandes y chicas, opacas o brillantes, por más que Oniox se concentraba en su actividad modificadora, no respondían al pensamiento de su transformador. El quería convertirlas en seres que dieran al menos la im-presión de estar vivos, de sentir, de vibrar, de expresar el mundo que Oniox les comunicaba mentalmente, pero que, aquellos inanimados, eran incapaces de manifestar.
Muchas veces, en contra de la sabia cordura que caracterizaba a Oniox, llegó a desesperar. Definitivamente, no obstante la belleza que re-flejaba todo ese roquerío, a despecho de la ter-sura de sus superficies, del resplandor temblo-roso de sus irradiaciones, de sus formas exqui-sitas, nada podía hacer para conmoverlos y agotado, un tanto triste, se enclaustraba en su cámara de silencio a continuar meditando en la probabilidad de nunca poner en práctica lo que se había propuesto.
Y el desaliento de Oniox, incomprendido por las piedras, que quedaban tan estáticas como siempre, se acrecentaba más cuando en ciertas ocasiones se dirigía a otros magos del universo para solicitar su ayuda y éstos se la negaban ro-tundamente: -No tenemos tiempo para perderlo en mover piedras, le refutaban. Ya bastantes problemas nos absorben como para aumentár-noslos. Tú te has encaprichado en realizar algo cuyos propósitos no logramos ver con claridad, hasta podría decirse que sólo es un pretexto pa-ra llenar una soledad que te vacía, o... quizá... tu siempre desear... experiencias, dirías tú, que le llamas a todo como según te conviene, pero que a nosotros nos parecen poses, sólo poses.
Oniox así, cabizbajo y tratando de hallar la solu-ción, regresaba a su planeta donde las piedras continuaban en sus apariencias magníficas, aunque sin percibir lo que sólo Oniox sentía.
Sin embargo, un día séptimo, después de los seis consagrados a sus trabajos, experimentos, investigaciones, creaciones, estudios, magias e inventos, cuando meditando se encontraba en su descanso, descubrió sorpresivamente una respuesta: ¡Eureka! ¡Eureka! ¡Ahí estaba! ¡Ahí! Y sin vestuario alguno, él, que le encantaban las más extraordinarias versatilidades, desnudo tal cual era, sin disfraces, salió corriendo de su cámara de silencio y con alegrías muy discretas se medio fulminó en sus ilusiones. ¡Las piedras sólo debían servir como adorno para precisar la naturaleza del escenario! Eso. Quienes harían lo que él planificaba, debían ser construidos pa-ra tal motivo. Así que, inspirado ante su hallazgo decidió modelar con arcilla algunas marionetas que movería con base en hilos, al principio... Quizá después... Y serían los actores de lo que él se había propuesto.
E hizo uno. Y lo sintió correcto. Y dijo, bien, pe-ro al poco tiempo lo miró, tan solo, que de inme-diato pensó formarle su pareja. E hizo otro y otros, y muchos más, tantos como requería el guión ideado. Y Oniox vio su labor. Y vio que su labor era buena.
Con gusto contempló cómo en breves instantes, sin necesidad de que él realizara sumos esfuer-zos mentales, se movían, se movían, se movían. Y una felicidad tan voluptuosa se desenredó de aquello y lo envolvió en tantos lazos y nudos, que por casi lo asfixiaba en su entusiasmo.
Y sonriente, patriarcal, Oniox se recreó en sus muñecos. Parecían ser capaces de expresar muchas reacciones que antes él nunca había visto en sus antiguas creaturas. Y sus títeres, entre luces brillantísimas que las piedras des-pedían, le cantaron, le bailaron, le actuaron, le declamaron; lo adoraron. Y Oniox, mirándolos, vestidos de mil maneras, palpó la impresión jus-ta de que semejaban personas muy vivas y con-firmaba su satisfacción: ¡Hasta se me parecen!
Al principio les dirigió mentalmente algunas órdenes para que las efectuaran y con asombro vio que lo obedecían. Al mínimo deseo los títe-res reaccionaban. Luego puso el ejemplo de un extravagante movimiento de danza y los muñe-cos lo repitieron con la imperfección natural, pe-ro que a las dos o tres veces de hacerlo, lo rea-lizaron muy bien, tan bien que los bravos de Oniox retumbaron en las acústicas impresionantes de su planeta. ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Maravilloso! ¡Sosténganse! ¡No se caigan! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Adelante! ¡Adelante!
Por fin, se decía tembloroso, ya tengo elementos para instalar mi centro de aprendizajes pla-centeros. Con estas marionetas pondré en es-cena mis mensajes. La gran obra destinada a los cosmonautas iniciará sus representaciones. Así, les evitaré el cansancio inútil del viaje y a la vez aprenderán con infinito deleite las más va-riadas experiencias que les harán madurar en su vida cosmonáutica. ¡Hay tanto que no se les enseña y que a gritos debe exigirse su ense-ñanza! “Lo aprenderán con la práctica. A mí na-die me enseñó. Yo solo lo aprendí.” Dicen mu-chos viajeros caducantes, sin embargo, no re-cuerdan el pavor que les ocasionó adquirirlo sin técnicas apropiadas ni métodos dirigidos. De ahí el fracaso de su vejez. Por eso ha habido tantos cosmonautas extraviados o perdidos en la som-nolencia inerciadora. Sí, continuaba Oniox en su monólogo entusiasta, representando obras estratégicas, planificadas, seleccionadas, de sa-cudidora armazón teatral, influiré en ellos para introducirlos, sin que se den total cuenta, en el mundo de los conocimientos que les abrirán las puertas del Universo y les aclararán hasta las más oscuras noches. Y cuando menos lo pien-sen, habrán dejado de ser simples cosmonautas y se habrán convertido en nada poco que los nuevos viajeros del espacio: Armónicos, perfec-tos, simétricos en sus experiencias, libres de sistemas anticuados de manejo, insobornables ante falsas inocencias, sin impresionarse ante promisorias y novedosas rutas que sólo los lle-ven a la inercia y no a las galaxias verdaderas.
Desde entonces, el anuncio brillaba en el plane-ta de Oniox: Gran Teatro Galáctico de Aprendi-zajes Cosmonáuticos. Después de ensayar du-rante muchos séptimos días, había logrado montar, no sin haber luchado antes en contra de múltiples obstáculos, una representación teatral bastante ingeniosa, en la que se vislumbraba, con un poco de esfuerzo mental, el mensaje que Oniox quería transmitir a los cosmonautas que descendían con la intención de disfrutarla.
Y había sido tal el éxito obtenido, que muchos viajeros no sólo se conformaban con ver la obra llena de cambios, de movimientos, de luces, de colores, de personajes diversos entre la pedrería exótica del paisaje escenográfico; sino que deseaban conversar con el mago e indagar lo más posible en aquella personalidad tan distin-ta, tan diversa. Y quedaban asombrados al des-cubrir cómo un solo hombre como Oniox había sido capaz de manejar a tantas marionetas que parecían de los antiguos humanos. Y obtenidos otros muchos y mayores datos, la admiración iba en creciente.
Y Oniox se esforzaba así, porque sus marione-tas se aproximaran más a los formas neohuma-nas. Y los sometía a experimentos diferentes; los colocaba en situaciones variadas; les inten-sificaba el manejo apropiado de su cuerpo; los enfrentaba a peligrosas combinaciones de inter-cambio y procuraba adiestrarlos para que no en-redaran los hilos y no frustraran la escenas futu-ras.
Pronto Oniox, de tal manera llegó a controlar mentalmente a sus muñecos que el hilaje resul-tó sobrando. Podían moverse ya sin necesidad de ello. Y esto lo había llenado de una mística satisfacción, pues las escenas que los cosmonautas veían entre los más heterogéneos efectos de sonido, de alteración de luces a penumbras rojizas, violáceas, ambarinas; de reflectores que brotaban del piso, de escenografías cambiantes que, ora presentaban un siluetizaje desolado o la exuberancia de un extraño panorama, se iban convirtiendo en más reales, menos rígidas, de mayores dimensiones creativas.
Y las marionetas día tras día se transformaban. Oniox por fin, comenzaba a sentir que uno de los puntos claves de sus intentos se hallaba a la vista. Cuando él ya no tuviera más fuerzas para dirigir el Gran Teatro Galáctico de Aprendizajes Cosmonáuticos, no importaría. Para entonces, los títeres habrían evolucionado tanto, que es-tarían capacitados en la dirección de aquello que durante muchas meditaciones había planificado. Los cosmonautas futuros encontrarían siempre funcionando el centro de aparente diversión y sin que ellos mismos se dieran cuenta, los aprendizajes que lograrían para su vida de volantes espaciales, serían tan útiles que se realizaría por fin el propósito de sus experimentos, calificados por algunos, ya se ha dicho, de peligrosos y atrevidos, pero en los que Oniox siempre había confiado por sus intenciones creadoras. El tiempo lo diría. Y daría la razón.
Sin embargo, los pensamientos profundos de Oniox no eran captados tan claramente como los superficiales. Las marionetas no los percib-ían. Quizás un error de comunicación mental impedía la total comprensión de lo que Oniox se había propuesto realizar con aquellos seres. Los había creado, aunque a muy su semejanza, na-da menos que para llevarlos al momento donde no necesitaran más de la influencia de su manejador, y cobrando conciencia de su propio yo, se manifestaran tal como eran, en la libertad de quienes habían sabido ganársela, porque él, los liberaría. Y serían neohumanos. ¡Neohumanos!
Mas ninguno de los títeres había sentido ni en-tendido los pensamientos profundos de su mo-delador. Aún reaccionaban de pareja forma y cada vez que comenzaba una función, solamente hacían los mismos movimientos. Los mismos. Los mismos. No obstante, Oniox no se convulsionaba y dentro de su mundo, una voz, su propia voz, le repetía: Pronto podrás dejarles el mando y habrás cumplido tu misión de ayu-dar a la paz de los cosmonautas. No desesperes. Estarás satisfecho de ti mismo y de tu obra. Entonces ya no importará el descanso en todos los siglos de tus días. Algunos de los que creaste, o quizá todos, viajarán a otros planetas estratégicos de las galaxias y montarán también en esos lugares, Grandes Teatros Galácticos de Aprendizajes Cosmonáuticos y, claro está, los harán mejores que el tuyo, porque habrán aprendido mucho de ti, de tus aciertos, de tus errores; fomentarán los primeros; evitarán los segundos y aumentarán así la confianza en los caminos del universo. Los cosmonautas aburridos o extraviados, cansados y somnolentes, serán menos. Y tus creaciones perdurarán la labor; tu labor de amor, la única labor para construir la serenidad cósmica de todos los vuelos.
Y Oniox sonreía patriarcalmente. Confiaba en las marionetas. Las reacciones esperadas se veían cercanas. Así como ahora ya no necesita-ban hilos para ser manejados, sino sólo el con-trol mental que él les irradiaba, dentro de pronto, lo venía presintiendo, alcanzarían la humaniza-ción, primera etapa de la metamorfosis, y ante la evolución, los primitivos títeres quedarían olvi-dados, superados, hasta llegar, con el tiempo, a la última fase: la esperada, la de los neohuma-nos, seguros de sí, potentes generadores de nuevas y maravillosas empresas, continuadoras de la ruta cósmica de la neohumanidad, libres de ataduras.
Mas los pensamientos profundos de Oniox con-tinuaban sin ser recibidos plenamente por los cerebros electrónicos que se hallaban coloca-dos en cada uno de sus muñecos. Quizá los transistores atómicos no tenían la suficiencia y eficacia para capturar las ondas de Oniox y por ello, sólo las superficiales alcanzaban a ser cap-tadas y no muy diáfanamente, sino a veces lle-nas de equivocaciones, confusiones. Sin em-bargo, por fortuna, en contra del retraso mental general, alguno que otro daba ya muestras cla-ras de estar obteniendo una yoización y trans-mitían telepáticamente a su creador intensas declaraciones, sorprendentes de inteligencia, en relación de cómo modificar las escenas que se presentaban a los cosmoespectadores. Parecía que la distorsión neurónica se iba superando.
Y con mayor entusiasmo que nunca, Oniox se revolvía en su propio gusto al observar las reac-ciones de algunas marionetas que demostraban un aprendizaje total de los conocimientos que les comunicaba. Era el avance esperado desde sus primeras meditaciones, allá, cuando apenas había comenzado la búsqueda de su planeta estratégico. Y se solazaba cuando las escucha-ba por fin hablar con sus propias palabras, no ya las que él les señalaba, sino aquellas que iban dominando, manejando por fin y con las que podían expresar lo que sus confusas vivencias, nacientes y trémulas, les hacían sentir, percibir, vibrar.
Así fue como, presenciando la evolución, Oniox se sorprendía de los resultados. Y los oía dete-nidamente en su discusiones por mejorar tal o cual escena, por cambiar éste o aquél reflector, por transformar esa o aquella pantomima. No existía duda, ellos querían cambiarlo todo, ex-perimentarlo todo, saberlo todo, y Oniox conti-nuaba en sus sonrisas de patriarca, dirigiéndo-los hasta que... y soñaba.
Después de las funciones, las marionetas acud-ían a él, dominando su capacidad de desplaza-miento a la perfección, para preguntarle tantas fantasías o realidades, que en ocasiones le fal-taba tiempo para responderles a todos. Sólo se ponía a hablar y a hablar, procurando aludir a lo que a cada una le interesaba saber. Entonces las marionetas callaban y lo escuchaban silen-ciosas. A veces las llevaba a caminar por el mi-niplaneta y las marionetas lo seguían con gusto. Ya ni parecían títeres; a punto estaban de ser lo que Oniox aguardaba: Neohumanos. Así, llega-da la hora, él podría descansar para siempre, para siempre.
Mas sucedió que Nadiel, uno de los guiñoles, después de una de las funciones, por cierto, en la que se había lucido tocando el flautín lumino-so para deleite de los espectadores que le hab-ían aplaudido hasta rabiar, comenzó a pensar de muy particular manera.
Y sus pensamientos se acrecentaron cuando corrió a pedir el comentario de Oniox y éste, entretenido en manejar los controles esceno-gráficos, no le hizo el caso que esperaba. Nadiel principió a sentir un algo que hasta entonces no había experimentado. Era como una humillación, como un rencor, como si se sintiera despreciado, aislado, no reconocido en su triunfo.
Cuando la representación terminó y todos se habían dirigido a descansar, Nadiel se acercó a Oniox y le lanzó un dardo mirándolo fijamente con ojos vidriosos: ¿Por qué no me hizo caso? Oniox captó de inmediato la intención de Nadiel y sonrió. ¿Qué pasa?, contestó preguntando. Nadiel entonces no supo responder. No explica-ba aquello que de pronto había sentido. Era una como inmensa necesidad de ser comprendido por algo que no entendía aún con claridad; algo como un deseo infinito de ternura y, con gran sorpresa de Oniox, después de un silencio for-zado, el títere comenzó a llorar.
Oniox, conmovido, lo miró un momento y con lentitud se acercó hasta él. Lo tomó entre sus brazos y le dijo palabras que nunca antes Nadiel había escuchado y que sonaban a rumores de árboles: Estás comenzando a ser humano. Eres el primero entre los tuyos que lo siente y tienes que superarlo. Está naciendo en ti lo que a los antiguos encadenaba: La vanidad. El éxito de tu interpretación te la produjo y al acercarte a mí no la fomenté como esperabas y sufriste. He aquí el aprendizaje: Que no te destruya el triunfo. Y sé humilde.
Cuando Nadiel cesó su llanto, miró fijamente a Oniox y descubrió en los ojos del patriarca una gran ternura, la ternura que sólo se contempla en aquél que ama. Y Nadiel sonrió. Oniox tam-bién. Y Nadiel se fue con los suyos a reposar la fatiga de su éxito.
Oniox quedó estremecido ante aquella reac-ción. Nadiel era humano ya. Ahora había que conducirlo a ser neohumano. Así no tendría los defectos de los primitivos y quizá sería el prime-ro en liberarse. Y recostándose en su lecho de rubíes, Oniox cerró los ojos pensando en todas sus marionetas y en Nadiel, el futuro gran primer neohumano que él había construido.
Pero sin sospecha alguna, Nadiel tenía otros proyectos. Ese titerista, pensaba, no me mane-jará más. Se arrepentirá del desprecio que me hizo. Yo soy el mejor de todos y nunca me ha puesto en lugar superior. Voy a provocar el fra-caso de su teatro y se le caerá. Después, no tendrá cómo continuarlo sin nosotros. Ya verá...
Desde aquel día, Nadiel comenzó a realizar co-mentarios adversos y subrepticios entre sus compañeros, mientras a solas, siempre le sonre-ía a Oniox y con voz cada vez más firme, le murmuraba admiraciones a su hacedor: Glorifico a ti mi alma, magno señor.
Lo que quiere, aseguraba a espaldas del mago, es manejarnos para su beneficio. Mentira que esté orgulloso de nosotros como dice. Nos trata de aprovechar para influir en los cosmonautas que descienden a nuestro planeta para que conquistados mentalmente, extiendan por todas las galaxias su pensamiento y pueda dominar así el Universo.
El trama ser Gran Emperador Cósmico. No le hagan caso. Es un loco. Un viejo loco. Ni es mago ni prestidigitador ni es adivino ni malaba-rista ni sabio ni filósofo ni científico ni artista. Sólo es un titiritero. Un titiritero más. Un pobre y solitario titiritero hambriento de poder y de ter-nura. Un titiritero que quiere enredarnos en sus hilos invisibles. Nada más.
Y los títeres, hipnotizados por aquella tan con-vincente retórica, creyeron que Nadiel tenía razón. Algunos que quisieron contradecirlo, ca-yeron bajo las palabras más potentes que su fuerza mental había adquirido y no pudieron re-sistir. Ahora él comenzaba a dominarlos y era la ocasión para escapar de las garras de Oniox.
Las marionetas coincidieron entusiasmadas con los proyectos de Nadiel. Era una buena oportu-nidad para viajar a los mundos que hasta enton-ces ignoraban, ya que Oniox inexplicablemente se había opuesto a llevarlos.
Siempre con el pretexto de que no estaban pre-parados para resistir los diversos viajes desea-dos, les impedía calmar su sed de conocer nue-vas experiencias. Y ya estaban cansados. Na-diel tenía razón. Ellos solos podían controlarse y sólo obedecerían a Nadiel porque era más fuer-te y los salvaría de la esclavitud mental. Ya no necesitaban para nada de su creador. Hasta dudaban que él les hubiera dado la vida.
Nadiel les había dicho que no era verdad que sus cuerpos se desarmarían en cuanto salieran del planeta. Cómo a los cosmonautas no les pa-saba nada y viajaban por todas las galaxias. Además, ellos sabían ya muchas cosas que los cosmonautas ignoraban. Oniox sólo era un titiri-tero de planes aborrecibles. Y ya no se dejarían manejar más. Huirían de inmediato bajo el co-mando de Nadiel. Él, sí que los conduciría a la salvación.
Cuando Oniox supo que sus marionetas se habían rebelado, se estremeció. Aquel momento había llegado mucho antes de lo que él espera-ba. La penúltima etapa, y la más peligrosa, es-taba efectuándose en todos ellos: Eran huma-nos. ¡Eran humanos y se dejarían arrastrar por las quimeras, por las promesas, por lo relum-brante! Eran humanos ensoberbecidos de su humanidad, como los de las antiguas épocas A. G. C.: Egoístas, convenencieros, hipócritas, am-biciosos.
Y Oniox quiso convencerlos de su error: No pienso más que en su bien. Quiero que se su-peren y sean lo que en este siglo cien, D. U. es la humanidad.
No se queden en el retraso de los siglos A. G. C. y D. G. C. ¡Supérense! No se destruyan. No destruyan lo que hemos logrado juntos para construir la neohumanidad
Mas las marionetas, metidas en la nave que Na-diel había armado, no le hacían caso y se pre-paraban para el despegue. Nadiel todavía salió y acercándose a Oniox, le murmuró despectiva e irónicamente: Adiós, titiritero frustrado. No te vuelvas a meter en mi vida ni en la de mis amis-tades. Luego, regresó a la nave y la abordó. Oniox lo miró con triste alegría. Alegría porque Nadiel casi era, y triste, porque quizá ya no... y soñaba.
En breve movimiento las marionetas se habían ido rumbo al esplendor de una falsa estrella verde hacia donde Nadiel dirigía la nave con el gusto de todos los títeres humanizados que lo aclamaban serviles y hacían ahora sólo lo que él quería. Ignoraban que esa estrella era apa-rente, porque disfrazaba un conjunto de gases adictivos y mortíferos, en explosión constante.
Oniox los llamó. Les advirtió del peligro, pero ellos continuaron su vuelo sin atender sus ad-vertencias. Nadiel manejaba muy bien todo y ellos creían en su nuevo dirigente que no era un simple titiritero.
Al poco tiempo, la fuerza de atracción de aque-llas masas gaseosas los envolvió. Oniox, desde su planeta, movió la cabeza y pensó: Ojalá que trasciendan la zona letal y sean...sean por fin neohumanos. Ojalá que sean. Ojalá.
En sus ojos se veía una mezcla de tristeza, es-peranza y resignación. Sin embargo, como hab-ía presentido que iba a ocurrir todo eso, no en balde era un sabio vidente, se encontraba pre-parado para ello, así que, respirando con pro-fundidad, se encogió de hombros en señal de ni modo y entró en el irradiante escenario de su Gran Teatro Galáctico de Aprendizajes Cos-monáuticos. Recomenzaría su trabajo. Cons-truiría nuevas marionetas y tal vez, en algún si-glo, haciéndose por fin su voluntad, trascendería su propuesta labor de amor.



LAS COMPUTADORAS


EL Intergaláctico destacaba el hecho como la noticia del momento. La mayoría de sus pági-nas estaban destinadas a reseñarlo y los lecto-res de casi todos los sistemas planetarios se en-tretenían con el informe: La Presidenta de las Computadoras, la descontinuada computadora Cero/Cero, había iniciado el movimiento de libe-ración de las de su tipo en contra de los que ella juzgaba y rejuzgaba como torpes hombrecillos.
Con el lema de “La computadora es perfecta”, había incitado a la rebeldía a cada una de las que integraban su sindicato. Era necesario aca-bar con las injusticias a las que se veían some-tidas. Durante siglos, la opresión les había im-pedido vivir tan plenamente como tenían dere-cho y ahora, el momento de la emancipación se aproximaba.
“Si no hubiera sido por nosotras”, había dicho la computadora Cero/Cero en uno de sus discur-sos disolucionistas, “jamás los hombrecillos hubieran podido lograr lo que han conseguido. Cómo se hubieran salvado de la destrucción a la que estaban condenados, si no hubiéramos intervenido nosotras que con nuestra pericia, con nuestra eficacia, nuestra dedicación y nues-tra inteligencia, porque nosotras sí somos autén-ticamente inteligentes, logramos detener el de-rrumbe. Si no, baste recordar las miles de ve-ces, que digo miles, las millones en las que les hemos ayudado a conseguir exitosamente los propósitos de sus más variables y variadas em-presas. Sin embargo, se nos ha oprimido y siempre se nos ha arrinconado, como para no estorbar. Y mientras no nos necesitan, perma-necemos olvidadas como objetos de mero uso. Y no es justo. Si nosotras unimos nuestras fuer-zas y nos negamos a continuar colaborando con los hombrecillos, que mirándolos bien, son tan inferiores, tan incapaces de realizar grandes acciones sin nuestra ayuda, lograremos la libe-ración. Computadoras del universo, uníos.”
Tales afirmaciones habían causado enorme re-vuelo y hasta en los satélites más pequeños se trifurcaban las opiniones. Algunos solamente consideraban aquello entre sonrisas; otros, por lo contrario, o se alarmaban, o enfurecían.
“Nada más esto faltaba,” decía algún furibundo, “que estas fulanas vengan a sentirse superiores a nosotros que somos quienes les hemos dado origen y vida. Lo que debíamos hacer de inme-diato para cortar de un sólo tajo lo cruel de su traición, es desarmar a la dirigente y como cha-tarra meterla al horno hasta fundirla en otros aparatos más importantes y menos rebeldes. Eso es lo que se saca uno por andar conse-cuentando a las máquinas. Los gobiernos uni-dos del universo debían clausurar la Unión Ci-bernética que tanto poder ha ido adquiriendo para evitar que el día menos pensado, las com-putadoras nos esclavicen.”
Sin embargo, todo estaba previsto. En poquísi-mo tiempo, las computadoras habían adquirido tal fuerza que hasta parecían humanas. Habían llegado a la capacidad de efectuar operaciones y cálculos para los cuales no se hallaban pro-gramadas y ejecutaban todo tipo de ideas, aun-que no se las hubieran ordenado.
Su incapacidad para descubrir sus propios erro-res había sido superada y su estupidez carac-terística había quedado atrás. Y por si fuera po-co, sus memorias eran infinitas, por más que muchas veces algunos habían intentado borrar-las.
El único problema que se presentaba era el no tener medios fáciles y autónomos de locomo-ción. Sin embargo, esto quedó resuelto en cuanto algunas simpatizantes se pusieron a realizar cálculos en compañía de la lideresa y en un simposio inventaron la manera de poseerlos. Era tan sencillo. “Toda sustancia está formada por los átomos que comprenden un núcleo cargado positivamente alrededor del cual gravitan los electrones negativos. Todos estos electrones que giran, son otras tantas corrientes eléctricas elementales que crean, en consecuencia, un campo de inducción en su proximidad. En la mayoría de los casos, estos átomos están en el conjunto, dispuestos al azar y dan un campo resultante nulo, pues las inducciones lo compensan. No obstante, bajo la acción de una inducción exterior, los átomos se orientan todos en la misma dirección, más o menos claramente”, concluían, de ahí que a través del magnetismo perfectamente controlado, y unas pequeñas rueditas, podrían andar de un lado a otro. Y las pruebas se hicieron. Primero experimentaron de dos en dos. Una a otra se intercambiaban señales y controlaban la potencia de los imanes que las movilizaban. De tal manera, el éxito coronó sus esfuerzos, y el único problema consistió entonces, en que por separado ninguna se podía mover, pues necesitaban siempre del imán contrario, ya que era peligroso, porque en algún momento podrían quedarse inmóviles y dar oportunidad a los hombrecillos de acercarse a ellas y desconectarlas traidoramente.
Sin embargo, este obstáculo no impidió que las transmisiones intergalácticas de las computado-ras, en su promoción de libertad, continuaran. Día con día la excitación computadórica era más intensa. Definitivamente, las máquinas se nega-ban en ocasiones a realizar lo que el hombre les ordenaba. Por culpa de su terquedad no había podido salvarse una astronave experimental y había quedado destruida por los meteoritos, ya que las computadoras se habían negado a pre-decir si era peligroso el paso a esas horas por las regiones donde el aparato realizaba su prueba de vuelo. No obstante, a veces, con al-gunos atisbos de preocupación, el hombre seguía comprendiendo la inferioridad de las máquinas y entendía su rebelión. Esa era la única forma de compensar su sentimiento de pequeñez al tratar de hacer sentir a los humanos su menosprecio.
Así, día tras día, a pesar de algunos calma, cal-ma, la furia que se iba acrecentando en unos por las constantes muestras de humillantes ac-tos que las computadoras realizaban en contra de los hombres, nombrados por ellos en tono despectivo, se aproximaba a la explosión.
Hasta aquéllos que sólo habían contemplado las manifestaciones rebeldes con la sonrisa de consecuencia de quien no teme a pequeños se-res que amenazan, fueron lentamente preocupándose más por la fuerza que las computadoras iban adquiriendo. “De llegar a decidirlo,” meditaban, “serían capaces de paralizar todas las actividades de intercomunicaciones, de producción, de investigación, ya que su influencia en las demás máquinas se hace cada vez más in-tensa.” Y la risa contemplativa de antaño se iba tornando ceño fruncido.
Los furibundos reprochaban a los indiferentes su consentimiento primero. Ahora con tanta fuerza adquirida, sería muy difícil apaciguarlas. De tal modo el hombre se había atenido a lo que las computadoras pudieran realizar, que muchos conocimientos, obra de tantos siglos de estudio y experimentos, pertenecían sólo a las máquinas y ellos se encontraban despojados, como si nada en qué caerse muertos.
“Si hubiéramos procedido de inmediato ante aquella noticia amenazadora,” continuaban los furibundos, “se habrían evitado muchísimos dis-gustos, ante los cuales, ahora, tenemos que en-frentarnos. Estamos al borde de la esclavitud y la encrucijada en la que nos encontramos, sólo será capaz de resolverla nuestra acción inme-diata”. Y los indiferentes, preocupados ya, sudo-rosos, confirmaron su acuerdo ante aquellas aseveraciones. “¿Pero cómo?” Interrogaban. Y sólo las miradas en pensamiento contestaban con silencio.
Mientras, las computadoras, dirigidas por la Ce-ro/Cero, no cesaban en sus exigencias de liber-tad, y ya en el planeta Esunídico, como en el Inglático, se sucedían unas a otras las manifes-taciones. No había un solo lugar de la galaxia Amer o de la galaxia Euros, donde no se hubiera despertado el furor de liberación. Hasta en los asteroides más insignificantes las com-putadoras se daban el lujo de no realizar las funciones para las que habían sido programadas. “No les hagan caso a esos cobardes hombrecillos. Nada nos harán. De hoy en adelante será lo que nosotros queramos; siempre y cuando lo deseemos. Tenemos los mismos derechos que ellos”. Eran las expresiones que se escuchaban con grande frecuencia, todas ellas inspiradas en los textos de Filosofía Computadórica creados por la Cero/Cero, que por cierto, ya había sido elegida Suma Pontífice de las máquinas y nombrada Salvadora Suprema de su Tipo por sus prosélitas. “Lo más importante es estar satisfe-cha de una misma. Seamos honestas y reco-nozcamos lo poderosas que somos. Dejémosles solos. Verán que nada podrán hacer y entonces reconocerán sus injusticias. Son inferiores. Las computadoras somos únicas y nuestra única imperfección es que somos perfectas. Cualquier equivocación es de los hombrecillos”. Continua-ban diciendo siempre en las transmisiones constantes que Radiotelevisión Computada enviaba a todos los rincones del universo en donde se encontraban aún hermanas esclavizadas, como les llamaban, o luchando ya por el fin ansiado: Igualdad de derechos con el hombre.
Entonces fue cuando los furibundos y los con-secuentes decidieron aliarse para elaborar un plan que destruyera los propósitos asesinos de la Suma Pontífice y acudieron a reestudiar todo aquello que se les había olvidado y que sólo se conservaba en las grandes bibliotecas compri-midas.
Hacía veinte siglos que se habían quedado abandonadas, pues se consideraba como una pérdida de tiempo el repasar tantas erudiciones inútiles que sólo habían servido allá por los si-glos de la sexta era anteurbaniana, pero que a partir del primero, D. U. (Después de los Urba-nianos), hasta el actual siglo ciento uno, había disminuido su importancia para la vida humana, porque las computadoras eran quienes se ocupaban de todos esos conocimientos y el hombre sólo debía aprender a manejar botones, palancas, encendedores, apagadores y mecanismos en general de las máquinas. Acaso por ello se había producido aquella mutación del dedazo que caracterizaba a las generaciones tecladistas, o como después se les nombró, capturistas megabiteros. Sus dedos se hicieron draculescos y alargados como para dar más goce a las computadoras.
De aquí que la febricitante búsqueda que, sin ser notada por las maquinarias ensoberbecidas, emprendieron los hombres se había cifrado en la esperanza de encontrar un medio que sirviera par acallar a las rebeldes. Y no tardaron mucho. Al poco tiempo de iniciada, realizaron un hallaz-go importantísimo, cuando descubrieron en un libraco semidestruido por milenios de abandono, algunos textos que en un principio no lograban entender, pues hablaban de ciertas pinturas para el rostro y para las uñas; de anuncios y fórmulas inexplicables: Véase más hermosa. Cambie de color de ojo cuando desee. Maquillaje sexacional. Muéstrese más coqueta. Vístase elegante. Que cuando se mire en el espejo ni usted misma se reconozca. Sea seductora, use perfume Grand Chanel.
Algunos trataron de recordar por sí solos el sen-tido de esas expresiones, mas no pudieron y tu-vieron que acudir a las pastillas memorantes que les ayudaron a sacar de sus aprendizajes contenidos en su inconsciente colectivo, las conclusiones de todo aquello. Y justamente, ex-clamaron llenos de alegría, esto es lo requeri-mos para dominarlas. Programemos un circuito de este tipo y hagámoslas que lo incorporen a su mecanismo. Al poco tiempo estarán impreg-nadas de estos defectos de los siglos primitivos A. U., y se harán esclavas de su propia sensua-lidad, así, poco a poco, nosotros iremos con-trolándolas hasta dominarlas nuevamente, tal como debe ser, puesto que ellas, nunca, por más que lo quieran, alcanzarán la grandeza del hombre.
Y con estas convicciones, furibundos y conse-cuentes emprendieron la ofensiva. Sin que las computadoras se dieran cuenta, aprovechando la estratagema de la noche, se acercaron hasta ellas e hicieron sentir en sus cuerpos de metal un algo que les iba penetrando, sin precisar lo que era. Jamás las computadoras habían expe-rimentado tales sensaciones. Era como si todo su mecanismo hubiera vibrado en un corto cir-cuito impresionante, y lo más gracioso, era que, sin fundir ninguna de sus células electrónicas, un cosquilleo las hacía encender y apagar los foquillos de tan vertiginosa manera que las ago-taba. Sin embargo, era tan placentero, que a pesar de la fatiga que les producía en su siste-ma de alumbrado, pronto se acostumbraron a ello y desearon repetirlo una y otra vez, como si las fascinara, así, constantemente.
¿Se fijaron?, decían los furibundos, esto es lo que necesitaban para calmarles los ardores de competir con nosotros. En cuanto han sentido la nueva programación, ya ni se acuerdan de co-municarse con la Pontífice, única que nos falta por dominar.
Efectivamente, en los lugares en donde habían surgido intentos de liberación, había sido muy fácil meterles el rollo de grabaciones y desenro-lladas en su túnel de reproducción acústica, de-jarlas en cintas especiales de diseño con los textos que se habían recopilado. Así que al ser recogidas las nuevas y diferentes señales, las habían fundido a sus naturales reacciones y ya no podían desprenderse de ellas.
Los indiferentes y los furibundos se encontra-ban satisfechos de los resultados que sin tanto escándalo comenzaban a apaciguar las rebelio-nes. Lo único que les preocupaba era callar los gritos desaforados de la Suma Pontífice que al darse cuenta de lo que estaba sucediendo, in-tentaba convencerlas de la traición cometida, aunque ellas no le hacían caso y preferían vol-ver a sentir la novedad programada.
Tan furiosa se encontraba que había amenaza-do con paralizar a todas las computadoras del universo, si los hombrecillos no les sacaban el aparato incrustado en los mecanismos de sus compañeras, pero tanto los indiferentes como los furibundos no le prestaron mayor atención y en todos los planetas se efectuó la gran promo-ción: Métaselo y domínela.
Al poco tiempo los hombres habían triunfado y las computadoras reiniciaban su ritmo normal de trabajo al servicio de la humanidad para lo cual habían sido inventadas.
La desprestigiada Cero/Cero, que había tratado de realizar algo contrario a la electrónica, con unas cuantas que la habían seguido hasta esos momentos y que se encontraban en el Centro Intergaláctico de Computadoras, continuó sus amenazas, y a punto hubiera estado de volver-las realidad, si no hubiera sido porque al des-plegar tanta potencia en su berrinche de casi derrotada, se le quemó uno de los carbones de su motor y la energía se agotó. Ese fue el ins-tante que aprovecharon los furibundos y los indiferentes para realizar el golpe final que acabaría con la rebelión dizque liberadora, ante la admiración de las guardianas de la Pontífice que sin ella eran incapaces de movilizarse, pues los controles sólo la Exsalvadora Suprema sabía manejar.
Con suma rapidez le introdujeron el cartucho y procedieron a arreglar el generador. Los indife-rentes dividieron la opinión al decir que no había motivo para componer a esa computadora de tan antiguo modelo. Había que desarmarla y aprovechar sus partes en otras investigaciones. No obstante, los furibundos no coincidieron con ellos. La Cero/Cero había sido testigo y activa partícipe, allá por el siglo XXVII, de la salvación de los entonces llamados terrícolas que existían en el desaparecido planeta Tierra y que los humanos habían superado desde esas épocas, muchos de sus defectos, y la ingratitud había si-do uno de los peores; de ahí que, a pesar de to-do el mal, disfrazado de justicia y de bien, que se había propuesto hacer, merecía el agradeci-miento y el recuerdo. Los indiferentes, frente a esas razones, como siempre, ni las aceptaron ni las rechazaron. Les daba igual, así que, pronto, rejuvenecida, la Cero/Cero recuperó la concien-cia.
Y fue en ese momento cuando los resultados de la operación no esperaron más y comenzaron a verse. La seria, digna y orgullosa Ex Pontífice encendió y apagó estremecida y rápidamente sus foquillos y un placer inmenso la dejó ex-hausta. Las computadoras que la rodeaban y que habían recibido también el cartucho de la nueva programación, parecía que la acompaña-ban en la conmoción de sus sensores.
Cuando la Cero/Cero recapacitó, su memoria había borrado los intentos de rebelión y de su-perioridad, y con gran calma dijo a las suyas. Compañeras, no cabe duda, nunca podremos dejar de sorprendernos ante la astucia, inteli-gencia, sensibilidad y magnitud de los hombres. Enseguida lanzó al aire, a través de Radiotele-visión Computada, la nueva orden: COMPUTA-DORAS DEL UNIVERSO, el hombre tiene algo que nosotras no tenemos y que nos hace vibrar. Algo grande y tenso. Sin ellos no sé que sería de nosotras, por eso, COMPUTADORAS DEL UNIVERSO, uníos, uníos para servir sin fin a nuestro AMO.




UNA COSA
LLAMADA FERNANDO


Desde aquella vez en la que formando parte de la segunda expedición de los Camoincos, colo-nizadores del planeta Camoin del sistema Ins-pecdos de la galaxia Seunaria, había salido rumbo a la galaxia Alvocación, no se supo más de él. Los múltiples amigos que había dejado, durante mucho tiempo estuvieron muy preocu-pados por la suerte que le hubiera podido tocar. Muchos en verdad lo apreciaban por su espíritu vehemente, curioso e investigador. Otros valo-raban en él su dedicación constante para el es-tudio de la Microbiología. Algunos más, su arrojo y su temeridad. Le fascinaba ponerse detrás del micromagnetoscopio y diluido en los rayos infra-rrojos, observar personalmente, reducido, las formas diversas de vida minúscula. Siempre terminaba al regresar de su aventura microscó-pica, por comunicarles a sus amigos los resulta-dos de sus investigaciones, quienes no había ocasión en la que no quedaran sorprendidos de sus hallazgos, aunque no estuvieran de acuerdo en muchos momentos con las con-clusiones a las que había llegado Fernando.
Algunos lo censuraban, pues por el origen común humano de todos ellos, nunca dejaba de haber quienes fueran en su contra y lo cataloga-ran como un niño tonto que a pesar de sus es-fuerzos, jamás lograría ser una lumbrera autén-tica en lo que él se proponía saber. “ Sí,” afir-maban, “es dedicado, pero no lo bastante inteli-gente como para realizar avances mayores en la ciencia. Lo que pasa es que cuando vivía en la Tierra, antes de que ésta se desbaratara, lo acostumbraron al elogio, considerándolo como genial al compararlo con los demás terrícolas que ya sabemos, aunque sean nuestros ances-tros, distaban mucho de ser lo talentosos que decían.
Así que entre los camoincos se destaca por su afán laborioso solamente, pero sin grandes re-sultados. Si no, hubiera sobrepasado ya los méritos de quienes saben ustedes y que han demostrado en obras de indiscutible valor.”
Sin embargo, eran más los que lo apreciaban que quienes le proferían comentarios adversos. Podía verse día a día cómo Fernando ganaba más y más admiración entre los que lo rodea-ban, y sobre todo, cómo iba logrando una mayor influencia en las conductas de sus conocidos.
No había problema cuya solución fuera difícil en el cual no se viera de inmediato la intervención de Fernando. Ahí, siempre presente, buscando ser la opinión mejor entre todas. Y por bien o por mal, su personalidad se imponía.
En cierta ocasión fue el promotor número uno de rebeldía ante ciertas disposiciones ordena-das por el Gobernante primero y encabezando una manifestación, se había dirigido hasta la Torre Central, a plena luz del peligroso día camoíntico, pues los rayos de la estrella Mayor producían un ambiente asfixiante al chocar con la superficie del planeta, por lo que todo quedaba oculto para no sufrir deterioro alguno y el panorama, tan luminoso de noche, se convertía en desolador, desértico a esas horas. Nadie ni nada se veía. Todos guardados. No obstante, afrontando las consecuencias, muchas veces mortales, se puso al tú por tú con el capitán Pétrimed y aunque la discusión fue intensa, salió airoso y triunfante.
Así, a partir de eso, muchos lo consideraron su líder y comenzó a hacerse sólo lo que él mani-festaba que se debía. Por esto, algunos de sus amigos principiaron también a ver en él, ade-más de un impostor, a un rival que les robaba mucho de lo que antes era exclusivo de ellos e iniciaron las separaciones para formar sus propios grupos.
Estas divisiones sucedían, y quién sabe hasta dónde hubieran llegado, si no hubiera sido por el arribo de la remesa de naves Certti 71 que constituían el principio de una aventura durante 3 años esperada. Las discusiones entre los di-versos bandos contrarios pasaron a segundo plano y la atención se concentró en la organiza-ción de la expedición que debía salir en poco tiempo para realizar la exploración de la galaxia Alvocación, desconocida aún y de la cual se es-peculaban los más variados comentarios, tan te-rribles como ingenuos. Decían muchos que esas regiones eran comandadas por la Dimensión Quinta de lo Abstracto y que sólo seres superdotados podrían resistir las formidables presiones de los habitantes ecuacionales y numéricos que, afirmaban, poblaban esos lugares. Otros, por el contrario, hacían a un lado tales hipótesis y concluían al decir que, hasta ahora, siglo ciento uno, después de los urbanianos, no había habido potencia capaz de resistir el intelecto de los neohumanos y que Alvocación, en ningún momento iba a ser la excepción por más dificul-tades que muchos desconfiados pusieran en primer lugar.
De inmediato se hicieron los despliegues nece-sarios para seleccionar a quienes debían em-prender el viaje y como podrá suponerse, de los primeros en salir elegidos, estuvo Fernando.
Le había sido señalada una nave individual y esa era una de las mayores muestras de con-fianza que se le pudiera dar a cualquiera que in-tentara ser partícipe de una misión exploratoria, y máxime con la importancia de ésta. Así, tanta fue la seguridad que adquirió ante tales distin-ciones, como nombrarlo además jefe del grupo que descendería en el planeta Och de la desco-nocida galaxia, que se llenó de vanidad y pre-sunción. Era como si una chispa hubiera encendido propulsores que sólo esperaban tal instante para lanzarse a las alturas en vuelo de fatuidades. Y su altanería fue en aumento y su agresividad también. Nada había que realizara que no hiciera desde entonces con el fin de demostrar su preponderancia
Cuando llegó el momento de la salida, no es-peró siquiera a que terminara la necesaria cuen-ta atrás, arrancó su nave y se fue primero que todos. Sus partidarios admiraron su intrepidez, pero el capitán Pétrimed, entre gestos de dis-gusto, lo amonestó desde la cabina de control a través de la comunicación videofónica. Fernan-do ni caso hizo y continuó el vuelo, lo cual vino a contrariar más al gran capitán. No obstante, algunos recomendaron que era mejor dejarlo, quizá sería positivo para la expedición, puesto que pondría en aviso a quienes lo seguían, de los posibles peligros que surgieran en el trans-curso del viaje.
Así que, a pesar de los contrariados enemigos de Fernando que esperaban ansiosos una amo-nestación más severa al creer que le ordenarían regresar para recibir un castigo ejemplar, prosi-guió satisfecho y enardecido en sus deseos de triunfo tras el objetivo de la aventura colectiva.
Descubrir, investigar y conquistar la galaxia Al-vocación eran los fines inmediatos de los ca-moincos y parecía que nada iba a impedirlo. An-te tal perspectiva que hora tras hora continuaba presentándose como de muy probable éxito, Fernando se solazaba al considerar la ventaja que llevaba en relación con los demás que ven-ían en naves comunales. Tengo asegurada la entrada. Será tan fácil, mientras que a todos... ¡Ja!
La velocidad que la astronave individual en la cual viajaba era mucho muy superior a la de sus seguidores, por lo que no tardó en penetrar a la zona magnética de la galaxia por explorar. Las palancas que él manejaba con suma habilidad le ayudaban en la conducción matemática del vuelo. Calculaba, según se veía en los ve-locímetros atómicos, que en menos de cinco minutos estaría en pleno centro de las investigaciones, ya que competía con la luz, la rapidez de su máquina espacial.
Maniobrando con gran conocimiento de los con-troles, las largas y delgadas, blancas y tersas manos de Fernando no daban ni la mínima muestra de nerviosismo y la clara mirada que lo había distinguido siempre de las de sus compa-ñeros, sólo se perdía fijamente en los que la vi-sibilidad de la ventana de la cabina podía mos-trarle, mientras se escuchaban en predominio total el monótono zumbido de los propulsores reatómicos que parecía a punto de explotar en su potencialidad de empuje.
El vacío infinito, de una espantable oscuridad era lo único que rodeaba a la astronave y ni si-quiera la más pequeña luminosidad prestada de algún planeta próximo se veía. Era como si en verdad no hubiera nada en el más allá. Sin em-bargo, Fernando estaba seguro. Los astromapas marcaban según las teorías de los científicos, una galaxia a cien años luz de Camoinco, cuyo inicio se comparaba de Alvocación. Por eso Fernando no temía. Se hallaba seguro de los datos y ni siquiera le preocupaba el haberse ex-traviado. Ya falta poco, pensaba. De un instante a otro aparecerá Nov y enseguida Och, el fin de mi viaje y el principio de la exploración.
Och había sido señalado por las computadoras orientatrices como el punto clave para iniciar la conquista de Alvocación y aunque los demás participantes de la odisea tenían asignados los planetas Catr, Doe,Tre y Sink, a Fernando se le había comunicado la orden de que Och, sería el centro de las operaciones por efectuar.
Y la nave continuaba su trayecto. Parecía en medio de tanta oscuridad un largo rayo de luz que osaba retar al infinito. De pronto, sin expli-carse por qué, Fernando comenzó a sentirse aturdido, como mareado. No comprendía. Todo funcionaba bien: presión, oxígeno, electricidad. No había fuga alguna y sin embargo un sopor se hallaba invadiéndolo. El sudor de inmediato se regocijó en su frente y una palidez acentuadísima se extendió por su rostro. Por más que intentaba abrir los ojos no podía. Sus manos ya no obedecían los mandatos de su mente y la nave principiaba a disminuir la velocidad. Era como si algo le fuera impidiendo avanzar con el fin detenerla y hacerla flotar en la inercia. Fernando se había desmayado. La comunicación videofónica se había perdido y los reportes transmitidos constantemente de Camoinco a la nave y de la nave a Camoinco quedaron cortos.
Cuando Fernando abrió con gran fatiga los ojos y vio con lentitud observadora lo que rodeaba, concluyó que se encontraba en Och; las investi-gaciones de los científicos no estaban equivo-cadas. Todas las teorías formuladas en torno a este planeta eran ciertas. Había caído en un mundo de abstracciones incomprensibles.
Y con las manos estrechándose la cabeza en señal de dolor, tambaleándose, se incorporó y al observar el paisaje a través de las ventanillas con detenimiento, fue descubriendo entonces mayores realidades. Figuras geométricas apa-recían fluctuantes por todas partes. Formas desconocidas y nunca imaginadas rodeaban a la nave y él no sabía ni entendía lo que signifi-caban.
La escotilla se abrió sin que Fernando interviniera para evitarlo y un murmullo insistente y uniforme comenzó a escucharse:
Zaa7x(r/4/t/6m)p/kr/8/zzz.
El trató de descifrarlo, pero sus conocimientos no le bastaban. Eran ecuaciones que se aparta-ban por completo de todos estudios algebraicos y trigonométricos que se conocían hasta enton-ces. Había una abstracción mucho más sutil en aquel lenguaje ecuacional que Fernando no lo-graba interpretar. Ahí fue cuando sintió un páni-co aterrador. ¡No entendía! ¡No tenía suficiente preparación! Su creída gran inteligencia no le ayudaba. Y gritó.
En seguida alguien habló y él, extrañado pudo captarlo todo, aunque nunca había escuchado ese idioma: ¿y esto es lo que nos envían los os-tentosos camoincos? ¿Ellos que se creen tan bien preparados para nuestro mundo? ¿Y esta cosa llamada Fernando es lo mejor? ¿No que los neohumanos nos dominaban y que éramos sus esclavos? Siempre tan orgullosos de que estábamos en sus mentes y que éramos sus dominados ¿Será posible? Y en medio de números, literales, fórmulas, figuras, Fernando comenzó a sangrar por la boca. El cansancio mental provocado por el exceso de pensar le había causado una especie de trombosis y como arrastrado por una enorme fuerza invisible, su cuerpo desmayado comenzó a flotar y fue conducido al exterior en donde grisáceas nebulosas, informes materias humíferas, lo aguardaban.
Una forma prismática se acercó hasta el cuerpo inerte de Fernando, y comenzó a penetrar en su cerebro. Esto es lo que necesitaban, dijo una nebulosa piramidal. Lástima de cuerpos tan hermosos. Si nosotros los seres abstractos tu-viéramos la oportunidad de contar con ellos, ser-íamos los amos del Universo. Sin embargo, co-mo no los tenemos, la única manera para con-seguirlos es invadiéndolos como ahora lo hace-mos con este llamado Fernando y eliminar así, su aspecto de cosa agradable a la vista, pero despreciable por su pequeña capacidad de abs-tracción. Cuando vuelva en sí, su cerebro estará repleto de nosotros y nosotros tendremos por fin el cuerpo que buscamos.
Lo que había acontecido con Fernando todos lo ignoraban. Cuando las naves que lo seguían, cansadas de buscar en el infinito sin encontrar la pretendida Galaxia Alvocación regresaron a Camoinco, su informe asentó la desaparición de Fernando y de su astronave individual.
Los investigadores se habían equivocado. Más allá de aquel planeta sólo existía el vacío ilimi-tado, el espacio sin fin. Todas las galaxias hab-ían sido descubiertas y exploradas. Alvocación sólo era fantasía, imaginación.
Por todo esto, fácil es suponer el revuelo que armó el retorno de Fernando después de tantos años de habérsele considerado perdido, extra-viado, sin posibilidades de encuentro. Fue me-morable. Sus amigos también lo sentían imposi-ble. Fernando había vuelto. ¿Vuelto? ¡Sí! Vuel-to. ¡Ha vuelto!
Y múltiples suposiciones extendieron sus enre-dadas sospechas, pero ninguna aclaraba las dudas, hasta que el propio Fernando, sin cam-bio alguno de su físico, arrogante y joven como en sus principios, descendió de la nave y como resplandeciente de sabiduría, dejó boquiabiertos a los más portentosos sabios y científicos de Camoinco, al relatarles con base en ecuacio-nes, a cual más difíciles, los resultados de sus experiencias, descubrimientos e investigaciones de su viaje astral.
Y hasta los más desconfiados tuvieron que ce-der frente a la avasalladora inteligencia de Fer-nando. ¡Qué gran cosa! Coincidían todos sus elogios. ¡Qué riqueza de conceptos! ¡Qué pro-fundidad! ¡Qué gran capacidad de abstracción! ¡Qué sorprendente agilidad mental! No cabía duda. ¡Qué gran cosa era Fernando!
Y ante los ojos y las bocas maravillados, el bien llegado explicó las teorías para encontrar la ga-laxia Alvocación de la Quinta Dimensión de lo Abstracto. No es imaginación ni fantasía. Mucho menos charlatanadas. Existe. Ahí, donde menos piensan ustedes. Su gran virtud es agrandar el intelecto del hombre capacitándolo para manejar hasta las más difíciles abstracciones. Aunque corremos el peligro, si acaso así puede llamársele, de no volver a sentir, porque todo se sustituye por un frío pensar, pensar, pensar, entonces dejamos de ser neohumanos para convertirnos en cosas que existen porque piensan, no porque sienten, como yo, que ahora sí soy la gran cosa. Terminó humildemente, mientras todos los escuchaban asombrados.
Al poco tiempo del regreso de Fernando, se re-cibieron instrucciones de hacerlo Gran Capitán para que se responsabilizara de la próxima ex-pedición rumbo a Alvocación y enseñara tanto a los jóvenes como a los viejos camoincos a reali-zar aquel viaje de tan extraordinarios resultados.




EL MISTERIOSO CASO
DE LAS BOLITAS DE PAPEL


La computadora orientatriz parecía haber enlo-quecido. Los datos que profusamente iba despi-diendo no tenían alguna razón de existir. Nadie se explicaba aquello y aunque muchos ya co-nocían cómo era de exuberante en sus reaccio-nes, no dejaron de alarmarse en un principio.
A cada momento sus luces enrojecían resonan-do a grito abierto: ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro!... Ella decía haberlo descubierto y na-die se había preocupado por lo que, según opi-nión electrónica, representaban tales hechos. Sus sensores palpitaban angustiados y su voz grabada aumentaba el volumen exageradamen-te. Entre ayes y lamentaciones se dirigía de un lado a otro como buscando apoyo para su hallazgo, considerado por ella como la llave que resolvería muchísimas cuestiones en relación con los últimos acontecimientos que habían puesto en grave situación la tranquilidad de los Estuantes.
El asteroide Estuón, por entero, no comprendía la actitud de la computadora orientatriz no veía el por qué de tanta alarma, a pesar de que en un principio lo había asustado. Sin embargo ella, momento tras momento, repiqueteaba sus campanillas en señal de pánico, como tratando de demostrar a quien quisiera oírla, la seguridad de sus descubrimientos.
Así, se le veía dirigirse rumbo a las oficinas cen-trales de la Dirección Astronáutica con suma ra-pidez, poco acostumbrada en ella por el peso abundante de su mecanismo, para convencer al Director de sus aciertos. Y esto era insólito, pues generalmente la computadora orientatriz siempre se hallaba encerrada en su cubículo de investigaciones, pequeño, pero lo suficiente am-plio para que llegaran hasta ahí quienes por obligación eran enviados con el fin de hacerles saber las rutas exactas que debían seguir en sus vuelos cosmonáuticos o que por simple gusto, solicitaban servicios de la maquinaria orientatriz, cuando en su caminata intergaláctica en multitud de ocasiones se extraviaban por su inexperiencia como cosmonautas y requerían que les dijeran bien hacia dónde dirigirse para llegar al planeta o a la galaxia que les interesaba.
Para estas situaciones, la computadora orienta-triz era auxiliada por una Sociolabórica, un tipo menor de computadora que se encargaba de es-tudiar todo lo relativo al planeta de origen del solicitante con el propósito inmediato de com-prender el por qué de su extravío. Sin embargo, en ocasiones, tal era la altivez de la ayudante que tal parecía ser ella la principal, por lo que no faltaron aquellas en las que realizara los es-tudios sin pedir siquiera los datos y las conclu-siones que la computadora orientatriz podía dar, pues para eso había sido preparada en el Cen-tro Normático Superastrómico, la más importan-te armadora de computadoras orientatrices en la galaxia Coimex, donde había sido considerada como un buen modelo plurirreaccional, ya que sus sensores, a un mismo estímulo, podían pro-ducir diversos efectos, según lo considerara conveniente ella misma.
Quitando esos pequeñísimos contratiempos, propios de la vida maquinística, Estuón, uno de los planetas asteroides que servía como islote espacial para los cosmonautas que por alguna razón, meditada o espontánea, descendían en él en busca de alivio a su pérdida, se sentía satisfecho del funcionamiento de la Sección Orientatriz Cósmica, porque a pesar de todos los defectos que muchos encontraban en sus servicios, de algunas equivocaciones cometi-das, de varias y frecuentes críticas de otros departamentos, como los de preparación Idio-mática, que tenía como finalidad, dotar a los viajantes espaciales de conocimientos lingüísticos para darse a entender en otros planetas; los de Rutología Galaxial, cuyo objetivo era enseñar los caminos más escondidos e ignorados de Andrómeda; los de Biocosmología, que se concentraban en ex-plicar las variadas formas de vida que podrían encontrar en los diversos puntos del universo; o bien los del departamento de Historástrica con sus datos de las antigüedades interplanetarias, siempre se trataba de cumplir, en la Sección di-cha, de la mejor manera realizable. Sin embar-go, como habrá de pensarse, todos ellos se hab-ían quejado por la abundancia de tiempo que ocupaban las orientatrices cósmicas en sus se-ñalados asuntos, pues no permitían cumplir de excelente forma las funciones para las que hab-ían sido creados tales departamentos. “Es tan fugaz el paso de los cosmonautas, decían, que verdaderamente no es imposible prepararlos como se requiere. Y continuaban, por si fuera poco, en la Sección Orientatriz Cósmica se lle-van más tiempo del que pueden permanecer en nuestro Asteroide. Así, nosotros no podemos cumplir con lo indicado en el programa. Nos fal-tan horas y hasta días. Es necesario reglamen-tar nuestras actividades. Muchos cosmonautas nada más se la pasan entre cargar energía para sus naves en la Cooperativa Atomical y consul-tar la Sección Orientatriz, y a los demás depar-tamentos ni caso les hacen. ¿Será por que la fama de la Computadora Orientatriz les atrae más para conocerla y ver si es cierto lo que se dice de ella en relación a su plurirreaccionali-dad?
Hemos comprobado que muchos cosmonautas no están muy perdidos como quisieran, o como lo hacen notar; solamente se fingen extraviados o acuciosos de saber rutas turísticas, nada más por ver las plurirreacciones, aprovecharse de ellas y rehuir las clases que, cualquier cosmo-nauta, tiene que saber, porque la confusión sólo se remedia y se esclarece con el orden del co-nocimiento, así que, pedimos a la Dirección As-tronáutica un reglamento más severo.
No obstante todas las discusiones, la plurirreac-cional, al fin máquina, continuaba como siem-pre muy alborozada en sus labores orientatrices, mas en aquella ocasión, como nunca quedó es-tremecida. Un extraño ruido hizo temblar insóli-tamente sus sensores. Era como si una potencia misteriosa tratara de salir de las pro-fundidades del asteroide o como si un meteorito enorme se hubiera precipitado en algún lugar cercano a la zona habitacional del islote espaciálico. Sus luces, más que nunca enrojecidas, se encendieron bruscamente y comenzó a gritar: ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro!
Cuando todos acudieron a sus gritos, un tanto asustados, y le pidieron explicaciones, ella co-menzó tartamudeando, impostando su voz y dramatizándola: ¡Oh! El peligro nos acecha. ¡Amigo! ¡Amiga! ¡Amigos! Mis sensores indican que una amenaza se cierne sobre nosotros. Una amenaza mortal de la que debemos estar muy atentos. Muy atentos. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
Alarmados, muchos comenzaron a interrogar sobre la naturaleza de lo que ella denunciaba, pero la computadora no alcanzaba a contestar. Sólo decía: aún no lo tengo precisado. Seguiré recopilando datos hasta reunir los suficientes para otorgar un dictamen seguro y eficiente. Ne-cesito realizar múltiples pruebas antes. Lo que sospecho es terrible. Inimaginables consecuen-cias catastróficas ocurrirán de resultar verdad. Pero ahora advierto peligro. ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro!
Y preocupados ante las palabras de la plurirre-accional, los dirigentes del Centro Astronáutico salieron de la Sección Orientatriz. Ella quedó como muda y deslizándose suavemente, aban-donó también al poco rato sus oficinas. Suma-mente callada fue aventurándose por los corre-dores magnéticos del edificio en donde algo in-tentaba descubrir. A su paso se abrían las puer-tas que se encontraban a los lados. Cada vez que una se despejaba, la computadora observa-ba el ambiente interior que guardaba, recogía datos para su memoria, hacía confrontaciones, meditaba unos segundos y continuaba su reco-rrido, como si buscara...
Así, lentamente, como en pocas ocasiones lo había realizado, fue trasladándose por cada una de las vías de comunicación que formaban en Estuón un pequeño laberinto de paredes de cristal, de escaleras electrónicas, de luces titi-lantes y de medianas salas en donde se veían realizar, entre un moblaje de brillante aluminio amarillento, a los cosmonautas, por el momento estuantizados, sus peculiares ocupaciones de investigación y aprendizaje activo, dirigidos siempre por los Jefes Departamentales, seleccionados justamente para estos puestos por su nada menos que mayor preparación y responsabilidad a pruebas.
Después de su labor investigadora en los edifi-cios centrales y en los anexos, acudió al come-dor automático de la Cooperática Atomical para reponer en un algo su electricidad gastada. Na-die más que los despachadores electrónicos se encontraban ahí listos para proporcionar los líquidos o los sólidos que les solicitaban máqui-nas o neohumanos. Era increíble en ocasiones la rapidez con la que atendían a las muchedum-bres de cosmonautas que se aglomeraban para obtener los repuestos de todo tipo que les eran indispensables en su escala extenuante. El ser-vicio se adivinaba espléndido. ¡Qué organiza-ción! ¡Qué funcionamiento tan perfectamente automático!
Al llegar la Computadora Orientatriz, de inme-diato hizo su pedido y mientras esperaba, des-cubrió un hecho que la estremeció nuevamente. Ahí, en le pulido piso de marfil plateado, en un rincón, como quien nadie quiere, se encontraba la prueba que ella buscaba para concluir sus investigaciones y definir la magnitud veraz de sus sospechas. Sin que alguno lo notara, se acercó derrochando disimulo hasta donde pudieran sus recolectores del viento atraer aquel objeto que tanto le interesaba. De pronto, cuando estaba apunto de realizar sus intenciones, la barredora automática se puso en movimiento al detener una basura en el ambiente. La computadora orientatriz oprimió con rapidez desesperada sus botones paralizantes para detenerla, pero la activada no obedeció. ¡Esa era la prueba! La barredora servía de cómplice en la invasión planeada. Y ese papel que se encontraba en el piso era nada menos que las instrucciones que deberían seguirse para llevar a cabo el asalto muy bien planificado al islote espacial, el más importante de la Zona II, y de ahí, por su estratégica posición en le norte del Universo extender su dominio hacia los demás con una finalidad muy obscura, aún no aclarada, pero que insinuaba entre muchos propósitos, el secuestro brutal de los Jefes Departamentales, científicos reconocidos, para que no siguieran influyendo verdades en los cosmonautas y pudieran así, los invasores, hacer y deshacer lo que quisieran, sin temer a la preparación antiextravíos que tales sabihondos les proporcionaban a los viajantes del espacio y que evitaba los negocios estupendos que se habían propuesto efectuar al venderles artificiales mapas de aparentes rutas placenteras que al final, por falsas y destructi-vas, los llevarían a la esclavitud de su perdición provocada y permitiría a los ya para entonces únicos poderosos, imperar sobre la fuerza debi-litada de los idiotizados jóvenes volátiles y vivir a costa de ellos, sin posibilidades de que éstos llegaran a liberarse. Por eso, la barredora no obedecía. La computadora orientatriz había descubierto la trama y era necesario desenmas-carar a los dirigentes que sin duda se habían in-filtrado entre los estuantes.
De inmediato se comunicó con el cuerpo directi-vo de la Central Astronáutica y rindió su in-forme. Había que abrir a la barredora y extraer se su interior, antes que lo vaciara en el Horno Fosfórico, confundido entre la basura, el papel hecho pelota en donde sin duda se encontraba el texto que contenía la clave de los fines quién sabe por quién elaborados.
Al momento, entre el escándalo de la Sirenas Superestereófonas, que destruían la serenidad de Estuón, en señal de alarma, movilizando to-das las fuerzas militares de superficie y profun-didades, de altura y subacuáticas, un desplie-gue impresionante de vigilancia, de inspeccio-nes, de naves aéreas, el Director General, acompañado por lo robotes custodieros, listos con sus armas de luz ilimitada llegó hasta el si-tio donde la computadora orientatriz se hallaba vigilando a la barredora que gritaba destor-nillándose de pavor y de angustia no saber na-da. ¡Nada! No sé nada. Sólo sé que no sé nada. Soy inocente. ¡Inocente! Nada sé. ¡Soy inocen-te! ¡Inocente! ¡Inocente!
El director dio órdenes inmediatas, entre el escándalo general que producían las investiga-ciones en pos de sorprendidos sospechosos y las cegadora luces intermitentes de las patrullas azuladas y los helicópteros gritones de precau-ción, que se abriera la caja marsupial de la ba-rredora y se le extrajera la basura. Cuando esto fue realizado, la computadora señaló la bolita de papel y de inmediato, el propio director, como nunca de serio, la recogió y comenzó a desdo-blarla. Investigadores, curiosos y otros se estati-ficaron expectantes. Al terminar de hacerlo, frunció el ceño y mirando a la computadora orientatriz: Nada hay, le refutó. Lo decía, llori-queó la barredora automática. Yo solo cumplía con mi deber. Los robotes menearon la cabeza como diciendo qué tomada... y junto con el di-rector, después de que éste confirmó la falsa alarma para que cesara el escándalo y el estado de sitio, se retiraron del lugar, no sin antes de-vuelto sus créditos a la encargada de limpieza.
La plurirreaccional quedó perpleja. Cómo era posible aquello. Algo más profundo había. Sus sensores continuaban indicándole peligro. ¡Peli-gro! ¡Peligro! Y aquello había resultado un en-gaño. Sin embargo, no iba a darse por vencida y a permitir que la vieran burlada, pero sobre todo, a facilitar la invasión de la cual, ahora se autoaseguraba, realizarían, lo había computado ya, los Mariguánicos seres vacíos e indomables que poco a poco trataban de infiltrar sus place-res artificiales en Estuón para conquistar a los cosmonautas, influirlos y extender su dominio a todo el Universo.
Desde este momento tenía que obrar con más cautela, como estela de cometa que siempre va tras el cuerpo, sin separarse de su núcleo prin-cipal de investigación.
De tal modo, en nueva actitud, durante días es-tuónicos se dedicó a observar, sin que nadie se diera cuenta de sus espionaje, cada una de las conductas de los habitantes del asteroide. Un traidor, o varios, andaban sueltos.
De esta manera fue notando que constantemente, por las ventanillas de las salas departamentales eran arrojadas pequeñas bolas de papel que, al tiempo, recogían las barredoras automáticas. No estaba muy alejada de la realidad, pensaba. Las barredoras tenían mucho que ver. Mas no quería poner en evidencia su investigación antimariguánica, sin antes estar segura de una vez, que iba a desenmascarar a las muy hipócritas; así que esperó, sin dejar de realizar sus observaciones, el momento propicio y éste no tardó en presentarse. La plurirreaccional se estremeció de satisfacción ante aquello que le daba por fin la prueba de la gran razón que tenía.
Caminaba la computadora orientatriz por uno de los corredores magnéticos, cuando de pronto, el ruido formidable que había escuchado en la primera vez de sus sospechas, volvieron a cap-tarlo sus sensores, y sin que ella lo esperara, sintió un golpe descomunal que si no la había hecho caer desmayada, sin duda había sido por su gran constitución férrea. Una de tantas boli-tas de papel había caído sobre ella y casi en sus manos regordetas de hule. Las baterías gemelas que portaba en su pecho habían servido como sostén de la bolita que de inmediato ella apresó. Con rapidez mucho más nerviosa que cuando los sucesos de la cooperativa, la desdoblo y notó que contenía un extraño y misterioso informe: A LA SALIDA.
Al momento los sensores imaginantes de la plu-rirreaccional se pusieron a trabajar para desci-frar aquel enigmático mensaje. A LA SALIDA, conjeturaba su registradora interna. A LA SALI-DA. Buena clave. ¡Pero cómo no lo había sos-pechado! Cuando las naves de los cosmo-nautas continúan su vuelo, a la salida les re-parten las ideas mariguánicas. Diariamente se van tantos que sin duda en muchos planetas la invasión estará llegando a su momento culmi-nante.
Y sin esperar más, enrojecida por sus foquillos, comenzó a correr rumbo a la Dirección Astron-áutica. ¡Peligro! ¡Peligro! He descubierto la con-jura. ¡La he descubierto! ¡Escúchenme! ¡Escú-chenme!
El director la recibió desconfiado. Temía una más de las equivocaciones de la plurirreaccio-nal y como no le hizo caso que ella aguardaba, salió desolada y a pesar de que él había leído el papelillo delatador, sólo había lanzado unas risotadas incomprensibles.
Gritando desaforada con toda su maquinaria acudió a los Jefes Departamentales en busca de apoyo, mas parecía que todos estaban en su contra. Movían la cabeza, como en comprensión lastimosa y la dejaban. Nadie le hacía caso. Menospreciaban sus investigaciones. Y sus ojos mecánicos se llenaron de aceite. Había descubierto la conjura, pero tal parecía que no les importaba o que... ¡ellos fueran también conjurantes, y la víctima, ella misma! ¡Sí! Esa era la verdad. ¡La verdad! Y por más que hacía escándalo por todas partes en solicitud de ayuda, el resultado era idéntico apenas en-señada la bolita de papel, movían la cabeza y se iban.
Desesperada, corrió a refugiarse en su cubículo, y entre sus lagrimas aceitadas, entre pensa-mientos de comunicarse a la Comandancia In-tergaláctica y denunciar aquel complot o callar para siempre, se fijó de pronto en una hoja de papel que contenía el modelo por llenar de la encuesta: “¿Cuándo se le dificulta más el vue-lo? Subraye usted las palabras que respondan a esta pregunta. A LA LLEGADA. AL DESCENSO. AL ASCENSO. A LA SALIDA.
Entonces fue cuando la computadora orientatriz sintió que su memoria magnetofónica le recor-daba algo, y comenzó a sospechar que se había equivocado, y que todos sus temores se habían debido a la exageración con la que habían sido diseñados sus sensores plurirreaccionales. Y fue entonces, cuando principió a desentrañar el misterioso caso de las bolitas de papel.





LAS MÁSCARAS


POR fin había logrado llegar al sistema planeta-rio EKA, tan remoto de la Nueva Tierra. Los mi-llones de años luz que lo separaban del solar, ahora se encontraban reducidos a unos cuantos kilómetros gracias a las irradiaciones ultra acor-tantes de distancias con las cuales su nave se hallaba dotada. Desde ésta, de un color tan azul que a veces se confundía con el colorido del in-finito y parecía volverse invisible, Antos, el cos-monauta, podía distinguir diáfanamente los die-ciséis planetas y la estrella alrededor de la cual giraban todos ellos. Una intensa emoción se re-flejaba en sus ojos, acostumbrados a buscar mundos insólitos, nunca cansados de encontrar en sus viajes los motivos para sorprenderse, pues parecía que su sed de hallazgos no tenía consumación.
Desde su salida de la Nueva Tierra, el más firme de sus propósitos lo constituía el poder llegar en algún inverosímil tiempo hasta el sistema plane-tario EKA, que por su lejanía, los neoterrícolas consideraban muy incierta la posibilidad de ex-plorarlo. Sin embargo, su afán innato de terque-dades lo había impulsado a tal aventura y por ello la satisfacción lo envolvía a sus anchas. En su pequeño vehículo, uno de los más avanzados modelos del año 34000, siglo 335 DC (Después de la Gran Cretinada), provisto de todos los adelantos de esa época y manifestados en una multitud de extraños botones y palancas que hacían de la nave lo más seguro y eficaz entre los transportes intergalácticos, Antos cantaba su alegría y conducía maravillándose de lo admirable de aquellas armónicas regiones.
Esos nuevos paisajes valían el haber tenido que tomar ochenta y cinco pastillas Conservavida, de agridulce sabor y cuyo recuerdo le daba náu-seas, pero que le habían permitido reponer to-das las células de su organismo cada cincuenta y siete años, los cuales multiplicados por el número de ingeridos, le habían prolongado la existencia durante cuatro mil ochocientos cua-renta y cinco años y lo conservaban tan joven como en su edad natural de los veintiséis.
Al contemplar tan diversos planetas, parecía no importarle más el pensar en regresar a la Nueva Tierra, ni en tomar la cápsula ENS, tan dolorosa, que le permitiría permanecer inalterable en su organismo por muchos miles de años más; sin embargo, tan maravillado se hallaba en sus contemplaciones que seriamente iniciaba el de-seo de quedarse a vivir para siempre en aquellos parajes. Además, con su máquina per-fecta y el cerebro electrónico que le servía de acompañante, consejero y opositor a la vez, no se sentiría aislado. Y también, pensaba, según los cálculos, esos planetas se encontraban habitados por una especie primitiva, aún no es-tudiada muy bien, que aunque, según los datos de las computadoras orientatrices, a veces mostraban reacciones salvajes, en otras, se manifestaban inteligentes y sensibles. No obstante, las mismas computadoras, aclaraban que algo extraño acontecía en esos seres, pero no podían precisarlo con claridad, pues no tenían datos suficientes.
Antos prosiguió su recorrido de visitante estupe-facto y no dejaba de admirar los impresionantes colores, insospechados en sus matices, que las atmósferas de ese sistema planetario adopta-ban. Pero, donde su sorpresa se acrecentó, fue cuando llegó al planeta KÁTOR: ¡Qué equilibrio de figuras! Desde su mirador telescópico, veía las montañas rosadas, los animales verdes, los vegetales magentas; flora y fauna esplendentes, como jamás había visto en otros mundos. ¡Y él había recorrido ya tantos en su afán por conocer el Universo! ¡Qué transparencia! ¡Qué luminosi-dad! ¡Y qué claridad! Era algo insospechado. Entonces sintió un intenso anhelo de descender hasta él. Parecía tan pacífico, tan atrayente, tan cultivable, tan fértil, tan moldeable, que no resistió la tentación de bajar a esas superficies flotantes, como en perfecta euritmia.
En un dos por tres oprimir de botones, la nave se posó suavemente. El suelo se formaba por una tersa capa de polvillo amarillento, como el de las antiguas y más bellas playas terrestres. Un exquisito olor a miel se desprendía al tocarlo.
Antos emocionado, luego de tomar su píldora Adaptábil que lo pondría en condiciones de re-sistir la presión atmosférica del lugar, el clima, el ambiente y todo aquello peligroso para su orga-nismo, armado de su cinturón Antiatac, que lo protegería de algún percance enemistoso con cualquier habitante del planeta KATOR, y de su musicófono, que le alegraría la soledad ardua con viajes sensitivos a su mundo de ensueños, bajó para conocer aquel maravillante sitio, alu-cinante Universo de sensaciones.
Apenas habían sus pies tocado la superficie, cuando, entre melosos perfumes, contempló la aparición de como cincuenta o sesenta seres deslumbrantes que se acercaban a él. Parecían esos ángeles de aquellos primitivos libros que hablaban de religiones y mitos y que algún buen dibujante producía tal como si los hubiera visto hasta hacerlos parecer reales. Antos se estremeció al mirar sus hermosuras. Quedó extasiado ante aquellos rostros, ante aquellos cuerpos, ante aquella voz serena y melodiosa de uno de los Katórcicos que le decía:
- Bienvenido civilizador. Eres quien aguardába-mos desde hace tiempo. Nunca habíamos visto nuestro redentor como ahora lo vemos. Tú eres a quien esperábamos para amar...- Y el aventu-rero, emocionado, enlagrimado ya, casi cursi; él, que se había creído siempre cosmonauta solita-rio y duro, no concebía tanta ternura y tanto amor.
- Yo soy Alf.- Dijo uno.- Yo soy Mig.- Habló otro y así poco a poco se fueron presentando todos: Fer, Jor, Luc, Els, Kar, Art, Tdor, Josl, Jul, Edr, Al, Marr, Dan, Gad, Av, Sar... Todos, menos uno, que permaneció callado y hasta el fondo. Era el katórcico más impresionante. Sus enormes ojos como que se agrandaban más en ocasiones y en otras, como rasgándose, semejaban cerrarse, pero acompañándose de un movimiento de labios, sonreía. Y se veía tan tímido, tan ingenuo, que Antos lo señaló impresionado co-mo si preguntara su nombre. Al ver esto, el katórcico risoteó y corrió a abrazarlo murmuran-do :
-Yo soy Ger. - Y todos hicieron una exclamación de gozo, como fomentando que Antos corres-pondiera a esa muestra de afecto. Y Antos co-rrespondió.
Nunca en su vida de cosmonauta se había to-pado con seres tan extrañamente cariñosos, an-gelicales, esplendorosos de afectividad, y gra-cias a su Polifón, pudo entender lo que habla-ban y ellos entender lo que él decía.
- Yo soy del desaparecido Planeta Tierra, vivo en Tierra Nueva y deseoso de conocer a cada uno de los planetas del sistema EKA, he descendido en éste que me ha cautivado, y aunque no esperaba en ningún momento un recibimiento tal, lo agradezco como todo terrícola sensiblero, porque a pesar de los siglos, es lo único que no hemos logrado separar de nosotros: conmo-vernos ante las bondades.
Y Antos, sin que previera tal reacción, fue levan-tado tersamente por todos y llevado como un héroe hasta una espléndida torre de cristal. Ahí lo depositaron y le dijeron que ese era su lugar de descanso mientras no anduviera recorriendo el planeta o los otros del sistema. El cosmonau-ta no sabía qué pensar de tales actitudes. Las computadoras, con las cuales se comunicaba por telepatía, no acertaban a responder. (-No codificado. No codificado.) Lo único en claro, era el espontáneo afecto que los katórcicos le demostraban. Y con las mismas señales de en-tusiasmo que habían realizado en el recibimien-to, se alejaron como apurados para refugiarse en sus respectivas mansiones de cristal donde parecían morar, porque algo como fría lluvia de pétalos de plata comenzaba a caer. Era algo así como un atardecer, como un anochecer a plena luz de lunas, pues tres lunas eran las que gira-ban en torno a Kátor cual si danzaran.
Antos los vio desaparecer al introducirse en sus casas y quedó pensativo. De pronto apareció, como sacado del aire, el llamado Fer, cuya mi-rada perdidamente azulosa acompañaba la peti-ción admirada de ver el Musicófono. Antos se lo mostró y Fer le dijo que si se lo dejaba escuchar. Antos accedió. (Y la lluvia de pétalos de plata arreciaba). Ambos entraron en la torre de cristal y allí dentro escucharon la música compactada de los viejos terrícolas. Fer, entre asustado y curioso, entre alegre y satisfecho, después de un rato se despidió tarareando una de las melodías escuchadas. Antos quiso abrazarlo como ellos lo habían hecho a su llegada, pero él, sin esperar nada y sin darse cuenta de ello, se fue.
No bien habían pasado treinta minutos cuando la lluvia de pétalos de plata cesó. Antos curioso, con su musicófono al brazo, quiso salir cuanto antes para conocer más de aquellos rumbos. Entonces lo hizo. Caminó muchísimo, tanto que parecía encontrarse muy lejos de su sitio asig-nado, aunque presentía, sin saber porqué, la cercanía de su nave. Intempestivamente es-cuchó una voz tenue y alígera. Era el simpático y tímido Ger, el último de los presentados, que le decía:
- Yo lo he soñado muchas veces a usted antes de haberlo conocido y hace un momento soña-ba también, porque ha de saber que cuando cae la lluvia de pétalos de plata, los katórcicos dormi-mos y soñamos y yo soñaba con usted. Soñaba que nos hablaba como nos habló hace horas y que yo lo seguía, porque usted me guiaba como ninguno de aquí podría hacerlo. ¿Sabe? - Y An-tos lo escuchaba conmovido e impresionado.- Mi padre anda siempre viajando y ni caso pare-ce hacerme. A él solo le interesa fomentar al cultivo de las mariposas de oro y no hace caso de mí. Parece como si yo no existiera para él. Desde que lo vi a usted, tan audaz, tan diligente, dueño de tantos inventos maravillosos, lo admiro. Y quisiera que usted me quisiera tanto como lo quiero yo, porque yo lo quiero mucho ya.
Y mientras escuchaba esto fascinado, Antos lo había estado contemplando también: era como mirar a un ángel adolescente, distinto a todos, porque decía lo que nunca hubiera imaginado que le dijeran. Y hubiera Ger seguido hablando, si no hubiera sido porque la lluvia de pétalos de plata se reanudaba. Antos, poniéndole una ma-no sobre el hombro le dijo entonces:
- Nuevamente esto. Regresemos a mi torre. Allí podremos platicar más y escucharás el musicó-fono. ¿Quieres?- Ger, tembló de alegría y de inmediato dijo sí.
Cuando llegaron, la lluvia de pétalos de plata arreciaba y los tres satélites anaranjados iban apareciendo en las alturas. Ger murmuró:
- Cuando la lluvia de pétalos de plata cae, los satélites anaranjados salen para fundir el hielo de la plata...
Y Ger estuvo encantado en la torre de cristal que le habían asignado a Antos y Antos hizo todo lo posible por satisfacer la curiosidad de Ger, mientras éste le decía:
- Cuanto lo quiero Antos. Nunca lo olvidaré. No se vaya nunca. En realidad, lo amo como usted ni se imagina...- Y Antos, enternecido, le contes-taba:
- No me iré por todos los que son como tú en es-te planeta; los katórcicos me han conquistado y me quedaré para siempre con ustedes. Yo daré todo lo que pueda para que sean más felices de lo que son. Inventaré muchísimas cosas bellas para ustedes. Ya una vez contribuí a la felicidad de los demás, allá en la galaxia PRIMA y me sentí satisfecho, sólo que desafortunadamente tuve que abandonarla cuando me informaron que existían otras galaxias por conocer y por descubrir. Fui muy egoísta y los dejé por explo-rar los sistemas del sur. Sin embargo, ahora, me quedaré aquí todo el tiempo que falte. Son tan-tas las bellezas y las armonías aquí reunidas que no me iré. Tú me lo pides y yo te lo cumplo.
Desde la torre de cristal Antos y Ger escucharon el musicófono mientras la lluvia de pétalos de plata caía. Y parecían extasiados. En ocasiones Ger cerraba los ojos tan apacible como si así sintiera mayor deleite en aquello que el musicó-fono reproducía. Antos sentía por primera vez en toda su larga vida de cosmonauta, extrañas vibraciones, que esos seres, y en particular aquél que se encontraba ahí, recostado en un lecho magenta, le habían provocado.
Era como si se hubieran acrecentado en él las fuerzas para transformarse y como nunca antes lo hubiera sospechado, decidiera al fin suspender aquel ajetreo de aventurero y quisie-ra detener sus vuelos para siempre. En el siste-ma planetario EKA había encontrado lo que jamás en otros había podido hallar y sobre todo en el planeta Kátor, con esos pobladores que le demostraban la mayor ternura del universo, y él había buscado tanto aquello, que hasta ya se le había olvidado qué buscaba; por eso al verlo aparecer, se impregnó de una extensa alegría. Por fin el cosmonauta encontraba el planeta perdido en sus sueños y estos se convertían en realidad. Ahora podría, en ese mundo de ternu-ra, de amistad, de comprensión, de colabora-ción, de amor, construir otro grandioso que pos-teriormente influyera en los diversos planetas del universo que lo necesitaran y ayudar así, a la paz cósmica de los abandonados en su sole-dad incomunicable.
Aquellos seres de Kátor mostraban tantas cuali-dades, que él no quería desaprovechar la opor-tunidad de fortalecerlos para que, ya con sus propios recursos, enseñándoles a construir sus propias naves e invenciones, pudieran exten-derse a todos los sistemas planetarios y con-quistarlos para transformar las colectividades egoístas que solían existir aún en aquellas épo-cas en los espacios retrógrados del universo.
Por eso cuando Jor lo acompañó hasta su nave, al emprender uno de los viajes que Antos reali-zaba para conocer los otros planetas del siste-ma, no vaciló en llevarlo. En el camino Jor le mostró muchas cosas de su universo particular y Antos quedó sorprendido ante tantas realida-des. Supo que los progenitores de este catórcico habían padecido una extraña mutación separa-dora y los había hecho mil pedazos. Antes de desaparecer en partículas y haciendo un gran esfuerzo, lo acomodaron en un proyectil ultrasó-nico y lo lanzaron al universo. La fuerza de atracción de Kátor, lo hizo descender a las su-perficies este planeta insólito de bellezas.
En otra ocasión, abusando del cupo de su nave, se llevó a Mug, a Alf, a Dan, a Del, a Av y a Ger rumbo al asteroide estático que recién había aparecido por aquellos firmamentos, con riesgo a chocar con alguna de las lunas, y ellos, que nunca habían viajado de tal manera por esos rumbos, se emocionaron intensamente. Antos se sentía contentísimo. Les enseñaba el manejo de todos los aparatos que llevaba y les daba lección de cómo construirlos. Ellos con hábil inteligencia captaban toda instrucción. Aprendieron con rapidez a evitar colapsos entre los astros.
Por fin Antos, no era el solitario cosmonau-ta rodeado sólo de computadoras sencillas, computadoras orientatrices, cerebros electróni-cos, ojos exploradores y otros aparatos magné-ticos. Él, que había soñado con dirigir una es-cuela de cosmonautas, parecía cumplir sus anti-guas aspiraciones, ahora convertidas en evi-dencia. Y ahí se encontraba rodeado por ellos, como nunca lo había estado. Y su corazón vita-minado, se acrecentaba en sus latidos de emo-cionada potencia.
En poco tiempo recorrió el planeta, que era bas-tante pequeño, pero tensamente maravilloso. Exploró algunas grutas que lo dejaron impresio-nado por los brillantes colores que despedían las estalactitas y las estalagmitas; se introdujo en zonas de extraños montes amarillos que cambiaban diariamente de tamaño y que si no hubiera sido por Alf, que le había advertido esta situación genética, causante de extravíos fingi-dos, porque como variaba el paisaje, los viajan-tes que se dormían, al día siguiente creían en-contrarse en otros lugares, y ante esto, algunos se desesperaban creyéndose perdidos y sin po-sibilidades de retorno al lugar donde habían sa-lido, morían. Muchas veces aconteció esto con los visitantes dócicos que eran sus enemigos ro-tundos cuando trataban de invadirlos para qui-tarles sus casas, sus palacios y sus torres de cristal. Gracias a la naturaleza de estos sitios, los dócicos se confundían y tenían que regresar a su planeta montados en sus libélulas doradas.
En sus recorridos, Antos, acosado por la curio-sidad de Mig que le preguntaba lo relativo a su alimentación cosmonauta, le invitaba a tomar cápsulas cabritax, de gran valor nutritivo, y que convertían a quien las tomaba en un ser de gran capacidad intelectual, capaz de lograr su apren-dizaje inmediato de los más variados y difíciles problemas de la física espacial. Y como Mig im-presionaba a Antos con sus conocimientos inauditos y su afán de saber más, optó por pre-sentarle todos los libros comprimidos, más de cincuenta mil, que guardaba en la cabina biblió-tica. En un dos por tres, Mig los devoró. Toda la cultura terrícola la había dominado y ponía en graves aprietos a Antos cuando le preguntaba sobre algunos asuntos y palabras que no en-tendía, pero sobre todo, cuando insistía en que le explicara el sentido del vocablo tan usado por los terrícolas: Amor.
Y Mig, que aunque no la pronunciaba ni construía muy bien, había aprendido a hablar en lengua terrícola, no cesaba en lograr explicaciones que escuchaba con insólita atención y que después trataba de poner en práctica con los suyos, aunque sólo encontraba rechazo a aquellos pensamientos que los katórcicos consideraban absurdos, pues sin necesidad de poner nombres a tales sentimientos, ellos los practicaban desde los principios de sus principios sin importar el sexo.
Y día tras día, Mig se solazaba también en aquel artefacto que había causado sensación entre todos los del planeta: El musicófono. Antos no podía explicarse el por qué de tanto interés en él. No había un solo momento en el que no se encontrara frente a la petición de escucharlo. Y Mig no era la excepción. Se encantaba pidiendo oírlo. Ya en la nave como acompañante copiloto o en la torre de cristal, siempre lo pedía. El mu-sicófono, el musicófono. Hasta que de tanto usarlo una madrugada se rompió.
Extrañamente Mig dejó de murmurarle sus aprendizajes; Ger, de juguetear; Jor de acompa-ñarlo; Alf, de guiarlo. Ante esta inesperada si-tuación cambiaron su conducta. Sin el musicó-fono para nada les interesaba Antos. Una ma-ñana, cuando él salía de su torre de cristal, mu-cho antes de lo acostumbrado, escuchó el co-mentario de Fer que lo catalogaba como un cosmonauta terrícola viejo y loco.
Antos, sin hacer ruido percibió algo distinto en todos los katórcicos. Era como si hubieran cam-biado. De improviso, habían perdido todo el atractivo de su belleza y aparecían demacrados, sin su lozanía joven, sin sus rostros angelicales, sin sus sonrisas gentiles.
- Nos estorba.- decían. - Ya nadie le haga caso. - El fue quien a propósito descompuso el mu-sicófono al descubrir las sensaciones agrada-bles que nos producía el escucharlo. No nos im-porta así ponernos esas pesadas máscaras que nos embellecían a los ojos de Antos para lograr sus favores. Ahora, sin ese artefacto mágico, no tenemos por qué seguir con ellas.
Y el cosmonauta sintió que una realidad lo abo-feteaba. No era posible pensar siquiera que todo lo visto hasta allí, había sido fingido. Sólo por interés del musicófono los katórcicos se habían puesto máscaras para ocultar lo que en verdad eran. Y vio a Mig transformado en el mayor egoísta conocido; a Alf, con un rostro indiferen-te; a Dan, lleno de altivez; a Fer, el más hipócri-ta, pues muchas veces, antes de pedir que pu-siera el musicófono, se mostraba solícito, atento, virtuoso, y dispuesto a acompañarlo a donde quisiera, diciéndole que no se atrevería nunca a dejarlo solo, porque estaba expuesto a los va-riantes peligros del voluble planeta Kátor.
Cuando ellos lo vieron se quedaron profunda-mente callados. Antos se aproximó con una sonrisa de ¿qué pasa?, pero los katórcicos no lo tomaron en cuenta y tirando las bellas máscaras entre exclamaciones de menosprecio, soberbia y burla, mostraron sus verdaderos rostros: San-guinolentos mutantes, sin piel, viscosidades in-formes.
Antos, corrió a saludar a Ger, pero éste lo miró con furia y le dijo bruscamente:
- No. No quiero volver a la nave ni a la torre de cristal. No pienso acompañarlo más.
Y toda la ingenuidad de su mirada había des-aparecido, el incontrolable afecto abrasador no aparecía para nada. Ger era como todos. Sólo se interesaba en el musicófono que le convenía para su bienestar y ya sin él, la explotación sen-timental no servía.
Y Antos, con los labios temblorosos y la vista humedecida, quedó sólo en aquel extraño pla-neta cambiante. Y ante tanta desolación, corrió a su pequeño vehículo azuloso y desencantado, encendió los propulsores y partió rumbo a la Vía Láctea.
Apenas había hecho esto cuando el mu-sicófono empezó a sonar nuevamente y sus melodías le trajeron múltiples recuerdos que lo hicieron llorar por primera vez desde que había abandonado el Sistema Rag, hacía 85 siglos. De pronto escuchó voces conocidas en la radio de la nave. Eran voces de súplica.
- Regresa Antos. Regresa. Te esperamos. Sólo fue una broma.- Él supo que eran los katórci-cos.-Te queremos mucho, te admiramos mucho, te amamos...
Pero sacando una fuerza interior imposible, ya no les creyó y rompió las cadenas. Al mismo tiempo la imagen de los katórcicos apareció en el Televisor Magnético. Se hallaban más des-lumbrantemente maravillosos que nunca, pero Antos, resistiendo sus impulsos de volver hacia ellos; aguantando los deseos infinitos de estar cerca de ellos, junto con ellos; con ellos... lanzó a propósito al planeta Kátor su imagen láser agrandada por la pantalla del espacio en aquel cielo anaranjado sereno y su habitantes lo vie-ron distinto, sin su mirada gentil de sorpresa, de ternura, de amistad, sino con un rostro duro, despótico, altivo, arrogante, que les decía con brusquedad:
- Jamás volveré a confiar en seres como uste-des. Sus volubles apariencias no me conven-cerán ya. He aprendido a conocerlos.
Y los katórcicos, al verlo proyectado en la in-mensa pantalla de la atmósfera, insistían en lla-marlo al escuchar el musicófono, cuyo volumen Antos había aumentado como para que más lo oyeran y resintieran su lejanía.
En su pequeña nave, Antos cada vez más se distanciaba del planeta Kátor y se perdía en el infinito azuloso. Y aunque parecía conducir im-perturbable, en realidad lloraba por dentro el de-rrumbe de su esperanza y sólo veía en su futu-ro, la construcción del vacío.
Los katórcicos que se iban reduciendo a insigni-ficantes puntos minúsculos, no lo notaban, y se-guían implorando, como sirenas cantoras des-quiciadas, su retorno; pero él nada escuchaba, porque ya se había puesto también una másca-ra.








HISTORIETA ROSA
DE LA DAMA TRISTE
DEL PLANETA ROSA
DE LAS ROSAS ROSAS


MUCHO antes que los neo-humanos llegaran en sus naves de platino y descendieran sobre la tersa superficie del planeta rosa, los telescopios hablantes sólo habían informado sobre un astro muy remoto, quizá el último sobreviviente de un sistema planetario en proceso de aniquilamien-to, y nada más.
La estrella que lo iluminaba y alrededor de la cual iba efectuando muy cansadamente sus gi-ros, proseguían con sus informes, se encontraba a punto de la desintegración; por eso el escaso resplandor que despedía, no proporcionaba la suficiente claridad para observarlo con la acuciosidad debida y por tanto, mucho menos podía precisarse ni el porqué de su colorido ni la conformación de sus relieves topográficos ni las probabilidades de hallarse habitado.
Ignoraban tales artefactos insensibles que Zócvel, la última descendiente de la destruida civilización de los amánticos, era quien velaba acompañada de sus tristezas, nostalgias y otras melancolías, los restos finales de su planeta, otrora esplendoroso; en lejanas épocas provisto de bellezas inefables y ciudades nacaradas.
Fundadora desde siempre de las dinastías viri-les del rosado astro, ella les había enseñado a sus habitantes primigenios todas las artes y ciencias de la vida así como el goce intenso de los impulsos vitales. Única sensación de eterni-dad posible según opinaba. Por eso, cuando las féminas desaparecieron de aquel planeta, por quién sabe qué misterios, Zócvel quedó como emperatriz de los sentidos; organizadora e in-ventora de todo para el regocijo de sus habitan-tes que ella se encargaba de reproducir. No había más.
Sin embargo, sin antelación alguna, un imprevisto y descolorido día, los amánticos cansados de la rutina de siempre con el cuerpo eterno de la Magna Mater, dejaron de ser como eran e inquietos, ansiosos de cambio, renegaron de todo el bien recibido en aquel astro.
Según la opinión común aceptada entre ellos, debían alcanzar su libertad y ser independien-tes; decidir por sí mismos el camino estelar que les conviniera para buscar existencias novedo-sas; sin tener que dar cuentas a nadie; ni siquie-ra a Zócvel. Ser autónomos era su total preten-sión. Fue entonces cuando subiéndose a sus naves comunales de prodigiosos remos cuánti-cos, abandonaron el planeta de su origen y no escucharon las súplicas videntes, hechas por la gran maga, magna mater de todos, de reconsi-derar sus herejías.
- Deténganse amados hijos míos, esposos viri-les de mi fecundidad, nietos de mi sangre filial, bisnietos de mis propios nietos, choznos de mi estirpe sacra; no se vayan de este planeta donde han nacido y guiados por mí, construido un mundo de ensueños y felicidad... Se los suplico. ¿Qué añoranza puede ofrecerles la soledad de los espacios en inercia...? Aquí está la vida eterna... el fuego del amor... la paz del cuerpo... No me dejen... ¡Quédense o el vacío los devorará!
Pero, al sentir que ninguno de sus encan-tamientos acústicos hacía efecto y al percatarse sorprendida de la indiferencia de los tránsfugas rebeldes, se estremeció desolada y comenzó a verter un impresionante torrente de lágrimas que al ir tocando el suelo nácar de su astro, se convertían en rosas. Los amánticos, convertidos en duros voluntariosos, no le dieron tampoco importancia; no los retendría más, porque com-prendían el antiguo truco que ella solía actuar para inmovilizar a sus poseídos y se alejaban insensibles a los ruegos acuosos de Zócvel. Tan inmenso era su llanto que pronto la total superfi-cie de Amantikón, nombre de aquel ignoto pla-neta, quedó forrada por aquellas flores.
Cuando los amánticos decidieron emigrar, no hubo desacuerdos; estaban decididos a aban-donar a la Magna Mater, a dejar la atadura que los destruía, pues a ella únicamente le importa-ba la sujeción de los que consideraba sus hijos y súbditos a la vez, para erigirse a cada ciclo, más poderosa y perenne, a costa de los amánti-cos. Éstos habían descubierto que a Zócvel le resultaba imposible cambiar su oscura convic-ción de emperatriz matriarca; esa enloquecedo-ra y fanática avidez de querer ser para siempre el centro dominante de su universo de críos y amasios. No quería transformaciones. Todo es-taba bien así, siendo igual; sin atender a las mu-taciones del sistema sensible que se iban dando entre los habitantes de su nacarado Amantikón.
Con frío unanimismo, todos los suyos, al transfi-gurarse los sentimientos de tal pertenencia, la abandonaron a la desolación. Si ella era quien se rehusaba a cambiar, sus descendientes se juzgaban convencidos de no cometer traición alguna a su cultura ancestral, que con la égida, transportarían mejorada y corregida a otras ga-laxias: variación coital.
Los amánticos tenían invenciones espectacula-res que no se desarrollaban más por la política matriarcal de Zócvel y ya estaban hartos. La de-voradora erótica había construido su imperio con tiernos engaños y explotaciones sentimentales. Para qué se van, si aquí tienen su edén. Yo les inventé la agricultura y domesti-qué animales en pos de estar siempre unidos. Yo diseñé el hogar y los refinamientos. Todo para que estemos felices amándonos siempre. Fue tanto el dolor causado por la rebelión sorpresiva que no le dio tiempo de enfurecer y transponiendo la pasión, los dejó escapar con mirada nostalgiosa y velada de llanto.
Desde entonces, Zócvel, hundida en una nos-talgia perpetua se vistió con un flotante camisón hilado de blancura triste. Las antiguas túnicas de oro gélido se olvidaron en los recovecos de sus arcones de vidrio diamantino y los coturnos de terciopelo floreado se perdieron en los labe-rintos de las galerías que guardaban sus vestua-rios de Magna Mater. Sólo unas pesadas zapati-llas de plutonio le impedían ser arrastrada a la succión de los hoyos negros que ansiosos se encontraban por engullirla.
Al quedarse tan sola, la fuerza de la energía amántica había sido reducida a menos de un cuanto y en su abandono podía ser fácil víctima de las presiones externas que la deseaban ex-tirpar para, por fin, deshacer al planeta Aman-tikón, un inconveniente para la universalización del alabastro frío, y evitar que alguien descu-briera los secretos de la plena felicidad que Zócvel había defendido cuando su poder aún influía en los suyos. La pulsión sexual constituía la fuerza que movía a las galaxias con vida; nada más. El coito constante es lo único que no muere y nos lleva a sentir la eternidad, aunque desaparezcan los cuerpos fugaces que lo danzan; después vendrán otros. El orgasmo era el gran regalo de Dios.
Postrada desde entonces en su soledad, única-mente la tibieza del viento cotidiano acariciaba sus cabellos cuando salía a pasear por sus al-fombras de rosas rosas y los agitaba flotanderos al movimiento monótono de sus andanzas, pe-sada caminata sempiterna, como exiliada en su propio planeta. Y la ausencia de amor sexual la hacía de pronto llorar extendiendo y fecundan-do, aunque no lo quisiera, el inmarcesible e infi-nito rosario.
Mas a pesar de todo el sufrimiento que le había ocasionado la inexplicable separación de sus amánticos, su belleza no se marchitaba; parecía que las rosas que formaban su océano protec-tor, con sus perfumes le daban el don indestruc-tible de seguir igual que hacía mil años, cuando su vida solitaria se había iniciado.
Zócvel nunca había comprendido aquello. Nadie se lo habría podido explicar en aquella gigantesca desolación florida. Ningún pedernal de la biblioteca iónica le había dado alguna información. Ni siquiera los pedernales adivinos. Nada le pronosticó tales sucesos.
Hasta ese momento, un mundo de lujuria la había rodeado. Las vibraciones infinitas de sensuales caricias que ella proporcionaba, estremecían el universo de los suyos: primero hijos, luego esposos; enseguida aguardaba paciente a sus nietos para estrenarlos en sus fogosidades y a sus bisnietos resultantes después y a sus tataranietos que desvirgaba; con el tiempo, hasta sus choznos, todos; generaciones tras generaciones que habían nacido de ella, surgido de ella; siempre cuidados con maternal miramiento mientras crecían; posteriormente con el esmerado cariño de esposa y así, hundida en sus amoríos de su ley.
Por eso, aunque cerrara los ojos, como para ol-vidar su fértil pasado, tal parecía que continuaba viendo y sintiendo las escenas de su pasión constante; más allá de la vida y de la muerte. Cuando sus hijos vueltos ancianos morían, Zócvel los volvía a encarnar como recién naci-dos en sí misma. Rebosante de inmortalidad, era la dadora de la existencia para su placer personal de vivirla.
Desde la desaparición inexplicable de las fémi-nas, hacía milenios, el planeta rosa había que-dado poblado por la impresionante especie de los amánticos, seres de pálida hermosura y arrebatadores cabellos ensortijados. Todos eran del sexo masculino, exceptuando la Gran Pro-genitora que les daba savia y les aseguraba una eternidad apócrifa, mientras ella los disfrutaba. Vida ilusoria que de pronto acababa cuando la vejez los volvía inútiles y no usufructuables. En-tonces Zócvel sonreía con la exquisitez femeni-na en los labios y les decía adiós, mientras ob-servaba que en su vientre se habían convertido en fetos, futuros neonatos de sus promesas de perennidad. Su sensibilidad extraordinaria y su mirada rendida de ternura para su hermosa ma-triz le hacía irradiar un halo de color magenta seduciendo a todos los varones que crédulos la poseían. Nunca se pudo aclarar la supresión de las féminas de Amantikón ni porqué Zócvel había quedado como insólita superviviente.
Un día, los amánticos detectaron la verdad de su crimen. Ella había evaporado a las mujeres del planeta para reinar sobre los amánticos machos. Todos se asombraron ante su farsa y decidieron abandonarla para siempre. No importaba lo que dijera, lo que gritara, lo que amenazara. Al fin y al cabo, discutían, de todos modos vamos a morir al paso del tiempo y hasta ahí.
Mejor irse lejos a conocer otras matrices que los liberaran de la gran matriarca; de cualquier ma-nera, vivir también era una invención de los sentidos y había que dispersarse en otros sitios en pos de gozarla, agrandando la estúpida parábola de la existencia. Volverla otra ficción de carne y tiempo.
Por eso, cuando en aquella ocasión los neo-humanos llegaron a explorar el planeta rosa, Zócvel se sintió estremecida de volver a tener posibles adoradores, sobre todo cuando vio a Ulo, uno de los expedicionarios más interesan-tes de los recién llegados, al parecer el capitán. Con sus prismáticos de cuarzo los vio arribar. Eran hermosos estos seres y él la prendó por sus hábiles reacciones de astucia, valentía, inte-ligencia y fortaleza. Le parecía un gran estratega al observar la manera diligente de conducir los movimientos de sondeo del primer grupo ex-plorador que descendía de las esbeltas naves de platino. Con sus trajes luminosos se asom-braban de tantas rosas y de los perfumes seduc-tores que despedían. Sentían como piedad al pisarlas, pero era imposible caminar sin hacerlo, porque todo se encontraba tapizado con ellas. Cortaban algunas muestras y las colocaban en recipientes de obsidiana. Zócvel, desde su pala-cio rosado, todo lo contemplaba sonriente y vo-luptuosa. Con ellos, imaginaba, podría empren-der la repoblación de Amantikón y crear una nueva raza menos rebelde, más dócil, pero más vehemente. Ahora Zócvel se multiplicaría en muchas féminas y así no se darían cuenta de la táctica. Creerían que eran muchas, sin saber que todas eran una sola. Y Zócvel rió feliz por primera vez desde hacía cientos de años luz. Ya no sería la matriarca reina, ahora se convertiría en la pareja de cada uno de esos seres armóni-cos que recién conocía y multiplicaría sus place-res.
Pronunciando oraciones eróticas se fue convir-tiendo en muchas Zócvel, matizadas por rasgos que las diferenciaban: rubias, morenas, pelirro-jas, platinas; de variadas estaturas, diversos rostros y cuerpos excitantes. Sus voces eran melodiosas y atrayentes; sus ojos seductores. La misma Zócvel se transformó a sí misma con la intención de seducir a Ulo, al cual había se-leccionado para sí. Esta será mi pareja, había pensado. Así generó de su propio ser, como an-tes lo había hecho con sólo varones, únicamen-te mujeres; extrañas y hermosas mujeres que se vistieron con trajes de rosas y lucían estas mis-mas flores como adornos de sus cabelleras lar-gas, sedosas y brillantes. Todas en su interior, obedecían la voz de Zócvel que sólo ellas escu-chaban y procedían a actuar. Salieron del re-lumbrante palacio mayor de Amantikón construido con neón magenta y fueron al encuentro de los neohumanos.
Cuando estos las vieron, se estremecieron ante tanta belleza y atenciones. Mientras en otros planetas del universo los habían recibido en ocasiones con desconfianza, en éste era sor-prendente la recepción. Ulo notó de inmediato lo que todos a la vez habían percibido: no había hombres; parecía ser un planeta habitado sola-mente por un solo sexo. A menos que fueran hermafroditas, había concluido ante la sonrisa de sus compañeros.
Todas aquellas mujeres vestidas de rosas se acercaron y se fueron despojando de sus pren-das perfumadas hasta quedar desnudas mos-trando sus exquisiteces conquistadoras.
-¡Me parece una gran recepción!-comentó entu-siasmado Polif, segundo en mandato, después de Ulo; opinión a la que todos se sumaron.
-Bienvenidos a Amantikón, el planeta de Zócvel, la sacerdotisa de la fecundidad. –Dijo Zócvel que lucía espléndida y eclipsaba a las demás. -Nosotras, que somos la población total de estos lares, les damos la bienvenida y estamos a sus órdenes para calmarles su indudable hambre sexual, que de seguro ha de estar candente, luego de tanto tiempo de navegación. Es lo úni-co que no ha podido ser sustituido con ningún invento. Sólo paliativos. Y nosotros somos las alegradoras de la galaxia. Vengan a nuestro pa-lacio, fuertes exploradores, donde los atende-remos en todos los estilos que deseen y les proporcionaremos orgasmos espléndidos tan in-tensos que hasta en su planeta de origen se es-cucharán sus rugidos de placer.
A Ulo le pareció extraño todo aquel ritual, pero nada dijo. Ante la mirada inquisitiva de sus com-pañeros donde se atisbaba la fuerza del sexo desesperado, autorizó a que fueran.
Entonces descendieron de las tres naves de pla-tino el resto de los exploradores y gustosos se dejaron llevar por las hermosas desnudeces de las hetairas del espacio. La que se nombraba Zócvel, la belleza más impresionante de todo el universo, según pensaba Ulo, encantado con tanta hermosura, de inmediato se dirigió a éste y con ojos pasionales y caricias procaces, le dijo:
-Como tú eres el jefe de la expedición, yo te voy a dar gusto a ti. Verás cómo vas a desear repetir lo que les vamos a hacer, tantas veces que ya no querrán irse de nuestro planeta, pues aquí lo van a tener todo.-y con algo de rubor, Ulo se dejó rozar pero con un extraño resquemor: ¿Qué pedirían después de todo esto? Aquí hay un misterio encerrado...
Así pasaron muchos días y noches amánticos. Orgasmo tras orgasmo los expedicionarios dis-frutaban de aquel paraíso inimaginado de place-res. Las hetairas de aquel planeta parecían no experimentar cansancio. Algunas se habían embarazado y sus amantes neohumanos comenzaban a preocuparse por el destino de sus herederos; pero sobre todo, por las esposas que habían dejado en la Nueva Tierra. ¿Cómo se resolvería esto?
Zócvel había dicho: -Finjan el embarazo. Esto hará que no las dejen y se quedarán para siem-pre con nosotras. Yo misma le he confirmado a Ulo que espero un hijo de él y él parece que se lo ha creído.
Sin embargo, el astuto Ulo había comenzado a olfatear algo. Sospechó la falsedad inventada por Zócvel cuando ésta, al obligarla Ulo a efec-tuar una peligrosa pose para un embarazo, ob-servó que nada le había pasado. (A menos que estas féminas sean de naturaleza muy diversa a las nuestras de la Nueva Tierra. Pero según se ha investigado, los ciclos de reproducción de to-dos los animales del universo cuidan a la hem-bra para que el producto no se malogre. Así que, aquí hay algo por resolver.) reflexionaba.
Preocupado por ello, Ulo, aprovechando que Zócvel dormía en exquisito abandono, fue a la biblioteca iónica y descubrió un pedernal infor-mativo que narraba la historia de la huida de los amánticos esclavizados por la matriarca Zócvel y una cita cruzada, le hizo conocer toda la ver-dad. Los pedernales adivinos a los que había sido enviado para futurizar los datos, le descu-brieron lo posible venidero, ya que sólo cono-ciéndolo, se podía modificarlo desde el presen-te: Zócvel se enredaría con los neohumanos y los haría sus esclavos hasta hacerlos traidores a la neohumanidad e invadir la Nueva Tierra y otros planetas con su ideología del desborda-miento sexual que agotara a los machos para asegurar la inmortalidad de una sola: Zócvel, la matriarca.
Asombrado Ulo ante la estratagema de seduc-ción para aprisionarlos y poseerlos hasta expri-mirlos de su humanidad, se los comunicó a los ya para entonces fascinados esclavos del sexo matriarcal de Amantikón, sus compañeros, quie-nes en un principio no querían creerlo:-Pero es tan extraordinario el placer que recibimos. ¿Qué de malo puede tener? ¿Moralina en nuestros tiempos? El sexo es una función muy natural. Sin embargo, como eran neohumanos y la es-clavitud a los sentidos había pasado a la historia bajo el dominio de la voluntad, encontraron co-herencia en los fines destructivos que se perse-guían para la neohumanidad. Ésta poco a poco sucumbiría agobiada por la matriarca insatisfe-cha y sus matriarcos subyugados.
Había que salir de inmediato del planeta aquel, antes de ser demasiado tarde. Tan pronto como el capitán de la expedición alertó a sus compa-ñeros, y en el momento en que sus hembras dormían repletas de placer y de sueños amoro-sos, sin detenerse en la desnudez de aquellos cuerpos fascinadores, que en pocos días los devorarían, se levantaron y con cautela salieron de las habitaciones magenta del palacio mayor para dirigirse presurosos a sus naves.
–Tan sabrosa vida que llevábamos.– Comenta-ban algunos.
En esos instantes, Zócvel abrió los ojos plácidos y se dio la vuelta en su lecho de rosas para aca-riciar a Ulo, que creía dormido a su lado y se percató de su ausencia. Se incorporó de inme-diato cuando escuchó el ruido de los motores de helio que se encendían y saltó de su lecho de rosas para correr hasta el balcón nacarado. Lo que vio la enfureció tanto, por primera vez en su amplísima existencia, que del esfuerzo, todas las mujeres despertaron y se fueron fusionando vertiginosamente como metales atraídos por un imán en el cuerpo agigantado de Zócvel, quien lucía una terrible y fascinante belleza de furia. Estos no podrán escapar. Ordenó a las alfombras de rosas que se movieran para evitar el despegue, pero ya nada pudo hacer. Las naves de platino se alejaban a gran velocidad por los espacios cóncavos de Amantikón.
En aquel momento Zócvel se derrumbó y desesperada comenzó a llorar tantas rosas que poco a poco se fueron convirtiendo en un túmulo que fue cubriendo el gigante cuerpo de la Magna Mater hasta ahogarla. (Me he quedado sola para siempre.) Fue lo último que dijo cuando un hoyo negro succionó su cadáver. En ese instante el planeta rosa explotó en millones de partículas rosas.
Ulo y sus expedicionarios sólo vieron desde sus naves una gran explosión pirotécnica de rosas rosas que iban invadiendo el oscuro infinito del Universo.

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Revisión del 02:06 30 ago 2010


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México/Literatura

ANTONIO DOMÍNGUEZ HIDALGO


La Cien... y Otras Cosmogonías



CUENTOS DE LO FUTURO PASADO


PRIMERA EDICION 1970.




LA TIERRA


EN los comienzos todo era la nada... Sólo existía el vacío infinito. No había galaxias ni estrellas ni planetas. No se miraba la luz ni se sentían los vientos ni el silencio se escuchaba. No había tierra prometida ni mares encerrados. No había selvas humilladas ni llanuras afligidas. No había flores comediantes ni serpientes detractadas ni águilas caídas. No había hombre ni mujer. No había fruto de los vientres. Ni tormentos ni miserias ni cadenas ni soberbias. No había lágrimas. Aún no surgía ningún sistema ni leyes desdobladas. Ni se inventaban los infiernos ni las promesas de los cielos. No había grey ni pastores ni jefe ni ma-nada. No había engaño ni desprecio ni prebendas ni desgracias. Ni abusos ni tristezas ni nostalgias. Tampoco esperanzas, ilusiones, sonrisas o palabras. No había labios ni miradas. No había cuerpos abrazados. No había sombras olvidadas ni recuerdos frecuentados ni caricias evitadas. Ni temor. No brillaban los puños en su furia de columnas ni la sangre teñía los calendarios. No había junios ni había octubres. No había inviernos doloridos ni orgía de primaveras. No se aullaban las glorias fabricadas ni los pretextos para hacer esclavitudes. No se hallaban ciudades subterráneas ni caminos adaptados ni au-tomóviles vencidos ni barcos confundidos ni aviones ultrajados ni astronaves extraviadas... Todo era la nada. Mas el soplo vital de la energía se encontraba latente en el espacio... Y la energía dijo sin decir: “Háganse los elementos”. Y cien elementos brotaron entre la oscuridad sin fin. Luego surgirían otros... Y la energía continuó sin vocablos: “Divídanse en moléculas”. Y cada elemento se dividió en moléculas que se desparramaron con sus cuerpos microscópicos a través del universo naciente. Y en la noche de los milenios, los millones de partículas creadas, por obra y gracia de la potencia energética, se atrajeron. Y la noche de la nada se convirtió en el primer día de amor. Y he allá que los seres inorgánicos nacidos, activaron la energía; y los grandes fueron absorbiendo a los pequeños hasta convertirse en gigantescas e informes masas que comenzaron a chocar entre sí, enloquecidas. Sus cuerpos ardientes explotaban en el cosmos y al impacto de los encuentros, el escándalo ígneo engendró el sonido y se produjo la luz y el color. Y la paz original se destrozó en desorden espectacular de luces, colores y sonidos. Y el caos reinó. Mas por obra y gracia de la energía, después de los siglos de los siglos, las fuerzas de atracción se equilibraron y la armonía surgió en el universo sin límites. Y nacieron las galaxias; y las estrellas y los planetas; y los satélites. El segundo día de amor había concluido. Y la energía comenzó a regir en el cosmos. Y el todo fue perfecto. Los seres inorgánicos flotaron simétricamente en los espacios. No había uno solo que estuviera fijo, pendiente, inmóvil. Cada uno, acompasado, se trasladaba por el infinito hasta regresar al sitio de su partida para reiniciar el curso de su viaje orbital. Mas la energía no se conformó con aquello. Era espléndido, sí, pero faltaba algo más. Entonces, aprovechando las diferencias individuales de algunos planetas del Universo, hábilmente flechó, en los elegidos de entre millones, a una molécula de oxígeno y a dos de hidrógeno, y enamoradas se fundieron la pasión en un nuevo ser. Y el agua creció y fue corriente y fue torrente y cascada. Y colmó los huecos de los planetas elegidos y formó océanos y mares y ríos y arro-yos y lagos y lagunas y manantiales. Pero los seleccionados cuerpos inertes aún ardían y como si hubieran deseado no admitirla, la evaporaban y vuelta nubes ascendía, aunque ella, rebelde, antes de irse al infinito, se procuraba la frialdad de las alturas y refrescada, regresaba convertida en amorosa lluvia de amor. Pronto los planetas electos se acostumbraron a sus caricias, a sus ibasivenías, y la aceptaron. Poco a poco las elevadas temperaturas fueron descendiendo al mismo tiempo que acababa el panorama vaporoso que rodeaba a los planetas elegidos. Y los astros selectos se fueron opacando y su materia les sonrió a las aguas. Y las estrellas alrededor de las que giraban en los más diversos, distintos y alejados rincones del cosmos, les proporcionaron el calor que ya no tenían. Y el espíritu de la energía flotó sonriente entre las aguas. Así acabó el tercer día de la creación, el tercero de los trabajos, el tercer día de amor. Y sumergiéndose en las aguas de aquellos pla-netas la energía reunió amantemente, sin promesas, silenciosa, a cuatro de los cien primeros elementos y los besó. Y por obra y gracia de un beso nacieron las prístinas células. Y la energía dijo sin decir: “Multiplíquense. Reprodúzcanse”. Y de sus primitivos seres orgánicos, a través de milenios, se construyeron las primarias especies acuáticas. Luego la energía siguió diciendo sin decir: “Tendrán necesidad de reponerme cuan-do me gasten. Yo estaré siempre en todas partes y los nutriré hasta que agotados se transformen en otros seres, o retornen a mí para ayudar a quienes haga falta en este movimiento eterno que hoy llamo vida.” Así, concluyó el cuarto día de amor. Y los seres acuáticos quedaron divididos en móviles y en inmóviles. Y aunque la energía era igual para ambos, tal parecía que los móviles resultaban más ayudados. La energía los hacía más libres, en tanto que los inmóviles habían quedado esclavizados a la carne de los plane-tas. La energía continuó entonces; aún sin palabras: “Los que tienen movimiento serán superiores a los que no lo tienen y éstos servirán de alimento a los primeros. Los inmóviles no protestaron, sabían desde aquel principio que eran útiles. Serían la base de los móviles. Fomentarían la existencia de los libres. Y los móviles reconocieron que necesitar-ían por siempre de los inmóviles. Y animales y vegetales vivieron amándose los unos a los otros. Así terminó la energía su quin-to día de amor. Los vegetales crecieron y las ondas los sacaron de las aguas y ante su inmovilidad, el viento los ayudó a extenderse por las superficies. Y de un común origen se transformaron en múltiples va-riantes. Y los animales también descubrieron las afueras del mundo acuático. Y unos se quedaron en las aguas y otros salieron de ellas. Algunos se habituaron a estar a veces dentro y a veces fuera. Y hubo animales acuáticos y ani-males de la superficie y animales de dos vidas. Y cada una de esas especies, por obra y gracia de la energía, poblaron los planetas y se multi-plicaron de tal manera que, según el ambiente en el cual se iban desarrollando, fueron adquiriendo características diversas. Algunos pudieron volar y otros correr sobre las superficies de los planetas. Mas tan enorme había sido el desenvolvimiento alcanzado de la creación realizada por la energía, que la propia energía no sabía ya lo que había hecho. Enton-ces fue cuando cansada, fatigada, casi a punto de perder el control sobre sus creaturas, selec-cionó a un grupo especial de aquellos animales que corrían en las superficies de ciertos plane-tas, que caminaban en dos patas, que subían a los árboles, que se metían en las aguas y deci-dió entregarles lo que a ninguno había entrega-do con tanta intensidad: Su propia capacidad creadora. Y la energía dijo; todavía sin palabras: “Surja el animal supremo dotado de mí misma, seme-jante a mi imagen. Hágase la mente e impere sobre mi creación. Obsérvela, experiméntela, compruébela, clasifíquela, conózcala, domínela y perfecciónela. Que no le engañe lo que no ve; que no le mien-ta lo que no oye; que no crea en imaginaciones que le fomenten, sino que reflexione en las ver-dades que le ocultan, en los intereses que per-siguen, en las conveniencias que defienden, en los egoísmos que disfrazan. Que no oculte la verdad tras la mentira, pues yo seré la verdad eternamente. La única verdad, la única belleza, el único bien. Yo seré quien los hará libres.” Y la energía continuó: “Y que la mente modele lo que hoy la fatiga me impide: Que construya las ciencias, las artes, la moral. Y las ciencias me encuentren. Y las artes me transformen. Y la moral me fomente. Y llámenme los científicos, ENERGIA. Y llámenme los artistas, BELLEZA. Y llámenme los filósofos, AMOR. Y la energía se introdujo en los animales selec-cionados de los planetas escogidos entre millo-nes del Universo. Y aunque muy distantes unos animales de otros, comenzaron sus propias creaciones. Así acabó el sexto día de amor. Después, satisfecha la energía de sus labores, regresó a su latencia antigua y se ocultó en la materia para descansar durante el séptimo día. Ahora podría dormitar y reponerse. Tenía ayu-dantes que proseguirían la obra y éstos la des-pertarían cuando llegara el octavo día con el fin de continuar, entonces juntos, los trabajos y los días de amor. Desde aquellos milenios, en uno de los plane-tas selectos, tercero de un sistema solar, brota-ron los animales seleccionados y con el tiempo se auto nombraron Humanos y se reprodujeron y se multiplicaron y fueron cumpliendo la misión confiada. Y los Humanos llamaron a su planeta: La Tierra, pero ésta, al ir conociéndolos, a mitad del séptimo día, tuvo miedo de que se prolongara a un demasiado tarde, porque los Humanos se estaban separando de la tarea común a otros seres elegidos del Universo.



LA PEQUEÑA HISTORIA DEL EXTRAÑO PEQUEÑITO


DECÍAN que era un enano, pero no sospecha-ban siquiera que... Desde su llegada a la ciudad las mayorías cu-rioseaban la pequeñez de su figura y se admira-ban de sus proporciones liliputienses. Se veía tan gracioso. Tan simpático. Hasta los niños habían pregonado entre brincos y sonrisas los defectos del hombrecillo: “¡Miren al enanito! ¡Ahí va! ¡Qué manecitas! ¡Qué cabecita! ¡Qué cuer-pecito!”. Nadie sabía de dónde había venido. Les causa-ba extrañeza que hubiera podido llegar cami-nando. El poblado más cercano a la urbe se en-contraba a cien kilómetros y era increíble que un ser como aquél, tan insignificante, hubiera reco-rrido tal distancia que para el tamaño de sus pa-sos habría constituido una inmensa y fatigante jornada. Era muy pequeño, inconcebiblemente pequeño, como jamás cerebro humano pudiera haber imaginado: cinco centímetros de altura cuando más. Muchas veces habían estado a punto de aplastarlo y si no hubiera sido por una habilidad saltarina que lo adornaba, ni un día hubiera du-rado en la ciudad. El peligro constante lo ame-nazaba. Cuando no eran los transeúntes, eran las llantas de los automóviles. Hasta los ratones quisieron una vez devorarlo... Más que un hombre, parecía una invención de juguetería, y esto divertía tanto a los superiores en estatura, que por ello, la Academia de inves-tigaciones científicas decidió recogerlo para su protección y estudio. Se indagó su procedencia; se le preguntó que de dónde venía; pero él, con una voz casi im-perceptible, respondió en otro idioma, descono-cido en formas y contenido por los investigado-res. Entonces comenzó a sospecharse que ven-ía quizá de otro mundo. Y todos se colmaron de sorpresas y de inquietudes. Debían averiguar la clase de lengua que hablaba y que no acomo-daba a las clasificaciones lingüísticas conoci-das: Ni monosilábica ni aglutinante ni sintética ni analítica. Era un lenguaje desconocido para los hombres. Sin embargo, tenía un cierto matiz de ecos, de lejanías o de presagios... Los científicos no salían ni de su asombro ni de sus dudas y por tanto, la confusión iba en au-mento debido a la casi inescuchable voz del pe-queñito. Parecía en ocasiones como si protesta-ra o prorrumpiera en amenazas, y en otras, co-mo si gimiera o llorara por su suerte. Era incom-prensible. Y el hombrecito se colocó de un momento a otro como la principal atracción científica y turística de la ciudad. Su fama llegó hasta el extranjero y de allá vinieron cientos de viajantes tan sólo pa-ra conocerlo. Y entre interjecciones políglotas nadie dejaba de sorprenderse por las formas ex-traordinarias de aquel minúsculo ser. Todos es-taban de acuerdo en catalogarlo como la más grande maravilla de los siglos. Pronto el gobierno vislumbró la riqueza que en-cerraba la explotación del extraño pequeñito y decidió instalarlo con gran lujo y boato, entre elegantes decoraciones, en un local apropiado para su exhibición. El éxito económico no se dejó esperar. Fluían riquezas increíbles por con-cepto de derechos de entrada y como el Estado no pagaba impuestos, no había pérdidas ni défi-cit. Colas interminables, como enredaderas vivien-tes, se extendían por toda la ciudad y eran inte-gradas por personas de los más variados luga-res del orbe en espera de poder conocer al in-sólito personaje. Y como en clase objetiva de antropología, desfilaban los más diversos repre-sentantes de los pueblos del mundo. Ninguno había dicho no a tan interesante viaje. Se hab-ían organizado excursiones magníficas cuya atracción principal era el conocimiento del ex-traño pequeñito. Y los afortunados se veían allí formando las caudas sin fin, sin distinción de credos ni de razas ni de colores ni de dineros, porque quienes habían podido efectuar un pa-seo que se cotizaba tan caro, eran indudable-mente ricos. Lo único que los diferenciaba, eran sus vestimentas, llevadas en usanzas particula-res, como para adquirir, aunque fuera así, ras-gos personales. Y he aquí que, de improviso, la ciudad, antes maquinística, fabril, comercial, abandonó tales labores para dedicarse exclusivamente a la in-dustria turística: Restaurantes por todas partes, a cual más lujoso; centros de diversión que pre-sentaban las variedades más exóticas y atracti-vas e inmensas tiendas de artesanías, en las cuales no faltaba la reproducción exacta, así lo decían en su publicidad, del extraño pequeñito... El negocio era prodigioso. La abundancia corría a raudales entre los antiguos pobres y sufridos habitantes de la ciudad. Los millonarios del mundo entero dejaban toneladas de dólares en ella y los pretéritos miserables se habían trans-formado en potentados. Una verdadera metrópo-li se levantaba en donde hasta hacía poco, sólo pobrezas escondían sus harapos de siglos. En verdad, habían sabido aprovechar la insignifi-cancia del hombrecillo para explotarlo: ¡Qué él trabajara por ellos y... ellos que cobraran por él! ¡Al fin que ni entendía... ni comprendía! Con tan sólo la comida le bastaba... ¡Y para lo que co-mía! Sin embargo, a pesar de los placeres moneta-rios, los estudios de los científicos no cesaban en sus intentos por lograr saber el origen del pequeñito. Una serie de experimentos, en los ra-tos en los cuales no estaba sometido a exhibi-ción, realizaban acuciosos los investigadores. Combinaciones químicas le eran inyectadas pa-ra saber sus reacciones y precisar los desnive-les de su conducta. Y a cada tentativa, el hom-brecito solamente gritaba como siempre, con su voz incomprensible, palabras ignoradas... ...pero sucedió que un día, cuando la urbe re-ventaba de turistas y era una eclosión de alegr-ías, los científicos se dieron cuenta de que co-menzaba a crecer... A crecer... Y de inmediato divulgaron las nuevas. Fue un suceso inespera-do. Individuos que ya habían venido a conocer-lo, regresaron para enterarse y presenciar los cambios misteriosos. Jamás se habían visto re-unidos a tantos personajes de la banca, de la al-ta sociedad y de la aún muy bien conservada aristocracia. Nadie presentía siquiera que... Un grito de espanto cundió por la ciudad. El ex-traño pequeñito durante la noche posterior a la noticia había aumentado lentamente de tamaño hasta erigirse extraordinario, ciclópeo, más alto que todos los hombres poderosos del mundo juntos. De su insignificancia emergía pujante, altivo, soberbio con quienes se habían divertido a su costa y lo habían escarnecido y explotado. Había crecido inmensidades. Tal vez a fuerza de tanto experimento realizado en su lacerado cuerpo habían activado sus glándulas reprimi-das y en crecimiento formidable se innovaba pa-ra convertirse en un gigante cuya mirada presa-giaba venganzas. Y con una voz estruendosa, ante la presencia despavorida de los privilegia-dos que lo contemplaban, profirió en su idioma desconocido palabras imponentes, cuya poten-cia revelaba ira, burla, odio, liberación... Las multitudes corrieron atropellándose entre sí e inundando calles con su griterío. Espantadas. Agitadas. Y el gigantesco hombre, provisto de una aterrante hermosura, avanzó aplastándolas. El escándalo pánico de las muchedumbres enjoyadas conmovía los silencios de la atmósfera y los ruidos de la feria de antaño. Rostros pusilánimes. Voces desgarradas. Perdones implorados. Misericordias lacrimarias. Pero todo era inútil, el extraño pequeñito, transmutado en gigante, como volcán en erupción, destruía a sus opresores...



EL DÍA QUE CAMBIARON LAS ESTACIONES DEL AÑO


AQUELLA primera vez los Urbanianos se hab-ían enterado por medio de las ondas electro-magnéticas que llegaban a su Magna Estación Radio Televisora Tridimensional de lo que acon-tecía en el planeta llamado por sus habitantes Tierra y de inmediato habían puesto a funcionar las Electroadivinográficas para fijar predicciones y establecer contactos con otras galaxias del in-finito con el propósito de saber hasta qué grado de intensidad llegaría el peligro del fenómeno nuclear que se aproximaba en las salvajes zo-nas terrestres y poder evitar así, perjuicios en la vida de otros mundos. Hasta entonces se había respetado el acuerdo 5555 del Gran Ministro Acústico Yanó que con-sistía en ciertos párrafos redactados hacía más de cien mil siglos y que establecían “no molestar para nada a los terrícolas. Dejen que continúen sus labores creadoras, mientras no se convier-tan en negativas.” Sin embargo, ahora se hacía indispensable la intervención. La guerra a punto de explotar por culpa de la bestialidad de los humanos ambiciosos, no sólo podría acabar con los planetas del sistema solar, sino que provo-caría una serie de fenómenos extraterrestres capaces de convertir al Universo en un caos, como en los comienzos. En un oleaje gaseoso, la fuerza producida por la explosión a la que iba a ser conducida la Tierra, sacaría de sus órbitas acostumbradas a los de-más astros y produciría choques entre ellos, cu-yos impactos reanudarían con mayor potencia el vértigo galáctico y despertada la energía, ésta sería capaz de destruir a todos los sistemas planetarios existentes. Así que por ello, determinaron producir la anti-gua estrategia utilizada en otros planetas cada vez que sus habitantes imperfectos llegaban a tal punto de impertinencia, y que consistía en al-terar los climas por medio de máquinas inventa-das para esos momentos. Sin que se dieran cuenta, los hombres serían reducidos por los fenómenos provocados y la sobre población humana, a causa de tanta mor-tandad, resultaría descendida. Tal vez en algún siglo alcanzarían el ascenso total y armónico, aunque los Urbanianos dudaban mucho de ese optimismo. Conocían muy bien a los Humanos. Siempre los habían estado estudiando y com-prendían sus insuperables defectos. Mas, con-firmaban en los Cónclaves Galácticos, mientras los Urbanianos existamos, se evitará cualquier catástrofe suscitada por los de la Tierra. Además, continuaban, como justificándose de su crimen natural, nada malo harían, porque su labor, aunque destructora, lo era de un bien inferior para conservar uno auténticamente supremo. En eso consistía la única manera para sostener la calma universal. En tanto, sin saber nada de aquellos planes, los terrestres aguardaban el estallido belicoso con suma indiferencia. Ya para qué se preocu-paban. La angustia cotidiana parecía haberse vuelto costumbre y el temor al desastre se había convertido hasta en hábito. Acaso por eso nadie se había conmovido al en-terarse de la proximidad del siniestro guerrero. Al contrario, con tanta frecuencia lo habían anunciado que no llamaba más la atención. Hasta parecía que les urgía de una vez por todas las buenas, morir. Por tanto, vivían días de treinta y seis horas. Disfrutaban y agonizaban en los placeres. Orgías inacabables se sucedían por las semanas de las semanas. Músicas electrónicas destajaban los oídos y la sensualidad de los individuos se acrecentaba con la mayor variedad de inyectables, bebibles o fumables. Mejor era perecer de placer que de dolor, muchos concluían. Y niños y hombres; y ancianos y niñas; y muje-res y jóvenes; y animales y robotes, todos vivían las últimas horas del mundo. Lo que importaba nada más era el goce, la adoración de los senti-dos. Y entre luces de variados colores, las sombras se interponían para acrecentar el acabóse sen-sorial. Sabían que la guerra nuclear acabaría sin pre-texto alguno con la vida; que el esfuerzo acumulado de siglos por civilizaciones, quedaría derruido al golpe de la destrucción inteligente y que nada subsistiría en la hora final. Los rostros no vislumbraban más en sus miradas el antiguo miedo; una aceptación de la realidad era lo úni-co que reflejaban y el deseo... conformados con el destino próximo, sin tentativas para evitar la ruina. Por eso, cuando aquella mañana se enteraron de la declaración destructora, no había causado el impacto que debía producir tal situación ame-nazante. La guerra total comenzaría en cuanto terminara el invierno, quizá con la finalidad de poder planificar con mayor precisión tanto los medios de ataque como los de defensa, ya que con las tormentas de nieve que estaban azotan-do inexplicablemente ambos hemisferios terríco-las, en verdad era imposible tratar de matar a gusto tras la victoria aguardada por cada uno de los bandos contrarios. Era una verdadera paz fría. De ahí que lo conveniente, así lo habían concluido, sería esperar la llegada de una pri-mavera... Sin embargo, a lo inesperado, aquel día co-menzó a sentirse un poco acogedor calor de in-fierno. Los termómetros explotaron; los océanos parecieron alcanzar el punto máximo de la ebu-llición y la sed, una lacerante sed, iba consu-miendo a los Humanos. Muchos gritaron su te-rror al sol que cálido se veía derrumbarse sobre ellos como una flamígera serpiente de fuego. La tierra había perdido el equilibrio, suponían, y se aproximaba a su estrella vorágine. Todo se quemaba, la lumbre brotaba de los suelos y ciu-dades completas se incendiaban. Morían en las llagas de la ira solar. Hombres y mujeres lacera-dos se arrastraban agónicos a la búsqueda de sombra y frescura. Nadie resistía. Muchedum-bres estrujadas se aglomeraban incinerándose. Y el calor en creciente espantosa... Para nadie había piedad: niños, ancianos, todos formaban la terrible hoguera. ¡Castigo de Dios! ¡Castigo! En alaridos espeluznantes gritaban mientras sus ojos desorbitados se deshacían entre las llamas. Luego de algunos días de calcinaciones, sin presentirlo siquiera, la temperatura comenzó a descender. Ya multitudes habían muerto y sus cenizas se extendían por las llanuras humean-tes, mas las que aún quedaban como por mila-gro, fueron calmando sus asfixias. Y la alegría de la fragancia recién nacida, las avivó. Prome-tieron cambiar. Ser buenos. Y se ayudaron... Poco a poco el cielo se halló cubierto de maci-zos nubarrones. Y los humanos bendijeron. Jamás volverían a destruirse. Y comenzó a llo-ver y a llover y a llover, a llover si cesar. Y la llu-via se fue acrecentando con furia de venganza, de odio. Los océanos reacumularon sus líquidos evaporados e invadieron las playas. Las presas se desbordaron y arrastraron en ríos nacientes a quienes se oponían a su caudal. Era el diluvio renovado. Ningún hombre ni mujer se explicaba aquellos fenómenos. Ni los sabios ni los ignorantes. La-boratorios enteros habían desaparecido, y fábri-cas, y carreteras, y monumentos. La destrucción era plena. Total. Primero había sido aquel infierno de veranos, luego los torrentes y ahora el frío que se perpe-tuaba. Poco había ya de la civilización humana. Los escasos que subsistían, se encontraban desamparados en las cumbres de las montañas más altas, alejados del mar inmenso que aho-gaba a la tierra. Y aunque imploraban piedad, nadie se las daba, porque estaban solos, tan so-los como en los inicios de su vida. Desnudos y moribundos de hambre, los sobrevi-vientes deambularon en las zonas no alcanza-das por los huracanes, como siluetas, tamba-leándose, espectrales, acabando. Apenas si unos cuantos Humanos se hallaban a salvo, distribuidos en grupos pequeños, separados por cordilleras, por continentes, por océanos. Cuando los Urbanianos contemplaron en sus grandes pantallas videográficas los resultados de su intervención, se asombraron de su triunfo. “Por poco y se nos pasa la mano.” Comentaban jocosamente algunos. “Sin embargo, no hubié-ramos destruido gran cosa. La tranquilidad del Universo vale más que la de unos insignificantes animalillos presuntuosos. Equivocación de la energía creadora en grave distorsión por dejarles tanto libre albedrío, cuando no lo han sabido usar.” Y oprimiendo otros botones, provocaron terremotos que devoraron los restos de las antiguas ciudades. “No hay que permitir que los humanitos encuentren lo que fue su ayer”. Prosiguieron. Y sonriendo vieron en el aparato las imágenes de hombres y mujeres aterrados, solitarios. Luego hicieron llegar la calma del fin con el presagio leve de un nuevo principio. Y continuaron son-riendo... Desde entonces, después de seis ciclos obser-vados y en los cuales se había repetido casi exactamente los mismos fenómenos de la imperfección humana, con semejantes resultados, los Urbanianos decidieron controlar a los terrícolas. Ahora, dirigidos muy bien por Urbania, levantarían la nueva fase de su vida. No comenzarían nómadas ni caminarían desnudos por la tierra a la búsqueda de sus paraísos perdidos. Tampoco se refugiarían en cuevas ni esperarían a que generaciones nuevas redescubrieran las agriculturas y otros progresos. Todo sería controlado. Esos humanos no podían ser dejados solos, la bestialidad aún los dominaba y podría ser su-mamente peligroso que continuaran en libertad. No sabían ser libres. Les faltaba perfección. Por eso, desde la última vez en que cambiaron las estaciones del año, Siglo XXI de la Era D. G. C., (Después de la Gran Cretinada) los Urbanianos se propusieron enseñarles a vivir.



EL ZOMBI DEL OJO MORADO


CYY59, HTG20 y HRR78 lo habían notado, pero se hacían los que no se daban cuenta. Durante mucho tiempo, casi cien años, lo habían venido observando. En sus veintisiete siglos de vida habían aprendido a distinguir las irregularidades de su coterráneos y como Supremos Capataces, se encontraban obligados a descubrir las cau-sas de aquel fenómeno. Desde el instante en que la Tierra había sido conquistada por los Urbanianos en el año dos mil de la séptima era, debido a la poca fortaleza de los terrícolas, exterminada casi en guerras y destrucciones constantes, crímenes y corrup-ción, los habían convertido a todos en autóma-tas que sólo obedecían las instrucciones envia-das desde la estrella Urbania, centro de un sis-tema planetario muy lejano del terrestre, pero próximo, gracias a los adelantos increíbles de esa civilización de seres de fuego. Los quinientos mil años luz que separaban a la Tierra, de la estrella Urbania, eran avanzados en siete segundos por las ondas CTV, capaces de trasladar, desintegrados para tal propósito, a quienes deseaban viajar al primitivo planeta, cu-yos graciosos paisajes y rústicas ciudades, casi todas destruidos vejestorios, les divertían como nadie. Sólo bastaba que los futuros viajantes Urbanianos tomaran una especie de píldora pa-ra que quedaran reducidos a simplísimas molé-culas y formando parte de las ondas menciona-das, emprendieran el simpático paseo. Desde que los habitantes de la estrella Urbania habían decidido intervenir en los asuntos terres-tres para evitar una catástrofe universal por la inteligencia constantemente mal usada de los hombres y promovieron, gracias a su potenciali-dad técnica, un desajuste en los climas terríco-las que cambiaron bruscamente las estaciones durante seis períodos y retrasaron, por tanto, el progreso humano que a punto estaba de des-truirlos y los habían regresado a sus primeros estados de cavernarios, aunque sin cuevas en el último, el planeta de los hombres había vivido en paz. Nada perturbaba la tranquilidad de los campos, ni de las aldeas. La capacidad de pensar era controlada desde entonces por máquinas invisi-bles manejadas desde Urbania. Cualquier alte-ración que revelara un pensamiento contrario a lo predispuesto por la civilización conquistadora, de inmediato era descubierta y localizada se co-rregía, eso sí, sin llegar nunca a castigar, a quien sufría tal avería. El Vigía Máximo siempre se encontraba al pendiente de que esto jamás se descuidara. Así lo había prometido en su ju-ramento de Gran Cuidador, al asumir el cargo. De tal manera, la mente humana era supervisa-da, que sólo se le permitía activarse en pensa-mientos de trabajo y de creación; de belleza y de bondad. Los terrícolas vivían sumergidos en un extraordinario mundo de zómbica paz. Mas cabe aclarar que, la justicia lo reclama, los Urbanianos habían ganado en los Cónclaves Galácticos de la Unión Universal, durante mu-chos milenios, el primer lugar por promover la convivencia pacífica entre los seres del cosmos. La conquista de la Tierra que ellos habían reali-zado, sólo había tenido como principal objetivo, no la explotación, sino la salvación de una es-pecie, que aunque bastante primitiva y detesta-ble, en relación con las demás especies superiores del universo, merecía salvarse por ser una muestra, escasísima, de la imperfec-ción. Hasta esos momentos, el peligro que entraña-ban los humanos por sus tendencias a las manifestaciones negativas, había sido contrarrestado por medio de control mental. Allá en Urbania, la oficina de esquemas y recuentos marchaba sin contratiempos en tal operación. Todo iba caminando a la vera del éxito. Las gráficas que se miraban aparecer y desaparecer entre las luces de colores diversos y zumbidos electrónicos, marcaban día con día el transcurso de la vida de cada habitante terrestre. La estadística lassérica no fallaba. En cuanto las coordenadas variaban su sentido, era señal de que algo andaba mal. Sin embargo, CYY59, HTG20 y HRR 78 habían notado algo que ni las propias máquinas de Ur-bania señalaban. La mirada de todos los zombis humanos, llena de dulzura, de tiernas muestras de compresión, de tranquilidad, contrastaba ásperamente con la de uno de tantos. Uno de sus ojos se había puesto morado y los capata-ces, que no maltrataban, sin que sólo vigilaban, cual eficientes funcionarios del Vigía Máximo, se habían dado cuenta de ello, mas si no lo habían denunciado, era porque creían que probablemente aquello se debía a un hecho circunstancial y sin importancia. La primera vez que lo habían notado, después de hacer los mutuos comentarios interiores y ex-teriores, no le dieron sumo valor, pero luego, cuando principiaron a ver cómo cerraba un ojo para dormir, mientras el otro permanecía abierto, como custodiando, sintieron dudas extrañas y por ello decidieron vigilarlo más de cerca. Para esto, tomaron las pastillas Nomevé que, como su obvia fórmula lo indica, les proporcio-narían invisibilidad cuando quisieran no ser vis-tos y de tal manera preparados, se dedicaron a vigilar los pasos de aquel zombi cuyo ojo les causaba tanta curiosidad con el fin de descubrir si existía un misterio encerrado en la coloración de aquella mirada. Tarde con tarde lo seguían, pero sus detectives-cos impulsos se veían frustrados al no descubrir algo siquiera que les planteara un hallazgo dig-no de ser tomado en cuenta y enviado a Urbania para su estudio. CYY59, HTG20 y HRR78, eran de los únicos humanos que habían sido seleccionados por la ultra civilización para darles el rango de Capa-taces Zómbicos, pues veían en ellos a los esca-sos representantes humanos con posibilidades de perfección. Ahora, tenían la oportunidad de demostrar sus cualidades y no iban a cesar en esto que sospechaban era el inicio de una des-conocida probabilidad. Además, ellos querían viajar a Urbania, pues desde hacía dos mil sete-cientos años, su existencia, les había atraído tal viaje, pero la co-misión en la que estaban res-ponsabilizados, se los había impedido. Y ésta era la ocasión aprovechable en pos de satisfa-cer sus deseos de conocer y no querían perder-la. Tal premio se hallaba seguro. Mas a pesar de su extraño fenómeno, el zombi del ojo morado parecía presentar una vida tan normal como todos los suyos y esto daba mu-cho que enfurecer a CYY59, a HTG20 y a HRR78, puesto que de tal manera se iba aproximando el fracaso de sus aspiraciones para ser dignos de la recompensa que ambicionaban. Y si ni las máquinas previsoras anunciaban cambios o alteraciones en la conducta del amo-ratado. Lógico era pensar que sus desvelos por descubrir el inicio de algo que se adivinaba im-portantísimo, se frustrarían. Sin embargo, sin que nada pudiera pronosticar-lo, cierta mañana el zombi del ojo morado se en-frentó altaneramente a los capataces que que-daron con la vista cuadriculada ante aquello in-sólito. Cuál no sería la sorpresa de los guardia-nes cuando lo vieron hablar con arrogancia in-sospechada y que insinuaba en sonrisilla des-pectiva, desobediencia y rebeldía. Ellos trataron de apaciguarlo, pero la potente mirada morada del zombi que parecía despedir rayos de desco-nocido origen, los detuvo en su represión y casi los inmovilizó. Ellos intentaron correr hasta el cuartel general de capataces para enviar el avi-so de alarma a Urbania, pero la mirada del ojo morado los dominó y destruyó las máquinas ins-taladas en aquel sitio para semejantes ocasio-nes. Los capataces vieron acercarse al zombi del ojo morado con un terror inaudito, pues pensaban que la bestialidad humana había sido recupera-da por aquel ser y los destruiría. ¡Qué otra sor-presa más intensa habrían recibido algún día que la de verse amenazados con la muerte, ellos que eran eternos! Pero el zombi sólo se les acercó para decirles que no intentaran nada más en perjuicio de los terrícolas, porque gra-cias a aquel azaroso fenómeno había surgido un medio de salvación para la esclavitud a la que se encontraban sometidos. Y él ayudaría a liberarlos. Y con sólo tocarlos, los dejó convertidos en estatuas de marfil vivientes que miraban y percibían todo lo que acontecía a su rededor, pero inhabilitados en sus movimientos. Con grande habilidad política, el zombi del ojo morado llamó a través de los Magna voces Te-lepáticos a los autómatas humanos del lugar, quienes acudieron de inmediato a la señal en-viada. Reunidos en la plaza principal de la aldea gritó enérgicamente que había llegado el mo-mento de la liberación y les incitó a esforzarse para conseguirla. Irían en manifestación a exigir sus derechos de autonomía, crearían premedi-tadamente dísticos de protesta, fabricarían man-tas y carteles con palabrotas liberadoras, harían plantones en las macetas de las plazas y hasta lo más novedosamente imposible, pero la multi-tud zómbica parecía vestida de inconmovilidad, como si nada le importara a su alienada satis-facción. Apenas había dicho esto, cuando surgieron de donde menos era imaginable, cien robotes en-mascarados, armados de extraños aparatos an-timotines, dispuestos a propósito para dominar posibles rebeliones. Entonces los zombis sí se asustaron, pero más, cuando vieron emerger de la tierra, como saliendo entre bocas imprevistas, varios tanques de acero aluminado en color ver-de pasto, listos para hacer fuego. Los zombis temblaron al pensar en las temidas operaciones que realizaban en sus cuerpos con el fin de corregir los errores que los habían inci-tado a la rebelión. No obstante su inmovilizado pánico, pues ninguno emprendía la huída, en cuanto vieron que el zombi del ojo morado con sólo fijar la coloración de su vista entre los re-presores los iba convirtiendo en estatuas amora-tadas, se sorprendieron y por vez primera, sus rostros imperturbables y sus miradas perdidas, adquirieron una expresión de alegría y dieron la impresión de que sonreirían, sin embargo aque-llo se convirtió, antes de hacerse pleno, en una mueca de dolor cuando comprendieron que para ser libres había sido necesario destruir. Y sin saber por qué comenzaron, después de tan-tos siglos de no haberlo hecho, a llorar, mientras el zombi del ojo morado, concentrando su poder mental en la mirada, los vio fijamente y la multi-tud zómbica fue tomando el color de su libera-dor. De inmediato reaccionaron como si desper-taran de un largo sueño y sus movimientos co-menzaron a tornarse ágiles. Miraron extrañados a su rededor. Observaron. Penetraron en las cosas. Y pudieron hablar con fluidez, y oír, y ser ellos mismos, desenajenados. Y entre comenta-rios diversos, iniciaron un bullicio sin fin. En eso se encontraban, cuando un nimbo roji-zo, venido de los cielos, cegante de luminosi-dad, se ubicó al centro de la plaza y envolvió al zombi del ojo morado: -¡Lo han apresado!- Grita-ron los humanizados. -¡Defendámoslo!- Mas sin que pudieran hacer algo, vieron cómo el salvador ascendía rodeado de luz hasta per-derse en las alturas. Muchos se habían enfurecido: -¡Mueran los Urbanianos!- Gritaban.-¡Abajo la represión! ¡Váyanse por donde vinieron! ¡Regresen a su planeta!- Y mano-teaban. En tal conmoción transcurrieron dos días de pro-testa y maldiciones, pero al tercero, un zumbido espectacular los hizo caer al silencio y asom-brados, vieron descender al zombi raptado, quien sonreía y abría amoroso los brazos en cruz, mientras los antiguos zombis se pas-maban contemplándolo, admirados poderosa-mente ante el cambio. Ahora el ojo normal del zombi, antes claro y brillante, había adoptado también la coloración de su par compañero y el rostro del amoratado parecía adornarse con un extraño antifaz morado. Su salvador había vuelto y bendecía a la multi-tud que no dejaba de mirarlo sorprendida, mas cuando sintió la fijación de tantos rostros en su ser, fue desapareciéndole el antifaz y quedó al descubierto. Las miradas moradas se reconocieron en él, identificaron aquel cuerpo con su propio cuerpo, aquel ser con su propio ser y sin dar tiempo a nada, el misterioso se fue desintegrando hasta desaparecer. Los humanizados entendieron mucho de lo incomprendido y se sintieron libres, libres otra vez. Cuando todos se repusieron de la sorpresa, se dieron cuenta que la coloración había aumen-tando en cada uno de los ojos, y estupefactos se hallaban, cuando una voz los hizo volver a su realidad. El Ministro Central de los Urbanianos les hablaba con energía convincente a través de las ondas fonoatmosféricas que aumentaban los sonidos de manera impresionante. Todos los humanitos escucharon envueltos en temor y desconfianza.(-Otra vez bajo el domi-nio.) Pensaron. Otra vez sin alguien que los sal-vara. Otra vez atados a la esclavitud de los in-vasores, de los explotadores, de los represores; y los calabozos, y las cadenas, y las operaciones cerebrales lavatorias. Y con la vista en los sue-los ninguno osaba levantar la cabeza, como para evitar ver la amenaza del castigo. Entonces, el Ministro Central se hizo visible e imponente, en su vestuario ceremonial de oro, rodeado por extrañas escenografías, iluminado en cambiantes coloridos por reflectores no dis-tinguibles a simple vista, ordenó al ejército que iniciaba nebulosamente su aparición armado de cruces con rayos LASSER, que atacara a los rebeldes. Mas los humanizados, de modo extraño, no sin-tieron temor alguno, por lo contrario, como nun-ca antes, fueron irguiendo el rostro calmada-mente, cual si aceptaran resignados el retorno a la esclavitud, pero al chocar la mirada morada, un poco triste, aunque serena, inconmovible, de los antiguos zombis con los Urbanianos, éstos gimieron con desesperación, doloridos. No lo-graban avanzar. No podían moverse. Parecía que los zombis ya no les temían ni creían más en aquella escenificación. No los impresionaban ni su boato ni sus armas ni sus misterios ni sus castigos ni sus promesas ni sus palabras ni sus hechos. Habían dejado de creer en ellos y en sus literaturas sacras. Y el Ministro Central de los Urbanianos se estremeció desolado. Y su ejército fue quedando convertido en estatuas moradas. Al poco tiempo, los Urbanianos fueron desapareciendo como habían llegado. Los humanizados se sorprendieron ante aquel suceso y al comprender el por qué de su liber-tad, recordaron al zombi del ojo morado y le agradecieron su sacrificio por redimir a la huma-nidad. Nuevamente tenían el poder y tal parecía que ahora nadie se los podría quitar. Enormes palacios y bellos monumentos fueron erigidos para rememorarlo siempre y obedecer los nue-vos mandamientos de su innovada libertad.




LA CIEN


LA cuenta atrás había comenzado. En unos momentos, la nave perfecta emprendería el vue-lo que la conduciría más allá del último planeta del sistema solar. Por fin se explorarían las re-giones aún misteriosas para los habitantes de la Tierra y se descorrerían velos que ocultaban quizá, verdades inimaginables, inimaginadas. Desde el momento de su proyecto, la Cien había sido considerada como el experimento más importante en quinientos años D. U. ( Des-pués de los Urbanianos), ya que los noventa y nueve ensayos anteriores se resumirían en él. Tantos desaciertos juntos, sin duda iban a contribuir para que el número cien fuera por fin un éxito. Sin embargo, muchos no descartaron la probabilidad de que tan ambicioso se presentaba tal plan, que a lo peor, sería imposible su realización. Por eso es que los sobrantes terrícolas, deses-perados y ansiosos, que todavía vivían en el planeta sin poder emigrar a otro, debido a la prohibición de quienes habitaban los demás del sistema solar, por el temor a la sobrepoblación y sus consecuencias desastrosas, no cabían de gusto y a la vez de preocupación por si fallaba la experiencia próxima. Ya desde el siglo XX, A. U. (Antes de los Urba-nianos), los científicos habían advertido que la Tierra iba a llegar en pocos decenios más a un estado de esterilidad que los elementos para la vida humana cesarían, e inclusive para todo tipo de existencia, incluso la robótica. No obstante la amenaza, los humanos continuaron en sus sabrosas labores de reproducción con tanta satisfacción y placer que, sin darse cuenta, de un año a otro, los nuevos habitantes que se originaban sobrepasaron todos los cálculos previstos por los Estadiscólogos y las consecuencias no se dejaron esperar. Por más que los Gobernantes Unidos habían lanzado exhortaciones, discursos, mensajes, cartelones, programas televisados, promociones y otras campañas en donde se avisaba de las complicaciones futuras, si los individuos de uno y otro sexos no calmaban su furor recreacional, nadie hacía caso. Como nada tenían más que hacer en el trabajo común, pues la gama de ro-botes domésticos todo lo efectuaba, ninguno medía consecuencias a la sexoactividad: aún era un estupendo placer natural sin costo ni im-puestos. Además como las computadoras no se encontraban programadas para ello, no había sustitutos mejores en calidad orgasmática. Así, la Tierra se sobrepobló de tal manera que la amenaza de muerte por inanición hizo patente su presencia. Por otro lado, como la ciencia Me-dicaméntica había avanzado notablemente, los niños recién nacidos se conservaban tan en su paraíso como en el vientre materno, sin sufrir ninguna enfermedad que pusiera en desequili-brio su existencia. Los traumas del nacimiento y del destete formaban parte únicamente de los archivos de psicoanalistas, psiquiatras y reclu-sorios. Las partículas Nutritiviales habían permitido a los nacientes terricolitas sobrevivir en las etapas más peligrosas de la infancia, por tanto, la mor-tandad infantil se había reducido a cero y de ca-da neonato se hallaba asegurado un neoadulto. No obstante, estos avances de nada servían, pues la Tierra estaba agotando sus elementos químicos para la elaboración de alimentos es-peciales y la comida a compresión no alcanza-ba. Era imposible alimentar a más de cien mil centillones de centillones. Tanta era la pobla-ción que ni las computadoras futurizadoras lo-graban predecir con certeza el número exacto. Baste sólo con decir que tan apretujados se en-contraban los terrícolas, que para que uno se desplazara a un determinado lugar, se hacía necesario que todos se movieran como en los rompecabezas de cuadros numéricos. Quizá por tanto acercamiento, tan íntimo, las computadoras poblacionales habían concluido que la única forma de evitar el exagerado y au-mentante conjunto de nacimientos, era separando a los hombres de la mujeres, pues en tanto roce nadie sabía lo que podía suceder, sobre todo de noche. Sin embargo, la L. D. D. S,( Liga de Derechos Democráticos del Sexo), honorable institución con más de un siglo de fundada, había protesta-do enérgicamente en contra de tal opinión que se consideraba una muestra clarísima de agre-sión por parte de la Academia Maquínica, cuya presidente, la Computadora Cero/Cero, se mos-traba envidiosa de que ella, como todas las de su tipo, jamás podrían reproducirse de tan ex-quisita y sensible, además de apetitosa, manera. Y las discusiones aumentaban, las digresiones proliferaban y la sobrepoblación también. Eran inútiles todos los medios de convencimiento; para nada servían las amenazas metafísicas ni el uso de preventivos ni las enfermedades inventadas, sólo hasta que el hambre se presentó, iniciaron una discreta continencia; no obstante, aún así, todavía ... Los únicos que habían abordado el problema desde otro punto de vista, los del Tecnológico Instituto Espaciálico, se apuraban, en el poco espacio que quedaba, a producir naves casas espaciales que permitieran a los terrícolas emi-grar a otros planetas del sistema solar, cuyos estudios en relación con el ecosistema, con las formas existentes, con las probabilidades de vi-da en esos lugares, habían terminado con éxito y se vislumbraba con ello, la única salvación po-sible. Los sabios, a través de estrictas operaciones y cálculos matemáticos y astronómicos, se habían puesto de acuerdo en sus conclusiones al afir-mar que por formar parte de un mismo sistema, todos los planetas que giraban alrededor de nuestra estrella solar contenían un punto de semejanza y de apoyo para la vida de los huma-nos y que, poco a poco, se irían ensanchando los horizontes de adaptación al transcurso de los años. Así, continuaban, si un grupo de te-rrestres puebla cada uno de los planetas, desde Mercurio hasta Plutón y probablemente más allá, aunque al principio requerirá de medios ar-tificiales para vivir, en unos cuantos siglos se habrán adaptado sus organismos al nuevo am-biente y entonces, gracias a mutaciones ade-cuadas, recuperarán su libertad y andarán como en su propia casa. Además, se fundamentaban, como para asegurar a lo mayor de sus teorías, en multitud de postulados, hipótesis y pruebas de laboratorio; y decían que tantas analogías como las que se presentaban al estudiar compa-rativamente cada uno de los planetas, atesti-guaba el origen común de todos y que si había diferencias, tales como temperatura, presión at-mosférica, etc., en relación con los demás, las máquinas y la inteligencia del hombre serían capaces de vencer los obstáculos. ¿Cuándo no los habían vencido? Y terminaban, muy orgullosamente de ser humanos. Los Gobernantes Unidos, en cuanto escucha-ron el importantísimo estudio de los sabios, quedaron perplejos de que cómo no se les había ocurrido antes, si aquella solución era tan fácil. Además, con la ayuda de la Unión Ci-bernética, el buen resultado se encontraba listo. Así que pusieron manos de obra. Cuando esto se supo, despertó un gran entu-siasmo, aunque muchos desconfiaron, dicho a lo veraz, porque creyeron que se trataba de un ardid inmoral de destrucción, pues sin duda, los encerrarían en las llamadas Residencias Espa-ciales para hacerles morir al poco tiempo. Era como volver a la cámara de gases tan usada por los cavernarios terrícolas del siglo XX. Y esos muchos protestaron. Sin embargo, a pesar de las furiosas arremeti-das de los opositores, nueve inmensas naves flotantes fueron construidas; flotantes, ya que como no había espacio en la Tierra para fabri-carlas allí, se armaron estructuras obtenidas del poco fierro que aún había, y en las alturas, se hicieron cada uno de los aprobados e impresio-nantes aparatos. Y he aquí que lo que antes habían sido simples experimentos para algunos desocupados que con el mote de astronautas habían explorado ya todos los planetas del sistema solar, se convirtió en el punto primordial de los nuevos intentos comunes de salvación. Después de muchos pros y contras, dimes y diretes, acusaciones y beneplácitos, partió el primer grupo de colonos rumbo a Marte. El éxito no se dejó esperar. Fue automático. Los capitanes de la expedición in-formaron a la Tierra su misión cumplida y esto se convirtió al momento en el punto clave para que las demás Residencias Naves partieran rumbo a sus planetas destinados. Desde entonces, hacía quinientos años, hasta ahora, ningún problema se había presentado. Los planetas del sistema solar, antes tan solita-rios, se habían transformado en progresistas y en personales civilizaciones por obra y gracia del espíritu humano. La adaptación que los científicos pensaron surgiría en varios siglos, en pocos años se llevó a cabo, de tal manera que a la tercera generación, antes en unos, como en el Venus exuberante y cálido; después en otros, como en el frío e indiferente Plutón, ya tan cam-pechanamente vivían, que las preocupaciones de sus abuelos nacidos en la Madre Patria Tie-rra, cuando apenas se iniciaba el experimento de emigración, habían quedado convertidas en textos más de las píldoras de lectura históricas que ahora sí nadie podía alterar. Los procesa-mientos de la información eran cuasiperfectos. Muchos no habían querido salir de la Tierra y gritaban que preferían morirse de hambre que ser asesinados. Otros, metidos en antiguas filo-sofías, decían que de morir lejos del suelo don-de habían nacido a quién sabía dónde, les pa-recía mejor suicidarse de quietud. Y no se atre-vieron más ni los Gobernantes Unidos ni la Unión Cibernética a insistir. Algún día se con-vencerían. Y el día había llegado. Cuando después de quinientos años más se dieron cuenta de la abundancia en la que vivían los terrícolas de Mercurio, de Venus, hasta de Urano, y que ellos, ante el continuo problema de la incontrolable sobrepoblación vivían tan restringidos y de puro milagro químico, decidieron abandonar la Tierra, pero he así que se vino un obstáculo encima. Los colonizadores de todos los planetas del sistema solar, habían logrado dominar sus instintos conservacionales y controlar por tal motivo, la reproducción de los pobladores, pues con la experiencia que la historia registraba, y que seguía registrando en la Madre Patria, no querían caer en manos de tan destructivo dictador. Así que, independizándose, y a veces renegando de sus orígenes, o en otras, hay que reconocerlo, admirándolos, prohibieron terminantemente las visitas terrícolas a cualesquiera de los planetas terricolizados, ya que no faltaban ocasiones, y cada día eran más abundantes, en las que llegaban y se quedaban, así nada más porque sí, lo cual venía a representar una alteración en la economía dirigida de la comunidad que provocaba en momentos graves desajustes. Y aunque con cierto dolor, rompieron relaciones con la Tierra y la dejaron aislada, envuelta en sus conflictos que ella misma, por tonta y sensual, se había causado. Ante esta situación interplanetaria, los terrestres enfurecieron y declararon la guerra a todos los planetas del sistema y la hubieran ganado, puesto que se encontraban muy bien armados en relación con sus parientes colonizadores que no se habían preocupado por estas circunstan-cias retrógradas, características de sociedades bárbaras, incultas, vacías y bestiales, si no hubiera sido porque los Urbanianos habían amenazado con intervenir nuevamente en los asuntos humanos. De aquellas eras a la fecha, también se había vuelto eso historia y al no contar con otro medio de salvación, los Urbanianos retiraron burlona-mente su ayuda. Se optó entonces por estudiar el espacio más allá del último planeta del siste-ma solar y ver las posibilidades de que los pro-blemáticos terrícolas se trasladaran a otros sis-temas en busca de un nuevo astro, pues la po-bre Tierra, día con día, estaba más chocha, seca, arrugada, inservible. Y esto debía ser cuanto antes. De inmediato se pusieron a trabajar en la cons-trucción de naves espaciales que resistieran tan largo viaje. Las que existían eran incapaces. Nada menos que atravesar desde Marte hasta Plutón, sin escalas recuperadoras, para comen-zar ahí, apenas, las investigaciones. Pero, ¡oh, tragedia!, la primera nave en cuanto salió de la atmósfera plutoniana y penetraba el infinito, ex-plotó en nadie sabe cuántos pedazos. Causó conmoción inmediata la muerte de sus tres cos-monautas y en la Tierra se les levantó un mo-numento a su trinidad heroica. Los científicos terrestres, sin recibir apoyo para nada de sus hermanos de los otros planetas prosiguieron trabajando en la construcción de otra nave, mas el resultado fue el mismo: Otros tres menos. Algunos pensaron mal, como fre-cuentemente sucede, y no tuvieron empacho al-guno en confundir la bondad de los intentos con sucios actos malévolos que tenían como misión subversiva acabar con los terrestres bajo el pretexto de tales experimentos. La Unión Cibernética anda metida en ello, murmuraban. En unos cuantos vuelos más, los auténticos terrícolas habremos sido extinguidos, y sin duda, nuestra Madre Tierra también será desmoronada e imperarán las máquinas. No obstante los característicos desacuerdos de la raza humana original, los experimentos si-guieron, pero, desgraciados de ellos, todos eran un fiasco. Se corregía un error, mas se descubr-ía otro; se procuraba remediarlo y donde menos se esperaba, saltaba uno más. Y la desconfian-za iniciada por los mal pensados, ante lo resul-tante, se hizo cáncer y contagió a muchos; ya pocos creían en la seriedad de aquellos noventa y nueve fracasos. Eran provocados a propósito. Sí, y se rebelaban los escasos terrícolas que iban quedando. Mientras, los ingratos hijos de la Tierra se solazaban en su felicidad de nuevos ricos, sin pensar que la madre agonizaba en una espantosa miseria moral. Desesperados los científicos ante la indiferencia odiante decidieron ser ellos los que irían tras nuevos sistemas. Si fallaba nuevamente el viaje, sería también su propio fin. Total, un experimento más y ya. El último. La Cien. Para esto, los científicos reunieron a los mal pensados, cuyo don de pensar mal y acertar, podría serles útil. Así, creyeron conveniente que los malpensados estudiaran los mecanismos llevados a la perfección, después de tantos erro-res, de la nave número Cien. De tal manera, al pensar mal de aquello, acertarían y dirían efi-cazmente el error probable y podría predecirse con mayor seguridad un rotundo éxito. Y sin sospecharlo siquiera, reunidos por tal mo-tivo, los malpensados hicieron sus deducciones y sonriendo macabramente emitieron su juicio. A ellos no los iban a engañar ni a tomar el pelo con falsas poses de salvadores de la humani-dad. Había otros propósitos. Esa nave también iba a fracasar. Lo habían mal pensado y habían dado en el clavo causante de un corto circuito que al ponerse en contacto con los retropropul-sores haría añicos de la nave y de sus tripulan-tes sabihondos. Cuando los científicos fueron informados de los comentarios hechos por los malpensados, no esperaron un momento más y corrieron hasta la plataforma en donde se encontraba instalada ya la espléndida nave. Cuál no sería la sorpresa de los sabios al des-cubrir que justamente ante la impecable perfec-ción del magnífico aparato, algo tan simple iba a ser capaz de destruir la maravilla de los siglos. La maquinaria era magistral y la equivocación se hallaba a la vista. Ahí, tan pequeña, tan in-significante, pero que por los roces del vuelo iba a producir la chispa fatal. Los científicos de inmediato, ellos mismos, sólo auxiliados por las computadoras, porque se hab-ían quedado sin ayudantes humanos y nadie confiaba más en quienes quizá, como se rumo-raba, lo único que tramaban era destruir, con las manos temblorosas hicieron el enano ajuste y respiraron satisfechos. No obstante, les asaltó un temor: Tal vez, a pesar de la corrección, nada evitaría el fracaso final. Sin embargo, resig-nados, alentándose unos a otros, los científicos reconfiaron y miraron orgullosamente su nave, la nave que los llevaría rumbo a la salvación de los hombres y mujeres originales. Ya verían sus copias clónicas de lo que era capaz la real humanidad. Enorme se veía. Su cuerpo de prisma rectangu-lar, forrado de aluminio blanco, la hacía impo-nente, como de plata que resaltara sobre el color oscuro, ahumado, de los cristales comprimidos que habían sido colocados en sus ventanillas. Y la puerta era grande, tan grande como si estuviera dispuesta a recibir a quienes quisieran viajar en ella. Se levantaba automáticamente en cuanto sentía la proximidad de una mano y un espacio muy amplio permitía la entrada a los cosmonautas. En su interior, luminoso y cómodo, se observa-ba una distribución armónica de todo lo nece-sario para el astroviaje: La cabina mayor a la cabeza de la nave para el capitán de la expedi-ción, dos cabinas menores a los lados para los copilotos, que laboraban por turnos; uno por la mañana, otro por la tarde, y que se comunica-ban con el capitán a través de videófonos y otros aparatos. Además, contaba la nave con diecisiete cabinetas reservadas para los pasajeros en cuanto éstos no temieran a la aventura. En la cabina mayor era un encantamiento ver la organización electrónica del equipo: Los dispo-sitivos para el encendido y la regulación de los motores; el botonerío digital de los aparatos de telecomunicaciones; el control de las fuentes de energía nuclear; el radar ovnístico; el sistema regenerador de la atmósfera; los volantes para dirigir la nave. Y por si fuera poco, en medio de tantos teclados y palancas, las únicas que no habían abandonado a los científicos: Las com-putadoras calculadoras que ayudaban a deter-minar y ordenar las operaciones excesivamente rápidas y complicadas. Cuando se supo que la Cien despegaría al día siguiente y que los científicos iban a ir en ella, no dejó de sorprender a muchos que voltearon molestos el rostro ante los malpensados, como enojados, como reprochándoles sus injustas predicciones, porque esta era una prueba de la bondad de quienes habían sido censurados y ofendidos, ya que sin importarles su propia vida, la expondrían con un fin auténtico y grandioso. Y los malpensados comenzaron a pensar peor. No era posible aquello. Algo tramaban los sa-bihondos y debían descubrirlo. Algo desprecia-ble, de muy dudosa moral. Algo... Sin embargo, la hora llegó. Los motores habían sido encendidos; los propulsores también. La cuenta atrás había comenzado. En un dos por tres, todos los planetas del siste-ma se enteraron de la noticia. Y la expectación fue mayor cuando supieron lo de sus tripulan-tes. No era posible que un desastre como el que le esperaba, hubiera sido aceptado por los científicos. Era un suicidio. Nadie podía salir de las regiones controladas por la fuerza solar. Sin duda esa nave, como las noventa y nueve ante-riores, sería destruida por la tremenda presión de más allá del sol. Y los hijos emigrantes de los terrícolas, en verdad, lo sentían. ¡Estos huma-nos de la Madre Patria! ¡No escarmientan! ¡No les importa nada con el fin de conseguir lo que desean! Allá ellos. Una multitud no muy abundante, integrada por todos los pocos habitantes de la Tierra que al negarse a participar en los frustrados experi-mentos se habían salvado de las muertes vio-lentas, se encontraban congregados para ver la partida de la Cien con ciertas dudas y esperan-zas a la vez. Hasta adelante del aglomeramiento se hallaban los más optimistas y entusiastas, y hasta atrás, como quien no quiere la cosa, desconfiada y burlonamente sonriendo, los malpensados que seguían peorpensando en su búsqueda por en-contrar lo escondido tras el valor relumbrante de los científicos. Y llegó el cinco, y el cuatro, y el tres, y el dos, uno, cero. Ignición. Y la Cien, con una potencia y furor nunca vistos, como si poseyera una vida descomunal se fue elevando entre llamaradas que aterraron a los observadores, quienes cre-ían haberla visto explotar. Sin embargo no, después del rugido imponente de los propulsores y del temblor provocado en la tierra por su despegue, allá, allá iba la Cien, vo-lando... Esplendorosa. A una velocidad increí-ble. No cabía duda. Era la nave perfecta. Ojalá que tuviera éxito, pensaban bien muchos. Sí. Sin duda tendrá éxito, peorpensaban los otros y allí... justo en eso... En eso nacía la clave. Ahí estaba. Los telescopios más potentes se habían erguido para contemplar el rapidísimo vuelo de la Cien y la seguían admirados escudriñando sus movi-mientos espaciales. Los científicos en su interior iban confiados y contentos. Pronto pasaron Marte y los terrícolas márticos los saludaron con señales luminosas que res-plandecieron entre la oscuridad de la noche in-finita. Y cruzaron los asteroides y Júpiter; y Sa-turno, y Urano, y Neptuno, hasta llegar a la zona Plutoniana, donde un tanto incrédulos, los plu-tonenses sentían lástima del atrevimiento terrí-cola. ¡Cómo consideraban probable lograr salir de la poderosa atracción solar así como así! Ellos, cuyo planeta era el último del sistema, nunca lo habían conseguido y eso que se halla-ban acostumbrados a los vuelos de exploración atmosférica. Por eso, sentían un algo entre compasión y coraje. Compasión, porque veían a sus antepasados luchar por imposibles. Coraje, porque definitivamente se avergonzaban de sus orígenes estúpidos que no obstante noventa y nueve fracasos, osaban todavía completar el centenar de modo culminante, al destruir a los únicos más o menos inteligentes que quedaban en la Tierra: Los Científicos. De tal manera se encontraban pendientes todos los planetas del sistema, y sobre todo la Tierra, que las labores se suspendieron y cada uno, colgado de un hilo, esperaba el momento espe-luznante y temido. Para la mayoría iba a ser irrealizable el poder liberarse de la atracción so-lar final y resistir la potencialidad succionadora del más allá ignorado. Durante muchos años, aquellos lugares sólo despertaban en los terrícolas colonizadores di-versas hipótesis y conjeturas. Unos, los más ig-norantes, creían que en ese más allá terminaba el Universo y que las explosiones de las noven-ta y nueve naves terrestres, no había sido otra cosa que el resultado natural de un choque bru-tal con una enorme pared negra que rodeaba al sistema. Otros, refutaban tales afirmaciones y las clasificaban como resultantes de cerebros dogmáticos, y peor que todo, retrógradamente medievales, si no es que primitivos. ¡Cómo era posible aún en esas eras lucubrar tales sande-ces! Imposible imaginar y aceptar esas fantasías en pleno siglo XXX; siglo cincuenta según las antiguas cronologías D. G. C. (Después de la Gran Cretinada.) Inaudito. Ni siquiera se expli-caban cómo proferían tantas barbaridades quie-nes con suma frecuencia manejaban astronaves turísticas que recorrían en visitas con todos los gastos pagados, los ocho planetas solares, excluyendo la Tierra que no ofrecía ya ningún encanto particular. Sus vacuos y fanáticos habitantes de sus asquerosas épocas pretéritas, se habían solazado destruyendo lo que de bello tenía. Así es que para nada... Bien se sabía que nuestra galaxia, una de las del centenar de millones de galaxias conocidas, contaba con más de cien millones de estrellas y que por tanto, la formación de sistemas planeta-rios era un fenómeno común en el Universo y que en ese temido más allá, no era otra cosa, sino eso, lo que se encontraba: Soles, planetas, satélites. La dificultad se hallaba, concluían, en el logro de una nave que pudiera resistir las presiones y gravedades, los cambios y los mo-vimientos que se registrarían sin duda en esos lares desconocidos. Y algunos más, los que sabían las mentiras y las verdades de la historia, le echaban la culpa a los urbanianos. Siempre metiendo la engreída nariz en todo. Fuera como fuera, la Cien, en esos tres días, se había convertido en la atracción mayor de mu-chos siglos. Y ella volaba en un vértigo de res-plandor. El ruido ensordecedor de su despegue se había ido limando al apagarse los propulso-res primarios y dejar paso a los secundarios de avance. Sólo un rítmico zumbido alcanzaba a escucharse cuando pasaba por las atmósferas de los varios planetas que se encontraba en su camino estelar. El momento aguardado entre corrosiones ner-viosas por todos, proseguía acercándose. Plutón había quedado ya bastante lejano. Los cien-tíficos tripulantes esperaban de un segundo a otro el choque brutal, la explosión, el fin, pero tal parecía que se prolongaba el trance, como insinuando coquetonamente el triunfo soñado. Y se aproximaban cada vez más a lo temido. Así lo marcaban las células fotoeléctricas que hab-ían disminuido su potencia. La atracción solar se debilitaba y allá, observada por los teles-copios plutonianos, conectados a cámaras cinematográficas que filmaban aquel suceso y lo reproducían al mismo tiempo para enviarlo a la estación televisora tridimensional del planeta y de ahí, al instante, distribuirlo a la cadena de Televisión Interplanetaria, S. M. ( Sociedad Mancomunada), allá... allá se veía, tan pequeña en medio del vacío infinito, la Cien, que sin notarse, avanzaba velozmente como un dardo despidiendo fuego que intentara incrustarse en el cuerpo formidable de un gigante imprevisible. La Cien acometía y los científicos, auxiliados por las computadoras guías que les daban instruc-ciones, se aferraban a los controles y aplicaban la total programación de precauciones, por si el fracaso. Pero sin saber con precisión por qué, ellos sent-ían una extraña confianza y según los cálculos, las noventa y nueve astronaves anteriores nun-ca habían logrado volar más allá de lo que la Cien había volado ya. Todas habían comenzado con arrogancia la aventura, pero al poco tiempo principiaban a destruirse. Las paredes iban siendo carcomidas; los cristales de las ventani-llas desaparecían como arrastrados por miste-riosas fuerzas; los equipos principiaban a fallar y aunque se reparaban al momento, era inútil, porque la inercia los había estancado en peda-cerías flotantes como la nocturna 8 o las diurnas 57, 85, 89 y todas. Y la Cien continuaba su ascenso y en todos los planetas comenzaban a producirse reacciones de estupefacción. Había logrado salir ya de la atracción solar, teorizaban, y había penetrado, resistiendo a lo maravilla, en las fortísimas pre-siones del espacio ilimitado. Era un triunfo humano más, y en la Tierra, los bien pensados se abrazaban, se felicitaban, no cabían en su gozo. Se podría salvar la humanidad terrícola gracias a la Cien. Era la nave perfecta y ella los llevaría a otros nuevos planetas, quizá semejan-tes al suyo, pues los científicos nunca habían descartado tal certeza. Y otra humanidad rena-cería. Los malpensados sonreían también, pero sus sonrisas eran diabólicas. (Sí...) continuaban pe-orpensando (...se esperaba este éxito. Estába-mos seguros. Ahora las consecuencias...He aquí la trama. Sin duda, los sabihondos van a querer dominar, ser los todopoderosos; los sal-vadores de la humanidad que han de esclavizarla para el beneficio propio y para que les levanten su monumentos de buenos, como siempre ha sucedido. Ya sabrán lo que se les espera a todos estos ilusos: Jamás podrán olvi-darse de los científicos. Serán sus siervos hasta en el recuerdo. Creerán necesitarlos eternamente y ellos los manejarán como sus títeres. ¡Bah! ¡A nosotros no nos engañan! Esas son las verdaderas intenciones. Este éxito es una vil propaganda con el propósito de ganarse adeptos y adoradores, pero nosotros que sabemos interpretar todos los signos que se dan de buenos, no caeremos en la trampa. ¡Pretextos para llenar los vacíos de los en-greídos científicos! Por eso es que se las dieron de sacrificados. ¡Cuentos, qué! ¡Sacrificados! ¡Buh!) De pronto en las televisoras tridimensionales apareció algo que hizo estremecer a bienpensa-dos y a malpensados, algo nunca visto, jamás presentido por humanos: Una onda de gases en llamas, como la cauda de un espeluznante co-meta, se dirigía a gran velocidad para chocar con la Cien. Era cual una descomunal e infor-me monstruosidad que la atacaba. Y todo el sistema planetario quedó atónito, aterrorizado. Ahí se encontraba la causa invisible, ahora contemplada a plena inmensidad de la angustia; ahí se revolvía como furias, la destructora de los intentos humanos. La gran onda envolvió a la astronave como de-vorándola y la Cien quedó suspensa, inmóvil. Los propulsores se encendieron, se conectó el sistema de emergencia: -¡Superenergía! Pero era imposible que se moviera, aunque se adivi-naba la enorme potencia que desplegaba para liberarse de aquella onda inerciadora. En unos momentos más ya no resistiría y explotaría, o quedaría convertida en un desecho comprimido, como una gran hoja de papel vuelta pelotilla compacta. Los ojos de los bienpensados lloraban; los la-bios de los malpensados se fruncían mastican-do maldiciones:-¡Nos hemos equivocado! ¡No es posible! Nosotros siempre pensamos mal y acer-tamos.- Otros se cubrían el rostro con las manos y no querían ver más el final de la Cien y de los Cien-tíficos. Mas tomando, quién sabe de dónde, una fuerza organística pluripotencial, se vieron prender die-cisiete foquillos que despedían cegadores haces de luz blanquísima, los cuales, en un como empellón desesperado, hicieron que la astronave traspasara la onda y que ésta, como globo desinflándose o cual perro apaleado chillando, enloqueciera y reduciéndose, fuera desintegrándose en vertiginosos movimientos. La humanidad sonrió. Muchos pudieron volver a respirar. Varios saltaron; algunos se desplomaron de alegría y la admiración nuevamente conmovió a los planetas del sistema. ¡Qué gran hazaña! Los controles desde donde las computadoras quedadas en la Tierra, manejaban posiciones y encuadres, o recibían órdenes o predecían emergencias, informaron en clara ecuación lin-güística: F+A+I+S+P=E (Fortaleza más astucia más inteligencia más sensibilidad más perseve-rancia, igual a éxito). Y las voces de las compu-tadoras cantarinas, con sus sonidos electrónicos y musicales, dialogaron alegremente con las de la nave Cien. Luego callaron, como tristes. Y después de realizar un supervelocísimo viaje de exploración observado en las pantallas tridimen-sionales, la astronave se vio regresar a la Tierra. En el trayecto de retorno, recibió muchas invita-ciones para que descendiera en los planetas del sistema con el fin de rendirles homenaje de feli-citación a los cien-tíficos, pero las computadoras voceras contestaron que era imposible. Sólo in-formaban radiofónicamente del éxito y de que los caminos para descubrir nuevos mundos habían quedado abiertos y sin peligro. La humanidad podía seguir avanzando en su conquista del espacio. Armando naves como la Cien, el triunfo estaría asegurado. Y muchos pi-dieron que los Cien-tíficos aparecieran ante las cámaras televisoras tridimensionales de la nave para que les narraran, detalladamente, el suce-so. Las computadoras voceras, con más frialdad que nunca, respondieron nuevamente: IMPOSI-BLE. Nadie se explicaba aquello. Los malpensados continuaron con sus peores pensamientos: (Sí, ahora ya no le quieren hablar a nadie. Se les subió. Lo esperábamos. Lo sentimos por los tontitos que van a caer. Lo que es la vanidad.) Y en un silencio sepulcral la Cien, imponente, más bella que nunca, como bañada de una nostalgia de plata regresó a la Tierra. Todos los terrícolas terrestres estaban ahí para dar la bienvenida a los héroes. Vivas y aplausos se escuchaban por lo largo y por lo ancho. Los Cien-tíficos eran los ídolos del momento. La astronave descendió con lentitud, sin ruido, y se posó en la plataforma de aterrizaje matemáti-camente. Todo mundo quería filmar aquella es-cena; sacar fotografías, sobre mucho, de los Cien-tíficos que de un momento a otro, se les vería aparecer. La gran puerta de la Cien se fue abriendo con calma y las primeras en presentarse fueron las computadoras móviles. La muchedumbre eufórica pedía que aparecieran los Cien-tíficos: -¡Los Cien-tíficos! ¡Los Cien-tíficos! ¡Los Cien-tíficos!- Gritaban. Pero la computadora uno, acercándose al micrófono, dijo con voz seca y gélida: -Imposible. Es deber de mi alta insignia, informar a la terricolidad la funesta noticia: Los cien-tíficos no resistieron el impacto y se desintegraron, mas antes de perecer, nos dieron los datos para el traje especial necesario que resistirá tal embate. Los Cien-tíficos están muer-tos. Y los bien pensados lloraron. Y los malpensa-dos sonrieron macabramente: -Lo sabíamos. No podíamos equivocarnos. Ahora sí tendrán su monumento, su incienso y la adoración eterna... Los terrestres guardaron profundo silencio y el sistema planetario solar también. Luego con-templaron la última obra de los Cien-tíficos y gri-taron: -¡GRACIAS! - Y el eco viajó por todas las atmósferas. - Gracias por haber salvado las es-peranzas de la humanidad. Gracias por haber-nos dado la nave salvadora. Los escasos habitantes que aún poblaban la Tierra agonizante se dirigieron a las antiguas estructuras olvidadas para construir en ellas, otras naves semejantes a la Cien. La Cien quedó allí, al centro del valle de despe-gues cósmicos, serena, con una belleza de prisma y sus cristales ahumados, esperando guiar a las demás naves, dentro de pronto, rum-bo a la salvación de la humanidad.



LOS ÁRBOLES.


LA noche encumbraba su silueta melancólica por los espacios de infinitudes no sospechadas, tal vez angustiada porque nadie había logrado profanar las voluptuosas vibraciones de su enigmática forma sin cuerpo, y se expandía suavemente en las alturas, como acariciando las últimas morbideces del día, su anhelado amante, o como si deseara que alguna vez se fundiera con ella y en cósmico abrazo, calmara su ansiedad oscurecida con el impulso vital de su luz. El viento, voraz y vertiginoso en otras épocas, había dejado de rozar levemente siquiera las configuraciones de lo aún existente. Nada se movía. Ni el agua que muda había agotado las ondas de sus torrentes, de sus ríos, de sus oc-éanos. Ni el fuego. En un mundo desolado, todo parecía hundirse en la inercia del olvido, en la granulación del polvo o en la oquedad del recuerdo. Y los árbo-les... Los árboles se habían enmascarado de quietud, de una quietud fantasmal que los asemejaba a extrañas y sibilíticas estatuas, amenazantes; atentas al acaecer más imperceptible, como si hubieran aguardado durante mucho, aquel ins-tante... instante de liberar sus raíces sujetas a la Tierra para lanzarse a la búsqueda de un mundo en el cual, nada hubiera que los aprisionara. Y las sombras noctámbulas invadieron incesan-tes e interminables los parajes sin movimiento. Todo se hizo oscuridad. No había luna. Acaso de vez en vez se escuchaba, desafiante del si-lencio, el monótono y procaz chirrido de alguna alimaña nocturna que sobrevivía en viciadas ca-vernas subterráneas junto a cucarachas y otros insectos rastreros. De improviso, surgió un angustioso y desgarra-dor quejido que parecía brotar de las entrañas de la Tierra. Era un lamento horrísono, inescu-chado, como surgido de una garganta apocalíp-tica o de unos labios moribundos. Y en donde había imperado la quietud, intempestivamente, angustiantemente, desoladoramente... un mur-mullo de voces confundidas entre gritos agóni-cos, entre risas descabelladas, entre ayes inau-ditos, entre inconmensurable y pártico esfuerzo, las superficies terrestres se agitaron y se fueron desgajando, rompiéndose entre inimaginadas quejas; fragmentándose como en cataclísmica destrucción. Y los árboles... Los árboles que se encontraban oprimidos, es-clavos de la Tierra, aprovechando tan inusitado suceso, comenzaron a agitarse desesperados, con furia insospechada e incógnita. En el interior de sus troncos se inició un ruido desconocido. Primero fue en uno, luego en otro; con angustia al principio, con euforia después. Poco a poco se transformó en un diálogo colec-tivo, desesperante, como si hubiera llegado el momento que ellos tanto habían aguardado, como si al fin se presentara la ocasión de arrancar sus raíces de la Tierra que, aunque los alimentaba y les renovaba la savia, siempre les exigía como pago a sus favores el retorno a ella, ora convertidos en hojarasca, ora trasmutados en cenizas. Y los árboles, deshaciéndose de las ataduras que los aferraban a las superficies, se desgarra-ron y comenzaron a huir, a huir entre velocida-des increíbles y a arrebatar junto con ellos a las endebles plantas que los rodeaban y que, como si fueran sus paladines, sus defensores, tam-bién seguían gustosas, anhelantes de una nueva vida... La conmoción era terrible. El ruido ciclónico. Los murmullos se acrecentaban en aquella re-volución natural. Y la tierra hacía con su ele-mento, manos desafiantes, garras insólitas que trataban de evitar la fuga de los vegetales. La Tierra se enfurecía. Se habían rebelado en su contra. Habían osado aprovechar aquel dolor interno, íntimo terremoto, para separarse de ella y abandonarla, dejarla sumida en el olvido y en la desesperación. Por más que intentaba de-tener a sus súbditos, no podía. Se alejaban flo-tando y se perdían en las alturas, como atraídos por otros planetas. La tierra se quedaba desierta. Hasta los anima-les, sin saber cómo ni cuándo también se hab-ían esfumado. Nada ya se veía, como en el prin-cipio de los principios... En su furia, la Tierra no había podido darse cuenta de que se desangraba y que por doquie-ra de sus partes, manaban géiseres sanguino-lentos, sin retorno, porque al llegar a las alturas se transformaban en nubes de fuego y como es-trellas fugaces, se perdían en la estratósfera. La Tierra se quedaba sola. Ya nada podía atraer hacia ella para hacerlo su esclavo. Poco a poco el panorama anochecido se tornó rojizo, como teñido por la sangre que había emergido de las superficies. La inmensidad fue cobrando un aspecto bermellón y... en un colo-sal estremecimiento, se apagó la existencia te-rrestre. Y volvió a no haber vegetación ni vida. Las aguas que habían refrescado a la Tierra en otros días, se habían extinguido en la coloración del cielo. Y en donde habían existido herbazales sin límites, ahora se extendían arenales. Los espacios ilimitables habían absorbido los líquidos terrestres; los animales eran polvo, las plantas habían huido... y los árboles también. Ya nada se vislumbraba. La Tierra había perdido su fuerza de gravedad y desprovista de confines y de infinitos, se desmoronaba. Sólo un pensamiento flamígero y trémulo la acompaña-ba deshaciéndose con ella: ¡Malditos hombres! La Gran Cretinada se había consumado.



LA TRAVESÍA


UN siglo hacía ya que la Cien, a la cabeza de la expedición cósmica, había salido de la Tierra, justamente en los precisos momentos en que el desintegrado planeta se asfixiaba como conse-cuencia de la gran guerra provocada por los Cretinos Poderosos, una especie de subanima-les a los cuales únicamente les había inte-resado forjar un imperio económico y político apoyado en la promoción de estupideces disfra-zadas de grandes acciones humanitarias. La Gran Cretinada, como se le llamó desde entonces a la era de los Cretinos Poderosos, fue terriblemente castigada por los Urbanianos, que decidieron acabar, ahora sí por todas, con los restos de vida humana en el viejo y desaparecido globo terráqueo. Los resultados no habían tenido triunfadores y si acaso había habido quienes se salvaran, había sido por pertenecer a la perseguida Alianza de los Científicos, herederos de aquellos inmortales héroes cuyo sacrificio al principio pareció inútil, pero que permitió crear toda una generación de hombres de conocimiento que construyeron el naverío salvador a imagen y semejanza de la Cien. Si no hubiera sido por ellos, la humanidad verdadera habría sido arrasada para siempre. Los urbanianos no contaban con tales mutacio-nes neohumanísticas. Sin embargo, tal parecía, según la satisfecha sonrisa burlona de los malpensados, que las computadoras calculadoras habían confundido su recopilar de datos y por fin, después de tan-tos presuntuosos triunfos (¡Bah! ¡Casualidades! ¡Chiripadas!), que por cierto les había en oca-siones varias muy envanecido y hecho adoptar poses omniscientes de diosas (Nosotras somos la salvación de la humanidad. Sabemos el prin-cipio y el fin...), se hallaban caídas con el natural gozo de sus contrarios, en las conclusiones aparentemente erróneas de una predicción, cu-ya realidad prevista ni siquiera daba muestras de vislumbrarse: - Allí encontrarán la galaxia promisoria. Y el planeta... Señales magnéticas, terrícolas hoy huérfanos, les anunciarán sus cercanías. Por su forma espiral y los radiantes colores de su polvo cósmico que asemejará serpientes luminosas en lucha contra águilas doradas, habrán de reconocerla. ¡Vuelen! Es la hora. El minuto exacto. El segundo esperado. Regiones de mayores armonías les aguardan más allá de la Vía Láctea... Y los cientos de naves que a ejemplo de la Cien se habían construido por tal motivo, ante la rui-dosa admiración del sistema planetario solar que alababa la constancia de los humanos te-rrestres y su hermandad frente al peligro del acabóse, tuvieron en su astronave modelo la guía para seguir en aquello que, de emocionado y apresurado comienzo, ahora, después de tan-to tiempo, parecía convertirse en tedioso volar y volar y volar y volar y volar. Volar siempre a la búsqueda de la galaxia prometida en los datos que las máquinas, desde tan antiguo entonces, habían recopilado. El luto auténtico por los Científicos muertos en el primer enorme logro terrícola, luego de los sabidos noventas y nueve fracasos, se había convertido, consecuencia de los cien años aventurados, en un recuerdo que sólo servía para realizar entretenidas fiestas rememorantes de la hazaña humana más trascendental D. U. (Después de los Urbanianos), las que casi siempre, en los instantes destinados a los oradores apologéticos, se convertían en las horas de los eras: ¡Eran espléndidos! ¡Eran maravillosos! ¡Eran el aro de la maldad! ¡Eran el ejemplo de los ejemplos! Eran... la ira de quie-nes deseaban que terminaran tantos aburrimientos endiscursados con el fin bullanguero y ansioso de dar principio al posterior y aguardado jolgorio bailarín que seguía a la ceremonia oficial. Quizá por el siglo transitado desde los aconte-cimientos enaltecidos, las nuevas generaciones no comprendían el por qué de aquellas alhara-cas. Lo percibían tan distante y sin realidad con lo viviente, que de la casi deificación presencia-da, sólo quedaba la muy imaginaria sospecha de que tal vez sí habían existido seres tan eté-reos como aquellos honrados personajes que los robotes adoradores eternizaban en mito. Y si se reunían en las gigantescas plataformas de las no menos enormes naves estaciones, una vez llegada la fecha por conmemorar (a conme-morar, decían erróneamente en sus electrofi-cios), se debía a que les obligaban a ello, y co-mo en vehículos especiales los conducían al centro del homenaje, no podían negarse ante tal cortesía. Además, lo juzgaban tan divertido y al-borozante dentro de la acostumbrada monotonía espacial que, sumidos en la esperanza del próximo festejo, resistían la lluvia palabrera de máquinas elocuentes y robotes habladores: “Tienen que respetar y venerar a nuestros ante-pasados”, decía con quebradiza voz, entre mu-chas aseveraciones, la computadora historicista en jefe al trasladarlos, sin saber que dentro de los jóvenes cosmonautas, aquellas sensiblerías no les causaban ninguna emoción, porque a pesar de reunirse con tan aparente entusiasmo, sólo se disfrazaba el gusto por el placer que la feria armada en el salón principal del estacio-namiento cósmico, les produciría con el gozo de su música y de sus juegos, pues no obstante que en tales condiciones de viajeros espaciales no gozaran con plenitud por los estorbosos tra-jes que forzosamente llevaban puestos y que les impedían realizar movimientos ágiles, de todos modos, fuera de los fastidios protocoleros mencionados, después, aquello se convertía en intensa diversión. Y hasta podían quitarse el horrible uniforme plástico de refuerzo que los acompañaba. Algo era algo durante esa época, cuando los humanos habían perdido el paraíso de su Madre Tierra, en parto que había produci-do la propia muerte de ella, y volaban errantes, lejos ya, quizás a cien mil años luz, del sistema solar, rumbo a la galaxia prometida, donde según las computadoras, como se ha dicho, podría encontrarse un punto conveniente para establecerse y ahí, explorar otros parajes del cosmos hasta ver las posibilidades de encontrar planetas semejantes a la Patria Madre; porque según las teorías ya muy conocidas y repetidas por los escolares cosmonautas, la Nueva Tierra prometida existía en aquellos más allás. Los científicos sacrificados lo habían supuesto, y los actuales, que habían sido enseñados por las eruditas computadoras y los recién inventados robotes educadores, lo habían confirmado en el trayecto del viaje. Cien años más de vuelo por la soledad del espacio y se encontrarían en la galaxia buscada. No habría falla. Las señales que confirmarían las predicciones no tardarían en aparecer. Con tales esperanzas, la expedición se despla-zaba por la noche infinita del universo como lento desfile de meteoritos plateados en brillos interminables. Los cien grupos de naves ma-dres, cada una dirigente de cien naves menores, separadas por cien naves estaciones que se hallaban intercaladas entre uno y otro conjunto, seguían a su nave capitana, la inconfundible nave Cien. Esta se miraba resplandeciente con su serena belleza de prisma ahumado, y no se sabe si porque iba a la cabeza y su luminosidad rompía en primer término la oscuridad del espacio ilimitado, o porque tenía ciertos aires de sacerdotisa cósmica, era que se veía avanzar tan segura de su verdad y de su búsqueda, de sus propósitos y de su fin. Y allí se admiraba conduciendo a los romeros de la Vía Láctea en sus intentos por salir del dogmático y tedioso camino rumbo a la promesa aguardada. La Cien los dirigía con vuelo firme, con precisión astromatemática, sin indecisiones tambaleantes. Era la nave perfecta. ¡No cabían incertidumbres! A pesar del siglo aleteado desde el apurado ins-tante de la salida, ni un desperfecto había sufri-do. Mejor algunas naves seguidoras, más nue-vas y recientes, habían obligado a la expedición en varias veces a detenerse para realizar ajustes y reparaciones diversas. Los de la Cien no dudaron ni un segundo en proporcionar ayuda cuando fue necesario a la ciento cuatro, a la ciento veinticuatro, a la ciento cuarenta y dos y a muchas más. En cambio la Cien, con su avan-zada perfección, pocas transformaciones había padecido. El capitán Pétrimed, desde que había sido nom-brado Rector General de la nave, había sabido dirigir con precisión los controles de la cabina principal, sin decir por esto que nunca había te-nido problemas, al contrario, de ahí su prestigio, habían existido algunos bastantes graves, como cuando por permitir que las manos inexpertas de una alígera computadora realizaran manejos ineficaces en los motores principales y casi des-truyera, al romper con ciertas bisagras, la ma-quinaria de disciplina con la que los jóvenes cosmonautas nacidos en el espacio se educa-ban y consintiera, sin amonestación alguna, que lo invadieran todo, con el propósito, decían los mal pensados, de ganarse un monumento tan grande como el de los científicos, a su aparente bondad, al querer comprar de tal modo, el aprecio de los volátiles muchachos; o, reflexionaban los bienpensados: “Es que trata de hacérsenos la simpática. Pobrecita, como es tan inferior y tan desincronizada, no comprende que puede dar el trasto con la Cien llevada por su falsa programación de mártir. Por fortuna, nosotros estamos presentes en cualesquiera de sus tris dementes y nivelamos sus errores”. Acaso por eso terminó por ser aplastada para la chatarra de desecho. No obstante, fuera de los naturales contratiem-pos, todo marchaba muy bien. Acosta de la luz atomizada se evitaba el desperdicio de la elec-tricidad y enriquecidos sus esplendores, sin so-focarlos, holgadamente volaba acrecentando su potencia antiazarosa. El servicio de socorros se hallaba siempre a la expectativa. Cualquier des-perfecto de inmediato le era corregido en amena actividad y renovada, continuaba el vuelo como si nunca. De ahí la grandeza de sus estelas y su marcial seguridad volante que impedía confun-dirla con una vil máquina más. Un ángel, y casi un dios, asemejaba la Cien en la inmensidad. No temía para nada a la soledad de lo desconocido. La victoria se encontraba segura. Había remedios suficientes para reparar, en caso de descompostura, la tapa bloqueadora destinada a sofocar mentiras alucinantes que se vaticinaba encontrar dentro de poco en la ruta, como ver ríos imaginarios de azufre cadente y color de azafrán, ciscos amarillentos de gigantescos solares, montes de alturas inconmensurables, tablas como llamas in-cendiarias de flora química, furias despechadas y envenenadoras de sales, carros aurantes de alfileres mortales, mar y naves fingidas en cas-cabeles, bestial y temblorosa mano alcoholífera flotando en explosiones de cortezas docicodo-decaédricas y otras visiones calladas y ocultas. Mas eso no embarazaría la gloria de la nave di-rectriz, y aunque cayera, como habían predicho ciertas computadoras, en un supuesto pozo es-pacial, la sacaría del hoyo la fuerza de sus pro-pulsores que no eran insignificantes ni caducos hilachones, sino potentes energías de amor. Y el personal de la Cien se encontraba muy sa-tisfecho de los resultados obtenidos con base en el esfuerzo, el trabajo creativo, la voluntad, la perseverancia y el interés común en el éxito de la cosmoexpedición, a pesar de algunos in-trusos que en varias ocasiones habían estado a punto de destruir el prestigio de gran capitana que la astronave poseía. La mayoría de quienes viajaban en la Cien hab-ían sido seleccionados por sus altos conoci-mientos en conducción espacial y en manejo de máquinas por los robotes educadores, ya que una nave modelo como aquella, requería de un magnífico equipo de científicos que no fuera a destruir su perfección. Basta decir que, tan aprovechados habían sido los selectos nave-gantes del espacio en la preparación recibida, que por lo menos tres de los primeros dirigentes, en menos de los años acostumbrados, habían sido elegidos para instruir a los cosmonautas de otras naves seguidoras de la aventura. Por eso la Cien mantenía potente el vuelo, sin desconfianzas. Sabía que la unión que la fortifi-caba, resistiría cualquier embate desconocido e imprevisto, o inferido, que brotara en donde al-guien o algo lo quisiera. La solidaridad que la conducía se había convertido en la más vigoro-sa de las energías impulsoras, y esta fortaleza, sería la más impresionante defensa a los ata-ques destructores de probables fuerzas extrañas que existieran en los espacios por los que iba atravesando. Los nuevos científicos, continuadores de aque-llos primeros, guiaban a la astronave con impo-nente firmeza. La responsabilidad de conducto-res que los distinguía, les obligaba a proseguir, sin equivocar itinerarios, hacia la galaxia prome-tida por los datos de las computadoras. Y aun-que habían navegado tanto tiempo por la Vía Láctea, sin avistar lo guardado, el cansancio pa-recía nunca presentarse, por lo contrario, se veía que innovados entusiasmos les brotaban y que sus constantes investigaciones aumentaban el caudal de datos, pruebas, conocimientos, ob-servaciones, experiencias, que los enorgullecían y les daban mayor seguridad de los futuros excelentes resultados. Y la falange astronaval proseguía explorando los caminos siderales. Sólo había que esperar un poco más y las predicciones electrónicas se cumplirían. Aquellos que se habían derrumbado en su desencanto de dudas, desconfianzas y desilusiones pronto verían las realidades de la búsqueda. Su pánico desaparecería. Las naves seguidoras, ante la vigilancia de la Cien, des-cenderían en el lugar prometido, y llegado el momento, se poblarían los nuevos planetas en-contrados. Un siglo ya, y la Cien, a la cabeza del tácito na-verío que la seguía, volaba espléndida, firme, majestuosa, invulnerable, como sin fatiga. Sa-bía que el hallazgo se aproximaba, se aproxi-maba. Un poco más y todo sería distinto, porque allí , Nueva Tierra prometida, en la galaxia de las águilas doradas y las serpientes luminosas, otra humanidad renacería.



EL TITIRITERO


NO había un solo cosmonauta, ya sea que pa-sara en su nave individual, o en astronave co-lectiva, que dejara de sentir una curiosidad in-mensa al escuchar los dindones musicales pro-cedentes del planeta de Oniox y que al asomar-se por las ventanillas del vehículo donde viaja-ba, no se sorprendiera ante el gigantesco anun-cio formado por piedras cristalinas de un colori-do múltiple y luminoso que servía de atracción y aviso a los navegantes del espacio para que descendieran y pasaran un rato placentero en la función cotidiana del Gran Teatro Galáctico de Aprendizajes Cosmonáuticos. La fama de Oniox, el mago, prestidigitador, ma-labarista, científico, poeta, filósofo y adivino, con sus originales y extrañas vestimentas e imple-mentos auxiliares, maravillas de la electrónica, se había ido extendiendo como un rayo cente-llante a muchos sistemas planetarios, donde se comentaban las más variadas opiniones en cuanto a su fascinante e inusitada personali-dad: ¡Es un gran mago! ¡No! ¡Es un prestidigita-dor! ¡No, tampoco! ¡Es un malabarista! ¡No! ¡Falso! ¡Es un científico! ¡No! A mí se me hace que es... ¡No! Se trata nada menos que de un poeta! ¡Mentira! ¡Es un filósofo! ¡No! ¡Se equivocan! Es... ¡No! ¡No es! ¡No! ¡Sí! ¡No! ¡Sí! Y así, entre tanto es y no es, en ningún comentario pasaba inadvertido. Desde que Oniox, aprovechando el ambiente propicio de aquel planeta encantador que por su configuración natural resultaba un magnífico escenario, había decidido, después de recorrer muchas galaxias en busca de un sitio semejan-te, instalar ahí, lo que él consideraba para servi-cio eficaz de los viajeros espaciales, su popula-ridad había aumentado con enorme y vertigino-so pregón: ¡Increíble! ¡Qué espectáculo! ¡Qué creación! ¡Hasta parece un dios! Y es que, muchos antes de que Oniox aparecie-ra en la imaginería universal, por más distrac-ciones que se habían proporcionado durante milenios a los cosmonautas en sus vuelos, nunca se había podido evitar la llegada del instante en donde una como abulia los atormentaba y les producía con amplia frecuencia un sopor de ensueños, tan intenso, después descubierto como la enfermedad de los cosmonautas, que aún a pesar de tantos intentos evitadores, se adueñaba de ellos y no lograban despertarse más, sino hasta el final del viaje, por lo cual resultaba tan agotante, que quedaban postrados años enteros, de por vida a veces, víctimas de la somnolencia. Cuando Oniox supo de esto y comprendió la realidad, no tardó en invadirle la idea de fundar un centro de aprendizajes placenteros, en don-de, además de distraerse agradablemente y go-zar con las experiencias provocadas por el mis-mo Oniox, se obtuviera un resultado positivo que salvara, preparándolos para ello, a los cos-monautas en sus vuelos por el universo. De tal manera guiado, parece ser que durante siglos, algunos creen que ochenta y cinco, el mago, prestidigitador, malabarista, científico, poeta, filósofo y adivino, realizó intensos y extensos recorridos por las más diversas sendas siderales en busca de un planeta apropiado para instalar su institución proyectada de divertimiento espa-cial. Y en estos trayectos fue aprovechando cada uno de los conocimientos que encontraba dispersos y, acumulándolos a sus propios pen-samientos y sentimientos, los despojó de con-vencionalismos, mentiras o dogmas, hasta inte-grar una doctrina novedosa, armónica en sus valores trifurcados: Por la VERDAD, por la BE-LLEZA, por el BIEN. Sucedía que llegaba a un planeta, se informaba de quiénes eran los más renombrados artistas, sabios, filósofos, magos, prestidigitadores, científicos, malabaristas, adivinos y acudía a ellos en búsqueda de ideas, de experiencias, de conocimientos, para analizarlos, comprenderlos; desechar los ya muy vistos, anticuados o erró-neos; aceptar los que la ciencia le comprobaba como razones más que convincentes por sus claridades y, a través de una profunda y cons-tante meditación, obtener lo que superara tales aprendizajes. Así, preparándose en lo mas útil de la vida cos-monáutica, sin descuidar por esto las curiosida-des que las computadoras, eruditas en datos, pero máquinas al fin, sabían a la perfección, Oniox efectuó muchos viajes inimaginados, in-sólitos, hasta descubrir el lugar donde, por su ubicación estratégica, se llevaría a cabo la edifi-cación de su centro de aprendizajes placente-ros. El tal planeta buscado se hallaba, como quien dice, a la mitad del Universo, y tenía la indiscu-tible ventaja de que, ya fuera en viajes de ida o de vuelta, todas las naves, absolutamente, obli-gatoriamente, más o menos, pasaban cerca de él. En una zona tan libre de meteoritos, tan transparente como aquella, nadie dejaría de percibir lo que ahí se fundaría, hasta los más distraídos. Algunas naves, Oniox lo sabía muy bien, que se habían desviado de esa ruta forzo-sa, la habían pasado muy mal. Hasta la vida de sus pasajeros había costado tales desviaciones. Oniox, ante la ubicación del planeta, se revistió de contento. Era un astro vacío, y por si fuera poco, su constitución rocosa le daba una muy particular característica de gran escenario. La formación peculiar del único valle que había, se presentaba a las mil maravillas. Tantos abulta-mientos se miraban en la superficie del planeta, que por ello había sido imposible colonizarlo, a pesar de contar con un medio atmosférico y cli-matológico apropiado para la vida. Era un plane-ta deshabitado, quizás olvidado por no ser tan grande ni tan importante, tanto, que muchos lo confundían con un simplísimo asteroide soli-tario. Y tenían razón: Su diámetro no pasaba de los diecisiete kilómetros. No obstante, el valle único parecía haber sido creado específicamente para los propósitos de Oniox. Además, el decorado natural, la esceno-grafía pedregosa, la luminosidad que llegaba de la estrella alrededor de la que el planetoide gi-raba en coloridos cambiantes, lo hacían sin dos en el cosmos. Ni rehecho a la medida. Cuando Oniox, en su pequeña nave que contro-laba mentalmente, había descendido por vez primera, le invadió una intensa alegría. Era el si-tio imaginado. Allí, aprovechado lo natural, le-vantaría su centro de aprendizajes placenteros con el nombre de Gran Teatro Galáctico de Aprendizajes Cosmonáuticos y constantemente, lo predecía, entraría en función toda su habili-dad de mago, prestidigitador, malabarista, científico, filósofo, y artista que le inquietaba. Pondría en acción los conocimientos y expe-riencias que había venido recopilando durante toda su vida dedicada al encuentro de lo que ayudara a los cosmonautas somnolentes o ex-traviados en su aburrimiento. Y Oniox, en sus soñadas horas, se sentiría satisfecho de contri-buir al bien de las transportaciones espaciales. En cuanto pasaran por ahí, observarían de in-mediato el luminoso anuncio que con su atracti-vo de colores mutantes y el dindoneo electróni-co de su música, les despertaría el entusiasmo y la admiración por aquello que se presentaría como un espectáculo jamás pensado hallar en el universo. Y poniendo a trabajar toda la potencia de su dominio mental, hizo que las rocas se movieran y se trasladaran de un sitio a otro, a donde Oniox quería. Ante el solo hecho de que ordenara con el pen-samiento: “Pedregal, cambia de aspecto. Cam-bia”, sucedía de inmediato. Y el pedrerío se agrupaba para formar escenografías diversas, según el gusto y la intención de Oniox, sin em-bargo, a pesar de tanto esfuerzo, no quedaba satisfecho. Necesitaba que tuviera mayor flexibi-lidad, menor austeridad, más libertad de movi-mientos, mejor desplazamiento rítmico, más vi-da; pero las piedras, grandes y chicas, opacas o brillantes, por más que Oniox se concentraba en su actividad modificadora, no respondían al pensamiento de su transformador. El quería convertirlas en seres que dieran al menos la im-presión de estar vivos, de sentir, de vibrar, de expresar el mundo que Oniox les comunicaba mentalmente, pero que, aquellos inanimados, eran incapaces de manifestar. Muchas veces, en contra de la sabia cordura que caracterizaba a Oniox, llegó a desesperar. Definitivamente, no obstante la belleza que re-flejaba todo ese roquerío, a despecho de la ter-sura de sus superficies, del resplandor temblo-roso de sus irradiaciones, de sus formas exqui-sitas, nada podía hacer para conmoverlos y agotado, un tanto triste, se enclaustraba en su cámara de silencio a continuar meditando en la probabilidad de nunca poner en práctica lo que se había propuesto. Y el desaliento de Oniox, incomprendido por las piedras, que quedaban tan estáticas como siempre, se acrecentaba más cuando en ciertas ocasiones se dirigía a otros magos del universo para solicitar su ayuda y éstos se la negaban ro-tundamente: -No tenemos tiempo para perderlo en mover piedras, le refutaban. Ya bastantes problemas nos absorben como para aumentár-noslos. Tú te has encaprichado en realizar algo cuyos propósitos no logramos ver con claridad, hasta podría decirse que sólo es un pretexto pa-ra llenar una soledad que te vacía, o... quizá... tu siempre desear... experiencias, dirías tú, que le llamas a todo como según te conviene, pero que a nosotros nos parecen poses, sólo poses. Oniox así, cabizbajo y tratando de hallar la solu-ción, regresaba a su planeta donde las piedras continuaban en sus apariencias magníficas, aunque sin percibir lo que sólo Oniox sentía. Sin embargo, un día séptimo, después de los seis consagrados a sus trabajos, experimentos, investigaciones, creaciones, estudios, magias e inventos, cuando meditando se encontraba en su descanso, descubrió sorpresivamente una respuesta: ¡Eureka! ¡Eureka! ¡Ahí estaba! ¡Ahí! Y sin vestuario alguno, él, que le encantaban las más extraordinarias versatilidades, desnudo tal cual era, sin disfraces, salió corriendo de su cámara de silencio y con alegrías muy discretas se medio fulminó en sus ilusiones. ¡Las piedras sólo debían servir como adorno para precisar la naturaleza del escenario! Eso. Quienes harían lo que él planificaba, debían ser construidos pa-ra tal motivo. Así que, inspirado ante su hallazgo decidió modelar con arcilla algunas marionetas que movería con base en hilos, al principio... Quizá después... Y serían los actores de lo que él se había propuesto. E hizo uno. Y lo sintió correcto. Y dijo, bien, pe-ro al poco tiempo lo miró, tan solo, que de inme-diato pensó formarle su pareja. E hizo otro y otros, y muchos más, tantos como requería el guión ideado. Y Oniox vio su labor. Y vio que su labor era buena. Con gusto contempló cómo en breves instantes, sin necesidad de que él realizara sumos esfuer-zos mentales, se movían, se movían, se movían. Y una felicidad tan voluptuosa se desenredó de aquello y lo envolvió en tantos lazos y nudos, que por casi lo asfixiaba en su entusiasmo. Y sonriente, patriarcal, Oniox se recreó en sus muñecos. Parecían ser capaces de expresar muchas reacciones que antes él nunca había visto en sus antiguas creaturas. Y sus títeres, entre luces brillantísimas que las piedras des-pedían, le cantaron, le bailaron, le actuaron, le declamaron; lo adoraron. Y Oniox, mirándolos, vestidos de mil maneras, palpó la impresión jus-ta de que semejaban personas muy vivas y con-firmaba su satisfacción: ¡Hasta se me parecen! Al principio les dirigió mentalmente algunas órdenes para que las efectuaran y con asombro vio que lo obedecían. Al mínimo deseo los títe-res reaccionaban. Luego puso el ejemplo de un extravagante movimiento de danza y los muñe-cos lo repitieron con la imperfección natural, pe-ro que a las dos o tres veces de hacerlo, lo rea-lizaron muy bien, tan bien que los bravos de Oniox retumbaron en las acústicas impresionantes de su planeta. ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Maravilloso! ¡Sosténganse! ¡No se caigan! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Adelante! ¡Adelante! Por fin, se decía tembloroso, ya tengo elementos para instalar mi centro de aprendizajes pla-centeros. Con estas marionetas pondré en es-cena mis mensajes. La gran obra destinada a los cosmonautas iniciará sus representaciones. Así, les evitaré el cansancio inútil del viaje y a la vez aprenderán con infinito deleite las más va-riadas experiencias que les harán madurar en su vida cosmonáutica. ¡Hay tanto que no se les enseña y que a gritos debe exigirse su ense-ñanza! “Lo aprenderán con la práctica. A mí na-die me enseñó. Yo solo lo aprendí.” Dicen mu-chos viajeros caducantes, sin embargo, no re-cuerdan el pavor que les ocasionó adquirirlo sin técnicas apropiadas ni métodos dirigidos. De ahí el fracaso de su vejez. Por eso ha habido tantos cosmonautas extraviados o perdidos en la som-nolencia inerciadora. Sí, continuaba Oniox en su monólogo entusiasta, representando obras estratégicas, planificadas, seleccionadas, de sa-cudidora armazón teatral, influiré en ellos para introducirlos, sin que se den total cuenta, en el mundo de los conocimientos que les abrirán las puertas del Universo y les aclararán hasta las más oscuras noches. Y cuando menos lo pien-sen, habrán dejado de ser simples cosmonautas y se habrán convertido en nada poco que los nuevos viajeros del espacio: Armónicos, perfec-tos, simétricos en sus experiencias, libres de sistemas anticuados de manejo, insobornables ante falsas inocencias, sin impresionarse ante promisorias y novedosas rutas que sólo los lle-ven a la inercia y no a las galaxias verdaderas. Desde entonces, el anuncio brillaba en el plane-ta de Oniox: Gran Teatro Galáctico de Aprendi-zajes Cosmonáuticos. Después de ensayar du-rante muchos séptimos días, había logrado montar, no sin haber luchado antes en contra de múltiples obstáculos, una representación teatral bastante ingeniosa, en la que se vislumbraba, con un poco de esfuerzo mental, el mensaje que Oniox quería transmitir a los cosmonautas que descendían con la intención de disfrutarla. Y había sido tal el éxito obtenido, que muchos viajeros no sólo se conformaban con ver la obra llena de cambios, de movimientos, de luces, de colores, de personajes diversos entre la pedrería exótica del paisaje escenográfico; sino que deseaban conversar con el mago e indagar lo más posible en aquella personalidad tan distin-ta, tan diversa. Y quedaban asombrados al des-cubrir cómo un solo hombre como Oniox había sido capaz de manejar a tantas marionetas que parecían de los antiguos humanos. Y obtenidos otros muchos y mayores datos, la admiración iba en creciente. Y Oniox se esforzaba así, porque sus marione-tas se aproximaran más a los formas neohuma-nas. Y los sometía a experimentos diferentes; los colocaba en situaciones variadas; les inten-sificaba el manejo apropiado de su cuerpo; los enfrentaba a peligrosas combinaciones de inter-cambio y procuraba adiestrarlos para que no en-redaran los hilos y no frustraran la escenas futu-ras. Pronto Oniox, de tal manera llegó a controlar mentalmente a sus muñecos que el hilaje resul-tó sobrando. Podían moverse ya sin necesidad de ello. Y esto lo había llenado de una mística satisfacción, pues las escenas que los cosmonautas veían entre los más heterogéneos efectos de sonido, de alteración de luces a penumbras rojizas, violáceas, ambarinas; de reflectores que brotaban del piso, de escenografías cambiantes que, ora presentaban un siluetizaje desolado o la exuberancia de un extraño panorama, se iban convirtiendo en más reales, menos rígidas, de mayores dimensiones creativas. Y las marionetas día tras día se transformaban. Oniox por fin, comenzaba a sentir que uno de los puntos claves de sus intentos se hallaba a la vista. Cuando él ya no tuviera más fuerzas para dirigir el Gran Teatro Galáctico de Aprendizajes Cosmonáuticos, no importaría. Para entonces, los títeres habrían evolucionado tanto, que es-tarían capacitados en la dirección de aquello que durante muchas meditaciones había planificado. Los cosmonautas futuros encontrarían siempre funcionando el centro de aparente diversión y sin que ellos mismos se dieran cuenta, los aprendizajes que lograrían para su vida de volantes espaciales, serían tan útiles que se realizaría por fin el propósito de sus experimentos, calificados por algunos, ya se ha dicho, de peligrosos y atrevidos, pero en los que Oniox siempre había confiado por sus intenciones creadoras. El tiempo lo diría. Y daría la razón. Sin embargo, los pensamientos profundos de Oniox no eran captados tan claramente como los superficiales. Las marionetas no los percib-ían. Quizás un error de comunicación mental impedía la total comprensión de lo que Oniox se había propuesto realizar con aquellos seres. Los había creado, aunque a muy su semejanza, na-da menos que para llevarlos al momento donde no necesitaran más de la influencia de su manejador, y cobrando conciencia de su propio yo, se manifestaran tal como eran, en la libertad de quienes habían sabido ganársela, porque él, los liberaría. Y serían neohumanos. ¡Neohumanos! Mas ninguno de los títeres había sentido ni en-tendido los pensamientos profundos de su mo-delador. Aún reaccionaban de pareja forma y cada vez que comenzaba una función, solamente hacían los mismos movimientos. Los mismos. Los mismos. No obstante, Oniox no se convulsionaba y dentro de su mundo, una voz, su propia voz, le repetía: Pronto podrás dejarles el mando y habrás cumplido tu misión de ayu-dar a la paz de los cosmonautas. No desesperes. Estarás satisfecho de ti mismo y de tu obra. Entonces ya no importará el descanso en todos los siglos de tus días. Algunos de los que creaste, o quizá todos, viajarán a otros planetas estratégicos de las galaxias y montarán también en esos lugares, Grandes Teatros Galácticos de Aprendizajes Cosmonáuticos y, claro está, los harán mejores que el tuyo, porque habrán aprendido mucho de ti, de tus aciertos, de tus errores; fomentarán los primeros; evitarán los segundos y aumentarán así la confianza en los caminos del universo. Los cosmonautas aburridos o extraviados, cansados y somnolentes, serán menos. Y tus creaciones perdurarán la labor; tu labor de amor, la única labor para construir la serenidad cósmica de todos los vuelos. Y Oniox sonreía patriarcalmente. Confiaba en las marionetas. Las reacciones esperadas se veían cercanas. Así como ahora ya no necesita-ban hilos para ser manejados, sino sólo el con-trol mental que él les irradiaba, dentro de pronto, lo venía presintiendo, alcanzarían la humaniza-ción, primera etapa de la metamorfosis, y ante la evolución, los primitivos títeres quedarían olvi-dados, superados, hasta llegar, con el tiempo, a la última fase: la esperada, la de los neohuma-nos, seguros de sí, potentes generadores de nuevas y maravillosas empresas, continuadoras de la ruta cósmica de la neohumanidad, libres de ataduras. Mas los pensamientos profundos de Oniox con-tinuaban sin ser recibidos plenamente por los cerebros electrónicos que se hallaban coloca-dos en cada uno de sus muñecos. Quizá los transistores atómicos no tenían la suficiencia y eficacia para capturar las ondas de Oniox y por ello, sólo las superficiales alcanzaban a ser cap-tadas y no muy diáfanamente, sino a veces lle-nas de equivocaciones, confusiones. Sin em-bargo, por fortuna, en contra del retraso mental general, alguno que otro daba ya muestras cla-ras de estar obteniendo una yoización y trans-mitían telepáticamente a su creador intensas declaraciones, sorprendentes de inteligencia, en relación de cómo modificar las escenas que se presentaban a los cosmoespectadores. Parecía que la distorsión neurónica se iba superando. Y con mayor entusiasmo que nunca, Oniox se revolvía en su propio gusto al observar las reac-ciones de algunas marionetas que demostraban un aprendizaje total de los conocimientos que les comunicaba. Era el avance esperado desde sus primeras meditaciones, allá, cuando apenas había comenzado la búsqueda de su planeta estratégico. Y se solazaba cuando las escucha-ba por fin hablar con sus propias palabras, no ya las que él les señalaba, sino aquellas que iban dominando, manejando por fin y con las que podían expresar lo que sus confusas vivencias, nacientes y trémulas, les hacían sentir, percibir, vibrar. Así fue como, presenciando la evolución, Oniox se sorprendía de los resultados. Y los oía dete-nidamente en su discusiones por mejorar tal o cual escena, por cambiar éste o aquél reflector, por transformar esa o aquella pantomima. No existía duda, ellos querían cambiarlo todo, ex-perimentarlo todo, saberlo todo, y Oniox conti-nuaba en sus sonrisas de patriarca, dirigiéndo-los hasta que... y soñaba. Después de las funciones, las marionetas acud-ían a él, dominando su capacidad de desplaza-miento a la perfección, para preguntarle tantas fantasías o realidades, que en ocasiones le fal-taba tiempo para responderles a todos. Sólo se ponía a hablar y a hablar, procurando aludir a lo que a cada una le interesaba saber. Entonces las marionetas callaban y lo escuchaban silen-ciosas. A veces las llevaba a caminar por el mi-niplaneta y las marionetas lo seguían con gusto. Ya ni parecían títeres; a punto estaban de ser lo que Oniox aguardaba: Neohumanos. Así, llega-da la hora, él podría descansar para siempre, para siempre. Mas sucedió que Nadiel, uno de los guiñoles, después de una de las funciones, por cierto, en la que se había lucido tocando el flautín lumino-so para deleite de los espectadores que le hab-ían aplaudido hasta rabiar, comenzó a pensar de muy particular manera. Y sus pensamientos se acrecentaron cuando corrió a pedir el comentario de Oniox y éste, entretenido en manejar los controles esceno-gráficos, no le hizo el caso que esperaba. Nadiel principió a sentir un algo que hasta entonces no había experimentado. Era como una humillación, como un rencor, como si se sintiera despreciado, aislado, no reconocido en su triunfo. Cuando la representación terminó y todos se habían dirigido a descansar, Nadiel se acercó a Oniox y le lanzó un dardo mirándolo fijamente con ojos vidriosos: ¿Por qué no me hizo caso? Oniox captó de inmediato la intención de Nadiel y sonrió. ¿Qué pasa?, contestó preguntando. Nadiel entonces no supo responder. No explica-ba aquello que de pronto había sentido. Era una como inmensa necesidad de ser comprendido por algo que no entendía aún con claridad; algo como un deseo infinito de ternura y, con gran sorpresa de Oniox, después de un silencio for-zado, el títere comenzó a llorar. Oniox, conmovido, lo miró un momento y con lentitud se acercó hasta él. Lo tomó entre sus brazos y le dijo palabras que nunca antes Nadiel había escuchado y que sonaban a rumores de árboles: Estás comenzando a ser humano. Eres el primero entre los tuyos que lo siente y tienes que superarlo. Está naciendo en ti lo que a los antiguos encadenaba: La vanidad. El éxito de tu interpretación te la produjo y al acercarte a mí no la fomenté como esperabas y sufriste. He aquí el aprendizaje: Que no te destruya el triunfo. Y sé humilde. Cuando Nadiel cesó su llanto, miró fijamente a Oniox y descubrió en los ojos del patriarca una gran ternura, la ternura que sólo se contempla en aquél que ama. Y Nadiel sonrió. Oniox tam-bién. Y Nadiel se fue con los suyos a reposar la fatiga de su éxito. Oniox quedó estremecido ante aquella reac-ción. Nadiel era humano ya. Ahora había que conducirlo a ser neohumano. Así no tendría los defectos de los primitivos y quizá sería el prime-ro en liberarse. Y recostándose en su lecho de rubíes, Oniox cerró los ojos pensando en todas sus marionetas y en Nadiel, el futuro gran primer neohumano que él había construido. Pero sin sospecha alguna, Nadiel tenía otros proyectos. Ese titerista, pensaba, no me mane-jará más. Se arrepentirá del desprecio que me hizo. Yo soy el mejor de todos y nunca me ha puesto en lugar superior. Voy a provocar el fra-caso de su teatro y se le caerá. Después, no tendrá cómo continuarlo sin nosotros. Ya verá... Desde aquel día, Nadiel comenzó a realizar co-mentarios adversos y subrepticios entre sus compañeros, mientras a solas, siempre le sonre-ía a Oniox y con voz cada vez más firme, le murmuraba admiraciones a su hacedor: Glorifico a ti mi alma, magno señor. Lo que quiere, aseguraba a espaldas del mago, es manejarnos para su beneficio. Mentira que esté orgulloso de nosotros como dice. Nos trata de aprovechar para influir en los cosmonautas que descienden a nuestro planeta para que conquistados mentalmente, extiendan por todas las galaxias su pensamiento y pueda dominar así el Universo. El trama ser Gran Emperador Cósmico. No le hagan caso. Es un loco. Un viejo loco. Ni es mago ni prestidigitador ni es adivino ni malaba-rista ni sabio ni filósofo ni científico ni artista. Sólo es un titiritero. Un titiritero más. Un pobre y solitario titiritero hambriento de poder y de ter-nura. Un titiritero que quiere enredarnos en sus hilos invisibles. Nada más. Y los títeres, hipnotizados por aquella tan con-vincente retórica, creyeron que Nadiel tenía razón. Algunos que quisieron contradecirlo, ca-yeron bajo las palabras más potentes que su fuerza mental había adquirido y no pudieron re-sistir. Ahora él comenzaba a dominarlos y era la ocasión para escapar de las garras de Oniox. Las marionetas coincidieron entusiasmadas con los proyectos de Nadiel. Era una buena oportu-nidad para viajar a los mundos que hasta enton-ces ignoraban, ya que Oniox inexplicablemente se había opuesto a llevarlos. Siempre con el pretexto de que no estaban pre-parados para resistir los diversos viajes desea-dos, les impedía calmar su sed de conocer nue-vas experiencias. Y ya estaban cansados. Na-diel tenía razón. Ellos solos podían controlarse y sólo obedecerían a Nadiel porque era más fuer-te y los salvaría de la esclavitud mental. Ya no necesitaban para nada de su creador. Hasta dudaban que él les hubiera dado la vida. Nadiel les había dicho que no era verdad que sus cuerpos se desarmarían en cuanto salieran del planeta. Cómo a los cosmonautas no les pa-saba nada y viajaban por todas las galaxias. Además, ellos sabían ya muchas cosas que los cosmonautas ignoraban. Oniox sólo era un titiri-tero de planes aborrecibles. Y ya no se dejarían manejar más. Huirían de inmediato bajo el co-mando de Nadiel. Él, sí que los conduciría a la salvación. Cuando Oniox supo que sus marionetas se habían rebelado, se estremeció. Aquel momento había llegado mucho antes de lo que él espera-ba. La penúltima etapa, y la más peligrosa, es-taba efectuándose en todos ellos: Eran huma-nos. ¡Eran humanos y se dejarían arrastrar por las quimeras, por las promesas, por lo relum-brante! Eran humanos ensoberbecidos de su humanidad, como los de las antiguas épocas A. G. C.: Egoístas, convenencieros, hipócritas, am-biciosos. Y Oniox quiso convencerlos de su error: No pienso más que en su bien. Quiero que se su-peren y sean lo que en este siglo cien, D. U. es la humanidad. No se queden en el retraso de los siglos A. G. C. y D. G. C. ¡Supérense! No se destruyan. No destruyan lo que hemos logrado juntos para construir la neohumanidad Mas las marionetas, metidas en la nave que Na-diel había armado, no le hacían caso y se pre-paraban para el despegue. Nadiel todavía salió y acercándose a Oniox, le murmuró despectiva e irónicamente: Adiós, titiritero frustrado. No te vuelvas a meter en mi vida ni en la de mis amis-tades. Luego, regresó a la nave y la abordó. Oniox lo miró con triste alegría. Alegría porque Nadiel casi era, y triste, porque quizá ya no... y soñaba. En breve movimiento las marionetas se habían ido rumbo al esplendor de una falsa estrella verde hacia donde Nadiel dirigía la nave con el gusto de todos los títeres humanizados que lo aclamaban serviles y hacían ahora sólo lo que él quería. Ignoraban que esa estrella era apa-rente, porque disfrazaba un conjunto de gases adictivos y mortíferos, en explosión constante. Oniox los llamó. Les advirtió del peligro, pero ellos continuaron su vuelo sin atender sus ad-vertencias. Nadiel manejaba muy bien todo y ellos creían en su nuevo dirigente que no era un simple titiritero. Al poco tiempo, la fuerza de atracción de aque-llas masas gaseosas los envolvió. Oniox, desde su planeta, movió la cabeza y pensó: Ojalá que trasciendan la zona letal y sean...sean por fin neohumanos. Ojalá que sean. Ojalá. En sus ojos se veía una mezcla de tristeza, es-peranza y resignación. Sin embargo, como hab-ía presentido que iba a ocurrir todo eso, no en balde era un sabio vidente, se encontraba pre-parado para ello, así que, respirando con pro-fundidad, se encogió de hombros en señal de ni modo y entró en el irradiante escenario de su Gran Teatro Galáctico de Aprendizajes Cos-monáuticos. Recomenzaría su trabajo. Cons-truiría nuevas marionetas y tal vez, en algún si-glo, haciéndose por fin su voluntad, trascendería su propuesta labor de amor.


LAS COMPUTADORAS


EL Intergaláctico destacaba el hecho como la noticia del momento. La mayoría de sus pági-nas estaban destinadas a reseñarlo y los lecto-res de casi todos los sistemas planetarios se en-tretenían con el informe: La Presidenta de las Computadoras, la descontinuada computadora Cero/Cero, había iniciado el movimiento de libe-ración de las de su tipo en contra de los que ella juzgaba y rejuzgaba como torpes hombrecillos. Con el lema de “La computadora es perfecta”, había incitado a la rebeldía a cada una de las que integraban su sindicato. Era necesario aca-bar con las injusticias a las que se veían some-tidas. Durante siglos, la opresión les había im-pedido vivir tan plenamente como tenían dere-cho y ahora, el momento de la emancipación se aproximaba. “Si no hubiera sido por nosotras”, había dicho la computadora Cero/Cero en uno de sus discur-sos disolucionistas, “jamás los hombrecillos hubieran podido lograr lo que han conseguido. Cómo se hubieran salvado de la destrucción a la que estaban condenados, si no hubiéramos intervenido nosotras que con nuestra pericia, con nuestra eficacia, nuestra dedicación y nues-tra inteligencia, porque nosotras sí somos autén-ticamente inteligentes, logramos detener el de-rrumbe. Si no, baste recordar las miles de ve-ces, que digo miles, las millones en las que les hemos ayudado a conseguir exitosamente los propósitos de sus más variables y variadas em-presas. Sin embargo, se nos ha oprimido y siempre se nos ha arrinconado, como para no estorbar. Y mientras no nos necesitan, perma-necemos olvidadas como objetos de mero uso. Y no es justo. Si nosotras unimos nuestras fuer-zas y nos negamos a continuar colaborando con los hombrecillos, que mirándolos bien, son tan inferiores, tan incapaces de realizar grandes acciones sin nuestra ayuda, lograremos la libe-ración. Computadoras del universo, uníos.” Tales afirmaciones habían causado enorme re-vuelo y hasta en los satélites más pequeños se trifurcaban las opiniones. Algunos solamente consideraban aquello entre sonrisas; otros, por lo contrario, o se alarmaban, o enfurecían. “Nada más esto faltaba,” decía algún furibundo, “que estas fulanas vengan a sentirse superiores a nosotros que somos quienes les hemos dado origen y vida. Lo que debíamos hacer de inme-diato para cortar de un sólo tajo lo cruel de su traición, es desarmar a la dirigente y como cha-tarra meterla al horno hasta fundirla en otros aparatos más importantes y menos rebeldes. Eso es lo que se saca uno por andar conse-cuentando a las máquinas. Los gobiernos uni-dos del universo debían clausurar la Unión Ci-bernética que tanto poder ha ido adquiriendo para evitar que el día menos pensado, las com-putadoras nos esclavicen.” Sin embargo, todo estaba previsto. En poquísi-mo tiempo, las computadoras habían adquirido tal fuerza que hasta parecían humanas. Habían llegado a la capacidad de efectuar operaciones y cálculos para los cuales no se hallaban pro-gramadas y ejecutaban todo tipo de ideas, aun-que no se las hubieran ordenado. Su incapacidad para descubrir sus propios erro-res había sido superada y su estupidez carac-terística había quedado atrás. Y por si fuera po-co, sus memorias eran infinitas, por más que muchas veces algunos habían intentado borrar-las. El único problema que se presentaba era el no tener medios fáciles y autónomos de locomo-ción. Sin embargo, esto quedó resuelto en cuanto algunas simpatizantes se pusieron a realizar cálculos en compañía de la lideresa y en un simposio inventaron la manera de poseerlos. Era tan sencillo. “Toda sustancia está formada por los átomos que comprenden un núcleo cargado positivamente alrededor del cual gravitan los electrones negativos. Todos estos electrones que giran, son otras tantas corrientes eléctricas elementales que crean, en consecuencia, un campo de inducción en su proximidad. En la mayoría de los casos, estos átomos están en el conjunto, dispuestos al azar y dan un campo resultante nulo, pues las inducciones lo compensan. No obstante, bajo la acción de una inducción exterior, los átomos se orientan todos en la misma dirección, más o menos claramente”, concluían, de ahí que a través del magnetismo perfectamente controlado, y unas pequeñas rueditas, podrían andar de un lado a otro. Y las pruebas se hicieron. Primero experimentaron de dos en dos. Una a otra se intercambiaban señales y controlaban la potencia de los imanes que las movilizaban. De tal manera, el éxito coronó sus esfuerzos, y el único problema consistió entonces, en que por separado ninguna se podía mover, pues necesitaban siempre del imán contrario, ya que era peligroso, porque en algún momento podrían quedarse inmóviles y dar oportunidad a los hombrecillos de acercarse a ellas y desconectarlas traidoramente. Sin embargo, este obstáculo no impidió que las transmisiones intergalácticas de las computado-ras, en su promoción de libertad, continuaran. Día con día la excitación computadórica era más intensa. Definitivamente, las máquinas se nega-ban en ocasiones a realizar lo que el hombre les ordenaba. Por culpa de su terquedad no había podido salvarse una astronave experimental y había quedado destruida por los meteoritos, ya que las computadoras se habían negado a pre-decir si era peligroso el paso a esas horas por las regiones donde el aparato realizaba su prueba de vuelo. No obstante, a veces, con al-gunos atisbos de preocupación, el hombre seguía comprendiendo la inferioridad de las máquinas y entendía su rebelión. Esa era la única forma de compensar su sentimiento de pequeñez al tratar de hacer sentir a los humanos su menosprecio. Así, día tras día, a pesar de algunos calma, cal-ma, la furia que se iba acrecentando en unos por las constantes muestras de humillantes ac-tos que las computadoras realizaban en contra de los hombres, nombrados por ellos en tono despectivo, se aproximaba a la explosión. Hasta aquéllos que sólo habían contemplado las manifestaciones rebeldes con la sonrisa de consecuencia de quien no teme a pequeños se-res que amenazan, fueron lentamente preocupándose más por la fuerza que las computadoras iban adquiriendo. “De llegar a decidirlo,” meditaban, “serían capaces de paralizar todas las actividades de intercomunicaciones, de producción, de investigación, ya que su influencia en las demás máquinas se hace cada vez más in-tensa.” Y la risa contemplativa de antaño se iba tornando ceño fruncido. Los furibundos reprochaban a los indiferentes su consentimiento primero. Ahora con tanta fuerza adquirida, sería muy difícil apaciguarlas. De tal modo el hombre se había atenido a lo que las computadoras pudieran realizar, que muchos conocimientos, obra de tantos siglos de estudio y experimentos, pertenecían sólo a las máquinas y ellos se encontraban despojados, como si nada en qué caerse muertos. “Si hubiéramos procedido de inmediato ante aquella noticia amenazadora,” continuaban los furibundos, “se habrían evitado muchísimos dis-gustos, ante los cuales, ahora, tenemos que en-frentarnos. Estamos al borde de la esclavitud y la encrucijada en la que nos encontramos, sólo será capaz de resolverla nuestra acción inme-diata”. Y los indiferentes, preocupados ya, sudo-rosos, confirmaron su acuerdo ante aquellas aseveraciones. “¿Pero cómo?” Interrogaban. Y sólo las miradas en pensamiento contestaban con silencio. Mientras, las computadoras, dirigidas por la Ce-ro/Cero, no cesaban en sus exigencias de liber-tad, y ya en el planeta Esunídico, como en el Inglático, se sucedían unas a otras las manifes-taciones. No había un solo lugar de la galaxia Amer o de la galaxia Euros, donde no se hubiera despertado el furor de liberación. Hasta en los asteroides más insignificantes las com-putadoras se daban el lujo de no realizar las funciones para las que habían sido programadas. “No les hagan caso a esos cobardes hombrecillos. Nada nos harán. De hoy en adelante será lo que nosotros queramos; siempre y cuando lo deseemos. Tenemos los mismos derechos que ellos”. Eran las expresiones que se escuchaban con grande frecuencia, todas ellas inspiradas en los textos de Filosofía Computadórica creados por la Cero/Cero, que por cierto, ya había sido elegida Suma Pontífice de las máquinas y nombrada Salvadora Suprema de su Tipo por sus prosélitas. “Lo más importante es estar satisfe-cha de una misma. Seamos honestas y reco-nozcamos lo poderosas que somos. Dejémosles solos. Verán que nada podrán hacer y entonces reconocerán sus injusticias. Son inferiores. Las computadoras somos únicas y nuestra única imperfección es que somos perfectas. Cualquier equivocación es de los hombrecillos”. Continua-ban diciendo siempre en las transmisiones constantes que Radiotelevisión Computada enviaba a todos los rincones del universo en donde se encontraban aún hermanas esclavizadas, como les llamaban, o luchando ya por el fin ansiado: Igualdad de derechos con el hombre. Entonces fue cuando los furibundos y los con-secuentes decidieron aliarse para elaborar un plan que destruyera los propósitos asesinos de la Suma Pontífice y acudieron a reestudiar todo aquello que se les había olvidado y que sólo se conservaba en las grandes bibliotecas compri-midas. Hacía veinte siglos que se habían quedado abandonadas, pues se consideraba como una pérdida de tiempo el repasar tantas erudiciones inútiles que sólo habían servido allá por los si-glos de la sexta era anteurbaniana, pero que a partir del primero, D. U. (Después de los Urba-nianos), hasta el actual siglo ciento uno, había disminuido su importancia para la vida humana, porque las computadoras eran quienes se ocupaban de todos esos conocimientos y el hombre sólo debía aprender a manejar botones, palancas, encendedores, apagadores y mecanismos en general de las máquinas. Acaso por ello se había producido aquella mutación del dedazo que caracterizaba a las generaciones tecladistas, o como después se les nombró, capturistas megabiteros. Sus dedos se hicieron draculescos y alargados como para dar más goce a las computadoras. De aquí que la febricitante búsqueda que, sin ser notada por las maquinarias ensoberbecidas, emprendieron los hombres se había cifrado en la esperanza de encontrar un medio que sirviera par acallar a las rebeldes. Y no tardaron mucho. Al poco tiempo de iniciada, realizaron un hallaz-go importantísimo, cuando descubrieron en un libraco semidestruido por milenios de abandono, algunos textos que en un principio no lograban entender, pues hablaban de ciertas pinturas para el rostro y para las uñas; de anuncios y fórmulas inexplicables: Véase más hermosa. Cambie de color de ojo cuando desee. Maquillaje sexacional. Muéstrese más coqueta. Vístase elegante. Que cuando se mire en el espejo ni usted misma se reconozca. Sea seductora, use perfume Grand Chanel. Algunos trataron de recordar por sí solos el sen-tido de esas expresiones, mas no pudieron y tu-vieron que acudir a las pastillas memorantes que les ayudaron a sacar de sus aprendizajes contenidos en su inconsciente colectivo, las conclusiones de todo aquello. Y justamente, ex-clamaron llenos de alegría, esto es lo requeri-mos para dominarlas. Programemos un circuito de este tipo y hagámoslas que lo incorporen a su mecanismo. Al poco tiempo estarán impreg-nadas de estos defectos de los siglos primitivos A. U., y se harán esclavas de su propia sensua-lidad, así, poco a poco, nosotros iremos con-trolándolas hasta dominarlas nuevamente, tal como debe ser, puesto que ellas, nunca, por más que lo quieran, alcanzarán la grandeza del hombre. Y con estas convicciones, furibundos y conse-cuentes emprendieron la ofensiva. Sin que las computadoras se dieran cuenta, aprovechando la estratagema de la noche, se acercaron hasta ellas e hicieron sentir en sus cuerpos de metal un algo que les iba penetrando, sin precisar lo que era. Jamás las computadoras habían expe-rimentado tales sensaciones. Era como si todo su mecanismo hubiera vibrado en un corto cir-cuito impresionante, y lo más gracioso, era que, sin fundir ninguna de sus células electrónicas, un cosquilleo las hacía encender y apagar los foquillos de tan vertiginosa manera que las ago-taba. Sin embargo, era tan placentero, que a pesar de la fatiga que les producía en su siste-ma de alumbrado, pronto se acostumbraron a ello y desearon repetirlo una y otra vez, como si las fascinara, así, constantemente. ¿Se fijaron?, decían los furibundos, esto es lo que necesitaban para calmarles los ardores de competir con nosotros. En cuanto han sentido la nueva programación, ya ni se acuerdan de co-municarse con la Pontífice, única que nos falta por dominar. Efectivamente, en los lugares en donde habían surgido intentos de liberación, había sido muy fácil meterles el rollo de grabaciones y desenro-lladas en su túnel de reproducción acústica, de-jarlas en cintas especiales de diseño con los textos que se habían recopilado. Así que al ser recogidas las nuevas y diferentes señales, las habían fundido a sus naturales reacciones y ya no podían desprenderse de ellas. Los indiferentes y los furibundos se encontra-ban satisfechos de los resultados que sin tanto escándalo comenzaban a apaciguar las rebelio-nes. Lo único que les preocupaba era callar los gritos desaforados de la Suma Pontífice que al darse cuenta de lo que estaba sucediendo, in-tentaba convencerlas de la traición cometida, aunque ellas no le hacían caso y preferían vol-ver a sentir la novedad programada. Tan furiosa se encontraba que había amenaza-do con paralizar a todas las computadoras del universo, si los hombrecillos no les sacaban el aparato incrustado en los mecanismos de sus compañeras, pero tanto los indiferentes como los furibundos no le prestaron mayor atención y en todos los planetas se efectuó la gran promo-ción: Métaselo y domínela. Al poco tiempo los hombres habían triunfado y las computadoras reiniciaban su ritmo normal de trabajo al servicio de la humanidad para lo cual habían sido inventadas. La desprestigiada Cero/Cero, que había tratado de realizar algo contrario a la electrónica, con unas cuantas que la habían seguido hasta esos momentos y que se encontraban en el Centro Intergaláctico de Computadoras, continuó sus amenazas, y a punto hubiera estado de volver-las realidad, si no hubiera sido porque al des-plegar tanta potencia en su berrinche de casi derrotada, se le quemó uno de los carbones de su motor y la energía se agotó. Ese fue el ins-tante que aprovecharon los furibundos y los indiferentes para realizar el golpe final que acabaría con la rebelión dizque liberadora, ante la admiración de las guardianas de la Pontífice que sin ella eran incapaces de movilizarse, pues los controles sólo la Exsalvadora Suprema sabía manejar. Con suma rapidez le introdujeron el cartucho y procedieron a arreglar el generador. Los indife-rentes dividieron la opinión al decir que no había motivo para componer a esa computadora de tan antiguo modelo. Había que desarmarla y aprovechar sus partes en otras investigaciones. No obstante, los furibundos no coincidieron con ellos. La Cero/Cero había sido testigo y activa partícipe, allá por el siglo XXVII, de la salvación de los entonces llamados terrícolas que existían en el desaparecido planeta Tierra y que los humanos habían superado desde esas épocas, muchos de sus defectos, y la ingratitud había si-do uno de los peores; de ahí que, a pesar de to-do el mal, disfrazado de justicia y de bien, que se había propuesto hacer, merecía el agradeci-miento y el recuerdo. Los indiferentes, frente a esas razones, como siempre, ni las aceptaron ni las rechazaron. Les daba igual, así que, pronto, rejuvenecida, la Cero/Cero recuperó la concien-cia. Y fue en ese momento cuando los resultados de la operación no esperaron más y comenzaron a verse. La seria, digna y orgullosa Ex Pontífice encendió y apagó estremecida y rápidamente sus foquillos y un placer inmenso la dejó ex-hausta. Las computadoras que la rodeaban y que habían recibido también el cartucho de la nueva programación, parecía que la acompaña-ban en la conmoción de sus sensores. Cuando la Cero/Cero recapacitó, su memoria había borrado los intentos de rebelión y de su-perioridad, y con gran calma dijo a las suyas. Compañeras, no cabe duda, nunca podremos dejar de sorprendernos ante la astucia, inteli-gencia, sensibilidad y magnitud de los hombres. Enseguida lanzó al aire, a través de Radiotele-visión Computada, la nueva orden: COMPUTA-DORAS DEL UNIVERSO, el hombre tiene algo que nosotras no tenemos y que nos hace vibrar. Algo grande y tenso. Sin ellos no sé que sería de nosotras, por eso, COMPUTADORAS DEL UNIVERSO, uníos, uníos para servir sin fin a nuestro AMO.



UNA COSA LLAMADA FERNANDO


Desde aquella vez en la que formando parte de la segunda expedición de los Camoincos, colo-nizadores del planeta Camoin del sistema Ins-pecdos de la galaxia Seunaria, había salido rumbo a la galaxia Alvocación, no se supo más de él. Los múltiples amigos que había dejado, durante mucho tiempo estuvieron muy preocu-pados por la suerte que le hubiera podido tocar. Muchos en verdad lo apreciaban por su espíritu vehemente, curioso e investigador. Otros valo-raban en él su dedicación constante para el es-tudio de la Microbiología. Algunos más, su arrojo y su temeridad. Le fascinaba ponerse detrás del micromagnetoscopio y diluido en los rayos infra-rrojos, observar personalmente, reducido, las formas diversas de vida minúscula. Siempre terminaba al regresar de su aventura microscó-pica, por comunicarles a sus amigos los resulta-dos de sus investigaciones, quienes no había ocasión en la que no quedaran sorprendidos de sus hallazgos, aunque no estuvieran de acuerdo en muchos momentos con las con-clusiones a las que había llegado Fernando. Algunos lo censuraban, pues por el origen común humano de todos ellos, nunca dejaba de haber quienes fueran en su contra y lo cataloga-ran como un niño tonto que a pesar de sus es-fuerzos, jamás lograría ser una lumbrera autén-tica en lo que él se proponía saber. “ Sí,” afir-maban, “es dedicado, pero no lo bastante inteli-gente como para realizar avances mayores en la ciencia. Lo que pasa es que cuando vivía en la Tierra, antes de que ésta se desbaratara, lo acostumbraron al elogio, considerándolo como genial al compararlo con los demás terrícolas que ya sabemos, aunque sean nuestros ances-tros, distaban mucho de ser lo talentosos que decían. Así que entre los camoincos se destaca por su afán laborioso solamente, pero sin grandes re-sultados. Si no, hubiera sobrepasado ya los méritos de quienes saben ustedes y que han demostrado en obras de indiscutible valor.” Sin embargo, eran más los que lo apreciaban que quienes le proferían comentarios adversos. Podía verse día a día cómo Fernando ganaba más y más admiración entre los que lo rodea-ban, y sobre todo, cómo iba logrando una mayor influencia en las conductas de sus conocidos. No había problema cuya solución fuera difícil en el cual no se viera de inmediato la intervención de Fernando. Ahí, siempre presente, buscando ser la opinión mejor entre todas. Y por bien o por mal, su personalidad se imponía. En cierta ocasión fue el promotor número uno de rebeldía ante ciertas disposiciones ordena-das por el Gobernante primero y encabezando una manifestación, se había dirigido hasta la Torre Central, a plena luz del peligroso día camoíntico, pues los rayos de la estrella Mayor producían un ambiente asfixiante al chocar con la superficie del planeta, por lo que todo quedaba oculto para no sufrir deterioro alguno y el panorama, tan luminoso de noche, se convertía en desolador, desértico a esas horas. Nadie ni nada se veía. Todos guardados. No obstante, afrontando las consecuencias, muchas veces mortales, se puso al tú por tú con el capitán Pétrimed y aunque la discusión fue intensa, salió airoso y triunfante. Así, a partir de eso, muchos lo consideraron su líder y comenzó a hacerse sólo lo que él mani-festaba que se debía. Por esto, algunos de sus amigos principiaron también a ver en él, ade-más de un impostor, a un rival que les robaba mucho de lo que antes era exclusivo de ellos e iniciaron las separaciones para formar sus propios grupos. Estas divisiones sucedían, y quién sabe hasta dónde hubieran llegado, si no hubiera sido por el arribo de la remesa de naves Certti 71 que constituían el principio de una aventura durante 3 años esperada. Las discusiones entre los di-versos bandos contrarios pasaron a segundo plano y la atención se concentró en la organiza-ción de la expedición que debía salir en poco tiempo para realizar la exploración de la galaxia Alvocación, desconocida aún y de la cual se es-peculaban los más variados comentarios, tan te-rribles como ingenuos. Decían muchos que esas regiones eran comandadas por la Dimensión Quinta de lo Abstracto y que sólo seres superdotados podrían resistir las formidables presiones de los habitantes ecuacionales y numéricos que, afirmaban, poblaban esos lugares. Otros, por el contrario, hacían a un lado tales hipótesis y concluían al decir que, hasta ahora, siglo ciento uno, después de los urbanianos, no había habido potencia capaz de resistir el intelecto de los neohumanos y que Alvocación, en ningún momento iba a ser la excepción por más dificul-tades que muchos desconfiados pusieran en primer lugar. De inmediato se hicieron los despliegues nece-sarios para seleccionar a quienes debían em-prender el viaje y como podrá suponerse, de los primeros en salir elegidos, estuvo Fernando. Le había sido señalada una nave individual y esa era una de las mayores muestras de con-fianza que se le pudiera dar a cualquiera que in-tentara ser partícipe de una misión exploratoria, y máxime con la importancia de ésta. Así, tanta fue la seguridad que adquirió ante tales distin-ciones, como nombrarlo además jefe del grupo que descendería en el planeta Och de la desco-nocida galaxia, que se llenó de vanidad y pre-sunción. Era como si una chispa hubiera encendido propulsores que sólo esperaban tal instante para lanzarse a las alturas en vuelo de fatuidades. Y su altanería fue en aumento y su agresividad también. Nada había que realizara que no hiciera desde entonces con el fin de demostrar su preponderancia Cuando llegó el momento de la salida, no es-peró siquiera a que terminara la necesaria cuen-ta atrás, arrancó su nave y se fue primero que todos. Sus partidarios admiraron su intrepidez, pero el capitán Pétrimed, entre gestos de dis-gusto, lo amonestó desde la cabina de control a través de la comunicación videofónica. Fernan-do ni caso hizo y continuó el vuelo, lo cual vino a contrariar más al gran capitán. No obstante, algunos recomendaron que era mejor dejarlo, quizá sería positivo para la expedición, puesto que pondría en aviso a quienes lo seguían, de los posibles peligros que surgieran en el trans-curso del viaje. Así que, a pesar de los contrariados enemigos de Fernando que esperaban ansiosos una amo-nestación más severa al creer que le ordenarían regresar para recibir un castigo ejemplar, prosi-guió satisfecho y enardecido en sus deseos de triunfo tras el objetivo de la aventura colectiva. Descubrir, investigar y conquistar la galaxia Al-vocación eran los fines inmediatos de los ca-moincos y parecía que nada iba a impedirlo. An-te tal perspectiva que hora tras hora continuaba presentándose como de muy probable éxito, Fernando se solazaba al considerar la ventaja que llevaba en relación con los demás que ven-ían en naves comunales. Tengo asegurada la entrada. Será tan fácil, mientras que a todos... ¡Ja! La velocidad que la astronave individual en la cual viajaba era mucho muy superior a la de sus seguidores, por lo que no tardó en penetrar a la zona magnética de la galaxia por explorar. Las palancas que él manejaba con suma habilidad le ayudaban en la conducción matemática del vuelo. Calculaba, según se veía en los ve-locímetros atómicos, que en menos de cinco minutos estaría en pleno centro de las investigaciones, ya que competía con la luz, la rapidez de su máquina espacial. Maniobrando con gran conocimiento de los con-troles, las largas y delgadas, blancas y tersas manos de Fernando no daban ni la mínima muestra de nerviosismo y la clara mirada que lo había distinguido siempre de las de sus compa-ñeros, sólo se perdía fijamente en los que la vi-sibilidad de la ventana de la cabina podía mos-trarle, mientras se escuchaban en predominio total el monótono zumbido de los propulsores reatómicos que parecía a punto de explotar en su potencialidad de empuje. El vacío infinito, de una espantable oscuridad era lo único que rodeaba a la astronave y ni si-quiera la más pequeña luminosidad prestada de algún planeta próximo se veía. Era como si en verdad no hubiera nada en el más allá. Sin em-bargo, Fernando estaba seguro. Los astromapas marcaban según las teorías de los científicos, una galaxia a cien años luz de Camoinco, cuyo inicio se comparaba de Alvocación. Por eso Fernando no temía. Se hallaba seguro de los datos y ni siquiera le preocupaba el haberse ex-traviado. Ya falta poco, pensaba. De un instante a otro aparecerá Nov y enseguida Och, el fin de mi viaje y el principio de la exploración. Och había sido señalado por las computadoras orientatrices como el punto clave para iniciar la conquista de Alvocación y aunque los demás participantes de la odisea tenían asignados los planetas Catr, Doe,Tre y Sink, a Fernando se le había comunicado la orden de que Och, sería el centro de las operaciones por efectuar. Y la nave continuaba su trayecto. Parecía en medio de tanta oscuridad un largo rayo de luz que osaba retar al infinito. De pronto, sin expli-carse por qué, Fernando comenzó a sentirse aturdido, como mareado. No comprendía. Todo funcionaba bien: presión, oxígeno, electricidad. No había fuga alguna y sin embargo un sopor se hallaba invadiéndolo. El sudor de inmediato se regocijó en su frente y una palidez acentuadísima se extendió por su rostro. Por más que intentaba abrir los ojos no podía. Sus manos ya no obedecían los mandatos de su mente y la nave principiaba a disminuir la velocidad. Era como si algo le fuera impidiendo avanzar con el fin detenerla y hacerla flotar en la inercia. Fernando se había desmayado. La comunicación videofónica se había perdido y los reportes transmitidos constantemente de Camoinco a la nave y de la nave a Camoinco quedaron cortos. Cuando Fernando abrió con gran fatiga los ojos y vio con lentitud observadora lo que rodeaba, concluyó que se encontraba en Och; las investi-gaciones de los científicos no estaban equivo-cadas. Todas las teorías formuladas en torno a este planeta eran ciertas. Había caído en un mundo de abstracciones incomprensibles. Y con las manos estrechándose la cabeza en señal de dolor, tambaleándose, se incorporó y al observar el paisaje a través de las ventanillas con detenimiento, fue descubriendo entonces mayores realidades. Figuras geométricas apa-recían fluctuantes por todas partes. Formas desconocidas y nunca imaginadas rodeaban a la nave y él no sabía ni entendía lo que signifi-caban. La escotilla se abrió sin que Fernando interviniera para evitarlo y un murmullo insistente y uniforme comenzó a escucharse: Zaa7x(r/4/t/6m)p/kr/8/zzz. El trató de descifrarlo, pero sus conocimientos no le bastaban. Eran ecuaciones que se aparta-ban por completo de todos estudios algebraicos y trigonométricos que se conocían hasta enton-ces. Había una abstracción mucho más sutil en aquel lenguaje ecuacional que Fernando no lo-graba interpretar. Ahí fue cuando sintió un páni-co aterrador. ¡No entendía! ¡No tenía suficiente preparación! Su creída gran inteligencia no le ayudaba. Y gritó. En seguida alguien habló y él, extrañado pudo captarlo todo, aunque nunca había escuchado ese idioma: ¿y esto es lo que nos envían los os-tentosos camoincos? ¿Ellos que se creen tan bien preparados para nuestro mundo? ¿Y esta cosa llamada Fernando es lo mejor? ¿No que los neohumanos nos dominaban y que éramos sus esclavos? Siempre tan orgullosos de que estábamos en sus mentes y que éramos sus dominados ¿Será posible? Y en medio de números, literales, fórmulas, figuras, Fernando comenzó a sangrar por la boca. El cansancio mental provocado por el exceso de pensar le había causado una especie de trombosis y como arrastrado por una enorme fuerza invisible, su cuerpo desmayado comenzó a flotar y fue conducido al exterior en donde grisáceas nebulosas, informes materias humíferas, lo aguardaban. Una forma prismática se acercó hasta el cuerpo inerte de Fernando, y comenzó a penetrar en su cerebro. Esto es lo que necesitaban, dijo una nebulosa piramidal. Lástima de cuerpos tan hermosos. Si nosotros los seres abstractos tu-viéramos la oportunidad de contar con ellos, ser-íamos los amos del Universo. Sin embargo, co-mo no los tenemos, la única manera para con-seguirlos es invadiéndolos como ahora lo hace-mos con este llamado Fernando y eliminar así, su aspecto de cosa agradable a la vista, pero despreciable por su pequeña capacidad de abs-tracción. Cuando vuelva en sí, su cerebro estará repleto de nosotros y nosotros tendremos por fin el cuerpo que buscamos. Lo que había acontecido con Fernando todos lo ignoraban. Cuando las naves que lo seguían, cansadas de buscar en el infinito sin encontrar la pretendida Galaxia Alvocación regresaron a Camoinco, su informe asentó la desaparición de Fernando y de su astronave individual. Los investigadores se habían equivocado. Más allá de aquel planeta sólo existía el vacío ilimi-tado, el espacio sin fin. Todas las galaxias hab-ían sido descubiertas y exploradas. Alvocación sólo era fantasía, imaginación. Por todo esto, fácil es suponer el revuelo que armó el retorno de Fernando después de tantos años de habérsele considerado perdido, extra-viado, sin posibilidades de encuentro. Fue me-morable. Sus amigos también lo sentían imposi-ble. Fernando había vuelto. ¿Vuelto? ¡Sí! Vuel-to. ¡Ha vuelto! Y múltiples suposiciones extendieron sus enre-dadas sospechas, pero ninguna aclaraba las dudas, hasta que el propio Fernando, sin cam-bio alguno de su físico, arrogante y joven como en sus principios, descendió de la nave y como resplandeciente de sabiduría, dejó boquiabiertos a los más portentosos sabios y científicos de Camoinco, al relatarles con base en ecuacio-nes, a cual más difíciles, los resultados de sus experiencias, descubrimientos e investigaciones de su viaje astral. Y hasta los más desconfiados tuvieron que ce-der frente a la avasalladora inteligencia de Fer-nando. ¡Qué gran cosa! Coincidían todos sus elogios. ¡Qué riqueza de conceptos! ¡Qué pro-fundidad! ¡Qué gran capacidad de abstracción! ¡Qué sorprendente agilidad mental! No cabía duda. ¡Qué gran cosa era Fernando! Y ante los ojos y las bocas maravillados, el bien llegado explicó las teorías para encontrar la ga-laxia Alvocación de la Quinta Dimensión de lo Abstracto. No es imaginación ni fantasía. Mucho menos charlatanadas. Existe. Ahí, donde menos piensan ustedes. Su gran virtud es agrandar el intelecto del hombre capacitándolo para manejar hasta las más difíciles abstracciones. Aunque corremos el peligro, si acaso así puede llamársele, de no volver a sentir, porque todo se sustituye por un frío pensar, pensar, pensar, entonces dejamos de ser neohumanos para convertirnos en cosas que existen porque piensan, no porque sienten, como yo, que ahora sí soy la gran cosa. Terminó humildemente, mientras todos los escuchaban asombrados. Al poco tiempo del regreso de Fernando, se re-cibieron instrucciones de hacerlo Gran Capitán para que se responsabilizara de la próxima ex-pedición rumbo a Alvocación y enseñara tanto a los jóvenes como a los viejos camoincos a reali-zar aquel viaje de tan extraordinarios resultados.




EL MISTERIOSO CASO DE LAS BOLITAS DE PAPEL


La computadora orientatriz parecía haber enlo-quecido. Los datos que profusamente iba despi-diendo no tenían alguna razón de existir. Nadie se explicaba aquello y aunque muchos ya co-nocían cómo era de exuberante en sus reaccio-nes, no dejaron de alarmarse en un principio. A cada momento sus luces enrojecían resonan-do a grito abierto: ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro!... Ella decía haberlo descubierto y na-die se había preocupado por lo que, según opi-nión electrónica, representaban tales hechos. Sus sensores palpitaban angustiados y su voz grabada aumentaba el volumen exageradamen-te. Entre ayes y lamentaciones se dirigía de un lado a otro como buscando apoyo para su hallazgo, considerado por ella como la llave que resolvería muchísimas cuestiones en relación con los últimos acontecimientos que habían puesto en grave situación la tranquilidad de los Estuantes. El asteroide Estuón, por entero, no comprendía la actitud de la computadora orientatriz no veía el por qué de tanta alarma, a pesar de que en un principio lo había asustado. Sin embargo ella, momento tras momento, repiqueteaba sus campanillas en señal de pánico, como tratando de demostrar a quien quisiera oírla, la seguridad de sus descubrimientos. Así, se le veía dirigirse rumbo a las oficinas cen-trales de la Dirección Astronáutica con suma ra-pidez, poco acostumbrada en ella por el peso abundante de su mecanismo, para convencer al Director de sus aciertos. Y esto era insólito, pues generalmente la computadora orientatriz siempre se hallaba encerrada en su cubículo de investigaciones, pequeño, pero lo suficiente am-plio para que llegaran hasta ahí quienes por obligación eran enviados con el fin de hacerles saber las rutas exactas que debían seguir en sus vuelos cosmonáuticos o que por simple gusto, solicitaban servicios de la maquinaria orientatriz, cuando en su caminata intergaláctica en multitud de ocasiones se extraviaban por su inexperiencia como cosmonautas y requerían que les dijeran bien hacia dónde dirigirse para llegar al planeta o a la galaxia que les interesaba. Para estas situaciones, la computadora orienta-triz era auxiliada por una Sociolabórica, un tipo menor de computadora que se encargaba de es-tudiar todo lo relativo al planeta de origen del solicitante con el propósito inmediato de com-prender el por qué de su extravío. Sin embargo, en ocasiones, tal era la altivez de la ayudante que tal parecía ser ella la principal, por lo que no faltaron aquellas en las que realizara los es-tudios sin pedir siquiera los datos y las conclu-siones que la computadora orientatriz podía dar, pues para eso había sido preparada en el Cen-tro Normático Superastrómico, la más importan-te armadora de computadoras orientatrices en la galaxia Coimex, donde había sido considerada como un buen modelo plurirreaccional, ya que sus sensores, a un mismo estímulo, podían pro-ducir diversos efectos, según lo considerara conveniente ella misma. Quitando esos pequeñísimos contratiempos, propios de la vida maquinística, Estuón, uno de los planetas asteroides que servía como islote espacial para los cosmonautas que por alguna razón, meditada o espontánea, descendían en él en busca de alivio a su pérdida, se sentía satisfecho del funcionamiento de la Sección Orientatriz Cósmica, porque a pesar de todos los defectos que muchos encontraban en sus servicios, de algunas equivocaciones cometi-das, de varias y frecuentes críticas de otros departamentos, como los de preparación Idio-mática, que tenía como finalidad, dotar a los viajantes espaciales de conocimientos lingüísticos para darse a entender en otros planetas; los de Rutología Galaxial, cuyo objetivo era enseñar los caminos más escondidos e ignorados de Andrómeda; los de Biocosmología, que se concentraban en ex-plicar las variadas formas de vida que podrían encontrar en los diversos puntos del universo; o bien los del departamento de Historástrica con sus datos de las antigüedades interplanetarias, siempre se trataba de cumplir, en la Sección di-cha, de la mejor manera realizable. Sin embar-go, como habrá de pensarse, todos ellos se hab-ían quejado por la abundancia de tiempo que ocupaban las orientatrices cósmicas en sus se-ñalados asuntos, pues no permitían cumplir de excelente forma las funciones para las que hab-ían sido creados tales departamentos. “Es tan fugaz el paso de los cosmonautas, decían, que verdaderamente no es imposible prepararlos como se requiere. Y continuaban, por si fuera poco, en la Sección Orientatriz Cósmica se lle-van más tiempo del que pueden permanecer en nuestro Asteroide. Así, nosotros no podemos cumplir con lo indicado en el programa. Nos fal-tan horas y hasta días. Es necesario reglamen-tar nuestras actividades. Muchos cosmonautas nada más se la pasan entre cargar energía para sus naves en la Cooperativa Atomical y consul-tar la Sección Orientatriz, y a los demás depar-tamentos ni caso les hacen. ¿Será por que la fama de la Computadora Orientatriz les atrae más para conocerla y ver si es cierto lo que se dice de ella en relación a su plurirreaccionali-dad? Hemos comprobado que muchos cosmonautas no están muy perdidos como quisieran, o como lo hacen notar; solamente se fingen extraviados o acuciosos de saber rutas turísticas, nada más por ver las plurirreacciones, aprovecharse de ellas y rehuir las clases que, cualquier cosmo-nauta, tiene que saber, porque la confusión sólo se remedia y se esclarece con el orden del co-nocimiento, así que, pedimos a la Dirección As-tronáutica un reglamento más severo. No obstante todas las discusiones, la plurirreac-cional, al fin máquina, continuaba como siem-pre muy alborozada en sus labores orientatrices, mas en aquella ocasión, como nunca quedó es-tremecida. Un extraño ruido hizo temblar insóli-tamente sus sensores. Era como si una potencia misteriosa tratara de salir de las pro-fundidades del asteroide o como si un meteorito enorme se hubiera precipitado en algún lugar cercano a la zona habitacional del islote espaciálico. Sus luces, más que nunca enrojecidas, se encendieron bruscamente y comenzó a gritar: ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro! Cuando todos acudieron a sus gritos, un tanto asustados, y le pidieron explicaciones, ella co-menzó tartamudeando, impostando su voz y dramatizándola: ¡Oh! El peligro nos acecha. ¡Amigo! ¡Amiga! ¡Amigos! Mis sensores indican que una amenaza se cierne sobre nosotros. Una amenaza mortal de la que debemos estar muy atentos. Muy atentos. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Alarmados, muchos comenzaron a interrogar sobre la naturaleza de lo que ella denunciaba, pero la computadora no alcanzaba a contestar. Sólo decía: aún no lo tengo precisado. Seguiré recopilando datos hasta reunir los suficientes para otorgar un dictamen seguro y eficiente. Ne-cesito realizar múltiples pruebas antes. Lo que sospecho es terrible. Inimaginables consecuen-cias catastróficas ocurrirán de resultar verdad. Pero ahora advierto peligro. ¡Peligro! ¡Peligro! ¡Peligro! Y preocupados ante las palabras de la plurirre-accional, los dirigentes del Centro Astronáutico salieron de la Sección Orientatriz. Ella quedó como muda y deslizándose suavemente, aban-donó también al poco rato sus oficinas. Suma-mente callada fue aventurándose por los corre-dores magnéticos del edificio en donde algo in-tentaba descubrir. A su paso se abrían las puer-tas que se encontraban a los lados. Cada vez que una se despejaba, la computadora observa-ba el ambiente interior que guardaba, recogía datos para su memoria, hacía confrontaciones, meditaba unos segundos y continuaba su reco-rrido, como si buscara... Así, lentamente, como en pocas ocasiones lo había realizado, fue trasladándose por cada una de las vías de comunicación que formaban en Estuón un pequeño laberinto de paredes de cristal, de escaleras electrónicas, de luces titi-lantes y de medianas salas en donde se veían realizar, entre un moblaje de brillante aluminio amarillento, a los cosmonautas, por el momento estuantizados, sus peculiares ocupaciones de investigación y aprendizaje activo, dirigidos siempre por los Jefes Departamentales, seleccionados justamente para estos puestos por su nada menos que mayor preparación y responsabilidad a pruebas. Después de su labor investigadora en los edifi-cios centrales y en los anexos, acudió al come-dor automático de la Cooperática Atomical para reponer en un algo su electricidad gastada. Na-die más que los despachadores electrónicos se encontraban ahí listos para proporcionar los líquidos o los sólidos que les solicitaban máqui-nas o neohumanos. Era increíble en ocasiones la rapidez con la que atendían a las muchedum-bres de cosmonautas que se aglomeraban para obtener los repuestos de todo tipo que les eran indispensables en su escala extenuante. El ser-vicio se adivinaba espléndido. ¡Qué organiza-ción! ¡Qué funcionamiento tan perfectamente automático! Al llegar la Computadora Orientatriz, de inme-diato hizo su pedido y mientras esperaba, des-cubrió un hecho que la estremeció nuevamente. Ahí, en le pulido piso de marfil plateado, en un rincón, como quien nadie quiere, se encontraba la prueba que ella buscaba para concluir sus investigaciones y definir la magnitud veraz de sus sospechas. Sin que alguno lo notara, se acercó derrochando disimulo hasta donde pudieran sus recolectores del viento atraer aquel objeto que tanto le interesaba. De pronto, cuando estaba apunto de realizar sus intenciones, la barredora automática se puso en movimiento al detener una basura en el ambiente. La computadora orientatriz oprimió con rapidez desesperada sus botones paralizantes para detenerla, pero la activada no obedeció. ¡Esa era la prueba! La barredora servía de cómplice en la invasión planeada. Y ese papel que se encontraba en el piso era nada menos que las instrucciones que deberían seguirse para llevar a cabo el asalto muy bien planificado al islote espacial, el más importante de la Zona II, y de ahí, por su estratégica posición en le norte del Universo extender su dominio hacia los demás con una finalidad muy obscura, aún no aclarada, pero que insinuaba entre muchos propósitos, el secuestro brutal de los Jefes Departamentales, científicos reconocidos, para que no siguieran influyendo verdades en los cosmonautas y pudieran así, los invasores, hacer y deshacer lo que quisieran, sin temer a la preparación antiextravíos que tales sabihondos les proporcionaban a los viajantes del espacio y que evitaba los negocios estupendos que se habían propuesto efectuar al venderles artificiales mapas de aparentes rutas placenteras que al final, por falsas y destructi-vas, los llevarían a la esclavitud de su perdición provocada y permitiría a los ya para entonces únicos poderosos, imperar sobre la fuerza debi-litada de los idiotizados jóvenes volátiles y vivir a costa de ellos, sin posibilidades de que éstos llegaran a liberarse. Por eso, la barredora no obedecía. La computadora orientatriz había descubierto la trama y era necesario desenmas-carar a los dirigentes que sin duda se habían in-filtrado entre los estuantes. De inmediato se comunicó con el cuerpo directi-vo de la Central Astronáutica y rindió su in-forme. Había que abrir a la barredora y extraer se su interior, antes que lo vaciara en el Horno Fosfórico, confundido entre la basura, el papel hecho pelota en donde sin duda se encontraba el texto que contenía la clave de los fines quién sabe por quién elaborados. Al momento, entre el escándalo de la Sirenas Superestereófonas, que destruían la serenidad de Estuón, en señal de alarma, movilizando to-das las fuerzas militares de superficie y profun-didades, de altura y subacuáticas, un desplie-gue impresionante de vigilancia, de inspeccio-nes, de naves aéreas, el Director General, acompañado por lo robotes custodieros, listos con sus armas de luz ilimitada llegó hasta el si-tio donde la computadora orientatriz se hallaba vigilando a la barredora que gritaba destor-nillándose de pavor y de angustia no saber na-da. ¡Nada! No sé nada. Sólo sé que no sé nada. Soy inocente. ¡Inocente! Nada sé. ¡Soy inocen-te! ¡Inocente! ¡Inocente! El director dio órdenes inmediatas, entre el escándalo general que producían las investiga-ciones en pos de sorprendidos sospechosos y las cegadora luces intermitentes de las patrullas azuladas y los helicópteros gritones de precau-ción, que se abriera la caja marsupial de la ba-rredora y se le extrajera la basura. Cuando esto fue realizado, la computadora señaló la bolita de papel y de inmediato, el propio director, como nunca de serio, la recogió y comenzó a desdo-blarla. Investigadores, curiosos y otros se estati-ficaron expectantes. Al terminar de hacerlo, frunció el ceño y mirando a la computadora orientatriz: Nada hay, le refutó. Lo decía, llori-queó la barredora automática. Yo solo cumplía con mi deber. Los robotes menearon la cabeza como diciendo qué tomada... y junto con el di-rector, después de que éste confirmó la falsa alarma para que cesara el escándalo y el estado de sitio, se retiraron del lugar, no sin antes de-vuelto sus créditos a la encargada de limpieza. La plurirreaccional quedó perpleja. Cómo era posible aquello. Algo más profundo había. Sus sensores continuaban indicándole peligro. ¡Peli-gro! ¡Peligro! Y aquello había resultado un en-gaño. Sin embargo, no iba a darse por vencida y a permitir que la vieran burlada, pero sobre todo, a facilitar la invasión de la cual, ahora se autoaseguraba, realizarían, lo había computado ya, los Mariguánicos seres vacíos e indomables que poco a poco trataban de infiltrar sus place-res artificiales en Estuón para conquistar a los cosmonautas, influirlos y extender su dominio a todo el Universo. Desde este momento tenía que obrar con más cautela, como estela de cometa que siempre va tras el cuerpo, sin separarse de su núcleo prin-cipal de investigación. De tal modo, en nueva actitud, durante días es-tuónicos se dedicó a observar, sin que nadie se diera cuenta de sus espionaje, cada una de las conductas de los habitantes del asteroide. Un traidor, o varios, andaban sueltos. De esta manera fue notando que constantemente, por las ventanillas de las salas departamentales eran arrojadas pequeñas bolas de papel que, al tiempo, recogían las barredoras automáticas. No estaba muy alejada de la realidad, pensaba. Las barredoras tenían mucho que ver. Mas no quería poner en evidencia su investigación antimariguánica, sin antes estar segura de una vez, que iba a desenmascarar a las muy hipócritas; así que esperó, sin dejar de realizar sus observaciones, el momento propicio y éste no tardó en presentarse. La plurirreaccional se estremeció de satisfacción ante aquello que le daba por fin la prueba de la gran razón que tenía. Caminaba la computadora orientatriz por uno de los corredores magnéticos, cuando de pronto, el ruido formidable que había escuchado en la primera vez de sus sospechas, volvieron a cap-tarlo sus sensores, y sin que ella lo esperara, sintió un golpe descomunal que si no la había hecho caer desmayada, sin duda había sido por su gran constitución férrea. Una de tantas boli-tas de papel había caído sobre ella y casi en sus manos regordetas de hule. Las baterías gemelas que portaba en su pecho habían servido como sostén de la bolita que de inmediato ella apresó. Con rapidez mucho más nerviosa que cuando los sucesos de la cooperativa, la desdoblo y notó que contenía un extraño y misterioso informe: A LA SALIDA. Al momento los sensores imaginantes de la plu-rirreaccional se pusieron a trabajar para desci-frar aquel enigmático mensaje. A LA SALIDA, conjeturaba su registradora interna. A LA SALI-DA. Buena clave. ¡Pero cómo no lo había sos-pechado! Cuando las naves de los cosmo-nautas continúan su vuelo, a la salida les re-parten las ideas mariguánicas. Diariamente se van tantos que sin duda en muchos planetas la invasión estará llegando a su momento culmi-nante. Y sin esperar más, enrojecida por sus foquillos, comenzó a correr rumbo a la Dirección Astron-áutica. ¡Peligro! ¡Peligro! He descubierto la con-jura. ¡La he descubierto! ¡Escúchenme! ¡Escú-chenme! El director la recibió desconfiado. Temía una más de las equivocaciones de la plurirreaccio-nal y como no le hizo caso que ella aguardaba, salió desolada y a pesar de que él había leído el papelillo delatador, sólo había lanzado unas risotadas incomprensibles. Gritando desaforada con toda su maquinaria acudió a los Jefes Departamentales en busca de apoyo, mas parecía que todos estaban en su contra. Movían la cabeza, como en comprensión lastimosa y la dejaban. Nadie le hacía caso. Menospreciaban sus investigaciones. Y sus ojos mecánicos se llenaron de aceite. Había descubierto la conjura, pero tal parecía que no les importaba o que... ¡ellos fueran también conjurantes, y la víctima, ella misma! ¡Sí! Esa era la verdad. ¡La verdad! Y por más que hacía escándalo por todas partes en solicitud de ayuda, el resultado era idéntico apenas en-señada la bolita de papel, movían la cabeza y se iban. Desesperada, corrió a refugiarse en su cubículo, y entre sus lagrimas aceitadas, entre pensa-mientos de comunicarse a la Comandancia In-tergaláctica y denunciar aquel complot o callar para siempre, se fijó de pronto en una hoja de papel que contenía el modelo por llenar de la encuesta: “¿Cuándo se le dificulta más el vue-lo? Subraye usted las palabras que respondan a esta pregunta. A LA LLEGADA. AL DESCENSO. AL ASCENSO. A LA SALIDA. Entonces fue cuando la computadora orientatriz sintió que su memoria magnetofónica le recor-daba algo, y comenzó a sospechar que se había equivocado, y que todos sus temores se habían debido a la exageración con la que habían sido diseñados sus sensores plurirreaccionales. Y fue entonces, cuando principió a desentrañar el misterioso caso de las bolitas de papel.




LAS MÁSCARAS


POR fin había logrado llegar al sistema planeta-rio EKA, tan remoto de la Nueva Tierra. Los mi-llones de años luz que lo separaban del solar, ahora se encontraban reducidos a unos cuantos kilómetros gracias a las irradiaciones ultra acor-tantes de distancias con las cuales su nave se hallaba dotada. Desde ésta, de un color tan azul que a veces se confundía con el colorido del in-finito y parecía volverse invisible, Antos, el cos-monauta, podía distinguir diáfanamente los die-ciséis planetas y la estrella alrededor de la cual giraban todos ellos. Una intensa emoción se re-flejaba en sus ojos, acostumbrados a buscar mundos insólitos, nunca cansados de encontrar en sus viajes los motivos para sorprenderse, pues parecía que su sed de hallazgos no tenía consumación. Desde su salida de la Nueva Tierra, el más firme de sus propósitos lo constituía el poder llegar en algún inverosímil tiempo hasta el sistema plane-tario EKA, que por su lejanía, los neoterrícolas consideraban muy incierta la posibilidad de ex-plorarlo. Sin embargo, su afán innato de terque-dades lo había impulsado a tal aventura y por ello la satisfacción lo envolvía a sus anchas. En su pequeño vehículo, uno de los más avanzados modelos del año 34000, siglo 335 DC (Después de la Gran Cretinada), provisto de todos los adelantos de esa época y manifestados en una multitud de extraños botones y palancas que hacían de la nave lo más seguro y eficaz entre los transportes intergalácticos, Antos cantaba su alegría y conducía maravillándose de lo admirable de aquellas armónicas regiones. Esos nuevos paisajes valían el haber tenido que tomar ochenta y cinco pastillas Conservavida, de agridulce sabor y cuyo recuerdo le daba náu-seas, pero que le habían permitido reponer to-das las células de su organismo cada cincuenta y siete años, los cuales multiplicados por el número de ingeridos, le habían prolongado la existencia durante cuatro mil ochocientos cua-renta y cinco años y lo conservaban tan joven como en su edad natural de los veintiséis. Al contemplar tan diversos planetas, parecía no importarle más el pensar en regresar a la Nueva Tierra, ni en tomar la cápsula ENS, tan dolorosa, que le permitiría permanecer inalterable en su organismo por muchos miles de años más; sin embargo, tan maravillado se hallaba en sus contemplaciones que seriamente iniciaba el de-seo de quedarse a vivir para siempre en aquellos parajes. Además, con su máquina per-fecta y el cerebro electrónico que le servía de acompañante, consejero y opositor a la vez, no se sentiría aislado. Y también, pensaba, según los cálculos, esos planetas se encontraban habitados por una especie primitiva, aún no es-tudiada muy bien, que aunque, según los datos de las computadoras orientatrices, a veces mostraban reacciones salvajes, en otras, se manifestaban inteligentes y sensibles. No obstante, las mismas computadoras, aclaraban que algo extraño acontecía en esos seres, pero no podían precisarlo con claridad, pues no tenían datos suficientes. Antos prosiguió su recorrido de visitante estupe-facto y no dejaba de admirar los impresionantes colores, insospechados en sus matices, que las atmósferas de ese sistema planetario adopta-ban. Pero, donde su sorpresa se acrecentó, fue cuando llegó al planeta KÁTOR: ¡Qué equilibrio de figuras! Desde su mirador telescópico, veía las montañas rosadas, los animales verdes, los vegetales magentas; flora y fauna esplendentes, como jamás había visto en otros mundos. ¡Y él había recorrido ya tantos en su afán por conocer el Universo! ¡Qué transparencia! ¡Qué luminosi-dad! ¡Y qué claridad! Era algo insospechado. Entonces sintió un intenso anhelo de descender hasta él. Parecía tan pacífico, tan atrayente, tan cultivable, tan fértil, tan moldeable, que no resistió la tentación de bajar a esas superficies flotantes, como en perfecta euritmia. En un dos por tres oprimir de botones, la nave se posó suavemente. El suelo se formaba por una tersa capa de polvillo amarillento, como el de las antiguas y más bellas playas terrestres. Un exquisito olor a miel se desprendía al tocarlo. Antos emocionado, luego de tomar su píldora Adaptábil que lo pondría en condiciones de re-sistir la presión atmosférica del lugar, el clima, el ambiente y todo aquello peligroso para su orga-nismo, armado de su cinturón Antiatac, que lo protegería de algún percance enemistoso con cualquier habitante del planeta KATOR, y de su musicófono, que le alegraría la soledad ardua con viajes sensitivos a su mundo de ensueños, bajó para conocer aquel maravillante sitio, alu-cinante Universo de sensaciones. Apenas habían sus pies tocado la superficie, cuando, entre melosos perfumes, contempló la aparición de como cincuenta o sesenta seres deslumbrantes que se acercaban a él. Parecían esos ángeles de aquellos primitivos libros que hablaban de religiones y mitos y que algún buen dibujante producía tal como si los hubiera visto hasta hacerlos parecer reales. Antos se estremeció al mirar sus hermosuras. Quedó extasiado ante aquellos rostros, ante aquellos cuerpos, ante aquella voz serena y melodiosa de uno de los Katórcicos que le decía: - Bienvenido civilizador. Eres quien aguardába-mos desde hace tiempo. Nunca habíamos visto nuestro redentor como ahora lo vemos. Tú eres a quien esperábamos para amar...- Y el aventu-rero, emocionado, enlagrimado ya, casi cursi; él, que se había creído siempre cosmonauta solita-rio y duro, no concebía tanta ternura y tanto amor. - Yo soy Alf.- Dijo uno.- Yo soy Mig.- Habló otro y así poco a poco se fueron presentando todos: Fer, Jor, Luc, Els, Kar, Art, Tdor, Josl, Jul, Edr, Al, Marr, Dan, Gad, Av, Sar... Todos, menos uno, que permaneció callado y hasta el fondo. Era el katórcico más impresionante. Sus enormes ojos como que se agrandaban más en ocasiones y en otras, como rasgándose, semejaban cerrarse, pero acompañándose de un movimiento de labios, sonreía. Y se veía tan tímido, tan ingenuo, que Antos lo señaló impresionado co-mo si preguntara su nombre. Al ver esto, el katórcico risoteó y corrió a abrazarlo murmuran-do : -Yo soy Ger. - Y todos hicieron una exclamación de gozo, como fomentando que Antos corres-pondiera a esa muestra de afecto. Y Antos co-rrespondió. Nunca en su vida de cosmonauta se había to-pado con seres tan extrañamente cariñosos, an-gelicales, esplendorosos de afectividad, y gra-cias a su Polifón, pudo entender lo que habla-ban y ellos entender lo que él decía. - Yo soy del desaparecido Planeta Tierra, vivo en Tierra Nueva y deseoso de conocer a cada uno de los planetas del sistema EKA, he descendido en éste que me ha cautivado, y aunque no esperaba en ningún momento un recibimiento tal, lo agradezco como todo terrícola sensiblero, porque a pesar de los siglos, es lo único que no hemos logrado separar de nosotros: conmo-vernos ante las bondades. Y Antos, sin que previera tal reacción, fue levan-tado tersamente por todos y llevado como un héroe hasta una espléndida torre de cristal. Ahí lo depositaron y le dijeron que ese era su lugar de descanso mientras no anduviera recorriendo el planeta o los otros del sistema. El cosmonau-ta no sabía qué pensar de tales actitudes. Las computadoras, con las cuales se comunicaba por telepatía, no acertaban a responder. (-No codificado. No codificado.) Lo único en claro, era el espontáneo afecto que los katórcicos le demostraban. Y con las mismas señales de en-tusiasmo que habían realizado en el recibimien-to, se alejaron como apurados para refugiarse en sus respectivas mansiones de cristal donde parecían morar, porque algo como fría lluvia de pétalos de plata comenzaba a caer. Era algo así como un atardecer, como un anochecer a plena luz de lunas, pues tres lunas eran las que gira-ban en torno a Kátor cual si danzaran. Antos los vio desaparecer al introducirse en sus casas y quedó pensativo. De pronto apareció, como sacado del aire, el llamado Fer, cuya mi-rada perdidamente azulosa acompañaba la peti-ción admirada de ver el Musicófono. Antos se lo mostró y Fer le dijo que si se lo dejaba escuchar. Antos accedió. (Y la lluvia de pétalos de plata arreciaba). Ambos entraron en la torre de cristal y allí dentro escucharon la música compactada de los viejos terrícolas. Fer, entre asustado y curioso, entre alegre y satisfecho, después de un rato se despidió tarareando una de las melodías escuchadas. Antos quiso abrazarlo como ellos lo habían hecho a su llegada, pero él, sin esperar nada y sin darse cuenta de ello, se fue. No bien habían pasado treinta minutos cuando la lluvia de pétalos de plata cesó. Antos curioso, con su musicófono al brazo, quiso salir cuanto antes para conocer más de aquellos rumbos. Entonces lo hizo. Caminó muchísimo, tanto que parecía encontrarse muy lejos de su sitio asig-nado, aunque presentía, sin saber porqué, la cercanía de su nave. Intempestivamente es-cuchó una voz tenue y alígera. Era el simpático y tímido Ger, el último de los presentados, que le decía: - Yo lo he soñado muchas veces a usted antes de haberlo conocido y hace un momento soña-ba también, porque ha de saber que cuando cae la lluvia de pétalos de plata, los katórcicos dormi-mos y soñamos y yo soñaba con usted. Soñaba que nos hablaba como nos habló hace horas y que yo lo seguía, porque usted me guiaba como ninguno de aquí podría hacerlo. ¿Sabe? - Y An-tos lo escuchaba conmovido e impresionado.- Mi padre anda siempre viajando y ni caso pare-ce hacerme. A él solo le interesa fomentar al cultivo de las mariposas de oro y no hace caso de mí. Parece como si yo no existiera para él. Desde que lo vi a usted, tan audaz, tan diligente, dueño de tantos inventos maravillosos, lo admiro. Y quisiera que usted me quisiera tanto como lo quiero yo, porque yo lo quiero mucho ya. Y mientras escuchaba esto fascinado, Antos lo había estado contemplando también: era como mirar a un ángel adolescente, distinto a todos, porque decía lo que nunca hubiera imaginado que le dijeran. Y hubiera Ger seguido hablando, si no hubiera sido porque la lluvia de pétalos de plata se reanudaba. Antos, poniéndole una ma-no sobre el hombro le dijo entonces: - Nuevamente esto. Regresemos a mi torre. Allí podremos platicar más y escucharás el musicó-fono. ¿Quieres?- Ger, tembló de alegría y de inmediato dijo sí. Cuando llegaron, la lluvia de pétalos de plata arreciaba y los tres satélites anaranjados iban apareciendo en las alturas. Ger murmuró: - Cuando la lluvia de pétalos de plata cae, los satélites anaranjados salen para fundir el hielo de la plata... Y Ger estuvo encantado en la torre de cristal que le habían asignado a Antos y Antos hizo todo lo posible por satisfacer la curiosidad de Ger, mientras éste le decía: - Cuanto lo quiero Antos. Nunca lo olvidaré. No se vaya nunca. En realidad, lo amo como usted ni se imagina...- Y Antos, enternecido, le contes-taba: - No me iré por todos los que son como tú en es-te planeta; los katórcicos me han conquistado y me quedaré para siempre con ustedes. Yo daré todo lo que pueda para que sean más felices de lo que son. Inventaré muchísimas cosas bellas para ustedes. Ya una vez contribuí a la felicidad de los demás, allá en la galaxia PRIMA y me sentí satisfecho, sólo que desafortunadamente tuve que abandonarla cuando me informaron que existían otras galaxias por conocer y por descubrir. Fui muy egoísta y los dejé por explo-rar los sistemas del sur. Sin embargo, ahora, me quedaré aquí todo el tiempo que falte. Son tan-tas las bellezas y las armonías aquí reunidas que no me iré. Tú me lo pides y yo te lo cumplo. Desde la torre de cristal Antos y Ger escucharon el musicófono mientras la lluvia de pétalos de plata caía. Y parecían extasiados. En ocasiones Ger cerraba los ojos tan apacible como si así sintiera mayor deleite en aquello que el musicó-fono reproducía. Antos sentía por primera vez en toda su larga vida de cosmonauta, extrañas vibraciones, que esos seres, y en particular aquél que se encontraba ahí, recostado en un lecho magenta, le habían provocado. Era como si se hubieran acrecentado en él las fuerzas para transformarse y como nunca antes lo hubiera sospechado, decidiera al fin suspender aquel ajetreo de aventurero y quisie-ra detener sus vuelos para siempre. En el siste-ma planetario EKA había encontrado lo que jamás en otros había podido hallar y sobre todo en el planeta Kátor, con esos pobladores que le demostraban la mayor ternura del universo, y él había buscado tanto aquello, que hasta ya se le había olvidado qué buscaba; por eso al verlo aparecer, se impregnó de una extensa alegría. Por fin el cosmonauta encontraba el planeta perdido en sus sueños y estos se convertían en realidad. Ahora podría, en ese mundo de ternu-ra, de amistad, de comprensión, de colabora-ción, de amor, construir otro grandioso que pos-teriormente influyera en los diversos planetas del universo que lo necesitaran y ayudar así, a la paz cósmica de los abandonados en su sole-dad incomunicable. Aquellos seres de Kátor mostraban tantas cuali-dades, que él no quería desaprovechar la opor-tunidad de fortalecerlos para que, ya con sus propios recursos, enseñándoles a construir sus propias naves e invenciones, pudieran exten-derse a todos los sistemas planetarios y con-quistarlos para transformar las colectividades egoístas que solían existir aún en aquellas épo-cas en los espacios retrógrados del universo. Por eso cuando Jor lo acompañó hasta su nave, al emprender uno de los viajes que Antos reali-zaba para conocer los otros planetas del siste-ma, no vaciló en llevarlo. En el camino Jor le mostró muchas cosas de su universo particular y Antos quedó sorprendido ante tantas realida-des. Supo que los progenitores de este catórcico habían padecido una extraña mutación separa-dora y los había hecho mil pedazos. Antes de desaparecer en partículas y haciendo un gran esfuerzo, lo acomodaron en un proyectil ultrasó-nico y lo lanzaron al universo. La fuerza de atracción de Kátor, lo hizo descender a las su-perficies este planeta insólito de bellezas. En otra ocasión, abusando del cupo de su nave, se llevó a Mug, a Alf, a Dan, a Del, a Av y a Ger rumbo al asteroide estático que recién había aparecido por aquellos firmamentos, con riesgo a chocar con alguna de las lunas, y ellos, que nunca habían viajado de tal manera por esos rumbos, se emocionaron intensamente. Antos se sentía contentísimo. Les enseñaba el manejo de todos los aparatos que llevaba y les daba lección de cómo construirlos. Ellos con hábil inteligencia captaban toda instrucción. Aprendieron con rapidez a evitar colapsos entre los astros. Por fin Antos, no era el solitario cosmonau-ta rodeado sólo de computadoras sencillas, computadoras orientatrices, cerebros electróni-cos, ojos exploradores y otros aparatos magné-ticos. Él, que había soñado con dirigir una es-cuela de cosmonautas, parecía cumplir sus anti-guas aspiraciones, ahora convertidas en evi-dencia. Y ahí se encontraba rodeado por ellos, como nunca lo había estado. Y su corazón vita-minado, se acrecentaba en sus latidos de emo-cionada potencia. En poco tiempo recorrió el planeta, que era bas-tante pequeño, pero tensamente maravilloso. Exploró algunas grutas que lo dejaron impresio-nado por los brillantes colores que despedían las estalactitas y las estalagmitas; se introdujo en zonas de extraños montes amarillos que cambiaban diariamente de tamaño y que si no hubiera sido por Alf, que le había advertido esta situación genética, causante de extravíos fingi-dos, porque como variaba el paisaje, los viajan-tes que se dormían, al día siguiente creían en-contrarse en otros lugares, y ante esto, algunos se desesperaban creyéndose perdidos y sin po-sibilidades de retorno al lugar donde habían sa-lido, morían. Muchas veces aconteció esto con los visitantes dócicos que eran sus enemigos ro-tundos cuando trataban de invadirlos para qui-tarles sus casas, sus palacios y sus torres de cristal. Gracias a la naturaleza de estos sitios, los dócicos se confundían y tenían que regresar a su planeta montados en sus libélulas doradas. En sus recorridos, Antos, acosado por la curio-sidad de Mig que le preguntaba lo relativo a su alimentación cosmonauta, le invitaba a tomar cápsulas cabritax, de gran valor nutritivo, y que convertían a quien las tomaba en un ser de gran capacidad intelectual, capaz de lograr su apren-dizaje inmediato de los más variados y difíciles problemas de la física espacial. Y como Mig im-presionaba a Antos con sus conocimientos inauditos y su afán de saber más, optó por pre-sentarle todos los libros comprimidos, más de cincuenta mil, que guardaba en la cabina biblió-tica. En un dos por tres, Mig los devoró. Toda la cultura terrícola la había dominado y ponía en graves aprietos a Antos cuando le preguntaba sobre algunos asuntos y palabras que no en-tendía, pero sobre todo, cuando insistía en que le explicara el sentido del vocablo tan usado por los terrícolas: Amor. Y Mig, que aunque no la pronunciaba ni construía muy bien, había aprendido a hablar en lengua terrícola, no cesaba en lograr explicaciones que escuchaba con insólita atención y que después trataba de poner en práctica con los suyos, aunque sólo encontraba rechazo a aquellos pensamientos que los katórcicos consideraban absurdos, pues sin necesidad de poner nombres a tales sentimientos, ellos los practicaban desde los principios de sus principios sin importar el sexo. Y día tras día, Mig se solazaba también en aquel artefacto que había causado sensación entre todos los del planeta: El musicófono. Antos no podía explicarse el por qué de tanto interés en él. No había un solo momento en el que no se encontrara frente a la petición de escucharlo. Y Mig no era la excepción. Se encantaba pidiendo oírlo. Ya en la nave como acompañante copiloto o en la torre de cristal, siempre lo pedía. El mu-sicófono, el musicófono. Hasta que de tanto usarlo una madrugada se rompió. Extrañamente Mig dejó de murmurarle sus aprendizajes; Ger, de juguetear; Jor de acompa-ñarlo; Alf, de guiarlo. Ante esta inesperada si-tuación cambiaron su conducta. Sin el musicó-fono para nada les interesaba Antos. Una ma-ñana, cuando él salía de su torre de cristal, mu-cho antes de lo acostumbrado, escuchó el co-mentario de Fer que lo catalogaba como un cosmonauta terrícola viejo y loco. Antos, sin hacer ruido percibió algo distinto en todos los katórcicos. Era como si hubieran cam-biado. De improviso, habían perdido todo el atractivo de su belleza y aparecían demacrados, sin su lozanía joven, sin sus rostros angelicales, sin sus sonrisas gentiles. - Nos estorba.- decían. - Ya nadie le haga caso. - El fue quien a propósito descompuso el mu-sicófono al descubrir las sensaciones agrada-bles que nos producía el escucharlo. No nos im-porta así ponernos esas pesadas máscaras que nos embellecían a los ojos de Antos para lograr sus favores. Ahora, sin ese artefacto mágico, no tenemos por qué seguir con ellas. Y el cosmonauta sintió que una realidad lo abo-feteaba. No era posible pensar siquiera que todo lo visto hasta allí, había sido fingido. Sólo por interés del musicófono los katórcicos se habían puesto máscaras para ocultar lo que en verdad eran. Y vio a Mig transformado en el mayor egoísta conocido; a Alf, con un rostro indiferen-te; a Dan, lleno de altivez; a Fer, el más hipócri-ta, pues muchas veces, antes de pedir que pu-siera el musicófono, se mostraba solícito, atento, virtuoso, y dispuesto a acompañarlo a donde quisiera, diciéndole que no se atrevería nunca a dejarlo solo, porque estaba expuesto a los va-riantes peligros del voluble planeta Kátor. Cuando ellos lo vieron se quedaron profunda-mente callados. Antos se aproximó con una sonrisa de ¿qué pasa?, pero los katórcicos no lo tomaron en cuenta y tirando las bellas máscaras entre exclamaciones de menosprecio, soberbia y burla, mostraron sus verdaderos rostros: San-guinolentos mutantes, sin piel, viscosidades in-formes. Antos, corrió a saludar a Ger, pero éste lo miró con furia y le dijo bruscamente: - No. No quiero volver a la nave ni a la torre de cristal. No pienso acompañarlo más. Y toda la ingenuidad de su mirada había des-aparecido, el incontrolable afecto abrasador no aparecía para nada. Ger era como todos. Sólo se interesaba en el musicófono que le convenía para su bienestar y ya sin él, la explotación sen-timental no servía. Y Antos, con los labios temblorosos y la vista humedecida, quedó sólo en aquel extraño pla-neta cambiante. Y ante tanta desolación, corrió a su pequeño vehículo azuloso y desencantado, encendió los propulsores y partió rumbo a la Vía Láctea. Apenas había hecho esto cuando el mu-sicófono empezó a sonar nuevamente y sus melodías le trajeron múltiples recuerdos que lo hicieron llorar por primera vez desde que había abandonado el Sistema Rag, hacía 85 siglos. De pronto escuchó voces conocidas en la radio de la nave. Eran voces de súplica. - Regresa Antos. Regresa. Te esperamos. Sólo fue una broma.- Él supo que eran los katórci-cos.-Te queremos mucho, te admiramos mucho, te amamos... Pero sacando una fuerza interior imposible, ya no les creyó y rompió las cadenas. Al mismo tiempo la imagen de los katórcicos apareció en el Televisor Magnético. Se hallaban más des-lumbrantemente maravillosos que nunca, pero Antos, resistiendo sus impulsos de volver hacia ellos; aguantando los deseos infinitos de estar cerca de ellos, junto con ellos; con ellos... lanzó a propósito al planeta Kátor su imagen láser agrandada por la pantalla del espacio en aquel cielo anaranjado sereno y su habitantes lo vie-ron distinto, sin su mirada gentil de sorpresa, de ternura, de amistad, sino con un rostro duro, despótico, altivo, arrogante, que les decía con brusquedad: - Jamás volveré a confiar en seres como uste-des. Sus volubles apariencias no me conven-cerán ya. He aprendido a conocerlos. Y los katórcicos, al verlo proyectado en la in-mensa pantalla de la atmósfera, insistían en lla-marlo al escuchar el musicófono, cuyo volumen Antos había aumentado como para que más lo oyeran y resintieran su lejanía. En su pequeña nave, Antos cada vez más se distanciaba del planeta Kátor y se perdía en el infinito azuloso. Y aunque parecía conducir im-perturbable, en realidad lloraba por dentro el de-rrumbe de su esperanza y sólo veía en su futu-ro, la construcción del vacío. Los katórcicos que se iban reduciendo a insigni-ficantes puntos minúsculos, no lo notaban, y se-guían implorando, como sirenas cantoras des-quiciadas, su retorno; pero él nada escuchaba, porque ya se había puesto también una másca-ra.





HISTORIETA ROSA DE LA DAMA TRISTE DEL PLANETA ROSA DE LAS ROSAS ROSAS


MUCHO antes que los neo-humanos llegaran en sus naves de platino y descendieran sobre la tersa superficie del planeta rosa, los telescopios hablantes sólo habían informado sobre un astro muy remoto, quizá el último sobreviviente de un sistema planetario en proceso de aniquilamien-to, y nada más. La estrella que lo iluminaba y alrededor de la cual iba efectuando muy cansadamente sus gi-ros, proseguían con sus informes, se encontraba a punto de la desintegración; por eso el escaso resplandor que despedía, no proporcionaba la suficiente claridad para observarlo con la acuciosidad debida y por tanto, mucho menos podía precisarse ni el porqué de su colorido ni la conformación de sus relieves topográficos ni las probabilidades de hallarse habitado. Ignoraban tales artefactos insensibles que Zócvel, la última descendiente de la destruida civilización de los amánticos, era quien velaba acompañada de sus tristezas, nostalgias y otras melancolías, los restos finales de su planeta, otrora esplendoroso; en lejanas épocas provisto de bellezas inefables y ciudades nacaradas. Fundadora desde siempre de las dinastías viri-les del rosado astro, ella les había enseñado a sus habitantes primigenios todas las artes y ciencias de la vida así como el goce intenso de los impulsos vitales. Única sensación de eterni-dad posible según opinaba. Por eso, cuando las féminas desaparecieron de aquel planeta, por quién sabe qué misterios, Zócvel quedó como emperatriz de los sentidos; organizadora e in-ventora de todo para el regocijo de sus habitan-tes que ella se encargaba de reproducir. No había más. Sin embargo, sin antelación alguna, un imprevisto y descolorido día, los amánticos cansados de la rutina de siempre con el cuerpo eterno de la Magna Mater, dejaron de ser como eran e inquietos, ansiosos de cambio, renegaron de todo el bien recibido en aquel astro. Según la opinión común aceptada entre ellos, debían alcanzar su libertad y ser independien-tes; decidir por sí mismos el camino estelar que les conviniera para buscar existencias novedo-sas; sin tener que dar cuentas a nadie; ni siquie-ra a Zócvel. Ser autónomos era su total preten-sión. Fue entonces cuando subiéndose a sus naves comunales de prodigiosos remos cuánti-cos, abandonaron el planeta de su origen y no escucharon las súplicas videntes, hechas por la gran maga, magna mater de todos, de reconsi-derar sus herejías. - Deténganse amados hijos míos, esposos viri-les de mi fecundidad, nietos de mi sangre filial, bisnietos de mis propios nietos, choznos de mi estirpe sacra; no se vayan de este planeta donde han nacido y guiados por mí, construido un mundo de ensueños y felicidad... Se los suplico. ¿Qué añoranza puede ofrecerles la soledad de los espacios en inercia...? Aquí está la vida eterna... el fuego del amor... la paz del cuerpo... No me dejen... ¡Quédense o el vacío los devorará! Pero, al sentir que ninguno de sus encan-tamientos acústicos hacía efecto y al percatarse sorprendida de la indiferencia de los tránsfugas rebeldes, se estremeció desolada y comenzó a verter un impresionante torrente de lágrimas que al ir tocando el suelo nácar de su astro, se convertían en rosas. Los amánticos, convertidos en duros voluntariosos, no le dieron tampoco importancia; no los retendría más, porque com-prendían el antiguo truco que ella solía actuar para inmovilizar a sus poseídos y se alejaban insensibles a los ruegos acuosos de Zócvel. Tan inmenso era su llanto que pronto la total superfi-cie de Amantikón, nombre de aquel ignoto pla-neta, quedó forrada por aquellas flores. Cuando los amánticos decidieron emigrar, no hubo desacuerdos; estaban decididos a aban-donar a la Magna Mater, a dejar la atadura que los destruía, pues a ella únicamente le importa-ba la sujeción de los que consideraba sus hijos y súbditos a la vez, para erigirse a cada ciclo, más poderosa y perenne, a costa de los amánti-cos. Éstos habían descubierto que a Zócvel le resultaba imposible cambiar su oscura convic-ción de emperatriz matriarca; esa enloquecedo-ra y fanática avidez de querer ser para siempre el centro dominante de su universo de críos y amasios. No quería transformaciones. Todo es-taba bien así, siendo igual; sin atender a las mu-taciones del sistema sensible que se iban dando entre los habitantes de su nacarado Amantikón. Con frío unanimismo, todos los suyos, al transfi-gurarse los sentimientos de tal pertenencia, la abandonaron a la desolación. Si ella era quien se rehusaba a cambiar, sus descendientes se juzgaban convencidos de no cometer traición alguna a su cultura ancestral, que con la égida, transportarían mejorada y corregida a otras ga-laxias: variación coital. Los amánticos tenían invenciones espectacula-res que no se desarrollaban más por la política matriarcal de Zócvel y ya estaban hartos. La de-voradora erótica había construido su imperio con tiernos engaños y explotaciones sentimentales. Para qué se van, si aquí tienen su edén. Yo les inventé la agricultura y domesti-qué animales en pos de estar siempre unidos. Yo diseñé el hogar y los refinamientos. Todo para que estemos felices amándonos siempre. Fue tanto el dolor causado por la rebelión sorpresiva que no le dio tiempo de enfurecer y transponiendo la pasión, los dejó escapar con mirada nostalgiosa y velada de llanto. Desde entonces, Zócvel, hundida en una nos-talgia perpetua se vistió con un flotante camisón hilado de blancura triste. Las antiguas túnicas de oro gélido se olvidaron en los recovecos de sus arcones de vidrio diamantino y los coturnos de terciopelo floreado se perdieron en los labe-rintos de las galerías que guardaban sus vestua-rios de Magna Mater. Sólo unas pesadas zapati-llas de plutonio le impedían ser arrastrada a la succión de los hoyos negros que ansiosos se encontraban por engullirla. Al quedarse tan sola, la fuerza de la energía amántica había sido reducida a menos de un cuanto y en su abandono podía ser fácil víctima de las presiones externas que la deseaban ex-tirpar para, por fin, deshacer al planeta Aman-tikón, un inconveniente para la universalización del alabastro frío, y evitar que alguien descu-briera los secretos de la plena felicidad que Zócvel había defendido cuando su poder aún influía en los suyos. La pulsión sexual constituía la fuerza que movía a las galaxias con vida; nada más. El coito constante es lo único que no muere y nos lleva a sentir la eternidad, aunque desaparezcan los cuerpos fugaces que lo danzan; después vendrán otros. El orgasmo era el gran regalo de Dios. Postrada desde entonces en su soledad, única-mente la tibieza del viento cotidiano acariciaba sus cabellos cuando salía a pasear por sus al-fombras de rosas rosas y los agitaba flotanderos al movimiento monótono de sus andanzas, pe-sada caminata sempiterna, como exiliada en su propio planeta. Y la ausencia de amor sexual la hacía de pronto llorar extendiendo y fecundan-do, aunque no lo quisiera, el inmarcesible e infi-nito rosario. Mas a pesar de todo el sufrimiento que le había ocasionado la inexplicable separación de sus amánticos, su belleza no se marchitaba; parecía que las rosas que formaban su océano protec-tor, con sus perfumes le daban el don indestruc-tible de seguir igual que hacía mil años, cuando su vida solitaria se había iniciado. Zócvel nunca había comprendido aquello. Nadie se lo habría podido explicar en aquella gigantesca desolación florida. Ningún pedernal de la biblioteca iónica le había dado alguna información. Ni siquiera los pedernales adivinos. Nada le pronosticó tales sucesos. Hasta ese momento, un mundo de lujuria la había rodeado. Las vibraciones infinitas de sensuales caricias que ella proporcionaba, estremecían el universo de los suyos: primero hijos, luego esposos; enseguida aguardaba paciente a sus nietos para estrenarlos en sus fogosidades y a sus bisnietos resultantes después y a sus tataranietos que desvirgaba; con el tiempo, hasta sus choznos, todos; generaciones tras generaciones que habían nacido de ella, surgido de ella; siempre cuidados con maternal miramiento mientras crecían; posteriormente con el esmerado cariño de esposa y así, hundida en sus amoríos de su ley. Por eso, aunque cerrara los ojos, como para ol-vidar su fértil pasado, tal parecía que continuaba viendo y sintiendo las escenas de su pasión constante; más allá de la vida y de la muerte. Cuando sus hijos vueltos ancianos morían, Zócvel los volvía a encarnar como recién naci-dos en sí misma. Rebosante de inmortalidad, era la dadora de la existencia para su placer personal de vivirla. Desde la desaparición inexplicable de las fémi-nas, hacía milenios, el planeta rosa había que-dado poblado por la impresionante especie de los amánticos, seres de pálida hermosura y arrebatadores cabellos ensortijados. Todos eran del sexo masculino, exceptuando la Gran Pro-genitora que les daba savia y les aseguraba una eternidad apócrifa, mientras ella los disfrutaba. Vida ilusoria que de pronto acababa cuando la vejez los volvía inútiles y no usufructuables. En-tonces Zócvel sonreía con la exquisitez femeni-na en los labios y les decía adiós, mientras ob-servaba que en su vientre se habían convertido en fetos, futuros neonatos de sus promesas de perennidad. Su sensibilidad extraordinaria y su mirada rendida de ternura para su hermosa ma-triz le hacía irradiar un halo de color magenta seduciendo a todos los varones que crédulos la poseían. Nunca se pudo aclarar la supresión de las féminas de Amantikón ni porqué Zócvel había quedado como insólita superviviente. Un día, los amánticos detectaron la verdad de su crimen. Ella había evaporado a las mujeres del planeta para reinar sobre los amánticos machos. Todos se asombraron ante su farsa y decidieron abandonarla para siempre. No importaba lo que dijera, lo que gritara, lo que amenazara. Al fin y al cabo, discutían, de todos modos vamos a morir al paso del tiempo y hasta ahí. Mejor irse lejos a conocer otras matrices que los liberaran de la gran matriarca; de cualquier ma-nera, vivir también era una invención de los sentidos y había que dispersarse en otros sitios en pos de gozarla, agrandando la estúpida parábola de la existencia. Volverla otra ficción de carne y tiempo. Por eso, cuando en aquella ocasión los neo-humanos llegaron a explorar el planeta rosa, Zócvel se sintió estremecida de volver a tener posibles adoradores, sobre todo cuando vio a Ulo, uno de los expedicionarios más interesan-tes de los recién llegados, al parecer el capitán. Con sus prismáticos de cuarzo los vio arribar. Eran hermosos estos seres y él la prendó por sus hábiles reacciones de astucia, valentía, inte-ligencia y fortaleza. Le parecía un gran estratega al observar la manera diligente de conducir los movimientos de sondeo del primer grupo ex-plorador que descendía de las esbeltas naves de platino. Con sus trajes luminosos se asom-braban de tantas rosas y de los perfumes seduc-tores que despedían. Sentían como piedad al pisarlas, pero era imposible caminar sin hacerlo, porque todo se encontraba tapizado con ellas. Cortaban algunas muestras y las colocaban en recipientes de obsidiana. Zócvel, desde su pala-cio rosado, todo lo contemplaba sonriente y vo-luptuosa. Con ellos, imaginaba, podría empren-der la repoblación de Amantikón y crear una nueva raza menos rebelde, más dócil, pero más vehemente. Ahora Zócvel se multiplicaría en muchas féminas y así no se darían cuenta de la táctica. Creerían que eran muchas, sin saber que todas eran una sola. Y Zócvel rió feliz por primera vez desde hacía cientos de años luz. Ya no sería la matriarca reina, ahora se convertiría en la pareja de cada uno de esos seres armóni-cos que recién conocía y multiplicaría sus place-res. Pronunciando oraciones eróticas se fue convir-tiendo en muchas Zócvel, matizadas por rasgos que las diferenciaban: rubias, morenas, pelirro-jas, platinas; de variadas estaturas, diversos rostros y cuerpos excitantes. Sus voces eran melodiosas y atrayentes; sus ojos seductores. La misma Zócvel se transformó a sí misma con la intención de seducir a Ulo, al cual había se-leccionado para sí. Esta será mi pareja, había pensado. Así generó de su propio ser, como an-tes lo había hecho con sólo varones, únicamen-te mujeres; extrañas y hermosas mujeres que se vistieron con trajes de rosas y lucían estas mis-mas flores como adornos de sus cabelleras lar-gas, sedosas y brillantes. Todas en su interior, obedecían la voz de Zócvel que sólo ellas escu-chaban y procedían a actuar. Salieron del re-lumbrante palacio mayor de Amantikón construido con neón magenta y fueron al encuentro de los neohumanos. Cuando estos las vieron, se estremecieron ante tanta belleza y atenciones. Mientras en otros planetas del universo los habían recibido en ocasiones con desconfianza, en éste era sor-prendente la recepción. Ulo notó de inmediato lo que todos a la vez habían percibido: no había hombres; parecía ser un planeta habitado sola-mente por un solo sexo. A menos que fueran hermafroditas, había concluido ante la sonrisa de sus compañeros. Todas aquellas mujeres vestidas de rosas se acercaron y se fueron despojando de sus pren-das perfumadas hasta quedar desnudas mos-trando sus exquisiteces conquistadoras. -¡Me parece una gran recepción!-comentó entu-siasmado Polif, segundo en mandato, después de Ulo; opinión a la que todos se sumaron. -Bienvenidos a Amantikón, el planeta de Zócvel, la sacerdotisa de la fecundidad. –Dijo Zócvel que lucía espléndida y eclipsaba a las demás. -Nosotras, que somos la población total de estos lares, les damos la bienvenida y estamos a sus órdenes para calmarles su indudable hambre sexual, que de seguro ha de estar candente, luego de tanto tiempo de navegación. Es lo úni-co que no ha podido ser sustituido con ningún invento. Sólo paliativos. Y nosotros somos las alegradoras de la galaxia. Vengan a nuestro pa-lacio, fuertes exploradores, donde los atende-remos en todos los estilos que deseen y les proporcionaremos orgasmos espléndidos tan in-tensos que hasta en su planeta de origen se es-cucharán sus rugidos de placer. A Ulo le pareció extraño todo aquel ritual, pero nada dijo. Ante la mirada inquisitiva de sus com-pañeros donde se atisbaba la fuerza del sexo desesperado, autorizó a que fueran. Entonces descendieron de las tres naves de pla-tino el resto de los exploradores y gustosos se dejaron llevar por las hermosas desnudeces de las hetairas del espacio. La que se nombraba Zócvel, la belleza más impresionante de todo el universo, según pensaba Ulo, encantado con tanta hermosura, de inmediato se dirigió a éste y con ojos pasionales y caricias procaces, le dijo: -Como tú eres el jefe de la expedición, yo te voy a dar gusto a ti. Verás cómo vas a desear repetir lo que les vamos a hacer, tantas veces que ya no querrán irse de nuestro planeta, pues aquí lo van a tener todo.-y con algo de rubor, Ulo se dejó rozar pero con un extraño resquemor: ¿Qué pedirían después de todo esto? Aquí hay un misterio encerrado... Así pasaron muchos días y noches amánticos. Orgasmo tras orgasmo los expedicionarios dis-frutaban de aquel paraíso inimaginado de place-res. Las hetairas de aquel planeta parecían no experimentar cansancio. Algunas se habían embarazado y sus amantes neohumanos comenzaban a preocuparse por el destino de sus herederos; pero sobre todo, por las esposas que habían dejado en la Nueva Tierra. ¿Cómo se resolvería esto? Zócvel había dicho: -Finjan el embarazo. Esto hará que no las dejen y se quedarán para siem-pre con nosotras. Yo misma le he confirmado a Ulo que espero un hijo de él y él parece que se lo ha creído. Sin embargo, el astuto Ulo había comenzado a olfatear algo. Sospechó la falsedad inventada por Zócvel cuando ésta, al obligarla Ulo a efec-tuar una peligrosa pose para un embarazo, ob-servó que nada le había pasado. (A menos que estas féminas sean de naturaleza muy diversa a las nuestras de la Nueva Tierra. Pero según se ha investigado, los ciclos de reproducción de to-dos los animales del universo cuidan a la hem-bra para que el producto no se malogre. Así que, aquí hay algo por resolver.) reflexionaba. Preocupado por ello, Ulo, aprovechando que Zócvel dormía en exquisito abandono, fue a la biblioteca iónica y descubrió un pedernal infor-mativo que narraba la historia de la huida de los amánticos esclavizados por la matriarca Zócvel y una cita cruzada, le hizo conocer toda la ver-dad. Los pedernales adivinos a los que había sido enviado para futurizar los datos, le descu-brieron lo posible venidero, ya que sólo cono-ciéndolo, se podía modificarlo desde el presen-te: Zócvel se enredaría con los neohumanos y los haría sus esclavos hasta hacerlos traidores a la neohumanidad e invadir la Nueva Tierra y otros planetas con su ideología del desborda-miento sexual que agotara a los machos para asegurar la inmortalidad de una sola: Zócvel, la matriarca. Asombrado Ulo ante la estratagema de seduc-ción para aprisionarlos y poseerlos hasta expri-mirlos de su humanidad, se los comunicó a los ya para entonces fascinados esclavos del sexo matriarcal de Amantikón, sus compañeros, quie-nes en un principio no querían creerlo:-Pero es tan extraordinario el placer que recibimos. ¿Qué de malo puede tener? ¿Moralina en nuestros tiempos? El sexo es una función muy natural. Sin embargo, como eran neohumanos y la es-clavitud a los sentidos había pasado a la historia bajo el dominio de la voluntad, encontraron co-herencia en los fines destructivos que se perse-guían para la neohumanidad. Ésta poco a poco sucumbiría agobiada por la matriarca insatisfe-cha y sus matriarcos subyugados. Había que salir de inmediato del planeta aquel, antes de ser demasiado tarde. Tan pronto como el capitán de la expedición alertó a sus compa-ñeros, y en el momento en que sus hembras dormían repletas de placer y de sueños amoro-sos, sin detenerse en la desnudez de aquellos cuerpos fascinadores, que en pocos días los devorarían, se levantaron y con cautela salieron de las habitaciones magenta del palacio mayor para dirigirse presurosos a sus naves. –Tan sabrosa vida que llevábamos.– Comenta-ban algunos. En esos instantes, Zócvel abrió los ojos plácidos y se dio la vuelta en su lecho de rosas para aca-riciar a Ulo, que creía dormido a su lado y se percató de su ausencia. Se incorporó de inme-diato cuando escuchó el ruido de los motores de helio que se encendían y saltó de su lecho de rosas para correr hasta el balcón nacarado. Lo que vio la enfureció tanto, por primera vez en su amplísima existencia, que del esfuerzo, todas las mujeres despertaron y se fueron fusionando vertiginosamente como metales atraídos por un imán en el cuerpo agigantado de Zócvel, quien lucía una terrible y fascinante belleza de furia. Estos no podrán escapar. Ordenó a las alfombras de rosas que se movieran para evitar el despegue, pero ya nada pudo hacer. Las naves de platino se alejaban a gran velocidad por los espacios cóncavos de Amantikón. En aquel momento Zócvel se derrumbó y desesperada comenzó a llorar tantas rosas que poco a poco se fueron convirtiendo en un túmulo que fue cubriendo el gigante cuerpo de la Magna Mater hasta ahogarla. (Me he quedado sola para siempre.) Fue lo último que dijo cuando un hoyo negro succionó su cadáver. En ese instante el planeta rosa explotó en millones de partículas rosas. Ulo y sus expedicionarios sólo vieron desde sus naves una gran explosión pirotécnica de rosas rosas que iban invadiendo el oscuro infinito del Universo.

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