Diferencia entre revisiones de «La desheredada (Primera parte)/Capítulo III»
Sin resumen de edición |
Sin resumen de edición |
||
Línea 100: | Línea 100: | ||
<p>Sin detenerse, la joven lanzó desde lo profundo de su alma, llena de pena y asco, estas palabras:</p> |
<p>Sin detenerse, la joven lanzó desde lo profundo de su alma, llena de pena y asco, estas palabras:</p> |
||
<p>«¡Qué odioso, qué soez, qué repugnante es el pueblo!».</p> |
<p>«¡Qué odioso, qué soez, qué repugnante es el pueblo!».</p> |
||
<h3>Capítulo IV</h3><br></div> <div align="center"> El célebre Miquis</div><br> <font size="+0"><b>- I -</b></font></div> |
|||
<p>Salvo algunas ligeras neuralgias de cabeza, Isidora gozaba de excelente salud. Tan sólo era molestada de frecuentes y penosos insomnios, que a veces la hacían pasar de claro en claro las noches. La causa de esto parecía ser como una sed de su espíritu, que se fomentaba, sin aplacarse, de audaces previsiones de lo futuro, de un perpetuo imaginar hechos que pasarían, que tendrían que pasar, que no podían menos de tomar su puesto en las infalibles series de la realidad. Era una segunda vida encajada en la vida fisiológica y que se desarrollaba potente, construida por la imaginación, sin que faltase una pieza, ni un cabo, ni un accesorio.</p> |
|||
<p>En aquella segunda vida, Isidora se lo encontraba todo completo, sucesos y personas. Intervenía en aquellos, hablaba con estas. Las funciones diversas de la vida se cumplían detalladamente, y había maternidad, amistades, sociedad, viajes, todo ello destacándose sobre un fondo de bienestar, opulencia y lujo. Pasar de esta vida apócrifa a la primera auténtica, érale menos fácil de lo que parece. Era necesario que las de Relimpio, con quienes vivía, le hablasen de cosas comunes, que fuese muy grande el trabajo y empezase muy temprano el ruido de la maquina de coser, o que su padrino, el bondadosísimo D. José de Relimpio, le contase algo de su vida pasada. Como estuviera sola, Isidora se entregaba maquinalmente, sin notarlo, sin quererlo, sin pensar siquiera en la posibilidad de evitarlo, al enfermizo trabajo de la fabricación mental de su segunda vida.</p> |
|||
<p>Cinco días después de su llegada a Madrid y a los cuatro de la escena con <i>la Sanguijuelera</i>, levantose Isidora más tarde que de costumbre, por haber dormido la mañana, y se arregló aprisa. Aquel día estrenaba unas botas. ¡Qué bonitas eran y qué bien le sentaban! Esto pensó ella poniéndoselas y recreándose en la pequeñez y configuración graciosa de sus pies, y dijo para sí con orgullo: «Hoy, al menos, no me verá con el horrible calzado roto que traje del Tomelloso». La vergüenza que sintió al mirar las botas viejas que en un rincón estaban, también muertas de vergüenza, no es para referida. Juró dar aquellos miserables despojos al primer pobre que a la puerta llegase.</p> |
|||
<p>Púsose su vestidillo negro, que a toda prisa se había hecho aquellos días, colocose el velito en la cabeza y hombros, mirándose al espejo con movimientos de pájaro, y se dispuso a salir. Antes abrió el balcón, y mirando a la calle, dijo: «Allí está ya. ¡Qué puntual y qué caballero es!».</p> |
|||
<p>Salió. Las de Relimpío le preguntaron que dónde iba.</p> |
|||
<p>«Voy en busca de mi tía» -repuso ella.</p> |
|||
<p>Y bajando la escalera decía para sí:</p> |
|||
<p>«He tenido que mentir. Cuando yo esté en mi posición, en mi verdadera posición, no diré jamás una mentira. ¡Cuánto me repugna lo que no es verdad!... ¿Pero qué pensaría esa gente si yo les dijera que voy de paseo con Miquis?... Es domingo, hoy no tiene clase, y anoche me dijo que quería enseñarme las cosas bonitas de Madrid, el Museo, el Retiro, la Castellana».</p> |
|||
<p>Y volvió a mirarse las botitas. Los documentos de que se ha formado esta historia dicen que eran de becerro mate con caña de paño negro cruzada de graciosos pespuntes.</p> |
|||
<p>«Me han costado tres duros -pensó Isidora en los últimos peldaños-. Con siete del vestido son diez; seis que di a doña Laura a cuenta, son dieciséis. Aún me queda para vestir a Mariano y ponerlo en la escuela. Después el tío me mandará más, y después...».</p> |
|||
<p>Isidora vivía en el 23 de la calle de Hernán Cortés. Miquis se paseaba desde la lechería a la esquina de la calle de Hortaleza, y estaba embozado en su capa de vueltas rojas, porque si bien el día era claro y hermoso, se sentía fresco.</p> |
|||
<p>Saludáronse y emprendieron su marcha hacia el Retiro. Isidora, conforme a su costumbre de anticiparse a las ideas y a las intenciones de los demás, pensaba así durante los primeros pasos: «Ahora me va a decir que parezco otra, que me he transformado desde que estoy aquí...».</p> |
|||
<p>Pero también se equivocó esta vez, como otras muchas, porque Miquis habló de cosa muy distinta.</p> |
|||
<p>«Me parece -dijo- que yo conozco a esas de Relimpio. Las he visto en las regiones etéreas. ¿No entiendes? En el paraíso del Teatro Real.</p> |
|||
<p>-Sí, allá van alguna vez. Son dos chicas, Emilia y Leonor. Trabajan mucho, cosen a máquina; pero ganan tan poco... Me han cedido un cuartito con balcón a la calle. Antes no sé si lo ocupaba un señor sacerdote. Necesitan ayudarse las pobres. Son muy buenas. Mi padrino D. José es el tipo más célebre del mundo».</p> |
|||
<p>Isidora rompió a reír, y después, haciendo gala de uno de sus talentos más brillantes, el de retratar en cuatro rasgos a una persona, se explicó así:</p> |
|||
<p>«¿No le conoces? Si le hubieras visto alguna vez no le olvidarías. Es un galán viejo con la cara sonrosada. Tiene un bigotito rubio que parece cabello de ángel, y hace pliegues con la boca... Los ojos son de almíbar; qué sé yo... Parecen dos uvas demasiado maduras. Usa un gorro con borla de oro, y es tan fino, tan relamido... Ha sido un tenorio, según dicen. Cose a máquina para ayudar a las chicas; pero su oficio es lo que llaman la Partida Doble. Se entretiene en poner todos los gastos en un libro grande, ¿sabes?... Es preciso que le conozcas.</p> |
|||
<p>-¿Hace falta médico en la casa?</p> |
|||
<p>-Hombre, sí. Doña Laura se queja de un dolor..., no sé dónde.</p> |
|||
<p>-Pues entraré contigo. Iré a hacerte una visita de ceremonia, diciendo que me manda tu tío el de Tomelloso.</p> |
|||
<p>-Ya veremos el modo de que entres».</p> |
|||
<p>Siguieron hablando de otras cosas, y avanzaban poco en su paseo, porque Isidora se detenía ante los escaparates para ver y admirar lo mucho y vario que en ellos hay siempre. También era motivo de sus detenciones el deseo oculto de mirarse en los cristales, pues es costumbre de las mujeres, y aun en los hombres, echarse una ojeada en las vitrinas, para ver si van tan bien como suponen o pretenden.</p> |
|||
<p>En el Museo las impresiones de aquella singular joven fueron muy distintas, y sus ideas, levantando el vuelo, llegaron a zonas mucho más altas que aquella por donde andaban al rastrear en los muestrarios llenos de chucherías. Sin haber adquirido por lecturas noción alguna del verdadero arte, ni haber visto jamás sino mamarrachos, comprendía la superioridad de lo que a su vista se presentaba; y con admiración silenciosa, su vista iba de cuadro en cuadro, hallándolos todos, o casi todos, tan acabados y perfectos, que se prometió ir con frecuencia al edificio del Prado para saborear más aquel goce inefable que hasta entonces le fuera desconocido. Preguntó a Miquis si también en aquel sitio destinado a albergar lo sublime dejaban entrar al pueblo, y como el estudiante le contestara que sí, se asombró mucho de ello.</p> |
|||
<p>Llegaron por fin al Buen Retiro, cuyo lindo nombre ha querido en vano cambiarse con el insulso rótulo de <i>Parque de Madrid</i>. Allí las emociones de Isidora fueron una alegría casi infantil, un deseo vivo de correr, de despeinarse, de entrar descalza en los charcos de las acequias, de subir a las ramas en busca de nidos, de coger flores, de dormir a la sombra, de cantar. Aquella naturaleza hermosa, aunque desvirtuada por la corrección, despertaba en su impresionable espíritu instintos de independencia y de candoroso salvajismo. Pero bien pronto comprendió que aquello era un campo urbano, una ciudad de árboles y arbustos. Había calles, plazas y hasta manzanas de follaje. Por allí andaban damas y caballeros, no en facha de pastorcillos, ni al desgaire, ni en trenza y cabello, sino lo mismo que iban por las calles, con guantes, sombrilla, bastón. Prontamente se acostumbró el espíritu de ella a considerar el Retiro (que sólo conocía por vagos recuerdos de su niñez) como una ingeniosa adaptación de la Naturaleza a la cultura; comprendió que el hombre, que ha domesticado a las bestias, ha sabido también civilizar al bosque. Echando, pues, de su alma aquellos vagos deseos de correr y columpiarse, pensó gravemente de este modo: «Para otra vez que venga, traeré yo también mis guantes y mi sombrilla».</p> |
|||
<p>Después de admirar el afeitado Parterre, fueron a dar la vuelta al estanque grande, que es un mar de bolsillo, como decía Miquis. Este la llevó luego por sitios escondidos y por las callejuelas y laberintos que están entre el estanque y la fuente de la China. Miquis estaba alegre como un niño, porque también en él, parroquiano constante del Retiro, hacía sentir su influjo la vegetación nueva de Primavera, los juegos del sol entre las ramas, el meneo de las hojas acariciándose, y aquel ambiente, compuesto de frescura y tibieza, que al mismo tiempo atemperaba el cuerpo y el alma. La capa le daba calor. Se la quitó arrojándola por tierra. Hizo después una almohada de ella y se tendió en el suelo. Isidora se sentó frente a él.</p> |
|||
<p>«¿Oyes los pájaros? -dijo Miquis- Son ruiseñores».</p> |
|||
<p>Isidora había oído hablar de los ruiseñores como cifra y resumen de toda la poesía de la Naturaleza; pero no los había oído. Estos artistas no iban nunca por la Mancha. Puso atención, creyendo oír odas y canciones, y su semblante expresaba un éxtasis melancólico, aunque a decir verdad lo que se oía era una conversación de miles de picos, un galimatías parlamentario-forestal, donde el músico más sutil no podría encontrar las endechas amorosas de que tanto se ha abusado en literatura. Miquis se echó a reír, y como si tuviera gusto en despoetizar la hermosa situación en que ambos se encontraban, dijo de improviso:</p> |
|||
<p>«Isidora, ayer he estado trabajando en el anfiteatro con el Dr. Martín Alonso desde las dos hasta las cinco. Eramos tres alumnos. Le ayudábamos a hacer la autopsia de un viejo que murió de corazón. ¡Si vieras, chica!...».</p> |
|||
<p>Isidora se puso las manos ante la cara con muestras de horror.</p> |
|||
<p>«Es el trabajo más bonito -añadió Miquis-. Tonta, ¿por qué no se ha de hablar de esto? Si es la realidad, la ciencia... ¿Qué sería de la vida si no se estudiara la muerte? Nada me gusta como la Cirugía, chica. O he de ser un gran cirujano, o nada. Verás. Cuando el doctor no estaba allí, cogíamos uno de los brazos del muerto, y ¡zas!, nos pegábamos bofetadas unos a otros...».</p> |
|||
<p>Isidora dio un grito.</p> |
|||
<p>«Eres tonta... Pues si vieras lo que yo gozo cuando levanto un músculo con mi escalpelo, cuando me apodero de una entraña...».</p> |
|||
<p>Isidora se levantó, echando a correr y metiéndose un dedo en cada oído.</p> |
|||
<p>«Aguarda, ruiseñora, no hablaré más de esto».</p> |
|||
<p>Luego se iban a otro sitio. Isidora, sentada junto a un tronco, se quedaba meditabunda, mirando por un hueco del ramaje las blancas masas de nubes que avanzaban sobre lo azul del cielo con soberana lentitud. Miquis cogía una rama seca, y acercándose cautelosamente por detrás de la joven, se la pasaba por la cara y decía con voz lúgubre: «¡La mano del muerto!».</p> |
|||
<p>Isidora daba un chillido; después reían los dos. Miquis cantaba trozos de ópera, corrían un poco; escondíase él tras las espesas matas de aligustre, para que ella le buscase; encontrábanse fácilmente; se cogían las manos; se sentaban de nuevo; charlaban, convidados de la hermosura del día y del lugar, donde todo parecía recién criado, como en aquellos días primeros de la fabricación del mundo, en que Dios iba haciendo las cosas y las daba por buenas.</p> |
|||
<font size="+0"><b>- II -</b></font></div> |
|||
<p>Augusto Miquis, por quien sabemos los pormenores de aquellas escenas, es hoy un médico joven de gran porvenir. Entonces era un estudiante aprovechadísimo, aunque revoltoso, igualmente fanático por la Cirugía y por la Música, ¡qué antítesis!, dos extremos que parecen no tocarse nunca, y sin embargo se tocan en la región inmensa, inmensamente heterogénea del humano cerebro. Recordaba las melodías patéticas, los graciosos ritornelos y las cadencias sublimes allá en la cavidad taciturna del anfiteatro, entre los restos dispersos del cuerpo de nuestros semejantes. Él, en presencia de Raoul y Valentina, o ante la sublime conjuración de Guillermo Tell, o en la sala de conciertos, pensaba en la aponeurosis del gran supinador. Él, posado sobre los libros, como un ave sobre su empolladura, soñaba con un monumento colosal que expresase los esfuerzos del genio del hombre en la conquista de lo ideal. Aquel monumento debía rematarse con un grupo sintético: ¡Beethoven abrazado con Ambrosio Paré!</p> |
|||
<p>Nació en una aldea tan célebre en el mundo como Babilonia o Atenas, aunque en ella no ha pasado nunca nada: el Toboso. Diole el Cielo inteligencia superior, que en aquella edad era todavía un desordenado instinto genial. Su aplicación no era constante como la de las medianías, sino intermitente y caprichosa. Tan pronto devoraba libros, emprendía penosos estudios y practicaba con ardor la cirugía, como lo abandonaba todo para leer partituras al piano, tocándolo con pocos dedos y menos nociones de Música. Pero en estas alternativas de trabajo y holganza, se ha apoderado poco a poco de la ciencia, y cada idea que llegaba a ser suya, daba al punto en su mente magníficos frutos.</p> |
|||
<p>Todas las teorías novísimas le cautivaban, mayormente cuando eran enemigas de la tradición. El transformismo en ciencias naturales y el federalismo en política le ganaron por entero. Tenía gran facilidad de dicción. Se asimilaba prodigiosamente las ideas de los libros y las ideas de los maestros orales, sus frases, su estilo y hasta su metal de voz. Burla burlando, imitaba a todos los profesores de la Facultad, y como poseía extraordinaria retentiva, lo mismo era para él repetir un <i>allegro</i> lleno de dificultades, que pronunciar dos o tres discursos sobre Medicina o Filosofía naturalista.</p> |
|||
<p>Su carácter siempre alegre, erizado de malicias, se manifestaba en punzadas mil, en bromas a veces nada ligeras, en apropósitos y en charlar voluble, compuesto ya de hipérboles, ya de pedanterías burlescas, que ciertamente no indicaban que él fuese pedante, sino que, por bromear, bromeaba hasta con la ciencia. Tomando un tono hueco, hacía pasar por sus labios todas las palabras retumbantes, todas las frases obscuras de la fraseología científica, y las intercalaba de paradojas de su propia cosecha, graciosas y originales.</p> |
|||
<p>Aún hoy, que es un hombre de saber sólido, no ha perdido Miquis aquellas mañas, y nos divierte con sus chuscas habladurías. A veces parece querer zaherir aquello que adora; pero en realidad no hace más que mofarse de lo que es realmente pedantesco. Entonces no; sus burlas no perdonaban ni la verdad misma, ni la ciencia adorada. En la leonera que tenía por vivienda y que era una caverna de disputas, se oía su voz declamatoria, diciendo estas o parecidas cosas: «... porque, señores, a todas horas estamos viendo que, unidas en fatal coyunda las enfermedades diatésicas, determinan la depauperación general, la propagación de los vicios herpético y tuberculoso, que son, señores, permitidme decirlo así, la carcoma de la raza humana, la polilla por donde parece marchar a su ruina...». O bien, elevándose a lo teórico, gritaba: «Reconociendo, señores, la revolución que las ciencias naturales, y especialmente la Química, han hecho en la materia médica moderna, no conviene afirmar que la Química, señores, forma un sistema médico por sí sola, porque antes que las leyes químico-orgánicas están las leyes vitales. Volved la vista, señores, a Paracelso, Helmoncio y Agrícola, y ¿qué hallaréis, señores?...».</p> |
|||
<p>Isidora vio un araña que se descolgaba de un hilo, un pájaro que llevaba pajas en el pico, una pareja de mariposas blancas que paseaban por la atmósfera con esa elegante desenvoltura que tanto ha dado que hablar en poesía, y sobre estos accidentes y otros dijo cosas que hicieron reír a Miquis. Hablando y hablando, Augusto llegó a decir:</p> |
|||
<p>«Señores, evolución tras evolución, enlazados el nacer y el morir, cada muerte es una vida, de donde resulta la armonía y el admirable plan del Cosmos».</p> |
|||
<p>¡El Cosmos! ¡Qué bonito eco tuvo esta palabra en la mente de Isidora! ¡Cuánto daría por saber qué era aquello del Cosmos!..., porque verdaderamente ella deseaba y necesitaba instruirse.</p> |
|||
<p>«¿Quieres saber lo que es eso, tonta? -le preguntó Miquis-. Vamos, veo que eres un pozo de ignorancia.</p> |
|||
<p>-No sé más que leer y escribir; deseo aprender algo más, porque sería muy triste para mí encontrarme dentro de algún tiempo tan ignorante como ahora. Enséñame tú. Yo me pongo a pensar que será esto de morirse. Pues el nacer también...</p> |
|||
<p>-También tiene bemoles -añadió Augusto en tono sumamente enfático-, porque, señores, debemos principiar declarando que todo el mundo se compone de las mismas sustancias no creadas, no destructibles, y se sostiene por las mismas fuerzas imperecederas que actúan según las mismas leyes, desde el átomo invisible hasta la inmensa multitud de cuerpos celestes, conservándose invariables en el conjunto de su efecto total... ¿Te has enterado?</p> |
|||
<p>-El demonio que te entienda... ¡Qué jerga!</p> |
|||
<p>-¡Qué bonitos ojos tienes!</p> |
|||
<p>-Tonto... Vamos a ver las fieras.</p> |
|||
<p>-No me da la gana. ¿Qué más fiera que tú?</p> |
|||
<p>-El león.</p> |
|||
<p>-¡Leoncitos a mí!... Esos dos hoyuelos que te abrió Natura entre el músculo maseter y el orbicular me tienen fuera de mí... No te pongas seria, porque desaparecen los hoyuelos.</p> |
|||
<p>-Vámonos de aquí -dijo Isidora con fastidio.</p> |
|||
<p>-Estamos en el lugar más recogido del laboratorio de la Naturaleza. Señores, hemos sido admitidos a presenciar sus trabajos misteriosos. Entremos en la selva profunda y sorprenderemos el palpitar primero de las nuevas vidas. Ved, señores, cómo de los infinitos huevecillos acariciados por el sol salen infinitos seres que ensayan entre las ramas su primer paso y su primer zumbido. ¿No oís cómo estrenan sus trompetillas esos niños alados, que vivirán un día y en un día alborotarán la vecindad de este olmo? En el reino vegetal, señores, la nueva generación se os anuncia con una fuerte emisión de aromas mareantes, alguno de los cuales os afecta como si la esencia misma de vivir fuera apreciable al olfato. Las oleadas de fecundidad corren de una parte a otra, porque la atmósfera es mediadora, tercera o Celestina de invisibles amores. Sentís afectado por estas emanaciones lo más íntimo de vuestro ser. Mirad los tiernos pimpollos, mirad cómo al influjo de esa fuerza misteriosa desarrollan las menudas florecillas sus primeras galas, cómo se atavían las margaritas mirándose en el espejo de aquel arroyo, cómo se acicalan...</p> |
|||
<p>-Cállate... Pues no tendrías precio para catedrático...</p> |
|||
<p>-Para catedrático-poeta, que es la calamidad de las aulas. Mira: el día en que yo sea médico, voy a poner una cátedra para explicar...</p> |
|||
<p>-¿Qué?</p> |
|||
<p>-Para dar una lección de armonía de la Naturaleza -dijo Miquis, mirándola a los ojos-, y explicar esos radios de oro que nacen en tu pupila y se extienden por tu iris... Déjame que lo observe de cerca...</p> |
|||
<p>-¡Qué pesado! Quita... enséñame las fieras.</p> |
|||
<p>-Vamos, mujer, esposa mía, a ver esas alimañas -dijo Augusto en tono de paciencia-. Desde que me casé contigo me traes sobre un pie. Eras tan amable de polla, ahora de casada tan regañona y exigente... Vamos, vamos, y me pondré un tigre en cada dedo... ¿Qué más? Se te antoja una jirafa. ¡Isidora, Isidorilla!».</p> |
|||
<p>Ambos se detuvieron mirándose entre risas.</p> |
|||
<p>«Si no me das un abrazo me meto en la jaula del león... Quiero que me almuerce. O tu amor o el suicidio.</p> |
|||
<p>-Si pareces un loco.</p> |
|||
<p>-El suicidio es la plena posesión de sí mismo, porque al echarse el hombre en los amorosos brazos de la nada... Pero vamos a ver a esos señores mamíferos.</p> |
|||
<p>-¿Qué son mamíferos? -preguntó Isidora, firme en su propósito de instruirse.</p> |
|||
<p>-Mamíferos son coles. Vidita, no te me hagas sabia. El mayor encanto de la mujer es la ignorancia. Dime que el sol es una tinaja llena de lumbre; dime que el mundo es una plaza grande y te querré más. Cada disparate te hará subir un grado en el escalafón de la belleza. Sostén que tres y dos son ocho, y superarás a Venus.</p> |
|||
<p>-Yo no quiero ser sabia, vamos, sino saber lo preciso, lo que saben todas las personas de la buena sociedad, un poquito, una idea de todo..., ¿me entiendes?</p> |
|||
<p>-¿Sabes coser?</p> |
|||
<p>-Sí.</p> |
|||
<p>-¿Sabes planchar?</p> |
|||
<p>-Regularmente.</p> |
|||
<p>-¿Sabes zurcir?</p> |
|||
<p>-Tal cual.</p> |
|||
<p>-Y de guisar, ¿cómo andamos?</p> |
|||
<p>-Así, así.</p> |
|||
<p>-Me convienes, chica. Nada, nada, te digo que me convienes, y no hay más que hablar.</p> |
|||
<p>-Pues a mí no me convienes tú.</p> |
|||
<p>-<i>¡Boa constrictor!</i></p> |
|||
<p>-¿Qué es eso?</p> |
|||
<p>-Tú.</p> |
|||
<p>-Pero que, ¿es cosa de Medicina?</p> |
|||
<p>-Es una culebra.</p> |
|||
<p>-¿La veremos aquí?... Entremos. ¿Es esto la Casa de Fieras?</p> |
|||
<p>-¿Quieres ver al oso? Aquí me tienes.</p> |
|||
<p>-Sí que lo eres» -dijo Isidora riendo con toda su alma.</p> |
|||
<p>Y entraron. Un tanto aburrido Miquis de su papel de indicador, iba mostrando a Isidora, jaula por jaula, los lobos entumecidos, las inquietas y feroces hienas, el águila meditabunda, los pintorreados leopardos, los monos acróbatas y el león monomaníaco, aburridísimo, flaco, comido de parásitos, que parece un soberano destronado y cesante. Vieron también las gacelas, competidoras del viento en la carrera, las descorteses llamas, que escupen a quien las visita, y los zancudos canguros, que se guardan a sus hijos en el bolsillo. Satisfecha la curiosidad de Isidora, poca impresión hizo en su espíritu la menguada colección zoológica. Más que admiración, produjéronle lástima y repugnancia los infelices bichos privados de libertad.</p> |
|||
<p>«Esto es espectáculo para el pueblo -dijo con desdén-. Vámonos de aquí.</p> |
|||
<p>-Aunque enamorado -indicó Miquis al salir-, estoy muerto de hambre. Lo divino no quita lo humano. Amémonos y almorcemos».</p> |
|||
<font size="+0"><b>- III -</b></font></div> |
|||
<p>También Isidora estaba desfallecida. Discutieron un rato sobre si darían por terminado el paseo en aquel punto, yéndose cada cual a su casa; pero al fin Miquis hizo triunfar su propósito de almorzar en uno de los ventorrillos cercanos a los Campos Elíseos. No eran ciertamente modelo de elegancia ni de comodidad, como Isidora tuvo ocasión de advertir al tomar posesión de una mesa coja y trémula, de una silla ruinosa, y al ver los burdos manteles y el burdísimo empaque de la mujer sucia y ahumada que salió a servirles.</p> |
|||
<p>Compareció sobre el mantel una tortilla fláccida que, por el color, más parte tenía de cebolla que de huevo, y Miquis la dividió al punto. El vino que llegó como escudero de la tortilla era picón y negro, cual nefanda mixtura de pimienta y tinta de escribir. El plato, mal llamado fuerte, que siguió a la tortilla, y que sin duda debía la anterior calificación a la dureza de la carne que lo componía, no gustó a Isidora más que el local, el vino y la dueña del puesto. Con desprecio mezclado de repugnancia observó la pared del ventorrillo, que parecía un mal establo, el interior de la tienda o taberna, las groseras pinturas que publicaban el juego de la rayuela, el piso de tierra, las mesas, el ajuar todo, los cajones verdes con matas de<i>evónymus</i>, cuyas hojas tenían una costra de endurecido polvo, el aspecto del público de capa y mantón que iba poco a poco ocupando los puestos cercanos, el rumor soez, la desagradable vista de los barriles de escabeche, chorreando salmuera...</p> |
|||
<p>«¡Qué ordinario es esto! -exclamó, sin poderse contener-. Vaya, que me traes a unos sitios...</p> |
|||
<p>-¡Bah, bah!... ¿No te gusta conocer las costumbres populares? A mí me encanta el contacto del pueblo... Para otra vez, marquesa, iremos a uno de los buenos <i>restaurants</i> de Madrid... Perdóname por hoy... Tenías carita de hambre atrasada.</p> |
|||
<p>-Esto no es para mí -dijo Isidora con remilgo.</p> |
|||
<p>-¡Impertinencia, tienes nombre de mujer! -exclamó el estudiante, a un tiempo riendo y mascando- ¡Descontentadiza, exigente! ¿A qué vienen esos melindres? Somos hijos del pueblo; en el seno del noble pueblo nacimos; manos callosas mecieron nuestras cunas de mimbre; crecimos sin cuidados, mocosos, descalzos; y por mi parte sé decir que no me avergüenzo de haber dormido la siesta en un surco húmedo, junto a la panza de un cerdo. Usted, señora duquesa, viene sin duda de altos orígenes, y ha gateado sobre alfombras, y ha roto sonajeros de plata; pero usted se ha mamado el dedo como yo, y ahora somos iguales, y estamos juntos en un ventorrillo, entre honradas chaquetas y más honrados mantones. La humanidad es como el agua; siempre busca su nivel. Los ríos más orgullosos van a parar al mar, que es el pueblo; y de ese mar inmenso, de ese pueblo, salen las lluvias, que a su vez forman los ríos. De todo lo cual se deduce, marquesa, que te quiero como a las niñas de mis ojos.</p> |
|||
<p>-Vámonos -dijo Isidora con fastidio.</p> |
|||
<p>-Vámonos a Puerto Rico -replicó Miquis, después de pagar el gasto-. Vámonos despacito hacia la Castellana, para que te hartes de ver coches, aristócrata, sanguijuela del pueblo... Si digo que te he de cortar la cabeza... Pero será para comérmela».</p> |
|||
<p>¡Con qué inocente confianza y abandono iban los dos, en familiar pareja, por los senderos torcidos que conducen desde el camino de Aragón a Pajaritos! Bajaban a las hondonadas de tierra sembrada de mies raquítica; subían a los vertederos, donde lentamente, con la tierra que vacían los carros del Municipio, se van bosquejando las calles futuras; pasaban junto a las cabañas de traperos, hechas de tablas, puertas rotas o esteras, y blindadas con planchas que fueron de latas de petróleo; luego se paraban a ver muchachos y gallinas escarbando en la paja; daban vueltas a los tejares; se detenían, se sentaban, volvían a andar un poco, sin prisa, sin fatiga.</p> |
|||
<p>Miquis, a ratos, hacía burlescos encarecimientos del paisaje. «Allá -decía- las pirámides de Egipto, que llamamos tejares; aquí el despedazado anfiteatro de estas tapias de adobes. ¡Qué vegetación! Observa estos cardos seculares que ocultan el sol con sus ramas; estas malvas vírgenes, en cuya impenetrable espesura se esconde la formidable lagartija. Mira estos edificios, San Marcos de Venecia, Santa Sofía, el Escorial... ¡Ay! Isidora, Isidora, yo te amo, yo te idolatro. ¡Qué hermoso es el mundo! ¡Qué bella está la tarde! ¡Cómo alumbra el sol! ¡Qué linda eres y yo qué feliz!».</p> |
|||
<p>Pasaban otras parejas como ellos; pasaban perros, algún guardia civil acompañando a una criada decente; pastores conduciendo cabras; pasaban también hormigas, y de cuando en cuando pasaba rapídisima por el suelo la sombra de un ave que volaba por encima de sus cabezas. Y ellos charla que charla. Miquis empezó contándole su historia de estudiante, toda de peripecias graciosas. Su hermano mayor, Alejandro Miquis, que estudiaba Leyes, había muerto algún tiempo antes, de una enfermedad terrible. Augusto despuntaba, desde muy niño, por la Medicina, y jamás vaciló en la elección de carrera. Su padre le enviaba treinta y cinco duros al mes, y él sabía arreglarse. ¡Había tenido diez y siete patronas! Entregábale las mesadas, y tenía además el encargo de vigilarle y darle consejos, un hombre de posición humilde y sanas costumbres, bastante viejo, amigo y aun algo pariente de los Miquis del Toboso. Este bravo manchego se llamaba Matías Alonso y era conserje de la casa de Aransis.</p> |
|||
<p>Al oír este nombre Isidora palideció, y el corazón saltó en el pecho. Su espontaneidad quiso decir algo; pero se contuvo asustada de las indiscreciones que podría cometer. Después salió a relucir el tema más común en estos paseos de parejas. Hablaron de aspiraciones, del porvenir, de lo que cada cual esperaba ser. Miquis habló seriamente, sin dejar su expresión irónica, por ser la ironía, más que su expresión, su cara misma. El esperaba ser un facultativo de fama y operador habilísimo. Llevaría un sentido por cada operación, y viviría con lujo, sin olvidar a su bondadoso y honrado padre, labrador de mediana fortuna, que tantos sacrificios hacía para darle carrera. En cuanto esta fuese concluida pensaba el buen Miquis hacer oposición a una plaza de hospitales.</p> |
|||
<p>«En los hospitales -decía-, en esos libros dolientes es donde se aprende. Allí está la teoría unida a la experiencia por el lazo del dolor. El hospital es un museo de síntomas, un riquísimo atlas de casos, todo palpitante, todo vivo. Lo que falta a un enfermo le sobra a otro, y entre todos forman un cuerpo de doctrina. Allí se estudian mil especies de vidas amenazadas y mil categorías de muertes. Las infinitas maneras de quejarse acusan los infinitos modos de sufrir, y estos las infinitas clases de lesiones que afligen al organismo humano; de donde resulta que el supremo bien, la ciencia, se nutre de todos los males y de ellos nace, así como la planta de flores hermosas y aromáticas es simplemente una transformación de las sustancias vulgares o repugnantes contenidas en la tierra y en el estiércol».</p> |
|||
<p>Pensaba Miquis trabajar y aplicarse mucho, sin desdeñar espectáculo triste, ni dolencia asquerosa, ni agonía tremenda, porque de todas estas miserias había de nutrir su saber. Después vendrían las visitas bien remuneradas, las consultas pingües. Él se dedicaría a una especialidad. Al fin completaría sus satisfacciones abonándose a diario a la Ópera, para que su espíritu, cansado del excesivo roce con lo humano, se restaurase en las frescas auras de un arte divino.</p> |
|||
<p>Luego tocaba a Isidora explanar sus pretensiones. ¡Pero le era tan difícil hacerlo!... Sus ideales eran confusos, y su posición particular, su delicadeza, no le permitían hablar mucho de ellos. ¡Oh!, si dijera todo lo que podía decir, Miquis se asombraría, se quedaría hecho un poste. ¡Pero no, no podía explicarse con claridad! La cosa era grave. Quizás entre el presente triste y el porvenir brillante habrían de mediar los enojos de un pleito, cuestiones de familia, escándalos, revelaciones, proclamación de hechos hasta entonces secretos, y que llenarían de asombro a la buena sociedad, a la<i>buena sociedad</i>, fijarse bien, de Madrid. Entretanto, únicamente se podía decir que ella no era lo que parecía, que ella no era Isidora Rufete, sino Isidora... A su tiempo madurarían las uvas; a su tiempo se sabría el apellido, la casa, el título... Vivir para ver. Estas cosas no ocurren todos los días, pero alguna vez...</p> |
|||
<p>Pasó un naranjero.</p> |
|||
<p>«¿Son de cáscara fina? -preguntó Miquis al comprar cuatro naranjas-. Toma, cómete esta para que se te vaya refrescando la sangre. La fluidez de la sangre despeja el cerebro, da claridad a las ideas...</p> |
|||
<p>-Así es -prosiguió Isidora con cierta fatuidad mal disimulada-, que si me preguntas cosas que no sean de lo que ahora está pasando, quizás no te podré contestar. ¿Qué sé yo lo que será de mí? ¿Conseguiré lo que deseo y lo que me corresponde? ¡Hay tanta picardía en este mundo!</p> |
|||
<p>-Verdaderamente que sí -dijo Augusto en el tono más enfáticamente burlesco que usar sabía-. El mundo es una sentina, una cloaca de vicios. En él no hay más que dolor y falsía. Malo es el mundo, malo, malo, malo. ¡Duro en él! En cambio nosotros somos muy buenos; somos ángeles. La culpa toda es del pícaro mundo, de ese tunante. Es el gato, hija mía, el gato, autor de todas las fechorías que ocurren en... el Cosmos. ¡Ah, mundo, pillín, si yo te cogiera!... Pero ven acá, alma mía; puesto que vas a dar un salto tan brusco en la escala social..., dime: allá, en esos Olimpos, ¿te acordarás del pobre Miquis?</p> |
|||
<p>-¿Pues no me he de acordar? Serás entonces un médico célebre.</p> |
|||
<p>-¡Y tan célebre!... Vamos a lo principal. ¿Y tendrás a menos ser esposa de un Galeno?</p> |
|||
<p>-¿De un qué?... ¿De una notabilidad?... ¡Oh, no! Poco entiendo de cosas del mundo; pero me parece que los grandes doctores pueden casarse con...</p> |
|||
<p>-Con las reinas, con las emperatrices.</p> |
|||
<p>-Y sobre todo chico -añadió Isidora-, de algo ha de valer que nos conozcamos ahora. Y lo que es a mí...».</p> |
|||
<p>¡Cuánta ternura brilló en sus ojos, mirando a Miquis, que la devoraba con los suyos!</p> |
|||
<p>«Lo que es a mí... no me han de imponer un marido que no sea de mi gusto, aunque esté más alto que el sol.</p> |
|||
<p>-¡Bendita sea tu boca! -exclamó Augusto, apoderándose de las dos manos de ella-. ¡Ay!, prenda, ¡qué frías tienes las manos!</p> |
|||
<p>-¡Y las tuyas, qué calientes!».</p> |
|||
<p>Isidora volvió a pensar en que nunca más saldría a la calle sin guantes.</p> |
|||
<p>«¿Querrás siempre a este pobre Miquis, que te quiere más?... Desde que te vi en Leganés, me estoy muriendo, no sé lo que me pasa, no estudio, no duermo, no puedo apartar de mí esos ojos, ese perfil divino y todo lo demás».</p> |
|||
<p>Ella empezó a comer otra naranja, y él la miraba embebecido. Nunca le había parecido tan guapa como entonces. Sus labios, empapados en el ácido de la fruta, tenían un carmín intensísimo, hasta el punto de que allí podían ser verdad los rubíes montados en versos de que tanto han abusado los poetas. Sus dientecillos blancos, de extraordinaria igualdad y finísimo esmalte, mordían los dulces cascos como Eva la manzana, pues desde entonces acá el mundo no ha variado en la manera de comer fruta. Saboreando aquella, Isidora ponía en movimiento los dos hoyuelos de su cara, que ya se ahondaban, ya se perdían, jugando en la piel. La nariz era recta. Sus ojos claros, serenos y como velados, eran, según decía Miquis, de la misma sustancia con que Dios había hecho el crepúsculo de la tarde.</p> |
|||
<p>Miquis intentó abrazarla. Isidora había despuntado un casquillo con intención de comérselo. Variando de idea al ver las facciones de su amigo tan cerca de las suyas, alargó un poco la mano y puso el pedazo de naranja entre los dientes de Miquis. Él se comió lo que era de comer y retuvo un rato entre sus labios las yemas de aquellos dedos rojos de frío.</p> |
|||
<p>Isidora se levantó bruscamente, y echó a correr por el sendero.</p> |
|||
<p>Corrieron, corrieron...</p> |
|||
<p>«¡Ya te cogí! -exclamó Augusto, fatigadísimo y sin aliento, apoderándose de ella-. Perla de los mares, antes de cogerte se ahoga uno.</p> |
|||
<p>-Formalidad, formalidad, señor doctorcillo -dijo Isidora, poniéndose muy seria.</p> |
|||
<p>-¡Formalidad al amor! El amor es vida, sangre, juventud, al mismo tiempo ideal y juguete. No es la Tabla de Logaritmos, ni el Fuero Juzgo, ni las Ordenanzas de Aduanas.</p> |
|||
<p>-Juicio, mucho juicio, Sr. Miquis.</p> |
|||
<p>-El juicio está claro, señorita. Yo sé lo que me digo. Oye bien. Por mi padre, que es lo que más quiero, juro que me caso contigo.</p> |
|||
<p>-¡Huy, qué prisa!...</p> |
|||
<p>-Está dicho.</p> |
|||
<p>-¡Mira éste!</p> |
|||
<p>-Un Miquis no vuelve atrás; <i>un re non mente</i>; la palabra de un Miquis es sagrada.</p> |
|||
<p>-¡Bah, bah!</p> |
|||
<p>-Soy del Toboso, de ese pueblo ilustre entre los pueblos ilustres. Un tobosino no puede ser traidor.</p> |
|||
<p>-Pero puede ser tinaja.</p> |
|||
<p>-No te rías; esto es serio. Estamos hablando de la cosa más grave, de la cosa más trascendental».</p> |
|||
<p>Y era verdad que estaba serio.</p> |
|||
<p>«No nos detengamos aquí -dijo Isidora viendo que el estudiante buscaba un sitio para sentarse-. Hace fresco.</p> |
|||
<p>-Sigamos. En otra parte hablaremos mejor.</p> |
|||
<p>-¿A dónde quieres llevarme? Yo no voy sino a mi casa.</p> |
|||
<p>-Por ahora bajemos a la Castellana, para que veas cosa buena.</p> |
|||
<p>-Sí, sí, a la Castellana. Mi tío el Canónigo me decía que es cosa sin igual la Castellana.</p> |
|||
<p>-Escribiré mañana a tu tío el Canónigo.</p> |
|||
<p>-¿Para qué?</p> |
|||
<p>-Para pedirte. Agárrate de mi brazo. Vamos aprisa... Cuando digo que me caso... Sí, estudiante y todo. Mi padre pondrá el grito en el cielo; pero cuando te conozca, cuando vea esta joya... desprendida de la corona del Omnipotente...».</p> |
|||
<p>Las risas de Isidora oíanse desde lejos. Al llegar al barrio de Salamanca guardaron más compostura y desenlazaron sus brazos. Descendían por la calle de la Ese, cuando Isidora se detuvo asombrada de un rumor continuo que de abajo venía.</p> |
|||
<font size="+0"><b>- IV -</b></font></div> |
|||
<p>«¿Hay aquí algún torrente? -preguntó a Miquis.</p> |
|||
<p>-Sí, torrente hay... de vanidad.</p> |
|||
<p>-¡Ah! ¡Coches!...</p> |
|||
<p>-Sí, coches... Mucho lujo, mucho tren... Esto es una gloria arrastrada».</p> |
|||
<p>Isidora no volvía de su asombro. Era el momento en que la aglomeración de carruajes llegaba a su mayor grado, y se retardaba la fila. La obstrucción del paseo impacientaba a los cocheros, dando algún descanso a los caballos. Miquis veía lo que todo el mundo ve: muchos trenes, algunos muy buenos, otros publicando claramente el <i>quiero y no puedo</i> en la flaqueza de los caballos, vejez de los arneses y en esta tristeza especial que se advierte en el semblante de los cocheros de gente tronada; veía las elegantes damas, los perezosos señores, acomodados en las blanduras de la berlina, alegres mancebos guiando faetones, y mucha sonrisa, vistosa confusión de colores y líneas. Pero Isidora, para quien aquel espectáculo, además de ser enteramente nuevo, tenía particulares seducciones, vio algo más de lo que vemos todos. Era la realización súbita de un presentimiento. Tanta grandeza no le era desconocida. Habíala soñado, la había visto, como ven los místicos el Cielo antes de morirse. Así la realidad se fantaseaba a sus ojos maravillados, tomando dimensiones y formas propias de la fiebre y del arte. La hermosura de los caballos y su grave paso y gallardas cabezadas, eran a sus ojos como a los del artista la inverosímil figura del hipogrifo. Los bustos de las damas, apareciendo entre el desfilar de cocheros tiesos y entre tanta cabeza de caballos, los variados matices de las sombrillas, las libreas, las pieles, producían ante su vista un efecto igual al que en cualquiera de nosotros produciría la contemplación de un magnífico fresco de apoteosis, donde hay ninfas, pegasos, nubes, carros triunfales y flotantes paños.</p> |
|||
<p>¡Qué gente aquella tan feliz! ¡Qué envidiable cosa aquel ir y venir en carruaje, viéndose, saludándose y comentándose! Era una gran recepción dentro de una sala de árboles, o un rigodón sobre ruedas. ¡Qué bonito mareo el que producían las dos filas encontradas, y el cruzamiento de perfiles marchando en dirección distinta! Los jinetes y las amazonas alegraban con su rápida aparición el hermoso tumulto; pero de cuando en cuando la presencia de un ridículo simón lo descomponía.</p> |
|||
<p>«Debían prohibir -dijo Isidora con toda su alma- que vinieran aquí esos horribles coches de peseta.</p> |
|||
<p>-Déjalos... En ellos van quizás algunos prestamistas que vienen a gozarse en las caras aburridas de sus deudores, los de las berlinas. El simón de hoy es el <i>landau</i>de mañana... Esto es una noria; cuando un cangilón se vacía otro se llena».</p> |
|||
<p>Apareció un coche de gran lujo, con lacayo y cochero vestidos de rojo.</p> |
|||
<p>«El Rey Amadeo -dijo Miquis- El Rey. Mira, mira, Isidora... No me quitaré yo el sombrero como esos tontos.</p> |
|||
<p>-Si apenas le saludan... -observó Isidora con lástima-. Pues cuando vuelva a pasar, le hago yo la gran cortesía. Mí tío el Canónigo dice que está excomulgado este buen señor; pero el Rey es Rey».</p> |
|||
<p>Pasado su primer arrobamiento, Isidora empezó a ver con ojos de mujer, fijándose en detalles de vestidos, sombreros, adornos y trapos.</p> |
|||
<p>«¡Qué variedad de sombreros! ¡Mira este, mira aquel, Miquis!... ¡Vaya un vestidito! Y tú, ¿por qué no montas a caballo, para parecerte a aquel joven?...</p> |
|||
<p>-Es un cursi.</p> |
|||
<p>-Y tú un veterinario... ¡Qué hermosas son las mantillas blancas! Es moda nueva, quiero decir, moda vieja que han desenterrado ahora... Creo que es cosa de política. Mi tío el Canónigo decía...</p> |
|||
<p>-Hazme el favor de no nombrarme más a tu tío el Canónigo, quiero decir, a mi querido tío... Esto de las mantillas blancas es una manifestación, una protesta contra el Rey extranjero.</p> |
|||
<p>-¡Qué salado! Si yo tuviera una mantilla blanca también me la pondría.</p> |
|||
<p>-Y yo te ahorcaría con ella.</p> |
|||
<p>-¡Ordinario!</p> |
|||
<p>-Tonta.</p> |
|||
<p>-Esta gente -afirmó Isidora con mucho tesón- sabe lo que hace. Es la gente principal del país, la gente fina, decente, rica; la que tiene, la que puede, la que sabe.</p> |
|||
<p>-Trampas, fanatismo, ignorancia, presunción.</p> |
|||
<p>-¿Pues y tú?..., grosero, salvaje, pedante...</p> |
|||
<p>-Isidora, mira que eres mi mujer.</p> |
|||
<p>-¿Yo mujer de un albéitar?...</p> |
|||
<p>-Isidora, mira que te cojo... y ni tu tío el Canónigo te saca de mis manos.</p> |
|||
<p>-Basta de bromas. ¡Vaya, que te tomas unas libertades!... Nuestros gustos son diferentes.</p> |
|||
<p>-Su gusto de usted, señora, se amoldará al gusto mío. Eso se lo enseñará a usted mi secretario, que es una vara de fresno.</p> |
|||
<p>-¡A mí tú! -exclamó ella con brío, deteniéndose y mirándole.</p> |
|||
<p>-No hagas caso... Te quiero como a la Medicina... Haz de mí lo que gustes...</p> |
|||
<p>-Eso ya es otra cosa...</p> |
|||
<p>-Cuando nos casemos, como yo he de ganar tanto dinero, tendrás tres coches, catorce sombreros y la mar de vestidos...</p> |
|||
<p>-¡Si yo no me caso contigo!...» -declaró la joven en un momento de espontaneidad.</p> |
|||
<p>Había en su expresión un tonillo de lástima impertinente, que poco más o menos quería decir: «¡Si yo soy mucho para ti, tan pequeño!».</p> |
|||
<p>«Falta saberlo. Te casarás por fuerza. Te obligaré. Tú no me conoces. Soy un tirano, un monstruo, un Han de Islandia; beberé tu sangre...</p> |
|||
<p>-¿Qué es eso de Han de Islandia? -preguntó ella en su prurito de ilustrarse.</p> |
|||
<p>-Han de Islandia es berenjenas. Déjese usted de sabidurías. Coser, planchar y espumar el puchero.</p> |
|||
<p>-No espumaré yo el tuyo, paleto.</p> |
|||
<p>-¡Marquesa de pañuelo de hierbas!</p> |
|||
<p>-Sacamuelas».</p> |
|||
<p>Los dos se echaron a reír.</p> |
|||
<p>«No te quiero -murmuró Isidora.</p> |
|||
<p>-Pues me echo a llorar.</p> |
|||
<p>-No te quiero ni pizca, ni esto.</p> |
|||
<p>-Pues yo te adoro. Mientras más me desdeñas, más me gustas. Cuando pienso que ya se acerca la hora de separarnos, no sé qué me da... Se me antoja robarte.</p> |
|||
<p>-¡Y cuánta gente a pie! -exclamó ella sin hacer caso de las gracias de Augusto.</p> |
|||
<p>-Aquí, en días de fiesta, verás a todas las clases sociales. Vienen a observarse, a medirse y a ver las respectivas distancias que hay entre cada una, para asaltarse. El caso es subir al escalón inmediato. Verás muchas familias elegantes que no tienen qué comer. Verás gente dominguera que es la fina crema de la cursilería, reventando por parecer otra cosa. Verás también despreocupados que visten con seis modas de atraso. Verás hasta las patronas de huéspedes disfrazadas de personas, y las costureras queriendo pasar por señoritas. Todos se codean y se toleran todos, porque reina la igualdad. No hay ya envidia de nombres ilustres, sino de comodidades. Como cada cual tiene ganas rabiosas de alcanzar una posición superior, principia por aparentarla. Las improvisaciones estimulan el apetito. Lo que no se tiene se pide, y no hay un solo número uno que no quiera elevarse a la categoría de dos. El dos se quiere hacer pasar por tres; el tres hace creer que es cuatro; el cuatro dice: «Si yo soy cinco», y así sucesivamente.</p> |
|||
<p>-Ya se van los coches» -dijo Isidora, que apenas había oído la charla de su amigo.</p> |
|||
<p>Era tarde. Llegaba el momento en que, cual si obedeciera a una consigna, los carruajes rompen filas y se dirigen hacía el Prado. Es tan reglamentario el paseo, que todos llegan y se van a la misma hora. Isidora notó la confusión del desfile al galope, tomándose unos a otros la delantera, escurriéndose los más osados entre el tumulto; y oía con delicia el chasquido de látigos, el <i>¡eh!</i>... de los cocheros, y aquel profundo rumor de tanta y tanta rueda, pautando el suelo húmedo entre los crujidos de la grava. Ella habría deseado correr también. Su corazón, su espíritu, se iban con aquel oleaje. Allá lejos brillaban ya no pocas luces de gas entre el polvo del Prado. Aquella neblina que se forma con el vaho de la población, las evaporaciones del riego y el continuo barrer (de que son escobas las colas de los vestidos), se iban iluminando hasta formar una claridad fantástica, cual irradiación lumínica del suelo mismo. Viendo cómo los coches se perdían en aquel fondo, Isidora apresuró el paso.</p> |
|||
<p>«Vámonos por aquí -dijo Miquis, desviándola de los paseos para subir hacia el Saladero y acortar camino.</p> |
|||
<p>-¡Jesús!, siempre me llevas por lo más feo, por donde no se encuentran más que tíos. ¿Hay también aquí ventorrillos?</p> |
|||
<p>-¿Quieres que comamos juntos? Iremos a una fonda.</p> |
|||
<p>-No, no, no. Basta de paseos. Esto no está bien... ¡Qué se dirá de mí! Para calaverada, basta.</p> |
|||
<p>-¡Maldita sea la hora en que nací! -gruñó el estudiante-. ¿Dejarte ahora, separarnos?... ¿Vas a tu casa?</p> |
|||
<p>-Sí, hombre. ¡Qué dirán!</p> |
|||
<p>-¡Oh!, sí, ¡qué dirán los marqueses de Relimpio!</p> |
|||
<p>-No son marqueses, pero son personas honradas.</p> |
|||
<p>-¿Quieres ir esta noche al Teatro Real?».</p> |
|||
<p>¡El teatro Real! Otro golpe mágico en el corazón y en la mente de la sobrina del Canónigo.</p> |
|||
<p>«Pero a eso que llamas paraíso, ¿van personas?...</p> |
|||
<p>-¿Personas decentes?... Lo más decente de Madrid, la flor y nata».</p> |
|||
<p>Como no estaba bien que ella saliese sola con Miquis por la noche, convinieron en que este convidaría también a las niñas de Relimpio. A esto debía anteceder la presentación reglamentaria de Augusto en el domicilio de D.ª Laura, para lo que se acordó, tras cortas vacilaciones, una mentirijilla venial. Isidora diría que al volver a su casa desde la de su tía se había encontrado al joven, amigo íntimo, deudo y aun pariente lejano del señor Canónigo. Era, no ya estudiante, sino médico hecho y derecho, y bien podía prestar servicios tan excelentes como gratuitos a una familia que no gozaba de perfecta salud.</p> |
|||
<p>Despidiéronse con fuertes apretones de manos, que a Miquis no le parecían nunca bastante fuertes. Isidora subió sumamente fatigada. Las de Relimpio le dijeron que había venido a visitarla un caballero de muy buen porte. Entró la joven en su cuarto, donde la esperaba una gratísima sorpresa. Sobre la cómoda había una tarjeta con el pico doblado.</p> |
|||
<h3>Capítulo V</h3><br></div> <div align="center"> Una tarjeta</div><br> |
|||
<p>El corazón quería salírsele del pecho al ver los bonitos caracteres que decían:</p> |
|||
<p><i>El marqués viudo de Saldeoro</i>.</p> |
|||
<p>Largo rato estuvo perpleja, la cartulina en la mano, sin apartar los ojos del sortilegio que sin duda contenían las letras negras del nombre y las pequeñitas de las señas: <i>Jorge Juan, 13</i>. Las emociones varias que se sucedieron en Isidora, las cosas que pensó en rápido giro de la mente, no son para contadas. Todo se resolvió en alegría, de la que se derivaban, como de rico manantial, diversas corrientes de sentimientos expansivos; a saber: un profundo agradecimiento al distinguido caballero que la visitaba, y un deseo vivo de que llegase pronto, muy pronto, lo más pronto posible, el día siguiente.</p> |
|||
<p>Su buen tío había escrito a dos principales señores de Madrid, hijo y padre, para que la ampararan, defendieran y aconsejaran en el grave negocio de reclamar su posición y herencia. ¡Cosa extraña y digna de gratitud! Una de las personas a quienes venía recomendada, el hijo, el marques de Saldeoro, de cuya gallardía y proezas galantes habían llegado noticias al mismo Tomelloso, no esperaba a ser visitado por ella, sino que, dando una prueba más de su acatamiento al bello sexo, apresurábase a visitarla en tan humilde morada...</p> |
|||
<p>Y como la impresionable joven, cuando se entretenía en ver las cosas por su faz risueña y en hacer combinaciones felices llegaba a límites incalculables, empezó a ver llano y expedito el camino que antes le pareciera dificultoso; pensó que se le abrirían voluntariamente las puertas que creyó cerradas, y que todo iba bien, perfectamente bien. Usando entonces de aquella propiedad suya que ya conocemos, dio realidad en su mente al marqués de Saldeoro, favorito de las damas, según decían lenguas mil; le tuvo delante, le oyó hablar agradecida, le preguntó ruborizada; construyó, si así puede decirse, con material de presunciones y elementos fantásticos, la visita personal que al siguiente día no podía menos de realizarse.</p> |
|||
<p>Consecuencias precisas de esta febril concomitancia con un personaje a quien adornado suponía de seductoras cualidades, fueron un desdén muy vivo hacia el pobre Miquis y una vergüenza de las escenas de aquel día. El paseo con el estudiante, la escena del ventorrillo, la vil tortilla cebolluna, las naranjas comidas en campo raso, las confianzas, las carreritas, se reprodujeron en su imaginación como un sabor amargo y malsano, haciendo salir el rubor a su semblante. Habían sido aquellas aventurillas tan contrarias a su dignidad y a su posición futura, que diera cualquier cosa porque no hubieran pasado.</p> |
|||
<p>Tan metida en sí misma estaba con estos bochornos y aquellas alegrías, que apenas comió. Como recordara en la mesa que debía hablar algo de Augusto para preparar su presentación, dijo que era un estudiante pobre, un buen chico, hijo de labradores, algo tocado de la cabeza, más músico que médico y más médico que fino. Cuando Augusto llegó, negose Isidora a ir al teatro, porque le había dado jaqueca. Emilia y Leonor no quisieron ir tampoco, y el buen estudiante quedó en la situación más desairada del mundo. Pero como era tan listo, y maravillosamente a todo se plegaba, hasta dominar las situaciones más difíciles, bien pronto cautivó a la familia con sus donaires. Doña Laura propuso jugar a la brisca; trajo D. José de su cuarto una sebosa baraja, y en el comedor, bajo la pestífera llama del petróleo mal encendido, formaron el más alegre corrillo que vieron casas de huéspedes.</p> |
|||
<p>Huyendo de tanta vulgaridad, retirose Isidora a su cuarto, donde se encerró.</p> |
|||
<p>«Ese pobre Miquis -decía- es un buen muchacho, pero tan ordinario... ¡Pobrecillo!, me da lástima de él; pero ¿qué puedo hacer? ¿Puedo hacer yo que las cosas sean de otra manera que como Dios las ha dispuesto?... Está que ni pintado para Emilia o para Leonor... Me alegraré mucho de que sea un hombre de provecho. Necesitará protección de las personas acomodadas, y en lo que de mí dependa...».</p> |
|||
<p>Se acostó, no para dormir, sino para seguir dando vida ficticia en el horno siempre encendido de su imaginación a la visita del día siguiente y a las consecuencias de la visita. El marqués de Saldeoro entraba; ella le recibía medio muerta de emoción, le hablaba temblando; él le respondía finísimo. ¡Y qué claramente le veía! Ella rebuscaba las palabras más propias, cuidando mucho de no decir un disparate por donde se viniera a conocer que acababa de llegar de un pueblo de la Mancha... Él era el más cumplido caballero del mundo... Ella se mostraba muy agradecida... Él dejaría su sombrero en un sillón... Ella tendría cuidado de ver si alguna silla estaba derrengada, no fuera que en lo mejor de la visita hubiera una catástrofe... Él había de dirigirle alguna galantería discreta... Ella tenía que prever todas las frases de él para prepararse y tener dispuestas ingeniosas contestaciones... ¡Cielo santo!, y aún faltaba una larga noche y la mitad de un larguísimo día para que aquel desvarío fuera realidad...</p> |
|||
<p>Era preciso arreglar el cuarto lo mejor posible... ¡Qué pensaría el caballero ante aquellos miserables trastos!... Isidora no podía mirar sin sentir pena las tres láminas que ornaban las paredes empapeladas de su cuarto. Aquí una vieja estampa sentimental representaba la <i>Princesa Poniatowsky en momento de recibir la noticia de la muerte de su esposo</i>; allí el cuadro del <i>Hambre</i>; enfrente, dos amantes escuálidos, esmirriados y de pie muy pequeño, él de casaca con mangas de pemil, ella con sombrero de dos pisos, se juraban fidelidad junto a un arroyo... Si D.ª Laura no se incomodase, Isidora arrojaría a la calle las tres laminotas... Pues, ¿y la cómoda con su cubierta de hule manchado? Más valía no verla... Pero ella se levantaría temprano y fregotearía bien la cómoda, el lavabo de tres patas y haría maravillas de orden y limpieza... Después compraría una corbata bonita... Rogaría a D.ª Laura que la dejase traer de la sala dos sillas de damasco con sus fundas de percal... En fin... No contenta con pensar lo que pasaría al siguiente día, pensó los sucesos del tercer día y los del otro y los del mes próximo, y los del año venidero, y los de dos, tres o cuatro años más.</p> |
|||
<p>Dejémosla mal dormida, abrazada consigo misma, a las altas horas de la noche, cuando todo ruido cesara en la casa. ¿Era aquello felicidad o martirio? Dice Miquis, y quizás dice bien, que no existiría ni siquiera el nombre de felicidad si no se hubieran dado al hombre, como se da al niño el juguete, el consuelillo de esperarla.</p> |
|||
{{Plantilla:La desheredada}} |
{{Plantilla:La desheredada}} |
Revisión del 18:08 1 mar 2006
«Ese tunante de Pecadillo -dijo la Sanguijuelerametiéndose por un portal obscuro- no sospecha que viene a verle su hermana. No te conocerá. Era un cachorro cuando te fuiste. Pero qué..., ¿no ves? Agárrate a mí, que yo veo en lo negro como las lechuzas».
Atravesaron un antro. Encarnación empujó una puerta. Halláronse en extraño local de techo tan bajo que sin dificultad cualquier persona de mediana estatura lo tocaba con la mano. Por la izquierda recibía la luz de un patio estrecho, elevadísimo, formado de corredores sobrepuestos, de los cuales descendía un rumor de colmena, indicando la existencia de pequeñas viviendas numeradas, o sea de casa celular para pobres. La escasa claridad que de aquella abertura, más que patio, venía, llegaba tan debilitada al local bajo, que era necesario acostumbrar la vista para distinguir los objetos; y aun después de ver bien, no se podía abarcar todo el recinto, sino la zona más cercana a la puerta, porque lo demás se perdía en ignoradas capacidades de sombra. Era como un gran túnel, del cual no se distinguía sino la parte escasamente iluminada por la boca. El fondo se perdía en la indeterminada cavidad fría de un callejón tenebroso. En la parte clara de tan extraño local había grandes fardos de cáñamo en rama, rollos de sogas blancas y flamantes, trabajo por hacer y trabajo rematado, residuos, fragmentos, recortes mal torcidos, y en el suelo y en todos los bultos una pelusa áspera, filamentos mil que después de flotar por el aire, como espectros de insectos o almas de mariposas muertas, iban a posarse aquí y allá, sobre la ropa, el cabello y la nariz de las personas.
En el eje de aquel túnel que empezaba en luz y se perdía en tinieblas, había una soga tirante, blanca, limpia. Era el trabajo del día y del momento. El cáñamo se retorcía con áspero gemir, enroscándose lentamente sobre sí mismo. Los hilos montaban unos sobre otros, quejándose de la torsión violenta, y en toda su magnitud rectilínea había un estremecimiento de cosa dolorida y martirizada que irritaba los nervios del espectador, cual si también, al través de las carnes, los conductores de la sensibilidad estuviesen sometidos a una torsión semejante. Isidora lo sentía de esta manera, porque era muy nerviosa, y solía ver en las formas y movimientos objetivos acciones y estremecimientos de su propia persona.
Miraba sin comprender de dónde recibía su horrible retorcedura la soga trabajada. Allá en el fondo de aquella cisterna horizontal debía de estar la fuerza impulsora, alma del taller. Isidora puso atención, y en efecto, del fondo invisible venía un rumor hondo y persistente como el zumbar de las alas de colosal moscardón, zumbido semejante al de nuestros propios oídos, si tuviéramos por cerebro una gran bóveda metálica.
«Es la rueda -dijo la Sanguijuelera, adivinando la curiosidad de su sobrina y queriendo iniciarla en los misterios de aquella considerable industria.
-¡La rueda! ¿Y Mariano, dónde está?».
Miraba a todos lados y no veía ser vivo. Pero de pronto apareció un hombre, que salía de la oscuridad andando hacia atrás muy lentamente y con paso tan igual y uniforme como el de una máquina. En su cintura se enrollaba una gran madeja de cáñamo, de la cual, pasando por su mano derecha y manipulada por la izquierda, salía una hebra que se convertía instantáneamente en tomiza, retorcida por el invisible mecanismo. Aquel hombre del paso atrás, ovillo animado y huso con pies, era el principal obrero de la fábrica, y estaba armando los hilos para hacer otra soga.
«¿No está D. Juan?» -le preguntó la Sanguijuelera extrañando no ver allí al dueño del establecimiento.
El huso vivo movió bruscamente la cabeza para decir que no, sin dignarse expresarlo de otro modo.
«¿Pero dónde está mi hermano?» -preguntó Isidora con angustia.
La anciana señaló a lo obscuro, diciendo con aterrador laconismo: «En la rueda».
Isidora echó a andar hacia adentro, dando la mano a su tía. A causa de los accidentes del piso y de la oscuridad, necesitaban apoyarse mutuamente. Anduvieron largo trecho tropezando. ¡Oh! La soga era larga, la caverna parecía interminable. En lo obscuro, aun se veía la cuerda blanca gimiendo, sola, tiesa, vibrante. Cuando las dos mujeres anduvieron un poco más, dejaron de ver la soga; pero oyeron más fuerte el zumbar de la rueda acompañado de ligeros chirridos. Se adivinaba el roce del eje sobre los cojinetes mal engrasados y el estremecimiento de las transmisiones, de donde obtenían su girar las roldanas, en las cuales estaban atadas las sogas. Pero nada se podía ver.
«¡Mariano, hermanito! -exclamó Isidora, que creía sentir su garganta apretada por uno de aquellos horribles dogales-. ¿En dónde estás? ¿Eres tú el que mueve esa rueda? ¿No estás cansado?».
No se oyó contestación. Pero el artefacto amenguaba la rapidez de su marcha. Las roldanas, las transmisiones, la rueda, se emperezaban como quien escucha.
«Pecado, ¿qué tal te va?» -gritó con bufonesco estilo la Sanguijuelera.
Y añadió, volviéndose a su sobrina:
«Es un holgazán. Así criará callos en las manos, y sabrá lo que es trabajar y lo que cuesta el pedazo de pan que se lleva a la boca... ¿Qué crees tú? Es buen oficio... No podía hacer carrera de este gandul. Todo el día jugando en el arroyo y en la praderilla. Al menos, que me gane para zapatos. Tiene más malicias que un Iscariote».
Desde el comienzo de este panegírico, redoblose bruscamente la marcha del mecanismo, y acreció el ruido hasta ser tal que parecían multiplicarse las transmisiones, las roldanas y los ejes.
«¡Mariano! -gritó Isidora extendiendo los brazos en la obscuridad-. ¡Para, para un momento y ven acá! Quiero abrazarte. Soy tu hermana, soy Isidora. ¿No me conoces ya?».
El ruido volvió a ceder, y la maquinaria tomaba una lentitud amorosa.
«No puede pararse el trabajo» -dijo Encarnación.
Pero como realmente se detenía, oyose un grito del huso viviente que dijo: «¡Aire! ¡Aire a la rueda!».
Y en efecto, la rueda volvió a tomar su aire primero, su paso natural. Las dos mujeres callaron, consternada y atónita la joven, aburrida la vieja. Como había pasado algún tiempo desde su llegada al término de la caverna, los ojos de entrambas comenzaron a distinguir confusamente la silueta del gran disco de madera, que trazaba figura semejante a las extrañas aberraciones ópticas de la retina cuando cerramos los ojos deslumbrados por una luz muy viva.
«¿Ves aquellas dos centellitas que brillan junto a la rueda?... Son los ojos de Pecado...».
Isidora vio, en efecto, dos pequeñas ascuas. Su hermano la miraba.
«Pronto serán las doce -indicó la anciana-. Esperemos a que levanten el trabajo, y nos iremos los tres a comer».
La hora del descanso no se hizo esperar. Soltó el obrero el cáñamo, parose la rueda, y el que la movía salió lentamente del fondo negro, plegando los ojos a medida que avanzaba hacia la luz. Era un muchacho hermoso y robusto, como de trece años. Isidora le abrazó y le besó tiernamente, admirándose del desarrollo y esbeltez de su cuerpo, de la fuerza de sus brazos, y afligiéndose mucho al notar su cansancio, el sudor de su rostro encendido, la aspereza de sus manos, la fatiga de su respiración.
«Es un gañán -dijo Encarnación examinándole la ropa con tanta severidad coma un juez que interroga al criminal ante el cuerpo del delito...-.Ya me ha roto los calzones... Ya verás, Holofernes, ya verás».
Turbado por la presencia y los cariños de su hermana, a quien no conocía, Mariano no despegaba sus labios. La miraba con atención semejante a la estupidez. Por último, dijo así con aspereza, remedando el hablar francote y brutal de la gente del bronce:
«Chicáaaa..., no me beses más, que no soy santo.
-A casa» -dijo la Sanguijuelera, saltando sobre el cáñamo.
Aquel día añadió Encarnación a su olla algo extraordinario. Comieron en la trastienda, que más bien era pasillo por donde la tienda se comunicaba con un patio. Durante el festín, que tuvo su añadidura de pimientos y su contera de pasas, no habría sido fácil explicar cómo con una sola boca podíala Sanguijuela engullir medianamente y hablar más que catorce diputados. Isidora, triste, cejijunta, ni hablaba ni hacía más que probar la comida. Observaba a ratos con gozo la voracidad de su hermano.
«Ya ves qué lindo buitre me ha puesto Dios en casa -decía Encarnación-. Es capaz de comerme el modo de andar, si le dejo. Él come y yo soy quien se harta; sí, me harto de trabajar para su señoría. Pero oye, león, ¿dirás algún día: «Ya no quiero más»?».
Pecado devoraba con el apetito insaciable de una bestia atada al pesebre, después de un día de atroz trabajo.
«Y tú, linda mocosa, ¿no comes? -añadió la vieja-. ¿O es que te has vuelto tan pava y tan persona decente que no te gustan estos guisos ordinarios? Vamos, que para otro día te pondré alas de ángel... Se conoce que allá en el Tomelloso se estila mucha finura».
Isidora no contestó. Parecía que estaba atormentada de una idea. Cuando se acabó la comida y se marchó Pecado para jugar un poco antes de volver al trabajo, Isidora, sin dejar su asiento y mirando a su tía, que a toda prisa levantaba manteles, le dijo:
«Tía Encarnación, tengo que hablar con usted una cosa.
-Aunque sean cuatro».
Como quien se quita una máscara, Isidora dejó su aspecto de sumisa mansedumbre, y en tono resuelto pronunció estas palabras:
«No quiero que mi hermano trabaje más en ese taller de maromas; no quiero y no quiero.
-Le señalarás una renta -replicó la anciana con ironía- ¡Le pondrás coche! Y para mis pobres huesos, ¿no habrá un par de almohadones?
-No estoy de humor de bromas. Mi hermano y yo somos personas decentes...
-Ya lo creo...
-Pues claro.
-Pues turbio.
-Somos personas decentes.
-Y príncipes de Asturias.
-Aquel trabajo es para mulos, no para criaturas. Yo quiero que mi hermano vaya a la escuela.
-Y al colegio.
-Eso es, al colegio -replicó Isidora marcando sus afirmaciones con el puño sobre la endeble mesa- Yo lo quiero así..., y nada más».
¡Qué fierecilla! ¡Cómo hinchaba las ventanillas de su nariz, y qué fuertemente respiraba, y qué enérgica expresión de voluntad tomó su fisonomía! Todo esto lo pudo observar la Sanguijuelera sin dejar su ocupación. Amoscándose un poco, le dijo:
«¿Sabes que estás cargante, sobrina, con tus colegios y tus charoles? A ver, echa aquí lo que tengas en el bolsillo. ¿Crees que la gente se mantiene con cañamones? ¿Crees que hay colegios de a ochavo como los buñuelos? ¡Qué puño!... Dame guita y verás.
-Tengo para no pordiosear.
-¿Te ha dado el Canónigo?
-Lo bastante para poner a Mariano en una escuela y para vestirme con decencia.
-¡Ah!, canóniga..., tú pitarás... Hablemos claro».
Y se sentó, haciendo silla de una tinaja rota. Puesto el codo en la mesilla y el hueso de la barba en la palma de la mano flaca, aguardó las explicaciones de su sobrina.
«Tía... -murmuró esta sintiendo mucha dificultad para iniciar la cosa grave que iba a decir-. Usted sabe que yo y Mariano... ¿Pero usted no lo sabe?
-No sé sino que sois un par de perchas que ya, ya. Nada habría perdido el mundo con que os hubierais quedado por allá..., en el Limbo. Venís de Tomás Rufete, y ya sé que de mala cepa no puede venir buen sarmiento.
-A eso voy, tía, a eso voy. Precisamente... Usted lo debe saber, como yo... Precisamente, ni yo ni mi hermano venimos de Tomás Rufete.
-Justo, justo; mi Francisca, mi ángel os parió por obra del Espíritu Santo, o del demonio.
-¿Para qué andar con farsas? No somos hijos de D. Tomás Rufete ni de D.ª Francisca Guillén. Esos dos señores, a quienes yo quiero mucho, muchísimo, no fueron nuestros padres verdaderos. Nos criaron fingiendo ser nuestros papás y llamándonos hijos, porque el mundo..., ¡qué mundo este!».
La Sanguijuelera cambió bruscamente de disposición y de tono. No palideció, por ser esto cosa impropia de la inanimada sustancia de los pergaminos; pero abrió los ojos, y empuñando el brazo de su sobrina, le golpeó el codo contra la mesa, y le dijo con ira:
«¿De dónde has sacado esas andróminas? ¿Quién te ha metido esa estopa en la cabeza?
-Mi tío el Canónigo.
-Me parece a mí que tu tío el Canónigo...
-Él me ha contado todo -afirmó Isidora con acento de profundísima convicción-. Usted se hace de nuevas, tía; usted me oculta lo que sabe... No se haga usted la tonta. ¿Es la primera vez que una señora principal tiene un hijo, dos, tres, y viéndose en la precisión de ocultarlos por motivos de familia, les da a criar a cualquier pobre, y ellos se crían y crecen y viven inocentes de su buen nacimiento, hasta que de repente un día, el día que menos se piensa, se acaban las farsas, se presentan los verdaderos padres?... Eso, ¿no se está viendo todos los días?
-En sesenta y ocho años no lo he visto nunca... Me parece que tú te has hartado de leer esos librotes que llaman novelas. ¡Cuánto mejor es no saber leer! Mírate en mi espejo. No conozco una letra... ni falta. Para mentiras, bastantes entran por las orejas... Pero acábame el cuento. Salimos con que sois hijos del Nuncio, con que una señorita principal os dio a criar, y desapareció...
-¡Usted lo sabe, usted lo sabe! -exclamó la joven rebosando alegría.
-No sé más sino que te caes de boba. Eres más sosa que la capilla protestante.
-Mi madre -declaró Isidora poniéndose la mano en el corazón, para comprimir, sin duda, un movimiento afectuoso demasiado vivo-, mi madre... fue hija de una marquesa».
Como un petardo que estalla, así reventó en estrepitosa risa la Sanguijuelera, apretándose la cintura y mostrando sus dos filas de dientes semisanos. Se desbarataba riendo, y después le acometió una tos de hilaridad que le hizo suspender el diálogo por más de un cuarto de hora. Algo confusa, Isidora esperó a que su tía volviese en sí de aquel síncope burlesco para seguir hablando. Por último, dijo con malísimo humor:
«¡Qué bien finge usted!
-Perdone vuecencia -replicó Encarnación en el tono más cómico del mundo-. Perdone vuecencia que no la hubiera conocido... Pero vuecencia tendrá que hacer diligencias y buscar papeles.
-Tengo papeles..., ¡y qué papeles!
-¿Quiere vuecencia que le preste dos reales?..., porque tendrá que untar escribanos.
-No creo que sea preciso, porque esta bien claro mi derecho.
-Vuestra serenísima majestad cogerá una herencia, porque sin herencia todo sería pulgas, ¿verdad, hermosa?
-Mi madre no vive. Mi abuela sí.
-¡Ah!, ¿la abuelita de tu vuecencia vive? ¿Y quién es la señora pindonga?
-No se burle usted, tía. Esto es muy serio -declaró Isidora tocada en lo más vivo de su orgullo-. Es usted lo más atroz... Yo que venía a que me diese pormenores y su parecer...
-Voy a darte mi parecer, hijita de mi alma -repuso la Sanguijuelera levantándose-. Pues tú has querido que yo te dé pormenores..., pobre almita mía...».
En el rincón del pasillo había una larga caña que servía para descolgar los cacharros. Encarnación revolvió sus ojos buscándola.
«Vaya que ha sido una picardía haberle ocultado a estos angelitos que salieron del vientre de una marquesa».
Y tomó la caña.
«¡Quién será el dragón que ha querido birlarlos la herencia!... ¡A ese tunante le sacaría yo las entrañas!... Cuidado que engañar así a mis niños, haciéndolos pasar por hijos de un Rufete... Quitad allá, pillos, que mi niña es duquesa y mi niño es vizconde... ¡Re-puñales!».
Honradez y crueldad, un gran sentido para apreciar la realidad de las cosas, y un rigor extremado y brutal para castigar las faltas de los pequeños, sin dejar por eso de quererles, componían, con la verbosidad infinita, el carácter de Encarnaciónla Sanguijuelera. Su flaca pero fuerte mano empuñó la caña, y descargándola sin previo anuncio sobre la cabeza de su sobrina, la rompió al primer golpe. Puso el grito en el cielo la víctima, exclamando: «¡Pero, tía!...». La vieja recogió y unió los dos pedazos de la caña, de lo que resultaba que podía pegar más a gusto, y ¡zas!, emprendió una serie de cañazos tan fuertes, tan bien dirigidos, tan admirablemente repartidos por todo el cuerpo de Isidora, que esta, sin poder defenderse, gesticulaba, manoteaba, gemía, se dejaba caer en el suelo, se arrastraba, escondía la cabeza, se revolvía. Y en tanto la feroz vieja, incitada al castigo por el castigo mismo, encendíase más en furia a cada golpe, y los acompañaba de estas palabras:
«¡Toma, toma, toma duquesa, marquesa, puños, cachas!... Cabeza llena de viento... Vivirás en las mentiras como el pez en el agua, y serás siempre una pisahormigas... Malditos Rufetes, maldita ralea de chiflados... ¡Ah, puño!, si yo te cogiera por mi cuenta, con un pie de solfeos cada día te quitaría el polvo. Toma vanidad, toma lustre».
Y cada palabra era un golpe y cada golpe un cardenal leve (es decir, subdiácono), un rasguño o moledura. Incapaz Isidora de desarmar a su verdugo, aunque lo intentó devolviendo cólera por cólera, hubo de rendirse al fin, y sucumbió diciendo con gemido: «Por Dios, tía, no me pegue usted más».
En sus veinte años, Isidora tenía menos fuerza que la sexagenaria Encarnación. Sin aliento yacía en tierra la víctima, recogiendo sus faldas y sacudiéndoles la tierra, tentándose en partes diversas para ver si tenía sangre, fractura o contusión grave, mientras la Sanguijuelera, respirando como un fuelle en plena actividad, arrojaba los vencedores pedazos de caña y alargaba su mano generosa a la víctima para ayudarla a levantarse.
«¡Cómo se conoce -dijo al fin la sobrina con vivísimo tono de desprecio- que no es usted persona decente!
-¡Más que tú, marquesa del pan pringao! -gritó la vieja, esgrimiendo de tal modo las manos, que Isidora vio los diez dedos de ella a punto de metérselos por los ojos.
-Usted no es mi tía. Usted no tiene mi sangre.
-Ni falta... A mucha honra... De gloria y descanso te sirva tu ducado, harta de miseria. Mira, como vuelvas aquí, ¿sabes lo que hago?
-¿Qué? -preguntó Isidora, sintiéndose con más fuerzas para rechazar un nuevo ataque.
-Pues si vuelves aquí, cojo la escoba... y te barro ¡qué puño!, te echo a la calle como se echa el polvo y cáscaras de fruta».
Isidora no dijo nada, y recobrándose marchó hacia la puerta. Abierta con trémula mano la trampilla, salió andando aprisa, cuesta arriba, en busca de la ronda de Embajadores, que debía conducirla a país civilizado. Temía que la vieja iría detrás injuriándola, y no se equivocó.La Sanguijuelera, echando la cabeza fuera de la puerta, la despedía con una carcajada que produjo siniestros ecos de hilaridad en toda la calle. Asomaban caras curiosas, frentes guarnecidas de rizos, bocas de amarillos dientes descubiertos hasta la raíz por estúpido asombro, bustos envueltos en pañuelos de distintos colores; y más de cuatro andrajosos chiquillos saltaron detrás de Isidora para festejarla con gritos y cabriolas.
Sin detenerse, la joven lanzó desde lo profundo de su alma, llena de pena y asco, estas palabras:
«¡Qué odioso, qué soez, qué repugnante es el pueblo!».