Diferencia entre revisiones de «Categoría:Literatura mexicana»

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ANTONIO DOMÍNGUEZ HIDALGO


POR Ver
QUÉ Grande
Es el MUNDO DEL AMOR...




Primera Edición 1971.


PRELUDIO


Siempre
desde la ventana de su casa
miraba al horizonte
y entraba en unos enormes deseos
de conocer el mundo.
Soñaba
con ser alguien bajo el sol
que lo recorriera para descubrir
todos sus rincones...
esos espacios incógnitos,
desafiantes,
retadores,
con frecuencia tan enigmáticos
y excitantes
que sospechaba: existían.
Pero había nacido niña
y todos los cuidados de su madre
y de su padre
se concentraban en vigilarla,
como si se tratara de un tesoro,
el más preciado del Universo.
Así habían pasado quince años
de durmiente encantada
y ahora,
de pronto...
un oleaje de impaciencias
la venía asaltando.
Allá...
tras los balcones;
más allá de las paredes;
acullá del alboroto de las calles;
retozando de libertades;
había mucha vida por explorar
y ella quería dejar de ser
la nena inmóvil.
¿Qué tamaño tendrían esos escenarios?
¿Cómo serían sus personajes?
¿De qué modo se relacionaría con ellos
y cómo afrontaría
las nuevas experiencias?
Entonces...

por ver qué grande es el mundo del amor,

principió a tramar

su plenitud.



Otra vez Yo



De pronto, como una iluminación cerebral, he comenzado a pensar en estos recientes días que, cuando parece todo resuelto, todo solucionado, sin problemas, como muy fluido, surgen otras dudas, nuevas inquietudes; otros retos y una ya no es igual que antes. Deja de ser como se sentía que estaba siendo y lo que se creía haberse superado, sin saber cómo, regresa, pero ahora como con mayor fuerza, como una carga que nos exige de más para quitárnosla de encima.
Cuando iba en segundo de secundaria, mi maestra de Español me había traído una sensación de seguridad; de haber encontrado por fin a la persona que me comprendería, que escucharía todas mis reflexiones; que me aclararía incertidumbres; sin embargo hoy, a punto de terminar el tercero, he principiado a sentirla también tan distante. Tan como en otra dimensión. La admiraba, bueno, la sigo admirando, pero como que ya no es lo que pensé que era. Me he dado cuenta que a veces tiene los mismos rasgos de cualquier mujer común. Se arregla como para impactar a maestros, alumnos y padres. Habla con tanta elegancia que parece afectación y aunque se nota lo profundo de sus conocimientos, nada hace para trascender y dejar de ser una simple maestra de escuela. Todo lo acepta con sonrisas.
Ahora alguno de sus puntos de vista me parecen como anticuados, como que ya no embonan en lo que yo voy viviendo, en lo que voy escuchando de otros profesores, en lo que poco a poco aprendo y no sé… Ella me hablaba de la bondad de los esfuerzos, de la superación de errores, del camino del estudio y con su propio ejemplo me mostraba lo que se puede ir logrando: reconocimiento, aceptación, ascensos. No obstante, ella nunca ha llegado a ser subdirectora o directora y no comprendo porqué, si según he visto, tiene los méritos para conseguirlo; sin embargo, dice que le gusta mucho ser maestra. No la entiendo. ¿Será que le gusta sufrir? A veces me parece exagerada su abnegación. ¿O será que trata de explotarnos emocionalmente?
Yo he visto a muchos como ella que por más que se esfuerzan nada logran y siguen en lo mismo; en cambio otros, sin que les importe un bledo los libros, se divierten y hasta logran hacer buenos negocios que les permiten darse una vida de reventón. El maestro de inglés, que por cierto es muy guapo, pero que nos enseña muy poco, cada rato nos presume de sus automóviles del año y dice que se irá a Inglaterra, pues nuestro país ya le queda muy chico.
Entonces me pregunto, me vuelvo a preguntar, ¿por cuál camino seguir? ¿El de quemar-se los ojos para ser un pozo de sabiduría, pero nada nuevo?; o ¿el de lanzarse a buscar un buen trabajo para ganar mucho dinero o hacer un buen negocio para tener eso que toda la gente busca?
En ocasiones como que quiero salirme de la escuela. ¿Para qué estudiar, si mi tía vino el otro sábado y le dijo a mi mamá que las mujeres nacieron para que los hombres las mantengan?
-Ya ves a mí, desde que me casé nada me falta; y a ti tampoco. Nuestros maridos trabajan para hacernos felices y darnos todas las comodidades. ¿A poco crees que cuidarles los hijos, hacerles la comida y tenerles lista la ropa, es poco quehacer y no merece recompensa? Nosotras también laboramos para la felicidad de nuestro hogar. Ya ves, yo nada más terminé la secundaria y me casé. Me dije: que me mantengan; es más cómodo que estar soportando a tantos profesores fastidiosos. Para ser amas de casa sólo bastan algunas habilidades hogareñas y estar dispuestas a satisfacer a nuestros maridos en todo. Así que mejor saca a la nena de la escuela y enséñale sus futuros deberes como esposa; así como nuestras abuelas educaron a nuestras madres.
Al principio me dieron coraje los comentarios de mi tía y estuve a punto de responderle que se guardara sus opiniones y que no se metiera en nuestras vidas; y menos en la mía. Pero me callé para no causarle contrariedades o vergüenzas a mi madre, que de por sí, últimamente de todo me regaña; que no le ayudo; que rezongo mucho; que nada más quiero pasármela oyendo mis discos; mirándome en el espejo; tratando de arreglarme para verme mejor. Y es que recién me he sentido muy fea; casi un guiñapo, al compararme con las famosas de la televisión. Si mi papá me comprara la ropa que le pido, tal vez mejoraría mi apariencia, pero siempre es lo mismo: ¿Para qué te vas a arreglar tanto si eres todavía una niña? No me gusta que te pintes. Además no hay fondos.
Yo me quedo emberrinchada y siento como ganas de ponerme a trabajar. Así me compraría lo que yo quisiera. ¿Pero en qué? De inmediato me freno, levanto los hombros, y como si aceptara mi destino, abro el libro de texto para estudiar la horrible lección de ese mamotreto que parece querer volvernos sabios en muchas tonterías de Historia. Yo no sé en qué piensan sus autores. Creen que lo que dicen en sus librotes despiadados nos puede mantener con la boca abierta. Siempre una lecturita, luego preguntas sobre ella y al final nos hablan de un tema que a veces no le hallo ni pies ni cabeza y mucho menos encuentro cómo ha surgido y dónde aplicarlo. Así son todos sus dizque auxiliares didácticos. A mí me dicen más los Beatles. Como que ellos si le hablan a mi nuevo yo. Tan bonito que sería desmontar una canción para saber cuándo la hicieron, de dónde tomaron la idea, cómo era esa época y luego cantarla. A casi todos los de mi grupo les gusta cantar. En las excursiones que hemos hecho se nota esto. Por eso me siento como desfasada entre lo que nos hacen aprender en la escuela y lo que realidad vivimos en el mundo de hoy.
¿A quién le voy hacer caso? Creo que ahora, sólo a mí.



PRIMERA vez



Cuántas veces me he hecho la misma pre-gunta, sin conseguir una respuesta precisa. Pien-so que ya no soy una niña, aunque tampoco pue-do decir que soy una persona adulta. ¿Qué soy entonces? Ya no me interesan las muñecas como antes ni jugar a la comidita. Como que hoy tengo nuevos revoloteos en mis pensamientos. Sin embargo, hay ocasiones en que me comporto cual una chiquilla y quiero que se me complazca como cuando aún lo era. De inmediato reflexiono y no me puedo comprender a mí misma, pues quiero que se me trate como soy ahora y me molesta que me confundan con una párvula del jardín.
Me he puesto a pensar que esta etapa, que dicen de adolescente, es la más difícil de nuestra existencia porque nos tiene como congelados; ni una cosa ni otra somos, aunque recapacitándolo bien, tal vez no lo sea tanto si sabemos ir domi-nándola. ¿Pero cómo sujetarla? A veces creo que siendo indiferente al mundo de los adultos y tra-tando de hacer más felices esos ratos que nos brinda la vida juvenil; además, tomando menos en cuenta los momentos de amargura y melancolía que suelen darnos. Hay que divertirse.
Estudiar con entusiasmo sería otra res-puesta, mas se nos caen las alas con tantas ta-reas y ejercicios bobalicones que nos ponen en la escuela sin ton ni son. No les encuentro la significación para hacerlos. Algunos profesores realmente nos hacen odiar las asignaturas. Imparten las clases con tal abulia que mejor sería que nosotras investigáramos el tema que dan en algunos libros los buenos especialistas. Así, ¿quién se va a emocionar para aprender con gozo? Pura memorización que luego se nos olvida y nada recordamos. Aleluya si pasamos la materia y adiós. Sólo a veces en música se toman en consideración nuestros gustos cuando la profesora nos pide que cantemos una canción de nuestra preferencia y desde allí, no sé ni cómo, nos hace comprender las variaciones que dan las
notas musicales y cómo las escuchamos en una melodía. Lo mejor es cuando intentamos crear nuestras propias composiciones para cantarlas. Sin embargo, la realidad es que casi siempre va-mos a la escuela para no hacer el quehacer de casa o para tener con quien charlar de nuestros gustos y aventuras o para no aburrirnos ni sentir-nos solas.
Ahora bien, también está eso de conseguir lo que deseamos por nuestro propio denuedo y trabajar. Pero de modo constante nuestros es-fuerzos son inútiles, porque muchos adultos no confían en nuestras capacidades y no nos dan una oportunidad para demostrar lo que podemos realizar con un poco de apoyo.
Creo que esta edad que comienza para mí, no es más que una práctica de lo que será nues-tra vida entera; por eso si vamos descubriendo cómo debemos hacerla feliz, nunca en lo futuro reinará la soledad, la tristeza y la amargura. Aun-que no les agrade a algunos, yo sí le pongo algo nuevo a lo que hago y voy más allá de lo que creen enseñarme. No importa que los maestros digan que eso no debo aprenderlo porque no está en el programa escolar. Yo le hecho ganas y me siento satisfecha de ser mi propia constructo-ra.
Hoy, por primera vez, me he dado cuenta que nací para ser diferente a los demás y que se-ré como quiera ser... o pueda. Superaré los desa-fíos y lo que importará será mi íntimo goce de im-pulsarme a mí misma para llegar a ser una mujer plena. Qué importa que tenga algunos contra-tiempos; si Sor Juana los tuvo, ¿qué me espero yo? El tiempo la hizo triunfadora más allá de los envidiosos de su época. Hombres necios...






EL TROPEZÓN



Todo me ha pasado en un día. ¡Increíble¡ Todo mientras iba a la secundaria. Como siempre, me levanté muy temprano para evitar los apretu-jones de las prisas de la bola de morosos que lle-gan tarde a sus trabajos o a clases. De por sí, a veces no tengo muchas ganas de ir a la escuela; suele ser tan tediosa y además de eso, se tiene que tolerar dificultades y angustias por el trans-porte, pues como que no; yo mejor me despierto muy disciplinada, como dije, a las seis de la ma-ñana, preparo mis cosas, arreglo algún detalle de mis tareas que en el día anterior no había comple-tado, desayuno lo que mi madre me tiene ya pre-parado y salgo.
Pero esta vez no sé que me pasó y se me pegaron las sábanas. Imaginen que me agarró un sueño tan pesado que me quedé dormida y mi presumida rutina de cumplimiento se me eclipsó. No escuché el despertador y me seguí como en sábado o domingo. Si no es por mi madre que extrañada por mi demora fue a despertarme, yo hubiera seguido tan comodona en mi blandito colchón. Ya mis hermanos se había ido a sus res-pectivas escuelas.
De un salto me incorporé; ya no me daba tiempo de bañarme, medio desayuné ante la in-quietud de mi madre: ¿Pero cómo te vas a ir así? Tomé un poco de leche rápidamente que siempre estaba dispuesta para mí, hice un rollito de jamón y me llevé un poco de yogurt. Ahora sí iba a tener mi primer retardo. Bueno, me dije, al fin y al cabo en la escuela tengo fama de puntualísima y me disculparán con facilidad. La prefecta siempre me ha puesto como ejemplo de asistencia. No me agrada mucho esta fama que me da, pues luego algunas compañeras me lanzan indirectas de lambiscona. Pero y qué. Así que llegué a la es-quina para esperar el autobús. Para acabarla de amolar, llevaba todos los mamotretos del día que a veces ni usamos, sin embargo los maestros nos regañan si no los presentamos. Parece que no pueden dar la clase sin la asistencia también del libro de texto. Eso sí, los peores de nuestros pro-fesores siempre los utilizan. Dicen que son una guía para que aprendamos y nos endilgan un ahora copien de la página tal a la tal; hagan el ejercicio que se les indica. Sigan las ins-trucciones y así. Yo no siento que aprenda en ellos. En cambio cuando consulto mis temas de preferencia en las enciclopedias o en mi pe-queño Larousse, allí sí que me paseo con gusto. Aprendo con gran fruición. Me emociona descubrir muchos conocimientos al ir hojeándolo por placer. De un dato me voy a otro y este me lleva a otro y a otro. Parece como si navegara en un mundo de informaciones que a sólo mí me cautivan. No tengo por qué leerlas todas; únicamente las que voy necesitando y siempre van surgiendo seductoras. Eso sí que me agrada pues me siento libre, sin obligación de hacer lo que a alguien se le ocurre que a mí pueda inter-esarme.
En esto pensaba distraídamente, cuando de pronto sentí un empujón tan fuerte que mi torre de libros cayó al suelo. Por poco también me derriba. Voltee con furia y vi a un menso que se había tropezado conmigo, pues venía corriendo y no había alcanzado a frenarse. Tenía una cara de susto y de vergüenza que al mirarme parecían saltársele los ojos. Del coraje que sentí, pasé casi a reírme de él, pero no lo hice porque al quedar-me viéndolo descubrí en él, un chico, no muy guapo, pero que tenía algo distinto a los demás. Como que su torpeza le hacía transparentar una timidez muy agradable para mí que había tenido que soportar a tantos idiotas que se querían pasar de listos conmigo. Siempre tan irrespetuosos e insinuándome muchas groserías. En cambio este muchacho, al decirme con trémula voz, perdona y recoger con prontitud su estropicio para entre-garme ordenadamente los libros, me pareció muy tierno. Y eso es lo que le daba atractivo para mí. Yo me le quedé mirando como con furia (aunque como lo dije, se me había calmado al instante de verlo y mostrarse caballeroso conmigo). Nadie me lo ha querido creer, pero les juro que así fue. Te-nía una cara de espanto que si no me reí a carca-jadas fue por intentar ser discreta y no parecer vulgar. En ese instante llegó el camión y el mu-chacho me ayudó a subir cortésmente. Por cierto,
me pidió cargar algunos de mis libros y eso que también él llevaba el titipuchal. Por fortuna el au-tobús no traía tanto usuario y pudimos sentarnos juntos.
Una vez recuperados del impacto de nues-tro choque, el se presentó y me dijo que era David y que iba en el tercero E, pues ya tenía dieciséis años. A mí me pareció menor. Luego he pensado que a lo mejor era hasta más chico que yo, pero lo hizo para impresionarme con su mayoría de edad.
En el trayecto platicamos que se había tro-pezado por venir corriendo, pues como yo, iba retardado, y al ver que se aproximaba el autobús, no se dio cuenta de un bordo en el piso y los re-sultados ya los conté. Como viejos amigos, con-versamos de todo. Me enteré de sus gustos y él, de los míos. Lo mejor fue que coincidimos en mu-chos de ellos y a la vez, muy agradable descubrir en otro, algo de lo que creíamos sólo nuestro.
Me dijo que despertó cuando faltaban diez minutos para las ocho y sin desayunar había sali-do a toda velocidad, como despavorido, pues se veía que ni se había peinado y hasta traía el sué-ter al revés.
-Tú te me quedaste mirando muy molesta y no sé por qué me destanteaste y ya no sabía si darte los libros o sólo contemplarte. Pero luego, sonreíste al verme apenado y cuando te di discul-pas, me reconfortaste al decirme: -Nada fue.
Cuando llegamos a la secundaria nos des-pedimos muy amigables y yo me quedé pensando insistentemente en él: en su mirada, en sus ojos verde olivo, en la suavidad de su voz, en el bigotito que se le insinuaba sobre su boca de bonitos labios, en su actitud tímida y tierna, pero sobre todo en algo que no alcanzaba a discernir; un algo como haber encontrado a un personaje de mis sueños; porque esto parecía que lo había soñado ya.
Así que la hora de inglés con la que se abría la mañana, no sé porqué, se mi hizo larguí-sima. Como que quería que sonara ya la chicha-rra para poder verlo en los corredores, aunque sea de lejos. Cuando terminó la clase, no me quedé a platicar con mis chismosas amigas del grupo, (aunque ansiosa estaba por contarles el encuentro), sino que haciéndome la indiferente, me dirigí al patio. De pronto mi corazón saltó de gusto. Ahí venía David corriendo hacia mí; mas cuando se encontraba casi a un paso de llegar, lo vi darse otro tropezón, pero, por fortuna, yo alcan-cé a detenerlo en mis brazos. El encuentro fue nuevamente brusco, pero los dos reímos a más no poder entre la curiosidad y gritería de los com-pañeros que en ese instante disfrutaban del tiem-po de receso.
Discretamente me abrazó y yo le respondí a su abrazo. Los dos seguíamos sonrientes como diciéndonos sin decirnos, una confesión.
Sé que un tropiezo así no se olvida jamás.
Creo que por primera vez me conmovía con eso que llaman amor. Quizás él sintió lo mismo que yo.
Lástima que lo cambiaron de secundaria y ya no lo he vuelto a ver.



SI FUERA UN HOMBRE



¡Ay mis padres! Cuánto los quiero. Tanto agradezco lo que hacen por mí. Se devanan por atenderme, para cumplirme casi todos mis gustos y siguen diciéndome su muñequita. Ellos al unirse plenos de amor me dieron la vida. Yo fui la primera de sus tres hijos. Luego vino mi hermano Ricardo que tiene trece años, pero que actúa como uno de dieciocho ante la ufana sonrisa de mi madre y la complacencia de mi padre que se siente orgulloso de su madurez. Nada más porque pertenece a un equipo de básquet y él es uno de sus principales estrellas, según presume en ocasiones el muy sangrón. Yo no le hago caso, aunque en el fondo me siento también contenta de ello. No es muy buen estudiante, pero no va tan mal. Por eso le permiten ir a jugar y con frecuencia regresa después de la hora señalada por mi mamá. Mi papá dice que es hombre y que está bien. Así se van haciendo ma-duritos.
En cambio a mí, me suelen tratar como a Betito, el más pequeño de mis hermanos. Me cui-dan tanto como si fuera de porcelana. Yo no sé por qué tienen esas ideas. Muchas de mis amigas y compañeras de la secundaria, a penas un poco mayores que yo, hacen lo que se les viene en gana y no las regañan como a mí. Van a las fies-tas que desean; llegan noche a sus casas sin que las amonesten; algunas ya fuman y se arre-glan como mayores: se pintan, se maquillan, usan pantalones muy ajustados y hasta han tomado cervezas y tequila. Ay de mí si hiciera todo lo que ellas, he sabido, que hacen. Algunas hasta presumen de que ya se han acostado quién sabe cuántas veces con sus novios. Acaso sería mejor ser hija de divorciadas o dejadas, para lograr tal libertad. Como que sus mamás viven sus vidas muy alegremente y las chicas se despabilan a lo bárbaro. Ahora que no sé que pasará con ellas, pues ya una tuvo que dejar la escuela por haber salido embarazada. Dicen que tuvo que irse a trabajar de mesera en un bar de mala muerte para sostener a su hijo, pues el que era su novio no quiso aceptar que era hijo de él y sus padres lo mandaron con unos tíos a provincia.
Con frecuencia pienso, ante tanto cuidado que me dan mis padres y los peligros que dicen que tenemos las mujeres, que mejor me hubiera gustado haber nacido hombre. Acaso sería formi-dable. Entonces no se me impediría hacer mu-chas cosas que a mí, por lo menos, no me dejan realizar. Podría entrar y salir de casa a la hora que yo quisiera e irme con mis amigos al cine y regresar un poco más tarde de lo que se me per-mitiera sin escuchar a mamá gritar. Todo sería más fácil.
Podría pasármela regio como los aventure-ros del cine. Tal vez sería una vaquera o una ex-ploradora. O un futbolista internacional que nadie podría vencer. Ganaría mucho dinero y tendría un automóvil deportivo de lujo. Todos dirían qué gran hombre que es.
Yo no alcanzo a comprender qué tenemos de diferente los hombres y las mujeres; a no ser por los órganos de reproducción, somos seres humanos iguales. Todos tenemos virtudes y fa-llas. Yo soy inteligente como cualesquiera de mis compañeros y hasta saco mejores calificaciones que ellos y sin embargo, no me valoran por eso, sino por ser un buena muchachita.
Viéndolo bien, los varones tienen algo que nos complementa, pero no los hace superiores. Es algo como necesario. Será por eso que cuan-do recuerdo que Pedro, el muchacho de Tabasco recién llegado al barrio, últimamente se ha atrevi-do a estrecharme muy fuerte en su corazón y me sabe decir tantas frases que suenan a amor, comprendo que sentirse una chica querida, ama-da, consentida, adorada, resulta mucho mejor que ser hombre. Como mujer, lo único que hay que hacer, es darse a desear sin conceder y a valer, sin que parezcamos fatuas. Ya vendrá el día, si por ventura llega, de ser toda una señora.





a mi edad



A mi edad, quién lo dijera, se comienza a descubrir y a tratar de comprender ese sentimien-to que es el amor. Se empieza a buscar a un ser que llene nuestras ilusiones y con quien pueda una soñar. A estas alturas de la vida, casi a punto de cumplir mis quince años, se deja de jugar y se principia poco a poco a hablar con la voz del co-razón.
Creo que para mí ha llegado ahora la edad de comprender, cuál es la realidad de los pensa-mientos amorosos y principiar en verdad a enten-derlos. Es como una extraña e indominable nece-sidad de buscar a alguien con quien compartir afanes, con quien platicar en los atardeceres para desentrañar emociones, a veces incomprensibles y disímbolas.
Es como un impacto que recibimos cuando nos vemos en el espejo y en el otro lado no esta-mos nosotras, sino un chico que parece tener algo de lo cual una carece y él nos lo complementa. El problema radica entonces en aprehenderlo y sacarlo de ahí para darle una forma real. Es como si de pronto un Arco Iris vaporoso desapareciera y se volviera tan difícil hacerlo tangible, cual una refracción de la luz.
Cuando he leído algunas novelas y obras de teatro creo haberme enamorado de muchos de esos personajes que quisiera fueran existentes: me enamoré de Dafnis, el de Cloe; de Simbad, el marino; de Romeo, el de Julieta; de Segismundo, el de La vida es sueño; de D’Artagnan, el de Los tres mosqueteros; de Martín Garatuza; de Béc-quer, el poeta; de Juan de Pardaillan; de Stephen Dedalus, el artista adolescente, entre otros y sentí un ternura muy triste por el niño que enloqueció de amor.
Creo que el amor es como el arte, una re-fracción de nuestro ser que se manifiesta en los hechos y palabras del otro. Cuando siento que amo, lo que digo a quien amo es entendido con el corazón y no con el cerebro. Eso mismo he senti-do cuando alguien dice que me ama. Lo malo que hasta ahora no he sentido sinceridad en quien dice que me ama y yo me voy quedando como con una extraña sed.
Mi mamá me ha dicho que estoy muy joven para preocuparme por el amor y por hoy, lo único a lo que debo dedicarme, por ser lo más importan-te en mi edad, es mi preparación; mis estudios; y lograr una carrera profesional. Luego, en ese sendero, podré ir experimentando poco a poco las sensaciones y emociones del amor.
Por lo pronto no le hago el feo los chicos que me agradan, pero no doy mi brazo a torcer. Que me rueguen... y alguna invitación a comer la acepto; que paguen por mi presencia; por verme; por mi conversación y nada más. Una sonrisa y ahí nos vimos.




POBRE FÉLIX,
POBRECITO



Dicen que Félix, nuestro compañero más relajiento y presumido del grupo, en un principio era tímido y aún a los doce años, de la nada toda-vía lloraba. Y es que como transcurría la solariega vida que sus padres le brindaban entre caprichos y retobos, al entrar en la secundaria común, nadie le guardaba las consideraciones familiares. Era uno más de nuestro salón.
Desde pequeño, sus progenitores le habían dado todo lo que el pedía. Lo que él deseaba, se ponía a su disposición de inmediato, porque si no, el lío que armaba con sus gritos de enojo y de protesta, resultaba insoportable. Y su madre lo llenaba de mimos y de caricias; su padre de elogios y de esperanzas.
Con cuánta inquietud habían esperado el momento de la llegada de su primer heredero. Difícil espera porque los médicos habían dicho que la señora nunca podría tener hijos. ¡Qué an-siedad de poseerlo entre sus brazos y de sentir el cuerpecito recién nacido palpitando entre los arrullos y los cantos que de sus labios tenían proyectados para surgir en la hora del anhelado acontecimiento! Con cuanta precaución y cuidados transcurrían los días en los que el nuevo ser dormía aun en el vientre materno, sin sospechar siquiera los sucesos externos.
Cuando nació, ellos se sintieron satisfe-chos. La felicidad había abierto imprevistos pano-ramas ante las miradas amorosas que se diluían en el apenas nacido. Sus corazones de padres palpitaba de emoción y de alegría. Ahora sí lucha-rían con mayor temple para forjar un destino en el cual la abundancia permitiera al pequeño la dicha de nada carecer. Promisoria se aparecía la vida en su desgranar de sueños e ilusiones.
Tal vez por el beneplácito provocado no había habido otro mejor nombre para el niño que Félix, quien lleva latente en su mundo la euforia de las sonrisas y la alegría, quien sería la causa por la cual dos seres se esforzarían en alcanzar el privilegio de la comodidad social.
Y resultó que Félix fue creciendo. No había mayor tesoro en esta familia. Su pequeño Félix, tan gracioso para los ojos de una madre, y tan delicado para las manos de su padre, se fue habi-tuando a las lisonjas y a la solución de todas sus ingenuas peticiones de niño. Si no, gritos de es-pantosa furia ante el no cumplimiento de sus antojos; a causa de ese enorme amor que le tení-an, se aprovechaba de ello y lo usaba como pretexto para encapricharse y no querer más que lo que colmara su rabieta.
Su padre era un triunfador en los negocios. El comercio le había dado más allá de lo habitual para forjar una vida desahogada y libre de miserias. Sin embargo, a su pesar, se sentía insatisfecho porque no había podido terminar la profesión que él hubiera deseado, aunque luego, su pesadumbre desaparecía en cuanto pensaba en su hijo. El sí que llegaría hasta la cumbre de la cultura. Si él no había tenido la gran preparación académica que lo frustraba, su hijo sí la tendría.
Por ello le daba todo; no quería que cual-quier insignificancia pudiera servir como obstáculo para la culminación de sus propósitos. Félix tenía que ser lo que él no había podido; por dinero no importaría. Era rico, su trabajo y su astucia le había costado, y por nada del mundo destruiría su máximo anhelo: Félix, convertido en un gran talento. ¡Gran cultura será la de mi hijo!
Y sucedió que Félix se hizo adolescente y acudía a la secundaria donde como yo, iba en tercero. Ninguno de los compañeros dejaba de percibir el comportamiento extravagante y fachoso del mozalbete. A todo mundo impresionaba con las promesas de su padre:
-En cuanto termines la secundaria, te com-praré un auto deportivo del año y te mandaré a Estados Unidos para que allá hagas la high school ¿Cuánto quieres más para tus gastos de la semana? Pide mi hijito, pide… ya sabes que no te negaré nada…- y sus condiscípulos quedaban admirados de lo que les contaba.
Por si fuera poco, Félix también era el chis-toso de la escuela y el coraje vivo de los maestros porque no ponía atención; además de ser el au-sente eterno de las clases y como si se lo propu-siera, la promesa falsificada de los suyos.
Su ley era el escándalo y el exhibicionis-mo; la sorna y el menosprecio. Para todo estallaba en carcajadas y en bromas y hacía de la burla su máximo goce. Como era tan rico…por lo menos eso ostentaba y parecía.
Mas, a pesar de sus riquezas, no era el de mayor atractivo dentro de los amigos que siempre lo rodeaban. Se podría afirmar que en el fondo era despreciado por ellos, pues veían en él, al niño consentido de papá que se comportaba a la altura de su infantilidad, pero al cual podían sacarle refrescos y bocadillos dándole por su lado.
En cuanto entraba retardado a escuchar alguna clase, sus compañeros lanzaban exclamaciones en broma, de disgusto y de rechazo, pero Félix se complacía en ellas, como si gozara siendo el eje juglaresco de su grupo y al contrario, parecía sentirse más satisfecho con aquellas demostraciones de repulsión que para nada hacían daño a la insignificancia de su espíritu bufonesco.
Pronto su padre se dio cuenta, porque los resultados de las calificaciones obtenidas por su hijo dejaban mucho margen para poder catalogar-las como magníficas. La mayoría de las asignatu-ras cursadas, las había reprobado; las notas en-torno a su conducta eran severas y el número de faltas infinito.
No obstante, cual clásica tormenta en un vaso con agua, los regaños pasaban y de modo simultáneo, los ruegos de los padres para que se aplicara, también. Así desfilaban las promesas de mejora en una incesante promesa:
-Ahora sí ya me voy a portar bien, jefe.
-En mi casa no me hacen nada. presu-mía a sus condiscípulos - Tengo todo lo que quie-ro. Los viejos me dan bastante… más de lo que quisieran ustedes…pelagatos.- y entre bromas y risas se echaba a correr como si deseara demos-trar su agilidad. Quienes lo veían, le lanzaban insultos y vituperios, pero él no contestaba, sino que parecía gozar con lo que le decían; como pa-yaso en aplaudida escena. Con su risa desfacha-tada, con sus desparpajo insolente, con sus poses entre machistas y afeminadas producía bastante repudio en muchos de los compañeros.
Cierto día lo mandó llamar el director de la escuela para amonestarlo por su comportamiento incontrolable y ante las palabras que escuchaba, únicamente mostraba un rostro sereno con ojos maliciosos y sonrisas de desprecio e indiferencia. Tal vez por dentro se reía a carcajadas. Qué im-portaba lo que pudieran hacerle; su padre se lo daba todo y no necesitaba más. Lo primordial era vivir gozando. Lo demás nada le interesaba; sólo lo divertido. Al fin y al cabo para eso tenía dinero suficiente y más…Qué le habría de preocupar; que siguiera hablando el viejo loco; y por dentro se reía de él, pensando acaso: entrometido, me-terse en donde no le llaman, diciendo idioteces que en nada me afectan. Qué diablos le incumbía su vida. Él sabía lo que hacía… y lo que pensaba y lo que decía. Maestrito muerto de hambre.
Después del sermón y de fingir agobio, no por arrepentimiento, sino por fastidio, Félix salió hacia donde mismo, a continuar con su vida cai-fanesca y con su proceder pueril; con sus risas mustias y con sus palabras huecas. Por fuera era el mismo, aunque por dentro, a decir verdad, pa-recía sentirse algo incómodo por la regañada. Le habían molestado algunos juicios del director en contra de él:
-Viejo desgraciado, me las pagará.
Esa noche meditó largamente. Tal vez te-nían razón quienes buscaban para él lo mejor, pero… ¡qué aburrido ser como todos, igual…! ¡No! El no había nacido para convertirse en un sacrificado…Eso es cosa de imbéciles. Gozaría la vida sin pensarlo siquiera, aunque lo juzgaran mal. Su padre era rico, ¿y para quién lo era? ¡Só-lo para él! Para que se gastara sus riquezas y fue-ra en verdad dichoso…Además, últimamente ya estaba sintiendo cosquilleos en el sexo y pen-saba invitar a sus cuates para estrenarse, según lo oí decir, en alguna de esas casas de las cuales se había informado ya.
Así siguió con lo mismo, como siempre, sin importarle nada de lo que tenía la posibilidad de adquirir. Algunos compañeros envidiaban con tristeza la oportunidad que él desaprovechaba, pero después, lo compadecían con infinita lástima porque sabían que de continuar así, y era lo más seguro, nunca pasaría de ser un niño bien más, mimado y caprichudo; ignorante, torpe, vanidoso y vacío. ¡Quién sabe dónde terminaría! Quizá de cínico, de sádico, de alcohólico, de drogadicto.
Y ante las bromas que realizaba y las ocu-rrencias que se ufanaba en pregonar, todos reían y lo festejaban, mientras les convidaba las cerve-zas en la tienda de la esquina. Y arqueando la ceja izquierda los dejaba con aires de desprecio mientras corría hacia su motocicleta. Una vez montado en ella, arrancaba a toda celeridad ar-mando el gran escándalo ante los ojos envidiosos de la bola de pobres y matados diablos, según les gritaba a carcajadas que se perdían en la distan-cia. Parecía sentirse el ángel poderoso y triunfal de la velocidad.
Hoy pienso, porque Félix me es simpático, a pesar de todo, en lo que se le espera si algún día se queda sin nada. Nadie sabe los vuelcos que da la vida, como dice mi abuela. Se arrepenti-rá.
Hoy se siente el las puedo todas, pero des-pués, cuando esté más solo que nunca, cuando nadie acuda a darle un consejo, una palabra de aliento o un estímulo a su fracaso... ¡Pobre Félix! ¡Pobrecito!



UNA ROSA DE Viena



Querido Fabio, te escribo estas líneas por-que quisiera que al recibirlas te acompañaran en los momentos de soledad que sin duda debes tener ahora que haces tu servicio social en Euro-pa, gracias a la beca que tu aplicación te hizo ga-nar. Perdóname tanto “que” en mi redacción, pero los nervios me hacen precipitar mi escritura y sue-lo cometer esos errores que según dicen en la clase de Español, deben evitarse.
Creo que a tus veinticuatro años has logra-do un triunfo que pocos en nuestro país dis-frutan. Pero además fue también mucha suerte. Sabes que te quiero con gran ternura desde que te conocí en aquella tardeada. Cómo iba a imagi-nar que tú te pudieras fijar en una tonta quinceañera como yo, tan romanticona. Tú que tenías amigas muy de onda; arrojadas y dispuestas a todo. Pero ya ves, te hiciste mi amigo y las muy locas me han perseguido con envidia. Una de tus preparatorianas hasta quiso gol-pearme. Pero yo le aclaré que sólo éramos ami-gos y nada más. Ella no lo creyó... y luego te fuiste. Se quedó colgada en sus celos infundados y más coraje le dio, no sé por qué, cuando se enteró que me escribías. Y todo por Elizabeth, que no sabía que fuera tan chismosa. Creyéndola mi amiga, le mostré una de tus misi-vas y se la leí muy emocionada. Lo que se ha de haber reído de mí por dentro. Cuando supe que lo andaba divulgando y decía que yo era una cursi, me sentí ridícula; por poco lloro, si no hubiera sido porque casi simultáneamente recibí otra carta tuya. Eso me reconfortó y me propuse no hacer caso a las murmuraciones del salón. ¡Qué les importaba! me dije y me hice la indiferente. En el fondo me sentía orgullosa de tanta envidia. Imagínate: un chico, tú, me escribes constante-mente desde allá. Y no importa qué.
Según me has contado, muchos de los fines de semana te vas a visitar las ciudades europeas cercanas a París y por eso dejas de escribirme a veces, como yo quisiera. Pero tus postales sí me han llegado. La catedral de Notre Dame me recuerda la novela de Víctor Hugo. No sabes, cuando la leí me sentí la bella Esmeralda y a ti, te vi como el guapo capitán rendidamente enamorado de ella.
Muy bonitas fotos las de tus paseos por el río Sena, el hermosísimo templo de la Magdalena, la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo, la Plaza Ven-dome, la plaza de la Concordia, el Sagrado Cora-zón, Montmartre, los bosques de Bologne, el mu-seo del Louvre y tantas y tantas bellezas más.
De igual forma recuerdo las que me enviaste de la linda Venecia, sus góndolas y sus canales y las muy impresionantes de Florencia. Esa foto del Duomo de Milán es portentosa y Roma, qué barbaridad; la de historias románticas y apasionadas que se habrán tejido entre la maraña de sus calles y obras de arte. Como que ahí pasea la dulce vida, según se aprecia en una película que vi hace poco. No sabes cuánto me gustaría ir allá y ver todo lo grande que es; aunque mejor sería, para que tú me llevaras por esos sitios fascinantes que imagino desde aquí y que, según pienso, ya conoces tú muy bien.
Igualmente fueron lindas las vistas que me enviaste de Londres. ¡Qué ciudad! Y las de Bruselas y Brujas; no se diga las de Berlín o las de Atenas. Este viaje, según me relataste, fue más pesado, pero tú afirmas que viajar en tren hace conocer mucho de lo que no presume el turismo, sino la realidad de esas gentes.
Me da gusto que hagas tan hermosos reco-rridos. Has de haber tenido multitud de experien-cias y aprendizajes al por mayor. Esa sí que es una bella clase de Geografía y no las que nos dan de puro bla bla bla. Ni siquiera un documental nos pasan para, aunque sea de lejos, creer que conocemos la geografía.
Ojalá que cuando vayas a Viena, según me escribiste en tu última carta y donde dicen que cultivan unas rosas muy bellas, me mandaras una, como muestra de que me recuer-das; de que estoy presente en tus añoranzas; de que a todas las partes a donde vas, me llevas como compañera. Así podré saber que era verdad lo que me decías; que te gustaba estar mucho conmigo y platicar.
Hoy quiero pedirte algo: te suplico que me mandes muy pronto una de esas rosas, una pe-queña rosa de Viena. Es lo único que quiero de ti. Nada más. La guardaré en mi rincón favorito y siempre la miraré y la acariciaré como si te estu-viera viendo a ti. Te ruego en verdad que me la mandes. La tendré siempre presente y en silencio la estrecharé sobre mi corazón.
(Definitivamente sí soy una cursi, pero siento tan hermoso hacerme ilusiones. Acaso mañana llegará la rosa intercalada en una de sus cartas o de sus postales. Así sabré que sigo viva.)
Escríbeme pronto, pues hace tanto que no me escribes ya. Dime que piensas en mí, amigo mío; creo que una amistad como ésta no la tengo de nadie; sólo de ti. Envíame esa rosa de Viena, por favor, como si fuera un sol. Así sentiré que su luz me alumbrará hasta que tú regreses.
Que seas feliz.

Hoy me llegó la carta esperada, pero no era de Viena, sino de Berlín, para comunicarme, por ser su gran amiga, el aviso de su matrimonio con una alemana, compañera de estudios.
No sentí rabia ni decepción, al fin y al cabo yo lo imaginé todo. Aquí terminaban mis leccio-nes ilustradas de geografía europea.
Sin embargo, en mis quince años, que cumplo la semana que viene, bailaré el vals de Los Bosques de Viena y al ir girando en los bra-zos de mi chambelán, pensaré que las rosas que luciré en mi vestido, son de allá y me las enviaste tú. ¡Qué loca idea!





las clases están acabando



Otro año más en la escuela secundaria. Lo bueno es que ya es el último. Me espera el bachi-llerato, aunque no sé si cursarlo. ¿Para qué, si no creo llegar a terminar una gran carrera? Mi padre, aunque se desvive por ganar dinero, no logra más allá de lo suficiente para sostenerla y mis hermanos a lo mejor, sí pueden aprovechar los estudios; aunque quien sabe. Ricardo apenas va a entrar a la secundaria y como siempre anda de vago con sus amigotes de la cuadra jugando a las maquinitas cuando no juega basquet: no sé. Betito, por lo menos ya aprendió a leer y pasó a segundo de primaria. Yo lo quiero mucho porque ha sido como mi muñequito viviente con el cual me he divertido peinándolo, dándole de comer, bañándolo. Aunque ahora esto último ya no le gusta. Dice que ya está grandecito y que puede hacerlo solo. Yo me siento como despreciada y me entra una nostalgia de cuando era mi bebé, como le llamo, y tenía uno o dos años. Ahora ya hasta me rezonga. Esto me hace meditar en lo difícil que ha de ser tener hijos propios. Por ejem-plo, me pongo a pensar en mamá que nos ha criado pacientemente a todos y fuimos, acaso también, su repetición infantil de jugar con sus muñecos o con su muñequita, como aún me dice a mí. Cuando veo cómo le impedimos que nos acaricie o nos haga algún mimo:
-¡Ay, mamá, estate quieta, ya no soy una niña para que me acaricies el pelo! Me siento co-mo si fuera tu perro. – al instante me arrepiento por mi expresión y reflexiono que ha de sentir lo mismo que yo con Betito. A mí como que me entra una sed infinita de ternura con mi hermanito. ¿Será eso que llaman instinto maternal? Ha de ser curioso tener muchos hijos. Yo, por lo menos, por hoy no me interesa, aunque cuando veo los desprecios de mi bebé, como que me dan ganas de tener ya los míos. Pero eso no se puede, por hoy. Me figuro la responsabilidad de tener un niño o una niña entre los brazos y sobre todo, a quién elegir como su padre. Hay muchos chicos sí, pero casi a ninguno me lo imagino como mi esposo. Son tan payasos y presuntuosos. No más les gusta andar correteando su maldita pelota de fútbol y estar en la esquina amontonados maloreando a las chicas que pasamos por ahí. Son unos montoneros cobardes. Siempre en bola, parece que no puede quien así lo desee, hablarle a una, de manera seria y no con tanto relajo escondiéndose entre el montón.
Tiempo al tiempo, me digo, como dice mi papá. Tal vez cuando llegue el momento meditaré más en el dichoso papel de mamá, pero por hoy, tengo que apretarle a los estudios, pues los exá-menes finales se aproximan y yo sí quiero sacar mi certificado de secundaria, aunque algunas de las más vaciladoras de mi grupo presumen de no importarles.
–Me da igual. En cuanto salga me voy a casar.
-Ni sabes lo que estás diciendo.-le digo- ¿Qué tal si nomás te engañan y te dejan toda amolada y con un hijo? ¿Con qué preparación vas a afrontar tu problema, porque quién te va a mantener? Tal vez en tu casa, pero ¿siquiera piensas en los reproches que te harán? ¿Y si nadie te apoya? Vas a tener que trabajar en empleos mal pagados y a veces humillantes. Creo que en eso tiene razón la maestra de Español cuando nos dice que ella se preparó para superar los posibles problemas matrimoniales. Si su marido le salía holgazán o traidor, ella tenía con qué defenderse de la vida. Y yo pienso que hay que estudiar lo más que se pueda y si no se puede, ver la manera de no quedarse doblegada.
A mi papá le cuesta mucho trabajo soste-ner a nuestra familia, porque lo que gana apenas si le rinde lo suficiente; por eso mi mamá le ayuda vendiendo zapatos y ropa entre los vecinos y algo es algo. Ante el ejemplo de ambos, yo pienso, si entro al bachillerato, buscar un trabajo, por mien-tras, que me permita ayudar a la economía hoga-reña y a la vez me facilite fondos para estudiar. Bueno, eso es lo que digo.
Por ahora, las clases están por terminar y aunque debía sentirme triste, se me ha ido des-pertando una efervescencia que me alegra: tal vez en mi futura escuela todo será diferente y aprenderé algo realmente interesante. Ya vere-mos; mejor abro el libro de matemáticas y me pongo a resolver esos problemas que me dejaron de tarea, aunque yo no les veo qué maldita apli-cación les voy a dar cuando la vida me plantee los suyos. Que las tangentes, que las secantes, que las ecuaciones, que el pipo...



PEQUEÑA HISTORIA
DE UN JOVEN POBRE



Esta mañana me ha parecido esplendoro-sa. Cuando salí de casa parecía que el sol rega-laba sus acariciantes rayos al inmenso laberinto de mi ciudad. Por las calles se desparramaba la gente rumbo a sus labores cotidianas. Hasta el tránsito me pareció tranquilo y poco molesto. Su vertiginoso remolino que en líneas verticales y horizontales confundía los estruendos de su es-cándalo con la agitación de quienes se devana-ban por llegar puntuales a sus trabajos, semejaba algo simpático. Todo era como si se levantara el telón de la esperanza y me colmara como de una extraña alegría al saber que aún hay maestros que se preocupan por sus alumnos.
Ayer sucedió algo que me ha puesto de buen humor y me ha hecho recuperar eso que a veces pienso tan importante: el ayudar a los de-más. Ahí es donde uno olvida las tristezas y de-cepciones que van apareciendo en nuestro diario vivir.
Cuando llegué a la secundaria, todos da-ban prisa a sus pasos para evitar el regaño formi-dable de doña barbas, como le dicen a la prefec-ta; una hombruna mujer que se entretiene selec-cionando alumnos o alumnas, según su juicio personal, que no portan el uniforme correctamente; o que la falda está demasiado corta; que traes los cabellos muy largos; que despíntate las uñas; que no debes venir maquillada: “no eres una vedette corriente”; que esos zapatos están muy sucios y así, por cosas que a mí me parecen insignificantes, castiga a mis compañeras como si fuera la gestapo que nos cuentan en la clase de Historia. Es como un Hitler con faldas; por suerte no tiene pistola, si no: Yo me los fusilaba a todos; mocosos majaderos y chilapastrosos, grita fúrica con suma frecuencia.
En esta ocasión había detenido sin más, a uno de mis compañeros que siempre se caracteri-za por caminar cabizbajo y con la mirada llena de preocupaciones.
-Y a ti que te pasa, idiota. –le dijo la prefec-ta.
-Nada señorita, prefecta. –contestó con corrección. Pero la vieja energúmena lo comenzó a insultar diciéndole desarrapado: Mira qué uni-forme tan roto traes; cóselo, no seas barbaján. En esta secundaria cuidamos la imagen de nuestro alumnado y tú pareces un andrajoso gañán. Te voy a llevar a la dirección. Y empujándolo, lo llevó hasta el sitio señalado.
Mientras tanto, la balumba de adolescentes aprovechaba el incidente para meterse sin revi-sión. Casi todos mostraban júbilo por la circuns-tancia.
La mujerona aquella siguió amenazante al jovencito y lo presentó en las oficinas directivas. Abrió la puerta y dijo a la directora: -Traigo aquí a un mugroso que ya muchas veces le he dicho que tenga más cuidado con su uniforme y no hace caso. Mírelo, todo roto.
La cacica se quedó boquiabierta y tragán-dose sus palabras y sus berrinches, cuando la directora exclamó, al ver a aquel adolescente:
-Pasa José Luis. ¡Qué bueno que este inci-dente sin importancia permitió que vinieras antes de lo esperado!- y mirando como burlesca a la mujerona, le indicó:- Puede marcharse Imelda. Este joven es uno de los más estudiosos de la escuela y acaba de ganar un concurso de Mate-máticas. Su apariencia humilde no es para que usted lo trate de esta manera. Deje de ser una gendarme y cumpla su función de prefecta, sin exagerar.
- Está bien señorita directora.-y enrojecida de coraje, salió bufando de la dirección. Las se-cretarias que allí había, al verla, se carcajearon, como si se vengaran de algo. Esto la enfureció de tal manera que no se fijó que la puerta de cristal estaba cerrada y se dio un frentazo que prosiguió la hilaridad no solo la del secretariado, sino la del alumnado que por allí deambulaba.
Adentro, la directora se dirigió con amabili-dad al alumno reportado y le dijo con voz cariño-sa:
-Iba a mandarte buscar, pero ya que por error doña barbas, oh, perdón,- y sonrió como quien se sabe cómplice de alguna travesura- qui-se decir la señorita prefecta, me ha hecho el gran favor de traerte, quiero darte unas muy buenas noticias.
-¿De veras, maestra?
-Por supuesto; luego de las largas gestio-nes, que te constan, he realizado para tu caso, he logrado algo para solucionar tus problemas de campesino solitario en la ciudad. No es justo que un muchacho como tú; aplicado, reflexivo, entu-siasta y afanoso, se pierda entre lo común tan sólo por no tener los medios suficientes para con-tinuar sus estudios. Te he conseguido una beca para patrocinar no sólo tu bachillerato, sino la ca-rrera que tú elijas. El monto de la beca permitirá que tus papás viajen desde tu pueblo en la sierra chatina hasta la ciudad de México para que cui-den de ti. Además, el gobierno te premió con una viviendo popular a donde tú podrás vivir con tu familia. El único requisito es conservar tus exce-lentes calificaciones y las muestras de tus progre-sos en el estudio. Y eso no será difícil para ti.
-Muchas gracias, maestra.- y los ojos del joven brillaron, acaso por primera vez, de felici-dad.- Es muy gentil la opinión que tiene usted de mí. Yo solamente hago lo que puedo desde mi deseo de superarme y ayudar a que los míos se superen. Sé que ocupo un lugar dentro del alum-nado de la escuela y que tengo un compromiso con ella y con usted; con mis maestros y con mis padres: no defraudarlos y echarle muchas ganas. Me gusta estudiar para saber cada vez más y más. Hoy sé que soy un privilegiado al estar en esta secundaria y que cuántos no desearían una oportunidad como ésta. Yo la voy a aprovechar al máximo, maestra. Ya lo verá.
-Me admira tu forma de hablar y nueva-mente te repito que con este entusiasmo, tú pue-des destacar en lo que emprendas. Por eso he luchado contra viento y barreras para benefi-ciarte. Yo también tuve que enfrentarme a muchos obstáculos para llegar a ser maestra y luego directora, pero al final, la calidad del trabajo es lo que cuenta. Esta beca ya la hubiera querido yo; pero eran otros tiempos. Sin embargo aquí estoy y tengo la oportunidad de ayudar a alguien
como tú. Sé que tus padres se encuentran en malas condiciones económicas y que viven de manera muy humilde en los altos de la sierra sur de Oaxaca, pero eso no debe preocuparte más. Algún día tú regresarás a esa tu tierra y contribuirás a su engrandecimiento, como lo hizo un zapoteca hace más de un siglo con nuestro país. Además, tú eres un maravilloso políglota: hablas chatino, mazateco, zapoteco, español y vas que vuelas en inglés y en francés. Eres un caso excepcional. Esa es la razón por la cual me pareció que la Patria no debe desaprovecharte.
-Gracias señorita directora; me hace usted muy feliz. Y disculpe mi gastado uniforme.
- Ya no te preocupes por ello. Yo te voy a prestar unos centavitos para que te compres uno nuevo y zapatos. No creas que te los regalo. Te los estoy prestando, ¿lo oyes?; cuando recibas en un mes, tu beca retroactiva hasta primero de se-cundaria, me los pagarás.
-Por supuesto, señorita. Permítame besarle las manos.
-Eso nunca José Luis. Te ayudé porque siento que es mi obligación como maestra y todos los que nos hemos dedicado a esta profesión he-mos de velar por el crecimiento intelectual, cultu-ral y social de nuestro alumnado.
-Usted sí qué merece el nombre de maes-tra. Ojalá que todos los profesores fueran así.
-Bueno; ya basta. No vamos a estar inter-cambiando elogios. Ve a tu salón y a la salida pasas por el sobre donde va tu préstamo. Ya ha sonado el timbre. Las clases van a comenzar.
-Sí, maestra,- dijo con el rostro regocijado-regreso a estudiar con nuevos ímpetus. Voy a estudiar como nunca. Ya lo verá usted.- y salió.
Cuando entró al salón, aún no llegaba el maestro de Química y fue cuando pude acercar-me a él para saber lo que le había sucedido; un poco preocupada porque, además de ser un gran amigo que me ha explicado todas esas patrañas de trigonometría, es un chico admirable; aunque su tipo es indígena, es súper más inteligente y estudioso que los estúpidos güeritos de mi salón, y los de toda la escuela. Cuando me contó, casi salté de gusto.
Por eso hoy, como él, ahora soy también toda luz, toda caminos.



el MUNDO ENTRE LAS MANOS



Esta tarde vino mi amiga Julieta más con-tenta que nunca, de por sí siempre parece zafada del cerebro, pero hoy, se le notaba una alegría contagiosa y llena de arrebato. Con una sonrisita enfebrecida por un frenesí común en ella, me contó lo que le había sucedido el fin de semana.
Sergio era el motivo de tanto alborozo. ¡Ay que adolescentes que somos! De la nada nos volamos y mi amiga parecía astronauta en su enamoramiento. Parece que el amor está a la expectativa para enloquecernos. Todo es amor. A donde quiera que voy se ve gente que se ama o por lo menos lo aparenta. Así que ella principió su tropel de palabras a más no poder. Casi me ma-reaba tanta velocidad en su habla:
- Desde que lo conocí, mana, siento que tengo el amor entre mis manos. Si tú has amado, entenderás que el amor se nos queda o vuela. Si permanece, se esconde en nuestro corazón y parece todo un misterio por descubrir. Lástima que por más que me le insinúe para ver si nos hacemos novios, parece no tomarme en cuenta y me inquieta su indiferencia. Lo miro y lo miro, pero como si nada.
Me le quedo viendo como si le dijera: Si vieras con más atención a mis ojos, entenderías que podemos tener nuestro amor en las manos. Aunque vergüenza pueda darme, sé que de pronto vas a descubrir este secreto y entonces me comprenderás. Por fin me harás caso.
E insisto mirándolo y con los ojos le repito: Si tú quieres, sentirás cómo mi amor canta y a la vez calla. Escúchame y podrás oír mi voz interior. Si tú buscas también un poco de amor quizá lo podrás encontrar en mí y de inmediato sentirás que los dos podemos formar un solo corazón.
Con tanto como lo veía, ya sabes amiga cómo veo, le desperté la atención y se me quedó observando como admirado. Luego sonrió, mien-tras yo le seguía diciendo con solo los ojos fijos en él: ¡Ah Sonríes. ¿Acaso has entendido que te amo? Ven, si quieres. Tendrás siempre la luz de mi corazón, porque ahora ya lo sabes también tú, que el amor puede quedarse o volar; anda, asó-mate a mi alma y encontrarás siempre amor. Me he enamorado de ti y siento que vuelo sobre el mundo y lo tengo todo entre mis manos. Tú pue-des ser mi mundo y yo ser el tuyo.
Ay sí, querida, hoy sí he sentido lo que es estar loca por alguien. Pero el muy tímido o dis-creto, no pasó de su sonrisita y se fue con sus amigos, quién sabe a dónde.
Sólo falta que él se conmueva, recapacite y un día de estos, me tome al fin de las manos y diga que me ama. Como Tony a María en Amor sin barreras. Ojalá que se dé cuenta rápido. Como dice aquella vieja canción de nuestros abuelos: ¡Es que estoy taaaan enamorada!
-Ah, Julieta, no seas tan soñadora como yo- la interrumpí en su torrente frenético-, ya ves cómo me ha ido.
-¿Y qué amiga? Como dice la maestra de Civismo, -prosiguió su tarabilla- no hay que dejar pasar los sueños, mientras sueños sean. Cuando despertemos, nadie nos quitará lo soñado. Si es real, qué maravilla; si es fantaseado, mejor. ¿O no? Mientras tanto yo insistiré, porque como ya te lo dije y lo repetiré hasta el cansancio el amor se nos queda o vuela, canta y a la vez calla y es un misterio por descubrir y el amor... se nos queda o vuela, canta y a la vez calla y es un misterio por descubrir y el amor... se nos queda o vuela, canta y a la vez calla y es un misterio por descubrir y el amor...






ETERNO RETORNO



Esas palabras ya las he escuchado en otra ocasión. Son las mismas que Alberto me dijo hace dos años, cuando yo acababa de cumplir catorce:
-Me iré de aquí la semana que entra. Yo no lo quisiera, pero como mi padre será trasladado por la compañía de seguros a Madrid, toda mi familia tendrá que irse con él. Así que no podre-mos vernos más durante mucho tiempo. ¿Quién sabe cuánto? Pero te escribiré; te mandaré posta-les y te juro que no voy a olvidarte. Cuando regre-se, volveremos a estar juntos como lo hemos es-tado hasta ahora, desde que nos conocimos al entrar a la secundaria. ¿Recuerdas? Los dos te-níamos trece y estábamos en distintos grupos, pero ya ves cómo son las cosas. De tanto asistir a la cooperativa, nos conocimos, hicimos amistad; vimos que teníamos gustos semejantes y que nos interesaban parecidas preferencias: las películas, el excursionismo, las novelas de Riva Palacio, el patinaje, las canciones humorísticas, el baile y ciertos juegos. Lamento mucho que tengamos que separarnos por ahora, pero verás que retor-naré. ¡Ah! Discúlpame, por favor, pero debo irme, porque se está haciendo tarde y no quiero que por mi culpa vayamos a perder el avión. Ya ves que aunque el aeropuerto no está retirado de donde vivimos (los aviones siempre pasan por los techos de nuestro vecindario), nunca es bueno confiarse de las cercanías.
Y dándome un beso cariñoso en la mejilla, que a mí me pareció helado, se alejó. Desde la puerta de mi casa lo vi perderse con rapidez en la lejanía y más tarde lo vi pasar en el taxi donde iba con toda su familia: su padre, su madre, su her-mano mayor y su hermanita, la pequeña.
Yo no sé si sentí tristeza o cierta tranquili-dad, pero la verdad, parecía que se me había desprendido un poco de mi recién adquirida ado-lescencia. De pronto me dieron ganas de llorar, mas me aguanté. Total- dije- sabía que lo nuestro no podía durar para siempre. Algo había leído de esto en la Marianela de Galdós.
Cuando luego de un rato, como siempre, pasó un avión; imaginé que a lo mejor él iba allí. Que le vaya bien, pensé, mientras sentía la caricia de las manos de mamá sobre mi cabellera. ¿Se habría dado cuenta de la despedida? No sé. Sólo recuerdo que después la abracé con fuerza, como cuando yo era niña y me asustaba de algo:
-No, no me dejes tú, mamá. No, no me de-jes. – le murmuraba mientras en mi mente repetía lo que nunca escuchó él: No, no me dejes; no me dejes nunca. Y sus últimas palabras resonaban en mi mente como un infinito eco de película.
Por eso ahora que Arturo también vino a despedirse, se me hizo una como repetición de lo que ya me había sucedido con Alberto y con Fa-bio. Su padre tenía que irse a otra ciudad, creo que a Morelia. Por lo menos más cercana que Madrid. De igual manera la empresa donde traba-jaba, lo enviaba a ocuparse de la sucursal de allá y me dijo algo semejante a lo de Alberto, mientras yo sonreía como con placidez, inocencia y com-prensión:
-Me iré de aquí, pero ya verás que volveré.
Cuando salió no pude contener un burlón cómo no y continué haciendo mi tarea.
Hoy, ni uno ni otro ha regresado. Yo ya he cumplido quince, dicen, primaveras; aunque a mí me parece definitivamente medio cursi tal expre-sión. Pero en fin, es el lenguaje de los adultos que se creen muy poéticos. Yo no voy esperar ni a Alberto ni a Arturo una sola primavera más. Acaso a Fabio sí, por conocer a su esposa. A ver qué gusto tuvo. Con él ya no tengo ninguna perspectiva.
Mejor, ahora que voy a entrar al bachillera-to, procuraré ser menos paciente y me aventuraré a conocer mundo. Hoy me importa un comino si no regresa Arturo. Alberto me envió dos o tres postales de Europa y nada más. Arturo me escri-bió tan solo una carta donde parecía presumirme de su nueva vida. Ni siquiera sé si han venido a México en alguna vez. Hasta Fabio ha dejado de mandarme postales. Si me han olvidado, estén seguros que yo ya ni me acuerdo mucho ni de aquél ni de éste ni del otro. Creo que así es la vida: un camino de olvidos. Acaso sea lo mejor...



COMO TÚ, nadie



Hoy conocí a otro chico muy simpático. O al menos a mí así me pareció. Y ya no sé, con éste, ni cuántos me han impresionado. Pareciera que ando buscando de quien enamorarme. Por hoy, lo único que he encontrado es un idea de lo que puede ser el amor y jamás lo he visto realizado en un ser concreto. Pero que quede claro, yo no soy una rogona ni una buscona. Sólo el fondo de mi alma lo sabe, aunque no me niego a expe-rimentar.
Desde el primer momento en que me lo presentaron, me di cuenta de su personalidad tan diferente. Él me saludó muy cortés e iniciamos una bonita charla. No sé por qué su voz me pare-ció llena de inseguridades, como si algo le faltara o le preocupara. Tartamudeaba tanto como con gran nerviosismo que en ocasiones le sacaba las palabras con tirabuzón. No parecía tan tímido, sin embargo... yo lo veía tan agradable.
Cuando llegué a casa venía como muy contenta, como si todo fuera nuevo en ella. Nada había cambiado en mi hogar, sin embargo, me parecía más luminosa, más alegre, más acogedo-ra. Era como una satisfactoria tibieza que me re-corría todo el cuerpo. Sobre todo cuando pensaba en Armando, que así se llama el chico recién co-nocido.
Sus ojos tenían un tono como de cobre y su sonrisa me deleitaba muchísimo mientras charlábamos, bueno, si así se puede decir. Cuando al fin hablaba, yo lo veía sin escucharlo; estaba como ida. (Otra vez)
Debo ser una tonta que me impresiono con cualquier muchacho atractivo. A lo mejor voy a ser con el tiempo una... ¡No! ¡Qué digo! Cállate mensa.
Ahora que estoy a punto de dormirme, su imagen me llega como una película de Zefirelli y al ir entrando al sueño, una voz interna parece dictarme: Como tú no hay ninguno; tú eres único en el universo; en tus ojos profundos yo miro tanta melancolía. Y se me hace que te sientes tan solo. De ahí acaso procede tu timidez que en el fondo se asemeja a la mía, aunque finjo estar muy despierta.
Armando, si tienes miedo del mundo ven junto a mí. Dime qué cosa puedo hacer por ti; tus pensamientos comparte conmigo; yo te quiero ayudar. Quisiera estar en lo más secreto de tus sueños, pues bueno como tú, dulce como tú, hay uno solo. Tú eres único en mi mundo.
Me voy durmiendo y creo estar soñando con él. Espero que ahora sí. Mmm, qué bello sue-ño...



QUÉ ME IMPORTA EL PELIGRO



Soñé que éramos los personajes principa-les de una película de aventuras que no sabíamos que era una película. Nuestra nave cósmica se había perdido en el espacio y poco a poco los tripulantes iban muriendo al irse acabando el oxígeno. Pobres, qué impresionante. Un pánico principiaba a invadirme al pensar que mi final sería tal vez como el de los cosmonautas camaradas míos.
De pronto a lo lejos, avistamos un planeta azul como la Tierra y pensamos que habíamos regresado a ella. Nos abrazamos llenos de felici-dad y nos preparamos al aterrizaje. Sólo nos conmovía que nuestros compañeros de viaje, hu-bieran fallecido. Si hubieran resistido un poco, el oxígeno de nuestro planeta habría impedido su deceso.
La nave descendió con suavidad, dirigida por el piloto automático que irradiaba lucecillas de mil tonalidades, y al abrirse la escotilla, salimos y descubrimos con gran sorpresa que no era nues-tro mundo. Estábamos solos a merced de los pe-ligros que hubiera en esos parajes desolados, pero de brillosos coloridos y escenarios feéricos, según la palabra favorita de nuestro maestro de música. Nos atrevimos a explorar un poco y nos alejamos unos cuantos metros de la nave.
A lo lejos comenzaron a oírse rugidos es-pantosos como de dinosaurios. El piso principió a temblar ante la proximidad de espantosas piernas que parecía venían corriendo para degustarse con nosotros. Seríamos un bocadillo en los hocicos gigantescos de aquellos horribles mons-truos.
Tú me dijiste que no llorara, al ver mi an-gustia y me consolaste tanto que entre sollozos alcanzaba a decirte como en las palabras agóni-cas de un resignado a morir: qué me importa el peligro cuando estás cerca de mí; yo no pido na-da más al cielo si te tengo a mi lado.
Y la cercanía de aquellas aparentemente descomunales fieras se presentía inmediata.
Yo continuaba diciéndole a mi héroe: No me mires si lloro, es un goce que siento en mí, pues no existe algo más grande que este amor que me has sabido despertar. Haz que este mo-mento dure toda la vida y estréchame fuerte; muy fuerte. Que me importa el sacrificio, si tú estás conmigo. Y él me abrazaba dispuesto a dejarse engullir primero por las bestias que parecían cada vez más cercanas. Yo me apretujaba a él para acabar al mismo tiempo.
De pronto apareció un engendro espanto-so. Era uno solo y semejaba un enorme pulpo de dos cabezas y decenas de ojos en cada una de ellas. Apoyado en una sola enorme y gruesa pier-na que se desplazaba saltando y hundiéndose brevemente en aquella tierra esponjosa. Luego volvía a salir para continuar su carrera hacia no-sotros que nos encontrábamos como paralizados de terror al lado de la nave. Los dos estábamos horrorizados y nos estrechábamos en un frené-tico abrazo. Como si nos tratáramos de ocultar uno en el otro.
Casi sobre nosotros y esperando lo peor, los ojos de aquella bestia infernal saltaron de las dos cabezas como enormes cables rumbo a la nave, convertidos en hocicos de filosos dientes y comenzaron a devorarla con gran gusto, como si engulleran un exquisito platillo. A nosotros ni nos hizo caso. Cuando acabaron con la nave, sus decenas de ojos-hocicos nos miraron y haciendo una especie de fuchi, dieron un enorme eructo a coro y regresándose a sus dos enormes cabezas, se cerraron como si se hubieran quedado dormi-dos reposando de gozo mientras el engendro se hacía chiquito e insignificante.
¡Linda pesadilla! Lástima que hasta ahora no he podido encontrar una pareja así; me refiero a mi héroe, no al engendro; pero sí muchas bes-tias depredadoras acechándome día tras día. De estos peligros sí que debo tener cuidado.



MI RIVAL



¡Qué rabia me da! Ahora que por fin tengo un noviecito, me pasa esto. ¿Por qué los domin-gos siempre me deja sola para ir a ver el partido de fútbol y hasta parece que no le importo? Yo me quedo aburriéndome en casa e intento soportar su ausencia viendo los estúpidos programas de la televisión, oyendo discos o terminando alguna tarea de la escuela.
Tal vez realmente lo que desea es ver jugar a su equipo favorito, aunque no estoy muy segu-ra. A lo mejor esto sólo es una excusa para ale-jarse de mí y hacer lo que su regalada gana le dé. No sé si me dice la verdad o todo esa patraña es pura mentira.
Mi mamá me dice que le tenga paciencia. Así son los hombres. Necesitan una emoción de-portiva que los libere de tensiones y el fútbol tiene el primer lugar como catarsis; luego le sigue la lucha libre, el boxeo y los toros. Algunos se emocionan con las carreras de automóviles y otros con el alpinismo. Ya ves a tu papá, en cuanto comienza el fut, le importa un comino todo y se planta frente al televisor por un buen rato; lo bueno que después nos convertimos en el centro total de su atención y nos saca a pasear.
Dicen que es de mal gusto andar espiando como periodista o como chismoso, pero un día lo voy a seguir hasta aclarar esta situación. La otra vez Emma me dijo que lo había visto paseando en Xochimilco rodeado de chicas y chicos.
-Se divertían de lo lindo-afirmó-; hasta iban tomando cervezas y cantando canciones ranche-ras. Eso me molestó y me ha llevado a tener mu-chas sospechas. Desde entonces las dudas no me dejan dormir.
Sin embargo, si esto resultara cierto, ya no me lo tomaría tan en serio y estaría más tranquila, porque entonces habría descubierto que es un falso, un mentiroso, un hipócrita. Un farsante. No me merecería. Aunque luego, de inmediato me freno y me pregunto: ¿Y si fuera una calumnia de Emma que es tan argüendera, nomás para moles-tarme?
En fin, si descubro algo, a lo mejor es lo más conveniente. Al fin y al cabo no es el único. Ya no me volvería a aburrir los domingos espe-rándolo. Le haría caso a mis amigas y nos iríamos a pasear a la feria o cualquier centro de diversión. Tal vez encontraría un buen rival para él y enton-ces, mi falsario noviecito, perdería en el juego, pero en el del amor.
Cuando lo viera, me reiría de él. No importa que en el fondo acaso aún quisiera retenerlo. Pero yo no daría un paso ante el embustero. No tengo porqué encerrarme en una sola opción, cuando pueden existir tantas.
Pero... ¿y si no es cierto?



NO ES TAN FÁCIL TENER QUINCE AÑOS



No es tan fácil tener quince años como suele pensar la gente. Desde que los cumplí, siento que es difícil esta edad porque, por más que una se diga, y le convenzan los demás de que ya es toda una señorita, por eso y a pesar de todo, la nostalgia de la niñez con frecuencia me embarga.
Cuando niña, y apenas parece que fue ayer, me gustaba platicar con la luna, soñaba con las estrellas, iba tras las mariposas, jugaba a la ronda y cortaba flores.
Por eso, aunque ya tenga quince, voy comprendiendo la realidad y no puede ser que tan de pronto me pidas que me entregue a ti. ¿Qué me pasaría? Me hablas de placeres del sexo; que nada me sucederá; que hay maneras de no embarazarse y no sé que más.
Jugar con muñecas, no es lo mismo que afrontar la obligación de cuidar un niño y lo que tú me dices, no es volar al Arco Iris. No por un acostón voy a levantarme convertida en toda una señora que pueda presumir que a los quince ha tenido ya un amante. Así no quiero comenzar la aventura de vivir mi cuerpo de mujer.
Sé que soy una adolescente que va madu-rando a esta edad de mi vida y que en otros tiem-pos, ya me hubieran casado y tendría varios hijos. Eran las órdenes de los padres y de los abuelos. Uno no podía elegir, según me cuenta mi abuelita. Usted se casa con el señor y se acabó. Además, casi siempre era una persona que le doblaba a una, la edad. Las mujeres estaban pre-paradas sólo para hacer la comida, tejer, lavar, planchar y atender las necesidades de su esposo.
No eran exactamente Ricitos de Oro o Blanca Nieves; mucho menos celosas Campani-tas; mas bien Cenicientas. Las amigas eran muy vigiladas y cuando rompían esos duros reglamen-tos, les iba muy mal. Las golpeaban, las corrían de su casa, los hombres las consideraban pasto fácil para sus instintos y algunas se prostituían. No les quedaba otra cosa.
Por eso creo que se debe esperar a que una esté mejor preparada con estudios, por si nuestro esposo nos sale como los pretendientes que a mí y a mis amigas nos han salido. Nomás quieren divertirse. Así que querido, Jorge, aunque te quiero bien, creía que te amaba (y esto es diferente), yo no puedo aceptar tus proposicio-nes, aunque te enojes y me digas cursi anti-cuada; no quiero ser un simple objeto de placer para ti y luego ser arrojada a los desechos. Si te quieres esperar a que yo aprenda ver-daderamente a amar y me prepare en todo, entonces podrás hacerlo conmigo, pero legalmente, y acaso en realidad tú seas el príncipe azul que tanto espero. Para entonces, un sólo beso bastará y me entregaré a ti.
El primer beso que te dé, será el día en que me digas que para siempre seremos marido y es-posa. Antes no. Y no te rías.
Ya vez, no es sencillo amar así a esta edad. Es peligroso. En ocasiones tú ni te acuer-das de mí; tal vez piensas que yo con tan pocos años, soy incapaz de amar. Puede que tengas razón, mas así me siento bien.
No es simple decir te amo, porque desde siempre, según me han dicho mis amigas más experimentadas, como ya te lo he advertido, tú te reirías más de mí. Para los hombres cada con-quista es un triunfo en su cartel. No, en definitivo, no es fácil cuando se ama como yo creo que se debe amar.



Corazoncito mío...



Corazoncito mío, por qué de pronto he sen-tido que sufres, como si estuvieras viviendo con-migo los primeros instantes de la felicidad, como si se iniciara un recorrido lleno de incertidumbres en medio de promesas de alegría total.
Si lloro, si río, si sueño; tú has sido el único que ha compartido mis tristezas o mis alegrías; mis desesperanzas y mis decepciones en estas nuevas experiencias. Tú has temblado conmigo cuando he creído haber encontrado al fin, a ese ser que me motive a entregarle lo mejor de mí, pero que sin embargo, no lo era.
Qué puedo hacer por ti, corazoncito mío. No sé si estoy enamorada de mis primeros besos o de él. Me confunde pensar que acaso yo sólo me figuro un novio y mi novio no es lo que yo me imagino, sino otro que no es como mi fantasía me dicta.
En el mundo, si gozo o si sufro, sólo tú, mi corazón, compartes conmigo cada lágrima, cada palpitación, cada desencanto de amor.
Creo que estoy viviendo contigo los inicia-les tormentos de mi dicha primera. Desde que he conocido a Joaquín, para mí ya no hay más besos que los de él. Ha eclipsado a todos los que he encontrado en mi vida.
Yo le amo tanto, hasta lo infinito, y tú, cora-zoncito mío, que palpitas tan fuerte dentro de mí, no ignoras cada pequeña emoción que me produce su presencia ni cada tierna sensación de amor.
Mas al pensar en la experiencia de tantos amigos y amigas, conocidos y familiares, a quie-nes el amor los ha hecho llorar, me da miedo pensar que tú también vas a sufrir conmigo; que es posible que padezcamos la impiedad de los que no aman y tan sólo buscan burlarse o satisfa-cer sus instintos. Oh, pobre corazoncito mío, tal vez sufrirás un día de más y acaso a cada día más.




ÉL



Amiga, tú que eres su hermana y que sa-bes este secreto, escúchame. Yo apenas estaba principiando a imaginar cómo sería ese chico de mis sueños cuando lo conocí en la fiesta de tu cumpleaños. De improviso adquirió la forma de él, cual si algo estuviera esperándome para colorear su realidad. Una aparición deleitosa se descubría como un palimpsesto. Tan alegre, tan risueño, tan cordial. Era extraño, pero sentía que ya lo había visto desde mucho antes; que lo había tratado y que sus manos se habían estrechado a las mías mirando las estrellas en las noches claras.
Cuando me saludó, al presentármelo tú, sentí la emoción de algo ya visto; creo que me sonrojé, pero nadie advirtió mi rubor. Me invitó a bailar y sin pensarlo siquiera, como hipnotizada, contesté con un sí inmediato, yo que soy medio presumidilla, según dicen las lenguas filosas de mi secundaria. Con él me sentía flotar entre nu-bes; hasta se me olvidó que no soy muy buena para los bailes y sin embargo, dancé como una estrella de las danzas de salón. Ni un pisotón le di.
Te aseguro que yo no lo olvidaré nunca y hoy siento que requiero de su presencia; de volver a verlo; de bailar un vals sin fin, como dice el poeta López Velarde. Tu hermano se ha quedado en mi mente; se ha grabado en mis ojos también y me parece con frecuencia que lo tengo aquí, delante de mí, como en aquella ocasión cuando me dijo adiós con un brillo extraño en su mirada, como ardiente, al despedirnos casi a la medianoche:
-Lástima chiquita que mañana me voy a trabajar a los Estados Unidos; si no, te hacía mi novia. Me gusta como bailas y serías mi pareja formidable. Si quieres, podemos estar más cerca hoy.
No olvidaré nunca su voz cálida y seducto-ra de veinteañero. Luego me has dicho que él es así con todas y yo me siento turbada; muy apesa-dumbrada por ello.
No obstante, tú, amiga, ayúdame y cuénta-le un poco de mí cuando te escriba. Que recuerde que en un rincón del mundo existo yo; que necesito de él; que lo estoy extrañando tanto; ayúdame.
Como no alcancé a descubrir lo que real-mente eran sus intenciones, tal vez fue lo mejor que pudo pasar, aunque cada día que transcurre, deformo su imagen primera para acrecentarla con virtudes que acaso ni tiene. Mi pura imaginación sensiblera. Soy tan soñadora que rayo en lo ri-dículo. Un chico como el que aparece en mis fan-tasías, creo que aún no existe, pero si tu hermano volviera, y me dijera que se encuentra un poco enamorado de mí, acaso sería la efigie que bus-co; lo escucharía; dejaría que pasaran los meses para ver si es verdad lo que dice; si sus actos coinciden con sus vocablos; lo sometería a prue-bas de afecto y sólo de esta manera le diría que sí. Entonces el sabría que desde hace mucho tiempo, aún antes de conocerlo, lo tengo como sembrado en el corazón.




En mi CUARTO



Amanece. El alba ya despunta entre las montañas que rodean a la ciudad y la luz va des-cubriendo la gran urbe. Yo no he podido dormir durante toda la noche. He sentido una como asfi-xia en lo profundo de mi pecho; como si un enor-me hueco se estuviera gestando, como si me fal-tara aire, aunque respire bien. De pronto mi cora-zón se agita cuando recuerdo que desde hace una semana dejé de verlo, pues me dijo que nada quería con un mocosa como yo.
Ya escucho por las calles el murmullo de los motores. El mundo, lo sé, es feliz, mientras yo,
en mi cuartito estoy llorando por ti. Tú me haces sufrir y no lo sabes. De pronto recuerdo las pala-bras que me decías: te amo y luego me dabas tan amorosos besos que me hacían flotar.
Quisiera vestirme como siempre y correr rápidamente atravesando la ciudad a donde tú me esperabas, sin importarme la escuela, pero luego me avergüenzo.
Tantas veces me fui de pinta contigo a Chapultepec; íbamos al lago para pasear en lan-cha y luego visitábamos alguno de los museos que allí hay. Recuerdo que te fascinaba el de An-tropología e Historia mientras yo disfrutaba tus comentarios. A veces te pedía que fuéramos al que a mí me gustaba más, el del Castillo. Tú me decías que esa época gachupina no te interesaba, sino nuestros verdaderos orígenes, los prehispánicos. No obstante, los dos nos divertíamos mucho; o por lo menos, así lo creía en ese tiempo. Luego me dijiste que ya te habías aburrido de mí; que era una muchachita muy puritana que no quería más que ver museos, en vez de irnos a un lugar más apartado y disfrutar de nuestra intimidad. Yo resistía. A veces estuve a punto de ir a tu casa, cuando según me decías, tu familia no estaba. Lo pensaba hasta tres veces y me negaba. Creo que no era aún lo correcto ni el tiempo adecuado para disfrutar lo que me proponías. Cuando nos casemos, te dije un día y tú te molestaste tanto que dijiste que era demasiado esperar y que mejor, el se adelantaría con otra que había conseguido, menos santurrona y burguesa que yo. Me dejaste sola, a mitad del bosque. Como no llevaba dinero, tuve que regresarme a pie desde allá hasta mi casa.
Oigo las voces de los niños que poco a po-co están llegando hasta mí y comienzan a jugar. Como quisiera regresar a ser niña; ser como an-tes; sin esta inquietud fantasmal, porque ellos son bienaventurados así y aún no piensan en el amor.
Bueno, en fin. Basta. Creo que ya lloré mu-cho, como dice mi abuela que también lo sufrió, pero en mi casa no hay un cuarto para llorar como el que ella tuvo antes de la Revolución. Debo dejar de hacerlo y resistir este abandono que por primera vez siento en mi vida. La escuela me espera.






chicas y chicos



Salgo. Voy lenta por la calle. Como es muy temprano hay poca gente. Falta aún una hora para iniciarse las clases. Siento algo como frial-dad, como si tuviera la sensación de cuerpo cor-tado, previa a la gripe. Es como si se agigantara una enorme ausencia dentro de mí, pero sigo adelante. Quiero no pensar en nadie. Sólo en lo que será de mi vida cuando sea mayor. Faltan casi dos meses para que cumpla dieciséis años. Pienso algo del ayer, cuando eran los días de los bellos Arco Iris y los gozaba desde la azotea de mi casa al lado de mi mamá, mientras tendía la ropa después de la lluvia.
Anhelo ser como era; volver a mis ocho años y pensar en la merienda con pan de chinos que mi papá nos invitaba. Tomo el autobús. Me acuerdo de aquél chico con el cual me tropecé. ¿Dónde estará ahora? ¿A quien habrá engañado ya? ¿O lo habrán engañado a él? ¿Será feliz o se sentirá tan solo como yo? ¿Por qué las palabras de mamá no me consuelan? ¿Ni los mimos de mi padre? Ninguna gracia me hacen las burletas de mi hermano cuando me dice que parezco la flaca calaca. Sin embargo aquí voy. El omnibús llega a la parada de mi destino y con parsimonia des-ciendo de él. Miro a mis compañeros y compañe-ras que van llegando. Mi ojeras delatan que no duermo bien. Me siento diferente, como si hubiera arrojado mi corazón a los cuatro vientos.
Me detengo un poco y me quedo obser-vando a mi alrededor. Todos los chicos y chicas que tienen mi edad vienen caminando enamora-dos por las calles; sus miradas en sus miradas y sus manos entre sus manos. Parece que saben muy bien lo que buscan y van como perdidos en-tre sí; sólo yo, divago por las calles de mi pena sin nadie que me ame. Y cuando veo que todos se aman y que él ya ni se acuerda de mí, pienso que ha de ser porque no lo miré como otras acaso lo ven; coqueteándole. De improviso, al ver que to-dos se van besando, a veces con ternura y en otras con pasión, quisiera correr a buscarlo, mas no sé en dónde estará y luego luego me arrepien-to porque está visto que él, ni siquiera se ha de acordar un poco de mí.
Al discurrir que todos se dicen palabras que él nunca me dirá, me hundo en tanta tristeza que ya no sé que más hacer. Si encontrara alguien que seriamente se fijara mí, ya no me atormentaría este sentimiento extraño de soledad.
Y sólo de pensar que nunca lo veré a mi lado, siento que él no ha de estar tan solo como yo. Debe tener compañías de sobra. Si me hubie-ra querido en verdad, hubiera regresado alguna vez y quizás a esta hora estaríamos juntos.
Por eso ahora me comienza a parecer lógi-co que mis compañeras se fijen en chavos de nuestros mismos años. Aunque sean tan torpes y encimosos, con charlas tan insulsas: que si el fútbol, que si el billar, que si el pleito de...
Bah, tonterías. Yo creía que no existía me-jor pareja que uno de veinte para arriba. Ellos sí saben ya muchas cosas más que nosotras. El problema es que todos sólo quieren pasar un rato sabroso con nosotras y yo no soy tan imbécil co-mo para aceptar que me usen.
¿Estaré desprevenida para el tiempo del amor? ¿Será por eso que yo no he conseguido aún a quien amar? Muchos sólo ven en mí a una ingenua colegiala con la cual quieren divertirse y hacerla su queridita. Pero ese no es el amor en el que yo pienso, sino el que se da durante todas las horas cotidianas: la primera felicidad del día al verlo despertar por la mañana o que nos despier-te; los dulces encuentros en el transcurso de la tarde y la dicha de apagar la luz cuando se va uno a dormir: último júbilo del día.
Francamente yo no miro nada de entreteni-do hacer un noviazgo con los mocosos de mi edad. No sé porqué. Son tan anodinos. Ese amorcito no dura siempre. El verdadero amor es para toda la vida.
Estoy de acuerdo que estas aventurillas con jovencitos de nuestra edad constituyen un ensayo de lo que podremos hacer después, pero yo ya lo superé. No entiendo por qué algunas son tan tontas que los toman como el cariño eterno, mientras ellos juguetean con otras. Debe ser el aprendizaje que los chicos también quieren lograr.
Sin embargo, un día, lo presiento, voy a poder tener a quien amar con devoción; un amor tan mío y tan grande que a su vez me ame con sinceridad, tal como mi padre y mi madre veo que se han amado. Entonces también yo seré suya y tendré alguien por el cual vivir; una pareja que me musite al oído: te amo.



suena, teléfono



Yo no sé por qué tanta insistencia la de Ignacio en que le diera mi número telefónico. So-nia y Beatriz se quedaron admiradas al darse cuenta que el muchacho más guapo y atlético de la Facultad de Medicina me hubiera pedido tal información.
-Éste es como los que te gustan.- me dije-ron- Ya la hiciste.
-¿Por qué han hecho esto? Saben que a mí no me gusta andar de ofrecida. –Respondí enojada. Ellas se rieron con gran jocosidad y me dijeron que no me hiciera la mosquita muerta. Bien que andas espere y espere una oportunidad como ésta.
-¡Pues no es cierto! Yo, por hoy, sólo quie-ro dedicarme a estudiar.
-¡Huy sí¡ ¡Qué estudiosa me saliste! ¡No seas teatral! No te queda hacerte la santurrona. Esta es tu oportunidad; aprovéchala. Es muy buen partido. En la uni todas las chavas quieren con él y él ahora ¡te está buscando!- Yo no les hice más caso, levanté mi nariz y las dejé indig-nada. Sus carcajadas aún resuenen en mi mente. En realidad no sabía si me encontraba molesta o algo gozosa de ser el centro de atención de mis querendonas amigas. Yo qué iba a estar dándole mi número, sin embargo se lo di ante tanta insistencia de él y la presión de mis escandalosas amigas.
Y ahora aquí estoy, sin saber por qué, in-quieta porque Ignacio no me llama. Sé que él tra-baja de modelo para sostener sus estudios y por eso hace tanto ejercicio. Es todo un campeón fisi-coculturista. Lo más interesante es que es inteli-gente y culto; muy refinado y no un simple costal idiota de músculos.
Esa ocupación que realiza por necesidad a mí no muy me agrada, pues está muy expuesta a ser atrapado por las viejorronas ricas e insatisfe-chas que andan en busca de jóvenes para que les satisfagan los deseos que sus viejos y asquerosos maridos ya no les cumplen porque andan con otras; sus secretarias; sus socias; sus empleadas o quién sabe quién. Es fácil así que se vuelvan mantenidos y se queden acostumbrados a que los sostengan esas señoronas en todo. Yo jamás haría eso. Ya parece que voy a trabajar para mantener a un hombre. ¡Holgazanes! Ni por más enamorada o apasionada que estuviera.
Claro que no soy como mi tía que sólo quiere ser mantenida por su marido. Hoy en-tiendo que las necesidades económicas son muy fuertes y que un solo gasto no alcanza para sos-tener una vida matrimonial tranquila. Yo trabajaría en mi carrera elegida, pero junto con mi esposo, quien también laboraría en la suya y unidos nuestros sueldos nos permitirían llevar una vida sobresaliente, respetuosa de nuestras respectivas profesiones. Así nuestros hijos crecerían con una educación esmerada que los prepare para su vida adulta. (Ay, me oí como mi mamá o como la orien-tadora de mi secundaria)
Pero el teléfono sigue sin sonar y yo como que me estoy poniendo nerviosa y a cada instante más inquieta. ¿Y si no llama? ¿Estará molesto conmigo? Me había invitado al cine y yo lo dejé plantado. Qué mala soy. Me estoy poniendo ansiosa y ya no puedo salir a esta hora. Mis papás no me darían permiso; ya es bastante tarde. No obstante, quién sabe por qué, estoy segura que antes o después me va a telefonear. En su voz y en su mirada detecté cierta since-ridad. Ojalá que así sea.
Es una lástima si dejo pasar esta oportuni-dad de verlo. Pero yo tengo la culpa por sangro-na. A lo mejor las muchachas tienen razón y en él, al fin encuentro el camino de mi felicidad futura. No puedo explicármelo bien, mas estoy segura que me va a telefonear. Sí, me tele-foneará. Debo aguardar su llamada.
¿Y si aún me estuviera esperando en la entrada del cine? Hubiera ido. Tal vez piense que no me interesa y lo perderé. Háblame ya. Si al menos hubiera anotado el número telefónico que me dio para contactarme con él; haciendo trizas con mis reticencias y prejuicios le hablaría para disculparme y ofrecerle una nueva cita. Creo que no puedo dejar de pensar en él y por lo que le he hecho, lo he principiado a amar. ¡Pobre cariño mío!
Son ya las once y no me ha hablado, pero aún creo que me telefoneará. Anda, háblame ya, Nachito!
Si mañana, a la salida de la escuela, lo veo molesto, estoy segura que ya no me va a hablar y eso será indicio de haberlo perdido. Mas no voy a desaprovechar esta oportunidad, le enviaré un recado donde le diga que mis padres no me deja-ron salir; que me disculpe. Estoy segura de con-vencerlo.
Ya son las doce pero, no sé por qué, pre-siento que aún me telefoneará. Si lo hace yo le diré que es un buen muchacho, diferente de to-dos, que sus ojos son francos y con sus frases gentiles me ha convencido de salir con él.
Suena, teléfono; por favor telefonito, suena.
Ya dio la una de la madrugada y yo, por tonta, sigo esperando.



EL MUCHACHO MÁS TRISTE



El muchacho más triste de la secundaria hoy se me ha quedado mirando. Me sentí un algo apenada porque como todos se burlan de él, yo no supe cómo reaccionar delante de las mucha-chas.
-Te está viendo el bobo.- me dijo Sonia en-tre sonrisas burlonas.
-Sí, ¿y qué?- le respondí como indiferente.- Tú sabes que a mí no me atraen los chicos de nuestra edad. No quiero parecer su mamá, pues aunque tengan los mismos años que nosotras se portan como falderos. Mejor sigamos jugando vo-leibol y concéntrate antes que descubran que tú eres el pan.
-¡Ay, qué genio! Pero no dirás que es feo el chico ése. Lástima que parece tan enfermizo. Se le nota lo enclenque desde lejos.
-¡Ya pon atención y concéntrate en el jue-go!- dije como muy mandona.
Y sin que nadie lo notara, mientras yo daba el saque de pelota, con el rabo del ojo, lo veía y sentía cierta conmoción que oscilaba entre el dis-gusto y la ternura.

Esta mañana cuando el bobo iba pasando a mi lado, me ha sonreído y su sonrisa me hizo sentir que sólo era para mí su saludo. Estoy segu-ra. Seguía viéndose tan triste, como el más triste de todos y de siempre. Es raro, pero desde ese momento me ha conmovido y ahora no puedo dejar de pensar en él, mas de una extraña y dis-tinta manera. Como que todos mis fracasos ante-riores se han eclipsado y no me importan. Algo insólito me está sucediendo.
Es sin duda un chico diverso de los otros, pero viéndolo bien es muy guapo. Flaquito sí, pe-ro tranquilo e inteligente; serio y se ve que es es-tudioso. Cuando camina no mira a nadie; es como si viera al piso, sin embargo, si ando por ahí, levanta su pálido rostro y solamente a mí me ve, como si yo fuera su alegría.
A pesar de todas mis experiencias, confie-so que aún no sé que cosa sea realmente el amor y al contemplar su mirada clara creo que estoy a punto de descubrir un atisbo de él y me surge otra manera de buscarlo. Acaso lo encuentre. Tal vez sea como una necesidad de hacer algo por quien creemos que nos necesita.
No sé qué es lo que me acontece, pero si él me sonríe, yo he comenzado a sonreírle. Re-cuerdo la tarde en la que nos encontramos al salir del museo. Yo me estremecí cuando lo vi tan cer-cano. Se veía lindo en su palidez y su flacura pa-recía pedir una caricia. Yo no entendía nada ya y me sentí confusa. Él me preguntó sobre lo que más me había gustado del museo. Yo no sé ni lo que le dije, pero sentí mucho gusto de responder-le algo que no recuerdo. El sonrió como iluminado y yo sentí como una luz que me penetraba el alma.
Creo que así fue naciendo esta emoción que siento ante él. Es como un gusto de acercar-me a su corazón.
Por eso hoy creo que esto va más allá de una condescendencia. Creo estar segura que ya es amor, aunque sea de mi edad. Es tan tranquilo en lo que me dice y no esconde misterios. He pla-ticado con él y le he dicho que me agrada su ma-nera de ser, que no cambie; que continúe así de tierno; que se quede por siempre como es. Él sólo acertó a murmurar que lo que le pidiera, eso ha-ría. (Sigue así para mí) pensé un poco sonrojada, como si él me hubiera escuchado.
Es tan disímil a todos los que he conocido. Sólo a mí me busca y me ve en silencio con una sonrisa que ha comenzado a fascinarme. No ha-bla mucho, me contempla como con devoción y no intenta impresionarme. Sólo cuando le pregunto algo, me responde siempre con gran tino. Muestra una fuerte cultura para su edad, pero no es pedante. Acaso por parecer tan triste me ha conmovido y no pienso más que en él.

Hoy nuestra maestra de Español nos citó en el teatro y hemos visto una comedia muy gra-ciosa: Contigo, pan y cebolla. Nos divirtió mucho. A la salida, él se quedó conmigo platicando en el vestíbulo. Luego de un rato tímidamente se des-pidió y me dijo que si nos podríamos ver mañana otra vez, a la salida de la escuela. Yo le dije que sí y entonces sacó de su mochilón una flor y me la entregó con su eterna, sincera y tierna sonrisa. Yo la tomé y me dijo, nos vemos. Con un andar sencillo se fue alejando y como que su tristeza se alegraba al caminar, pues sus pasos semejaban a aquellos que quieren saltar de felicidad.
Ahora todos se han marchado y sola me he quedado aquí. No siento pesadumbre como en otras épocas, sino una especie de serenidad en mi alma. En el aire hay un poco de música. Y me parece que bailo junto a él, el muchacho más tris-te de todos que al fin sonríe feliz.
Al ir recordando las tímidas y trémulas pa-labras que me ha dicho, me embarga un sopor deleitoso. Apenas lo he conocido y parece que ya lo había visto desde hace muchísimos años. Co-mo si supiera quien es; como si fuera en verdad ése que he esperado durante mucho y al fin hu-biera llegado.
Recién me enteré que es originario de Za-catecas y que vino a la ciudad desde hace un mes. Sus padres lo inscribieron en tercero A, donde están los más aplicados. Por eso no lo identificaba, aunque los mulas de mis compañe-ros de inmediato lo catalogaron como el bobito. Y no es así, lo que sucede es que es muy sensible y aún tiene esa tranquilidad pueblerina que ya en la ciudad se ha hecho trizas. Tiene espíritu de poeta.
Yo sigo sola en el vestíbulo del teatro y mi-ro la flor que me ha regalado. Pienso en él. Desde hace tanto tiempo, digo como si él estuvie-ra aún conmigo, acaso tú eres el que ha estado en todos mis sueños.




PIENSO EN LAS COSAS PERDIDAS



Ayer fuimos a ver a mi abuelo. Está muy deprimido desde la muerte de mi abuelita. Sus ojos se le ven llenos de una profunda melancolía que se pierde en un tiempo que no alcanzo a vis-lumbrar. ¿Qué recuerdos le asaltarán como refle-jos en su mirada? ¿Qué goces de la vida regresa-rán a su mente? ¿O qué angustias? ¿Cómo ha-bría sido su juventud? ¿En qué momento conoce-ría a la abuela? ¿Cómo la enamoraría? ¿O ella sería la primera en enamorarse de él? Se nota que cuando joven era muy guapo y aunque la abuela no se quedaba atrás en belleza, él ha de haber sido un fruto codiciado por muchas muje-res. ¿Cómo habrá hecho mi abuela para retenerlo siempre durante sesenta y dos años de matrimo-nio? ¿Cómo es que duraban tanto antes? Y se casaban muy jóvenes. Mi abuelo se casó de die-ciocho y mi abuela de catorce. ¡Qué bárbara! Con razón no tuvo necesidad de andar buscando o esperando noviecito. Sólo mi abuelo le bastó y ella fue el eterno complemento de él. Por eso en sus ojos yo creo que se ve tanta nostalgia. ¿Qué hará en sus noches cuando ve su cama tan sola, sin ella? Aunque nunca lo hemos visto llorar, pues es un hombre muy recio, cual un roble se me asemeja, tal vez en el silencio de su cuarto, un llanto sin fin lo mortifique y lo desahogue.
Cuando llegamos a su casa, nos recibió muy afectuoso y mamá preparó la comida mien-tras su hijo, mi papá, conversaba de cosas de tra-bajo. Entonces yo aproveché para hacer un reco-rrido por la casita, mientras mi hermanito se diver-tía en el jardín jugando con la perrita cocker de mi abuelo. Me sentí como inundada de recuerdos, como si yo hubiera sido mi abuela y abuelo a la vez y repasara sus vivencias mirando sus mue-bles, sus objetos de decoración, sus cuadros, sus libros, sus curiosidades, sus discos. Era como haber regresado a la época de Don Porfirio. El art nouveau, creo que así se dice (se lo he escucha-do decir orgullosamente a mi abuelo), permanecía vigente en aquella casa y eso le daba ese aspecto retrospectivo y señorial.
Al ir explorando parecía que recobraba algo del tiempo ido. De pronto, en el secretero de la abuela que se encontraba abierto, descubrí un manuscrito. Era de mi abuelito y sin aguantarme la curiosidad, comencé a leerlo. Parecía un poe-ma en prosa que me fue conmoviendo terrible-mente. Era como un encuentro tremendo con la vida que se fue, pero que había dejado una pro-funda huella en alguien que aún resistía los embates de la misma. No aguanté las ganas y lo copié. Decía:
Pienso en las cosas perdidas en tan poquí-simo tiempo. Todo es más triste tan lejos de ti y ahora estaré muy solo por siempre, dulce amor mío.
Vuelvo a pasar por nuestro viejo barrio donde nos conocimos y vuelvo a mirar a la luna. Con un gran vacío en el corazón veo nuestra ban-ca donde te declaré mi amor en aquel jardín.
Regreso por nuestras calles soñando en ti, aunque sin ti y vuelvo a casa llorando por ti, mi eterno amor.
Si tú pudieras verme, descubrirías todo lo que he perdido hoy.
En ese instante mi mamá gritó que ya es-taba la comida lista y yo medio asustada por mi indiscreción y lo que había descubierto, salí con los ojos llenos de lágrimas. Era como haber des-cubierto en el pasado, acaso mi futuro.
Mi abuelo preguntó que por qué lloraba. Yo sólo me abracé a él. Mi madre movió la cabeza y le dijo al oído a mi padre: parece que está enamo-rada.
Mi padre enarcó las cejas, como asombra-do, y me miró como pensando: ni modo, todo tiempo llega a su tiempo.



LA FANTASÍA DE LA REALIDAD



Hoy nuestra maestra de Español nos dio una clase estupenda, como casi nunca la había escuchado en ninguno de nuestros maestros. Nos emocionó tanto que le pedimos continuara hablándonos así, en lugar de mandarnos a investigar.
Nos dijo que la vida se proyecta en las obras literarias y en el arte en general y que a tra-vés de esto encontramos una equivalencia vital que nos fortifica, nos hace reflexionar, nos con-mueve y modela nuestras vivencias incrementan-do nuestras capacidades sensibles e intelectua-les.
Para ejemplificar su clase nos trajo una novela, que no sé por qué la subtitularon novela antigua (para mí todas las novelas que he conoci-do, son antiguas), y nos la comenzó a leer. De inmediato nos atrapó la lectura; sea por la modu-lación que la maestra daba al leer oralmente o porque ella es también actriz y dramatizaba los papeles y las voces con una maestría que nos dejaba lelas. Hasta los más reacios de nuestros compañeros habían quedado como fascinados. Parece que en este instante la sigo oyendo:
FIDELIA

NOVELA ANTIGUA

A SITA

A PENÉLOPE

A FIDELIA

PRIMERA PARTE


PRIMAVERALES
I

EL AGUACERO

Fidelia venía corriendo. Sus pies, pequeños y descalzos, se hundían en la tierra que cubría las polvorientas callejuelas del pueblo. Su cuerpo indígena, de una sensual, pero ingenua belleza, iba moviéndose con un ritmo tan de cámara lenta que parecía flotar. El aire soplaba furioso y movía el amplio vuelo de su vestido decimonónico, como si hubiera querido arrancárselo. Una bolsa repleta de amarillentos elotes era estrechada con firmeza por sus morenos brazos, brazos morenos de muchacha campesina.
Su rostro, de extraña hermosura cobriza, no expresaba ni alegría ni sufrimiento. Era un rostro que reflejaba una seductora tranquilidad espiritual. Un rostro apacible, inocente. Sus grandes y negros ojos, como de chiquilla, eran el espejo verdadero de aquella serenidad. Como una Guadalupe rediviva.
Fidelia venía corriendo y sus oscuros y la-cios cabellos se movían cual peinados por el viento. Nada parecía perturbar la irradiación de ternura que despedía.
En el gris infinito de esa tarde los nubarro-nes se miraban inquietos: culebras que ora se mezclaban, ora se iban para un lado, ora se iban para otro, como si una fuerza terrible jugueteara con ellos en las alturas. Agonizaban.
A veces, en la distancia, una luminosidad fugaz surgía por breves momentos y luego, con la misma rapidez con que había aparecido, se per-día. Instantes después el ruido ensordecedor del trueno se escuchaba casi aterrante en sus ame-nazas de aguacero que se aproxima.
Fidelia corría y corría mientras el torrente amenazante estaba a cada momento más cer-cano. Por aquí y por allá comenzaron a caer gotas enormes. Arreciaban poco a poco. Fidelia iba ve-loz. Las lágrimas del cielo cada vez eran más abundantes. Llegó semimojada hasta el portón de una casa campirana y tocó. Una mujer abrió apre-surada.
Al entrar la muchacha, un nuevo diluvio parecía haber comenzado.
-¡Jesús, muchacha! Mira nomás cómo vie-nes. Ya temía que fuera a agarrarte el agua en la milpa. –Dijo algo asustada Doña Pilar.
-Por poquito llego bien empapada, mamá.
-Lo bueno es que ya estás aquí. ¿Trajiste bastantes?
-No muchos. Aquí están. A ver si te gustan –le dio la bolsa- Los corté tan a la carrera que creo que no están muy buenos, pero si me hubie-ra entretenido un poco más en escogerlos, imagí-nate cómo vendría en estos momentos de mojada.
En cuanto la madre de Fidelia tuvo la carga cosechada, la llevó hasta una mesa pequeña que estaba en uno de los rincones del cuarto y vació estrepitosa el contenido sobre ella.
-Están rechulos. Saldrá muy sabroso el atole. Vas a ver cuanto gusto le dará a Ramiro. Al fin le cumpliremos su antojo.
Fidelia, agitada, parecía escuchar mientras recuperaba el aliento, sin embargo la lluvia torrencial la distraía como entre susto y placer.
Veía como millares de hilos invisibles baja-ban del cielo e iban a estrellarse con furor en los tejados para romperse en mil pedazos, como todo lo que está en lo alto... cuando cae.
-Vamos a llevarlos a la cocina- la voz de Doña Pilar interrumpió las observaciones de su hija.
-Vamos pues- mecánicamente respondió.
La muchacha se volvió con graciosa rapi-dez y comenzó a ayudar a su madre a echar los amarillentos y sabrosos frutos en un enorme ces-to. Doña Pilar estaba muy contenta. Juntas salie-ron. Cruzaron por un limpio corredor enladrillado. Las plantas que ahí estaban colocadas, despe-dían sus aromas y perfumaban el ambiente. Ha-bía rosas, había bugambilias, había violetas. To-das recibían el benefactor maltrato de la lluvia y el rocío expandía olores y frescura.
Al llegar a la cocina de una rusticidad en-cantadora vaciaron el cesto. Fidelia se dirigió a un rincón. cogió un bote de lámina ya muy ahumada, lo llevó hasta donde su madre se encontraba seleccionando los elotes y allí, colocaron los más pequeños.
Fidelia tarareaba una improvisada melodía. Una melodía sencilla, alegre e ingenua como su alma. Alma de muchacha pueblerina.
Afuera, la lluvia iba disminuyendo.
II
EL CUMPLEAÑOS

-Salió muy bueno el atole- sonriente excla-mó Fidelia.
-Está exquisito- Don Ramiro, el padre de ésta, comprobó.
-Yo sabía que te iba a gustar- Doña Pilar dijo satisfecha.
Los tres quedaron en silencio. Egoístamen-te saboreaban aquel exquisito alimento. Fidelia sonreía como soñando en algo hermoso.
El comedor, en donde se encontraban, era un cuarto de agradable aspecto, ni chico ni gran-de, más bien de regular tamaño. El moblaje era sencillo: una mesa al centro, varias sillas de beju-co a los lados, una vitrina al fondo de la estancia y junto a ella, en el rincón, una mesita. El piso de ladrillo, las paredes muy bien pintadas y uno que otro cuadro adornándolas.
De pronto Don Ramiro, poniendo sobre la mesa la jícara que contenía aquel sabroso líquido, dijo, saboreándolo aún y relamiéndose, como los niños pequeños que prueban por primera vez el chocolate:
-Fidelia... ¿Qué quieres para el día de tu cumpleaños? Ir a la ciudad o una fiesta.
-Cualquiera de las dos cosas estaría bien, pero... yo no quiero que gasten.– Con gran sor-presa respondió humildemente-.
-¡Una fiesta! –con regocijo gritó Doña Pilar.
-¿Te gustaría una fiesta?
-Si... pero una fiesta sencilla -consintió Fi-delia-.
-¡Cómo que sencilla! –con gran admiración- ¡La fiesta será para celebrar tus quince años! Vendrá todo el pueblo, ya lo creo –con cierto aire de disgusto, de temor y de seguridad- Vamos a gastar todos nuestro ahorritos en tu cumpleaños, para que nadie diga que en esta casa nunca hacemos fiestas y menos vayan a murmurar que cuando las hacemos, nos duele el codo de ser espléndidos. Ya verás como te vas a divertir, vendrán muchos jóvenes...
El padre de Fidelia hablaba y los grandes y negros ojos de ella resplandecían de felicidad, pero al oír estas últimas palabras, súbitamente dejó de sonreír y se ruborizó.
-Pero por qué te pones colorada –con cu-riosidad- Que se me hace picarona que tú ya an-das queriendo novio. –Señalándola con el dedo.
-¡Ay papá! Cómo dices eso –con ligero sus-to- No pensaba en eso y si así fuera, ya se los hubiera dicho. ¿Cuándo han visto que yo les oculte algo?
-Bueno, bueno... está bien, perdóname, ol-vídalo- condescendió cariñosamente.
-¡Mejor vamos a hablar de la fiesta! –estrepitosa, interrumpió Doña Pilar. Aquí Don Ramiro cogió la jícara, la llevó a sus labios.
-¡Ay! Ya está bien frío. –Exclamó- Anda ve a calentarlo Pilar –ésta se levantó y con paso rá-pido se dirigió hacia la cocina.
Fidelia había quedado pensativa. Su vista se fijaba a cada instante en objetos distintos. Se había apenado tanto al oír de boca de su padre tales afirmaciones que su sencillo espíritu se ha-bía descontrolado momentáneamente.
Tal vez si en ese momento una abeja hu-biera entrado, en aquel lugar, claramente se hu-biese escuchado su zumbido, gracias al completo silencio que reinaba en aquella pieza.
Transcurrieron varios segundos. Cada uno se encontraba sumido en el abismo de sus pen-samientos. Ella seguía recordando las palabras que su padre había dicho y en sus mejillas apare-cía un ligero rubor.
Él, sólo imaginaba la mejor forma de feste-jar a su amada hija, la única que le quedaba de las dos que habían alegrado con sus cantos y risas aquella casa que con tanto esfuerzo había logrado levantar y sostener, a veces con grandes sacrificios. Del otro producto de su sangre, sola-mente un triste recuerdo le quedaba. Quién sabe dónde andaría. Aún evocaba aquella tarde de feria cuando Delfina no regresó. Pero ni modo, siempre había dicho, qué Dios la cuide y a noso-tros que no nos deje.
-Aquí está el atole, viejo. Ahora sí está bien calientito. Acábatelo, si no, se volverá a enfriar- la voz melosa de Doña Pilar vino a romper el silen-cio que había imperado hasta esos momentos, como una piedra cuando cae en un lago de aguas muy quietas.
Don Ramiro lo bebió deleitosamente, sin un dejo de resentimiento o amargura. Cuánta alegría sentía su corazón al palpar las caricias del hogar. Adoraba a su mujer y a Fidelia ni se diga.
Fidelia contemplaba al padre, Doña Pilar al esposo. Cuán satisfechas se sentían al vislumbrar el placer que experimentaba Don Ramiro, al beber el espeso líquido.
-¿Vas a ir a ver al compadre Juanito para que te haga el presupuesto de lo que nos va a cobrar por la música?
-¡De veras, Pilar! –respondió sorprendido.- Ahorita vengo. Se me había pasado. No me tardo. –Y se levantó con presura dando el último sorbo a su bebida. Dejó el jarro. Doña Pilar lo siguió con la visita moviendo feliz la cabeza en aprobada desaprobación. Fidelia fue hasta el corredor acompañándolo y desde allí, lo miro alejarse. Sonreía y todo en ella era felicidad.
III
EL PASADO

Tal parece que las insignificancias en los pueblos pequeños se vuelven terribles escánda-los. Así sucedió cuando el joven Ramiro, hijo de una de las familias más adineradas del lugar, dijo a sus padres que deseaba casarse con Pilar, la hija de Chona, la lechera.
Los señores Méndez quedaron estupefac-tos ante aquella proposición. Cómo era posible que su hijo, inteligente y apuesto, se hubiera fija-do en esa muchachilla, que si no era muy fea, tampoco era muy bonita. Casi no podían creer lo que su adorado hijo les comunicaba. Enamorarse, eso era lo de menos, pero tratar de contraer nupcias, y esto era lo peor, con la simple hija de una vendedora de leche, parecía inconcebible.
Aquel día en que Ramiro les dio a conocer sus deseos, fue una triste fecha entre todas las de su vida. Su padre se puso furioso, tanto, que enfermó del hígado y tuvo que ser llamado de la capital un médico especialista. Duró encamado cerca de un mes y a veces, por las noches y entre sueños, maldecía la hora en que su hijo había conocido a esa muchachuela detestable.
El punto cumbre de esta situación lo oca-sionaron los señores González, pues como ya tenían a tras mano, con algunas alcahueterías de por medio, arreglado el que su hija única (de poca educación, pero eso sí, de muchísimo dinero) se uniera en matrimonio con Ramiro, al enterarse de aquellas noticias se pusieron furiosos y las consecuencias de su enojo fueron para el pueblo, pequeño pero chismoso, una de las diversiones más regocijantes en aquellos días.
Sucedió que al enterarse el Señor Pedro González de lo que para su honor consideraba una afrenta, se colmó de dignidad y de la manera más solemne y seria, fue, junto con su esposa y su hija, ésta bañada en lágrimas, a hacer el re-clamo y a exigir explicaciones, además de una o muchas disculpas, por parte de los ofensores.
Ya se nota lo ridículo que parecía ante el pueblo tales actitudes. Se habían ofendido porque según ellos, el honorable apellido de los González andaba en las impuras bocas de los pueblerinos y sería objeto de mil burlas y chascarrillos. Se habían ofendido porque todos los planes que tenían forjados estaban a punto de desaparecer. Los padres de Ramiro les habían asegurado que el casamiento casi estaba hecho y ahora, iban saliéndoles con esto.
Con demasiados aires de enojo, los González llegaron a casa de los Méndez, entraron y dicen las malas lenguas, que se escuchó lo siguiente:
-Buenas tardes- con aspecto despótico sa-ludó Don Pedro. Doña Beatriz, la madre de Rami-ro, que en esos instantes se encontraba sola, amablemente respondió. Los invitó a sentarse, pero ellos permanecieron en pie.
-Vengo a arreglar una cuestión que yo considero muy seria, tanto para el prestigio de su familia como para el de la nuestra –con voz grave prosiguió Don Pedro-.
-¿De qué asunto se trata?- ingenuamente preguntó Doña Beatriz.
-¿Cuál ha de ser? Me parece que esa inocencia que muestra usted es demasiado falsa. Bien sabe que vengo a hablar de lo referente a nuestros hijos. Usted había quedado de acuerdo que mi hija y él –despectivamente- se casarían dentro de seis meses y ahora resulta con que Ramiro está enamorado de otra. Pero no es esto lo importante, lo que me da rabia es el saber de quién se fue a enamorar, nada menos que con la hija de una lechera y que sabrá Dios quién sería su padre. No le parece a usted, Doña Beatriz, más que suficiente para que nosotros estemos algo molestos con esta situación?
-Supongo que sí murmuró.
-Nada de suponer, estamos terriblemente contrariados. Mi hija ha quedado por debajo de esa Pilar. Todo el mundo lo comenta. La despre-ció por una vulgar muchachilla que no tiene nada de instrucción –en este momento, sin que nadie se diera cuenta, pues estaba tan acalorado el re-gaño que Doña Beatriz soportaba como mártir, entró Ramiro, iba a saludarlos, pero al escuchar aquellas palabras tan ofensivas para su amada, se abstuvo de hacerlo y decidió escuchar las ve-nenosas opiniones que el Sr. González profería- y mucho menos categoría social. Es una indigna competidora, sí cabe aquí esta palabra, de mi hija. Mi niña que está dotada de todas las cualidades y virtudes que pueden hacer dichoso a un hombre. Por eso usted, Doña Beatriz, tiene la obligación de impedir, ya que su esposo no puede hacerlo por estar enfermo, que el caprichudo de su hijo se case con esa mujeruca. –Aquí comenzó a elevar la voz, casi amenazándola y con los puños apre-tados por la ira-. Tiene que obligarlo a que desista de esa...
-Un momento señor- la voz juvenil de Ra-miro se escuchó.- Todos voltearon admirados- ¿A qué se deben tantas amenazas? Esa mujer a quién usted está gritando es mi madre y no una de sus sirvientes. No tiene ningún derecho de venir a gritarnos a nuestra propia casa. Si mis pa-dres habían arreglado que yo me casara con la hija de usted, yo no lo aprobaba. Alaba a su hija porque es usted su padre, yo no. Y si le he de ser franco, me es antipática por orgullosa, porque se siente superior a todas las muchachas del pueblo tan sólo porque tiene padres ricos. –Aurora, que así se llamaba la adoración de los González, es-cuchaba todo esto, abriendo lo más que podía los pequeños ojos y la gigantesca boca-. Además –seguía Ramiro- si me he enamorado de Pilar es porque he visto que aunque es de humilde origen, tiene muchísimas más cualidades que Aurora. Pilar es buena y su corazón es noble. Aurora es una señorita mimada y malcriada.
-Cállate- encolerizado gritó Don Pedro.
-Por Dios, hijo, sal de aquí- muy afligida imploraba Doña Beatriz.
-Majadero –gritaba entre sollozos Aurora.
-Vámonos mejor- furiosa, la mujer de Don Pedro rabió. –Vámonos pronto.
-Eso es lo que deben hacer- seguía Rami-ro- irse de nuestra casa, rápido, váyanse. No so-portamos la presencia de gente como ustedes. Largo.
Don Pedro, al ver tan enojado al joven, comprendió que era preferible retirarse; Doña Beatriz estaba absorta. Los González se dirigieron a la puerta. Aurora era abrazada por su madre. La una sollozaba y la otra decía y pensaba mil im-properios. Don Pedro al retirarse lanzó una mira-da devoradora a Ramiro, quien repetía con voz firme: ¡Largo!
Los González desaparecieron. El joven se dirigió hasta donde su madre se encontraba a punto de desfallecer, se arrodilló ante ella y dijo:
-Perdóname mamá, pero no podía dejar que te gritara así. Me exalté demasiado y les dije lo que desde hace mucho tiempo debería haber-les dicho.
-No debiste... –con la voz temblorosa- no debiste ofenderlos en esa forma.
-Ellos fueron los culpables. Perdóname por lo que he hecho. Espero que sepas comprender-me, que me comprendas... amo a Pilar y con ella quiero casarme. No me interesa que sea humilde. Lo único que me importa es que es noble de co-razón. Nada más. Perdóname.
Doña Beatriz hizo que su hijo se levantara, lo abrazó. Las mejillas se le humedecieron al co-rrer de una frágiles lágrimas que se habían esca-pado de sus ojos. Ojos de aspecto tierno. Ojos de mirada dulce. Ojos de Madre.

IV
A PESAR DE TODO


Y como en un cuento de final dichoso, Pilar y Ramiro se casaron y vivieron muy felices.
A pesar de algunas calumnias, los Gonzá-lez nunca pudieron romper con el matrimonio que cada vez se mostraba más firme.
Al principio Doña Beatriz y Don René, éste último, ya repuesto de su enfermedad, no miraba con muy buenos ojos aquella unión. Pilar tuvo que resistir algunos desprecios por parte de sus suegros. Ella los soportó y poco a poco fue ganándose la voluntad de ambos. Ya Doña Beatriz no la criticaba, sino que se deshacía en elogios antes las actividades domésticas que realizaba: sabía bordar maravillas, conocía la manera de preparar suculentos platillos, era limpia, ordenada y amable. Administraba perfectamente la casa y a tanto llegó la estimación de la suegra por la nuera que, Doña Beatriz llegó a pensar que Pilar valía mucho más que un Potosí.
La recién casada se desalaba por atender a Don René. Este, al principio, no veía con mucho agrado aquellas muestras de cariño y de respeto, pero después, con los guisos tan sabrosos que ya he dicho que realizaba, fue ganándose el buen mirar de su suegro. Don René, cabe agregar aquí, era un excelente gastrónomo.
El tiempo transcurrió ligero y el primer hijo del joven matrimonio llegó. Cuánta alegría sintie-ron los padres de Ramiro al estrechar entre sus brazos al nieto. Todos los minutos se les iban en hacerle caricias y mimos.
El pequeño Alfredo era la alegría y la luz de su vejez, vejez tranquila, transcurrida en la paz del hogar.
Pilar y Ramiro adoraban al chiquillo y éste se sentía el emperador de la familia.
Sin embargo, el reinado de Alfredo, pronto vino a caer. Una mañana se escuchó el llanto de una criatura. Una niña había venido a colmar la dicha de aquellos seres. Rosita llegaba a destro-nar a su hermano, pero ambos eran la felicidad de sus padres y de sus abuelos.
Los dos pequeños crecían sanos, fuertes y risueños.
Cuando Alfredito y Rosita tenían seis y cuatro años respectivamente, la familia aumentó en un miembro más.
-¿Qué fue?- Don René, mucho más nervioso que su hijo, preguntó sofocadamente a Doña Beatriz que en esos momentos salía de la recámara en donde Pilar se encontraba.
-Otra niña- respondió llena de alegría, ale-gría que se manifestaba en todos los movimientos de su cuerpo- . Está muy bonita. Se parece a Pi-lar, tiene su misma nariz, su misma boca, es su vivo retrato.
Don René casi saltó hasta el techo de la emoción. Con lo que le gustaban las niñas. Ramiro se alegró de que todo hubiera salido con bien, más entre sí, pensaba que hubiera sido mejor otro hombrecito, para que cuando creciera le ayudara en las labores del campo.
Todos estaban contentísimos con aquel re-galo.
-¿Podemos entrar a verla? –preguntó Ra-miro a su mamá.
-Todavía no, está durmiendo. Gracias a Dios que todo salió con bien.
-Pero Beatriz...qué... qué nombre le pon-dremos- interrumpió de súbito Don René.
-¡Ay! Deja que sus padres seleccionan a su gusto. Nosotros ya les hemos puesto nombre a los otros niños.
-Pero que sea ahora mismo. Me muero de ansias por saber el nombre que va a llevar nues-tra nieta.
-Cálmate. Esperemos hasta mañana. Es muy tarde ya y yo estoy extenuada. ¿Ustedes no? Vamos a dormir, mañana sabremos qué hacer y tus ansias quedarán en calma.
Todos se dispusieron a descansar y en el silencio del campo, adornado con el adormecedor sonsonete de los grillos, Morfeo les regaló los más hermosos sueños, todos relacionados con su nuevo amor.
Don René soñó que la niña iba a entrar a la escuela y que él la conducía cuidadosamente. Doña Beatriz la soñó jugando con sus hermanitos. Ambos estaban dichosos con los regalos de su vejez. Apacible vida de la promesa antigua.
V
UNA NIÑA

Los gallos con sus cantos ostentosos, pre-ludiaban la llegada del amanecer. La naturaleza despertaba de sus sueños y las visiones fantas-magóricas desaparecían. Los pajarillos, entre tri-nos, abandonaban sus nidos en busca del sustento cotidiano. Las gallinas, algunas conduciendo numerosa prole, dejaban las ramas o rincones en donde habían pasado la noche y rascaban alegremente la tierra escudriñando tras un gusanillo o picoteando alguna plantita. Las vacas, en los establos, mugían al ver que las desposeían del alimento que estaba destinado a sus hijos y por todo el rumbo se escuchaba el tañer de la campana de la iglesia que llamaba a la primera misa.
En casa de los Méndez, todos se habían levantado. Don René, Doña Beatriz y Ramiro, fueron al cuarto de Pilar para ver cómo había amanecido y la encontraron sonriente y sonrosada, como en sus años de doncella:
-¿Cómo amaneciste? ¿Estás bien? –preguntó ansiosamente el suegro.
-No ves que está tan lozana como si nada le hubiera sucedido –jubilosa exclamó Doña Bea-triz que llevaba una taza en las manos- Te traigo un poco de té, es canela, tómatelo.
-¿En dónde está la niña? –interrumpió nuevamente Don René.
-En la cunita- contestó una mujer que había estado toda la noche con la enferma, a guisa de enfermera.
Los tres corrieron a verla.
-¡Está chistosa!
-¡Qué bonita!
-¡Qué pequeñita!
Al terminar esta última frase dicha por Do-ña Beatriz Pilar llamó la atención de sus suegros.
-Papá René y mamá Beatriz –desde el lu-gar en donde se encontraban reposando-.
-¿Qué quieres hija? –Respondió Don René.
-Anoche tuve un sueño extraño...
-¿Qué clase de sueño? –interrogó alarma-da Doña Beatriz.
-Pues soñé que... iba con mi hija entre los brazos, por un camino estrecho, muy estrecho. Nada se distinguía bien... después sin darme cuenta, mi hija desapareció... yo gritaba desespe-rada llamándola, pero no sabía su nombre, de pronto muchas voces extrañas gritaron uno... era... no recuerdo bien... creo que Felisa, no, Feli-pa... no. ¡Fidelia! Eso es. Fidelia repetían y al es-cucharla mi hija apareció... pero ya no era la mis-ma... era otra de más edad... estaba llorando y entonces me acerqué a consolarla. Ella me mira-ba... me veía fijamente pero nada decía, nada. Después, no recuerdo muy bien, se alejó otra vez... lloraba desesperada, lloraba, quería seguir-la pero algo extraño me lo impedía. En ese mo-mento desperté con gran susto.
-¡Ay hija! Son tonterías –exclamó sonriente Don René.
-Tal vez, pero estuve meditando y he re-suelto que mi hija se llame como mi sueño me lo sugirió. Se llamará Fidelia.
-¡Fidelia!- gritaron los suegro al unísono.
-¡No! Ese nombre es muy extraño, se oye feo.
-A mí me gusta. –aprobó- Ramiro.
-Fidelia es bonito nombre y no muy conoci-do. –Comprobó Don René.
- A mí no me agrada. –Se opuso Doña Beatriz- Hay nombres mejores... María... Virginia... Helena, pero ese, es horrible... bueno no mucho, en fin, si a ustedes les gusta, no tendré más remedio que aceptarlo. Lo siento por la niña. Con ese nombre... A ver si no encuentra burletas cuando crezca. Ya ves cómo es cierta gente.
Después de algunos comentarios, cambió la conversación, pero a cada instante acudía a su mente, como un rayo de luz, el nombre de Fide-lia... Fidelia... Fidelia...

VI
EN DIFICULTADES

Los negocios de la familia Méndez decaye-ron tremendamente. La próspera hacienda en la que había nacido Ramiro se había transformado en una humilde casa que distaba mucho de ser el antiguo palacete.
Nadie se explicaba el porqué de aquel des-censo. La fortuna parecía sonreírles y de repente, los prósperos negocios se vinieron abajo. Pasaron a ser una de las tantas familias que habitaban el poblado.
La mala fortuna cayó sobre los Méndez y una mañana Don René murió. Doña Beatriz en-fermó de pesar. Ramiro sufrió mucho al perder a su padre. Pilar lloró en silencio. Los inocentes chiquillos lloraron también al ver la congoja de sus mayores, pero después salieron a jugar. Alfredito tenía nueve años, Rosita siete y Fidelia cinco. Los niños se divertían mientras sus padres eran martirizados por el dolor.
Don René, poco antes de morir, había con-traído algunas deudas bastante fuertes con el fin de salvar a su familia de la bancarrota que se vis-lumbraba. Tan pronto como recibió el dinero pres-tado, se dedicó a invertirlo en la compra de ins-trumentos de labranza, en semillas y en pagar los sueldos de sus sirvientes y el de unos cuantos peones.
Todas las esperanzas estaban cifradas en las utilidades que dejaría la próxima cosecha. Don René parecía ver en los terrenos destinados al cultivo del maíz y del trigo, los alientos para continuar la lucha.
Ramiro ayudaba a su padre en la dirección de los negocios que tal vez serían la salvación de la familia. Desde muy temprano, casi antes de que el sol se asomara detrás de las montañas, los Méndez se encontraban activos, todos con una misma meta, con un mismo objetivo: evitar la hi-riente pobreza.
Una tarde llovió con una furia jamás vista por ellos. El viento soplaba con fiereza aterradora y para completar la saña del destino, de la suerte o de lo que haya sido, cuando todos creían que iba a calmarse la tempestad, ésta arreció y co-menzó a caer granizo. Las tejas de las casas pa-recían que iban a romperse. Un ruido monótono y ensordecedor se escuchaba cuando las piedreci-llas de hielo iban a estrellarse contra los techos. Tal vez la naturaleza se vengaba de una ofensa cometida contra ella y por eso arremetía colérica. Los pensamientos de Don René estaban llenos de pavor y sobresalto.
Vino la noche con su negrura intangible y la lluvia, un poco menos abundante, continuaba. El padre de Ramiro estaba desconsolado y éste confiaba en que las tiernas matas de maíz y los delicados retoños de trigo, sus más grandes espe-ranzas de salvación, hubieran permanecido in-demnes. Doña Beatriz y Pilar las imaginaban des-trozadas, inútiles, inservibles. Pensaban en el sacrificio de unos meses que había sido destruido en forma tan impía e injusta.
Los pequeños dormían arrullados por el caer del chipichipi. Sus caritas estaban inmóviles. Una sonrisa cándida se dibujaba en sus labios, tal vez en sus sueños se encontraban en un mundo encantado.
Dormían tranquilamente, no sospechaban los crueles sufrimientos de sus padres. ¡Dichosos los niños que nada saben del sufrimiento y de las borrascas que se desencadenan en las almas de los adultos!
Quizás estas adversidades fueron la causa de la muerte de Don René. La situación en que se encontraban los Méndez era desesperante. La cosecha había ido rumbo al fracaso. Nada había quedado a salvo de la furia devastadora del terri-ble meteoro. Todo se había perdido: el esfuerzo, el trabajo, la ilusión, la esperanza. La salvación económica de la familia estaba muy lejana. Nada más había que hacer. El plazo para pagar las deudas iba a vencerse. La ruina había llegado.

VII
LA FUERZA DEL TRABAJO

Diez años después, Ramiro volvía a recu-perar un poco de los perdido. Pero antes de llegar a esto, cuántas penas, cuánto trabajo. Cientos de noches fueron las testigos de sus desvelos.
Él y Pilar, después de aquella catástrofe, se dedicaron a luchar en contra de todas las dificultades que se les iban presentando.
Los acreedores llegaron a un acuerdo con Ramiro. Le dieron la oportunidad de ir pagando poco a poco lo que restaba para liquidarlos. Algu-nos terrenos que a los Méndez les quedaban, fueron rematados y las cantidades que pagaron por ellos, abonadas a la deuda, sin embargo, aún así, el saldo era bastante.
Sus hijos, que habían nacido en el período de abundancia, pasaron el resto de la niñez y toda su adolescencia casi en la miseria, rodeados de carestía, de estrechez e invadidos de mil deseos insatisfechos.
Las comodidades que ellos pensaban dar-les a sus pequeños se esfumaron súbitamente. Hubo veces en las que Alfredo, Rosa y Fidelia no tenían más ropas que las que llevaban puestas.
Pilar, que antes de casarse estaba un poco acostumbrada a la pobreza, no lo resintió mucho, pero Ramiro, se desesperaba ante la ausencia del dinero, maldecía su suerte y llegó a pensar hasta en el robo. Pronto se conformó y se dijo a sí mismo, que la única forma de librarse de aquél sufrimiento era el trabajo, que nada era imposible con el esfuerzo. ¡He aquí lo más grandioso que obtiene el rico cuando se torna pobre!
Los pequeños iban creciendo. El mayor se hizo joven y pudo ayudar a sus padres. Rosa, cuando iba a cumplir once años murió de pulmo-nía y más que por la enfermedad, debido a la falta de atención médica.
Ahora, después de quince años de sufri-mientos, todo parecía sonreírles. Su situación económica había mejorado: tenían amigos.
Fidelia se había puesto hermosa y estaba a punto de cumplir quince renacer de flores. Ella se crió completamente bajo el manto de las costum-bres campesinas. Le gustaba andar descalza y esto no afeaba para nada sus pequeños pies, iba al campo y entre los verdes del llano se perdía, cortaba las flores silvestres y cantaba, como acompañando a los pajarillos.
Como no tenían sirvientes, su madre, la enviaba hasta la lejana huerta, en donde estaba su padre y su hermano trabajando, para que les diera de comer. Y Fidelia iba gustosa, sin temer a nada, sonriente.
A ratos corría, a ratos descansaba. Cuando algún arroyuelo se atravesaba en su camino, chapoteaba en él y el agua parecía alegrarse porque al saltar se rompía en mil cristalinos pedazos. Fidelia se llenaba de gozo y continuaba por su ruta, a veces permanecía unos momentos mirando el azul infinito del cielo como si tratara de descubrir en él, algo fantástico. Después proseguía su despreocupado paso.
Cuando llegaba a la huerta, acariciaba a su padre y a su hermano y con su pañuelo, limpiaba el sudor que escurría por las amadas frentes familiares. Presurosa les servía de comer. Ellos se deleitaban con la ingenua y alegre plática de la chiquilla. En ocasiones una broma condimentaba la delicia de aquellos sencillos manjares. Horas después, regresaba a casa, con una cierta inexplicable tristeza.
Al atardecer, iba al jagüey. Conduciendo a un par de borricos que soportaban humildemente dos enormes botes cada uno, que deberían ser llenados con el preciado líquido por el que iba. Allá platicaba con las otras muchachas del pobla-do. Y todas reían y sus risas se asemejaban al canto de las palomas. Risas de muchachas pue-blerinas.

VIII

PREPARATIVOS

Don Ramiro llegó muy animado:
-¡Pilar! Ya regresé- con voz lozana exclamó. La esposa salió corriendo de la cocina, seguida por Fidelia, ambas atravesaron por el corredor y llega-ron hasta la salita, en donde se encontraba jubilo-so el padre de Fidelia.
-¿Qué pasó?- interrogó sonriente Doña Pi-lar-. En cuánto va a salir el baile.
-¿Saldrá muy caro? –temerosa interrumpió la joven.
-Claro que no- explotó gozoso Don Ramiro.
-Cuéntanos, qué es lo que te dijo el com-padre- animadamente preguntó la esposa.
-Pues me dijo que, por ser para nosotros, él va a encargarse de que no nos resulte tan costo-sa la contratación de la orquesta y que, además, como regalo para Fidelia por su cumpleaños, se encargará de los arreglos de la casa, para que ésta luzca elegante y más hermosa –la madre y la muchacha sonreían-. Casi todo ha quedado listo. Nada más faltan tres días para el festejo, así es que debemos ir pensando en el vestido que ha de llevar. Traje estas revistas de moda recién llegadas de la capital para que escojan. Dicen que son los más recientes modelos de París que se preparan para recibir al nuevo siglo. Es necesario que nuestra hija vaya acostumbrándose a llevar buenas ropas. Siempre anda con esa facha. Vas a ser una señorita de sociedad dentro de poco –dirigiéndose a Fidelia- y por eso debes andar bien arreglada, ahora que la situación nos lo puede permitir. Usa ya los zapatos que te he comprado como siempre te gusta andar descalza, los pies se te pueden hacer feos. De una vez, corre a calzarte.
-Está bien papá, pero yo ando más conten-ta sin ellos- contestó y salió rumbo a su cuarto.
-¡Qué feliz me siento Ramiro!- exclamó Do-ña Pilar -¡Al fin parece que nuestros sufrimientos terminaron!
-Si mujer, gracias a Dios y a nuestro es-fuerzo. ¿Y Ricardo? ¿Todavía no llega?
-No, todavía no. Ya ves que el pobrecito tiene que atender la venta del maíz. Eso es tan entretenido y cansado que me apeno mucho por nuestro hijo. Si no fuera porque él nos ha ayudado tanto, no se qué habría sido de nosotros. No ha de tardar.
Antes de que Doña Pilar terminara de ver-ter sus pensamientos, Fidelia entró y dijo:
-Mira cómo me quedan. Me siento muy pe-sada de los pies. Serán muy de la ciudad, pero a mí...
-Debes acostumbrarte–su madre la regañó amablemente.
-Claro hija- continuó Don Ramiro.
La puerta que daba hacia la calle se abrió súbitamente y apareció Ricardo que iba acompa-ñado de un joven de elegante vestir. Todos vol-tearon a verlos y saludaron.
-Buenas noches- respondió el extraño.
-Traigo a Esteban, el hijo de Don José, pa-ra presentárselos- continuó Alfredo-. Nos hemos hecho buenos amigos y me pidió que lo trajera con ustedes. El cree que ya no se acuerdan de él, pues se fue muy pequeño a la ciudad.
Todos mostraron sorpresa. Fidelia nunca había visto a un joven como aquél. Se ruborizó. Sintió algo como una mezcla de alegría y ver-güenza al mismo tiempo. Esteban fue a saludarlos de mano y todos sonrieron. Fidelia se estremeció.
-No sabíamos que usted estuviera aquí. Era todavía tan niño cuando se fue para México a estudiar que creíamos que nunca volvería a poner sus pies en nuestro pueblito –dijo Don Ramiro.
-Efectivamente. Voy a estar aquí nada más unos días. Vine porque mi padre está algo enfer-mo y quise enterarme del estado en que se en-contraba. Mi papá me presentó con Alfredo, cre-yendo que no nos conocíamos, pues desde niños hemos sido buenos amigos- de pronto Doña Pilar dijo señalando un sillón:
-Pero... siéntese joven, que está usted en su casa.
-Quisiera, pero no puedo. Sólo vine a salu-darlos y me retiro.
-Es una lástima que no quiera quedarse un rato más. Cenaría con nosotros.
-Muy agradecido, pero otro día será. Ahora tengo que irme. Desde la mañana que no veo a mi padre y debe estar algo molesto conmigo.
-En eso le doy la razón- volvió a interrumpir Doña Pilar.
-Les prometo que otro día vendré a visitar-los un rato más grande.
-Estaríamos encantados. Por cierto que, mi hija va a cumplir quince años pasado mañana y quisiéramos invitarlo a la fiestecita que vamos a hacer con motivo de eso. ¿Acepta?- preguntó Don Ramiro. (El corazón de Fidelia latía apresuradamente).
-Claro que sí- Esteban contestó. Fidelia sonrió-. Desde este momento sólo voy a estar pensando en ello. Ahora me retiro, estoy contento de haberlos saludado. Se despidió de Doña Pilar y de Don Ramiro-. Encantado de conocerla seño-rita-. Le dio la mano y la miró sonriendo. Fidelia contestó apenada: -Igualmente.
El joven se dirigió hasta la puerta acompa-ñado por Alfredo. Volvió a despedirse y ambos salieron. Fidelia quedó pensativa. Sus padres se dirigieron hacia la cocina y ella, automáticamente los siguió. Dentro de sí, sentía un algo de temor y de alegría.
IX

LA FIESTA

Las bellas notas de un vals se escuchaban en el oscuro silencio de la noche, se extendían por todo el pueblo, lo dominaban hacían de él, su imperio.
La fiesta se encontraba en su momento culminante. Todas las familias del poblado pare-cían haberse dado cita en aquel lugar. Todo era risas, sonrisas y elogiosos comentarios para los padres de la quinceañera.
Fidelia lucía una hermosura extraña y cau-tivadora en su rostro, en su cuerpo, en su alma. Todos se deshacían de emoción al contemplarla. Y ella bailaba. Y giraba. Y sentíase flotar por los aires. Los brazos de Esteban la trasportaban sua-vemente y la chiquilla quinceañera temblaba.
-¿Por qué tiembla? –intrigado preguntó el joven.
-Es que estoy un poco nerviosa. Usted bai-la muy bien y yo...
-Déjese de humildades- interrumpió ama-blemente el hijo de Don José. Fidelia sonrió y bajó la vista. Él prosiguió-. Está usted muy hermosa. Tiene los ojos muy bellos, de una negrura misteriosa, como las noches del pueblo. Creo que... no... no haga caso de mí, no sé lo que digo.
Fidelia lo miraba, como tratando de adivinar lo que había querido decir; sonreía y sus mejillas se asemejaban a dos claveles rojos.
-Ha terminado la música- continuó Este-ban- Salgamos al corredor, pues aquí el ambiente está un poco sofocante.
-Perdone que no pueda complacerlo. Me está llamando mi papá. Lo dejo unos instantes.- Con el corazón agitadísimo, Fidelia se separó cor-tésmente y se dirigió hasta donde su padre la lla-maba. Más que caminar, parecía deslizarse en los abrillantados pisos, arreglados así, para esta oca-sión.
-¡Mande usted papá!
-Te llamé porqué me he dado cuenta que el hijo de Don José no te ha dejado sola en ningún momento.
-¿Qué hay de malo en eso? –curiosa inte-rrogó.
-No quería decírtelo, pero es mejor que te prevenga. No tengo la seguridad de ello pero me han informado que el tal jovencito es un calavera. Me han dicho que es muy enamorado y que le encanta burlarse de todas las muchachas que puede. Se ve muy decente, pero, por si acaso, es mejor que no creas lo que te diga. De haber sabi-do todo esto antes de invitarlo, no le hubiera dicho que viniera. Ni modo, qué se le va a hacer. Al fin mañana vuelve a la capital y no volveremos a preocuparnos por él.
-Hasta ahora se ha portado muy bien con-migo- humilde susurró.
-Esperemos que así siga- murmuró Don Ramiro.
La sala, el comedorcito y el corredor esta-ban profusamente iluminados. La casa había sido adornada con elegante sencillez. Las gentes que estaban en la fiesta, parecían más que contentas. Algunas se disponían a bailar una bonita mazurca que la orquesta provinciana empezaba a interpretar. Otro, los de mayor edad, afirmaban que la familia Méndez nuevamente atravesaba por una época de prosperidad. Sin embargo, muy pocos sospechaban que esto era el producto de la perseverancia, de la voluntad, del trabajo y de la esperanza.
Fidelia y Esteban bailaban. Y sonreían y sonreían.

X

DESAYUNO

Fidelia abrió los ojos lentamente. Aún le parecía estar escuchando el hermoso vals que la noche anterior había bailado en brazos de Este-ban.
La intensa luz de la mañana entraba tími-damente por las rendijas de la puerta. Fidelia es-quivó aquel débil resplandor y llevó la vista hasta el centro del techo. Pensó algo y sonrió satisfe-cha. Suspiró. Quedó inmóvil, como una estatua. Volvió a sonreír, hizo a un lado las cobijas y saltó apresuradamente de la mullida cama. Fue hasta el espejo que colgaba de una de las paredes y se miró en él. Contempló sus facciones detenida-mente. Llevó sus manos hasta las mejillas y las palpó suavemente, como si algo comprobara. Ob-servó con detenimiento sus ojos que se reflejaban brillantes, miró sus labios y para sí misma exclamó: -No soy muy fea. En el interior de su alma había en esos instantes, algo inefable. Una extraña sensación.
Se dirigió hasta la pequeña ventana que al frente del espejo se veía y ahí, miró al cielo. Que-dó como en éxtasis.
Después de unos minutos. La voz de Doña Pilar se escuchó por el corredor. Ligeramente asustada, Fidelia se quitó de aquel lugar donde estaba con rapidez y exclamó:
-¡Qué hermosa mañana! ¿Verdad mamá?
-Está bonita- una voz respondió al irse abriendo la puerta del cuarto. Era Doña Pilar que entraba a darle los buenos días a su adorada hija.
-¿Dormiste bien?
-Sí mamá.
-Creía que aún estaban durmiendo. Has despertado muy temprano. Deberías quedarte otro poco en la cama. Anoche te acostaste, mejor dicho, nos acostamos muy tarde y sin embargo, ya estamos despiertas. Ramiro todavía está dur-miendo. Me levanté para preparar el almuerzo. Tu hermano se empeñó en invitar al joven Esteban y ni modo de decirle que no... pero qué es lo que tienes. ¿Por qué no hablas? ¿Te sientes mal? –Alarmada preguntaba Doña Pilar, al ver que su hija no le respondía.
-No, no –dijo sonriendo- No te asustes. Es que tengo un poco de sueño. Vas a ver que con un poco de agua... –y corrió alegremente hasta un lavamanos próximo. Al llegar, cogió un jarrón que estaba colocado en el suelo y con el transparente líquido que contenía, se lavó el rostro, los brazos, las manos. Reía y cantaba; cantaba y reía.
Fidelia había despertado muy alegre. En su mirada se veía un extraño fulgor. Parecía que de un día a otro, misteriosamente, se había efectuado en su alma un cambio notabilísimo.
Sus negros ojos, antes de mirada serena. ahora mostraban una cierta inquietud, un brillo nuevo.
Cuando su madre le informó de que Este-ban había sido invitado a desayunar, se conmovió profundamente. Aquel joven había ejercido sobre la adolescente un extraño influjo nunca antes sentido. ¿Por qué al recordarlo se estremecía? ¿Por qué cuando la imagen de Esteban se presentaba a su mente, su moreno rostro, de extraña belleza, adquiría un tinte sonrosado y al mismo tiempo sentía una felicidad suprema?
-No tardará en llegar- dijo Doña Pilar- Es un joven muy simpático y atento.
-Sí- murmuró Fidelia.
La muchacha fue hasta el ropero que se encontraba en una de las esquinas del cuarto y tomó un vestido sencillo, con pocos adornos, úni-camente un moño rosa colocado precisamente en donde se miraba un bolsillo.
Sin la menor preocupación Fidelia se puso aquella prenda mientras su madre la veía de hito en hito. Su hija se iba poniendo muy hermosa.
-Ya estoy lista- exclamó jubilosa la chiquilla mientras que con un peine se acomodaba el ca-bello.
Después de unos segundos salieron de la habitación, llegaron al comedor y apenas lo ha-bían logrado cuando la puerta que daba a la calle se abrió.
Alfredo entró contentísimo acompañando a Esteban que lucía gallardo y altivo, con un gesto de conquista.
-Ya llegamos- gritó el hermano de Fidelia.
-Buenos días señora. Buenos días Fidelia- saludó el joven con amabilidad- ¿Cómo han ama-necido? Supongo que bien.
-Buenos días- madre e hija murmuraron.
-¿Y Don Ramiro?- preguntó el invitado.
-Ahorita viene. Apenas se está levantando. Las desveladas son ya muy duras para él. Creo que nos estamos haciendo viejos. -contestó Doña Pilar-.
-No diga usted eso.- galante la contradijo Esteban.
-Sentémonos. La mesa está esperándonos.
Todos se dirigieron al lugar citado. Entre bromas y comentarios esperaron a que Don Ra-miro llegara y apenas éste se hubo presentado, comenzaron el dulce trabajo de desayunar. Todo era dicha.
Esteban era un joven de regular estatura, ni delgado, ni obeso, más bien armónicamente proporcionado; de cabello ligeramente ondulado; amplia la frente, abundantes las cejas; los ojos pequeños de color castaño claro adornados por largas pestañas un poco rizadas; la nariz recta, la boca mediana de labios carnosos y rojos; el tórax amplio y la cintura estrecha.
Tal era, físicamente hablando, lo que veían de aquel joven. Pero por dentro... ¿Cómo era? ¿Bueno? ¿Malo? Nadie lo sabía, acaso ni él mis-mo.
Su carácter alegre, siempre dispuesto a reír, lo hacía agradable a los demás. A leguas se notaba que la pobreza nunca lo había entristeci-do, porque gracias a su padre, tan rico como era, nunca supo de necesidades insatisfechas, ni de frustraciones económicas. Estudiaba Leyes, al menos eso era lo que el pueblo, pequeño pero chismoso, sabía.
Esteban sólo visitaba a su padre durante las vacaciones y esto no siempre. Cuando llegaba a ir, lo máximo que permanecía con su progenitor, eran cinco o seis días, sin embargo, ahora ya habían pasado más de diez y él seguía estando en el poblado.
Algunos se extrañaron, pero pronto la mali-cia popular comenzó con murmuraciones, que el testamento de su padre, que lo desheredaba, que había sido expulsado de la escuela en donde es-tudiaba, en fin, mil tontas conjeturas.
Al terminar el desayuno, sabroso chocolate con un apetecible pan, todos se dirigieron al co-rredor. Allí tomaron asiento y alegres comenzaron a hacer comentarios acerca de la pasada fiesta, de la casa, sobre Fidelia y sobre Esteban.
El sol había avanzado un largo trecho de su recorrido. La mañana era fresca, las plantas olorosas hermoseaban el lugar y le daban el as-pecto de un jardín.
Las campanillas se movían al soplar del viento; los claveles se mostraban orgullosos y los alcatraces se erguían altaneros.
Las verdes hojas de la enredadera invadían los rojizos barandales de ladrillo.
Esteban miraba a Fidelia y ella sonreía.

XI

CONFESIONES

Fidelia y Esteban se encontraban solos. Ninguno de los dos hablaba. Así habían perma-necido varios minutos. Ambos veían el hermoso resplandor del crepúsculo, de pie en el corredor. Don Ramiro no había llegado aún. Doña Pilar dormía la siesta.
La tarde moría y toda la naturaleza se iba aquietando.
-¡Qué bonito se ve todo aquello! –exclamó Fidelia- Nunca lo había contemplado con deteni-miento. Desde que aquí me has enseñado mu-chas cosas que antes ni siquiera se me había ocurrido apreciar.
-A mí me parece el más hermoso de todos los crepúsculos que he visto. Tal vez será porque estoy junto a ti- respondió Esteban y la tomó de la mano. Ella tembló. Nadie antes se la había estre-chado en esa forma. Fidelia trató de desasirse, pero Esteban lo evitó apretándola con delicada fuerza. Ella lo aceptó.
-¿Por qué lo haces?- interrogó la chiquilla.
-No sé- y la miró profundamente. Los ojos de Fidelia despidieron chispas resplandecientes.
-Mira cuántas nubecitas rojas se ven en el cielo- turbada, Fidelia señaló hacia el infinito.
-Sí, son muchas. Y muchas han sido las cosas que me han parecido más bellas desde que te conocí.- Fidelia lo veía con una mirada ansiosa de saber lo que pensaba antes de decirlo- Mañana cumpliré un mes en el pueblo, sin embargo, tal parece que fue ayer cuando llegué. Todos estos días han transcurrido para mí de una manera tan rápida, que no los he sentido. Necesito decirte lo que siento, no sé cómo lo has de tomar, pero creo que también tú...
-¿Qué?- y lo miraba embelesada.
-¡Te amo!- intentó abrazarla. Ella retrocedió un poco y él se contuvo. El corazón de la mucha-cha latía apresuradamente. Su cerebro de ado-lescente se forjó en unos segundos mil fantasías. Era la primera vez que alguien le decía aquello. Una emoción indefinible la invadía: el infierno y el paraíso a la vez.
-Sí, te amo –continuó apasionadamente Esteban- ¿Por qué no respondes que tú también? Yo sé que tú me quieres. Dilo, anda, que con esas palabras tuyas estaré completamente feliz- Fidelia estaba trémula, asustada y llena de dicha al mismo tiempo.
-No sé, no sé...yo no puedo...no sé...- y la voz se ahogaba en su pecho y no podía pronun-ciar otras palabras.
-Tú eres el primer amor de mi vida. Quiero que te cases conmigo. Sé que te han contado muchos infundios de mí, pero todo es falso, son calumnias. Di que me quieres...yo lo presiento... pero quiero escucharlo de tus labios.
-Sí...sí...-murmuró encendida del rostro y casi a punto de llorar, exclamó tímida y rápida-mente:
- Te amo.
-Lo sabía- con la faz radiante de felicidad Esteban llevó hasta sí a Fidelia y la abrazó emo-cionado. Ella no se resistió, estaba inmóvil, como hechizada. El rostro pálido, la mirada lánguida y los labios secos. Él acercó su boca hasta la de ella y le dio un tierno y delicado beso. Fidelia de-rramó dos lágrimas. Esteban la soltó y dijo:
-¡Mi Fidelia!- ella dio la vuelta y corriendo entró a la casa.
Esteban permaneció unos momentos en el corredor, después se dirigió a la puerta. Al salir en su rostro se dibujó una sonrisa burlona.
Las sombras iban imperando...
XII

UN GOLPE AL CORAZÓN

-Cómo fue posible- gritó enojadísimo Don Ramiro- Es increíble. No puedo aceptarlo. Es inaudito.
Fidelia estaba pálida y su rostro reflejaba una profunda tristeza. Doña Pilar casi lloraba.
-Cómo fuiste a creerle a ese desdichado –el padre continuó furibundo – Me dan ganas de golpearte.
-¿Por qué no nos dijiste nada? – interrum-pió la madre.
-Es que confiaba ciegamente en él. Me dijo tantas cosas bonitas, y yo lo amaba...lo amo... -Estoy segura que volverá, él no prometió casarse conmigo; su voz me pareció tan bella cuando me dijo que yo era el primer amor de su vida, que me idolatraba, que destrozaría su corazón si no le daba lo más grande de mi amor. Tal vez estuve ciega, yo no sabía lo que era esto...Pero él volve-rá, ya lo creo que volverá. El amor que siento por él es muy grande, tanto que hará que regrese a mi lado. No puedo aceptar que todas las palabras que aceptó en mis oídos hayan sido falsas, algo tuvo que haber de verdad en ellas. Estoy segura que regresará. Él me ama...me ama...
-Por eso ha sucedido todo esto. Eres tan confiada.-bruscamente interrumpió Don Ramiro- Esteban es un holgazán, un mujeriego. Allá en la ciudad es famoso entre sus conocidos por sus amoríos, te lo advertí la noche de la fiesta. Te dije que no creyeras todo lo que te decía, que tenía muy mala fama y no me hiciste caso. Eres una tonta. Nada más buscó de ti lo que ya ha conse-guido y se largó...
-Volverá papá, volverá- deshecha en llanto-estoy segura...
-Estúpida – y de un golpe Don Ramiro hizo caer al suelo a su hija.
-No –Doña Pilar gritó asustada y llena de angustia- No le pegues. Ella no tiene la culpa de todo. Ten en cuenta su estado...
-¡Que se muera! Nunca creí que iba a ser una vil...
-¡Cállate Ramiro! Que no te domine la ira. Nosotros tenemos un poco de culpa.
-¿Cuál? Anda, dime cuál. Después de tan-tos esfuerzos para que ella no sufriera, con esto nos paga.- Doña Pilar nunca había visto tan furio-so a su marido.
Fidelia lloraba amargamente, un hilillo de sangre escurría de la nariz hasta los labios. Su madre, al ver que iba Don Ramiro a seguir gol-peándola, se interpuso, sujetándolo y le dijo:
-Debes ser comprensivo, es nuestra hija y no vamos a desampararla en estos instantes, se-ría arruinar su vida, sería hundirla...
-Ya no es mi hija. Que se largue de la casa cuanto antes, no quiero verla. Que se vaya antes de que yo la saque a empujones y puntapiés –y sus ojos relampagueaban de furor.
-Cálmate- prosiguió suplicante Doña Pilar, mientras Fidelia se encontraba arrodillada, cubierta la cara con las manos y ahogada en llanto –Serénate Ramiro. Si haces que nuestra hija se vaya, qué sucederá con ella y el niño. Esteban ha de estar gozando de la vida en la ciudad sin acordarse siquiera de nuestra hija y, si acaso la recuerda ha de ser para burlarse de nosotros que le dimos toda nuestra confianza y nos engañó. Si Fidelia se marcha de esta forma de la casa, cuando él lo sepa se va a reír más y al ver que nosotros no le reprochamos nada, creerá que lo hemos olvidado- Don Ramiro con el gesto fruncido se quedó pensando en lo que su esposa le decía, ella continuó:
-Además no es la primera muchacha del mundo que le sucede lo mismo. Fidelia era tan ingenua, tan inocente que...Esteban la hizo creer...piénsalo...lo que debemos hacer es ir a ver a Don José y enterarlo de lo que ha hecho su hijo. No creo que acepte tamaña canallada... él es un hombre de limpio criterio...
-Creo que tiene razón –arrepentido habló- Debemos exigir a Don José que mande llamar a su hijo y que lo obligue a cumplir las promesas que le hizo a Fidelia. Don José es un hombre rec-to, no permitirá esta burla. –prosiguió con voz enérgica. Doña Pilar le contestó algo satisfecha:
-Eso es- y los dos miraron a la joven con esa mirada tierna. llena de abnegación que sólo los padres tienen. Ambos fueron hasta ella, Don Ramiro habló:
-Perdóname- y la tomó de un brazo, la chi-quilla alzó el rostro brillantemente perlado de lá-grimas y sangre y pidió perdón a su padre – Tú eres la que debe perdonarme, anda levántate, límpiate esa cara. ¿No te das cuenta que así te ves muy fea?- Fidelia se levantó con lentitud y su padre la abrazó con inmensa ternura. Doña Pilar los veía con los ojos brillantes. La joven murmu-raba angustiadamente:
-Perdón papá...Perdóname...Perdóname...- y sollozaba.

XIII

SOLUCIÓN A FUERZAS

Era Don José un hombre gordo: redondo por todas partes; la piel morena que mostraba los indicios de que hubo un día en que había sido blanca; calvo; ojos saltones de un café muy claro, casi verde; la nariz abultada; las mejillas rojizas; los labios delgados y la boca pequeña. Era bajo de estatura y tenía el estómago más que despro-porcionado.
Cuando los padres de Fidelia fueron a verlo para comunicarle la baja acción de su hijo y pedirle al mismo tiempo que los ayudara, después de haberlos recibido con gran alegría y amabilidad, Don José se puso muy triste y todo el rato que permanecieron con él las visitas, estuvo cabizbajo. En su rostro se dibujaba la contrariedad que le había causado aquella noticia. Era muy grande la estimación que sentía por la chiquilla, aún le parecía ver a Fidelia entrar risueña para obsequiarle una fruta que ella misma había cortado en el campo o una florecillas, para que adornaran el escritorio de su despacho. La muchacha que había sabido ganarse el afecto y el cariño de aquel hombre que a pesar de sus riquezas era sencillo y bueno, había sido engañada por su hijo. Esto era lo que más le dolía, sin embargo, Don José todo lo tomó con serenidad.
Al despedirse Don Ramiro y Doña Pilar del hacendado, éste les dijo que no se preocuparan más y les afirmó que encontraría la solución de aquel problema y que todo quedaría arreglado de la mejor manera posible. Los padres de Fidelia abandonaron aquel caserón; la madre iba preocupada y la duda asomaba a sus ojos; el padre caminaba pensativo, con el gesto fruncido.
Don José permaneció en la puerta contem-plando cómo iban alejándose los padres de la joven, una tristeza enorme mezclada con una ira inefable lo invadió. Veía perderse en la distancia a aquellos seres que sufrían el dolor terrible de deshonra. Sus labios temblaron ligeramente y con brusquedad dio media vuelta y entró gritando a uno de sus sirvientes:
-Santiago, prepara el carruaje. Vamos a la ciudad.
A los pocos minutos el coche esperaba en la puerta, Don José salió apresuradamente, subió, ordenó que a toda prisa, el cochero dio un latigazo a los dos caballos de hermosos pelaje que movían a aquel objeto y arrancaron a gran velocidad. Una enorme polvareda se levantó y los perros de la hacienda ladraron, trataron de seguirlos, pero los corceles pudieron más que los canes.
Los criados de la hacienda comentaron con avidez aquella inesperada resolución del patrón. Nadie sospechaba aún los motivos del extraño e imprevisto viaje. Qué fácil es ocultar cuando todo permanece oculto.
Cinco días más tarde Don José regreso acompañado de su hijo; Esteban no sospechaba la causa por la cual había ido su padre hasta la ciudad por él. Algo malo debía haber sucedido como para que su viejo, como él lo llamaba, se molestara en ir a distraerlo de sus ocupaciones. No imaginaba que por vez primera el daño que había causado, tendría que ser reparado. Quién sabe a cuántas habría engañado en la misma forma. Cuántas vidas habían sido prostituídas para siempre por su causa. Si el hombre tuviera conciencia de lo que es la voluntad firme y pode-rosa, inconmovible, mucho se lograría.
Al llegar, Don José entró apresuradamente al cuarto que servía como despacho; Esteban lo seguía:
-Cierra bien la puerta, no quiero que al-guien vaya a escuchar lo que voy a decirte – el padre ordenó enérgicamente. El hijo obedeció.
-¿Por qué tanto misterio? interrogó el jo-ven.
-Es que no quiero que se enteren todos de la clase de hombre que eres, aunque tal vez ya lo saben muchos.
-No entiendo...
-Bien que sospechas de lo que se tra-ta...¿Por qué hiciste eso con Fidelia?- Esteban sonrió admirado por la pregunta- No tiene nada de gracioso lo que estoy diciendo para que te rías. Estoy esperando que me respondas por qué hiciste eso con esa chiquilla. Es casi una niña.
-Papá, qué preguntas. Eso es asunto de mi vida privada, además ella se dejó, yo no la forcé...
-Mientes cínico- gritó encolerizado- Le diste una promesa de matrimonio. La engañaste y aho-ra dices que no es cierto. Te aprovechaste de su ingenuidad. De haber sabido lo que iba a suceder por tu culpa hace ya dos meses que viniste dizque a visitarme, te hubiera corrido inmediatamente.
-¿Y por esto me has traído con tanto miste-rio?
-Sí, y porque vas a casarte...
-¿Qué? ¿Casarme? Ni loco que estuviera...
-Sí, como lo oyes, vas a contraer matrimo-nio con la muchacha que has engañado, antes que las murmuraciones del pueblo comiencen a correr de boca en boca.
-Pero por qué he de casarme con esas ton-ta...me gusta...pero no como para...
-Te callas. Vas a casarte con Fidelia quie-ras o no quieras. Se acabó la vagancia. En la ciu-dad solamente te haces tonto, ni estudias ni nada. Se acabaron tus privilegios aunque a tu madre le haya prometido que serías un buen abogado. Tú eres el causante de tu fracaso por tu irresponsabilidad.
-¿Qué dices?
-Vas a casarte con Fidelia, si no, no ten-drás ni un centavo más.
-Eso es injusto.
-¿Y no es injusticia lo que tú hiciste con esa pobre chiquilla? Además...más que por ella y que por castigarte, es por el niño que va a nacer...
-¿Un hijo? ¡Ah caray...no pensé en eso...resultó productiva la mocosa.
-¿Ahora comprendes por qué es obligación que te cases con ella?
-¡Maldición! ¿Por qué tuvo que pasarme esto?
-Es todo lo que quería decirte...descansa un poco. A la tarde iremos a casa de los Méndez.
Don José salió del despacho y Esteban quedó solo, pensativo y pálido, muy pálido.
Muchos minutos permaneció sin darse cuenta de lo que sucedía a su rededor. Iba a re-nunciar a su vida de disipación y placeres. Ya no pasaría las deliciosas noches en compañía de sus amigos y en la casa de la Madame y sus muchachas. Tendría que despedirse de las juergas, de las trasnochadas, de aquella dulce existencia que llevaba en la capital. Le daban ganas de no obedecer a su padre, pero si no lo hacía, no tendría más dinero y sería peor. Tenía que hacer lo que su padre le ordenaba, aunque esto implicara renunciar, no, renunciar nunca, abstenerse por unos meses de la vida regalada y placentera a la que estaba acostumbrado.
Sería una nueva experiencia el contraer matrimonio del que pronto hallaría la manera de escapar, además, así tendría la oportunidad de sacarle mucho más de lo que él pensaba a su ricachón padre. No había por qué preocuparse.
El joven se acercó lentamente hasta la puerta, se detuvo unos instantes al llegar a ella, volvió a pensar que no tenía por qué temer, todo se iría arreglando poco a poco y él volvería a re-cobrar su libertad. Sonrió descaradamente y avanzó satisfecho hasta el comedor; tarareaba una tonadilla extranjera muy de moda en la ciu-dad.
XIV

PRIMEROS TORMENTOS

Fidelia lloraba.
-¿Por qué Dios mío por qué no viene... por qué no regresa...dijo que me amaba...Tal vez algo le sucedió...no...no quiero ni pensarlo...sería terri-ble...Es horrible lo que siento...si algo llegara a pasarle... no sé qué haría...Dios mío ¿por qué no viene? Él me dijo que vendría...Y si acaso me hu-biera engañado...No...no puede ser...él no min-tió...me ama...más que yo...Sólo la muerte podrá separarnos, sólo ella...no...ni ella...
Fidelia levantó el rostro brillante de lágri-mas y entre el llanto sonreía. Su rostro parecía estar impregnado de una extraña luminosidad...
-Mi amado vendrá...me dirá mil palabras hermosas...acariciará mis mejillas...me verá fija-mente y dirá que me ama...Vendrá...colocará mis manos entre las suyas; se las llevará a sus labios y las besará con un beso tierno, dulce, amoroso y yo sonreiré...sonreiré...
Fidelia sonreía...
-Mi amado vendrá... me abrazará... y juntos parecerá que vamos al cielo. Vendrá... vendrá... pero ¿cuándo? ¿Acaso esta noche? Quizá maña-na...o pasado...tiene que volver...él no pudo ha-berme engañado...no es capaz...
Fidelia dudaba...
-Y si no regresara...si ya nunca lo volviera a ver...¿Qué es lo que dirían todos? Se burlarían de mí...de mis padres...Y el niño...mi niño. ¿Será posible que Esteban me abandone? Él no sabrá, tal vez, que voy a tener un hijo...sí...eso es...no ha de saberlo...Cuando se entere de que voy a ser madre, vendrá inmediatamente, me besará...y se pondrá feliz...y los dos esperaremos la llegada de nuestro pequeño...el producto de mi amor...de su amor...y seremos dichosos...
Fidelia sonreía...
-Nos casaremos...él irá muy elegante y yo vestiré un hermoso y blanco...¿Blanco? No podré ir vestida de blanco porque ya no soy pura...he pecado...lo que hemos hecho Esteban y yo ha sido una ofensa para Dios...Pero ¿por qué? Lo que hicimos él y yo, he visto que lo hacen todos los animales que Nuestro señor ha creado...Eso no ofende a Dios, puesto que él lo ha ordenado...y él no pudo hacer eso para que los hombres pecaran...Todo lo que hizo Dios es bello...pero las gentes se encargan de llenarlo de lodo...malo es lo que ellas mismas han pervertido...Todo el pueblo se reirá de mí...porque lo que hice...según todos, no tiene perdón...perdón de ellos que no de Dios, porque Nuestro Señor...Él tendrá clemencia de mí...
Fidelia se quedó pensativa, muy pensativa. Lentamente fue acostándose en su lecho. Recar-gó su pequeña cabeza sobre la blanda almohada y murmuró al mismo tiempo que nuevamente dos lágrimas iban recorriendo sus pálidas mejillas:
-Vendrá...Tiene que venir...tiene que ve-nir...
Fidelia lloraba. Sus ojos, negros y brillantes ojos, se fueron cerrando...
Fidelia dormía...

XV

EL ACUERDO

Varios toquidos se escucharon en la puerta de entrada. La casa de los Méndez estaba tranquila. Doña Pilar se encontraba en la cocina preparando el almuerzo. Don Ramiro y Alfredo se iban levantando apenas y se disponían a realizar el aseo matinal. Fidelia aún dormía en su recáma-ra.
La madre de la muchacha atravesó el boni-to corredor y fue a ver quién era. Abrió y se en-contró ante la robusta figura de Don José y el arrogante porte de Esteban. No fue poca su sor-presa al mirar al causante de sus angustias y pe-sares. Doña Pilar, cuyo carácter era como una chispa que en un instante prendía fuego, sonrió al hacendado e inmediatamente lanzó una mirada furibunda al hijo del ricachón. Al instante sospechó que aquella visita, tan inesperada, iba a ser con el objeto de remediar la situación de su chiquilla y los invitó a pasar con una sonrisa dolorosa.
Entraron, Don José con paso firme y deci-dido llegó hasta uno de los sillones que amueblan la salita y tomó asiento. Esteban quedó en pie junto a su padre.
-¿A qué se debe el honor de su visita, Don José? Espero que sea para arreglar el asunto que tenemos pendiente y que con angustia de mi par-te, quisiera que se solucionara lo más rápidamen-te posible, antes de que comiencen las murmura-ciones.
-Sí, a eso venimos. Recibí una carta de mi hijo en la que comunicaba su conducta y me de-cía también que estaba dispuesto a cumplir la promesa que le había hecho a Fidelia, pe-ro...¿dónde está su esposo?
-Ahí viene ya, mírelo- respondió Doña Pilar señalando a Don Ramiro que en esos momentos salía de su habitación. Don José se puso en pie de inmediato y extendió la mano para recibir el saludo del que pronto sería el suegro de su hijo. Ambos se saludaron con efusión. El padre de la muchacha vio a Esteban con desprecio y le dio los buenos días sin más ni más. Tomó asiento; Doña Pilar también.
-Pues sí, Don Ramiro, como le estaba di-ciendo a su esposa, he venido para comunicarles que mi hijo no iba a cometer el error ni mucho menos la bajeza de abandonar a Fidelia después de lo acontecido. Me ha dicho que desea casarse con su hija y que en ningún momento había esta-do dispuesto a dejarla en el estado en que se en-cuentra. Los padres de la muchacha estaban atentos escuchando todo lo que Don José decía. Esteban miraba hacia las recámaras como si te-miera o deseara que Fidelia saliera en esos mo-mentos. Don José continuaba informándoles de los propósitos de su hijo:
-Él viene muy apenado, porque cree que ustedes están enojadísimos. Anda, Esteban diles los que me dijiste – y cedió la palabra al joven.
-Pues verán...después que pasó todo aquello, tenía la intención de pedir a ustedes de inmediato el consentimiento para que Fidelia se casara conmigo, pero tocó la de malas: me avisaron que debía regresar lo más pronto posible a la ciudad pues urgía mi presencia allá para arreglar unos asuntos importantes de mi profesión. Así es que no tuve más remedio que partir hacia la capital en donde me esperaba un fuerte disgusto; no se los digo porque al recordarlo siento mucho coraje.-Don Ramiro lo veía con mirada incrédula; Don José meditaba; Doña Pilar miraba hacia el piso.-Sé que merezco sus dudas y reproches, sin embargo, he venido a ofrecerles mis disculpas y a solicitar la mano de su hija, para que nos casemos lo más pronto posible. El padre de la muchacha movió la cabeza afirmativamente y dijo:
-La forma en que procedió para con noso-tros fue una ofensa terrible; mi esposa y yo le di-mos toda nuestra confianza y nunca imaginamos que usted iba a pagarnos de esa manera. Cuando vino por primera vez a esta casa, muy pobre si le parece, pero honrada, lo tratamos como quien creíamos que era, un joven bueno y amable. No pensamos que fuera a hacer lo que hizo; defraudó casi todo lo que por usted sentíamos. Su padre, aquí presente, es un hombre íntegro y nunca imaginamos que podría tener un hijo opuesto a él. El día de la fiesta al-guien me dijo que usted no era muy formal, sin embargo yo no le di mucho crédito a esas palabras, pues el mundo está lleno de gente chis-mosa y embustera. Cuando supe de labios de Pilar lo que sucedía con nuestra hija, sentí un furor inmenso. Ahora que sé que no obró con mala intención, sino que, hay que reconocerlo, la juventud se deja llevar por los sentimientos y a veces no logra la razón imperar sobre ellos y se cometen errores, nunca es tarde para recapacitar, arrepentirse y tratar de enmendarlos. Ese momen-to de debilidad de Fidelia y de usted nos ha traído muchos disgustos, pero éstos quedarán borrados cuando ella y usted contraigan matrimonio.
-Está bien- contestó sonriendo Esteban.
-Ya viste hijo, no había razón por la que te preocuparas tanto. Quisiera, si al señor Ramiro y a su esposa les parece, que el próximo domingo fuera la ceremonia, pues lo que deseo es evitar a toda costa las estúpidas murmuraciones de las comadres.
-Creo que está muy bien- asintió Don Ra-miro. Doña Pilar se levantó diciendo:
-Perdónenme que los deje unos momentos, pero voy a traer un poco de café bien calientito, del que tanto le gusta a Don José.
-Muchas gracias- padre e hijo respondie-ron. Ella salió, todos quedaron pensativos. El pa-dre de la chiquilla rectificaba la opinión que tenía del joven. El hacendado meditaba en el casamiento. Esteban suspiraba por sus pasadas orgías.
La puerta de la recámara de Fidelia se abrió y apareció la muchacha. Había oído voces en la sala que la habían despertado y salía para ver quiénes eran.
Todos voltearon a verla. Lucía bonita, con su bata blanca de encajes y holanes, con su ros-tro moreno de extraña belleza un poco marchita por el llanto y sus negros y largos cabellos que se extendían sobre sus hombros.
Esteban la miró sonriendo satisfecho y los ojos de Fidelia recobraron su brillo.

XVI

LA BODA

Sonaban las campanas de la iglesia pue-blerina, La calma cotidiana del pueblito estaba ausente. Se escuchaba el ruido monótono y au-sente de los cohetes; el zumbido al elevarse y la explosión al estar en las alturas. y la música gran-diosa de la orquesta provinciana volaba.
El día de verano se mostraba caluroso. La roja esfera lanzaba efluvios devoradores, todo era sol, todo era luz. La tarde pasada había llovido en abundancia, como si el silencio hubiera llorado. Todos temían que el mal tiempo continuara y que esto diera motivo para que se suspendiera la vida de Fidelia.
Fidelia, la chiquilla, la graciosa, la morenita, como el pueblo la llamaba.
Muchos esperaban con ansiedad aquel acontecimiento, pues sabían que la fiesta sería algo grande. Habría abundante comida, bebida y alegría. Don José era rico y Don Ramiro, aunque no hacía mucho tiempo había hecho el gasto en los quince años de su hija, no iba a quedarse atrás.
La mañana estaba esplendorosa, no había presagios de tormenta.
-la ceremonia religiosa había terminado y los invitados, el pueblo, esperaban la salida de los novios por la puerta principal de la iglesita.
Las flores no escaseaban en esos instan-tes. Todos estaban preparados para lanzar los perfumados proyectiles al paso de los recién ca-sados.
Las doncellas envidiaban la suerte de Fidelia. Se había casado con un joven muy guapo y además rico. Un joven que pronto sería abogado. Murmuraban, con su murmurar de palomas; reían, con su reír de manantiales.
Los jóvenes aparecieron; uno de tantos gri-tó como siempre en estas ocasiones:
-¡Vivan los novios!
-¡Qué vivan!-respondieron todos.
-¡Qué viva la novia!-dijo entusiasmada una viuda.
Fidelia vestía de blanco y se sonrojaba cuando la veían. Esteban lucía más gallardo que nunca; despedía sonrisas por doquier. Las doncellas lo miraban con curiosidad y hablaban en voz baja entre ellas, con ingenua malicia.
Fidelia sonreía serena; iba tomada del bra-zo de su esposo. Todos sus presentimientos se habían desvanecido. La realidad avasalladora triunfaba mostrándole bellezas y ahuyentándola de suplicios.
Sus ilusiones ya no eran sólo ilusiones. Acababa de jurar ante un altar que nunca se se-pararía de su amado, que siempre estaría con él, amándolo; llenándolo de caricias y comprensión.
Ya no sería la simple chiquilla traviesa que se divertía corriendo por los campos; tampoco sería la que por las tardes bromeaba con las de-más muchachas del poblado. Ahora iba a ser otra completamente distinta.
Y cuando recordaba que Esteban era suyo para siempre, se estremecía y le daban ganas de pregonarlo, pero sólo sonreía, sonreía, y todo en ella era felicidad.
Al paso de los novios, una lluvia de flores caía.
Esteban fingía regocijo.





¡LÁSTIMA QUE SE TERMINÓ!


Muchas de mis compañeras están un poco decepcionadas o tristes porque el tiempo de cla-ses no alcanzó para acabar de leer la novela anti-gua. ¿Qué pasaría después? Esteban parecía tramar algo siniestro. La maestra nos dijo que oja-lá que hubiera quienes quisieran continuarla. Casi todas las mujeres dijimos sí y algunos hom-bres también. Faltan tres partes que se llaman respectivamente Estivales, Otoñales e Invernales.
No imagino con exactitud de lo que trata-rán, pero pienso que si Primaverales sucede en la juventud de Fidelia, Estivales al referirse al ve-rano, ha de narrar algo de lo que pasó a Fidelia durante el estío de la vida, porque sin duda, los títulos son simbólicos. Así, Otoñales se relatará, acaso, la época en la que Fidelia, hecha un mujer madura, comienza a envejecer y por último, Invernales ha de describir el fin de su vida que según hemos leído en Primaverales, siempre se diluyó entre la felicidad. ¿Será posible esto? La otra vez escuché una canción muy melancólica que decía: No hay un amor siempre feliz. La cantaba una francesa de cuyo nombre no me acuerdo. Acaso lo que sigue de esta novela antigua nos narre también esos momentos donde no todo es contigo pan y cebolla, como la obra de teatro que fuimos a ver el mes pasado.
En fin, mañana por la tarde voy a la librería por un ejemplar. Me ha gustado tanto la primera parte de esta historia que no quiero perderme la continuación. Así no me aburriré mucho en las vacaciones, mientras llega mi hora de ingresar al bachillerato.
Por fortuna, esto es algo que agradezco a mis maestros de Español y de Historia que tanto nos insistieron en lo importante y satisfactorio de leer cotidianamente. Se deleita una con realidades y con fantasías. Y qué me importa si no he encontrado novio; cuando leo, me olvido de mis cursilerías. A lo mejor por eso no he hallado alguien a mi satisfacción, pues quiero ver en ellos reflejadas las características de tantos personajes que la historia y la literatura me han presentado. ¿Existirá alguno que reúna todos esos requisitos? A lo mejor no, pero aguantaré. A mis quince años pasaditos, siento que aún tengo mucho por vivir y hacer. Acaso el día menos pensado, cuando supere esta edad, descubriré a quien se aproxime a mis sueños de amor, pues todos los que he conocido hasta ahora, siempre han terminado yéndose. Hasta mi poeta tuvo que regresar con sus padres a su Zacatecas querido, sin embargo, él me sigue remitiendo versos desde allá. Nunca me dijo si me amaba, tal vez por su timidez, pero sus poemas algo querrán significar más allá de sus palabras que hablan de su provinciana desnudez.
Y si no encuentro a mi príncipe azul, entonces, disfrutaré de ser una mujer preparada, libre, responsable e independiente.











CODA











Dicen que la primera mujer
fue hecha de la misma sustancia
que el hombre,
pero como ella no se quiso sujetar a él,
fue arrojada del paraíso.
Algunos dicen que resolvió hacerlo
valiente y apasionada,
por propia decisión.
Quería ser independiente
y fue castigada por rebelde.
Ante esta desavenencia,
de la costilla prisionera en un hombre,
se formó su hembra.
Su, posesivo, su.
Desde aquellas remotas épocas
fue poseída siempre;
poseída por orgullo
o por afrenta;
una posesión domesticada
y argüían que legal.
Ante esto,
las mujeres fueron inventando


un arma para defenderse
de los machos:
sus encantos
y gracias a estos,
controlaron todos los maltratos
y tropelías
que sus dominadores
ejercían sobre ellas.
Así siempre con discreción y sutileza
utilizaron sus exquisiteces
para subyugarlos
haciendo sentir que los varones
eran su soporte.
Hoy ya está llegando otro tiempo
y las chicas como yo,
acaso podamos lograr,
si nos lo proponemos
con inteligencia y creatividad,
el equilibrio
de un mundo justo.
Entonces viviremos la alegría
de ver cuán grande puede ser el mundo del amor.

ÍNDICE
Página
Preludio.........................................................3
Otra vez yo....................................................7
Primera vez.................................................13
El tropezón...................................................17
Si fuera hombre............................................25
A mi edad.....................................................29
Pobre Félix...¡Pobrecito!...............................33
Una rosa de Viena........................................43
Las clases están acabando..........................49
Pequeña historia de un joven pobre.............55
El mundo entre las manos............................63
Eterno retorno...............................................67
Como tú, nadie..............................................71
¡Qué me importa el peligro!...........................75
Mi rival...........................................................79
No es tan fácil tener quince años..................83
Corazoncito mío............................................87
Él...................................................................89
En mi cuarto..................................................93
Chicas y chicos.............................................97
Suena teléfono............................................103
Página
El muchacho más triste.............................109
Pienso en las cosas perdidas....................115
Fantasía de la realidad..............................119
Primera parte: Primaverales......................121
I. El aguacero.............................................121
II. El cumpleaños........................................127
III. El pasado...............................................133
IV. A pesar de todo.....................................141
V. Una niña.................................................145
VI. En dificultades.......................................149
VII. La fuerza del trabajo.............................153
VIII. Preparativos.........................................157
IX. La fiesta..................................................163
X. Desayuno................................................167
XI. Confesiones...........................................174
XII. Un golpe al corazón..............................179
XIII. Solución a fuerzas...............................185
XIV. Primeros tormentos.............................193
XV. El acuerdo............................................197
XVI. La boda................................................203
¡Lástima que se terminó!.............................207
Coda............................................................211

LICENCIA CC-BY- SA 3.0 OTRS

Revisión del 21:01 8 oct 2010


Página o documento principal:
México/Literatura

ANTONIO DOMÍNGUEZ HIDALGO


POR Ver QUÉ Grande Es el MUNDO DEL AMOR...



Primera Edición 1971.


PRELUDIO


Siempre desde la ventana de su casa miraba al horizonte y entraba en unos enormes deseos de conocer el mundo. Soñaba con ser alguien bajo el sol que lo recorriera para descubrir todos sus rincones... esos espacios incógnitos, desafiantes, retadores, con frecuencia tan enigmáticos y excitantes que sospechaba: existían. Pero había nacido niña y todos los cuidados de su madre y de su padre se concentraban en vigilarla, como si se tratara de un tesoro, el más preciado del Universo. Así habían pasado quince años de durmiente encantada y ahora, de pronto... un oleaje de impaciencias la venía asaltando. Allá... tras los balcones; más allá de las paredes; acullá del alboroto de las calles; retozando de libertades; había mucha vida por explorar y ella quería dejar de ser la nena inmóvil. ¿Qué tamaño tendrían esos escenarios? ¿Cómo serían sus personajes? ¿De qué modo se relacionaría con ellos y cómo afrontaría las nuevas experiencias? Entonces...

por ver qué grande es el mundo del amor,

principió a tramar

su plenitud.



Otra vez Yo


De pronto, como una iluminación cerebral, he comenzado a pensar en estos recientes días que, cuando parece todo resuelto, todo solucionado, sin problemas, como muy fluido, surgen otras dudas, nuevas inquietudes; otros retos y una ya no es igual que antes. Deja de ser como se sentía que estaba siendo y lo que se creía haberse superado, sin saber cómo, regresa, pero ahora como con mayor fuerza, como una carga que nos exige de más para quitárnosla de encima. Cuando iba en segundo de secundaria, mi maestra de Español me había traído una sensación de seguridad; de haber encontrado por fin a la persona que me comprendería, que escucharía todas mis reflexiones; que me aclararía incertidumbres; sin embargo hoy, a punto de terminar el tercero, he principiado a sentirla también tan distante. Tan como en otra dimensión. La admiraba, bueno, la sigo admirando, pero como que ya no es lo que pensé que era. Me he dado cuenta que a veces tiene los mismos rasgos de cualquier mujer común. Se arregla como para impactar a maestros, alumnos y padres. Habla con tanta elegancia que parece afectación y aunque se nota lo profundo de sus conocimientos, nada hace para trascender y dejar de ser una simple maestra de escuela. Todo lo acepta con sonrisas. Ahora alguno de sus puntos de vista me parecen como anticuados, como que ya no embonan en lo que yo voy viviendo, en lo que voy escuchando de otros profesores, en lo que poco a poco aprendo y no sé… Ella me hablaba de la bondad de los esfuerzos, de la superación de errores, del camino del estudio y con su propio ejemplo me mostraba lo que se puede ir logrando: reconocimiento, aceptación, ascensos. No obstante, ella nunca ha llegado a ser subdirectora o directora y no comprendo porqué, si según he visto, tiene los méritos para conseguirlo; sin embargo, dice que le gusta mucho ser maestra. No la entiendo. ¿Será que le gusta sufrir? A veces me parece exagerada su abnegación. ¿O será que trata de explotarnos emocionalmente? Yo he visto a muchos como ella que por más que se esfuerzan nada logran y siguen en lo mismo; en cambio otros, sin que les importe un bledo los libros, se divierten y hasta logran hacer buenos negocios que les permiten darse una vida de reventón. El maestro de inglés, que por cierto es muy guapo, pero que nos enseña muy poco, cada rato nos presume de sus automóviles del año y dice que se irá a Inglaterra, pues nuestro país ya le queda muy chico. Entonces me pregunto, me vuelvo a preguntar, ¿por cuál camino seguir? ¿El de quemar-se los ojos para ser un pozo de sabiduría, pero nada nuevo?; o ¿el de lanzarse a buscar un buen trabajo para ganar mucho dinero o hacer un buen negocio para tener eso que toda la gente busca? En ocasiones como que quiero salirme de la escuela. ¿Para qué estudiar, si mi tía vino el otro sábado y le dijo a mi mamá que las mujeres nacieron para que los hombres las mantengan? -Ya ves a mí, desde que me casé nada me falta; y a ti tampoco. Nuestros maridos trabajan para hacernos felices y darnos todas las comodidades. ¿A poco crees que cuidarles los hijos, hacerles la comida y tenerles lista la ropa, es poco quehacer y no merece recompensa? Nosotras también laboramos para la felicidad de nuestro hogar. Ya ves, yo nada más terminé la secundaria y me casé. Me dije: que me mantengan; es más cómodo que estar soportando a tantos profesores fastidiosos. Para ser amas de casa sólo bastan algunas habilidades hogareñas y estar dispuestas a satisfacer a nuestros maridos en todo. Así que mejor saca a la nena de la escuela y enséñale sus futuros deberes como esposa; así como nuestras abuelas educaron a nuestras madres. Al principio me dieron coraje los comentarios de mi tía y estuve a punto de responderle que se guardara sus opiniones y que no se metiera en nuestras vidas; y menos en la mía. Pero me callé para no causarle contrariedades o vergüenzas a mi madre, que de por sí, últimamente de todo me regaña; que no le ayudo; que rezongo mucho; que nada más quiero pasármela oyendo mis discos; mirándome en el espejo; tratando de arreglarme para verme mejor. Y es que recién me he sentido muy fea; casi un guiñapo, al compararme con las famosas de la televisión. Si mi papá me comprara la ropa que le pido, tal vez mejoraría mi apariencia, pero siempre es lo mismo: ¿Para qué te vas a arreglar tanto si eres todavía una niña? No me gusta que te pintes. Además no hay fondos. Yo me quedo emberrinchada y siento como ganas de ponerme a trabajar. Así me compraría lo que yo quisiera. ¿Pero en qué? De inmediato me freno, levanto los hombros, y como si aceptara mi destino, abro el libro de texto para estudiar la horrible lección de ese mamotreto que parece querer volvernos sabios en muchas tonterías de Historia. Yo no sé en qué piensan sus autores. Creen que lo que dicen en sus librotes despiadados nos puede mantener con la boca abierta. Siempre una lecturita, luego preguntas sobre ella y al final nos hablan de un tema que a veces no le hallo ni pies ni cabeza y mucho menos encuentro cómo ha surgido y dónde aplicarlo. Así son todos sus dizque auxiliares didácticos. A mí me dicen más los Beatles. Como que ellos si le hablan a mi nuevo yo. Tan bonito que sería desmontar una canción para saber cuándo la hicieron, de dónde tomaron la idea, cómo era esa época y luego cantarla. A casi todos los de mi grupo les gusta cantar. En las excursiones que hemos hecho se nota esto. Por eso me siento como desfasada entre lo que nos hacen aprender en la escuela y lo que realidad vivimos en el mundo de hoy. ¿A quién le voy hacer caso? Creo que ahora, sólo a mí.



PRIMERA vez


Cuántas veces me he hecho la misma pre-gunta, sin conseguir una respuesta precisa. Pien-so que ya no soy una niña, aunque tampoco pue-do decir que soy una persona adulta. ¿Qué soy entonces? Ya no me interesan las muñecas como antes ni jugar a la comidita. Como que hoy tengo nuevos revoloteos en mis pensamientos. Sin embargo, hay ocasiones en que me comporto cual una chiquilla y quiero que se me complazca como cuando aún lo era. De inmediato reflexiono y no me puedo comprender a mí misma, pues quiero que se me trate como soy ahora y me molesta que me confundan con una párvula del jardín. Me he puesto a pensar que esta etapa, que dicen de adolescente, es la más difícil de nuestra existencia porque nos tiene como congelados; ni una cosa ni otra somos, aunque recapacitándolo bien, tal vez no lo sea tanto si sabemos ir domi-nándola. ¿Pero cómo sujetarla? A veces creo que siendo indiferente al mundo de los adultos y tra-tando de hacer más felices esos ratos que nos brinda la vida juvenil; además, tomando menos en cuenta los momentos de amargura y melancolía que suelen darnos. Hay que divertirse. Estudiar con entusiasmo sería otra res-puesta, mas se nos caen las alas con tantas ta-reas y ejercicios bobalicones que nos ponen en la escuela sin ton ni son. No les encuentro la significación para hacerlos. Algunos profesores realmente nos hacen odiar las asignaturas. Imparten las clases con tal abulia que mejor sería que nosotras investigáramos el tema que dan en algunos libros los buenos especialistas. Así, ¿quién se va a emocionar para aprender con gozo? Pura memorización que luego se nos olvida y nada recordamos. Aleluya si pasamos la materia y adiós. Sólo a veces en música se toman en consideración nuestros gustos cuando la profesora nos pide que cantemos una canción de nuestra preferencia y desde allí, no sé ni cómo, nos hace comprender las variaciones que dan las

notas musicales y cómo las escuchamos en una melodía. Lo mejor es cuando intentamos crear nuestras propias composiciones para cantarlas. Sin embargo, la realidad es que casi siempre va-mos a la escuela para no hacer el quehacer de casa o para tener con quien charlar de nuestros gustos y aventuras o para no aburrirnos ni sentir-nos solas. Ahora bien, también está eso de conseguir lo que deseamos por nuestro propio denuedo y trabajar. Pero de modo constante nuestros es-fuerzos son inútiles, porque muchos adultos no confían en nuestras capacidades y no nos dan una oportunidad para demostrar lo que podemos realizar con un poco de apoyo. Creo que esta edad que comienza para mí, no es más que una práctica de lo que será nues-tra vida entera; por eso si vamos descubriendo cómo debemos hacerla feliz, nunca en lo futuro reinará la soledad, la tristeza y la amargura. Aun-que no les agrade a algunos, yo sí le pongo algo nuevo a lo que hago y voy más allá de lo que creen enseñarme. No importa que los maestros digan que eso no debo aprenderlo porque no está en el programa escolar. Yo le hecho ganas y me siento satisfecha de ser mi propia constructo-ra. Hoy, por primera vez, me he dado cuenta que nací para ser diferente a los demás y que se-ré como quiera ser... o pueda. Superaré los desa-fíos y lo que importará será mi íntimo goce de im-pulsarme a mí misma para llegar a ser una mujer plena. Qué importa que tenga algunos contra-tiempos; si Sor Juana los tuvo, ¿qué me espero yo? El tiempo la hizo triunfadora más allá de los envidiosos de su época. Hombres necios...




EL TROPEZÓN


Todo me ha pasado en un día. ¡Increíble¡ Todo mientras iba a la secundaria. Como siempre, me levanté muy temprano para evitar los apretu-jones de las prisas de la bola de morosos que lle-gan tarde a sus trabajos o a clases. De por sí, a veces no tengo muchas ganas de ir a la escuela; suele ser tan tediosa y además de eso, se tiene que tolerar dificultades y angustias por el trans-porte, pues como que no; yo mejor me despierto muy disciplinada, como dije, a las seis de la ma-ñana, preparo mis cosas, arreglo algún detalle de mis tareas que en el día anterior no había comple-tado, desayuno lo que mi madre me tiene ya pre-parado y salgo. Pero esta vez no sé que me pasó y se me pegaron las sábanas. Imaginen que me agarró un sueño tan pesado que me quedé dormida y mi presumida rutina de cumplimiento se me eclipsó. No escuché el despertador y me seguí como en sábado o domingo. Si no es por mi madre que extrañada por mi demora fue a despertarme, yo hubiera seguido tan comodona en mi blandito colchón. Ya mis hermanos se había ido a sus res-pectivas escuelas. De un salto me incorporé; ya no me daba tiempo de bañarme, medio desayuné ante la in-quietud de mi madre: ¿Pero cómo te vas a ir así? Tomé un poco de leche rápidamente que siempre estaba dispuesta para mí, hice un rollito de jamón y me llevé un poco de yogurt. Ahora sí iba a tener mi primer retardo. Bueno, me dije, al fin y al cabo en la escuela tengo fama de puntualísima y me disculparán con facilidad. La prefecta siempre me ha puesto como ejemplo de asistencia. No me agrada mucho esta fama que me da, pues luego algunas compañeras me lanzan indirectas de lambiscona. Pero y qué. Así que llegué a la es-quina para esperar el autobús. Para acabarla de amolar, llevaba todos los mamotretos del día que a veces ni usamos, sin embargo los maestros nos regañan si no los presentamos. Parece que no pueden dar la clase sin la asistencia también del libro de texto. Eso sí, los peores de nuestros pro-fesores siempre los utilizan. Dicen que son una guía para que aprendamos y nos endilgan un ahora copien de la página tal a la tal; hagan el ejercicio que se les indica. Sigan las ins-trucciones y así. Yo no siento que aprenda en ellos. En cambio cuando consulto mis temas de preferencia en las enciclopedias o en mi pe-queño Larousse, allí sí que me paseo con gusto. Aprendo con gran fruición. Me emociona descubrir muchos conocimientos al ir hojeándolo por placer. De un dato me voy a otro y este me lleva a otro y a otro. Parece como si navegara en un mundo de informaciones que a sólo mí me cautivan. No tengo por qué leerlas todas; únicamente las que voy necesitando y siempre van surgiendo seductoras. Eso sí que me agrada pues me siento libre, sin obligación de hacer lo que a alguien se le ocurre que a mí pueda inter-esarme. En esto pensaba distraídamente, cuando de pronto sentí un empujón tan fuerte que mi torre de libros cayó al suelo. Por poco también me derriba. Voltee con furia y vi a un menso que se había tropezado conmigo, pues venía corriendo y no había alcanzado a frenarse. Tenía una cara de susto y de vergüenza que al mirarme parecían saltársele los ojos. Del coraje que sentí, pasé casi a reírme de él, pero no lo hice porque al quedar-me viéndolo descubrí en él, un chico, no muy guapo, pero que tenía algo distinto a los demás. Como que su torpeza le hacía transparentar una timidez muy agradable para mí que había tenido que soportar a tantos idiotas que se querían pasar de listos conmigo. Siempre tan irrespetuosos e insinuándome muchas groserías. En cambio este muchacho, al decirme con trémula voz, perdona y recoger con prontitud su estropicio para entre-garme ordenadamente los libros, me pareció muy tierno. Y eso es lo que le daba atractivo para mí. Yo me le quedé mirando como con furia (aunque como lo dije, se me había calmado al instante de verlo y mostrarse caballeroso conmigo). Nadie me lo ha querido creer, pero les juro que así fue. Te-nía una cara de espanto que si no me reí a carca-jadas fue por intentar ser discreta y no parecer vulgar. En ese instante llegó el camión y el mu-chacho me ayudó a subir cortésmente. Por cierto, me pidió cargar algunos de mis libros y eso que también él llevaba el titipuchal. Por fortuna el au-tobús no traía tanto usuario y pudimos sentarnos juntos. Una vez recuperados del impacto de nues-tro choque, el se presentó y me dijo que era David y que iba en el tercero E, pues ya tenía dieciséis años. A mí me pareció menor. Luego he pensado que a lo mejor era hasta más chico que yo, pero lo hizo para impresionarme con su mayoría de edad. En el trayecto platicamos que se había tro-pezado por venir corriendo, pues como yo, iba retardado, y al ver que se aproximaba el autobús, no se dio cuenta de un bordo en el piso y los re-sultados ya los conté. Como viejos amigos, con-versamos de todo. Me enteré de sus gustos y él, de los míos. Lo mejor fue que coincidimos en mu-chos de ellos y a la vez, muy agradable descubrir en otro, algo de lo que creíamos sólo nuestro. Me dijo que despertó cuando faltaban diez minutos para las ocho y sin desayunar había sali-do a toda velocidad, como despavorido, pues se veía que ni se había peinado y hasta traía el sué-ter al revés. -Tú te me quedaste mirando muy molesta y no sé por qué me destanteaste y ya no sabía si darte los libros o sólo contemplarte. Pero luego, sonreíste al verme apenado y cuando te di discul-pas, me reconfortaste al decirme: -Nada fue. Cuando llegamos a la secundaria nos des-pedimos muy amigables y yo me quedé pensando insistentemente en él: en su mirada, en sus ojos verde olivo, en la suavidad de su voz, en el bigotito que se le insinuaba sobre su boca de bonitos labios, en su actitud tímida y tierna, pero sobre todo en algo que no alcanzaba a discernir; un algo como haber encontrado a un personaje de mis sueños; porque esto parecía que lo había soñado ya. Así que la hora de inglés con la que se abría la mañana, no sé porqué, se mi hizo larguí-sima. Como que quería que sonara ya la chicha-rra para poder verlo en los corredores, aunque sea de lejos. Cuando terminó la clase, no me quedé a platicar con mis chismosas amigas del grupo, (aunque ansiosa estaba por contarles el encuentro), sino que haciéndome la indiferente, me dirigí al patio. De pronto mi corazón saltó de gusto. Ahí venía David corriendo hacia mí; mas cuando se encontraba casi a un paso de llegar, lo vi darse otro tropezón, pero, por fortuna, yo alcan-cé a detenerlo en mis brazos. El encuentro fue nuevamente brusco, pero los dos reímos a más no poder entre la curiosidad y gritería de los com-pañeros que en ese instante disfrutaban del tiem-po de receso. Discretamente me abrazó y yo le respondí a su abrazo. Los dos seguíamos sonrientes como diciéndonos sin decirnos, una confesión. Sé que un tropiezo así no se olvida jamás. Creo que por primera vez me conmovía con eso que llaman amor. Quizás él sintió lo mismo que yo. Lástima que lo cambiaron de secundaria y ya no lo he vuelto a ver.



SI FUERA UN HOMBRE


¡Ay mis padres! Cuánto los quiero. Tanto agradezco lo que hacen por mí. Se devanan por atenderme, para cumplirme casi todos mis gustos y siguen diciéndome su muñequita. Ellos al unirse plenos de amor me dieron la vida. Yo fui la primera de sus tres hijos. Luego vino mi hermano Ricardo que tiene trece años, pero que actúa como uno de dieciocho ante la ufana sonrisa de mi madre y la complacencia de mi padre que se siente orgulloso de su madurez. Nada más porque pertenece a un equipo de básquet y él es uno de sus principales estrellas, según presume en ocasiones el muy sangrón. Yo no le hago caso, aunque en el fondo me siento también contenta de ello. No es muy buen estudiante, pero no va tan mal. Por eso le permiten ir a jugar y con frecuencia regresa después de la hora señalada por mi mamá. Mi papá dice que es hombre y que está bien. Así se van haciendo ma-duritos. En cambio a mí, me suelen tratar como a Betito, el más pequeño de mis hermanos. Me cui-dan tanto como si fuera de porcelana. Yo no sé por qué tienen esas ideas. Muchas de mis amigas y compañeras de la secundaria, a penas un poco mayores que yo, hacen lo que se les viene en gana y no las regañan como a mí. Van a las fies-tas que desean; llegan noche a sus casas sin que las amonesten; algunas ya fuman y se arre-glan como mayores: se pintan, se maquillan, usan pantalones muy ajustados y hasta han tomado cervezas y tequila. Ay de mí si hiciera todo lo que ellas, he sabido, que hacen. Algunas hasta presumen de que ya se han acostado quién sabe cuántas veces con sus novios. Acaso sería mejor ser hija de divorciadas o dejadas, para lograr tal libertad. Como que sus mamás viven sus vidas muy alegremente y las chicas se despabilan a lo bárbaro. Ahora que no sé que pasará con ellas, pues ya una tuvo que dejar la escuela por haber salido embarazada. Dicen que tuvo que irse a trabajar de mesera en un bar de mala muerte para sostener a su hijo, pues el que era su novio no quiso aceptar que era hijo de él y sus padres lo mandaron con unos tíos a provincia. Con frecuencia pienso, ante tanto cuidado que me dan mis padres y los peligros que dicen que tenemos las mujeres, que mejor me hubiera gustado haber nacido hombre. Acaso sería formi-dable. Entonces no se me impediría hacer mu-chas cosas que a mí, por lo menos, no me dejan realizar. Podría entrar y salir de casa a la hora que yo quisiera e irme con mis amigos al cine y regresar un poco más tarde de lo que se me per-mitiera sin escuchar a mamá gritar. Todo sería más fácil. Podría pasármela regio como los aventure-ros del cine. Tal vez sería una vaquera o una ex-ploradora. O un futbolista internacional que nadie podría vencer. Ganaría mucho dinero y tendría un automóvil deportivo de lujo. Todos dirían qué gran hombre que es. Yo no alcanzo a comprender qué tenemos de diferente los hombres y las mujeres; a no ser por los órganos de reproducción, somos seres humanos iguales. Todos tenemos virtudes y fa-llas. Yo soy inteligente como cualesquiera de mis compañeros y hasta saco mejores calificaciones que ellos y sin embargo, no me valoran por eso, sino por ser un buena muchachita. Viéndolo bien, los varones tienen algo que nos complementa, pero no los hace superiores. Es algo como necesario. Será por eso que cuan-do recuerdo que Pedro, el muchacho de Tabasco recién llegado al barrio, últimamente se ha atrevi-do a estrecharme muy fuerte en su corazón y me sabe decir tantas frases que suenan a amor, comprendo que sentirse una chica querida, ama-da, consentida, adorada, resulta mucho mejor que ser hombre. Como mujer, lo único que hay que hacer, es darse a desear sin conceder y a valer, sin que parezcamos fatuas. Ya vendrá el día, si por ventura llega, de ser toda una señora.




a mi edad


A mi edad, quién lo dijera, se comienza a descubrir y a tratar de comprender ese sentimien-to que es el amor. Se empieza a buscar a un ser que llene nuestras ilusiones y con quien pueda una soñar. A estas alturas de la vida, casi a punto de cumplir mis quince años, se deja de jugar y se principia poco a poco a hablar con la voz del co-razón. Creo que para mí ha llegado ahora la edad de comprender, cuál es la realidad de los pensa-mientos amorosos y principiar en verdad a enten-derlos. Es como una extraña e indominable nece-sidad de buscar a alguien con quien compartir afanes, con quien platicar en los atardeceres para desentrañar emociones, a veces incomprensibles y disímbolas. Es como un impacto que recibimos cuando nos vemos en el espejo y en el otro lado no esta-mos nosotras, sino un chico que parece tener algo de lo cual una carece y él nos lo complementa. El problema radica entonces en aprehenderlo y sacarlo de ahí para darle una forma real. Es como si de pronto un Arco Iris vaporoso desapareciera y se volviera tan difícil hacerlo tangible, cual una refracción de la luz. Cuando he leído algunas novelas y obras de teatro creo haberme enamorado de muchos de esos personajes que quisiera fueran existentes: me enamoré de Dafnis, el de Cloe; de Simbad, el marino; de Romeo, el de Julieta; de Segismundo, el de La vida es sueño; de D’Artagnan, el de Los tres mosqueteros; de Martín Garatuza; de Béc-quer, el poeta; de Juan de Pardaillan; de Stephen Dedalus, el artista adolescente, entre otros y sentí un ternura muy triste por el niño que enloqueció de amor. Creo que el amor es como el arte, una re-fracción de nuestro ser que se manifiesta en los hechos y palabras del otro. Cuando siento que amo, lo que digo a quien amo es entendido con el corazón y no con el cerebro. Eso mismo he senti-do cuando alguien dice que me ama. Lo malo que hasta ahora no he sentido sinceridad en quien dice que me ama y yo me voy quedando como con una extraña sed. Mi mamá me ha dicho que estoy muy joven para preocuparme por el amor y por hoy, lo único a lo que debo dedicarme, por ser lo más importan-te en mi edad, es mi preparación; mis estudios; y lograr una carrera profesional. Luego, en ese sendero, podré ir experimentando poco a poco las sensaciones y emociones del amor. Por lo pronto no le hago el feo los chicos que me agradan, pero no doy mi brazo a torcer. Que me rueguen... y alguna invitación a comer la acepto; que paguen por mi presencia; por verme; por mi conversación y nada más. Una sonrisa y ahí nos vimos.




POBRE FÉLIX, POBRECITO


Dicen que Félix, nuestro compañero más relajiento y presumido del grupo, en un principio era tímido y aún a los doce años, de la nada toda-vía lloraba. Y es que como transcurría la solariega vida que sus padres le brindaban entre caprichos y retobos, al entrar en la secundaria común, nadie le guardaba las consideraciones familiares. Era uno más de nuestro salón. Desde pequeño, sus progenitores le habían dado todo lo que el pedía. Lo que él deseaba, se ponía a su disposición de inmediato, porque si no, el lío que armaba con sus gritos de enojo y de protesta, resultaba insoportable. Y su madre lo llenaba de mimos y de caricias; su padre de elogios y de esperanzas. Con cuánta inquietud habían esperado el momento de la llegada de su primer heredero. Difícil espera porque los médicos habían dicho que la señora nunca podría tener hijos. ¡Qué an-siedad de poseerlo entre sus brazos y de sentir el cuerpecito recién nacido palpitando entre los arrullos y los cantos que de sus labios tenían proyectados para surgir en la hora del anhelado acontecimiento! Con cuanta precaución y cuidados transcurrían los días en los que el nuevo ser dormía aun en el vientre materno, sin sospechar siquiera los sucesos externos. Cuando nació, ellos se sintieron satisfe-chos. La felicidad había abierto imprevistos pano-ramas ante las miradas amorosas que se diluían en el apenas nacido. Sus corazones de padres palpitaba de emoción y de alegría. Ahora sí lucha-rían con mayor temple para forjar un destino en el cual la abundancia permitiera al pequeño la dicha de nada carecer. Promisoria se aparecía la vida en su desgranar de sueños e ilusiones. Tal vez por el beneplácito provocado no había habido otro mejor nombre para el niño que Félix, quien lleva latente en su mundo la euforia de las sonrisas y la alegría, quien sería la causa por la cual dos seres se esforzarían en alcanzar el privilegio de la comodidad social. Y resultó que Félix fue creciendo. No había mayor tesoro en esta familia. Su pequeño Félix, tan gracioso para los ojos de una madre, y tan delicado para las manos de su padre, se fue habi-tuando a las lisonjas y a la solución de todas sus ingenuas peticiones de niño. Si no, gritos de es-pantosa furia ante el no cumplimiento de sus antojos; a causa de ese enorme amor que le tení-an, se aprovechaba de ello y lo usaba como pretexto para encapricharse y no querer más que lo que colmara su rabieta. Su padre era un triunfador en los negocios. El comercio le había dado más allá de lo habitual para forjar una vida desahogada y libre de miserias. Sin embargo, a su pesar, se sentía insatisfecho porque no había podido terminar la profesión que él hubiera deseado, aunque luego, su pesadumbre desaparecía en cuanto pensaba en su hijo. El sí que llegaría hasta la cumbre de la cultura. Si él no había tenido la gran preparación académica que lo frustraba, su hijo sí la tendría. Por ello le daba todo; no quería que cual-quier insignificancia pudiera servir como obstáculo para la culminación de sus propósitos. Félix tenía que ser lo que él no había podido; por dinero no importaría. Era rico, su trabajo y su astucia le había costado, y por nada del mundo destruiría su máximo anhelo: Félix, convertido en un gran talento. ¡Gran cultura será la de mi hijo! Y sucedió que Félix se hizo adolescente y acudía a la secundaria donde como yo, iba en tercero. Ninguno de los compañeros dejaba de percibir el comportamiento extravagante y fachoso del mozalbete. A todo mundo impresionaba con las promesas de su padre: -En cuanto termines la secundaria, te com-praré un auto deportivo del año y te mandaré a Estados Unidos para que allá hagas la high school ¿Cuánto quieres más para tus gastos de la semana? Pide mi hijito, pide… ya sabes que no te negaré nada…- y sus condiscípulos quedaban admirados de lo que les contaba. Por si fuera poco, Félix también era el chis-toso de la escuela y el coraje vivo de los maestros porque no ponía atención; además de ser el au-sente eterno de las clases y como si se lo propu-siera, la promesa falsificada de los suyos. Su ley era el escándalo y el exhibicionis-mo; la sorna y el menosprecio. Para todo estallaba en carcajadas y en bromas y hacía de la burla su máximo goce. Como era tan rico…por lo menos eso ostentaba y parecía. Mas, a pesar de sus riquezas, no era el de mayor atractivo dentro de los amigos que siempre lo rodeaban. Se podría afirmar que en el fondo era despreciado por ellos, pues veían en él, al niño consentido de papá que se comportaba a la altura de su infantilidad, pero al cual podían sacarle refrescos y bocadillos dándole por su lado. En cuanto entraba retardado a escuchar alguna clase, sus compañeros lanzaban exclamaciones en broma, de disgusto y de rechazo, pero Félix se complacía en ellas, como si gozara siendo el eje juglaresco de su grupo y al contrario, parecía sentirse más satisfecho con aquellas demostraciones de repulsión que para nada hacían daño a la insignificancia de su espíritu bufonesco. Pronto su padre se dio cuenta, porque los resultados de las calificaciones obtenidas por su hijo dejaban mucho margen para poder catalogar-las como magníficas. La mayoría de las asignatu-ras cursadas, las había reprobado; las notas en-torno a su conducta eran severas y el número de faltas infinito. No obstante, cual clásica tormenta en un vaso con agua, los regaños pasaban y de modo simultáneo, los ruegos de los padres para que se aplicara, también. Así desfilaban las promesas de mejora en una incesante promesa: -Ahora sí ya me voy a portar bien, jefe. -En mi casa no me hacen nada. presu-mía a sus condiscípulos - Tengo todo lo que quie-ro. Los viejos me dan bastante… más de lo que quisieran ustedes…pelagatos.- y entre bromas y risas se echaba a correr como si deseara demos-trar su agilidad. Quienes lo veían, le lanzaban insultos y vituperios, pero él no contestaba, sino que parecía gozar con lo que le decían; como pa-yaso en aplaudida escena. Con su risa desfacha-tada, con sus desparpajo insolente, con sus poses entre machistas y afeminadas producía bastante repudio en muchos de los compañeros. Cierto día lo mandó llamar el director de la escuela para amonestarlo por su comportamiento incontrolable y ante las palabras que escuchaba, únicamente mostraba un rostro sereno con ojos maliciosos y sonrisas de desprecio e indiferencia. Tal vez por dentro se reía a carcajadas. Qué im-portaba lo que pudieran hacerle; su padre se lo daba todo y no necesitaba más. Lo primordial era vivir gozando. Lo demás nada le interesaba; sólo lo divertido. Al fin y al cabo para eso tenía dinero suficiente y más…Qué le habría de preocupar; que siguiera hablando el viejo loco; y por dentro se reía de él, pensando acaso: entrometido, me-terse en donde no le llaman, diciendo idioteces que en nada me afectan. Qué diablos le incumbía su vida. Él sabía lo que hacía… y lo que pensaba y lo que decía. Maestrito muerto de hambre. Después del sermón y de fingir agobio, no por arrepentimiento, sino por fastidio, Félix salió hacia donde mismo, a continuar con su vida cai-fanesca y con su proceder pueril; con sus risas mustias y con sus palabras huecas. Por fuera era el mismo, aunque por dentro, a decir verdad, pa-recía sentirse algo incómodo por la regañada. Le habían molestado algunos juicios del director en contra de él: -Viejo desgraciado, me las pagará. Esa noche meditó largamente. Tal vez te-nían razón quienes buscaban para él lo mejor, pero… ¡qué aburrido ser como todos, igual…! ¡No! El no había nacido para convertirse en un sacrificado…Eso es cosa de imbéciles. Gozaría la vida sin pensarlo siquiera, aunque lo juzgaran mal. Su padre era rico, ¿y para quién lo era? ¡Só-lo para él! Para que se gastara sus riquezas y fue-ra en verdad dichoso…Además, últimamente ya estaba sintiendo cosquilleos en el sexo y pen-saba invitar a sus cuates para estrenarse, según lo oí decir, en alguna de esas casas de las cuales se había informado ya. Así siguió con lo mismo, como siempre, sin importarle nada de lo que tenía la posibilidad de adquirir. Algunos compañeros envidiaban con tristeza la oportunidad que él desaprovechaba, pero después, lo compadecían con infinita lástima porque sabían que de continuar así, y era lo más seguro, nunca pasaría de ser un niño bien más, mimado y caprichudo; ignorante, torpe, vanidoso y vacío. ¡Quién sabe dónde terminaría! Quizá de cínico, de sádico, de alcohólico, de drogadicto. Y ante las bromas que realizaba y las ocu-rrencias que se ufanaba en pregonar, todos reían y lo festejaban, mientras les convidaba las cerve-zas en la tienda de la esquina. Y arqueando la ceja izquierda los dejaba con aires de desprecio mientras corría hacia su motocicleta. Una vez montado en ella, arrancaba a toda celeridad ar-mando el gran escándalo ante los ojos envidiosos de la bola de pobres y matados diablos, según les gritaba a carcajadas que se perdían en la distan-cia. Parecía sentirse el ángel poderoso y triunfal de la velocidad. Hoy pienso, porque Félix me es simpático, a pesar de todo, en lo que se le espera si algún día se queda sin nada. Nadie sabe los vuelcos que da la vida, como dice mi abuela. Se arrepenti-rá. Hoy se siente el las puedo todas, pero des-pués, cuando esté más solo que nunca, cuando nadie acuda a darle un consejo, una palabra de aliento o un estímulo a su fracaso... ¡Pobre Félix! ¡Pobrecito!



UNA ROSA DE Viena


Querido Fabio, te escribo estas líneas por-que quisiera que al recibirlas te acompañaran en los momentos de soledad que sin duda debes tener ahora que haces tu servicio social en Euro-pa, gracias a la beca que tu aplicación te hizo ga-nar. Perdóname tanto “que” en mi redacción, pero los nervios me hacen precipitar mi escritura y sue-lo cometer esos errores que según dicen en la clase de Español, deben evitarse. Creo que a tus veinticuatro años has logra-do un triunfo que pocos en nuestro país dis-frutan. Pero además fue también mucha suerte. Sabes que te quiero con gran ternura desde que te conocí en aquella tardeada. Cómo iba a imagi-nar que tú te pudieras fijar en una tonta quinceañera como yo, tan romanticona. Tú que tenías amigas muy de onda; arrojadas y dispuestas a todo. Pero ya ves, te hiciste mi amigo y las muy locas me han perseguido con envidia. Una de tus preparatorianas hasta quiso gol-pearme. Pero yo le aclaré que sólo éramos ami-gos y nada más. Ella no lo creyó... y luego te fuiste. Se quedó colgada en sus celos infundados y más coraje le dio, no sé por qué, cuando se enteró que me escribías. Y todo por Elizabeth, que no sabía que fuera tan chismosa. Creyéndola mi amiga, le mostré una de tus misi-vas y se la leí muy emocionada. Lo que se ha de haber reído de mí por dentro. Cuando supe que lo andaba divulgando y decía que yo era una cursi, me sentí ridícula; por poco lloro, si no hubiera sido porque casi simultáneamente recibí otra carta tuya. Eso me reconfortó y me propuse no hacer caso a las murmuraciones del salón. ¡Qué les importaba! me dije y me hice la indiferente. En el fondo me sentía orgullosa de tanta envidia. Imagínate: un chico, tú, me escribes constante-mente desde allá. Y no importa qué. Según me has contado, muchos de los fines de semana te vas a visitar las ciudades europeas cercanas a París y por eso dejas de escribirme a veces, como yo quisiera. Pero tus postales sí me han llegado. La catedral de Notre Dame me recuerda la novela de Víctor Hugo. No sabes, cuando la leí me sentí la bella Esmeralda y a ti, te vi como el guapo capitán rendidamente enamorado de ella. Muy bonitas fotos las de tus paseos por el río Sena, el hermosísimo templo de la Magdalena, la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo, la Plaza Ven-dome, la plaza de la Concordia, el Sagrado Cora-zón, Montmartre, los bosques de Bologne, el mu-seo del Louvre y tantas y tantas bellezas más. De igual forma recuerdo las que me enviaste de la linda Venecia, sus góndolas y sus canales y las muy impresionantes de Florencia. Esa foto del Duomo de Milán es portentosa y Roma, qué barbaridad; la de historias románticas y apasionadas que se habrán tejido entre la maraña de sus calles y obras de arte. Como que ahí pasea la dulce vida, según se aprecia en una película que vi hace poco. No sabes cuánto me gustaría ir allá y ver todo lo grande que es; aunque mejor sería, para que tú me llevaras por esos sitios fascinantes que imagino desde aquí y que, según pienso, ya conoces tú muy bien. Igualmente fueron lindas las vistas que me enviaste de Londres. ¡Qué ciudad! Y las de Bruselas y Brujas; no se diga las de Berlín o las de Atenas. Este viaje, según me relataste, fue más pesado, pero tú afirmas que viajar en tren hace conocer mucho de lo que no presume el turismo, sino la realidad de esas gentes. Me da gusto que hagas tan hermosos reco-rridos. Has de haber tenido multitud de experien-cias y aprendizajes al por mayor. Esa sí que es una bella clase de Geografía y no las que nos dan de puro bla bla bla. Ni siquiera un documental nos pasan para, aunque sea de lejos, creer que conocemos la geografía. Ojalá que cuando vayas a Viena, según me escribiste en tu última carta y donde dicen que cultivan unas rosas muy bellas, me mandaras una, como muestra de que me recuer-das; de que estoy presente en tus añoranzas; de que a todas las partes a donde vas, me llevas como compañera. Así podré saber que era verdad lo que me decías; que te gustaba estar mucho conmigo y platicar. Hoy quiero pedirte algo: te suplico que me mandes muy pronto una de esas rosas, una pe-queña rosa de Viena. Es lo único que quiero de ti. Nada más. La guardaré en mi rincón favorito y siempre la miraré y la acariciaré como si te estu-viera viendo a ti. Te ruego en verdad que me la mandes. La tendré siempre presente y en silencio la estrecharé sobre mi corazón. (Definitivamente sí soy una cursi, pero siento tan hermoso hacerme ilusiones. Acaso mañana llegará la rosa intercalada en una de sus cartas o de sus postales. Así sabré que sigo viva.) Escríbeme pronto, pues hace tanto que no me escribes ya. Dime que piensas en mí, amigo mío; creo que una amistad como ésta no la tengo de nadie; sólo de ti. Envíame esa rosa de Viena, por favor, como si fuera un sol. Así sentiré que su luz me alumbrará hasta que tú regreses. Que seas feliz.

Hoy me llegó la carta esperada, pero no era de Viena, sino de Berlín, para comunicarme, por ser su gran amiga, el aviso de su matrimonio con una alemana, compañera de estudios. No sentí rabia ni decepción, al fin y al cabo yo lo imaginé todo. Aquí terminaban mis leccio-nes ilustradas de geografía europea. Sin embargo, en mis quince años, que cumplo la semana que viene, bailaré el vals de Los Bosques de Viena y al ir girando en los bra-zos de mi chambelán, pensaré que las rosas que luciré en mi vestido, son de allá y me las enviaste tú. ¡Qué loca idea!




las clases están acabando


Otro año más en la escuela secundaria. Lo bueno es que ya es el último. Me espera el bachi-llerato, aunque no sé si cursarlo. ¿Para qué, si no creo llegar a terminar una gran carrera? Mi padre, aunque se desvive por ganar dinero, no logra más allá de lo suficiente para sostenerla y mis hermanos a lo mejor, sí pueden aprovechar los estudios; aunque quien sabe. Ricardo apenas va a entrar a la secundaria y como siempre anda de vago con sus amigotes de la cuadra jugando a las maquinitas cuando no juega basquet: no sé. Betito, por lo menos ya aprendió a leer y pasó a segundo de primaria. Yo lo quiero mucho porque ha sido como mi muñequito viviente con el cual me he divertido peinándolo, dándole de comer, bañándolo. Aunque ahora esto último ya no le gusta. Dice que ya está grandecito y que puede hacerlo solo. Yo me siento como despreciada y me entra una nostalgia de cuando era mi bebé, como le llamo, y tenía uno o dos años. Ahora ya hasta me rezonga. Esto me hace meditar en lo difícil que ha de ser tener hijos propios. Por ejem-plo, me pongo a pensar en mamá que nos ha criado pacientemente a todos y fuimos, acaso también, su repetición infantil de jugar con sus muñecos o con su muñequita, como aún me dice a mí. Cuando veo cómo le impedimos que nos acaricie o nos haga algún mimo: -¡Ay, mamá, estate quieta, ya no soy una niña para que me acaricies el pelo! Me siento co-mo si fuera tu perro. – al instante me arrepiento por mi expresión y reflexiono que ha de sentir lo mismo que yo con Betito. A mí como que me entra una sed infinita de ternura con mi hermanito. ¿Será eso que llaman instinto maternal? Ha de ser curioso tener muchos hijos. Yo, por lo menos, por hoy no me interesa, aunque cuando veo los desprecios de mi bebé, como que me dan ganas de tener ya los míos. Pero eso no se puede, por hoy. Me figuro la responsabilidad de tener un niño o una niña entre los brazos y sobre todo, a quién elegir como su padre. Hay muchos chicos sí, pero casi a ninguno me lo imagino como mi esposo. Son tan payasos y presuntuosos. No más les gusta andar correteando su maldita pelota de fútbol y estar en la esquina amontonados maloreando a las chicas que pasamos por ahí. Son unos montoneros cobardes. Siempre en bola, parece que no puede quien así lo desee, hablarle a una, de manera seria y no con tanto relajo escondiéndose entre el montón. Tiempo al tiempo, me digo, como dice mi papá. Tal vez cuando llegue el momento meditaré más en el dichoso papel de mamá, pero por hoy, tengo que apretarle a los estudios, pues los exá-menes finales se aproximan y yo sí quiero sacar mi certificado de secundaria, aunque algunas de las más vaciladoras de mi grupo presumen de no importarles. –Me da igual. En cuanto salga me voy a casar. -Ni sabes lo que estás diciendo.-le digo- ¿Qué tal si nomás te engañan y te dejan toda amolada y con un hijo? ¿Con qué preparación vas a afrontar tu problema, porque quién te va a mantener? Tal vez en tu casa, pero ¿siquiera piensas en los reproches que te harán? ¿Y si nadie te apoya? Vas a tener que trabajar en empleos mal pagados y a veces humillantes. Creo que en eso tiene razón la maestra de Español cuando nos dice que ella se preparó para superar los posibles problemas matrimoniales. Si su marido le salía holgazán o traidor, ella tenía con qué defenderse de la vida. Y yo pienso que hay que estudiar lo más que se pueda y si no se puede, ver la manera de no quedarse doblegada. A mi papá le cuesta mucho trabajo soste-ner a nuestra familia, porque lo que gana apenas si le rinde lo suficiente; por eso mi mamá le ayuda vendiendo zapatos y ropa entre los vecinos y algo es algo. Ante el ejemplo de ambos, yo pienso, si entro al bachillerato, buscar un trabajo, por mien-tras, que me permita ayudar a la economía hoga-reña y a la vez me facilite fondos para estudiar. Bueno, eso es lo que digo. Por ahora, las clases están por terminar y aunque debía sentirme triste, se me ha ido des-pertando una efervescencia que me alegra: tal vez en mi futura escuela todo será diferente y aprenderé algo realmente interesante. Ya vere-mos; mejor abro el libro de matemáticas y me pongo a resolver esos problemas que me dejaron de tarea, aunque yo no les veo qué maldita apli-cación les voy a dar cuando la vida me plantee los suyos. Que las tangentes, que las secantes, que las ecuaciones, que el pipo...



PEQUEÑA HISTORIA DE UN JOVEN POBRE


Esta mañana me ha parecido esplendoro-sa. Cuando salí de casa parecía que el sol rega-laba sus acariciantes rayos al inmenso laberinto de mi ciudad. Por las calles se desparramaba la gente rumbo a sus labores cotidianas. Hasta el tránsito me pareció tranquilo y poco molesto. Su vertiginoso remolino que en líneas verticales y horizontales confundía los estruendos de su es-cándalo con la agitación de quienes se devana-ban por llegar puntuales a sus trabajos, semejaba algo simpático. Todo era como si se levantara el telón de la esperanza y me colmara como de una extraña alegría al saber que aún hay maestros que se preocupan por sus alumnos. Ayer sucedió algo que me ha puesto de buen humor y me ha hecho recuperar eso que a veces pienso tan importante: el ayudar a los de-más. Ahí es donde uno olvida las tristezas y de-cepciones que van apareciendo en nuestro diario vivir. Cuando llegué a la secundaria, todos da-ban prisa a sus pasos para evitar el regaño formi-dable de doña barbas, como le dicen a la prefec-ta; una hombruna mujer que se entretiene selec-cionando alumnos o alumnas, según su juicio personal, que no portan el uniforme correctamente; o que la falda está demasiado corta; que traes los cabellos muy largos; que despíntate las uñas; que no debes venir maquillada: “no eres una vedette corriente”; que esos zapatos están muy sucios y así, por cosas que a mí me parecen insignificantes, castiga a mis compañeras como si fuera la gestapo que nos cuentan en la clase de Historia. Es como un Hitler con faldas; por suerte no tiene pistola, si no: Yo me los fusilaba a todos; mocosos majaderos y chilapastrosos, grita fúrica con suma frecuencia. En esta ocasión había detenido sin más, a uno de mis compañeros que siempre se caracteri-za por caminar cabizbajo y con la mirada llena de preocupaciones. -Y a ti que te pasa, idiota. –le dijo la prefec-ta. -Nada señorita, prefecta. –contestó con corrección. Pero la vieja energúmena lo comenzó a insultar diciéndole desarrapado: Mira qué uni-forme tan roto traes; cóselo, no seas barbaján. En esta secundaria cuidamos la imagen de nuestro alumnado y tú pareces un andrajoso gañán. Te voy a llevar a la dirección. Y empujándolo, lo llevó hasta el sitio señalado. Mientras tanto, la balumba de adolescentes aprovechaba el incidente para meterse sin revi-sión. Casi todos mostraban júbilo por la circuns-tancia. La mujerona aquella siguió amenazante al jovencito y lo presentó en las oficinas directivas. Abrió la puerta y dijo a la directora: -Traigo aquí a un mugroso que ya muchas veces le he dicho que tenga más cuidado con su uniforme y no hace caso. Mírelo, todo roto. La cacica se quedó boquiabierta y tragán-dose sus palabras y sus berrinches, cuando la directora exclamó, al ver a aquel adolescente: -Pasa José Luis. ¡Qué bueno que este inci-dente sin importancia permitió que vinieras antes de lo esperado!- y mirando como burlesca a la mujerona, le indicó:- Puede marcharse Imelda. Este joven es uno de los más estudiosos de la escuela y acaba de ganar un concurso de Mate-máticas. Su apariencia humilde no es para que usted lo trate de esta manera. Deje de ser una gendarme y cumpla su función de prefecta, sin exagerar. - Está bien señorita directora.-y enrojecida de coraje, salió bufando de la dirección. Las se-cretarias que allí había, al verla, se carcajearon, como si se vengaran de algo. Esto la enfureció de tal manera que no se fijó que la puerta de cristal estaba cerrada y se dio un frentazo que prosiguió la hilaridad no solo la del secretariado, sino la del alumnado que por allí deambulaba. Adentro, la directora se dirigió con amabili-dad al alumno reportado y le dijo con voz cariño-sa: -Iba a mandarte buscar, pero ya que por error doña barbas, oh, perdón,- y sonrió como quien se sabe cómplice de alguna travesura- qui-se decir la señorita prefecta, me ha hecho el gran favor de traerte, quiero darte unas muy buenas noticias. -¿De veras, maestra? -Por supuesto; luego de las largas gestio-nes, que te constan, he realizado para tu caso, he logrado algo para solucionar tus problemas de campesino solitario en la ciudad. No es justo que un muchacho como tú; aplicado, reflexivo, entu-siasta y afanoso, se pierda entre lo común tan sólo por no tener los medios suficientes para con-tinuar sus estudios. Te he conseguido una beca para patrocinar no sólo tu bachillerato, sino la ca-rrera que tú elijas. El monto de la beca permitirá que tus papás viajen desde tu pueblo en la sierra chatina hasta la ciudad de México para que cui-den de ti. Además, el gobierno te premió con una viviendo popular a donde tú podrás vivir con tu familia. El único requisito es conservar tus exce-lentes calificaciones y las muestras de tus progre-sos en el estudio. Y eso no será difícil para ti. -Muchas gracias, maestra.- y los ojos del joven brillaron, acaso por primera vez, de felici-dad.- Es muy gentil la opinión que tiene usted de mí. Yo solamente hago lo que puedo desde mi deseo de superarme y ayudar a que los míos se superen. Sé que ocupo un lugar dentro del alum-nado de la escuela y que tengo un compromiso con ella y con usted; con mis maestros y con mis padres: no defraudarlos y echarle muchas ganas. Me gusta estudiar para saber cada vez más y más. Hoy sé que soy un privilegiado al estar en esta secundaria y que cuántos no desearían una oportunidad como ésta. Yo la voy a aprovechar al máximo, maestra. Ya lo verá. -Me admira tu forma de hablar y nueva-mente te repito que con este entusiasmo, tú pue-des destacar en lo que emprendas. Por eso he luchado contra viento y barreras para benefi-ciarte. Yo también tuve que enfrentarme a muchos obstáculos para llegar a ser maestra y luego directora, pero al final, la calidad del trabajo es lo que cuenta. Esta beca ya la hubiera querido yo; pero eran otros tiempos. Sin embargo aquí estoy y tengo la oportunidad de ayudar a alguien como tú. Sé que tus padres se encuentran en malas condiciones económicas y que viven de manera muy humilde en los altos de la sierra sur de Oaxaca, pero eso no debe preocuparte más. Algún día tú regresarás a esa tu tierra y contribuirás a su engrandecimiento, como lo hizo un zapoteca hace más de un siglo con nuestro país. Además, tú eres un maravilloso políglota: hablas chatino, mazateco, zapoteco, español y vas que vuelas en inglés y en francés. Eres un caso excepcional. Esa es la razón por la cual me pareció que la Patria no debe desaprovecharte. -Gracias señorita directora; me hace usted muy feliz. Y disculpe mi gastado uniforme. - Ya no te preocupes por ello. Yo te voy a prestar unos centavitos para que te compres uno nuevo y zapatos. No creas que te los regalo. Te los estoy prestando, ¿lo oyes?; cuando recibas en un mes, tu beca retroactiva hasta primero de se-cundaria, me los pagarás. -Por supuesto, señorita. Permítame besarle las manos. -Eso nunca José Luis. Te ayudé porque siento que es mi obligación como maestra y todos los que nos hemos dedicado a esta profesión he-mos de velar por el crecimiento intelectual, cultu-ral y social de nuestro alumnado. -Usted sí qué merece el nombre de maes-tra. Ojalá que todos los profesores fueran así. -Bueno; ya basta. No vamos a estar inter-cambiando elogios. Ve a tu salón y a la salida pasas por el sobre donde va tu préstamo. Ya ha sonado el timbre. Las clases van a comenzar. -Sí, maestra,- dijo con el rostro regocijado-regreso a estudiar con nuevos ímpetus. Voy a estudiar como nunca. Ya lo verá usted.- y salió. Cuando entró al salón, aún no llegaba el maestro de Química y fue cuando pude acercar-me a él para saber lo que le había sucedido; un poco preocupada porque, además de ser un gran amigo que me ha explicado todas esas patrañas de trigonometría, es un chico admirable; aunque su tipo es indígena, es súper más inteligente y estudioso que los estúpidos güeritos de mi salón, y los de toda la escuela. Cuando me contó, casi salté de gusto. Por eso hoy, como él, ahora soy también toda luz, toda caminos.



el MUNDO ENTRE LAS MANOS


Esta tarde vino mi amiga Julieta más con-tenta que nunca, de por sí siempre parece zafada del cerebro, pero hoy, se le notaba una alegría contagiosa y llena de arrebato. Con una sonrisita enfebrecida por un frenesí común en ella, me contó lo que le había sucedido el fin de semana. Sergio era el motivo de tanto alborozo. ¡Ay que adolescentes que somos! De la nada nos volamos y mi amiga parecía astronauta en su enamoramiento. Parece que el amor está a la expectativa para enloquecernos. Todo es amor. A donde quiera que voy se ve gente que se ama o por lo menos lo aparenta. Así que ella principió su tropel de palabras a más no poder. Casi me ma-reaba tanta velocidad en su habla: - Desde que lo conocí, mana, siento que tengo el amor entre mis manos. Si tú has amado, entenderás que el amor se nos queda o vuela. Si permanece, se esconde en nuestro corazón y parece todo un misterio por descubrir. Lástima que por más que me le insinúe para ver si nos hacemos novios, parece no tomarme en cuenta y me inquieta su indiferencia. Lo miro y lo miro, pero como si nada. Me le quedo viendo como si le dijera: Si vieras con más atención a mis ojos, entenderías que podemos tener nuestro amor en las manos. Aunque vergüenza pueda darme, sé que de pronto vas a descubrir este secreto y entonces me comprenderás. Por fin me harás caso. E insisto mirándolo y con los ojos le repito: Si tú quieres, sentirás cómo mi amor canta y a la vez calla. Escúchame y podrás oír mi voz interior. Si tú buscas también un poco de amor quizá lo podrás encontrar en mí y de inmediato sentirás que los dos podemos formar un solo corazón. Con tanto como lo veía, ya sabes amiga cómo veo, le desperté la atención y se me quedó observando como admirado. Luego sonrió, mien-tras yo le seguía diciendo con solo los ojos fijos en él: ¡Ah Sonríes. ¿Acaso has entendido que te amo? Ven, si quieres. Tendrás siempre la luz de mi corazón, porque ahora ya lo sabes también tú, que el amor puede quedarse o volar; anda, asó-mate a mi alma y encontrarás siempre amor. Me he enamorado de ti y siento que vuelo sobre el mundo y lo tengo todo entre mis manos. Tú pue-des ser mi mundo y yo ser el tuyo. Ay sí, querida, hoy sí he sentido lo que es estar loca por alguien. Pero el muy tímido o dis-creto, no pasó de su sonrisita y se fue con sus amigos, quién sabe a dónde. Sólo falta que él se conmueva, recapacite y un día de estos, me tome al fin de las manos y diga que me ama. Como Tony a María en Amor sin barreras. Ojalá que se dé cuenta rápido. Como dice aquella vieja canción de nuestros abuelos: ¡Es que estoy taaaan enamorada! -Ah, Julieta, no seas tan soñadora como yo- la interrumpí en su torrente frenético-, ya ves cómo me ha ido. -¿Y qué amiga? Como dice la maestra de Civismo, -prosiguió su tarabilla- no hay que dejar pasar los sueños, mientras sueños sean. Cuando despertemos, nadie nos quitará lo soñado. Si es real, qué maravilla; si es fantaseado, mejor. ¿O no? Mientras tanto yo insistiré, porque como ya te lo dije y lo repetiré hasta el cansancio el amor se nos queda o vuela, canta y a la vez calla y es un misterio por descubrir y el amor... se nos queda o vuela, canta y a la vez calla y es un misterio por descubrir y el amor... se nos queda o vuela, canta y a la vez calla y es un misterio por descubrir y el amor...




ETERNO RETORNO


Esas palabras ya las he escuchado en otra ocasión. Son las mismas que Alberto me dijo hace dos años, cuando yo acababa de cumplir catorce: -Me iré de aquí la semana que entra. Yo no lo quisiera, pero como mi padre será trasladado por la compañía de seguros a Madrid, toda mi familia tendrá que irse con él. Así que no podre-mos vernos más durante mucho tiempo. ¿Quién sabe cuánto? Pero te escribiré; te mandaré posta-les y te juro que no voy a olvidarte. Cuando regre-se, volveremos a estar juntos como lo hemos es-tado hasta ahora, desde que nos conocimos al entrar a la secundaria. ¿Recuerdas? Los dos te-níamos trece y estábamos en distintos grupos, pero ya ves cómo son las cosas. De tanto asistir a la cooperativa, nos conocimos, hicimos amistad; vimos que teníamos gustos semejantes y que nos interesaban parecidas preferencias: las películas, el excursionismo, las novelas de Riva Palacio, el patinaje, las canciones humorísticas, el baile y ciertos juegos. Lamento mucho que tengamos que separarnos por ahora, pero verás que retor-naré. ¡Ah! Discúlpame, por favor, pero debo irme, porque se está haciendo tarde y no quiero que por mi culpa vayamos a perder el avión. Ya ves que aunque el aeropuerto no está retirado de donde vivimos (los aviones siempre pasan por los techos de nuestro vecindario), nunca es bueno confiarse de las cercanías. Y dándome un beso cariñoso en la mejilla, que a mí me pareció helado, se alejó. Desde la puerta de mi casa lo vi perderse con rapidez en la lejanía y más tarde lo vi pasar en el taxi donde iba con toda su familia: su padre, su madre, su her-mano mayor y su hermanita, la pequeña. Yo no sé si sentí tristeza o cierta tranquili-dad, pero la verdad, parecía que se me había desprendido un poco de mi recién adquirida ado-lescencia. De pronto me dieron ganas de llorar, mas me aguanté. Total- dije- sabía que lo nuestro no podía durar para siempre. Algo había leído de esto en la Marianela de Galdós. Cuando luego de un rato, como siempre, pasó un avión; imaginé que a lo mejor él iba allí. Que le vaya bien, pensé, mientras sentía la caricia de las manos de mamá sobre mi cabellera. ¿Se habría dado cuenta de la despedida? No sé. Sólo recuerdo que después la abracé con fuerza, como cuando yo era niña y me asustaba de algo: -No, no me dejes tú, mamá. No, no me de-jes. – le murmuraba mientras en mi mente repetía lo que nunca escuchó él: No, no me dejes; no me dejes nunca. Y sus últimas palabras resonaban en mi mente como un infinito eco de película. Por eso ahora que Arturo también vino a despedirse, se me hizo una como repetición de lo que ya me había sucedido con Alberto y con Fa-bio. Su padre tenía que irse a otra ciudad, creo que a Morelia. Por lo menos más cercana que Madrid. De igual manera la empresa donde traba-jaba, lo enviaba a ocuparse de la sucursal de allá y me dijo algo semejante a lo de Alberto, mientras yo sonreía como con placidez, inocencia y com-prensión: -Me iré de aquí, pero ya verás que volveré. Cuando salió no pude contener un burlón cómo no y continué haciendo mi tarea. Hoy, ni uno ni otro ha regresado. Yo ya he cumplido quince, dicen, primaveras; aunque a mí me parece definitivamente medio cursi tal expre-sión. Pero en fin, es el lenguaje de los adultos que se creen muy poéticos. Yo no voy esperar ni a Alberto ni a Arturo una sola primavera más. Acaso a Fabio sí, por conocer a su esposa. A ver qué gusto tuvo. Con él ya no tengo ninguna perspectiva. Mejor, ahora que voy a entrar al bachillera-to, procuraré ser menos paciente y me aventuraré a conocer mundo. Hoy me importa un comino si no regresa Arturo. Alberto me envió dos o tres postales de Europa y nada más. Arturo me escri-bió tan solo una carta donde parecía presumirme de su nueva vida. Ni siquiera sé si han venido a México en alguna vez. Hasta Fabio ha dejado de mandarme postales. Si me han olvidado, estén seguros que yo ya ni me acuerdo mucho ni de aquél ni de éste ni del otro. Creo que así es la vida: un camino de olvidos. Acaso sea lo mejor...



COMO TÚ, nadie


Hoy conocí a otro chico muy simpático. O al menos a mí así me pareció. Y ya no sé, con éste, ni cuántos me han impresionado. Pareciera que ando buscando de quien enamorarme. Por hoy, lo único que he encontrado es un idea de lo que puede ser el amor y jamás lo he visto realizado en un ser concreto. Pero que quede claro, yo no soy una rogona ni una buscona. Sólo el fondo de mi alma lo sabe, aunque no me niego a expe-rimentar. Desde el primer momento en que me lo presentaron, me di cuenta de su personalidad tan diferente. Él me saludó muy cortés e iniciamos una bonita charla. No sé por qué su voz me pare-ció llena de inseguridades, como si algo le faltara o le preocupara. Tartamudeaba tanto como con gran nerviosismo que en ocasiones le sacaba las palabras con tirabuzón. No parecía tan tímido, sin embargo... yo lo veía tan agradable. Cuando llegué a casa venía como muy contenta, como si todo fuera nuevo en ella. Nada había cambiado en mi hogar, sin embargo, me parecía más luminosa, más alegre, más acogedo-ra. Era como una satisfactoria tibieza que me re-corría todo el cuerpo. Sobre todo cuando pensaba en Armando, que así se llama el chico recién co-nocido. Sus ojos tenían un tono como de cobre y su sonrisa me deleitaba muchísimo mientras charlábamos, bueno, si así se puede decir. Cuando al fin hablaba, yo lo veía sin escucharlo; estaba como ida. (Otra vez) Debo ser una tonta que me impresiono con cualquier muchacho atractivo. A lo mejor voy a ser con el tiempo una... ¡No! ¡Qué digo! Cállate mensa. Ahora que estoy a punto de dormirme, su imagen me llega como una película de Zefirelli y al ir entrando al sueño, una voz interna parece dictarme: Como tú no hay ninguno; tú eres único en el universo; en tus ojos profundos yo miro tanta melancolía. Y se me hace que te sientes tan solo. De ahí acaso procede tu timidez que en el fondo se asemeja a la mía, aunque finjo estar muy despierta. Armando, si tienes miedo del mundo ven junto a mí. Dime qué cosa puedo hacer por ti; tus pensamientos comparte conmigo; yo te quiero ayudar. Quisiera estar en lo más secreto de tus sueños, pues bueno como tú, dulce como tú, hay uno solo. Tú eres único en mi mundo. Me voy durmiendo y creo estar soñando con él. Espero que ahora sí. Mmm, qué bello sue-ño...



QUÉ ME IMPORTA EL PELIGRO


Soñé que éramos los personajes principa-les de una película de aventuras que no sabíamos que era una película. Nuestra nave cósmica se había perdido en el espacio y poco a poco los tripulantes iban muriendo al irse acabando el oxígeno. Pobres, qué impresionante. Un pánico principiaba a invadirme al pensar que mi final sería tal vez como el de los cosmonautas camaradas míos. De pronto a lo lejos, avistamos un planeta azul como la Tierra y pensamos que habíamos regresado a ella. Nos abrazamos llenos de felici-dad y nos preparamos al aterrizaje. Sólo nos conmovía que nuestros compañeros de viaje, hu-bieran fallecido. Si hubieran resistido un poco, el oxígeno de nuestro planeta habría impedido su deceso. La nave descendió con suavidad, dirigida por el piloto automático que irradiaba lucecillas de mil tonalidades, y al abrirse la escotilla, salimos y descubrimos con gran sorpresa que no era nues-tro mundo. Estábamos solos a merced de los pe-ligros que hubiera en esos parajes desolados, pero de brillosos coloridos y escenarios feéricos, según la palabra favorita de nuestro maestro de música. Nos atrevimos a explorar un poco y nos alejamos unos cuantos metros de la nave. A lo lejos comenzaron a oírse rugidos es-pantosos como de dinosaurios. El piso principió a temblar ante la proximidad de espantosas piernas que parecía venían corriendo para degustarse con nosotros. Seríamos un bocadillo en los hocicos gigantescos de aquellos horribles mons-truos. Tú me dijiste que no llorara, al ver mi an-gustia y me consolaste tanto que entre sollozos alcanzaba a decirte como en las palabras agóni-cas de un resignado a morir: qué me importa el peligro cuando estás cerca de mí; yo no pido na-da más al cielo si te tengo a mi lado. Y la cercanía de aquellas aparentemente descomunales fieras se presentía inmediata. Yo continuaba diciéndole a mi héroe: No me mires si lloro, es un goce que siento en mí, pues no existe algo más grande que este amor que me has sabido despertar. Haz que este mo-mento dure toda la vida y estréchame fuerte; muy fuerte. Que me importa el sacrificio, si tú estás conmigo. Y él me abrazaba dispuesto a dejarse engullir primero por las bestias que parecían cada vez más cercanas. Yo me apretujaba a él para acabar al mismo tiempo. De pronto apareció un engendro espanto-so. Era uno solo y semejaba un enorme pulpo de dos cabezas y decenas de ojos en cada una de ellas. Apoyado en una sola enorme y gruesa pier-na que se desplazaba saltando y hundiéndose brevemente en aquella tierra esponjosa. Luego volvía a salir para continuar su carrera hacia no-sotros que nos encontrábamos como paralizados de terror al lado de la nave. Los dos estábamos horrorizados y nos estrechábamos en un frené-tico abrazo. Como si nos tratáramos de ocultar uno en el otro. Casi sobre nosotros y esperando lo peor, los ojos de aquella bestia infernal saltaron de las dos cabezas como enormes cables rumbo a la nave, convertidos en hocicos de filosos dientes y comenzaron a devorarla con gran gusto, como si engulleran un exquisito platillo. A nosotros ni nos hizo caso. Cuando acabaron con la nave, sus decenas de ojos-hocicos nos miraron y haciendo una especie de fuchi, dieron un enorme eructo a coro y regresándose a sus dos enormes cabezas, se cerraron como si se hubieran quedado dormi-dos reposando de gozo mientras el engendro se hacía chiquito e insignificante. ¡Linda pesadilla! Lástima que hasta ahora no he podido encontrar una pareja así; me refiero a mi héroe, no al engendro; pero sí muchas bes-tias depredadoras acechándome día tras día. De estos peligros sí que debo tener cuidado.



MI RIVAL


¡Qué rabia me da! Ahora que por fin tengo un noviecito, me pasa esto. ¿Por qué los domin-gos siempre me deja sola para ir a ver el partido de fútbol y hasta parece que no le importo? Yo me quedo aburriéndome en casa e intento soportar su ausencia viendo los estúpidos programas de la televisión, oyendo discos o terminando alguna tarea de la escuela. Tal vez realmente lo que desea es ver jugar a su equipo favorito, aunque no estoy muy segu-ra. A lo mejor esto sólo es una excusa para ale-jarse de mí y hacer lo que su regalada gana le dé. No sé si me dice la verdad o todo esa patraña es pura mentira. Mi mamá me dice que le tenga paciencia. Así son los hombres. Necesitan una emoción de-portiva que los libere de tensiones y el fútbol tiene el primer lugar como catarsis; luego le sigue la lucha libre, el boxeo y los toros. Algunos se emocionan con las carreras de automóviles y otros con el alpinismo. Ya ves a tu papá, en cuanto comienza el fut, le importa un comino todo y se planta frente al televisor por un buen rato; lo bueno que después nos convertimos en el centro total de su atención y nos saca a pasear. Dicen que es de mal gusto andar espiando como periodista o como chismoso, pero un día lo voy a seguir hasta aclarar esta situación. La otra vez Emma me dijo que lo había visto paseando en Xochimilco rodeado de chicas y chicos. -Se divertían de lo lindo-afirmó-; hasta iban tomando cervezas y cantando canciones ranche-ras. Eso me molestó y me ha llevado a tener mu-chas sospechas. Desde entonces las dudas no me dejan dormir. Sin embargo, si esto resultara cierto, ya no me lo tomaría tan en serio y estaría más tranquila, porque entonces habría descubierto que es un falso, un mentiroso, un hipócrita. Un farsante. No me merecería. Aunque luego, de inmediato me freno y me pregunto: ¿Y si fuera una calumnia de Emma que es tan argüendera, nomás para moles-tarme? En fin, si descubro algo, a lo mejor es lo más conveniente. Al fin y al cabo no es el único. Ya no me volvería a aburrir los domingos espe-rándolo. Le haría caso a mis amigas y nos iríamos a pasear a la feria o cualquier centro de diversión. Tal vez encontraría un buen rival para él y enton-ces, mi falsario noviecito, perdería en el juego, pero en el del amor. Cuando lo viera, me reiría de él. No importa que en el fondo acaso aún quisiera retenerlo. Pero yo no daría un paso ante el embustero. No tengo porqué encerrarme en una sola opción, cuando pueden existir tantas. Pero... ¿y si no es cierto?



NO ES TAN FÁCIL TENER QUINCE AÑOS


No es tan fácil tener quince años como suele pensar la gente. Desde que los cumplí, siento que es difícil esta edad porque, por más que una se diga, y le convenzan los demás de que ya es toda una señorita, por eso y a pesar de todo, la nostalgia de la niñez con frecuencia me embarga. Cuando niña, y apenas parece que fue ayer, me gustaba platicar con la luna, soñaba con las estrellas, iba tras las mariposas, jugaba a la ronda y cortaba flores. Por eso, aunque ya tenga quince, voy comprendiendo la realidad y no puede ser que tan de pronto me pidas que me entregue a ti. ¿Qué me pasaría? Me hablas de placeres del sexo; que nada me sucederá; que hay maneras de no embarazarse y no sé que más. Jugar con muñecas, no es lo mismo que afrontar la obligación de cuidar un niño y lo que tú me dices, no es volar al Arco Iris. No por un acostón voy a levantarme convertida en toda una señora que pueda presumir que a los quince ha tenido ya un amante. Así no quiero comenzar la aventura de vivir mi cuerpo de mujer. Sé que soy una adolescente que va madu-rando a esta edad de mi vida y que en otros tiem-pos, ya me hubieran casado y tendría varios hijos. Eran las órdenes de los padres y de los abuelos. Uno no podía elegir, según me cuenta mi abuelita. Usted se casa con el señor y se acabó. Además, casi siempre era una persona que le doblaba a una, la edad. Las mujeres estaban pre-paradas sólo para hacer la comida, tejer, lavar, planchar y atender las necesidades de su esposo. No eran exactamente Ricitos de Oro o Blanca Nieves; mucho menos celosas Campani-tas; mas bien Cenicientas. Las amigas eran muy vigiladas y cuando rompían esos duros reglamen-tos, les iba muy mal. Las golpeaban, las corrían de su casa, los hombres las consideraban pasto fácil para sus instintos y algunas se prostituían. No les quedaba otra cosa. Por eso creo que se debe esperar a que una esté mejor preparada con estudios, por si nuestro esposo nos sale como los pretendientes que a mí y a mis amigas nos han salido. Nomás quieren divertirse. Así que querido, Jorge, aunque te quiero bien, creía que te amaba (y esto es diferente), yo no puedo aceptar tus proposicio-nes, aunque te enojes y me digas cursi anti-cuada; no quiero ser un simple objeto de placer para ti y luego ser arrojada a los desechos. Si te quieres esperar a que yo aprenda ver-daderamente a amar y me prepare en todo, entonces podrás hacerlo conmigo, pero legalmente, y acaso en realidad tú seas el príncipe azul que tanto espero. Para entonces, un sólo beso bastará y me entregaré a ti. El primer beso que te dé, será el día en que me digas que para siempre seremos marido y es-posa. Antes no. Y no te rías. Ya vez, no es sencillo amar así a esta edad. Es peligroso. En ocasiones tú ni te acuer-das de mí; tal vez piensas que yo con tan pocos años, soy incapaz de amar. Puede que tengas razón, mas así me siento bien. No es simple decir te amo, porque desde siempre, según me han dicho mis amigas más experimentadas, como ya te lo he advertido, tú te reirías más de mí. Para los hombres cada con-quista es un triunfo en su cartel. No, en definitivo, no es fácil cuando se ama como yo creo que se debe amar.



Corazoncito mío...


Corazoncito mío, por qué de pronto he sen-tido que sufres, como si estuvieras viviendo con-migo los primeros instantes de la felicidad, como si se iniciara un recorrido lleno de incertidumbres en medio de promesas de alegría total. Si lloro, si río, si sueño; tú has sido el único que ha compartido mis tristezas o mis alegrías; mis desesperanzas y mis decepciones en estas nuevas experiencias. Tú has temblado conmigo cuando he creído haber encontrado al fin, a ese ser que me motive a entregarle lo mejor de mí, pero que sin embargo, no lo era. Qué puedo hacer por ti, corazoncito mío. No sé si estoy enamorada de mis primeros besos o de él. Me confunde pensar que acaso yo sólo me figuro un novio y mi novio no es lo que yo me imagino, sino otro que no es como mi fantasía me dicta. En el mundo, si gozo o si sufro, sólo tú, mi corazón, compartes conmigo cada lágrima, cada palpitación, cada desencanto de amor. Creo que estoy viviendo contigo los inicia-les tormentos de mi dicha primera. Desde que he conocido a Joaquín, para mí ya no hay más besos que los de él. Ha eclipsado a todos los que he encontrado en mi vida. Yo le amo tanto, hasta lo infinito, y tú, cora-zoncito mío, que palpitas tan fuerte dentro de mí, no ignoras cada pequeña emoción que me produce su presencia ni cada tierna sensación de amor. Mas al pensar en la experiencia de tantos amigos y amigas, conocidos y familiares, a quie-nes el amor los ha hecho llorar, me da miedo pensar que tú también vas a sufrir conmigo; que es posible que padezcamos la impiedad de los que no aman y tan sólo buscan burlarse o satisfa-cer sus instintos. Oh, pobre corazoncito mío, tal vez sufrirás un día de más y acaso a cada día más.



ÉL


Amiga, tú que eres su hermana y que sa-bes este secreto, escúchame. Yo apenas estaba principiando a imaginar cómo sería ese chico de mis sueños cuando lo conocí en la fiesta de tu cumpleaños. De improviso adquirió la forma de él, cual si algo estuviera esperándome para colorear su realidad. Una aparición deleitosa se descubría como un palimpsesto. Tan alegre, tan risueño, tan cordial. Era extraño, pero sentía que ya lo había visto desde mucho antes; que lo había tratado y que sus manos se habían estrechado a las mías mirando las estrellas en las noches claras. Cuando me saludó, al presentármelo tú, sentí la emoción de algo ya visto; creo que me sonrojé, pero nadie advirtió mi rubor. Me invitó a bailar y sin pensarlo siquiera, como hipnotizada, contesté con un sí inmediato, yo que soy medio presumidilla, según dicen las lenguas filosas de mi secundaria. Con él me sentía flotar entre nu-bes; hasta se me olvidó que no soy muy buena para los bailes y sin embargo, dancé como una estrella de las danzas de salón. Ni un pisotón le di. Te aseguro que yo no lo olvidaré nunca y hoy siento que requiero de su presencia; de volver a verlo; de bailar un vals sin fin, como dice el poeta López Velarde. Tu hermano se ha quedado en mi mente; se ha grabado en mis ojos también y me parece con frecuencia que lo tengo aquí, delante de mí, como en aquella ocasión cuando me dijo adiós con un brillo extraño en su mirada, como ardiente, al despedirnos casi a la medianoche: -Lástima chiquita que mañana me voy a trabajar a los Estados Unidos; si no, te hacía mi novia. Me gusta como bailas y serías mi pareja formidable. Si quieres, podemos estar más cerca hoy. No olvidaré nunca su voz cálida y seducto-ra de veinteañero. Luego me has dicho que él es así con todas y yo me siento turbada; muy apesa-dumbrada por ello. No obstante, tú, amiga, ayúdame y cuénta-le un poco de mí cuando te escriba. Que recuerde que en un rincón del mundo existo yo; que necesito de él; que lo estoy extrañando tanto; ayúdame. Como no alcancé a descubrir lo que real-mente eran sus intenciones, tal vez fue lo mejor que pudo pasar, aunque cada día que transcurre, deformo su imagen primera para acrecentarla con virtudes que acaso ni tiene. Mi pura imaginación sensiblera. Soy tan soñadora que rayo en lo ri-dículo. Un chico como el que aparece en mis fan-tasías, creo que aún no existe, pero si tu hermano volviera, y me dijera que se encuentra un poco enamorado de mí, acaso sería la efigie que bus-co; lo escucharía; dejaría que pasaran los meses para ver si es verdad lo que dice; si sus actos coinciden con sus vocablos; lo sometería a prue-bas de afecto y sólo de esta manera le diría que sí. Entonces el sabría que desde hace mucho tiempo, aún antes de conocerlo, lo tengo como sembrado en el corazón.




En mi CUARTO


Amanece. El alba ya despunta entre las montañas que rodean a la ciudad y la luz va des-cubriendo la gran urbe. Yo no he podido dormir durante toda la noche. He sentido una como asfi-xia en lo profundo de mi pecho; como si un enor-me hueco se estuviera gestando, como si me fal-tara aire, aunque respire bien. De pronto mi cora-zón se agita cuando recuerdo que desde hace una semana dejé de verlo, pues me dijo que nada quería con un mocosa como yo. Ya escucho por las calles el murmullo de los motores. El mundo, lo sé, es feliz, mientras yo, en mi cuartito estoy llorando por ti. Tú me haces sufrir y no lo sabes. De pronto recuerdo las pala-bras que me decías: te amo y luego me dabas tan amorosos besos que me hacían flotar. Quisiera vestirme como siempre y correr rápidamente atravesando la ciudad a donde tú me esperabas, sin importarme la escuela, pero luego me avergüenzo. Tantas veces me fui de pinta contigo a Chapultepec; íbamos al lago para pasear en lan-cha y luego visitábamos alguno de los museos que allí hay. Recuerdo que te fascinaba el de An-tropología e Historia mientras yo disfrutaba tus comentarios. A veces te pedía que fuéramos al que a mí me gustaba más, el del Castillo. Tú me decías que esa época gachupina no te interesaba, sino nuestros verdaderos orígenes, los prehispánicos. No obstante, los dos nos divertíamos mucho; o por lo menos, así lo creía en ese tiempo. Luego me dijiste que ya te habías aburrido de mí; que era una muchachita muy puritana que no quería más que ver museos, en vez de irnos a un lugar más apartado y disfrutar de nuestra intimidad. Yo resistía. A veces estuve a punto de ir a tu casa, cuando según me decías, tu familia no estaba. Lo pensaba hasta tres veces y me negaba. Creo que no era aún lo correcto ni el tiempo adecuado para disfrutar lo que me proponías. Cuando nos casemos, te dije un día y tú te molestaste tanto que dijiste que era demasiado esperar y que mejor, el se adelantaría con otra que había conseguido, menos santurrona y burguesa que yo. Me dejaste sola, a mitad del bosque. Como no llevaba dinero, tuve que regresarme a pie desde allá hasta mi casa. Oigo las voces de los niños que poco a po-co están llegando hasta mí y comienzan a jugar. Como quisiera regresar a ser niña; ser como an-tes; sin esta inquietud fantasmal, porque ellos son bienaventurados así y aún no piensan en el amor. Bueno, en fin. Basta. Creo que ya lloré mu-cho, como dice mi abuela que también lo sufrió, pero en mi casa no hay un cuarto para llorar como el que ella tuvo antes de la Revolución. Debo dejar de hacerlo y resistir este abandono que por primera vez siento en mi vida. La escuela me espera.





chicas y chicos


Salgo. Voy lenta por la calle. Como es muy temprano hay poca gente. Falta aún una hora para iniciarse las clases. Siento algo como frial-dad, como si tuviera la sensación de cuerpo cor-tado, previa a la gripe. Es como si se agigantara una enorme ausencia dentro de mí, pero sigo adelante. Quiero no pensar en nadie. Sólo en lo que será de mi vida cuando sea mayor. Faltan casi dos meses para que cumpla dieciséis años. Pienso algo del ayer, cuando eran los días de los bellos Arco Iris y los gozaba desde la azotea de mi casa al lado de mi mamá, mientras tendía la ropa después de la lluvia. Anhelo ser como era; volver a mis ocho años y pensar en la merienda con pan de chinos que mi papá nos invitaba. Tomo el autobús. Me acuerdo de aquél chico con el cual me tropecé. ¿Dónde estará ahora? ¿A quien habrá engañado ya? ¿O lo habrán engañado a él? ¿Será feliz o se sentirá tan solo como yo? ¿Por qué las palabras de mamá no me consuelan? ¿Ni los mimos de mi padre? Ninguna gracia me hacen las burletas de mi hermano cuando me dice que parezco la flaca calaca. Sin embargo aquí voy. El omnibús llega a la parada de mi destino y con parsimonia des-ciendo de él. Miro a mis compañeros y compañe-ras que van llegando. Mi ojeras delatan que no duermo bien. Me siento diferente, como si hubiera arrojado mi corazón a los cuatro vientos. Me detengo un poco y me quedo obser-vando a mi alrededor. Todos los chicos y chicas que tienen mi edad vienen caminando enamora-dos por las calles; sus miradas en sus miradas y sus manos entre sus manos. Parece que saben muy bien lo que buscan y van como perdidos en-tre sí; sólo yo, divago por las calles de mi pena sin nadie que me ame. Y cuando veo que todos se aman y que él ya ni se acuerda de mí, pienso que ha de ser porque no lo miré como otras acaso lo ven; coqueteándole. De improviso, al ver que to-dos se van besando, a veces con ternura y en otras con pasión, quisiera correr a buscarlo, mas no sé en dónde estará y luego luego me arrepien-to porque está visto que él, ni siquiera se ha de acordar un poco de mí. Al discurrir que todos se dicen palabras que él nunca me dirá, me hundo en tanta tristeza que ya no sé que más hacer. Si encontrara alguien que seriamente se fijara mí, ya no me atormentaría este sentimiento extraño de soledad. Y sólo de pensar que nunca lo veré a mi lado, siento que él no ha de estar tan solo como yo. Debe tener compañías de sobra. Si me hubie-ra querido en verdad, hubiera regresado alguna vez y quizás a esta hora estaríamos juntos. Por eso ahora me comienza a parecer lógi-co que mis compañeras se fijen en chavos de nuestros mismos años. Aunque sean tan torpes y encimosos, con charlas tan insulsas: que si el fútbol, que si el billar, que si el pleito de... Bah, tonterías. Yo creía que no existía me-jor pareja que uno de veinte para arriba. Ellos sí saben ya muchas cosas más que nosotras. El problema es que todos sólo quieren pasar un rato sabroso con nosotras y yo no soy tan imbécil co-mo para aceptar que me usen. ¿Estaré desprevenida para el tiempo del amor? ¿Será por eso que yo no he conseguido aún a quien amar? Muchos sólo ven en mí a una ingenua colegiala con la cual quieren divertirse y hacerla su queridita. Pero ese no es el amor en el que yo pienso, sino el que se da durante todas las horas cotidianas: la primera felicidad del día al verlo despertar por la mañana o que nos despier-te; los dulces encuentros en el transcurso de la tarde y la dicha de apagar la luz cuando se va uno a dormir: último júbilo del día. Francamente yo no miro nada de entreteni-do hacer un noviazgo con los mocosos de mi edad. No sé porqué. Son tan anodinos. Ese amorcito no dura siempre. El verdadero amor es para toda la vida. Estoy de acuerdo que estas aventurillas con jovencitos de nuestra edad constituyen un ensayo de lo que podremos hacer después, pero yo ya lo superé. No entiendo por qué algunas son tan tontas que los toman como el cariño eterno, mientras ellos juguetean con otras. Debe ser el aprendizaje que los chicos también quieren lograr. Sin embargo, un día, lo presiento, voy a poder tener a quien amar con devoción; un amor tan mío y tan grande que a su vez me ame con sinceridad, tal como mi padre y mi madre veo que se han amado. Entonces también yo seré suya y tendré alguien por el cual vivir; una pareja que me musite al oído: te amo.



suena, teléfono


Yo no sé por qué tanta insistencia la de Ignacio en que le diera mi número telefónico. So-nia y Beatriz se quedaron admiradas al darse cuenta que el muchacho más guapo y atlético de la Facultad de Medicina me hubiera pedido tal información. -Éste es como los que te gustan.- me dije-ron- Ya la hiciste. -¿Por qué han hecho esto? Saben que a mí no me gusta andar de ofrecida. –Respondí enojada. Ellas se rieron con gran jocosidad y me dijeron que no me hiciera la mosquita muerta. Bien que andas espere y espere una oportunidad como ésta. -¡Pues no es cierto! Yo, por hoy, sólo quie-ro dedicarme a estudiar. -¡Huy sí¡ ¡Qué estudiosa me saliste! ¡No seas teatral! No te queda hacerte la santurrona. Esta es tu oportunidad; aprovéchala. Es muy buen partido. En la uni todas las chavas quieren con él y él ahora ¡te está buscando!- Yo no les hice más caso, levanté mi nariz y las dejé indig-nada. Sus carcajadas aún resuenen en mi mente. En realidad no sabía si me encontraba molesta o algo gozosa de ser el centro de atención de mis querendonas amigas. Yo qué iba a estar dándole mi número, sin embargo se lo di ante tanta insistencia de él y la presión de mis escandalosas amigas. Y ahora aquí estoy, sin saber por qué, in-quieta porque Ignacio no me llama. Sé que él tra-baja de modelo para sostener sus estudios y por eso hace tanto ejercicio. Es todo un campeón fisi-coculturista. Lo más interesante es que es inteli-gente y culto; muy refinado y no un simple costal idiota de músculos. Esa ocupación que realiza por necesidad a mí no muy me agrada, pues está muy expuesta a ser atrapado por las viejorronas ricas e insatisfe-chas que andan en busca de jóvenes para que les satisfagan los deseos que sus viejos y asquerosos maridos ya no les cumplen porque andan con otras; sus secretarias; sus socias; sus empleadas o quién sabe quién. Es fácil así que se vuelvan mantenidos y se queden acostumbrados a que los sostengan esas señoronas en todo. Yo jamás haría eso. Ya parece que voy a trabajar para mantener a un hombre. ¡Holgazanes! Ni por más enamorada o apasionada que estuviera. Claro que no soy como mi tía que sólo quiere ser mantenida por su marido. Hoy en-tiendo que las necesidades económicas son muy fuertes y que un solo gasto no alcanza para sos-tener una vida matrimonial tranquila. Yo trabajaría en mi carrera elegida, pero junto con mi esposo, quien también laboraría en la suya y unidos nuestros sueldos nos permitirían llevar una vida sobresaliente, respetuosa de nuestras respectivas profesiones. Así nuestros hijos crecerían con una educación esmerada que los prepare para su vida adulta. (Ay, me oí como mi mamá o como la orien-tadora de mi secundaria) Pero el teléfono sigue sin sonar y yo como que me estoy poniendo nerviosa y a cada instante más inquieta. ¿Y si no llama? ¿Estará molesto conmigo? Me había invitado al cine y yo lo dejé plantado. Qué mala soy. Me estoy poniendo ansiosa y ya no puedo salir a esta hora. Mis papás no me darían permiso; ya es bastante tarde. No obstante, quién sabe por qué, estoy segura que antes o después me va a telefonear. En su voz y en su mirada detecté cierta since-ridad. Ojalá que así sea. Es una lástima si dejo pasar esta oportuni-dad de verlo. Pero yo tengo la culpa por sangro-na. A lo mejor las muchachas tienen razón y en él, al fin encuentro el camino de mi felicidad futura. No puedo explicármelo bien, mas estoy segura que me va a telefonear. Sí, me tele-foneará. Debo aguardar su llamada. ¿Y si aún me estuviera esperando en la entrada del cine? Hubiera ido. Tal vez piense que no me interesa y lo perderé. Háblame ya. Si al menos hubiera anotado el número telefónico que me dio para contactarme con él; haciendo trizas con mis reticencias y prejuicios le hablaría para disculparme y ofrecerle una nueva cita. Creo que no puedo dejar de pensar en él y por lo que le he hecho, lo he principiado a amar. ¡Pobre cariño mío! Son ya las once y no me ha hablado, pero aún creo que me telefoneará. Anda, háblame ya, Nachito! Si mañana, a la salida de la escuela, lo veo molesto, estoy segura que ya no me va a hablar y eso será indicio de haberlo perdido. Mas no voy a desaprovechar esta oportunidad, le enviaré un recado donde le diga que mis padres no me deja-ron salir; que me disculpe. Estoy segura de con-vencerlo. Ya son las doce pero, no sé por qué, pre-siento que aún me telefoneará. Si lo hace yo le diré que es un buen muchacho, diferente de to-dos, que sus ojos son francos y con sus frases gentiles me ha convencido de salir con él. Suena, teléfono; por favor telefonito, suena. Ya dio la una de la madrugada y yo, por tonta, sigo esperando.



EL MUCHACHO MÁS TRISTE


El muchacho más triste de la secundaria hoy se me ha quedado mirando. Me sentí un algo apenada porque como todos se burlan de él, yo no supe cómo reaccionar delante de las mucha-chas. -Te está viendo el bobo.- me dijo Sonia en-tre sonrisas burlonas. -Sí, ¿y qué?- le respondí como indiferente.- Tú sabes que a mí no me atraen los chicos de nuestra edad. No quiero parecer su mamá, pues aunque tengan los mismos años que nosotras se portan como falderos. Mejor sigamos jugando vo-leibol y concéntrate antes que descubran que tú eres el pan. -¡Ay, qué genio! Pero no dirás que es feo el chico ése. Lástima que parece tan enfermizo. Se le nota lo enclenque desde lejos. -¡Ya pon atención y concéntrate en el jue-go!- dije como muy mandona. Y sin que nadie lo notara, mientras yo daba el saque de pelota, con el rabo del ojo, lo veía y sentía cierta conmoción que oscilaba entre el dis-gusto y la ternura.

Esta mañana cuando el bobo iba pasando a mi lado, me ha sonreído y su sonrisa me hizo sentir que sólo era para mí su saludo. Estoy segu-ra. Seguía viéndose tan triste, como el más triste de todos y de siempre. Es raro, pero desde ese momento me ha conmovido y ahora no puedo dejar de pensar en él, mas de una extraña y dis-tinta manera. Como que todos mis fracasos ante-riores se han eclipsado y no me importan. Algo insólito me está sucediendo. Es sin duda un chico diverso de los otros, pero viéndolo bien es muy guapo. Flaquito sí, pe-ro tranquilo e inteligente; serio y se ve que es es-tudioso. Cuando camina no mira a nadie; es como si viera al piso, sin embargo, si ando por ahí, levanta su pálido rostro y solamente a mí me ve, como si yo fuera su alegría. A pesar de todas mis experiencias, confie-so que aún no sé que cosa sea realmente el amor y al contemplar su mirada clara creo que estoy a punto de descubrir un atisbo de él y me surge otra manera de buscarlo. Acaso lo encuentre. Tal vez sea como una necesidad de hacer algo por quien creemos que nos necesita. No sé qué es lo que me acontece, pero si él me sonríe, yo he comenzado a sonreírle. Re-cuerdo la tarde en la que nos encontramos al salir del museo. Yo me estremecí cuando lo vi tan cer-cano. Se veía lindo en su palidez y su flacura pa-recía pedir una caricia. Yo no entendía nada ya y me sentí confusa. Él me preguntó sobre lo que más me había gustado del museo. Yo no sé ni lo que le dije, pero sentí mucho gusto de responder-le algo que no recuerdo. El sonrió como iluminado y yo sentí como una luz que me penetraba el alma. Creo que así fue naciendo esta emoción que siento ante él. Es como un gusto de acercar-me a su corazón. Por eso hoy creo que esto va más allá de una condescendencia. Creo estar segura que ya es amor, aunque sea de mi edad. Es tan tranquilo en lo que me dice y no esconde misterios. He pla-ticado con él y le he dicho que me agrada su ma-nera de ser, que no cambie; que continúe así de tierno; que se quede por siempre como es. Él sólo acertó a murmurar que lo que le pidiera, eso ha-ría. (Sigue así para mí) pensé un poco sonrojada, como si él me hubiera escuchado. Es tan disímil a todos los que he conocido. Sólo a mí me busca y me ve en silencio con una sonrisa que ha comenzado a fascinarme. No ha-bla mucho, me contempla como con devoción y no intenta impresionarme. Sólo cuando le pregunto algo, me responde siempre con gran tino. Muestra una fuerte cultura para su edad, pero no es pedante. Acaso por parecer tan triste me ha conmovido y no pienso más que en él.

Hoy nuestra maestra de Español nos citó en el teatro y hemos visto una comedia muy gra-ciosa: Contigo, pan y cebolla. Nos divirtió mucho. A la salida, él se quedó conmigo platicando en el vestíbulo. Luego de un rato tímidamente se des-pidió y me dijo que si nos podríamos ver mañana otra vez, a la salida de la escuela. Yo le dije que sí y entonces sacó de su mochilón una flor y me la entregó con su eterna, sincera y tierna sonrisa. Yo la tomé y me dijo, nos vemos. Con un andar sencillo se fue alejando y como que su tristeza se alegraba al caminar, pues sus pasos semejaban a aquellos que quieren saltar de felicidad. Ahora todos se han marchado y sola me he quedado aquí. No siento pesadumbre como en otras épocas, sino una especie de serenidad en mi alma. En el aire hay un poco de música. Y me parece que bailo junto a él, el muchacho más tris-te de todos que al fin sonríe feliz. Al ir recordando las tímidas y trémulas pa-labras que me ha dicho, me embarga un sopor deleitoso. Apenas lo he conocido y parece que ya lo había visto desde hace muchísimos años. Co-mo si supiera quien es; como si fuera en verdad ése que he esperado durante mucho y al fin hu-biera llegado. Recién me enteré que es originario de Za-catecas y que vino a la ciudad desde hace un mes. Sus padres lo inscribieron en tercero A, donde están los más aplicados. Por eso no lo identificaba, aunque los mulas de mis compañe-ros de inmediato lo catalogaron como el bobito. Y no es así, lo que sucede es que es muy sensible y aún tiene esa tranquilidad pueblerina que ya en la ciudad se ha hecho trizas. Tiene espíritu de poeta. Yo sigo sola en el vestíbulo del teatro y mi-ro la flor que me ha regalado. Pienso en él. Desde hace tanto tiempo, digo como si él estuvie-ra aún conmigo, acaso tú eres el que ha estado en todos mis sueños.



PIENSO EN LAS COSAS PERDIDAS


Ayer fuimos a ver a mi abuelo. Está muy deprimido desde la muerte de mi abuelita. Sus ojos se le ven llenos de una profunda melancolía que se pierde en un tiempo que no alcanzo a vis-lumbrar. ¿Qué recuerdos le asaltarán como refle-jos en su mirada? ¿Qué goces de la vida regresa-rán a su mente? ¿O qué angustias? ¿Cómo ha-bría sido su juventud? ¿En qué momento conoce-ría a la abuela? ¿Cómo la enamoraría? ¿O ella sería la primera en enamorarse de él? Se nota que cuando joven era muy guapo y aunque la abuela no se quedaba atrás en belleza, él ha de haber sido un fruto codiciado por muchas muje-res. ¿Cómo habrá hecho mi abuela para retenerlo siempre durante sesenta y dos años de matrimo-nio? ¿Cómo es que duraban tanto antes? Y se casaban muy jóvenes. Mi abuelo se casó de die-ciocho y mi abuela de catorce. ¡Qué bárbara! Con razón no tuvo necesidad de andar buscando o esperando noviecito. Sólo mi abuelo le bastó y ella fue el eterno complemento de él. Por eso en sus ojos yo creo que se ve tanta nostalgia. ¿Qué hará en sus noches cuando ve su cama tan sola, sin ella? Aunque nunca lo hemos visto llorar, pues es un hombre muy recio, cual un roble se me asemeja, tal vez en el silencio de su cuarto, un llanto sin fin lo mortifique y lo desahogue. Cuando llegamos a su casa, nos recibió muy afectuoso y mamá preparó la comida mien-tras su hijo, mi papá, conversaba de cosas de tra-bajo. Entonces yo aproveché para hacer un reco-rrido por la casita, mientras mi hermanito se diver-tía en el jardín jugando con la perrita cocker de mi abuelo. Me sentí como inundada de recuerdos, como si yo hubiera sido mi abuela y abuelo a la vez y repasara sus vivencias mirando sus mue-bles, sus objetos de decoración, sus cuadros, sus libros, sus curiosidades, sus discos. Era como haber regresado a la época de Don Porfirio. El art nouveau, creo que así se dice (se lo he escucha-do decir orgullosamente a mi abuelo), permanecía vigente en aquella casa y eso le daba ese aspecto retrospectivo y señorial. Al ir explorando parecía que recobraba algo del tiempo ido. De pronto, en el secretero de la abuela que se encontraba abierto, descubrí un manuscrito. Era de mi abuelito y sin aguantarme la curiosidad, comencé a leerlo. Parecía un poe-ma en prosa que me fue conmoviendo terrible-mente. Era como un encuentro tremendo con la vida que se fue, pero que había dejado una pro-funda huella en alguien que aún resistía los embates de la misma. No aguanté las ganas y lo copié. Decía: Pienso en las cosas perdidas en tan poquí-simo tiempo. Todo es más triste tan lejos de ti y ahora estaré muy solo por siempre, dulce amor mío. Vuelvo a pasar por nuestro viejo barrio donde nos conocimos y vuelvo a mirar a la luna. Con un gran vacío en el corazón veo nuestra ban-ca donde te declaré mi amor en aquel jardín. Regreso por nuestras calles soñando en ti, aunque sin ti y vuelvo a casa llorando por ti, mi eterno amor. Si tú pudieras verme, descubrirías todo lo que he perdido hoy. En ese instante mi mamá gritó que ya es-taba la comida lista y yo medio asustada por mi indiscreción y lo que había descubierto, salí con los ojos llenos de lágrimas. Era como haber des-cubierto en el pasado, acaso mi futuro. Mi abuelo preguntó que por qué lloraba. Yo sólo me abracé a él. Mi madre movió la cabeza y le dijo al oído a mi padre: parece que está enamo-rada. Mi padre enarcó las cejas, como asombra-do, y me miró como pensando: ni modo, todo tiempo llega a su tiempo.



LA FANTASÍA DE LA REALIDAD


Hoy nuestra maestra de Español nos dio una clase estupenda, como casi nunca la había escuchado en ninguno de nuestros maestros. Nos emocionó tanto que le pedimos continuara hablándonos así, en lugar de mandarnos a investigar. Nos dijo que la vida se proyecta en las obras literarias y en el arte en general y que a tra-vés de esto encontramos una equivalencia vital que nos fortifica, nos hace reflexionar, nos con-mueve y modela nuestras vivencias incrementan-do nuestras capacidades sensibles e intelectua-les. Para ejemplificar su clase nos trajo una novela, que no sé por qué la subtitularon novela antigua (para mí todas las novelas que he conoci-do, son antiguas), y nos la comenzó a leer. De inmediato nos atrapó la lectura; sea por la modu-lación que la maestra daba al leer oralmente o porque ella es también actriz y dramatizaba los papeles y las voces con una maestría que nos dejaba lelas. Hasta los más reacios de nuestros compañeros habían quedado como fascinados. Parece que en este instante la sigo oyendo: FIDELIA

NOVELA ANTIGUA

A SITA

A PENÉLOPE

A FIDELIA


PRIMERA PARTE


PRIMAVERALES I

EL AGUACERO

Fidelia venía corriendo. Sus pies, pequeños y descalzos, se hundían en la tierra que cubría las polvorientas callejuelas del pueblo. Su cuerpo indígena, de una sensual, pero ingenua belleza, iba moviéndose con un ritmo tan de cámara lenta que parecía flotar. El aire soplaba furioso y movía el amplio vuelo de su vestido decimonónico, como si hubiera querido arrancárselo. Una bolsa repleta de amarillentos elotes era estrechada con firmeza por sus morenos brazos, brazos morenos de muchacha campesina. Su rostro, de extraña hermosura cobriza, no expresaba ni alegría ni sufrimiento. Era un rostro que reflejaba una seductora tranquilidad espiritual. Un rostro apacible, inocente. Sus grandes y negros ojos, como de chiquilla, eran el espejo verdadero de aquella serenidad. Como una Guadalupe rediviva. Fidelia venía corriendo y sus oscuros y la-cios cabellos se movían cual peinados por el viento. Nada parecía perturbar la irradiación de ternura que despedía. En el gris infinito de esa tarde los nubarro-nes se miraban inquietos: culebras que ora se mezclaban, ora se iban para un lado, ora se iban para otro, como si una fuerza terrible jugueteara con ellos en las alturas. Agonizaban. A veces, en la distancia, una luminosidad fugaz surgía por breves momentos y luego, con la misma rapidez con que había aparecido, se per-día. Instantes después el ruido ensordecedor del trueno se escuchaba casi aterrante en sus ame-nazas de aguacero que se aproxima. Fidelia corría y corría mientras el torrente amenazante estaba a cada momento más cer-cano. Por aquí y por allá comenzaron a caer gotas enormes. Arreciaban poco a poco. Fidelia iba ve-loz. Las lágrimas del cielo cada vez eran más abundantes. Llegó semimojada hasta el portón de una casa campirana y tocó. Una mujer abrió apre-surada. Al entrar la muchacha, un nuevo diluvio parecía haber comenzado. -¡Jesús, muchacha! Mira nomás cómo vie-nes. Ya temía que fuera a agarrarte el agua en la milpa. –Dijo algo asustada Doña Pilar. -Por poquito llego bien empapada, mamá. -Lo bueno es que ya estás aquí. ¿Trajiste bastantes? -No muchos. Aquí están. A ver si te gustan –le dio la bolsa- Los corté tan a la carrera que creo que no están muy buenos, pero si me hubie-ra entretenido un poco más en escogerlos, imagí-nate cómo vendría en estos momentos de mojada. En cuanto la madre de Fidelia tuvo la carga cosechada, la llevó hasta una mesa pequeña que estaba en uno de los rincones del cuarto y vació estrepitosa el contenido sobre ella. -Están rechulos. Saldrá muy sabroso el atole. Vas a ver cuanto gusto le dará a Ramiro. Al fin le cumpliremos su antojo. Fidelia, agitada, parecía escuchar mientras recuperaba el aliento, sin embargo la lluvia torrencial la distraía como entre susto y placer. Veía como millares de hilos invisibles baja-ban del cielo e iban a estrellarse con furor en los tejados para romperse en mil pedazos, como todo lo que está en lo alto... cuando cae. -Vamos a llevarlos a la cocina- la voz de Doña Pilar interrumpió las observaciones de su hija. -Vamos pues- mecánicamente respondió. La muchacha se volvió con graciosa rapi-dez y comenzó a ayudar a su madre a echar los amarillentos y sabrosos frutos en un enorme ces-to. Doña Pilar estaba muy contenta. Juntas salie-ron. Cruzaron por un limpio corredor enladrillado. Las plantas que ahí estaban colocadas, despe-dían sus aromas y perfumaban el ambiente. Ha-bía rosas, había bugambilias, había violetas. To-das recibían el benefactor maltrato de la lluvia y el rocío expandía olores y frescura. Al llegar a la cocina de una rusticidad en-cantadora vaciaron el cesto. Fidelia se dirigió a un rincón. cogió un bote de lámina ya muy ahumada, lo llevó hasta donde su madre se encontraba seleccionando los elotes y allí, colocaron los más pequeños. Fidelia tarareaba una improvisada melodía. Una melodía sencilla, alegre e ingenua como su alma. Alma de muchacha pueblerina. Afuera, la lluvia iba disminuyendo.


II EL CUMPLEAÑOS

-Salió muy bueno el atole- sonriente excla-mó Fidelia. -Está exquisito- Don Ramiro, el padre de ésta, comprobó. -Yo sabía que te iba a gustar- Doña Pilar dijo satisfecha. Los tres quedaron en silencio. Egoístamen-te saboreaban aquel exquisito alimento. Fidelia sonreía como soñando en algo hermoso. El comedor, en donde se encontraban, era un cuarto de agradable aspecto, ni chico ni gran-de, más bien de regular tamaño. El moblaje era sencillo: una mesa al centro, varias sillas de beju-co a los lados, una vitrina al fondo de la estancia y junto a ella, en el rincón, una mesita. El piso de ladrillo, las paredes muy bien pintadas y uno que otro cuadro adornándolas. De pronto Don Ramiro, poniendo sobre la mesa la jícara que contenía aquel sabroso líquido, dijo, saboreándolo aún y relamiéndose, como los niños pequeños que prueban por primera vez el chocolate: -Fidelia... ¿Qué quieres para el día de tu cumpleaños? Ir a la ciudad o una fiesta. -Cualquiera de las dos cosas estaría bien, pero... yo no quiero que gasten.– Con gran sor-presa respondió humildemente-. -¡Una fiesta! –con regocijo gritó Doña Pilar. -¿Te gustaría una fiesta? -Si... pero una fiesta sencilla -consintió Fi-delia-. -¡Cómo que sencilla! –con gran admiración- ¡La fiesta será para celebrar tus quince años! Vendrá todo el pueblo, ya lo creo –con cierto aire de disgusto, de temor y de seguridad- Vamos a gastar todos nuestro ahorritos en tu cumpleaños, para que nadie diga que en esta casa nunca hacemos fiestas y menos vayan a murmurar que cuando las hacemos, nos duele el codo de ser espléndidos. Ya verás como te vas a divertir, vendrán muchos jóvenes... El padre de Fidelia hablaba y los grandes y negros ojos de ella resplandecían de felicidad, pero al oír estas últimas palabras, súbitamente dejó de sonreír y se ruborizó. -Pero por qué te pones colorada –con cu-riosidad- Que se me hace picarona que tú ya an-das queriendo novio. –Señalándola con el dedo. -¡Ay papá! Cómo dices eso –con ligero sus-to- No pensaba en eso y si así fuera, ya se los hubiera dicho. ¿Cuándo han visto que yo les oculte algo? -Bueno, bueno... está bien, perdóname, ol-vídalo- condescendió cariñosamente. -¡Mejor vamos a hablar de la fiesta! –estrepitosa, interrumpió Doña Pilar. Aquí Don Ramiro cogió la jícara, la llevó a sus labios. -¡Ay! Ya está bien frío. –Exclamó- Anda ve a calentarlo Pilar –ésta se levantó y con paso rá-pido se dirigió hacia la cocina. Fidelia había quedado pensativa. Su vista se fijaba a cada instante en objetos distintos. Se había apenado tanto al oír de boca de su padre tales afirmaciones que su sencillo espíritu se ha-bía descontrolado momentáneamente. Tal vez si en ese momento una abeja hu-biera entrado, en aquel lugar, claramente se hu-biese escuchado su zumbido, gracias al completo silencio que reinaba en aquella pieza. Transcurrieron varios segundos. Cada uno se encontraba sumido en el abismo de sus pen-samientos. Ella seguía recordando las palabras que su padre había dicho y en sus mejillas apare-cía un ligero rubor. Él, sólo imaginaba la mejor forma de feste-jar a su amada hija, la única que le quedaba de las dos que habían alegrado con sus cantos y risas aquella casa que con tanto esfuerzo había logrado levantar y sostener, a veces con grandes sacrificios. Del otro producto de su sangre, sola-mente un triste recuerdo le quedaba. Quién sabe dónde andaría. Aún evocaba aquella tarde de feria cuando Delfina no regresó. Pero ni modo, siempre había dicho, qué Dios la cuide y a noso-tros que no nos deje. -Aquí está el atole, viejo. Ahora sí está bien calientito. Acábatelo, si no, se volverá a enfriar- la voz melosa de Doña Pilar vino a romper el silen-cio que había imperado hasta esos momentos, como una piedra cuando cae en un lago de aguas muy quietas. Don Ramiro lo bebió deleitosamente, sin un dejo de resentimiento o amargura. Cuánta alegría sentía su corazón al palpar las caricias del hogar. Adoraba a su mujer y a Fidelia ni se diga. Fidelia contemplaba al padre, Doña Pilar al esposo. Cuán satisfechas se sentían al vislumbrar el placer que experimentaba Don Ramiro, al beber el espeso líquido. -¿Vas a ir a ver al compadre Juanito para que te haga el presupuesto de lo que nos va a cobrar por la música? -¡De veras, Pilar! –respondió sorprendido.- Ahorita vengo. Se me había pasado. No me tardo. –Y se levantó con presura dando el último sorbo a su bebida. Dejó el jarro. Doña Pilar lo siguió con la visita moviendo feliz la cabeza en aprobada desaprobación. Fidelia fue hasta el corredor acompañándolo y desde allí, lo miro alejarse. Sonreía y todo en ella era felicidad.


III EL PASADO

Tal parece que las insignificancias en los pueblos pequeños se vuelven terribles escánda-los. Así sucedió cuando el joven Ramiro, hijo de una de las familias más adineradas del lugar, dijo a sus padres que deseaba casarse con Pilar, la hija de Chona, la lechera. Los señores Méndez quedaron estupefac-tos ante aquella proposición. Cómo era posible que su hijo, inteligente y apuesto, se hubiera fija-do en esa muchachilla, que si no era muy fea, tampoco era muy bonita. Casi no podían creer lo que su adorado hijo les comunicaba. Enamorarse, eso era lo de menos, pero tratar de contraer nupcias, y esto era lo peor, con la simple hija de una vendedora de leche, parecía inconcebible. Aquel día en que Ramiro les dio a conocer sus deseos, fue una triste fecha entre todas las de su vida. Su padre se puso furioso, tanto, que enfermó del hígado y tuvo que ser llamado de la capital un médico especialista. Duró encamado cerca de un mes y a veces, por las noches y entre sueños, maldecía la hora en que su hijo había conocido a esa muchachuela detestable. El punto cumbre de esta situación lo oca-sionaron los señores González, pues como ya tenían a tras mano, con algunas alcahueterías de por medio, arreglado el que su hija única (de poca educación, pero eso sí, de muchísimo dinero) se uniera en matrimonio con Ramiro, al enterarse de aquellas noticias se pusieron furiosos y las consecuencias de su enojo fueron para el pueblo, pequeño pero chismoso, una de las diversiones más regocijantes en aquellos días. Sucedió que al enterarse el Señor Pedro González de lo que para su honor consideraba una afrenta, se colmó de dignidad y de la manera más solemne y seria, fue, junto con su esposa y su hija, ésta bañada en lágrimas, a hacer el re-clamo y a exigir explicaciones, además de una o muchas disculpas, por parte de los ofensores. Ya se nota lo ridículo que parecía ante el pueblo tales actitudes. Se habían ofendido porque según ellos, el honorable apellido de los González andaba en las impuras bocas de los pueblerinos y sería objeto de mil burlas y chascarrillos. Se habían ofendido porque todos los planes que tenían forjados estaban a punto de desaparecer. Los padres de Ramiro les habían asegurado que el casamiento casi estaba hecho y ahora, iban saliéndoles con esto. Con demasiados aires de enojo, los González llegaron a casa de los Méndez, entraron y dicen las malas lenguas, que se escuchó lo siguiente: -Buenas tardes- con aspecto despótico sa-ludó Don Pedro. Doña Beatriz, la madre de Rami-ro, que en esos instantes se encontraba sola, amablemente respondió. Los invitó a sentarse, pero ellos permanecieron en pie. -Vengo a arreglar una cuestión que yo considero muy seria, tanto para el prestigio de su familia como para el de la nuestra –con voz grave prosiguió Don Pedro-. -¿De qué asunto se trata?- ingenuamente preguntó Doña Beatriz. -¿Cuál ha de ser? Me parece que esa inocencia que muestra usted es demasiado falsa. Bien sabe que vengo a hablar de lo referente a nuestros hijos. Usted había quedado de acuerdo que mi hija y él –despectivamente- se casarían dentro de seis meses y ahora resulta con que Ramiro está enamorado de otra. Pero no es esto lo importante, lo que me da rabia es el saber de quién se fue a enamorar, nada menos que con la hija de una lechera y que sabrá Dios quién sería su padre. No le parece a usted, Doña Beatriz, más que suficiente para que nosotros estemos algo molestos con esta situación? -Supongo que sí murmuró. -Nada de suponer, estamos terriblemente contrariados. Mi hija ha quedado por debajo de esa Pilar. Todo el mundo lo comenta. La despre-ció por una vulgar muchachilla que no tiene nada de instrucción –en este momento, sin que nadie se diera cuenta, pues estaba tan acalorado el re-gaño que Doña Beatriz soportaba como mártir, entró Ramiro, iba a saludarlos, pero al escuchar aquellas palabras tan ofensivas para su amada, se abstuvo de hacerlo y decidió escuchar las ve-nenosas opiniones que el Sr. González profería- y mucho menos categoría social. Es una indigna competidora, sí cabe aquí esta palabra, de mi hija. Mi niña que está dotada de todas las cualidades y virtudes que pueden hacer dichoso a un hombre. Por eso usted, Doña Beatriz, tiene la obligación de impedir, ya que su esposo no puede hacerlo por estar enfermo, que el caprichudo de su hijo se case con esa mujeruca. –Aquí comenzó a elevar la voz, casi amenazándola y con los puños apre-tados por la ira-. Tiene que obligarlo a que desista de esa... -Un momento señor- la voz juvenil de Ra-miro se escuchó.- Todos voltearon admirados- ¿A qué se deben tantas amenazas? Esa mujer a quién usted está gritando es mi madre y no una de sus sirvientes. No tiene ningún derecho de venir a gritarnos a nuestra propia casa. Si mis pa-dres habían arreglado que yo me casara con la hija de usted, yo no lo aprobaba. Alaba a su hija porque es usted su padre, yo no. Y si le he de ser franco, me es antipática por orgullosa, porque se siente superior a todas las muchachas del pueblo tan sólo porque tiene padres ricos. –Aurora, que así se llamaba la adoración de los González, es-cuchaba todo esto, abriendo lo más que podía los pequeños ojos y la gigantesca boca-. Además –seguía Ramiro- si me he enamorado de Pilar es porque he visto que aunque es de humilde origen, tiene muchísimas más cualidades que Aurora. Pilar es buena y su corazón es noble. Aurora es una señorita mimada y malcriada. -Cállate- encolerizado gritó Don Pedro. -Por Dios, hijo, sal de aquí- muy afligida imploraba Doña Beatriz. -Majadero –gritaba entre sollozos Aurora. -Vámonos mejor- furiosa, la mujer de Don Pedro rabió. –Vámonos pronto. -Eso es lo que deben hacer- seguía Rami-ro- irse de nuestra casa, rápido, váyanse. No so-portamos la presencia de gente como ustedes. Largo. Don Pedro, al ver tan enojado al joven, comprendió que era preferible retirarse; Doña Beatriz estaba absorta. Los González se dirigieron a la puerta. Aurora era abrazada por su madre. La una sollozaba y la otra decía y pensaba mil im-properios. Don Pedro al retirarse lanzó una mira-da devoradora a Ramiro, quien repetía con voz firme: ¡Largo! Los González desaparecieron. El joven se dirigió hasta donde su madre se encontraba a punto de desfallecer, se arrodilló ante ella y dijo: -Perdóname mamá, pero no podía dejar que te gritara así. Me exalté demasiado y les dije lo que desde hace mucho tiempo debería haber-les dicho. -No debiste... –con la voz temblorosa- no debiste ofenderlos en esa forma. -Ellos fueron los culpables. Perdóname por lo que he hecho. Espero que sepas comprender-me, que me comprendas... amo a Pilar y con ella quiero casarme. No me interesa que sea humilde. Lo único que me importa es que es noble de co-razón. Nada más. Perdóname. Doña Beatriz hizo que su hijo se levantara, lo abrazó. Las mejillas se le humedecieron al co-rrer de una frágiles lágrimas que se habían esca-pado de sus ojos. Ojos de aspecto tierno. Ojos de mirada dulce. Ojos de Madre.


IV A PESAR DE TODO


Y como en un cuento de final dichoso, Pilar y Ramiro se casaron y vivieron muy felices. A pesar de algunas calumnias, los Gonzá-lez nunca pudieron romper con el matrimonio que cada vez se mostraba más firme. Al principio Doña Beatriz y Don René, éste último, ya repuesto de su enfermedad, no miraba con muy buenos ojos aquella unión. Pilar tuvo que resistir algunos desprecios por parte de sus suegros. Ella los soportó y poco a poco fue ganándose la voluntad de ambos. Ya Doña Beatriz no la criticaba, sino que se deshacía en elogios antes las actividades domésticas que realizaba: sabía bordar maravillas, conocía la manera de preparar suculentos platillos, era limpia, ordenada y amable. Administraba perfectamente la casa y a tanto llegó la estimación de la suegra por la nuera que, Doña Beatriz llegó a pensar que Pilar valía mucho más que un Potosí. La recién casada se desalaba por atender a Don René. Este, al principio, no veía con mucho agrado aquellas muestras de cariño y de respeto, pero después, con los guisos tan sabrosos que ya he dicho que realizaba, fue ganándose el buen mirar de su suegro. Don René, cabe agregar aquí, era un excelente gastrónomo. El tiempo transcurrió ligero y el primer hijo del joven matrimonio llegó. Cuánta alegría sintie-ron los padres de Ramiro al estrechar entre sus brazos al nieto. Todos los minutos se les iban en hacerle caricias y mimos. El pequeño Alfredo era la alegría y la luz de su vejez, vejez tranquila, transcurrida en la paz del hogar. Pilar y Ramiro adoraban al chiquillo y éste se sentía el emperador de la familia. Sin embargo, el reinado de Alfredo, pronto vino a caer. Una mañana se escuchó el llanto de una criatura. Una niña había venido a colmar la dicha de aquellos seres. Rosita llegaba a destro-nar a su hermano, pero ambos eran la felicidad de sus padres y de sus abuelos. Los dos pequeños crecían sanos, fuertes y risueños. Cuando Alfredito y Rosita tenían seis y cuatro años respectivamente, la familia aumentó en un miembro más. -¿Qué fue?- Don René, mucho más nervioso que su hijo, preguntó sofocadamente a Doña Beatriz que en esos momentos salía de la recámara en donde Pilar se encontraba. -Otra niña- respondió llena de alegría, ale-gría que se manifestaba en todos los movimientos de su cuerpo- . Está muy bonita. Se parece a Pi-lar, tiene su misma nariz, su misma boca, es su vivo retrato. Don René casi saltó hasta el techo de la emoción. Con lo que le gustaban las niñas. Ramiro se alegró de que todo hubiera salido con bien, más entre sí, pensaba que hubiera sido mejor otro hombrecito, para que cuando creciera le ayudara en las labores del campo. Todos estaban contentísimos con aquel re-galo. -¿Podemos entrar a verla? –preguntó Ra-miro a su mamá. -Todavía no, está durmiendo. Gracias a Dios que todo salió con bien. -Pero Beatriz...qué... qué nombre le pon-dremos- interrumpió de súbito Don René. -¡Ay! Deja que sus padres seleccionan a su gusto. Nosotros ya les hemos puesto nombre a los otros niños. -Pero que sea ahora mismo. Me muero de ansias por saber el nombre que va a llevar nues-tra nieta. -Cálmate. Esperemos hasta mañana. Es muy tarde ya y yo estoy extenuada. ¿Ustedes no? Vamos a dormir, mañana sabremos qué hacer y tus ansias quedarán en calma. Todos se dispusieron a descansar y en el silencio del campo, adornado con el adormecedor sonsonete de los grillos, Morfeo les regaló los más hermosos sueños, todos relacionados con su nuevo amor. Don René soñó que la niña iba a entrar a la escuela y que él la conducía cuidadosamente. Doña Beatriz la soñó jugando con sus hermanitos. Ambos estaban dichosos con los regalos de su vejez. Apacible vida de la promesa antigua. V UNA NIÑA

Los gallos con sus cantos ostentosos, pre-ludiaban la llegada del amanecer. La naturaleza despertaba de sus sueños y las visiones fantas-magóricas desaparecían. Los pajarillos, entre tri-nos, abandonaban sus nidos en busca del sustento cotidiano. Las gallinas, algunas conduciendo numerosa prole, dejaban las ramas o rincones en donde habían pasado la noche y rascaban alegremente la tierra escudriñando tras un gusanillo o picoteando alguna plantita. Las vacas, en los establos, mugían al ver que las desposeían del alimento que estaba destinado a sus hijos y por todo el rumbo se escuchaba el tañer de la campana de la iglesia que llamaba a la primera misa. En casa de los Méndez, todos se habían levantado. Don René, Doña Beatriz y Ramiro, fueron al cuarto de Pilar para ver cómo había amanecido y la encontraron sonriente y sonrosada, como en sus años de doncella: -¿Cómo amaneciste? ¿Estás bien? –preguntó ansiosamente el suegro. -No ves que está tan lozana como si nada le hubiera sucedido –jubilosa exclamó Doña Bea-triz que llevaba una taza en las manos- Te traigo un poco de té, es canela, tómatelo. -¿En dónde está la niña? –interrumpió nuevamente Don René. -En la cunita- contestó una mujer que había estado toda la noche con la enferma, a guisa de enfermera. Los tres corrieron a verla. -¡Está chistosa! -¡Qué bonita! -¡Qué pequeñita! Al terminar esta última frase dicha por Do-ña Beatriz Pilar llamó la atención de sus suegros. -Papá René y mamá Beatriz –desde el lu-gar en donde se encontraban reposando-. -¿Qué quieres hija? –Respondió Don René. -Anoche tuve un sueño extraño... -¿Qué clase de sueño? –interrogó alarma-da Doña Beatriz. -Pues soñé que... iba con mi hija entre los brazos, por un camino estrecho, muy estrecho. Nada se distinguía bien... después sin darme cuenta, mi hija desapareció... yo gritaba desespe-rada llamándola, pero no sabía su nombre, de pronto muchas voces extrañas gritaron uno... era... no recuerdo bien... creo que Felisa, no, Feli-pa... no. ¡Fidelia! Eso es. Fidelia repetían y al es-cucharla mi hija apareció... pero ya no era la mis-ma... era otra de más edad... estaba llorando y entonces me acerqué a consolarla. Ella me mira-ba... me veía fijamente pero nada decía, nada. Después, no recuerdo muy bien, se alejó otra vez... lloraba desesperada, lloraba, quería seguir-la pero algo extraño me lo impedía. En ese mo-mento desperté con gran susto. -¡Ay hija! Son tonterías –exclamó sonriente Don René. -Tal vez, pero estuve meditando y he re-suelto que mi hija se llame como mi sueño me lo sugirió. Se llamará Fidelia. -¡Fidelia!- gritaron los suegro al unísono. -¡No! Ese nombre es muy extraño, se oye feo. -A mí me gusta. –aprobó- Ramiro. -Fidelia es bonito nombre y no muy conoci-do. –Comprobó Don René. - A mí no me agrada. –Se opuso Doña Beatriz- Hay nombres mejores... María... Virginia... Helena, pero ese, es horrible... bueno no mucho, en fin, si a ustedes les gusta, no tendré más remedio que aceptarlo. Lo siento por la niña. Con ese nombre... A ver si no encuentra burletas cuando crezca. Ya ves cómo es cierta gente. Después de algunos comentarios, cambió la conversación, pero a cada instante acudía a su mente, como un rayo de luz, el nombre de Fide-lia... Fidelia... Fidelia...


VI EN DIFICULTADES

Los negocios de la familia Méndez decaye-ron tremendamente. La próspera hacienda en la que había nacido Ramiro se había transformado en una humilde casa que distaba mucho de ser el antiguo palacete. Nadie se explicaba el porqué de aquel des-censo. La fortuna parecía sonreírles y de repente, los prósperos negocios se vinieron abajo. Pasaron a ser una de las tantas familias que habitaban el poblado. La mala fortuna cayó sobre los Méndez y una mañana Don René murió. Doña Beatriz en-fermó de pesar. Ramiro sufrió mucho al perder a su padre. Pilar lloró en silencio. Los inocentes chiquillos lloraron también al ver la congoja de sus mayores, pero después salieron a jugar. Alfredito tenía nueve años, Rosita siete y Fidelia cinco. Los niños se divertían mientras sus padres eran martirizados por el dolor. Don René, poco antes de morir, había con-traído algunas deudas bastante fuertes con el fin de salvar a su familia de la bancarrota que se vis-lumbraba. Tan pronto como recibió el dinero pres-tado, se dedicó a invertirlo en la compra de ins-trumentos de labranza, en semillas y en pagar los sueldos de sus sirvientes y el de unos cuantos peones. Todas las esperanzas estaban cifradas en las utilidades que dejaría la próxima cosecha. Don René parecía ver en los terrenos destinados al cultivo del maíz y del trigo, los alientos para continuar la lucha. Ramiro ayudaba a su padre en la dirección de los negocios que tal vez serían la salvación de la familia. Desde muy temprano, casi antes de que el sol se asomara detrás de las montañas, los Méndez se encontraban activos, todos con una misma meta, con un mismo objetivo: evitar la hi-riente pobreza. Una tarde llovió con una furia jamás vista por ellos. El viento soplaba con fiereza aterradora y para completar la saña del destino, de la suerte o de lo que haya sido, cuando todos creían que iba a calmarse la tempestad, ésta arreció y co-menzó a caer granizo. Las tejas de las casas pa-recían que iban a romperse. Un ruido monótono y ensordecedor se escuchaba cuando las piedreci-llas de hielo iban a estrellarse contra los techos. Tal vez la naturaleza se vengaba de una ofensa cometida contra ella y por eso arremetía colérica. Los pensamientos de Don René estaban llenos de pavor y sobresalto. Vino la noche con su negrura intangible y la lluvia, un poco menos abundante, continuaba. El padre de Ramiro estaba desconsolado y éste confiaba en que las tiernas matas de maíz y los delicados retoños de trigo, sus más grandes espe-ranzas de salvación, hubieran permanecido in-demnes. Doña Beatriz y Pilar las imaginaban des-trozadas, inútiles, inservibles. Pensaban en el sacrificio de unos meses que había sido destruido en forma tan impía e injusta. Los pequeños dormían arrullados por el caer del chipichipi. Sus caritas estaban inmóviles. Una sonrisa cándida se dibujaba en sus labios, tal vez en sus sueños se encontraban en un mundo encantado. Dormían tranquilamente, no sospechaban los crueles sufrimientos de sus padres. ¡Dichosos los niños que nada saben del sufrimiento y de las borrascas que se desencadenan en las almas de los adultos! Quizás estas adversidades fueron la causa de la muerte de Don René. La situación en que se encontraban los Méndez era desesperante. La cosecha había ido rumbo al fracaso. Nada había quedado a salvo de la furia devastadora del terri-ble meteoro. Todo se había perdido: el esfuerzo, el trabajo, la ilusión, la esperanza. La salvación económica de la familia estaba muy lejana. Nada más había que hacer. El plazo para pagar las deudas iba a vencerse. La ruina había llegado.


VII LA FUERZA DEL TRABAJO

Diez años después, Ramiro volvía a recu-perar un poco de los perdido. Pero antes de llegar a esto, cuántas penas, cuánto trabajo. Cientos de noches fueron las testigos de sus desvelos. Él y Pilar, después de aquella catástrofe, se dedicaron a luchar en contra de todas las dificultades que se les iban presentando. Los acreedores llegaron a un acuerdo con Ramiro. Le dieron la oportunidad de ir pagando poco a poco lo que restaba para liquidarlos. Algu-nos terrenos que a los Méndez les quedaban, fueron rematados y las cantidades que pagaron por ellos, abonadas a la deuda, sin embargo, aún así, el saldo era bastante. Sus hijos, que habían nacido en el período de abundancia, pasaron el resto de la niñez y toda su adolescencia casi en la miseria, rodeados de carestía, de estrechez e invadidos de mil deseos insatisfechos. Las comodidades que ellos pensaban dar-les a sus pequeños se esfumaron súbitamente. Hubo veces en las que Alfredo, Rosa y Fidelia no tenían más ropas que las que llevaban puestas. Pilar, que antes de casarse estaba un poco acostumbrada a la pobreza, no lo resintió mucho, pero Ramiro, se desesperaba ante la ausencia del dinero, maldecía su suerte y llegó a pensar hasta en el robo. Pronto se conformó y se dijo a sí mismo, que la única forma de librarse de aquél sufrimiento era el trabajo, que nada era imposible con el esfuerzo. ¡He aquí lo más grandioso que obtiene el rico cuando se torna pobre! Los pequeños iban creciendo. El mayor se hizo joven y pudo ayudar a sus padres. Rosa, cuando iba a cumplir once años murió de pulmo-nía y más que por la enfermedad, debido a la falta de atención médica. Ahora, después de quince años de sufri-mientos, todo parecía sonreírles. Su situación económica había mejorado: tenían amigos. Fidelia se había puesto hermosa y estaba a punto de cumplir quince renacer de flores. Ella se crió completamente bajo el manto de las costum-bres campesinas. Le gustaba andar descalza y esto no afeaba para nada sus pequeños pies, iba al campo y entre los verdes del llano se perdía, cortaba las flores silvestres y cantaba, como acompañando a los pajarillos. Como no tenían sirvientes, su madre, la enviaba hasta la lejana huerta, en donde estaba su padre y su hermano trabajando, para que les diera de comer. Y Fidelia iba gustosa, sin temer a nada, sonriente. A ratos corría, a ratos descansaba. Cuando algún arroyuelo se atravesaba en su camino, chapoteaba en él y el agua parecía alegrarse porque al saltar se rompía en mil cristalinos pedazos. Fidelia se llenaba de gozo y continuaba por su ruta, a veces permanecía unos momentos mirando el azul infinito del cielo como si tratara de descubrir en él, algo fantástico. Después proseguía su despreocupado paso. Cuando llegaba a la huerta, acariciaba a su padre y a su hermano y con su pañuelo, limpiaba el sudor que escurría por las amadas frentes familiares. Presurosa les servía de comer. Ellos se deleitaban con la ingenua y alegre plática de la chiquilla. En ocasiones una broma condimentaba la delicia de aquellos sencillos manjares. Horas después, regresaba a casa, con una cierta inexplicable tristeza. Al atardecer, iba al jagüey. Conduciendo a un par de borricos que soportaban humildemente dos enormes botes cada uno, que deberían ser llenados con el preciado líquido por el que iba. Allá platicaba con las otras muchachas del pobla-do. Y todas reían y sus risas se asemejaban al canto de las palomas. Risas de muchachas pue-blerinas.


VIII

PREPARATIVOS

Don Ramiro llegó muy animado: -¡Pilar! Ya regresé- con voz lozana exclamó. La esposa salió corriendo de la cocina, seguida por Fidelia, ambas atravesaron por el corredor y llega-ron hasta la salita, en donde se encontraba jubilo-so el padre de Fidelia. -¿Qué pasó?- interrogó sonriente Doña Pi-lar-. En cuánto va a salir el baile. -¿Saldrá muy caro? –temerosa interrumpió la joven. -Claro que no- explotó gozoso Don Ramiro. -Cuéntanos, qué es lo que te dijo el com-padre- animadamente preguntó la esposa. -Pues me dijo que, por ser para nosotros, él va a encargarse de que no nos resulte tan costo-sa la contratación de la orquesta y que, además, como regalo para Fidelia por su cumpleaños, se encargará de los arreglos de la casa, para que ésta luzca elegante y más hermosa –la madre y la muchacha sonreían-. Casi todo ha quedado listo. Nada más faltan tres días para el festejo, así es que debemos ir pensando en el vestido que ha de llevar. Traje estas revistas de moda recién llegadas de la capital para que escojan. Dicen que son los más recientes modelos de París que se preparan para recibir al nuevo siglo. Es necesario que nuestra hija vaya acostumbrándose a llevar buenas ropas. Siempre anda con esa facha. Vas a ser una señorita de sociedad dentro de poco –dirigiéndose a Fidelia- y por eso debes andar bien arreglada, ahora que la situación nos lo puede permitir. Usa ya los zapatos que te he comprado como siempre te gusta andar descalza, los pies se te pueden hacer feos. De una vez, corre a calzarte. -Está bien papá, pero yo ando más conten-ta sin ellos- contestó y salió rumbo a su cuarto. -¡Qué feliz me siento Ramiro!- exclamó Do-ña Pilar -¡Al fin parece que nuestros sufrimientos terminaron! -Si mujer, gracias a Dios y a nuestro es-fuerzo. ¿Y Ricardo? ¿Todavía no llega? -No, todavía no. Ya ves que el pobrecito tiene que atender la venta del maíz. Eso es tan entretenido y cansado que me apeno mucho por nuestro hijo. Si no fuera porque él nos ha ayudado tanto, no se qué habría sido de nosotros. No ha de tardar. Antes de que Doña Pilar terminara de ver-ter sus pensamientos, Fidelia entró y dijo: -Mira cómo me quedan. Me siento muy pe-sada de los pies. Serán muy de la ciudad, pero a mí... -Debes acostumbrarte–su madre la regañó amablemente. -Claro hija- continuó Don Ramiro. La puerta que daba hacia la calle se abrió súbitamente y apareció Ricardo que iba acompa-ñado de un joven de elegante vestir. Todos vol-tearon a verlos y saludaron. -Buenas noches- respondió el extraño. -Traigo a Esteban, el hijo de Don José, pa-ra presentárselos- continuó Alfredo-. Nos hemos hecho buenos amigos y me pidió que lo trajera con ustedes. El cree que ya no se acuerdan de él, pues se fue muy pequeño a la ciudad. Todos mostraron sorpresa. Fidelia nunca había visto a un joven como aquél. Se ruborizó. Sintió algo como una mezcla de alegría y ver-güenza al mismo tiempo. Esteban fue a saludarlos de mano y todos sonrieron. Fidelia se estremeció. -No sabíamos que usted estuviera aquí. Era todavía tan niño cuando se fue para México a estudiar que creíamos que nunca volvería a poner sus pies en nuestro pueblito –dijo Don Ramiro. -Efectivamente. Voy a estar aquí nada más unos días. Vine porque mi padre está algo enfer-mo y quise enterarme del estado en que se en-contraba. Mi papá me presentó con Alfredo, cre-yendo que no nos conocíamos, pues desde niños hemos sido buenos amigos- de pronto Doña Pilar dijo señalando un sillón: -Pero... siéntese joven, que está usted en su casa. -Quisiera, pero no puedo. Sólo vine a salu-darlos y me retiro. -Es una lástima que no quiera quedarse un rato más. Cenaría con nosotros. -Muy agradecido, pero otro día será. Ahora tengo que irme. Desde la mañana que no veo a mi padre y debe estar algo molesto conmigo. -En eso le doy la razón- volvió a interrumpir Doña Pilar. -Les prometo que otro día vendré a visitar-los un rato más grande. -Estaríamos encantados. Por cierto que, mi hija va a cumplir quince años pasado mañana y quisiéramos invitarlo a la fiestecita que vamos a hacer con motivo de eso. ¿Acepta?- preguntó Don Ramiro. (El corazón de Fidelia latía apresuradamente). -Claro que sí- Esteban contestó. Fidelia sonrió-. Desde este momento sólo voy a estar pensando en ello. Ahora me retiro, estoy contento de haberlos saludado. Se despidió de Doña Pilar y de Don Ramiro-. Encantado de conocerla seño-rita-. Le dio la mano y la miró sonriendo. Fidelia contestó apenada: -Igualmente. El joven se dirigió hasta la puerta acompa-ñado por Alfredo. Volvió a despedirse y ambos salieron. Fidelia quedó pensativa. Sus padres se dirigieron hacia la cocina y ella, automáticamente los siguió. Dentro de sí, sentía un algo de temor y de alegría.


IX

LA FIESTA

Las bellas notas de un vals se escuchaban en el oscuro silencio de la noche, se extendían por todo el pueblo, lo dominaban hacían de él, su imperio. La fiesta se encontraba en su momento culminante. Todas las familias del poblado pare-cían haberse dado cita en aquel lugar. Todo era risas, sonrisas y elogiosos comentarios para los padres de la quinceañera. Fidelia lucía una hermosura extraña y cau-tivadora en su rostro, en su cuerpo, en su alma. Todos se deshacían de emoción al contemplarla. Y ella bailaba. Y giraba. Y sentíase flotar por los aires. Los brazos de Esteban la trasportaban sua-vemente y la chiquilla quinceañera temblaba. -¿Por qué tiembla? –intrigado preguntó el joven. -Es que estoy un poco nerviosa. Usted bai-la muy bien y yo... -Déjese de humildades- interrumpió ama-blemente el hijo de Don José. Fidelia sonrió y bajó la vista. Él prosiguió-. Está usted muy hermosa. Tiene los ojos muy bellos, de una negrura misteriosa, como las noches del pueblo. Creo que... no... no haga caso de mí, no sé lo que digo. Fidelia lo miraba, como tratando de adivinar lo que había querido decir; sonreía y sus mejillas se asemejaban a dos claveles rojos. -Ha terminado la música- continuó Este-ban- Salgamos al corredor, pues aquí el ambiente está un poco sofocante. -Perdone que no pueda complacerlo. Me está llamando mi papá. Lo dejo unos instantes.- Con el corazón agitadísimo, Fidelia se separó cor-tésmente y se dirigió hasta donde su padre la lla-maba. Más que caminar, parecía deslizarse en los abrillantados pisos, arreglados así, para esta oca-sión. -¡Mande usted papá! -Te llamé porqué me he dado cuenta que el hijo de Don José no te ha dejado sola en ningún momento. -¿Qué hay de malo en eso? –curiosa inte-rrogó. -No quería decírtelo, pero es mejor que te prevenga. No tengo la seguridad de ello pero me han informado que el tal jovencito es un calavera. Me han dicho que es muy enamorado y que le encanta burlarse de todas las muchachas que puede. Se ve muy decente, pero, por si acaso, es mejor que no creas lo que te diga. De haber sabi-do todo esto antes de invitarlo, no le hubiera dicho que viniera. Ni modo, qué se le va a hacer. Al fin mañana vuelve a la capital y no volveremos a preocuparnos por él. -Hasta ahora se ha portado muy bien con-migo- humilde susurró. -Esperemos que así siga- murmuró Don Ramiro. La sala, el comedorcito y el corredor esta-ban profusamente iluminados. La casa había sido adornada con elegante sencillez. Las gentes que estaban en la fiesta, parecían más que contentas. Algunas se disponían a bailar una bonita mazurca que la orquesta provinciana empezaba a interpretar. Otro, los de mayor edad, afirmaban que la familia Méndez nuevamente atravesaba por una época de prosperidad. Sin embargo, muy pocos sospechaban que esto era el producto de la perseverancia, de la voluntad, del trabajo y de la esperanza. Fidelia y Esteban bailaban. Y sonreían y sonreían.


X

DESAYUNO

Fidelia abrió los ojos lentamente. Aún le parecía estar escuchando el hermoso vals que la noche anterior había bailado en brazos de Este-ban. La intensa luz de la mañana entraba tími-damente por las rendijas de la puerta. Fidelia es-quivó aquel débil resplandor y llevó la vista hasta el centro del techo. Pensó algo y sonrió satisfe-cha. Suspiró. Quedó inmóvil, como una estatua. Volvió a sonreír, hizo a un lado las cobijas y saltó apresuradamente de la mullida cama. Fue hasta el espejo que colgaba de una de las paredes y se miró en él. Contempló sus facciones detenida-mente. Llevó sus manos hasta las mejillas y las palpó suavemente, como si algo comprobara. Ob-servó con detenimiento sus ojos que se reflejaban brillantes, miró sus labios y para sí misma exclamó: -No soy muy fea. En el interior de su alma había en esos instantes, algo inefable. Una extraña sensación. Se dirigió hasta la pequeña ventana que al frente del espejo se veía y ahí, miró al cielo. Que-dó como en éxtasis. Después de unos minutos. La voz de Doña Pilar se escuchó por el corredor. Ligeramente asustada, Fidelia se quitó de aquel lugar donde estaba con rapidez y exclamó: -¡Qué hermosa mañana! ¿Verdad mamá? -Está bonita- una voz respondió al irse abriendo la puerta del cuarto. Era Doña Pilar que entraba a darle los buenos días a su adorada hija. -¿Dormiste bien? -Sí mamá. -Creía que aún estaban durmiendo. Has despertado muy temprano. Deberías quedarte otro poco en la cama. Anoche te acostaste, mejor dicho, nos acostamos muy tarde y sin embargo, ya estamos despiertas. Ramiro todavía está dur-miendo. Me levanté para preparar el almuerzo. Tu hermano se empeñó en invitar al joven Esteban y ni modo de decirle que no... pero qué es lo que tienes. ¿Por qué no hablas? ¿Te sientes mal? –Alarmada preguntaba Doña Pilar, al ver que su hija no le respondía. -No, no –dijo sonriendo- No te asustes. Es que tengo un poco de sueño. Vas a ver que con un poco de agua... –y corrió alegremente hasta un lavamanos próximo. Al llegar, cogió un jarrón que estaba colocado en el suelo y con el transparente líquido que contenía, se lavó el rostro, los brazos, las manos. Reía y cantaba; cantaba y reía. Fidelia había despertado muy alegre. En su mirada se veía un extraño fulgor. Parecía que de un día a otro, misteriosamente, se había efectuado en su alma un cambio notabilísimo. Sus negros ojos, antes de mirada serena. ahora mostraban una cierta inquietud, un brillo nuevo. Cuando su madre le informó de que Este-ban había sido invitado a desayunar, se conmovió profundamente. Aquel joven había ejercido sobre la adolescente un extraño influjo nunca antes sentido. ¿Por qué al recordarlo se estremecía? ¿Por qué cuando la imagen de Esteban se presentaba a su mente, su moreno rostro, de extraña belleza, adquiría un tinte sonrosado y al mismo tiempo sentía una felicidad suprema? -No tardará en llegar- dijo Doña Pilar- Es un joven muy simpático y atento. -Sí- murmuró Fidelia. La muchacha fue hasta el ropero que se encontraba en una de las esquinas del cuarto y tomó un vestido sencillo, con pocos adornos, úni-camente un moño rosa colocado precisamente en donde se miraba un bolsillo. Sin la menor preocupación Fidelia se puso aquella prenda mientras su madre la veía de hito en hito. Su hija se iba poniendo muy hermosa. -Ya estoy lista- exclamó jubilosa la chiquilla mientras que con un peine se acomodaba el ca-bello. Después de unos segundos salieron de la habitación, llegaron al comedor y apenas lo ha-bían logrado cuando la puerta que daba a la calle se abrió. Alfredo entró contentísimo acompañando a Esteban que lucía gallardo y altivo, con un gesto de conquista. -Ya llegamos- gritó el hermano de Fidelia. -Buenos días señora. Buenos días Fidelia- saludó el joven con amabilidad- ¿Cómo han ama-necido? Supongo que bien. -Buenos días- madre e hija murmuraron. -¿Y Don Ramiro?- preguntó el invitado. -Ahorita viene. Apenas se está levantando. Las desveladas son ya muy duras para él. Creo que nos estamos haciendo viejos. -contestó Doña Pilar-. -No diga usted eso.- galante la contradijo Esteban. -Sentémonos. La mesa está esperándonos. Todos se dirigieron al lugar citado. Entre bromas y comentarios esperaron a que Don Ra-miro llegara y apenas éste se hubo presentado, comenzaron el dulce trabajo de desayunar. Todo era dicha. Esteban era un joven de regular estatura, ni delgado, ni obeso, más bien armónicamente proporcionado; de cabello ligeramente ondulado; amplia la frente, abundantes las cejas; los ojos pequeños de color castaño claro adornados por largas pestañas un poco rizadas; la nariz recta, la boca mediana de labios carnosos y rojos; el tórax amplio y la cintura estrecha. Tal era, físicamente hablando, lo que veían de aquel joven. Pero por dentro... ¿Cómo era? ¿Bueno? ¿Malo? Nadie lo sabía, acaso ni él mis-mo. Su carácter alegre, siempre dispuesto a reír, lo hacía agradable a los demás. A leguas se notaba que la pobreza nunca lo había entristeci-do, porque gracias a su padre, tan rico como era, nunca supo de necesidades insatisfechas, ni de frustraciones económicas. Estudiaba Leyes, al menos eso era lo que el pueblo, pequeño pero chismoso, sabía. Esteban sólo visitaba a su padre durante las vacaciones y esto no siempre. Cuando llegaba a ir, lo máximo que permanecía con su progenitor, eran cinco o seis días, sin embargo, ahora ya habían pasado más de diez y él seguía estando en el poblado. Algunos se extrañaron, pero pronto la mali-cia popular comenzó con murmuraciones, que el testamento de su padre, que lo desheredaba, que había sido expulsado de la escuela en donde es-tudiaba, en fin, mil tontas conjeturas. Al terminar el desayuno, sabroso chocolate con un apetecible pan, todos se dirigieron al co-rredor. Allí tomaron asiento y alegres comenzaron a hacer comentarios acerca de la pasada fiesta, de la casa, sobre Fidelia y sobre Esteban. El sol había avanzado un largo trecho de su recorrido. La mañana era fresca, las plantas olorosas hermoseaban el lugar y le daban el as-pecto de un jardín. Las campanillas se movían al soplar del viento; los claveles se mostraban orgullosos y los alcatraces se erguían altaneros. Las verdes hojas de la enredadera invadían los rojizos barandales de ladrillo. Esteban miraba a Fidelia y ella sonreía.


XI

CONFESIONES

Fidelia y Esteban se encontraban solos. Ninguno de los dos hablaba. Así habían perma-necido varios minutos. Ambos veían el hermoso resplandor del crepúsculo, de pie en el corredor. Don Ramiro no había llegado aún. Doña Pilar dormía la siesta. La tarde moría y toda la naturaleza se iba aquietando. -¡Qué bonito se ve todo aquello! –exclamó Fidelia- Nunca lo había contemplado con deteni-miento. Desde que aquí me has enseñado mu-chas cosas que antes ni siquiera se me había ocurrido apreciar. -A mí me parece el más hermoso de todos los crepúsculos que he visto. Tal vez será porque estoy junto a ti- respondió Esteban y la tomó de la mano. Ella tembló. Nadie antes se la había estre-chado en esa forma. Fidelia trató de desasirse, pero Esteban lo evitó apretándola con delicada fuerza. Ella lo aceptó. -¿Por qué lo haces?- interrogó la chiquilla. -No sé- y la miró profundamente. Los ojos de Fidelia despidieron chispas resplandecientes. -Mira cuántas nubecitas rojas se ven en el cielo- turbada, Fidelia señaló hacia el infinito. -Sí, son muchas. Y muchas han sido las cosas que me han parecido más bellas desde que te conocí.- Fidelia lo veía con una mirada ansiosa de saber lo que pensaba antes de decirlo- Mañana cumpliré un mes en el pueblo, sin embargo, tal parece que fue ayer cuando llegué. Todos estos días han transcurrido para mí de una manera tan rápida, que no los he sentido. Necesito decirte lo que siento, no sé cómo lo has de tomar, pero creo que también tú... -¿Qué?- y lo miraba embelesada. -¡Te amo!- intentó abrazarla. Ella retrocedió un poco y él se contuvo. El corazón de la mucha-cha latía apresuradamente. Su cerebro de ado-lescente se forjó en unos segundos mil fantasías. Era la primera vez que alguien le decía aquello. Una emoción indefinible la invadía: el infierno y el paraíso a la vez. -Sí, te amo –continuó apasionadamente Esteban- ¿Por qué no respondes que tú también? Yo sé que tú me quieres. Dilo, anda, que con esas palabras tuyas estaré completamente feliz- Fidelia estaba trémula, asustada y llena de dicha al mismo tiempo. -No sé, no sé...yo no puedo...no sé...- y la voz se ahogaba en su pecho y no podía pronun-ciar otras palabras. -Tú eres el primer amor de mi vida. Quiero que te cases conmigo. Sé que te han contado muchos infundios de mí, pero todo es falso, son calumnias. Di que me quieres...yo lo presiento... pero quiero escucharlo de tus labios. -Sí...sí...-murmuró encendida del rostro y casi a punto de llorar, exclamó tímida y rápida-mente: - Te amo. -Lo sabía- con la faz radiante de felicidad Esteban llevó hasta sí a Fidelia y la abrazó emo-cionado. Ella no se resistió, estaba inmóvil, como hechizada. El rostro pálido, la mirada lánguida y los labios secos. Él acercó su boca hasta la de ella y le dio un tierno y delicado beso. Fidelia de-rramó dos lágrimas. Esteban la soltó y dijo: -¡Mi Fidelia!- ella dio la vuelta y corriendo entró a la casa. Esteban permaneció unos momentos en el corredor, después se dirigió a la puerta. Al salir en su rostro se dibujó una sonrisa burlona. Las sombras iban imperando...


XII

UN GOLPE AL CORAZÓN

-Cómo fue posible- gritó enojadísimo Don Ramiro- Es increíble. No puedo aceptarlo. Es inaudito. Fidelia estaba pálida y su rostro reflejaba una profunda tristeza. Doña Pilar casi lloraba. -Cómo fuiste a creerle a ese desdichado –el padre continuó furibundo – Me dan ganas de golpearte. -¿Por qué no nos dijiste nada? – interrum-pió la madre. -Es que confiaba ciegamente en él. Me dijo tantas cosas bonitas, y yo lo amaba...lo amo... -Estoy segura que volverá, él no prometió casarse conmigo; su voz me pareció tan bella cuando me dijo que yo era el primer amor de su vida, que me idolatraba, que destrozaría su corazón si no le daba lo más grande de mi amor. Tal vez estuve ciega, yo no sabía lo que era esto...Pero él volve-rá, ya lo creo que volverá. El amor que siento por él es muy grande, tanto que hará que regrese a mi lado. No puedo aceptar que todas las palabras que aceptó en mis oídos hayan sido falsas, algo tuvo que haber de verdad en ellas. Estoy segura que regresará. Él me ama...me ama... -Por eso ha sucedido todo esto. Eres tan confiada.-bruscamente interrumpió Don Ramiro- Esteban es un holgazán, un mujeriego. Allá en la ciudad es famoso entre sus conocidos por sus amoríos, te lo advertí la noche de la fiesta. Te dije que no creyeras todo lo que te decía, que tenía muy mala fama y no me hiciste caso. Eres una tonta. Nada más buscó de ti lo que ya ha conse-guido y se largó... -Volverá papá, volverá- deshecha en llanto-estoy segura... -Estúpida – y de un golpe Don Ramiro hizo caer al suelo a su hija. -No –Doña Pilar gritó asustada y llena de angustia- No le pegues. Ella no tiene la culpa de todo. Ten en cuenta su estado... -¡Que se muera! Nunca creí que iba a ser una vil... -¡Cállate Ramiro! Que no te domine la ira. Nosotros tenemos un poco de culpa. -¿Cuál? Anda, dime cuál. Después de tan-tos esfuerzos para que ella no sufriera, con esto nos paga.- Doña Pilar nunca había visto tan furio-so a su marido. Fidelia lloraba amargamente, un hilillo de sangre escurría de la nariz hasta los labios. Su madre, al ver que iba Don Ramiro a seguir gol-peándola, se interpuso, sujetándolo y le dijo: -Debes ser comprensivo, es nuestra hija y no vamos a desampararla en estos instantes, se-ría arruinar su vida, sería hundirla... -Ya no es mi hija. Que se largue de la casa cuanto antes, no quiero verla. Que se vaya antes de que yo la saque a empujones y puntapiés –y sus ojos relampagueaban de furor. -Cálmate- prosiguió suplicante Doña Pilar, mientras Fidelia se encontraba arrodillada, cubierta la cara con las manos y ahogada en llanto –Serénate Ramiro. Si haces que nuestra hija se vaya, qué sucederá con ella y el niño. Esteban ha de estar gozando de la vida en la ciudad sin acordarse siquiera de nuestra hija y, si acaso la recuerda ha de ser para burlarse de nosotros que le dimos toda nuestra confianza y nos engañó. Si Fidelia se marcha de esta forma de la casa, cuando él lo sepa se va a reír más y al ver que nosotros no le reprochamos nada, creerá que lo hemos olvidado- Don Ramiro con el gesto fruncido se quedó pensando en lo que su esposa le decía, ella continuó: -Además no es la primera muchacha del mundo que le sucede lo mismo. Fidelia era tan ingenua, tan inocente que...Esteban la hizo creer...piénsalo...lo que debemos hacer es ir a ver a Don José y enterarlo de lo que ha hecho su hijo. No creo que acepte tamaña canallada... él es un hombre de limpio criterio... -Creo que tiene razón –arrepentido habló- Debemos exigir a Don José que mande llamar a su hijo y que lo obligue a cumplir las promesas que le hizo a Fidelia. Don José es un hombre rec-to, no permitirá esta burla. –prosiguió con voz enérgica. Doña Pilar le contestó algo satisfecha: -Eso es- y los dos miraron a la joven con esa mirada tierna. llena de abnegación que sólo los padres tienen. Ambos fueron hasta ella, Don Ramiro habló: -Perdóname- y la tomó de un brazo, la chi-quilla alzó el rostro brillantemente perlado de lá-grimas y sangre y pidió perdón a su padre – Tú eres la que debe perdonarme, anda levántate, límpiate esa cara. ¿No te das cuenta que así te ves muy fea?- Fidelia se levantó con lentitud y su padre la abrazó con inmensa ternura. Doña Pilar los veía con los ojos brillantes. La joven murmu-raba angustiadamente: -Perdón papá...Perdóname...Perdóname...- y sollozaba.


XIII

SOLUCIÓN A FUERZAS

Era Don José un hombre gordo: redondo por todas partes; la piel morena que mostraba los indicios de que hubo un día en que había sido blanca; calvo; ojos saltones de un café muy claro, casi verde; la nariz abultada; las mejillas rojizas; los labios delgados y la boca pequeña. Era bajo de estatura y tenía el estómago más que despro-porcionado. Cuando los padres de Fidelia fueron a verlo para comunicarle la baja acción de su hijo y pedirle al mismo tiempo que los ayudara, después de haberlos recibido con gran alegría y amabilidad, Don José se puso muy triste y todo el rato que permanecieron con él las visitas, estuvo cabizbajo. En su rostro se dibujaba la contrariedad que le había causado aquella noticia. Era muy grande la estimación que sentía por la chiquilla, aún le parecía ver a Fidelia entrar risueña para obsequiarle una fruta que ella misma había cortado en el campo o una florecillas, para que adornaran el escritorio de su despacho. La muchacha que había sabido ganarse el afecto y el cariño de aquel hombre que a pesar de sus riquezas era sencillo y bueno, había sido engañada por su hijo. Esto era lo que más le dolía, sin embargo, Don José todo lo tomó con serenidad. Al despedirse Don Ramiro y Doña Pilar del hacendado, éste les dijo que no se preocuparan más y les afirmó que encontraría la solución de aquel problema y que todo quedaría arreglado de la mejor manera posible. Los padres de Fidelia abandonaron aquel caserón; la madre iba preocupada y la duda asomaba a sus ojos; el padre caminaba pensativo, con el gesto fruncido. Don José permaneció en la puerta contem-plando cómo iban alejándose los padres de la joven, una tristeza enorme mezclada con una ira inefable lo invadió. Veía perderse en la distancia a aquellos seres que sufrían el dolor terrible de deshonra. Sus labios temblaron ligeramente y con brusquedad dio media vuelta y entró gritando a uno de sus sirvientes: -Santiago, prepara el carruaje. Vamos a la ciudad. A los pocos minutos el coche esperaba en la puerta, Don José salió apresuradamente, subió, ordenó que a toda prisa, el cochero dio un latigazo a los dos caballos de hermosos pelaje que movían a aquel objeto y arrancaron a gran velocidad. Una enorme polvareda se levantó y los perros de la hacienda ladraron, trataron de seguirlos, pero los corceles pudieron más que los canes. Los criados de la hacienda comentaron con avidez aquella inesperada resolución del patrón. Nadie sospechaba aún los motivos del extraño e imprevisto viaje. Qué fácil es ocultar cuando todo permanece oculto. Cinco días más tarde Don José regreso acompañado de su hijo; Esteban no sospechaba la causa por la cual había ido su padre hasta la ciudad por él. Algo malo debía haber sucedido como para que su viejo, como él lo llamaba, se molestara en ir a distraerlo de sus ocupaciones. No imaginaba que por vez primera el daño que había causado, tendría que ser reparado. Quién sabe a cuántas habría engañado en la misma forma. Cuántas vidas habían sido prostituídas para siempre por su causa. Si el hombre tuviera conciencia de lo que es la voluntad firme y pode-rosa, inconmovible, mucho se lograría. Al llegar, Don José entró apresuradamente al cuarto que servía como despacho; Esteban lo seguía: -Cierra bien la puerta, no quiero que al-guien vaya a escuchar lo que voy a decirte – el padre ordenó enérgicamente. El hijo obedeció. -¿Por qué tanto misterio? interrogó el jo-ven. -Es que no quiero que se enteren todos de la clase de hombre que eres, aunque tal vez ya lo saben muchos. -No entiendo... -Bien que sospechas de lo que se tra-ta...¿Por qué hiciste eso con Fidelia?- Esteban sonrió admirado por la pregunta- No tiene nada de gracioso lo que estoy diciendo para que te rías. Estoy esperando que me respondas por qué hiciste eso con esa chiquilla. Es casi una niña. -Papá, qué preguntas. Eso es asunto de mi vida privada, además ella se dejó, yo no la forcé... -Mientes cínico- gritó encolerizado- Le diste una promesa de matrimonio. La engañaste y aho-ra dices que no es cierto. Te aprovechaste de su ingenuidad. De haber sabido lo que iba a suceder por tu culpa hace ya dos meses que viniste dizque a visitarme, te hubiera corrido inmediatamente. -¿Y por esto me has traído con tanto miste-rio? -Sí, y porque vas a casarte... -¿Qué? ¿Casarme? Ni loco que estuviera... -Sí, como lo oyes, vas a contraer matrimo-nio con la muchacha que has engañado, antes que las murmuraciones del pueblo comiencen a correr de boca en boca. -Pero por qué he de casarme con esas ton-ta...me gusta...pero no como para... -Te callas. Vas a casarte con Fidelia quie-ras o no quieras. Se acabó la vagancia. En la ciu-dad solamente te haces tonto, ni estudias ni nada. Se acabaron tus privilegios aunque a tu madre le haya prometido que serías un buen abogado. Tú eres el causante de tu fracaso por tu irresponsabilidad. -¿Qué dices? -Vas a casarte con Fidelia, si no, no ten-drás ni un centavo más. -Eso es injusto. -¿Y no es injusticia lo que tú hiciste con esa pobre chiquilla? Además...más que por ella y que por castigarte, es por el niño que va a nacer... -¿Un hijo? ¡Ah caray...no pensé en eso...resultó productiva la mocosa. -¿Ahora comprendes por qué es obligación que te cases con ella? -¡Maldición! ¿Por qué tuvo que pasarme esto? -Es todo lo que quería decirte...descansa un poco. A la tarde iremos a casa de los Méndez. Don José salió del despacho y Esteban quedó solo, pensativo y pálido, muy pálido. Muchos minutos permaneció sin darse cuenta de lo que sucedía a su rededor. Iba a re-nunciar a su vida de disipación y placeres. Ya no pasaría las deliciosas noches en compañía de sus amigos y en la casa de la Madame y sus muchachas. Tendría que despedirse de las juergas, de las trasnochadas, de aquella dulce existencia que llevaba en la capital. Le daban ganas de no obedecer a su padre, pero si no lo hacía, no tendría más dinero y sería peor. Tenía que hacer lo que su padre le ordenaba, aunque esto implicara renunciar, no, renunciar nunca, abstenerse por unos meses de la vida regalada y placentera a la que estaba acostumbrado. Sería una nueva experiencia el contraer matrimonio del que pronto hallaría la manera de escapar, además, así tendría la oportunidad de sacarle mucho más de lo que él pensaba a su ricachón padre. No había por qué preocuparse. El joven se acercó lentamente hasta la puerta, se detuvo unos instantes al llegar a ella, volvió a pensar que no tenía por qué temer, todo se iría arreglando poco a poco y él volvería a re-cobrar su libertad. Sonrió descaradamente y avanzó satisfecho hasta el comedor; tarareaba una tonadilla extranjera muy de moda en la ciu-dad.


XIV

PRIMEROS TORMENTOS

Fidelia lloraba. -¿Por qué Dios mío por qué no viene... por qué no regresa...dijo que me amaba...Tal vez algo le sucedió...no...no quiero ni pensarlo...sería terri-ble...Es horrible lo que siento...si algo llegara a pasarle... no sé qué haría...Dios mío ¿por qué no viene? Él me dijo que vendría...Y si acaso me hu-biera engañado...No...no puede ser...él no min-tió...me ama...más que yo...Sólo la muerte podrá separarnos, sólo ella...no...ni ella... Fidelia levantó el rostro brillante de lágri-mas y entre el llanto sonreía. Su rostro parecía estar impregnado de una extraña luminosidad... -Mi amado vendrá...me dirá mil palabras hermosas...acariciará mis mejillas...me verá fija-mente y dirá que me ama...Vendrá...colocará mis manos entre las suyas; se las llevará a sus labios y las besará con un beso tierno, dulce, amoroso y yo sonreiré...sonreiré... Fidelia sonreía... -Mi amado vendrá... me abrazará... y juntos parecerá que vamos al cielo. Vendrá... vendrá... pero ¿cuándo? ¿Acaso esta noche? Quizá maña-na...o pasado...tiene que volver...él no pudo ha-berme engañado...no es capaz... Fidelia dudaba... -Y si no regresara...si ya nunca lo volviera a ver...¿Qué es lo que dirían todos? Se burlarían de mí...de mis padres...Y el niño...mi niño. ¿Será posible que Esteban me abandone? Él no sabrá, tal vez, que voy a tener un hijo...sí...eso es...no ha de saberlo...Cuando se entere de que voy a ser madre, vendrá inmediatamente, me besará...y se pondrá feliz...y los dos esperaremos la llegada de nuestro pequeño...el producto de mi amor...de su amor...y seremos dichosos... Fidelia sonreía... -Nos casaremos...él irá muy elegante y yo vestiré un hermoso y blanco...¿Blanco? No podré ir vestida de blanco porque ya no soy pura...he pecado...lo que hemos hecho Esteban y yo ha sido una ofensa para Dios...Pero ¿por qué? Lo que hicimos él y yo, he visto que lo hacen todos los animales que Nuestro señor ha creado...Eso no ofende a Dios, puesto que él lo ha ordenado...y él no pudo hacer eso para que los hombres pecaran...Todo lo que hizo Dios es bello...pero las gentes se encargan de llenarlo de lodo...malo es lo que ellas mismas han pervertido...Todo el pueblo se reirá de mí...porque lo que hice...según todos, no tiene perdón...perdón de ellos que no de Dios, porque Nuestro Señor...Él tendrá clemencia de mí... Fidelia se quedó pensativa, muy pensativa. Lentamente fue acostándose en su lecho. Recar-gó su pequeña cabeza sobre la blanda almohada y murmuró al mismo tiempo que nuevamente dos lágrimas iban recorriendo sus pálidas mejillas: -Vendrá...Tiene que venir...tiene que ve-nir... Fidelia lloraba. Sus ojos, negros y brillantes ojos, se fueron cerrando... Fidelia dormía...


XV

EL ACUERDO

Varios toquidos se escucharon en la puerta de entrada. La casa de los Méndez estaba tranquila. Doña Pilar se encontraba en la cocina preparando el almuerzo. Don Ramiro y Alfredo se iban levantando apenas y se disponían a realizar el aseo matinal. Fidelia aún dormía en su recáma-ra. La madre de la muchacha atravesó el boni-to corredor y fue a ver quién era. Abrió y se en-contró ante la robusta figura de Don José y el arrogante porte de Esteban. No fue poca su sor-presa al mirar al causante de sus angustias y pe-sares. Doña Pilar, cuyo carácter era como una chispa que en un instante prendía fuego, sonrió al hacendado e inmediatamente lanzó una mirada furibunda al hijo del ricachón. Al instante sospechó que aquella visita, tan inesperada, iba a ser con el objeto de remediar la situación de su chiquilla y los invitó a pasar con una sonrisa dolorosa. Entraron, Don José con paso firme y deci-dido llegó hasta uno de los sillones que amueblan la salita y tomó asiento. Esteban quedó en pie junto a su padre. -¿A qué se debe el honor de su visita, Don José? Espero que sea para arreglar el asunto que tenemos pendiente y que con angustia de mi par-te, quisiera que se solucionara lo más rápidamen-te posible, antes de que comiencen las murmura-ciones. -Sí, a eso venimos. Recibí una carta de mi hijo en la que comunicaba su conducta y me de-cía también que estaba dispuesto a cumplir la promesa que le había hecho a Fidelia, pe-ro...¿dónde está su esposo? -Ahí viene ya, mírelo- respondió Doña Pilar señalando a Don Ramiro que en esos momentos salía de su habitación. Don José se puso en pie de inmediato y extendió la mano para recibir el saludo del que pronto sería el suegro de su hijo. Ambos se saludaron con efusión. El padre de la muchacha vio a Esteban con desprecio y le dio los buenos días sin más ni más. Tomó asiento; Doña Pilar también. -Pues sí, Don Ramiro, como le estaba di-ciendo a su esposa, he venido para comunicarles que mi hijo no iba a cometer el error ni mucho menos la bajeza de abandonar a Fidelia después de lo acontecido. Me ha dicho que desea casarse con su hija y que en ningún momento había esta-do dispuesto a dejarla en el estado en que se en-cuentra. Los padres de la muchacha estaban atentos escuchando todo lo que Don José decía. Esteban miraba hacia las recámaras como si te-miera o deseara que Fidelia saliera en esos mo-mentos. Don José continuaba informándoles de los propósitos de su hijo: -Él viene muy apenado, porque cree que ustedes están enojadísimos. Anda, Esteban diles los que me dijiste – y cedió la palabra al joven. -Pues verán...después que pasó todo aquello, tenía la intención de pedir a ustedes de inmediato el consentimiento para que Fidelia se casara conmigo, pero tocó la de malas: me avisaron que debía regresar lo más pronto posible a la ciudad pues urgía mi presencia allá para arreglar unos asuntos importantes de mi profesión. Así es que no tuve más remedio que partir hacia la capital en donde me esperaba un fuerte disgusto; no se los digo porque al recordarlo siento mucho coraje.-Don Ramiro lo veía con mirada incrédula; Don José meditaba; Doña Pilar miraba hacia el piso.-Sé que merezco sus dudas y reproches, sin embargo, he venido a ofrecerles mis disculpas y a solicitar la mano de su hija, para que nos casemos lo más pronto posible. El padre de la muchacha movió la cabeza afirmativamente y dijo: -La forma en que procedió para con noso-tros fue una ofensa terrible; mi esposa y yo le di-mos toda nuestra confianza y nunca imaginamos que usted iba a pagarnos de esa manera. Cuando vino por primera vez a esta casa, muy pobre si le parece, pero honrada, lo tratamos como quien creíamos que era, un joven bueno y amable. No pensamos que fuera a hacer lo que hizo; defraudó casi todo lo que por usted sentíamos. Su padre, aquí presente, es un hombre íntegro y nunca imaginamos que podría tener un hijo opuesto a él. El día de la fiesta al-guien me dijo que usted no era muy formal, sin embargo yo no le di mucho crédito a esas palabras, pues el mundo está lleno de gente chis-mosa y embustera. Cuando supe de labios de Pilar lo que sucedía con nuestra hija, sentí un furor inmenso. Ahora que sé que no obró con mala intención, sino que, hay que reconocerlo, la juventud se deja llevar por los sentimientos y a veces no logra la razón imperar sobre ellos y se cometen errores, nunca es tarde para recapacitar, arrepentirse y tratar de enmendarlos. Ese momen-to de debilidad de Fidelia y de usted nos ha traído muchos disgustos, pero éstos quedarán borrados cuando ella y usted contraigan matrimonio. -Está bien- contestó sonriendo Esteban. -Ya viste hijo, no había razón por la que te preocuparas tanto. Quisiera, si al señor Ramiro y a su esposa les parece, que el próximo domingo fuera la ceremonia, pues lo que deseo es evitar a toda costa las estúpidas murmuraciones de las comadres. -Creo que está muy bien- asintió Don Ra-miro. Doña Pilar se levantó diciendo: -Perdónenme que los deje unos momentos, pero voy a traer un poco de café bien calientito, del que tanto le gusta a Don José. -Muchas gracias- padre e hijo respondie-ron. Ella salió, todos quedaron pensativos. El pa-dre de la chiquilla rectificaba la opinión que tenía del joven. El hacendado meditaba en el casamiento. Esteban suspiraba por sus pasadas orgías. La puerta de la recámara de Fidelia se abrió y apareció la muchacha. Había oído voces en la sala que la habían despertado y salía para ver quiénes eran. Todos voltearon a verla. Lucía bonita, con su bata blanca de encajes y holanes, con su ros-tro moreno de extraña belleza un poco marchita por el llanto y sus negros y largos cabellos que se extendían sobre sus hombros. Esteban la miró sonriendo satisfecho y los ojos de Fidelia recobraron su brillo.


XVI

LA BODA

Sonaban las campanas de la iglesia pue-blerina, La calma cotidiana del pueblito estaba ausente. Se escuchaba el ruido monótono y au-sente de los cohetes; el zumbido al elevarse y la explosión al estar en las alturas. y la música gran-diosa de la orquesta provinciana volaba. El día de verano se mostraba caluroso. La roja esfera lanzaba efluvios devoradores, todo era sol, todo era luz. La tarde pasada había llovido en abundancia, como si el silencio hubiera llorado. Todos temían que el mal tiempo continuara y que esto diera motivo para que se suspendiera la vida de Fidelia. Fidelia, la chiquilla, la graciosa, la morenita, como el pueblo la llamaba. Muchos esperaban con ansiedad aquel acontecimiento, pues sabían que la fiesta sería algo grande. Habría abundante comida, bebida y alegría. Don José era rico y Don Ramiro, aunque no hacía mucho tiempo había hecho el gasto en los quince años de su hija, no iba a quedarse atrás. La mañana estaba esplendorosa, no había presagios de tormenta. -la ceremonia religiosa había terminado y los invitados, el pueblo, esperaban la salida de los novios por la puerta principal de la iglesita. Las flores no escaseaban en esos instan-tes. Todos estaban preparados para lanzar los perfumados proyectiles al paso de los recién ca-sados. Las doncellas envidiaban la suerte de Fidelia. Se había casado con un joven muy guapo y además rico. Un joven que pronto sería abogado. Murmuraban, con su murmurar de palomas; reían, con su reír de manantiales. Los jóvenes aparecieron; uno de tantos gri-tó como siempre en estas ocasiones: -¡Vivan los novios! -¡Qué vivan!-respondieron todos. -¡Qué viva la novia!-dijo entusiasmada una viuda. Fidelia vestía de blanco y se sonrojaba cuando la veían. Esteban lucía más gallardo que nunca; despedía sonrisas por doquier. Las doncellas lo miraban con curiosidad y hablaban en voz baja entre ellas, con ingenua malicia. Fidelia sonreía serena; iba tomada del bra-zo de su esposo. Todos sus presentimientos se habían desvanecido. La realidad avasalladora triunfaba mostrándole bellezas y ahuyentándola de suplicios. Sus ilusiones ya no eran sólo ilusiones. Acababa de jurar ante un altar que nunca se se-pararía de su amado, que siempre estaría con él, amándolo; llenándolo de caricias y comprensión. Ya no sería la simple chiquilla traviesa que se divertía corriendo por los campos; tampoco sería la que por las tardes bromeaba con las de-más muchachas del poblado. Ahora iba a ser otra completamente distinta. Y cuando recordaba que Esteban era suyo para siempre, se estremecía y le daban ganas de pregonarlo, pero sólo sonreía, sonreía, y todo en ella era felicidad. Al paso de los novios, una lluvia de flores caía. Esteban fingía regocijo.




¡LÁSTIMA QUE SE TERMINÓ!


Muchas de mis compañeras están un poco decepcionadas o tristes porque el tiempo de cla-ses no alcanzó para acabar de leer la novela anti-gua. ¿Qué pasaría después? Esteban parecía tramar algo siniestro. La maestra nos dijo que oja-lá que hubiera quienes quisieran continuarla. Casi todas las mujeres dijimos sí y algunos hom-bres también. Faltan tres partes que se llaman respectivamente Estivales, Otoñales e Invernales. No imagino con exactitud de lo que trata-rán, pero pienso que si Primaverales sucede en la juventud de Fidelia, Estivales al referirse al ve-rano, ha de narrar algo de lo que pasó a Fidelia durante el estío de la vida, porque sin duda, los títulos son simbólicos. Así, Otoñales se relatará, acaso, la época en la que Fidelia, hecha un mujer madura, comienza a envejecer y por último, Invernales ha de describir el fin de su vida que según hemos leído en Primaverales, siempre se diluyó entre la felicidad. ¿Será posible esto? La otra vez escuché una canción muy melancólica que decía: No hay un amor siempre feliz. La cantaba una francesa de cuyo nombre no me acuerdo. Acaso lo que sigue de esta novela antigua nos narre también esos momentos donde no todo es contigo pan y cebolla, como la obra de teatro que fuimos a ver el mes pasado. En fin, mañana por la tarde voy a la librería por un ejemplar. Me ha gustado tanto la primera parte de esta historia que no quiero perderme la continuación. Así no me aburriré mucho en las vacaciones, mientras llega mi hora de ingresar al bachillerato. Por fortuna, esto es algo que agradezco a mis maestros de Español y de Historia que tanto nos insistieron en lo importante y satisfactorio de leer cotidianamente. Se deleita una con realidades y con fantasías. Y qué me importa si no he encontrado novio; cuando leo, me olvido de mis cursilerías. A lo mejor por eso no he hallado alguien a mi satisfacción, pues quiero ver en ellos reflejadas las características de tantos personajes que la historia y la literatura me han presentado. ¿Existirá alguno que reúna todos esos requisitos? A lo mejor no, pero aguantaré. A mis quince años pasaditos, siento que aún tengo mucho por vivir y hacer. Acaso el día menos pensado, cuando supere esta edad, descubriré a quien se aproxime a mis sueños de amor, pues todos los que he conocido hasta ahora, siempre han terminado yéndose. Hasta mi poeta tuvo que regresar con sus padres a su Zacatecas querido, sin embargo, él me sigue remitiendo versos desde allá. Nunca me dijo si me amaba, tal vez por su timidez, pero sus poemas algo querrán significar más allá de sus palabras que hablan de su provinciana desnudez. Y si no encuentro a mi príncipe azul, entonces, disfrutaré de ser una mujer preparada, libre, responsable e independiente.







CODA







Dicen que la primera mujer fue hecha de la misma sustancia que el hombre, pero como ella no se quiso sujetar a él, fue arrojada del paraíso. Algunos dicen que resolvió hacerlo valiente y apasionada, por propia decisión. Quería ser independiente y fue castigada por rebelde. Ante esta desavenencia, de la costilla prisionera en un hombre, se formó su hembra. Su, posesivo, su. Desde aquellas remotas épocas fue poseída siempre; poseída por orgullo o por afrenta; una posesión domesticada y argüían que legal. Ante esto, las mujeres fueron inventando


un arma para defenderse de los machos: sus encantos y gracias a estos, controlaron todos los maltratos y tropelías que sus dominadores ejercían sobre ellas. Así siempre con discreción y sutileza utilizaron sus exquisiteces para subyugarlos haciendo sentir que los varones eran su soporte. Hoy ya está llegando otro tiempo y las chicas como yo, acaso podamos lograr, si nos lo proponemos con inteligencia y creatividad, el equilibrio de un mundo justo. Entonces viviremos la alegría de ver cuán grande puede ser el mundo del amor.


ÍNDICE Página Preludio.........................................................3 Otra vez yo....................................................7 Primera vez.................................................13 El tropezón...................................................17 Si fuera hombre............................................25 A mi edad.....................................................29 Pobre Félix...¡Pobrecito!...............................33 Una rosa de Viena........................................43 Las clases están acabando..........................49 Pequeña historia de un joven pobre.............55 El mundo entre las manos............................63 Eterno retorno...............................................67 Como tú, nadie..............................................71 ¡Qué me importa el peligro!...........................75 Mi rival...........................................................79 No es tan fácil tener quince años..................83 Corazoncito mío............................................87 Él...................................................................89 En mi cuarto..................................................93 Chicas y chicos.............................................97 Suena teléfono............................................103 Página El muchacho más triste.............................109 Pienso en las cosas perdidas....................115 Fantasía de la realidad..............................119 Primera parte: Primaverales......................121 I. El aguacero.............................................121 II. El cumpleaños........................................127 III. El pasado...............................................133 IV. A pesar de todo.....................................141 V. Una niña.................................................145 VI. En dificultades.......................................149 VII. La fuerza del trabajo.............................153 VIII. Preparativos.........................................157 IX. La fiesta..................................................163 X. Desayuno................................................167 XI. Confesiones...........................................174 XII. Un golpe al corazón..............................179 XIII. Solución a fuerzas...............................185 XIV. Primeros tormentos.............................193 XV. El acuerdo............................................197 XVI. La boda................................................203 ¡Lástima que se terminó!.............................207 Coda............................................................211

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