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​Don Gumersindo de Azcárate ha muerto​ (1920) de José Ortega y Gasset

En las mismas horas en que D. Rafael Mª de Labra sufre una grave enfermedad, D. Gumersindo de Azcárate se aleja de la vida. Al ausentarse tan venerable figura de entre nosotros parece entrar definitivamente en la historia, que habla por ecos — el documento, la imagen, la leyenda —, una edad de la existencia española. Estos años postreros habían segado las últimas filas de los hombres que actuaron en los tiempos anteriores a la Restauración y eran para nosotros como supervivientes de una época que nos parecía más heroica, más enérgica, de mayor frenesí espiritual, sobre la cual había venido luego un diluvio de corrupción, cinismo y desesperanza. Conforme iban cayendo al golpe de la hoz incansable esos hombres mejores y de histórica fisonomía, la figura castiza de Azcárate parecía condensar sobre sí todas las alusiones, remembranzas y sentimientos que en nosotros aquel pasado levantaba, como en la llanura, bajo el Sol, alza el viento doradas tolvaneras. «¡Ya se van, ya se van!» — decíamos. Y luego: «¡Queda Azcárate!» Enjuto, de aventajada estatura, barba de plata y rostro cetrino, le veíamos pasar, emocionados, como a un Don Quijote vuelto a la cordura. Con él pasaban las sombras de Castelar y Cánovas, Salmerón y Giner. Cuando entraba y salía, entraba y salía en nuestras almas un vasto rumor de ideales entusiasmos, una cálida ráfaga de esencial patriotismo y trascendente humanidad.

El semblante de la vida cambia con cada generación. Trae cada una de ellas una peculiar sensibilidad, ciertas propensiones genuinas para el pensar y el sentir. Esto hace que valoren las cosas de distinta suerte y prefieran, los de hoy, ideas y obras de arte que los de ayer desestimaron, o sientan aversión por lo que éstos amaron. Y acontece que en el regazo de cada época conviven siempre tres generaciones: los abuelos, los padres, los hijos. Así hemos habitado el mismo girón del tiempo los hombres de la República, los hombres de la Restauración y los que aún tenemos blanco y sin armas el escudo. Pues bien, nada acaso indica mejor cuál será el futuro español, como notar el hecho de que los hombres con el escudo blanco sentíamos mayor afinidad con los hombres de 1869 que con los restauradores. Y no era, ciertamente, su República lo que nos atraía, eran su sentido moral de la vida, su anhelo de saber y de meditar. Frente a ellos, los hombres educados en la Restauración parecían desmoralizados y frivolos, exentos de curiosidad y de estudio. Aquéllos fueron profesores, escritores, amigos del libro y la idea. Estos eran, y son, abogados, negociantes, aficionados a mínimas intrigas.

Se nos va con Azcárate el último ejemplar de una casta de hombres que creía en las cosas superiores y para los cuales toda hora llegaba con un deber y un escrúpulo en la alforja. Y como en todas las castas nobles parecen sutilizarse y aquilatarse las excelencias del linaje cuando la adversidad diezma sus filas, enrarecida por la muerte, la sangre de aquella venerada generación vino a adquirir en Azcarate, su hombre último, la más pura y sencilla calidad. Muere solo, nuestro bueno y amado Don Quijote de la barba de plata, solo entre sus libros y sus virtudes.

¿Solo? Con soledad de los suyos al menos. Porque nosotros somos del futuro. Nuestra filial piedad consistirá en seguirle. Pero seguir a Azcárate — como seguir a Giner — es seguir hacia adelante.

De un egregio pasado español ya no queda nada: ¡Ya no queda Azcárate!

Pero ahora queda sobre su tumba lo que debe quedar siempre cuando los que viven son fieles a los muertos: el verde brote de la esperanza.


Publicado sin firma en El Sol, 15 de diciembre de 1917.