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Revisión del 02:31 9 nov 2012

​Estafeta romántica​ (1918) de José Ortega y Gasset

Señora, el nombre de Zenobia Camprubí suena a nombre de un hada que nos parece haber visto en el cuento mejor. En uno de sus vuelos, casi irreales, este hada, que tiene los ojos azules y una nube rubia sobre las sienes, cayó en la red de un poeta. Porque los poetas son furtivos cazadores de hadas: tienden en las afueras de la realidad redes de cristalinos hilos, que tejen para ellas unas arañas sentimentales. Todo lo grávido, todo lo material, todo lo filisteo atraviesa las ilusorias retículas sin romperlas ni mancharlas. ¡Sin enterarse de ellas! Sólo las hadas quedan prendidas. Así este hada Zenobia es hoy un hada bien maridada al egregio poeta Juan Ramón Jiménez. En lírico homenaje, como Titania y Oberón por la selva, atraviesan nuestra árida existencia nacional, fabricando inverosimilitud. Jiménez tañe sus propios versos, y ambos juntos traducen poetas lejanos, esto es, se dedican a hacer en España el contrabando de la poesía. Pues no otra cosa que contrabando es introducir en nuestro país mentefacturas poéticas, si se advierte que los españoles solemos adoptar ante el lirismo una actitud de carabineros.

Ahora nos ofrecen la obra del poeta indio Rabindranath Tagore. Primero tradujeron La luna nueva y El jardinero. Luego han seguido, con breve intervalo, El cartero del Rey, Pájaros perdidos y La cosecha.

¿Qué podré decir a usted, señora, de este poeta bengalí?

Nada define mejor a un hombre como las cosas que él necesita para la obra de su vida. Recordemos cuando de niños llegaba el artesano a nuestra casa. El alma se nos subía toda a los ojos para mirar lo que aquel hombre sacaba de su espuerta o de su faltriquera. Según los instrumentos que manejaba, sabíamos quién era. Era el

Carpintero o el Lañador o el Vidriero. Había sobre todo uno que nos parecía un ser poderoso y envidiable; trabajaba acurrucado, en silencio, y de cuando en cuando encendía una linternita de la cual salía al punto un sonoro vendaval con una frenética lengua de fuego que lamiendo los metales se los comía. Era el Fontanero, que traía de su casa viento y fuego, prisioneros en su linternita.

Pues algo parejo acontece con los poetas. ¿Con qué material hace un poeta sus versos? ¿Cuál es su ajuar lírico? Piense usted en Zorrilla: ¿Qué hubiera sido de Zorrilla sin catedrales, sin castillos, sin callejas, sin dagas, sin chambergos, sin tocas, sin huríes, sin albornoces?

Rabindranath, en cambio, no necesita nada histórico y suntuario, nada peculiar de un tiempo y de un pueblo. Con un poco de sol, de cielo y de nube, de hontanar y de sed, de tormenta y de ribera, con el quicio de una puerta o el marco de una ventana donde asomarse, sobre todo con un poco de amoroso incendio y de fiebre hacia Dios, elabora sus canciones. Esta lírica se compone, pues, de cosas universales, que dondequiera hay, dondequiera ha habido, y hacen de ella un pájaro pronto a cantar desde toda rama.

Oiga usted, por ejemplo, esta voz, que en un aire inquieto y juvenil de primavera, llega hasta nosotros, anónima:

«Como corre la gacela, loca de su propio perfume, por la sombra del bosque, así en esta noche del corazón de mayo, caliente de la brisa del Sur, corro y o loco. He perdido mi camino y yerro al azar. Y quiero lo que no tengo y tengo lo que no quiero.»

«La imagen de mi propio deseo se sale de mi corazón, y, danzando ante mí, centellea una vez y otra, súbita. La quiero coger y se me va; y y a lejos, me llama otra vez desde el atajo... Y quiero lo que no tengo y tengo lo que no quiero.»

Intente usted, señora, localizar esta voz. ¿Desde dónde suena? ¿Viene de Oriente o de Occidente? ¿De cerca o de lejos? N o sabemos, no sabemos; más bien parece que a la par viene de toda la línea redonda que hace el horizonte vital, porque no hay punto de él donde no se levante, como el espectro de un chopo, la inquietud de un deseo insatisfecho. Es más, señora, si toma usted la postura que tan bien le va e inclinando su oído hacia su propio corazón, se dispone a escuchar, ¿no oye usted salir de allí la misma voz en blando rumor ascendente? ¿Dice usted, que sí...? ¡Ah, señora, no tema usted! Y o guardaré este exquisito secreto que he sorprendido y no diré nunca a nadie que lleva usted un poeta indio dentro de su corazón.

¿Se resiste usted a confesarlo? Pues oiga otra voz que ahora suena:

«Despertó con los primeros pájaros y ya mi lámpara moría. Y me fui a la ventana abierta y me sentó, con una guirnalda fresca en mis cabellos sueltos... Por el camino venía ól en la niebla rosada de la mañana. Traía al cuello una cadena de perlas y el sol le daba en la frente. Y se paró en mi puerta y me dijo ansioso: «¿Dónde está ella, di?»

»Me dio vergüenza de decirle: «Ella soy yo, hermoso caminante, ella soy yo.»

»Anochecía y aún no habían encendido... Yo me recogía el pelo con desgana. El llegaba en su carroza, toda incendiada de rojo por el sol poniente. Traía el traje lleno de polvo. La espuma hervía en la boca anhelante de sus caballos... Descendió ante mi puerta y me dijo con voz cascada:

«¿Dónde está ella, di?»

»Me dio vergüenza de decirle: «Ella soy yo, caminante fatigado, ella soy yo.»

»Esta noche de abril la lámpara arde en mi alcoba, que la brisa del Sur colma suave. El loro charlatán duerme en su jaula. Mi vestido es azul, como el cuello de un pavo real, y verde mi manto como la hierba nueva. Sentada en el suelo, junto a la ventana, miro la calle desierta... Y pasa la noche oscura y no me canso de cantar: «Ella soy yo, caminante sin esperanza, ella soy yo.»

Fuera inútil, señora, que se obstinase usted en no confesar su secreto: el secreto de esta voz es un secreto a voces. ¿Por qué intentar ocultarlo? ¿Cree usted que el pasado de nuestros amores y nuestros odios, de nuestros anhelos y nuestros hastíos, no deja su huella acusadora en nosotros? No hay gesto ni mirada, señora, que no reproduzca la historia entera de nuestro corazón. Sin quererlo, al movernos ante el prójimo le referimos nuestras memorias. Y el ademán con que pretendemos encubrir algo íntimo es el grito más claro en que lo revelamos. Así yo sé que usted ha estado una tarde esperando en su balcón que alguien pasase, alguien que no iba en busca de usted. Y sé que sus ojos han querido decirle: «¡Pero, hombre, si no es aquélla, si la verdadera soy yo!»

Del mismo modo sabemos que en otra ocasión dijo usted poco más o menos:

«Cuando voy sola por la noche a mi cita de amor, los pájaros no cantan, el viento no se mueve, las casas de la calle están, a un lado y a otro, silenciosas...

»Y mis ajorcas tintinean a cada paso mío.

»¡Y me da una vergüenza...!

»Cuando, sentada en el balcón, espero, sin aliento, sus pasos, las hojas están mudas en los árboles, el agua está quieta en el río como la espada en las rodillas de un centinela dormido...

»Y mi corazón palpita loco.

»¡Y no só cómo callarlo!...

»Cuando viene mi amor y se sienta a mi lado; cuando tiembla mi cuerpo y se me cierran los ojos, la noche se oscurece, apaga el viento mi lámpara, las nubes velan las estrellas.

»Y la joya de mi pecho brilla.

»¡Y no só cómo apagarla!...»

¿Verdad que una vez se dijo usted eso? Claro es que usted no ha llevado nunca ajorcas; en realidad, llevaba usted aquella noche una crucecita de rubíes, pendiente de una cadena de oro. Discreto, el poeta trata de despistarnos con las ajorcas, a fin de que no atribuyamos nominalmente a usted esos pensamientos de tan dulce y cálida intimidad.

Es inútil que nos defendamos. Rabindranath vive lejos, muy lejos de nosotros, en la región sagrada y milenaria que bañan el Ganges y el Brahmaputra. Ha habitado largo tiempo bajo el Himalaya, en medio de una selva ungida de silencio dentro del cual se vierte a ciertas horas la voz del gong llamando a la plegaria en la pagoda. Pero este indio, que tiene un perfil de Cristo ario y una mirada febril entre sus párpados, ha pasado por innumerables avatares o reencarnaciones: ha sido sucesivamente todas las cosas. Como el Buda ha sido liebre y ha sido lobo, ha sido muchacha y ha sido guerrero, sacerdote y juglar. De una en otra existencia ha ido acumulando ese íntimo fermentar secreto de cada vida y al través de cuerpos sin cuento, se ha filtrado su alma, como la gota por las capas de roca, perdiendo materia y ganando en esencia sutil. Esta esencia sutil de una vida innumerable nos llega hoy, líricamente modulada, en el dulce trémolo de su poesía. Si ha sido un poco cada uno de nosotros, ¿cómo extrañar que en estos versos sorprendamos la revelación de nuestros propios arcanos?

Y siempre que tropecemos con un gran poeta, señora, sucederá lo mismo. Y o diría que el síntoma de un gran poeta es. contarnos algo que nadie nos había antes contado, pero que no es nuevo para nosotros. Tal es la misteriosa paradoja que yace en el fondo de toda emoción literaria. Notamos que súbitamente se nos descubre y revela algo, y, a la par, lo revelado y descubierto nos parece lo más sabido y viejo del mundo. Con perfecta ingenuidad exclamamos: ¡Qué verdad es esto, sólo que yo no me había fijado! Diríase que nevamos dentro, inadvertida, toda futura poesía y que el poeta, al llegar, no hace más que subrayarnos, destacar a nuestros ojos lo que ya poseíamos. Ello es que el descubrimiento lírico tiene para nosotros un sabor de reminiscencia, de cosa que supimos y habíamos olvidado.

Todo gran poeta, señora, nos plagia.


El Sol, 27 de enero de 1918.