Diferencia entre revisiones de «La desheredada (Primera parte)/Capítulo III»

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<p>Sin detenerse, la joven lanz&oacute; desde lo profundo de su alma, llena de pena y asco, estas palabras:</p>
<p>Sin detenerse, la joven lanz&oacute; desde lo profundo de su alma, llena de pena y asco, estas palabras:</p>
<p>&laquo;&iexcl;Qu&eacute; odioso, qu&eacute; soez, qu&eacute; repugnante es el pueblo!&raquo;.</p>
<p>&laquo;&iexcl;Qu&eacute; odioso, qu&eacute; soez, qu&eacute; repugnante es el pueblo!&raquo;.</p>
<h3>Cap&iacute;tulo IV</h3><br></div> <div align="center"> El c&eacute;lebre Miquis</div><br> <font size="+0"><b>- I -</b></font></div>
<p>Salvo algunas ligeras neuralgias de cabeza, Isidora gozaba de excelente salud. Tan s&oacute;lo era molestada de frecuentes y penosos insomnios, que a veces la hac&iacute;an pasar de claro en claro las noches. La causa de esto parec&iacute;a ser como una sed de su esp&iacute;ritu, que se fomentaba, sin aplacarse, de audaces previsiones de lo futuro, de un perpetuo imaginar hechos que pasar&iacute;an, que tendr&iacute;an que pasar, que no pod&iacute;an menos de tomar su puesto en las infalibles series de la realidad. Era una segunda vida encajada en la vida fisiol&oacute;gica y que se desarrollaba potente, construida por la imaginaci&oacute;n, sin que faltase una pieza, ni un cabo, ni un accesorio.</p>
<p>En aquella segunda vida, Isidora se lo encontraba todo completo, sucesos y personas. Interven&iacute;a en aquellos, hablaba con estas. Las funciones diversas de la vida se cumpl&iacute;an detalladamente, y hab&iacute;a maternidad, amistades, sociedad, viajes, todo ello destac&aacute;ndose sobre un fondo de bienestar, opulencia y lujo. Pasar de esta vida ap&oacute;crifa a la primera aut&eacute;ntica, &eacute;rale menos f&aacute;cil de lo que parece. Era necesario que las de Relimpio, con quienes viv&iacute;a, le hablasen de cosas comunes, que fuese muy grande el trabajo y empezase muy temprano el ruido de la maquina de coser, o que su padrino, el bondados&iacute;simo D. Jos&eacute; de Relimpio, le contase algo de su vida pasada. Como estuviera sola, Isidora se entregaba maquinalmente, sin notarlo, sin quererlo, sin pensar siquiera en la posibilidad de evitarlo, al enfermizo trabajo de la fabricaci&oacute;n mental de su segunda vida.</p>
<p>Cinco d&iacute;as despu&eacute;s de su llegada a Madrid y a los cuatro de la escena con <i>la Sanguijuelera</i>, levantose Isidora m&aacute;s tarde que de costumbre, por haber dormido la ma&ntilde;ana, y se arregl&oacute; aprisa. Aquel d&iacute;a estrenaba unas botas. &iexcl;Qu&eacute; bonitas eran y qu&eacute; bien le sentaban! Esto pens&oacute; ella poni&eacute;ndoselas y recre&aacute;ndose en la peque&ntilde;ez y configuraci&oacute;n graciosa de sus pies, y dijo para s&iacute; con orgullo: &laquo;Hoy, al menos, no me ver&aacute; con el horrible calzado roto que traje del Tomelloso&raquo;. La verg&uuml;enza que sinti&oacute; al mirar las botas viejas que en un rinc&oacute;n estaban, tambi&eacute;n muertas de verg&uuml;enza, no es para referida. Jur&oacute; dar aquellos miserables despojos al primer pobre que a la puerta llegase.</p>
<p>P&uacute;sose su vestidillo negro, que a toda prisa se hab&iacute;a hecho aquellos d&iacute;as, colocose el velito en la cabeza y hombros, mir&aacute;ndose al espejo con movimientos de p&aacute;jaro, y se dispuso a salir. Antes abri&oacute; el balc&oacute;n, y mirando a la calle, dijo: &laquo;All&iacute; est&aacute; ya. &iexcl;Qu&eacute; puntual y qu&eacute; caballero es!&raquo;.</p>
<p>Sali&oacute;. Las de Relimp&iacute;o le preguntaron que d&oacute;nde iba.</p>
<p>&laquo;Voy en busca de mi t&iacute;a&raquo; -repuso ella.</p>
<p>Y bajando la escalera dec&iacute;a para s&iacute;:</p>
<p>&laquo;He tenido que mentir. Cuando yo est&eacute; en mi posici&oacute;n, en mi verdadera posici&oacute;n, no dir&eacute; jam&aacute;s una mentira. &iexcl;Cu&aacute;nto me repugna lo que no es verdad!... &iquest;Pero qu&eacute; pensar&iacute;a esa gente si yo les dijera que voy de paseo con Miquis?... Es domingo, hoy no tiene clase, y anoche me dijo que quer&iacute;a ense&ntilde;arme las cosas bonitas de Madrid, el Museo, el Retiro, la Castellana&raquo;.</p>
<p>Y volvi&oacute; a mirarse las botitas. Los documentos de que se ha formado esta historia dicen que eran de becerro mate con ca&ntilde;a de pa&ntilde;o negro cruzada de graciosos pespuntes.</p>
<p>&laquo;Me han costado tres duros -pens&oacute; Isidora en los &uacute;ltimos pelda&ntilde;os-. Con siete del vestido son diez; seis que di a do&ntilde;a Laura a cuenta, son diecis&eacute;is. A&uacute;n me queda para vestir a Mariano y ponerlo en la escuela. Despu&eacute;s el t&iacute;o me mandar&aacute; m&aacute;s, y despu&eacute;s...&raquo;.</p>
<p>Isidora viv&iacute;a en el 23 de la calle de Hern&aacute;n Cort&eacute;s. Miquis se paseaba desde la lecher&iacute;a a la esquina de la calle de Hortaleza, y estaba embozado en su capa de vueltas rojas, porque si bien el d&iacute;a era claro y hermoso, se sent&iacute;a fresco.</p>
<p>Salud&aacute;ronse y emprendieron su marcha hacia el Retiro. Isidora, conforme a su costumbre de anticiparse a las ideas y a las intenciones de los dem&aacute;s, pensaba as&iacute; durante los primeros pasos: &laquo;Ahora me va a decir que parezco otra, que me he transformado desde que estoy aqu&iacute;...&raquo;.</p>
<p>Pero tambi&eacute;n se equivoc&oacute; esta vez, como otras muchas, porque Miquis habl&oacute; de cosa muy distinta.</p>
<p>&laquo;Me parece -dijo- que yo conozco a esas de Relimpio. Las he visto en las regiones et&eacute;reas. &iquest;No entiendes? En el para&iacute;so del Teatro Real.</p>
<p>-S&iacute;, all&aacute; van alguna vez. Son dos chicas, Emilia y Leonor. Trabajan mucho, cosen a m&aacute;quina; pero ganan tan poco... Me han cedido un cuartito con balc&oacute;n a la calle. Antes no s&eacute; si lo ocupaba un se&ntilde;or sacerdote. Necesitan ayudarse las pobres. Son muy buenas. Mi padrino D. Jos&eacute; es el tipo m&aacute;s c&eacute;lebre del mundo&raquo;.</p>
<p>Isidora rompi&oacute; a re&iacute;r, y despu&eacute;s, haciendo gala de uno de sus talentos m&aacute;s brillantes, el de retratar en cuatro rasgos a una persona, se explic&oacute; as&iacute;:</p>
<p>&laquo;&iquest;No le conoces? Si le hubieras visto alguna vez no le olvidar&iacute;as. Es un gal&aacute;n viejo con la cara sonrosada. Tiene un bigotito rubio que parece cabello de &aacute;ngel, y hace pliegues con la boca... Los ojos son de alm&iacute;bar; qu&eacute; s&eacute; yo... Parecen dos uvas demasiado maduras. Usa un gorro con borla de oro, y es tan fino, tan relamido... Ha sido un tenorio, seg&uacute;n dicen. Cose a m&aacute;quina para ayudar a las chicas; pero su oficio es lo que llaman la Partida Doble. Se entretiene en poner todos los gastos en un libro grande, &iquest;sabes?... Es preciso que le conozcas.</p>
<p>-&iquest;Hace falta m&eacute;dico en la casa?</p>
<p>-Hombre, s&iacute;. Do&ntilde;a Laura se queja de un dolor..., no s&eacute; d&oacute;nde.</p>
<p>-Pues entrar&eacute; contigo. Ir&eacute; a hacerte una visita de ceremonia, diciendo que me manda tu t&iacute;o el de Tomelloso.</p>
<p>-Ya veremos el modo de que entres&raquo;.</p>
<p>Siguieron hablando de otras cosas, y avanzaban poco en su paseo, porque Isidora se deten&iacute;a ante los escaparates para ver y admirar lo mucho y vario que en ellos hay siempre. Tambi&eacute;n era motivo de sus detenciones el deseo oculto de mirarse en los cristales, pues es costumbre de las mujeres, y aun en los hombres, echarse una ojeada en las vitrinas, para ver si van tan bien como suponen o pretenden.</p>
<p>En el Museo las impresiones de aquella singular joven fueron muy distintas, y sus ideas, levantando el vuelo, llegaron a zonas mucho m&aacute;s altas que aquella por donde andaban al rastrear en los muestrarios llenos de chucher&iacute;as. Sin haber adquirido por lecturas noci&oacute;n alguna del verdadero arte, ni haber visto jam&aacute;s sino mamarrachos, comprend&iacute;a la superioridad de lo que a su vista se presentaba; y con admiraci&oacute;n silenciosa, su vista iba de cuadro en cuadro, hall&aacute;ndolos todos, o casi todos, tan acabados y perfectos, que se prometi&oacute; ir con frecuencia al edificio del Prado para saborear m&aacute;s aquel goce inefable que hasta entonces le fuera desconocido. Pregunt&oacute; a Miquis si tambi&eacute;n en aquel sitio destinado a albergar lo sublime dejaban entrar al pueblo, y como el estudiante le contestara que s&iacute;, se asombr&oacute; mucho de ello.</p>
<p>Llegaron por fin al Buen Retiro, cuyo lindo nombre ha querido en vano cambiarse con el insulso r&oacute;tulo de <i>Parque de Madrid</i>. All&iacute; las emociones de Isidora fueron una alegr&iacute;a casi infantil, un deseo vivo de correr, de despeinarse, de entrar descalza en los charcos de las acequias, de subir a las ramas en busca de nidos, de coger flores, de dormir a la sombra, de cantar. Aquella naturaleza hermosa, aunque desvirtuada por la correcci&oacute;n, despertaba en su impresionable esp&iacute;ritu instintos de independencia y de candoroso salvajismo. Pero bien pronto comprendi&oacute; que aquello era un campo urbano, una ciudad de &aacute;rboles y arbustos. Hab&iacute;a calles, plazas y hasta manzanas de follaje. Por all&iacute; andaban damas y caballeros, no en facha de pastorcillos, ni al desgaire, ni en trenza y cabello, sino lo mismo que iban por las calles, con guantes, sombrilla, bast&oacute;n. Prontamente se acostumbr&oacute; el esp&iacute;ritu de ella a considerar el Retiro (que s&oacute;lo conoc&iacute;a por vagos recuerdos de su ni&ntilde;ez) como una ingeniosa adaptaci&oacute;n de la Naturaleza a la cultura; comprendi&oacute; que el hombre, que ha domesticado a las bestias, ha sabido tambi&eacute;n civilizar al bosque. Echando, pues, de su alma aquellos vagos deseos de correr y columpiarse, pens&oacute; gravemente de este modo: &laquo;Para otra vez que venga, traer&eacute; yo tambi&eacute;n mis guantes y mi sombrilla&raquo;.</p>
<p>Despu&eacute;s de admirar el afeitado Parterre, fueron a dar la vuelta al estanque grande, que es un mar de bolsillo, como dec&iacute;a Miquis. Este la llev&oacute; luego por sitios escondidos y por las callejuelas y laberintos que est&aacute;n entre el estanque y la fuente de la China. Miquis estaba alegre como un ni&ntilde;o, porque tambi&eacute;n en &eacute;l, parroquiano constante del Retiro, hac&iacute;a sentir su influjo la vegetaci&oacute;n nueva de Primavera, los juegos del sol entre las ramas, el meneo de las hojas acarici&aacute;ndose, y aquel ambiente, compuesto de frescura y tibieza, que al mismo tiempo atemperaba el cuerpo y el alma. La capa le daba calor. Se la quit&oacute; arroj&aacute;ndola por tierra. Hizo despu&eacute;s una almohada de ella y se tendi&oacute; en el suelo. Isidora se sent&oacute; frente a &eacute;l.</p>
<p>&laquo;&iquest;Oyes los p&aacute;jaros? -dijo Miquis- Son ruise&ntilde;ores&raquo;.</p>
<p>Isidora hab&iacute;a o&iacute;do hablar de los ruise&ntilde;ores como cifra y resumen de toda la poes&iacute;a de la Naturaleza; pero no los hab&iacute;a o&iacute;do. Estos artistas no iban nunca por la Mancha. Puso atenci&oacute;n, creyendo o&iacute;r odas y canciones, y su semblante expresaba un &eacute;xtasis melanc&oacute;lico, aunque a decir verdad lo que se o&iacute;a era una conversaci&oacute;n de miles de picos, un galimat&iacute;as parlamentario-forestal, donde el m&uacute;sico m&aacute;s sutil no podr&iacute;a encontrar las endechas amorosas de que tanto se ha abusado en literatura. Miquis se ech&oacute; a re&iacute;r, y como si tuviera gusto en despoetizar la hermosa situaci&oacute;n en que ambos se encontraban, dijo de improviso:</p>
<p>&laquo;Isidora, ayer he estado trabajando en el anfiteatro con el Dr. Mart&iacute;n Alonso desde las dos hasta las cinco. Eramos tres alumnos. Le ayud&aacute;bamos a hacer la autopsia de un viejo que muri&oacute; de coraz&oacute;n. &iexcl;Si vieras, chica!...&raquo;.</p>
<p>Isidora se puso las manos ante la cara con muestras de horror.</p>
<p>&laquo;Es el trabajo m&aacute;s bonito -a&ntilde;adi&oacute; Miquis-. Tonta, &iquest;por qu&eacute; no se ha de hablar de esto? Si es la realidad, la ciencia... &iquest;Qu&eacute; ser&iacute;a de la vida si no se estudiara la muerte? Nada me gusta como la Cirug&iacute;a, chica. O he de ser un gran cirujano, o nada. Ver&aacute;s. Cuando el doctor no estaba all&iacute;, cog&iacute;amos uno de los brazos del muerto, y &iexcl;zas!, nos peg&aacute;bamos bofetadas unos a otros...&raquo;.</p>
<p>Isidora dio un grito.</p>
<p>&laquo;Eres tonta... Pues si vieras lo que yo gozo cuando levanto un m&uacute;sculo con mi escalpelo, cuando me apodero de una entra&ntilde;a...&raquo;.</p>
<p>Isidora se levant&oacute;, echando a correr y meti&eacute;ndose un dedo en cada o&iacute;do.</p>
<p>&laquo;Aguarda, ruise&ntilde;ora, no hablar&eacute; m&aacute;s de esto&raquo;.</p>
<p>Luego se iban a otro sitio. Isidora, sentada junto a un tronco, se quedaba meditabunda, mirando por un hueco del ramaje las blancas masas de nubes que avanzaban sobre lo azul del cielo con soberana lentitud. Miquis cog&iacute;a una rama seca, y acerc&aacute;ndose cautelosamente por detr&aacute;s de la joven, se la pasaba por la cara y dec&iacute;a con voz l&uacute;gubre: &laquo;&iexcl;La mano del muerto!&raquo;.</p>
<p>Isidora daba un chillido; despu&eacute;s re&iacute;an los dos. Miquis cantaba trozos de &oacute;pera, corr&iacute;an un poco; escond&iacute;ase &eacute;l tras las espesas matas de aligustre, para que ella le buscase; encontr&aacute;banse f&aacute;cilmente; se cog&iacute;an las manos; se sentaban de nuevo; charlaban, convidados de la hermosura del d&iacute;a y del lugar, donde todo parec&iacute;a reci&eacute;n criado, como en aquellos d&iacute;as primeros de la fabricaci&oacute;n del mundo, en que Dios iba haciendo las cosas y las daba por buenas.</p>
<font size="+0"><b>- II -</b></font></div>
<p>Augusto Miquis, por quien sabemos los pormenores de aquellas escenas, es hoy un m&eacute;dico joven de gran porvenir. Entonces era un estudiante aprovechad&iacute;simo, aunque revoltoso, igualmente fan&aacute;tico por la Cirug&iacute;a y por la M&uacute;sica, &iexcl;qu&eacute; ant&iacute;tesis!, dos extremos que parecen no tocarse nunca, y sin embargo se tocan en la regi&oacute;n inmensa, inmensamente heterog&eacute;nea del humano cerebro. Recordaba las melod&iacute;as pat&eacute;ticas, los graciosos ritornelos y las cadencias sublimes all&aacute; en la cavidad taciturna del anfiteatro, entre los restos dispersos del cuerpo de nuestros semejantes. &Eacute;l, en presencia de Raoul y Valentina, o ante la sublime conjuraci&oacute;n de Guillermo Tell, o en la sala de conciertos, pensaba en la aponeurosis del gran supinador. &Eacute;l, posado sobre los libros, como un ave sobre su empolladura, so&ntilde;aba con un monumento colosal que expresase los esfuerzos del genio del hombre en la conquista de lo ideal. Aquel monumento deb&iacute;a rematarse con un grupo sint&eacute;tico: &iexcl;Beethoven abrazado con Ambrosio Par&eacute;!</p>
<p>Naci&oacute; en una aldea tan c&eacute;lebre en el mundo como Babilonia o Atenas, aunque en ella no ha pasado nunca nada: el Toboso. Diole el Cielo inteligencia superior, que en aquella edad era todav&iacute;a un desordenado instinto genial. Su aplicaci&oacute;n no era constante como la de las median&iacute;as, sino intermitente y caprichosa. Tan pronto devoraba libros, emprend&iacute;a penosos estudios y practicaba con ardor la cirug&iacute;a, como lo abandonaba todo para leer partituras al piano, toc&aacute;ndolo con pocos dedos y menos nociones de M&uacute;sica. Pero en estas alternativas de trabajo y holganza, se ha apoderado poco a poco de la ciencia, y cada idea que llegaba a ser suya, daba al punto en su mente magn&iacute;ficos frutos.</p>
<p>Todas las teor&iacute;as nov&iacute;simas le cautivaban, mayormente cuando eran enemigas de la tradici&oacute;n. El transformismo en ciencias naturales y el federalismo en pol&iacute;tica le ganaron por entero. Ten&iacute;a gran facilidad de dicci&oacute;n. Se asimilaba prodigiosamente las ideas de los libros y las ideas de los maestros orales, sus frases, su estilo y hasta su metal de voz. Burla burlando, imitaba a todos los profesores de la Facultad, y como pose&iacute;a extraordinaria retentiva, lo mismo era para &eacute;l repetir un <i>allegro</i> lleno de dificultades, que pronunciar dos o tres discursos sobre Medicina o Filosof&iacute;a naturalista.</p>
<p>Su car&aacute;cter siempre alegre, erizado de malicias, se manifestaba en punzadas mil, en bromas a veces nada ligeras, en aprop&oacute;sitos y en charlar voluble, compuesto ya de hip&eacute;rboles, ya de pedanter&iacute;as burlescas, que ciertamente no indicaban que &eacute;l fuese pedante, sino que, por bromear, bromeaba hasta con la ciencia. Tomando un tono hueco, hac&iacute;a pasar por sus labios todas las palabras retumbantes, todas las frases obscuras de la fraseolog&iacute;a cient&iacute;fica, y las intercalaba de paradojas de su propia cosecha, graciosas y originales.</p>
<p>A&uacute;n hoy, que es un hombre de saber s&oacute;lido, no ha perdido Miquis aquellas ma&ntilde;as, y nos divierte con sus chuscas habladur&iacute;as. A veces parece querer zaherir aquello que adora; pero en realidad no hace m&aacute;s que mofarse de lo que es realmente pedantesco. Entonces no; sus burlas no perdonaban ni la verdad misma, ni la ciencia adorada. En la leonera que ten&iacute;a por vivienda y que era una caverna de disputas, se o&iacute;a su voz declamatoria, diciendo estas o parecidas cosas: &laquo;... porque, se&ntilde;ores, a todas horas estamos viendo que, unidas en fatal coyunda las enfermedades diat&eacute;sicas, determinan la depauperaci&oacute;n general, la propagaci&oacute;n de los vicios herp&eacute;tico y tuberculoso, que son, se&ntilde;ores, permitidme decirlo as&iacute;, la carcoma de la raza humana, la polilla por donde parece marchar a su ruina...&raquo;. O bien, elev&aacute;ndose a lo te&oacute;rico, gritaba: &laquo;Reconociendo, se&ntilde;ores, la revoluci&oacute;n que las ciencias naturales, y especialmente la Qu&iacute;mica, han hecho en la materia m&eacute;dica moderna, no conviene afirmar que la Qu&iacute;mica, se&ntilde;ores, forma un sistema m&eacute;dico por s&iacute; sola, porque antes que las leyes qu&iacute;mico-org&aacute;nicas est&aacute;n las leyes vitales. Volved la vista, se&ntilde;ores, a Paracelso, Helmoncio y Agr&iacute;cola, y &iquest;qu&eacute; hallar&eacute;is, se&ntilde;ores?...&raquo;.</p>
<p>Isidora vio un ara&ntilde;a que se descolgaba de un hilo, un p&aacute;jaro que llevaba pajas en el pico, una pareja de mariposas blancas que paseaban por la atm&oacute;sfera con esa elegante desenvoltura que tanto ha dado que hablar en poes&iacute;a, y sobre estos accidentes y otros dijo cosas que hicieron re&iacute;r a Miquis. Hablando y hablando, Augusto lleg&oacute; a decir:</p>
<p>&laquo;Se&ntilde;ores, evoluci&oacute;n tras evoluci&oacute;n, enlazados el nacer y el morir, cada muerte es una vida, de donde resulta la armon&iacute;a y el admirable plan del Cosmos&raquo;.</p>
<p>&iexcl;El Cosmos! &iexcl;Qu&eacute; bonito eco tuvo esta palabra en la mente de Isidora! &iexcl;Cu&aacute;nto dar&iacute;a por saber qu&eacute; era aquello del Cosmos!..., porque verdaderamente ella deseaba y necesitaba instruirse.</p>
<p>&laquo;&iquest;Quieres saber lo que es eso, tonta? -le pregunt&oacute; Miquis-. Vamos, veo que eres un pozo de ignorancia.</p>
<p>-No s&eacute; m&aacute;s que leer y escribir; deseo aprender algo m&aacute;s, porque ser&iacute;a muy triste para m&iacute; encontrarme dentro de alg&uacute;n tiempo tan ignorante como ahora. Ens&eacute;&ntilde;ame t&uacute;. Yo me pongo a pensar que ser&aacute; esto de morirse. Pues el nacer tambi&eacute;n...</p>
<p>-Tambi&eacute;n tiene bemoles -a&ntilde;adi&oacute; Augusto en tono sumamente enf&aacute;tico-, porque, se&ntilde;ores, debemos principiar declarando que todo el mundo se compone de las mismas sustancias no creadas, no destructibles, y se sostiene por las mismas fuerzas imperecederas que act&uacute;an seg&uacute;n las mismas leyes, desde el &aacute;tomo invisible hasta la inmensa multitud de cuerpos celestes, conserv&aacute;ndose invariables en el conjunto de su efecto total... &iquest;Te has enterado?</p>
<p>-El demonio que te entienda... &iexcl;Qu&eacute; jerga!</p>
<p>-&iexcl;Qu&eacute; bonitos ojos tienes!</p>
<p>-Tonto... Vamos a ver las fieras.</p>
<p>-No me da la gana. &iquest;Qu&eacute; m&aacute;s fiera que t&uacute;?</p>
<p>-El le&oacute;n.</p>
<p>-&iexcl;Leoncitos a m&iacute;!... Esos dos hoyuelos que te abri&oacute; Natura entre el m&uacute;sculo maseter y el orbicular me tienen fuera de m&iacute;... No te pongas seria, porque desaparecen los hoyuelos.</p>
<p>-V&aacute;monos de aqu&iacute; -dijo Isidora con fastidio.</p>
<p>-Estamos en el lugar m&aacute;s recogido del laboratorio de la Naturaleza. Se&ntilde;ores, hemos sido admitidos a presenciar sus trabajos misteriosos. Entremos en la selva profunda y sorprenderemos el palpitar primero de las nuevas vidas. Ved, se&ntilde;ores, c&oacute;mo de los infinitos huevecillos acariciados por el sol salen infinitos seres que ensayan entre las ramas su primer paso y su primer zumbido. &iquest;No o&iacute;s c&oacute;mo estrenan sus trompetillas esos ni&ntilde;os alados, que vivir&aacute;n un d&iacute;a y en un d&iacute;a alborotar&aacute;n la vecindad de este olmo? En el reino vegetal, se&ntilde;ores, la nueva generaci&oacute;n se os anuncia con una fuerte emisi&oacute;n de aromas mareantes, alguno de los cuales os afecta como si la esencia misma de vivir fuera apreciable al olfato. Las oleadas de fecundidad corren de una parte a otra, porque la atm&oacute;sfera es mediadora, tercera o Celestina de invisibles amores. Sent&iacute;s afectado por estas emanaciones lo m&aacute;s &iacute;ntimo de vuestro ser. Mirad los tiernos pimpollos, mirad c&oacute;mo al influjo de esa fuerza misteriosa desarrollan las menudas florecillas sus primeras galas, c&oacute;mo se atav&iacute;an las margaritas mir&aacute;ndose en el espejo de aquel arroyo, c&oacute;mo se acicalan...</p>
<p>-C&aacute;llate... Pues no tendr&iacute;as precio para catedr&aacute;tico...</p>
<p>-Para catedr&aacute;tico-poeta, que es la calamidad de las aulas. Mira: el d&iacute;a en que yo sea m&eacute;dico, voy a poner una c&aacute;tedra para explicar...</p>
<p>-&iquest;Qu&eacute;?</p>
<p>-Para dar una lecci&oacute;n de armon&iacute;a de la Naturaleza -dijo Miquis, mir&aacute;ndola a los ojos-, y explicar esos radios de oro que nacen en tu pupila y se extienden por tu iris... D&eacute;jame que lo observe de cerca...</p>
<p>-&iexcl;Qu&eacute; pesado! Quita... ens&eacute;&ntilde;ame las fieras.</p>
<p>-Vamos, mujer, esposa m&iacute;a, a ver esas alima&ntilde;as -dijo Augusto en tono de paciencia-. Desde que me cas&eacute; contigo me traes sobre un pie. Eras tan amable de polla, ahora de casada tan rega&ntilde;ona y exigente... Vamos, vamos, y me pondr&eacute; un tigre en cada dedo... &iquest;Qu&eacute; m&aacute;s? Se te antoja una jirafa. &iexcl;Isidora, Isidorilla!&raquo;.</p>
<p>Ambos se detuvieron mir&aacute;ndose entre risas.</p>
<p>&laquo;Si no me das un abrazo me meto en la jaula del le&oacute;n... Quiero que me almuerce. O tu amor o el suicidio.</p>
<p>-Si pareces un loco.</p>
<p>-El suicidio es la plena posesi&oacute;n de s&iacute; mismo, porque al echarse el hombre en los amorosos brazos de la nada... Pero vamos a ver a esos se&ntilde;ores mam&iacute;feros.</p>
<p>-&iquest;Qu&eacute; son mam&iacute;feros? -pregunt&oacute; Isidora, firme en su prop&oacute;sito de instruirse.</p>
<p>-Mam&iacute;feros son coles. Vidita, no te me hagas sabia. El mayor encanto de la mujer es la ignorancia. Dime que el sol es una tinaja llena de lumbre; dime que el mundo es una plaza grande y te querr&eacute; m&aacute;s. Cada disparate te har&aacute; subir un grado en el escalaf&oacute;n de la belleza. Sost&eacute;n que tres y dos son ocho, y superar&aacute;s a Venus.</p>
<p>-Yo no quiero ser sabia, vamos, sino saber lo preciso, lo que saben todas las personas de la buena sociedad, un poquito, una idea de todo..., &iquest;me entiendes?</p>
<p>-&iquest;Sabes coser?</p>
<p>-S&iacute;.</p>
<p>-&iquest;Sabes planchar?</p>
<p>-Regularmente.</p>
<p>-&iquest;Sabes zurcir?</p>
<p>-Tal cual.</p>
<p>-Y de guisar, &iquest;c&oacute;mo andamos?</p>
<p>-As&iacute;, as&iacute;.</p>
<p>-Me convienes, chica. Nada, nada, te digo que me convienes, y no hay m&aacute;s que hablar.</p>
<p>-Pues a m&iacute; no me convienes t&uacute;.</p>
<p>-<i>&iexcl;Boa constrictor!</i></p>
<p>-&iquest;Qu&eacute; es eso?</p>
<p>-T&uacute;.</p>
<p>-Pero que, &iquest;es cosa de Medicina?</p>
<p>-Es una culebra.</p>
<p>-&iquest;La veremos aqu&iacute;?... Entremos. &iquest;Es esto la Casa de Fieras?</p>
<p>-&iquest;Quieres ver al oso? Aqu&iacute; me tienes.</p>
<p>-S&iacute; que lo eres&raquo; -dijo Isidora riendo con toda su alma.</p>
<p>Y entraron. Un tanto aburrido Miquis de su papel de indicador, iba mostrando a Isidora, jaula por jaula, los lobos entumecidos, las inquietas y feroces hienas, el &aacute;guila meditabunda, los pintorreados leopardos, los monos acr&oacute;batas y el le&oacute;n monoman&iacute;aco, aburrid&iacute;simo, flaco, comido de par&aacute;sitos, que parece un soberano destronado y cesante. Vieron tambi&eacute;n las gacelas, competidoras del viento en la carrera, las descorteses llamas, que escupen a quien las visita, y los zancudos canguros, que se guardan a sus hijos en el bolsillo. Satisfecha la curiosidad de Isidora, poca impresi&oacute;n hizo en su esp&iacute;ritu la menguada colecci&oacute;n zool&oacute;gica. M&aacute;s que admiraci&oacute;n, produj&eacute;ronle l&aacute;stima y repugnancia los infelices bichos privados de libertad.</p>
<p>&laquo;Esto es espect&aacute;culo para el pueblo -dijo con desd&eacute;n-. V&aacute;monos de aqu&iacute;.</p>
<p>-Aunque enamorado -indic&oacute; Miquis al salir-, estoy muerto de hambre. Lo divino no quita lo humano. Am&eacute;monos y almorcemos&raquo;.</p>
<font size="+0"><b>- III -</b></font></div>
<p>Tambi&eacute;n Isidora estaba desfallecida. Discutieron un rato sobre si dar&iacute;an por terminado el paseo en aquel punto, y&eacute;ndose cada cual a su casa; pero al fin Miquis hizo triunfar su prop&oacute;sito de almorzar en uno de los ventorrillos cercanos a los Campos El&iacute;seos. No eran ciertamente modelo de elegancia ni de comodidad, como Isidora tuvo ocasi&oacute;n de advertir al tomar posesi&oacute;n de una mesa coja y tr&eacute;mula, de una silla ruinosa, y al ver los burdos manteles y el burd&iacute;simo empaque de la mujer sucia y ahumada que sali&oacute; a servirles.</p>
<p>Compareci&oacute; sobre el mantel una tortilla fl&aacute;ccida que, por el color, m&aacute;s parte ten&iacute;a de cebolla que de huevo, y Miquis la dividi&oacute; al punto. El vino que lleg&oacute; como escudero de la tortilla era pic&oacute;n y negro, cual nefanda mixtura de pimienta y tinta de escribir. El plato, mal llamado fuerte, que sigui&oacute; a la tortilla, y que sin duda deb&iacute;a la anterior calificaci&oacute;n a la dureza de la carne que lo compon&iacute;a, no gust&oacute; a Isidora m&aacute;s que el local, el vino y la due&ntilde;a del puesto. Con desprecio mezclado de repugnancia observ&oacute; la pared del ventorrillo, que parec&iacute;a un mal establo, el interior de la tienda o taberna, las groseras pinturas que publicaban el juego de la rayuela, el piso de tierra, las mesas, el ajuar todo, los cajones verdes con matas de<i>ev&oacute;nymus</i>, cuyas hojas ten&iacute;an una costra de endurecido polvo, el aspecto del p&uacute;blico de capa y mant&oacute;n que iba poco a poco ocupando los puestos cercanos, el rumor soez, la desagradable vista de los barriles de escabeche, chorreando salmuera...</p>
<p>&laquo;&iexcl;Qu&eacute; ordinario es esto! -exclam&oacute;, sin poderse contener-. Vaya, que me traes a unos sitios...</p>
<p>-&iexcl;Bah, bah!... &iquest;No te gusta conocer las costumbres populares? A m&iacute; me encanta el contacto del pueblo... Para otra vez, marquesa, iremos a uno de los buenos <i>restaurants</i> de Madrid... Perd&oacute;name por hoy... Ten&iacute;as carita de hambre atrasada.</p>
<p>-Esto no es para m&iacute; -dijo Isidora con remilgo.</p>
<p>-&iexcl;Impertinencia, tienes nombre de mujer! -exclam&oacute; el estudiante, a un tiempo riendo y mascando- &iexcl;Descontentadiza, exigente! &iquest;A qu&eacute; vienen esos melindres? Somos hijos del pueblo; en el seno del noble pueblo nacimos; manos callosas mecieron nuestras cunas de mimbre; crecimos sin cuidados, mocosos, descalzos; y por mi parte s&eacute; decir que no me averg&uuml;enzo de haber dormido la siesta en un surco h&uacute;medo, junto a la panza de un cerdo. Usted, se&ntilde;ora duquesa, viene sin duda de altos or&iacute;genes, y ha gateado sobre alfombras, y ha roto sonajeros de plata; pero usted se ha mamado el dedo como yo, y ahora somos iguales, y estamos juntos en un ventorrillo, entre honradas chaquetas y m&aacute;s honrados mantones. La humanidad es como el agua; siempre busca su nivel. Los r&iacute;os m&aacute;s orgullosos van a parar al mar, que es el pueblo; y de ese mar inmenso, de ese pueblo, salen las lluvias, que a su vez forman los r&iacute;os. De todo lo cual se deduce, marquesa, que te quiero como a las ni&ntilde;as de mis ojos.</p>
<p>-V&aacute;monos -dijo Isidora con fastidio.</p>
<p>-V&aacute;monos a Puerto Rico -replic&oacute; Miquis, despu&eacute;s de pagar el gasto-. V&aacute;monos despacito hacia la Castellana, para que te hartes de ver coches, arist&oacute;crata, sanguijuela del pueblo... Si digo que te he de cortar la cabeza... Pero ser&aacute; para com&eacute;rmela&raquo;.</p>
<p>&iexcl;Con qu&eacute; inocente confianza y abandono iban los dos, en familiar pareja, por los senderos torcidos que conducen desde el camino de Arag&oacute;n a Pajaritos! Bajaban a las hondonadas de tierra sembrada de mies raqu&iacute;tica; sub&iacute;an a los vertederos, donde lentamente, con la tierra que vac&iacute;an los carros del Municipio, se van bosquejando las calles futuras; pasaban junto a las caba&ntilde;as de traperos, hechas de tablas, puertas rotas o esteras, y blindadas con planchas que fueron de latas de petr&oacute;leo; luego se paraban a ver muchachos y gallinas escarbando en la paja; daban vueltas a los tejares; se deten&iacute;an, se sentaban, volv&iacute;an a andar un poco, sin prisa, sin fatiga.</p>
<p>Miquis, a ratos, hac&iacute;a burlescos encarecimientos del paisaje. &laquo;All&aacute; -dec&iacute;a- las pir&aacute;mides de Egipto, que llamamos tejares; aqu&iacute; el despedazado anfiteatro de estas tapias de adobes. &iexcl;Qu&eacute; vegetaci&oacute;n! Observa estos cardos seculares que ocultan el sol con sus ramas; estas malvas v&iacute;rgenes, en cuya impenetrable espesura se esconde la formidable lagartija. Mira estos edificios, San Marcos de Venecia, Santa Sof&iacute;a, el Escorial... &iexcl;Ay! Isidora, Isidora, yo te amo, yo te idolatro. &iexcl;Qu&eacute; hermoso es el mundo! &iexcl;Qu&eacute; bella est&aacute; la tarde! &iexcl;C&oacute;mo alumbra el sol! &iexcl;Qu&eacute; linda eres y yo qu&eacute; feliz!&raquo;.</p>
<p>Pasaban otras parejas como ellos; pasaban perros, alg&uacute;n guardia civil acompa&ntilde;ando a una criada decente; pastores conduciendo cabras; pasaban tambi&eacute;n hormigas, y de cuando en cuando pasaba rap&iacute;disima por el suelo la sombra de un ave que volaba por encima de sus cabezas. Y ellos charla que charla. Miquis empez&oacute; cont&aacute;ndole su historia de estudiante, toda de peripecias graciosas. Su hermano mayor, Alejandro Miquis, que estudiaba Leyes, hab&iacute;a muerto alg&uacute;n tiempo antes, de una enfermedad terrible. Augusto despuntaba, desde muy ni&ntilde;o, por la Medicina, y jam&aacute;s vacil&oacute; en la elecci&oacute;n de carrera. Su padre le enviaba treinta y cinco duros al mes, y &eacute;l sab&iacute;a arreglarse. &iexcl;Hab&iacute;a tenido diez y siete patronas! Entreg&aacute;bale las mesadas, y ten&iacute;a adem&aacute;s el encargo de vigilarle y darle consejos, un hombre de posici&oacute;n humilde y sanas costumbres, bastante viejo, amigo y aun algo pariente de los Miquis del Toboso. Este bravo manchego se llamaba Mat&iacute;as Alonso y era conserje de la casa de Aransis.</p>
<p>Al o&iacute;r este nombre Isidora palideci&oacute;, y el coraz&oacute;n salt&oacute; en el pecho. Su espontaneidad quiso decir algo; pero se contuvo asustada de las indiscreciones que podr&iacute;a cometer. Despu&eacute;s sali&oacute; a relucir el tema m&aacute;s com&uacute;n en estos paseos de parejas. Hablaron de aspiraciones, del porvenir, de lo que cada cual esperaba ser. Miquis habl&oacute; seriamente, sin dejar su expresi&oacute;n ir&oacute;nica, por ser la iron&iacute;a, m&aacute;s que su expresi&oacute;n, su cara misma. El esperaba ser un facultativo de fama y operador habil&iacute;simo. Llevar&iacute;a un sentido por cada operaci&oacute;n, y vivir&iacute;a con lujo, sin olvidar a su bondadoso y honrado padre, labrador de mediana fortuna, que tantos sacrificios hac&iacute;a para darle carrera. En cuanto esta fuese concluida pensaba el buen Miquis hacer oposici&oacute;n a una plaza de hospitales.</p>
<p>&laquo;En los hospitales -dec&iacute;a-, en esos libros dolientes es donde se aprende. All&iacute; est&aacute; la teor&iacute;a unida a la experiencia por el lazo del dolor. El hospital es un museo de s&iacute;ntomas, un riqu&iacute;simo atlas de casos, todo palpitante, todo vivo. Lo que falta a un enfermo le sobra a otro, y entre todos forman un cuerpo de doctrina. All&iacute; se estudian mil especies de vidas amenazadas y mil categor&iacute;as de muertes. Las infinitas maneras de quejarse acusan los infinitos modos de sufrir, y estos las infinitas clases de lesiones que afligen al organismo humano; de donde resulta que el supremo bien, la ciencia, se nutre de todos los males y de ellos nace, as&iacute; como la planta de flores hermosas y arom&aacute;ticas es simplemente una transformaci&oacute;n de las sustancias vulgares o repugnantes contenidas en la tierra y en el esti&eacute;rcol&raquo;.</p>
<p>Pensaba Miquis trabajar y aplicarse mucho, sin desde&ntilde;ar espect&aacute;culo triste, ni dolencia asquerosa, ni agon&iacute;a tremenda, porque de todas estas miserias hab&iacute;a de nutrir su saber. Despu&eacute;s vendr&iacute;an las visitas bien remuneradas, las consultas ping&uuml;es. &Eacute;l se dedicar&iacute;a a una especialidad. Al fin completar&iacute;a sus satisfacciones abon&aacute;ndose a diario a la &Oacute;pera, para que su esp&iacute;ritu, cansado del excesivo roce con lo humano, se restaurase en las frescas auras de un arte divino.</p>
<p>Luego tocaba a Isidora explanar sus pretensiones. &iexcl;Pero le era tan dif&iacute;cil hacerlo!... Sus ideales eran confusos, y su posici&oacute;n particular, su delicadeza, no le permit&iacute;an hablar mucho de ellos. &iexcl;Oh!, si dijera todo lo que pod&iacute;a decir, Miquis se asombrar&iacute;a, se quedar&iacute;a hecho un poste. &iexcl;Pero no, no pod&iacute;a explicarse con claridad! La cosa era grave. Quiz&aacute;s entre el presente triste y el porvenir brillante habr&iacute;an de mediar los enojos de un pleito, cuestiones de familia, esc&aacute;ndalos, revelaciones, proclamaci&oacute;n de hechos hasta entonces secretos, y que llenar&iacute;an de asombro a la buena sociedad, a la<i>buena sociedad</i>, fijarse bien, de Madrid. Entretanto, &uacute;nicamente se pod&iacute;a decir que ella no era lo que parec&iacute;a, que ella no era Isidora Rufete, sino Isidora... A su tiempo madurar&iacute;an las uvas; a su tiempo se sabr&iacute;a el apellido, la casa, el t&iacute;tulo... Vivir para ver. Estas cosas no ocurren todos los d&iacute;as, pero alguna vez...</p>
<p>Pas&oacute; un naranjero.</p>
<p>&laquo;&iquest;Son de c&aacute;scara fina? -pregunt&oacute; Miquis al comprar cuatro naranjas-. Toma, c&oacute;mete esta para que se te vaya refrescando la sangre. La fluidez de la sangre despeja el cerebro, da claridad a las ideas...</p>
<p>-As&iacute; es -prosigui&oacute; Isidora con cierta fatuidad mal disimulada-, que si me preguntas cosas que no sean de lo que ahora est&aacute; pasando, quiz&aacute;s no te podr&eacute; contestar. &iquest;Qu&eacute; s&eacute; yo lo que ser&aacute; de m&iacute;? &iquest;Conseguir&eacute; lo que deseo y lo que me corresponde? &iexcl;Hay tanta picard&iacute;a en este mundo!</p>
<p>-Verdaderamente que s&iacute; -dijo Augusto en el tono m&aacute;s enf&aacute;ticamente burlesco que usar sab&iacute;a-. El mundo es una sentina, una cloaca de vicios. En &eacute;l no hay m&aacute;s que dolor y fals&iacute;a. Malo es el mundo, malo, malo, malo. &iexcl;Duro en &eacute;l! En cambio nosotros somos muy buenos; somos &aacute;ngeles. La culpa toda es del p&iacute;caro mundo, de ese tunante. Es el gato, hija m&iacute;a, el gato, autor de todas las fechor&iacute;as que ocurren en... el Cosmos. &iexcl;Ah, mundo, pill&iacute;n, si yo te cogiera!... Pero ven ac&aacute;, alma m&iacute;a; puesto que vas a dar un salto tan brusco en la escala social..., dime: all&aacute;, en esos Olimpos, &iquest;te acordar&aacute;s del pobre Miquis?</p>
<p>-&iquest;Pues no me he de acordar? Ser&aacute;s entonces un m&eacute;dico c&eacute;lebre.</p>
<p>-&iexcl;Y tan c&eacute;lebre!... Vamos a lo principal. &iquest;Y tendr&aacute;s a menos ser esposa de un Galeno?</p>
<p>-&iquest;De un qu&eacute;?... &iquest;De una notabilidad?... &iexcl;Oh, no! Poco entiendo de cosas del mundo; pero me parece que los grandes doctores pueden casarse con...</p>
<p>-Con las reinas, con las emperatrices.</p>
<p>-Y sobre todo chico -a&ntilde;adi&oacute; Isidora-, de algo ha de valer que nos conozcamos ahora. Y lo que es a m&iacute;...&raquo;.</p>
<p>&iexcl;Cu&aacute;nta ternura brill&oacute; en sus ojos, mirando a Miquis, que la devoraba con los suyos!</p>
<p>&laquo;Lo que es a m&iacute;... no me han de imponer un marido que no sea de mi gusto, aunque est&eacute; m&aacute;s alto que el sol.</p>
<p>-&iexcl;Bendita sea tu boca! -exclam&oacute; Augusto, apoder&aacute;ndose de las dos manos de ella-. &iexcl;Ay!, prenda, &iexcl;qu&eacute; fr&iacute;as tienes las manos!</p>
<p>-&iexcl;Y las tuyas, qu&eacute; calientes!&raquo;.</p>
<p>Isidora volvi&oacute; a pensar en que nunca m&aacute;s saldr&iacute;a a la calle sin guantes.</p>
<p>&laquo;&iquest;Querr&aacute;s siempre a este pobre Miquis, que te quiere m&aacute;s?... Desde que te vi en Legan&eacute;s, me estoy muriendo, no s&eacute; lo que me pasa, no estudio, no duermo, no puedo apartar de m&iacute; esos ojos, ese perfil divino y todo lo dem&aacute;s&raquo;.</p>
<p>Ella empez&oacute; a comer otra naranja, y &eacute;l la miraba embebecido. Nunca le hab&iacute;a parecido tan guapa como entonces. Sus labios, empapados en el &aacute;cido de la fruta, ten&iacute;an un carm&iacute;n intens&iacute;simo, hasta el punto de que all&iacute; pod&iacute;an ser verdad los rub&iacute;es montados en versos de que tanto han abusado los poetas. Sus dientecillos blancos, de extraordinaria igualdad y fin&iacute;simo esmalte, mord&iacute;an los dulces cascos como Eva la manzana, pues desde entonces ac&aacute; el mundo no ha variado en la manera de comer fruta. Saboreando aquella, Isidora pon&iacute;a en movimiento los dos hoyuelos de su cara, que ya se ahondaban, ya se perd&iacute;an, jugando en la piel. La nariz era recta. Sus ojos claros, serenos y como velados, eran, seg&uacute;n dec&iacute;a Miquis, de la misma sustancia con que Dios hab&iacute;a hecho el crep&uacute;sculo de la tarde.</p>
<p>Miquis intent&oacute; abrazarla. Isidora hab&iacute;a despuntado un casquillo con intenci&oacute;n de com&eacute;rselo. Variando de idea al ver las facciones de su amigo tan cerca de las suyas, alarg&oacute; un poco la mano y puso el pedazo de naranja entre los dientes de Miquis. &Eacute;l se comi&oacute; lo que era de comer y retuvo un rato entre sus labios las yemas de aquellos dedos rojos de fr&iacute;o.</p>
<p>Isidora se levant&oacute; bruscamente, y ech&oacute; a correr por el sendero.</p>
<p>Corrieron, corrieron...</p>
<p>&laquo;&iexcl;Ya te cog&iacute;! -exclam&oacute; Augusto, fatigad&iacute;simo y sin aliento, apoder&aacute;ndose de ella-. Perla de los mares, antes de cogerte se ahoga uno.</p>
<p>-Formalidad, formalidad, se&ntilde;or doctorcillo -dijo Isidora, poni&eacute;ndose muy seria.</p>
<p>-&iexcl;Formalidad al amor! El amor es vida, sangre, juventud, al mismo tiempo ideal y juguete. No es la Tabla de Logaritmos, ni el Fuero Juzgo, ni las Ordenanzas de Aduanas.</p>
<p>-Juicio, mucho juicio, Sr. Miquis.</p>
<p>-El juicio est&aacute; claro, se&ntilde;orita. Yo s&eacute; lo que me digo. Oye bien. Por mi padre, que es lo que m&aacute;s quiero, juro que me caso contigo.</p>
<p>-&iexcl;Huy, qu&eacute; prisa!...</p>
<p>-Est&aacute; dicho.</p>
<p>-&iexcl;Mira &eacute;ste!</p>
<p>-Un Miquis no vuelve atr&aacute;s; <i>un re non mente</i>; la palabra de un Miquis es sagrada.</p>
<p>-&iexcl;Bah, bah!</p>
<p>-Soy del Toboso, de ese pueblo ilustre entre los pueblos ilustres. Un tobosino no puede ser traidor.</p>
<p>-Pero puede ser tinaja.</p>
<p>-No te r&iacute;as; esto es serio. Estamos hablando de la cosa m&aacute;s grave, de la cosa m&aacute;s trascendental&raquo;.</p>
<p>Y era verdad que estaba serio.</p>
<p>&laquo;No nos detengamos aqu&iacute; -dijo Isidora viendo que el estudiante buscaba un sitio para sentarse-. Hace fresco.</p>
<p>-Sigamos. En otra parte hablaremos mejor.</p>
<p>-&iquest;A d&oacute;nde quieres llevarme? Yo no voy sino a mi casa.</p>
<p>-Por ahora bajemos a la Castellana, para que veas cosa buena.</p>
<p>-S&iacute;, s&iacute;, a la Castellana. Mi t&iacute;o el Can&oacute;nigo me dec&iacute;a que es cosa sin igual la Castellana.</p>
<p>-Escribir&eacute; ma&ntilde;ana a tu t&iacute;o el Can&oacute;nigo.</p>
<p>-&iquest;Para qu&eacute;?</p>
<p>-Para pedirte. Ag&aacute;rrate de mi brazo. Vamos aprisa... Cuando digo que me caso... S&iacute;, estudiante y todo. Mi padre pondr&aacute; el grito en el cielo; pero cuando te conozca, cuando vea esta joya... desprendida de la corona del Omnipotente...&raquo;.</p>
<p>Las risas de Isidora o&iacute;anse desde lejos. Al llegar al barrio de Salamanca guardaron m&aacute;s compostura y desenlazaron sus brazos. Descend&iacute;an por la calle de la Ese, cuando Isidora se detuvo asombrada de un rumor continuo que de abajo ven&iacute;a.</p>
<font size="+0"><b>- IV -</b></font></div>
<p>&laquo;&iquest;Hay aqu&iacute; alg&uacute;n torrente? -pregunt&oacute; a Miquis.</p>
<p>-S&iacute;, torrente hay... de vanidad.</p>
<p>-&iexcl;Ah! &iexcl;Coches!...</p>
<p>-S&iacute;, coches... Mucho lujo, mucho tren... Esto es una gloria arrastrada&raquo;.</p>
<p>Isidora no volv&iacute;a de su asombro. Era el momento en que la aglomeraci&oacute;n de carruajes llegaba a su mayor grado, y se retardaba la fila. La obstrucci&oacute;n del paseo impacientaba a los cocheros, dando alg&uacute;n descanso a los caballos. Miquis ve&iacute;a lo que todo el mundo ve: muchos trenes, algunos muy buenos, otros publicando claramente el <i>quiero y no puedo</i> en la flaqueza de los caballos, vejez de los arneses y en esta tristeza especial que se advierte en el semblante de los cocheros de gente tronada; ve&iacute;a las elegantes damas, los perezosos se&ntilde;ores, acomodados en las blanduras de la berlina, alegres mancebos guiando faetones, y mucha sonrisa, vistosa confusi&oacute;n de colores y l&iacute;neas. Pero Isidora, para quien aquel espect&aacute;culo, adem&aacute;s de ser enteramente nuevo, ten&iacute;a particulares seducciones, vio algo m&aacute;s de lo que vemos todos. Era la realizaci&oacute;n s&uacute;bita de un presentimiento. Tanta grandeza no le era desconocida. Hab&iacute;ala so&ntilde;ado, la hab&iacute;a visto, como ven los m&iacute;sticos el Cielo antes de morirse. As&iacute; la realidad se fantaseaba a sus ojos maravillados, tomando dimensiones y formas propias de la fiebre y del arte. La hermosura de los caballos y su grave paso y gallardas cabezadas, eran a sus ojos como a los del artista la inveros&iacute;mil figura del hipogrifo. Los bustos de las damas, apareciendo entre el desfilar de cocheros tiesos y entre tanta cabeza de caballos, los variados matices de las sombrillas, las libreas, las pieles, produc&iacute;an ante su vista un efecto igual al que en cualquiera de nosotros producir&iacute;a la contemplaci&oacute;n de un magn&iacute;fico fresco de apoteosis, donde hay ninfas, pegasos, nubes, carros triunfales y flotantes pa&ntilde;os.</p>
<p>&iexcl;Qu&eacute; gente aquella tan feliz! &iexcl;Qu&eacute; envidiable cosa aquel ir y venir en carruaje, vi&eacute;ndose, salud&aacute;ndose y coment&aacute;ndose! Era una gran recepci&oacute;n dentro de una sala de &aacute;rboles, o un rigod&oacute;n sobre ruedas. &iexcl;Qu&eacute; bonito mareo el que produc&iacute;an las dos filas encontradas, y el cruzamiento de perfiles marchando en direcci&oacute;n distinta! Los jinetes y las amazonas alegraban con su r&aacute;pida aparici&oacute;n el hermoso tumulto; pero de cuando en cuando la presencia de un rid&iacute;culo sim&oacute;n lo descompon&iacute;a.</p>
<p>&laquo;Deb&iacute;an prohibir -dijo Isidora con toda su alma- que vinieran aqu&iacute; esos horribles coches de peseta.</p>
<p>-D&eacute;jalos... En ellos van quiz&aacute;s algunos prestamistas que vienen a gozarse en las caras aburridas de sus deudores, los de las berlinas. El sim&oacute;n de hoy es el <i>landau</i>de ma&ntilde;ana... Esto es una noria; cuando un cangil&oacute;n se vac&iacute;a otro se llena&raquo;.</p>
<p>Apareci&oacute; un coche de gran lujo, con lacayo y cochero vestidos de rojo.</p>
<p>&laquo;El Rey Amadeo -dijo Miquis- El Rey. Mira, mira, Isidora... No me quitar&eacute; yo el sombrero como esos tontos.</p>
<p>-Si apenas le saludan... -observ&oacute; Isidora con l&aacute;stima-. Pues cuando vuelva a pasar, le hago yo la gran cortes&iacute;a. M&iacute; t&iacute;o el Can&oacute;nigo dice que est&aacute; excomulgado este buen se&ntilde;or; pero el Rey es Rey&raquo;.</p>
<p>Pasado su primer arrobamiento, Isidora empez&oacute; a ver con ojos de mujer, fij&aacute;ndose en detalles de vestidos, sombreros, adornos y trapos.</p>
<p>&laquo;&iexcl;Qu&eacute; variedad de sombreros! &iexcl;Mira este, mira aquel, Miquis!... &iexcl;Vaya un vestidito! Y t&uacute;, &iquest;por qu&eacute; no montas a caballo, para parecerte a aquel joven?...</p>
<p>-Es un cursi.</p>
<p>-Y t&uacute; un veterinario... &iexcl;Qu&eacute; hermosas son las mantillas blancas! Es moda nueva, quiero decir, moda vieja que han desenterrado ahora... Creo que es cosa de pol&iacute;tica. Mi t&iacute;o el Can&oacute;nigo dec&iacute;a...</p>
<p>-Hazme el favor de no nombrarme m&aacute;s a tu t&iacute;o el Can&oacute;nigo, quiero decir, a mi querido t&iacute;o... Esto de las mantillas blancas es una manifestaci&oacute;n, una protesta contra el Rey extranjero.</p>
<p>-&iexcl;Qu&eacute; salado! Si yo tuviera una mantilla blanca tambi&eacute;n me la pondr&iacute;a.</p>
<p>-Y yo te ahorcar&iacute;a con ella.</p>
<p>-&iexcl;Ordinario!</p>
<p>-Tonta.</p>
<p>-Esta gente -afirm&oacute; Isidora con mucho tes&oacute;n- sabe lo que hace. Es la gente principal del pa&iacute;s, la gente fina, decente, rica; la que tiene, la que puede, la que sabe.</p>
<p>-Trampas, fanatismo, ignorancia, presunci&oacute;n.</p>
<p>-&iquest;Pues y t&uacute;?..., grosero, salvaje, pedante...</p>
<p>-Isidora, mira que eres mi mujer.</p>
<p>-&iquest;Yo mujer de un alb&eacute;itar?...</p>
<p>-Isidora, mira que te cojo... y ni tu t&iacute;o el Can&oacute;nigo te saca de mis manos.</p>
<p>-Basta de bromas. &iexcl;Vaya, que te tomas unas libertades!... Nuestros gustos son diferentes.</p>
<p>-Su gusto de usted, se&ntilde;ora, se amoldar&aacute; al gusto m&iacute;o. Eso se lo ense&ntilde;ar&aacute; a usted mi secretario, que es una vara de fresno.</p>
<p>-&iexcl;A m&iacute; t&uacute;! -exclam&oacute; ella con br&iacute;o, deteni&eacute;ndose y mir&aacute;ndole.</p>
<p>-No hagas caso... Te quiero como a la Medicina... Haz de m&iacute; lo que gustes...</p>
<p>-Eso ya es otra cosa...</p>
<p>-Cuando nos casemos, como yo he de ganar tanto dinero, tendr&aacute;s tres coches, catorce sombreros y la mar de vestidos...</p>
<p>-&iexcl;Si yo no me caso contigo!...&raquo; -declar&oacute; la joven en un momento de espontaneidad.</p>
<p>Hab&iacute;a en su expresi&oacute;n un tonillo de l&aacute;stima impertinente, que poco m&aacute;s o menos quer&iacute;a decir: &laquo;&iexcl;Si yo soy mucho para ti, tan peque&ntilde;o!&raquo;.</p>
<p>&laquo;Falta saberlo. Te casar&aacute;s por fuerza. Te obligar&eacute;. T&uacute; no me conoces. Soy un tirano, un monstruo, un Han de Islandia; beber&eacute; tu sangre...</p>
<p>-&iquest;Qu&eacute; es eso de Han de Islandia? -pregunt&oacute; ella en su prurito de ilustrarse.</p>
<p>-Han de Islandia es berenjenas. D&eacute;jese usted de sabidur&iacute;as. Coser, planchar y espumar el puchero.</p>
<p>-No espumar&eacute; yo el tuyo, paleto.</p>
<p>-&iexcl;Marquesa de pa&ntilde;uelo de hierbas!</p>
<p>-Sacamuelas&raquo;.</p>
<p>Los dos se echaron a re&iacute;r.</p>
<p>&laquo;No te quiero -murmur&oacute; Isidora.</p>
<p>-Pues me echo a llorar.</p>
<p>-No te quiero ni pizca, ni esto.</p>
<p>-Pues yo te adoro. Mientras m&aacute;s me desde&ntilde;as, m&aacute;s me gustas. Cuando pienso que ya se acerca la hora de separarnos, no s&eacute; qu&eacute; me da... Se me antoja robarte.</p>
<p>-&iexcl;Y cu&aacute;nta gente a pie! -exclam&oacute; ella sin hacer caso de las gracias de Augusto.</p>
<p>-Aqu&iacute;, en d&iacute;as de fiesta, ver&aacute;s a todas las clases sociales. Vienen a observarse, a medirse y a ver las respectivas distancias que hay entre cada una, para asaltarse. El caso es subir al escal&oacute;n inmediato. Ver&aacute;s muchas familias elegantes que no tienen qu&eacute; comer. Ver&aacute;s gente dominguera que es la fina crema de la cursiler&iacute;a, reventando por parecer otra cosa. Ver&aacute;s tambi&eacute;n despreocupados que visten con seis modas de atraso. Ver&aacute;s hasta las patronas de hu&eacute;spedes disfrazadas de personas, y las costureras queriendo pasar por se&ntilde;oritas. Todos se codean y se toleran todos, porque reina la igualdad. No hay ya envidia de nombres ilustres, sino de comodidades. Como cada cual tiene ganas rabiosas de alcanzar una posici&oacute;n superior, principia por aparentarla. Las improvisaciones estimulan el apetito. Lo que no se tiene se pide, y no hay un solo n&uacute;mero uno que no quiera elevarse a la categor&iacute;a de dos. El dos se quiere hacer pasar por tres; el tres hace creer que es cuatro; el cuatro dice: &laquo;Si yo soy cinco&raquo;, y as&iacute; sucesivamente.</p>
<p>-Ya se van los coches&raquo; -dijo Isidora, que apenas hab&iacute;a o&iacute;do la charla de su amigo.</p>
<p>Era tarde. Llegaba el momento en que, cual si obedeciera a una consigna, los carruajes rompen filas y se dirigen hac&iacute;a el Prado. Es tan reglamentario el paseo, que todos llegan y se van a la misma hora. Isidora not&oacute; la confusi&oacute;n del desfile al galope, tom&aacute;ndose unos a otros la delantera, escurri&eacute;ndose los m&aacute;s osados entre el tumulto; y o&iacute;a con delicia el chasquido de l&aacute;tigos, el <i>&iexcl;eh!</i>... de los cocheros, y aquel profundo rumor de tanta y tanta rueda, pautando el suelo h&uacute;medo entre los crujidos de la grava. Ella habr&iacute;a deseado correr tambi&eacute;n. Su coraz&oacute;n, su esp&iacute;ritu, se iban con aquel oleaje. All&aacute; lejos brillaban ya no pocas luces de gas entre el polvo del Prado. Aquella neblina que se forma con el vaho de la poblaci&oacute;n, las evaporaciones del riego y el continuo barrer (de que son escobas las colas de los vestidos), se iban iluminando hasta formar una claridad fant&aacute;stica, cual irradiaci&oacute;n lum&iacute;nica del suelo mismo. Viendo c&oacute;mo los coches se perd&iacute;an en aquel fondo, Isidora apresur&oacute; el paso.</p>
<p>&laquo;V&aacute;monos por aqu&iacute; -dijo Miquis, desvi&aacute;ndola de los paseos para subir hacia el Saladero y acortar camino.</p>
<p>-&iexcl;Jes&uacute;s!, siempre me llevas por lo m&aacute;s feo, por donde no se encuentran m&aacute;s que t&iacute;os. &iquest;Hay tambi&eacute;n aqu&iacute; ventorrillos?</p>
<p>-&iquest;Quieres que comamos juntos? Iremos a una fonda.</p>
<p>-No, no, no. Basta de paseos. Esto no est&aacute; bien... &iexcl;Qu&eacute; se dir&aacute; de m&iacute;! Para calaverada, basta.</p>
<p>-&iexcl;Maldita sea la hora en que nac&iacute;! -gru&ntilde;&oacute; el estudiante-. &iquest;Dejarte ahora, separarnos?... &iquest;Vas a tu casa?</p>
<p>-S&iacute;, hombre. &iexcl;Qu&eacute; dir&aacute;n!</p>
<p>-&iexcl;Oh!, s&iacute;, &iexcl;qu&eacute; dir&aacute;n los marqueses de Relimpio!</p>
<p>-No son marqueses, pero son personas honradas.</p>
<p>-&iquest;Quieres ir esta noche al Teatro Real?&raquo;.</p>
<p>&iexcl;El teatro Real! Otro golpe m&aacute;gico en el coraz&oacute;n y en la mente de la sobrina del Can&oacute;nigo.</p>
<p>&laquo;Pero a eso que llamas para&iacute;so, &iquest;van personas?...</p>
<p>-&iquest;Personas decentes?... Lo m&aacute;s decente de Madrid, la flor y nata&raquo;.</p>
<p>Como no estaba bien que ella saliese sola con Miquis por la noche, convinieron en que este convidar&iacute;a tambi&eacute;n a las ni&ntilde;as de Relimpio. A esto deb&iacute;a anteceder la presentaci&oacute;n reglamentaria de Augusto en el domicilio de D.&ordf; Laura, para lo que se acord&oacute;, tras cortas vacilaciones, una mentirijilla venial. Isidora dir&iacute;a que al volver a su casa desde la de su t&iacute;a se hab&iacute;a encontrado al joven, amigo &iacute;ntimo, deudo y aun pariente lejano del se&ntilde;or Can&oacute;nigo. Era, no ya estudiante, sino m&eacute;dico hecho y derecho, y bien pod&iacute;a prestar servicios tan excelentes como gratuitos a una familia que no gozaba de perfecta salud.</p>
<p>Despidi&eacute;ronse con fuertes apretones de manos, que a Miquis no le parec&iacute;an nunca bastante fuertes. Isidora subi&oacute; sumamente fatigada. Las de Relimpio le dijeron que hab&iacute;a venido a visitarla un caballero de muy buen porte. Entr&oacute; la joven en su cuarto, donde la esperaba una grat&iacute;sima sorpresa. Sobre la c&oacute;moda hab&iacute;a una tarjeta con el pico doblado.</p>
<h3>Cap&iacute;tulo V</h3><br></div> <div align="center"> Una tarjeta</div><br>
<p>El coraz&oacute;n quer&iacute;a sal&iacute;rsele del pecho al ver los bonitos caracteres que dec&iacute;an:</p>
<p><i>El marqu&eacute;s viudo de Saldeoro</i>.</p>
<p>Largo rato estuvo perpleja, la cartulina en la mano, sin apartar los ojos del sortilegio que sin duda conten&iacute;an las letras negras del nombre y las peque&ntilde;itas de las se&ntilde;as: <i>Jorge Juan, 13</i>. Las emociones varias que se sucedieron en Isidora, las cosas que pens&oacute; en r&aacute;pido giro de la mente, no son para contadas. Todo se resolvi&oacute; en alegr&iacute;a, de la que se derivaban, como de rico manantial, diversas corrientes de sentimientos expansivos; a saber: un profundo agradecimiento al distinguido caballero que la visitaba, y un deseo vivo de que llegase pronto, muy pronto, lo m&aacute;s pronto posible, el d&iacute;a siguiente.</p>
<p>Su buen t&iacute;o hab&iacute;a escrito a dos principales se&ntilde;ores de Madrid, hijo y padre, para que la ampararan, defendieran y aconsejaran en el grave negocio de reclamar su posici&oacute;n y herencia. &iexcl;Cosa extra&ntilde;a y digna de gratitud! Una de las personas a quienes ven&iacute;a recomendada, el hijo, el marques de Saldeoro, de cuya gallard&iacute;a y proezas galantes hab&iacute;an llegado noticias al mismo Tomelloso, no esperaba a ser visitado por ella, sino que, dando una prueba m&aacute;s de su acatamiento al bello sexo, apresur&aacute;base a visitarla en tan humilde morada...</p>
<p>Y como la impresionable joven, cuando se entreten&iacute;a en ver las cosas por su faz risue&ntilde;a y en hacer combinaciones felices llegaba a l&iacute;mites incalculables, empez&oacute; a ver llano y expedito el camino que antes le pareciera dificultoso; pens&oacute; que se le abrir&iacute;an voluntariamente las puertas que crey&oacute; cerradas, y que todo iba bien, perfectamente bien. Usando entonces de aquella propiedad suya que ya conocemos, dio realidad en su mente al marqu&eacute;s de Saldeoro, favorito de las damas, seg&uacute;n dec&iacute;an lenguas mil; le tuvo delante, le oy&oacute; hablar agradecida, le pregunt&oacute; ruborizada; construy&oacute;, si as&iacute; puede decirse, con material de presunciones y elementos fant&aacute;sticos, la visita personal que al siguiente d&iacute;a no pod&iacute;a menos de realizarse.</p>
<p>Consecuencias precisas de esta febril concomitancia con un personaje a quien adornado supon&iacute;a de seductoras cualidades, fueron un desd&eacute;n muy vivo hacia el pobre Miquis y una verg&uuml;enza de las escenas de aquel d&iacute;a. El paseo con el estudiante, la escena del ventorrillo, la vil tortilla cebolluna, las naranjas comidas en campo raso, las confianzas, las carreritas, se reprodujeron en su imaginaci&oacute;n como un sabor amargo y malsano, haciendo salir el rubor a su semblante. Hab&iacute;an sido aquellas aventurillas tan contrarias a su dignidad y a su posici&oacute;n futura, que diera cualquier cosa porque no hubieran pasado.</p>
<p>Tan metida en s&iacute; misma estaba con estos bochornos y aquellas alegr&iacute;as, que apenas comi&oacute;. Como recordara en la mesa que deb&iacute;a hablar algo de Augusto para preparar su presentaci&oacute;n, dijo que era un estudiante pobre, un buen chico, hijo de labradores, algo tocado de la cabeza, m&aacute;s m&uacute;sico que m&eacute;dico y m&aacute;s m&eacute;dico que fino. Cuando Augusto lleg&oacute;, negose Isidora a ir al teatro, porque le hab&iacute;a dado jaqueca. Emilia y Leonor no quisieron ir tampoco, y el buen estudiante qued&oacute; en la situaci&oacute;n m&aacute;s desairada del mundo. Pero como era tan listo, y maravillosamente a todo se plegaba, hasta dominar las situaciones m&aacute;s dif&iacute;ciles, bien pronto cautiv&oacute; a la familia con sus donaires. Do&ntilde;a Laura propuso jugar a la brisca; trajo D. Jos&eacute; de su cuarto una sebosa baraja, y en el comedor, bajo la pest&iacute;fera llama del petr&oacute;leo mal encendido, formaron el m&aacute;s alegre corrillo que vieron casas de hu&eacute;spedes.</p>
<p>Huyendo de tanta vulgaridad, retirose Isidora a su cuarto, donde se encerr&oacute;.</p>
<p>&laquo;Ese pobre Miquis -dec&iacute;a- es un buen muchacho, pero tan ordinario... &iexcl;Pobrecillo!, me da l&aacute;stima de &eacute;l; pero &iquest;qu&eacute; puedo hacer? &iquest;Puedo hacer yo que las cosas sean de otra manera que como Dios las ha dispuesto?... Est&aacute; que ni pintado para Emilia o para Leonor... Me alegrar&eacute; mucho de que sea un hombre de provecho. Necesitar&aacute; protecci&oacute;n de las personas acomodadas, y en lo que de m&iacute; dependa...&raquo;.</p>
<p>Se acost&oacute;, no para dormir, sino para seguir dando vida ficticia en el horno siempre encendido de su imaginaci&oacute;n a la visita del d&iacute;a siguiente y a las consecuencias de la visita. El marqu&eacute;s de Saldeoro entraba; ella le recib&iacute;a medio muerta de emoci&oacute;n, le hablaba temblando; &eacute;l le respond&iacute;a fin&iacute;simo. &iexcl;Y qu&eacute; claramente le ve&iacute;a! Ella rebuscaba las palabras m&aacute;s propias, cuidando mucho de no decir un disparate por donde se viniera a conocer que acababa de llegar de un pueblo de la Mancha... &Eacute;l era el m&aacute;s cumplido caballero del mundo... Ella se mostraba muy agradecida... &Eacute;l dejar&iacute;a su sombrero en un sill&oacute;n... Ella tendr&iacute;a cuidado de ver si alguna silla estaba derrengada, no fuera que en lo mejor de la visita hubiera una cat&aacute;strofe... &Eacute;l hab&iacute;a de dirigirle alguna galanter&iacute;a discreta... Ella ten&iacute;a que prever todas las frases de &eacute;l para prepararse y tener dispuestas ingeniosas contestaciones... &iexcl;Cielo santo!, y a&uacute;n faltaba una larga noche y la mitad de un largu&iacute;simo d&iacute;a para que aquel desvar&iacute;o fuera realidad...</p>
<p>Era preciso arreglar el cuarto lo mejor posible... &iexcl;Qu&eacute; pensar&iacute;a el caballero ante aquellos miserables trastos!... Isidora no pod&iacute;a mirar sin sentir pena las tres l&aacute;minas que ornaban las paredes empapeladas de su cuarto. Aqu&iacute; una vieja estampa sentimental representaba la <i>Princesa Poniatowsky en momento de recibir la noticia de la muerte de su esposo</i>; all&iacute; el cuadro del <i>Hambre</i>; enfrente, dos amantes escu&aacute;lidos, esmirriados y de pie muy peque&ntilde;o, &eacute;l de casaca con mangas de pemil, ella con sombrero de dos pisos, se juraban fidelidad junto a un arroyo... Si D.&ordf; Laura no se incomodase, Isidora arrojar&iacute;a a la calle las tres laminotas... Pues, &iquest;y la c&oacute;moda con su cubierta de hule manchado? M&aacute;s val&iacute;a no verla... Pero ella se levantar&iacute;a temprano y fregotear&iacute;a bien la c&oacute;moda, el lavabo de tres patas y har&iacute;a maravillas de orden y limpieza... Despu&eacute;s comprar&iacute;a una corbata bonita... Rogar&iacute;a a D.&ordf; Laura que la dejase traer de la sala dos sillas de damasco con sus fundas de percal... En fin... No contenta con pensar lo que pasar&iacute;a al siguiente d&iacute;a, pens&oacute; los sucesos del tercer d&iacute;a y los del otro y los del mes pr&oacute;ximo, y los del a&ntilde;o venidero, y los de dos, tres o cuatro a&ntilde;os m&aacute;s.</p>
<p>Dej&eacute;mosla mal dormida, abrazada consigo misma, a las altas horas de la noche, cuando todo ruido cesara en la casa. &iquest;Era aquello felicidad o martirio? Dice Miquis, y quiz&aacute;s dice bien, que no existir&iacute;a ni siquiera el nombre de felicidad si no se hubieran dado al hombre, como se da al ni&ntilde;o el juguete, el consuelillo de esperarla.</p>


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Revisión del 18:08 1 mar 2006

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«Ese tunante de Pecadillo -dijo la Sanguijuelerametiéndose por un portal obscuro- no sospecha que viene a verle su hermana. No te conocerá. Era un cachorro cuando te fuiste. Pero qué..., ¿no ves? Agárrate a mí, que yo veo en lo negro como las lechuzas».

Atravesaron un antro. Encarnación empujó una puerta. Halláronse en extraño local de techo tan bajo que sin dificultad cualquier persona de mediana estatura lo tocaba con la mano. Por la izquierda recibía la luz de un patio estrecho, elevadísimo, formado de corredores sobrepuestos, de los cuales descendía un rumor de colmena, indicando la existencia de pequeñas viviendas numeradas, o sea de casa celular para pobres. La escasa claridad que de aquella abertura, más que patio, venía, llegaba tan debilitada al local bajo, que era necesario acostumbrar la vista para distinguir los objetos; y aun después de ver bien, no se podía abarcar todo el recinto, sino la zona más cercana a la puerta, porque lo demás se perdía en ignoradas capacidades de sombra. Era como un gran túnel, del cual no se distinguía sino la parte escasamente iluminada por la boca. El fondo se perdía en la indeterminada cavidad fría de un callejón tenebroso. En la parte clara de tan extraño local había grandes fardos de cáñamo en rama, rollos de sogas blancas y flamantes, trabajo por hacer y trabajo rematado, residuos, fragmentos, recortes mal torcidos, y en el suelo y en todos los bultos una pelusa áspera, filamentos mil que después de flotar por el aire, como espectros de insectos o almas de mariposas muertas, iban a posarse aquí y allá, sobre la ropa, el cabello y la nariz de las personas.

En el eje de aquel túnel que empezaba en luz y se perdía en tinieblas, había una soga tirante, blanca, limpia. Era el trabajo del día y del momento. El cáñamo se retorcía con áspero gemir, enroscándose lentamente sobre sí mismo. Los hilos montaban unos sobre otros, quejándose de la torsión violenta, y en toda su magnitud rectilínea había un estremecimiento de cosa dolorida y martirizada que irritaba los nervios del espectador, cual si también, al través de las carnes, los conductores de la sensibilidad estuviesen sometidos a una torsión semejante. Isidora lo sentía de esta manera, porque era muy nerviosa, y solía ver en las formas y movimientos objetivos acciones y estremecimientos de su propia persona.

Miraba sin comprender de dónde recibía su horrible retorcedura la soga trabajada. Allá en el fondo de aquella cisterna horizontal debía de estar la fuerza impulsora, alma del taller. Isidora puso atención, y en efecto, del fondo invisible venía un rumor hondo y persistente como el zumbar de las alas de colosal moscardón, zumbido semejante al de nuestros propios oídos, si tuviéramos por cerebro una gran bóveda metálica.

«Es la rueda -dijo la Sanguijuelera, adivinando la curiosidad de su sobrina y queriendo iniciarla en los misterios de aquella considerable industria.

-¡La rueda! ¿Y Mariano, dónde está?».

Miraba a todos lados y no veía ser vivo. Pero de pronto apareció un hombre, que salía de la oscuridad andando hacia atrás muy lentamente y con paso tan igual y uniforme como el de una máquina. En su cintura se enrollaba una gran madeja de cáñamo, de la cual, pasando por su mano derecha y manipulada por la izquierda, salía una hebra que se convertía instantáneamente en tomiza, retorcida por el invisible mecanismo. Aquel hombre del paso atrás, ovillo animado y huso con pies, era el principal obrero de la fábrica, y estaba armando los hilos para hacer otra soga.

«¿No está D. Juan?» -le preguntó la Sanguijuelera extrañando no ver allí al dueño del establecimiento.

El huso vivo movió bruscamente la cabeza para decir que no, sin dignarse expresarlo de otro modo.

«¿Pero dónde está mi hermano?» -preguntó Isidora con angustia.

La anciana señaló a lo obscuro, diciendo con aterrador laconismo: «En la rueda».

Isidora echó a andar hacia adentro, dando la mano a su tía. A causa de los accidentes del piso y de la oscuridad, necesitaban apoyarse mutuamente. Anduvieron largo trecho tropezando. ¡Oh! La soga era larga, la caverna parecía interminable. En lo obscuro, aun se veía la cuerda blanca gimiendo, sola, tiesa, vibrante. Cuando las dos mujeres anduvieron un poco más, dejaron de ver la soga; pero oyeron más fuerte el zumbar de la rueda acompañado de ligeros chirridos. Se adivinaba el roce del eje sobre los cojinetes mal engrasados y el estremecimiento de las transmisiones, de donde obtenían su girar las roldanas, en las cuales estaban atadas las sogas. Pero nada se podía ver.

«¡Mariano, hermanito! -exclamó Isidora, que creía sentir su garganta apretada por uno de aquellos horribles dogales-. ¿En dónde estás? ¿Eres tú el que mueve esa rueda? ¿No estás cansado?».

No se oyó contestación. Pero el artefacto amenguaba la rapidez de su marcha. Las roldanas, las transmisiones, la rueda, se emperezaban como quien escucha.

«Pecado, ¿qué tal te va?» -gritó con bufonesco estilo la Sanguijuelera.

Y añadió, volviéndose a su sobrina:

«Es un holgazán. Así criará callos en las manos, y sabrá lo que es trabajar y lo que cuesta el pedazo de pan que se lleva a la boca... ¿Qué crees tú? Es buen oficio... No podía hacer carrera de este gandul. Todo el día jugando en el arroyo y en la praderilla. Al menos, que me gane para zapatos. Tiene más malicias que un Iscariote».

Desde el comienzo de este panegírico, redoblose bruscamente la marcha del mecanismo, y acreció el ruido hasta ser tal que parecían multiplicarse las transmisiones, las roldanas y los ejes.

«¡Mariano! -gritó Isidora extendiendo los brazos en la obscuridad-. ¡Para, para un momento y ven acá! Quiero abrazarte. Soy tu hermana, soy Isidora. ¿No me conoces ya?».

El ruido volvió a ceder, y la maquinaria tomaba una lentitud amorosa.

«No puede pararse el trabajo» -dijo Encarnación.

Pero como realmente se detenía, oyose un grito del huso viviente que dijo: «¡Aire! ¡Aire a la rueda!».

Y en efecto, la rueda volvió a tomar su aire primero, su paso natural. Las dos mujeres callaron, consternada y atónita la joven, aburrida la vieja. Como había pasado algún tiempo desde su llegada al término de la caverna, los ojos de entrambas comenzaron a distinguir confusamente la silueta del gran disco de madera, que trazaba figura semejante a las extrañas aberraciones ópticas de la retina cuando cerramos los ojos deslumbrados por una luz muy viva.

«¿Ves aquellas dos centellitas que brillan junto a la rueda?... Son los ojos de Pecado...».

Isidora vio, en efecto, dos pequeñas ascuas. Su hermano la miraba.

«Pronto serán las doce -indicó la anciana-. Esperemos a que levanten el trabajo, y nos iremos los tres a comer».

La hora del descanso no se hizo esperar. Soltó el obrero el cáñamo, parose la rueda, y el que la movía salió lentamente del fondo negro, plegando los ojos a medida que avanzaba hacia la luz. Era un muchacho hermoso y robusto, como de trece años. Isidora le abrazó y le besó tiernamente, admirándose del desarrollo y esbeltez de su cuerpo, de la fuerza de sus brazos, y afligiéndose mucho al notar su cansancio, el sudor de su rostro encendido, la aspereza de sus manos, la fatiga de su respiración.

«Es un gañán -dijo Encarnación examinándole la ropa con tanta severidad coma un juez que interroga al criminal ante el cuerpo del delito...-.Ya me ha roto los calzones... Ya verás, Holofernes, ya verás».

Turbado por la presencia y los cariños de su hermana, a quien no conocía, Mariano no despegaba sus labios. La miraba con atención semejante a la estupidez. Por último, dijo así con aspereza, remedando el hablar francote y brutal de la gente del bronce:

«Chicáaaa..., no me beses más, que no soy santo.

-A casa» -dijo la Sanguijuelera, saltando sobre el cáñamo.

Aquel día añadió Encarnación a su olla algo extraordinario. Comieron en la trastienda, que más bien era pasillo por donde la tienda se comunicaba con un patio. Durante el festín, que tuvo su añadidura de pimientos y su contera de pasas, no habría sido fácil explicar cómo con una sola boca podíala Sanguijuela engullir medianamente y hablar más que catorce diputados. Isidora, triste, cejijunta, ni hablaba ni hacía más que probar la comida. Observaba a ratos con gozo la voracidad de su hermano.

«Ya ves qué lindo buitre me ha puesto Dios en casa -decía Encarnación-. Es capaz de comerme el modo de andar, si le dejo. Él come y yo soy quien se harta; sí, me harto de trabajar para su señoría. Pero oye, león, ¿dirás algún día: «Ya no quiero más»?».

Pecado devoraba con el apetito insaciable de una bestia atada al pesebre, después de un día de atroz trabajo.

«Y tú, linda mocosa, ¿no comes? -añadió la vieja-. ¿O es que te has vuelto tan pava y tan persona decente que no te gustan estos guisos ordinarios? Vamos, que para otro día te pondré alas de ángel... Se conoce que allá en el Tomelloso se estila mucha finura».

Isidora no contestó. Parecía que estaba atormentada de una idea. Cuando se acabó la comida y se marchó Pecado para jugar un poco antes de volver al trabajo, Isidora, sin dejar su asiento y mirando a su tía, que a toda prisa levantaba manteles, le dijo:

«Tía Encarnación, tengo que hablar con usted una cosa.

-Aunque sean cuatro».

Como quien se quita una máscara, Isidora dejó su aspecto de sumisa mansedumbre, y en tono resuelto pronunció estas palabras:

«No quiero que mi hermano trabaje más en ese taller de maromas; no quiero y no quiero.

-Le señalarás una renta -replicó la anciana con ironía- ¡Le pondrás coche! Y para mis pobres huesos, ¿no habrá un par de almohadones?

-No estoy de humor de bromas. Mi hermano y yo somos personas decentes...

-Ya lo creo...

-Pues claro.

-Pues turbio.

-Somos personas decentes.

-Y príncipes de Asturias.

-Aquel trabajo es para mulos, no para criaturas. Yo quiero que mi hermano vaya a la escuela.

-Y al colegio.

-Eso es, al colegio -replicó Isidora marcando sus afirmaciones con el puño sobre la endeble mesa- Yo lo quiero así..., y nada más».

¡Qué fierecilla! ¡Cómo hinchaba las ventanillas de su nariz, y qué fuertemente respiraba, y qué enérgica expresión de voluntad tomó su fisonomía! Todo esto lo pudo observar la Sanguijuelera sin dejar su ocupación. Amoscándose un poco, le dijo:

«¿Sabes que estás cargante, sobrina, con tus colegios y tus charoles? A ver, echa aquí lo que tengas en el bolsillo. ¿Crees que la gente se mantiene con cañamones? ¿Crees que hay colegios de a ochavo como los buñuelos? ¡Qué puño!... Dame guita y verás.

-Tengo para no pordiosear.

-¿Te ha dado el Canónigo?

-Lo bastante para poner a Mariano en una escuela y para vestirme con decencia.

-¡Ah!, canóniga..., tú pitarás... Hablemos claro».

Y se sentó, haciendo silla de una tinaja rota. Puesto el codo en la mesilla y el hueso de la barba en la palma de la mano flaca, aguardó las explicaciones de su sobrina.

«Tía... -murmuró esta sintiendo mucha dificultad para iniciar la cosa grave que iba a decir-. Usted sabe que yo y Mariano... ¿Pero usted no lo sabe?

-No sé sino que sois un par de perchas que ya, ya. Nada habría perdido el mundo con que os hubierais quedado por allá..., en el Limbo. Venís de Tomás Rufete, y ya sé que de mala cepa no puede venir buen sarmiento.

-A eso voy, tía, a eso voy. Precisamente... Usted lo debe saber, como yo... Precisamente, ni yo ni mi hermano venimos de Tomás Rufete.

-Justo, justo; mi Francisca, mi ángel os parió por obra del Espíritu Santo, o del demonio.

-¿Para qué andar con farsas? No somos hijos de D. Tomás Rufete ni de D.ª Francisca Guillén. Esos dos señores, a quienes yo quiero mucho, muchísimo, no fueron nuestros padres verdaderos. Nos criaron fingiendo ser nuestros papás y llamándonos hijos, porque el mundo..., ¡qué mundo este!».

La Sanguijuelera cambió bruscamente de disposición y de tono. No palideció, por ser esto cosa impropia de la inanimada sustancia de los pergaminos; pero abrió los ojos, y empuñando el brazo de su sobrina, le golpeó el codo contra la mesa, y le dijo con ira:

«¿De dónde has sacado esas andróminas? ¿Quién te ha metido esa estopa en la cabeza?

-Mi tío el Canónigo.

-Me parece a mí que tu tío el Canónigo...

-Él me ha contado todo -afirmó Isidora con acento de profundísima convicción-. Usted se hace de nuevas, tía; usted me oculta lo que sabe... No se haga usted la tonta. ¿Es la primera vez que una señora principal tiene un hijo, dos, tres, y viéndose en la precisión de ocultarlos por motivos de familia, les da a criar a cualquier pobre, y ellos se crían y crecen y viven inocentes de su buen nacimiento, hasta que de repente un día, el día que menos se piensa, se acaban las farsas, se presentan los verdaderos padres?... Eso, ¿no se está viendo todos los días?

-En sesenta y ocho años no lo he visto nunca... Me parece que tú te has hartado de leer esos librotes que llaman novelas. ¡Cuánto mejor es no saber leer! Mírate en mi espejo. No conozco una letra... ni falta. Para mentiras, bastantes entran por las orejas... Pero acábame el cuento. Salimos con que sois hijos del Nuncio, con que una señorita principal os dio a criar, y desapareció...

-¡Usted lo sabe, usted lo sabe! -exclamó la joven rebosando alegría.

-No sé más sino que te caes de boba. Eres más sosa que la capilla protestante.

-Mi madre -declaró Isidora poniéndose la mano en el corazón, para comprimir, sin duda, un movimiento afectuoso demasiado vivo-, mi madre... fue hija de una marquesa».

Como un petardo que estalla, así reventó en estrepitosa risa la Sanguijuelera, apretándose la cintura y mostrando sus dos filas de dientes semisanos. Se desbarataba riendo, y después le acometió una tos de hilaridad que le hizo suspender el diálogo por más de un cuarto de hora. Algo confusa, Isidora esperó a que su tía volviese en sí de aquel síncope burlesco para seguir hablando. Por último, dijo con malísimo humor:

«¡Qué bien finge usted!

-Perdone vuecencia -replicó Encarnación en el tono más cómico del mundo-. Perdone vuecencia que no la hubiera conocido... Pero vuecencia tendrá que hacer diligencias y buscar papeles.

-Tengo papeles..., ¡y qué papeles!

-¿Quiere vuecencia que le preste dos reales?..., porque tendrá que untar escribanos.

-No creo que sea preciso, porque esta bien claro mi derecho.

-Vuestra serenísima majestad cogerá una herencia, porque sin herencia todo sería pulgas, ¿verdad, hermosa?

-Mi madre no vive. Mi abuela sí.

-¡Ah!, ¿la abuelita de tu vuecencia vive? ¿Y quién es la señora pindonga?

-No se burle usted, tía. Esto es muy serio -declaró Isidora tocada en lo más vivo de su orgullo-. Es usted lo más atroz... Yo que venía a que me diese pormenores y su parecer...

-Voy a darte mi parecer, hijita de mi alma -repuso la Sanguijuelera levantándose-. Pues tú has querido que yo te dé pormenores..., pobre almita mía...».

En el rincón del pasillo había una larga caña que servía para descolgar los cacharros. Encarnación revolvió sus ojos buscándola.

«Vaya que ha sido una picardía haberle ocultado a estos angelitos que salieron del vientre de una marquesa».

Y tomó la caña.

«¡Quién será el dragón que ha querido birlarlos la herencia!... ¡A ese tunante le sacaría yo las entrañas!... Cuidado que engañar así a mis niños, haciéndolos pasar por hijos de un Rufete... Quitad allá, pillos, que mi niña es duquesa y mi niño es vizconde... ¡Re-puñales!».

Honradez y crueldad, un gran sentido para apreciar la realidad de las cosas, y un rigor extremado y brutal para castigar las faltas de los pequeños, sin dejar por eso de quererles, componían, con la verbosidad infinita, el carácter de Encarnaciónla Sanguijuelera. Su flaca pero fuerte mano empuñó la caña, y descargándola sin previo anuncio sobre la cabeza de su sobrina, la rompió al primer golpe. Puso el grito en el cielo la víctima, exclamando: «¡Pero, tía!...». La vieja recogió y unió los dos pedazos de la caña, de lo que resultaba que podía pegar más a gusto, y ¡zas!, emprendió una serie de cañazos tan fuertes, tan bien dirigidos, tan admirablemente repartidos por todo el cuerpo de Isidora, que esta, sin poder defenderse, gesticulaba, manoteaba, gemía, se dejaba caer en el suelo, se arrastraba, escondía la cabeza, se revolvía. Y en tanto la feroz vieja, incitada al castigo por el castigo mismo, encendíase más en furia a cada golpe, y los acompañaba de estas palabras:

«¡Toma, toma, toma duquesa, marquesa, puños, cachas!... Cabeza llena de viento... Vivirás en las mentiras como el pez en el agua, y serás siempre una pisahormigas... Malditos Rufetes, maldita ralea de chiflados... ¡Ah, puño!, si yo te cogiera por mi cuenta, con un pie de solfeos cada día te quitaría el polvo. Toma vanidad, toma lustre».

Y cada palabra era un golpe y cada golpe un cardenal leve (es decir, subdiácono), un rasguño o moledura. Incapaz Isidora de desarmar a su verdugo, aunque lo intentó devolviendo cólera por cólera, hubo de rendirse al fin, y sucumbió diciendo con gemido: «Por Dios, tía, no me pegue usted más».

En sus veinte años, Isidora tenía menos fuerza que la sexagenaria Encarnación. Sin aliento yacía en tierra la víctima, recogiendo sus faldas y sacudiéndoles la tierra, tentándose en partes diversas para ver si tenía sangre, fractura o contusión grave, mientras la Sanguijuelera, respirando como un fuelle en plena actividad, arrojaba los vencedores pedazos de caña y alargaba su mano generosa a la víctima para ayudarla a levantarse.

«¡Cómo se conoce -dijo al fin la sobrina con vivísimo tono de desprecio- que no es usted persona decente!

-¡Más que tú, marquesa del pan pringao! -gritó la vieja, esgrimiendo de tal modo las manos, que Isidora vio los diez dedos de ella a punto de metérselos por los ojos.

-Usted no es mi tía. Usted no tiene mi sangre.

-Ni falta... A mucha honra... De gloria y descanso te sirva tu ducado, harta de miseria. Mira, como vuelvas aquí, ¿sabes lo que hago?

-¿Qué? -preguntó Isidora, sintiéndose con más fuerzas para rechazar un nuevo ataque.

-Pues si vuelves aquí, cojo la escoba... y te barro ¡qué puño!, te echo a la calle como se echa el polvo y cáscaras de fruta».

Isidora no dijo nada, y recobrándose marchó hacia la puerta. Abierta con trémula mano la trampilla, salió andando aprisa, cuesta arriba, en busca de la ronda de Embajadores, que debía conducirla a país civilizado. Temía que la vieja iría detrás injuriándola, y no se equivocó.La Sanguijuelera, echando la cabeza fuera de la puerta, la despedía con una carcajada que produjo siniestros ecos de hilaridad en toda la calle. Asomaban caras curiosas, frentes guarnecidas de rizos, bocas de amarillos dientes descubiertos hasta la raíz por estúpido asombro, bustos envueltos en pañuelos de distintos colores; y más de cuatro andrajosos chiquillos saltaron detrás de Isidora para festejarla con gritos y cabriolas.

Sin detenerse, la joven lanzó desde lo profundo de su alma, llena de pena y asco, estas palabras:

«¡Qué odioso, qué soez, qué repugnante es el pueblo!».

Plantilla:La desheredada