Diferencia entre revisiones de «Estafeta romántica»

De Wikisource, la biblioteca libre.
Contenido eliminado Contenido añadido
Sin resumen de edición
mSin resumen de edición
 
Línea 9: Línea 9:
|notas=
|notas=
}}
}}



{{centrar|I}}
{{centrar|I}}

Revisión actual - 02:53 9 nov 2012

​Estafeta romántica​ (1918) de José Ortega y Gasset
I


Señora, el nombre de Zenobia Camprubí suena a nombre de un hada que nos parece haber visto en el cuento mejor. En uno de sus vuelos, casi irreales, este hada, que tiene los ojos azules y una nube rubia sobre las sienes, cayó en la red de un poeta. Porque los poetas son furtivos cazadores de hadas: tienden en las afueras de la realidad redes de cristalinos hilos, que tejen para ellas unas arañas sentimentales. Todo lo grávido, todo lo material, todo lo filisteo atraviesa las ilusorias retículas sin romperlas ni mancharlas. ¡Sin enterarse de ellas! Sólo las hadas quedan prendidas. Así este hada Zenobia es hoy un hada bien maridada al egregio poeta Juan Ramón Jiménez. En lírico homenaje, como Titania y Oberón por la selva, atraviesan nuestra árida existencia nacional, fabricando inverosimilitud. Jiménez tañe sus propios versos, y ambos juntos traducen poetas lejanos, esto es, se dedican a hacer en España el contrabando de la poesía. Pues no otra cosa que contrabando es introducir en nuestro país mentefacturas poéticas, si se advierte que los españoles solemos adoptar ante el lirismo una actitud de carabineros.

Ahora nos ofrecen la obra del poeta indio Rabindranath Tagore. Primero tradujeron La luna nueva y El jardinero. Luego han seguido, con breve intervalo, El cartero del Rey, Pájaros perdidos y La cosecha.

¿Qué podré decir a usted, señora, de este poeta bengalí?

Nada define mejor a un hombre como las cosas que él necesita para la obra de su vida. Recordemos cuando de niños llegaba el artesano a nuestra casa. El alma se nos subía toda a los ojos para mirar lo que aquel hombre sacaba de su espuerta o de su faltriquera. Según los instrumentos que manejaba, sabíamos quién era. Era el

Carpintero o el Lañador o el Vidriero. Había sobre todo uno que nos parecía un ser poderoso y envidiable; trabajaba acurrucado, en silencio, y de cuando en cuando encendía una linternita de la cual salía al punto un sonoro vendaval con una frenética lengua de fuego que lamiendo los metales se los comía. Era el Fontanero, que traía de su casa viento y fuego, prisioneros en su linternita.

Pues algo parejo acontece con los poetas. ¿Con qué material hace un poeta sus versos? ¿Cuál es su ajuar lírico? Piense usted en Zorrilla: ¿Qué hubiera sido de Zorrilla sin catedrales, sin castillos, sin callejas, sin dagas, sin chambergos, sin tocas, sin huríes, sin albornoces?

Rabindranath, en cambio, no necesita nada histórico y suntuario, nada peculiar de un tiempo y de un pueblo. Con un poco de sol, de cielo y de nube, de hontanar y de sed, de tormenta y de ribera, con el quicio de una puerta o el marco de una ventana donde asomarse, sobre todo con un poco de amoroso incendio y de fiebre hacia Dios, elabora sus canciones. Esta lírica se compone, pues, de cosas universales, que dondequiera hay, dondequiera ha habido, y hacen de ella un pájaro pronto a cantar desde toda rama.

Oiga usted, por ejemplo, esta voz, que en un aire inquieto y juvenil de primavera, llega hasta nosotros, anónima:

«Como corre la gacela, loca de su propio perfume, por la sombra del bosque, así en esta noche del corazón de mayo, caliente de la brisa del Sur, corro y o loco. He perdido mi camino y yerro al azar. Y quiero lo que no tengo y tengo lo que no quiero.»

«La imagen de mi propio deseo se sale de mi corazón, y, danzando ante mí, centellea una vez y otra, súbita. La quiero coger y se me va; y y a lejos, me llama otra vez desde el atajo... Y quiero lo que no tengo y tengo lo que no quiero.»

Intente usted, señora, localizar esta voz. ¿Desde dónde suena? ¿Viene de Oriente o de Occidente? ¿De cerca o de lejos? N o sabemos, no sabemos; más bien parece que a la par viene de toda la línea redonda que hace el horizonte vital, porque no hay punto de él donde no se levante, como el espectro de un chopo, la inquietud de un deseo insatisfecho. Es más, señora, si toma usted la postura que tan bien le va e inclinando su oído hacia su propio corazón, se dispone a escuchar, ¿no oye usted salir de allí la misma voz en blando rumor ascendente? ¿Dice usted, que sí...? ¡Ah, señora, no tema usted! Y o guardaré este exquisito secreto que he sorprendido y no diré nunca a nadie que lleva usted un poeta indio dentro de su corazón.

¿Se resiste usted a confesarlo? Pues oiga otra voz que ahora suena:

«Despertó con los primeros pájaros y ya mi lámpara moría. Y me fui a la ventana abierta y me sentó, con una guirnalda fresca en mis cabellos sueltos... Por el camino venía ól en la niebla rosada de la mañana. Traía al cuello una cadena de perlas y el sol le daba en la frente. Y se paró en mi puerta y me dijo ansioso: «¿Dónde está ella, di?»

»Me dio vergüenza de decirle: «Ella soy yo, hermoso caminante, ella soy yo.»

»Anochecía y aún no habían encendido... Yo me recogía el pelo con desgana. El llegaba en su carroza, toda incendiada de rojo por el sol poniente. Traía el traje lleno de polvo. La espuma hervía en la boca anhelante de sus caballos... Descendió ante mi puerta y me dijo con voz cascada:

«¿Dónde está ella, di?»

»Me dio vergüenza de decirle: «Ella soy yo, caminante fatigado, ella soy yo.»

»Esta noche de abril la lámpara arde en mi alcoba, que la brisa del Sur colma suave. El loro charlatán duerme en su jaula. Mi vestido es azul, como el cuello de un pavo real, y verde mi manto como la hierba nueva. Sentada en el suelo, junto a la ventana, miro la calle desierta... Y pasa la noche oscura y no me canso de cantar: «Ella soy yo, caminante sin esperanza, ella soy yo.»

Fuera inútil, señora, que se obstinase usted en no confesar su secreto: el secreto de esta voz es un secreto a voces. ¿Por qué intentar ocultarlo? ¿Cree usted que el pasado de nuestros amores y nuestros odios, de nuestros anhelos y nuestros hastíos, no deja su huella acusadora en nosotros? No hay gesto ni mirada, señora, que no reproduzca la historia entera de nuestro corazón. Sin quererlo, al movernos ante el prójimo le referimos nuestras memorias. Y el ademán con que pretendemos encubrir algo íntimo es el grito más claro en que lo revelamos. Así yo sé que usted ha estado una tarde esperando en su balcón que alguien pasase, alguien que no iba en busca de usted. Y sé que sus ojos han querido decirle: «¡Pero, hombre, si no es aquélla, si la verdadera soy yo!»

Del mismo modo sabemos que en otra ocasión dijo usted poco más o menos:

«Cuando voy sola por la noche a mi cita de amor, los pájaros no cantan, el viento no se mueve, las casas de la calle están, a un lado y a otro, silenciosas...

»Y mis ajorcas tintinean a cada paso mío.

»¡Y me da una vergüenza...!

»Cuando, sentada en el balcón, espero, sin aliento, sus pasos, las hojas están mudas en los árboles, el agua está quieta en el río como la espada en las rodillas de un centinela dormido...

»Y mi corazón palpita loco.

»¡Y no só cómo callarlo!...

»Cuando viene mi amor y se sienta a mi lado; cuando tiembla mi cuerpo y se me cierran los ojos, la noche se oscurece, apaga el viento mi lámpara, las nubes velan las estrellas.

»Y la joya de mi pecho brilla.

»¡Y no só cómo apagarla!...»

¿Verdad que una vez se dijo usted eso? Claro es que usted no ha llevado nunca ajorcas; en realidad, llevaba usted aquella noche una crucecita de rubíes, pendiente de una cadena de oro. Discreto, el poeta trata de despistarnos con las ajorcas, a fin de que no atribuyamos nominalmente a usted esos pensamientos de tan dulce y cálida intimidad.

Es inútil que nos defendamos. Rabindranath vive lejos, muy lejos de nosotros, en la región sagrada y milenaria que bañan el Ganges y el Brahmaputra. Ha habitado largo tiempo bajo el Himalaya, en medio de una selva ungida de silencio dentro del cual se vierte a ciertas horas la voz del gong llamando a la plegaria en la pagoda. Pero este indio, que tiene un perfil de Cristo ario y una mirada febril entre sus párpados, ha pasado por innumerables avatares o reencarnaciones: ha sido sucesivamente todas las cosas. Como el Buda ha sido liebre y ha sido lobo, ha sido muchacha y ha sido guerrero, sacerdote y juglar. De una en otra existencia ha ido acumulando ese íntimo fermentar secreto de cada vida y al través de cuerpos sin cuento, se ha filtrado su alma, como la gota por las capas de roca, perdiendo materia y ganando en esencia sutil. Esta esencia sutil de una vida innumerable nos llega hoy, líricamente modulada, en el dulce trémolo de su poesía. Si ha sido un poco cada uno de nosotros, ¿cómo extrañar que en estos versos sorprendamos la revelación de nuestros propios arcanos?

Y siempre que tropecemos con un gran poeta, señora, sucederá lo mismo. Y o diría que el síntoma de un gran poeta es. contarnos algo que nadie nos había antes contado, pero que no es nuevo para nosotros. Tal es la misteriosa paradoja que yace en el fondo de toda emoción literaria. Notamos que súbitamente se nos descubre y revela algo, y, a la par, lo revelado y descubierto nos parece lo más sabido y viejo del mundo. Con perfecta ingenuidad exclamamos: ¡Qué verdad es esto, sólo que yo no me había fijado! Diríase que nevamos dentro, inadvertida, toda futura poesía y que el poeta, al llegar, no hace más que subrayarnos, destacar a nuestros ojos lo que ya poseíamos. Ello es que el descubrimiento lírico tiene para nosotros un sabor de reminiscencia, de cosa que supimos y habíamos olvidado.

Todo gran poeta, señora, nos plagia.


El Sol, 27 de enero de 1918.


II


¿Conoce usted, señora, la historia de Amal? Es la historia más sencilla del mundo; pero cuando la hemos oído, parece que el corazón se nos escapa del pecho, como un pájaro asustado por una vaga sombra. Amal, señora, es un niño huérfano, un niño que está enfermo. El médico no le deja salir a la calle ni corretear por el campo. Por eso Amal asoma su cuerpo a la ventana y asoma su alma a sus ojos: quiere ver las cosas del mundo, del pequeño mundo que se pinta dentro del marco de su ventana. Y todo lo que Amal ve, Amal quiere serlo. Quiere ser el vendedor de quesitos que pasa cantando; quiere ser el guarda que marca la hora en el gong municipal; quiere ser la niña vendedora de flores. El almita clara de Amal, señora, es como el vilano de los campos que se va con todos los aires. Por ejemplo: él quisiera ir volando del otro lado de la montaña que se alza en la lejanía. Su tío le dice: «¡Eres tonto! ¿Tú crees que no hay más que ir y subirse a la punta de la montaña? ¿No comprendes que si esa montaña está ahí de pie, como está, está para algo? Si pudiéramos ir más allá, ¿para qué amontonar tanta piedra?» Pero Amal replica: «¿Tú crees, tío, que la han hecho para que nadie pase? Pues a mí me parece que es que, como la tierra no puede hablar, levanta la mano hasta el cielo y nos llama; y los que viven lejos y están sentaditos siempre en su ventana, la ven llamar...»

Del otro lado del camino hay una casa nueva que tiene una bandera flotando siempre en lo alto. «¿Qué casa es ésa?», pregunta Amal. «Es el correo», le responden. «¿Y de quién es?» «Del Rey.» «Y entonces, ¿vienen aquí cartas del Rey?» «¡Claro está! El día menos pensado viene una carta para ti.»

Y Amal, que se va muriendo, sigue asomado a la ventana y habla con todo el que pasa... Pero la idea de que el Rey escribe cartas es demasiado bonita para que no arrebate en su imaginario torbellino el alma sin peso de Amal. Amal espera una carta del Rey.

Al día siguiente el niño no puede ya asomarse. Yace vencido en su camita. La vida se le ha ido casi entera; sólo un rayo le queda, un menudo rayo tembloroso, hecho con una absurd- esperanza: ¡la carta del Rey, la carta que el Rey le va a escribir! Y recogido sobre sí mismo, Amal espía los rumores que llegan, por si alguno de ellos es el del cartero.

Y Amal agoniza; los ojos se le nublan: le parece bañarse en una dulce y tibia oscuridad. Pero llaman a la puerta. ¿Quién es? Es... el heraldo del Rey, el propio heraldo del Rey que anuncia la llegada del Soberano. Y con el heraldo llega el médico de Palacio que el Rey envía para curar al enfermito. ¿Y Amal? ¿Qué se ha hecho de Amal? El alma de Amal se había ido ya, volando, del otro lado de la montaña.

Esta es la historia que Rabindranath Tagore nos cuenta en su poema dramático El cartero del Rey.

Adivino, señora, cuál es la actitud en que el final de esta historia la ha sorprendido. Varias veces le he dicho que tiene usted el genio de las actitudes. Cuando en aquellos crepúsculos inolvidables reunía a sus amigos en torno al té y al cake, observé a menudo que nuestra conversación variaba siempre que usted cambiaba de postura. Parecía como si la postura de usted fuese el tema de la conversación, y lo que nosotros decíamos, no más que el comentario fervoroso a la línea que hacía su cuerpo en la penumbra. No le extrañe, pues, que la imagine tendido el cuello, el codo en la rodilla, la mano en el mentón y la yema del índice hundiendo su mejilla. La mirada se le ha ido tan lejos que parece dar la vuelta al mundo y acabar mirando lo que hay detrás de sus propias pupilas. ¿Melancolía...? Claro está, señora. Recuerde usted que, según Blanca de Navarra, la melancolía es lo propio de toda alma bien nacida.

El caso es que todos hemos esperado una carta de un Rey. Es más: si por yo entendemos, no esa personalidad externa, periférica, convencional que se ocupa en los negocios, en la política, en la lucha social;, si por yo entendemos el núcleo profundo e íntimo de nuestro ser, bien podemos decir que no hemos hecho en la vida otra cosa que esperar esa carta inverosímil. Lo demás que hemos hecho ha sido faena impuesta por el medio. No éramos nosotros en ella los protagonistas; eran los demás — las cosas, los otros hombres — quienes operaban en nuestra vida. De cuando en cuando, en horas de ocio o de extrema congoja, veíamos con superlativa sorpresa que de lo más hondo de nuestra persona salía nuestro verdadero yo, y que este yo era un niño, un niño incorregible, un pequeño cazador de mariposas, voluntarioso e indomesticable, que siempre esperaba lo absurdo. Y a la vez sentimos, señora, que sólo lo que este niño interior desea lograría satisfacernos por completo.

Esto no es una manera de decir, sino una verdad literal. Lo que ocurre es que nos da vergüenza hablar de ello. Porque el hablar es una de nuestras actividades sociales, de aquellas que nos sirven para fingir ante los ojos del prójimo hostil una fisonomía ventajosa. Por esta razón callamos todas esas pueriles esperanzas de mágicos acontecimientos, que, sin embargo, son el último resorte de nuestra existencia. Somos poco leales con nosotros mismos y gravemente ingratos con nuestro niño interior. Él es, él es quien empuja nuestros días, llenos de desazón y de insuficiencia, con el aliento caliente de sús fantásticas esperanzas. Sin él, señora, diez veces en la jornada, nos tumbaríamos vencidos al borde del camino, como el can reventado. Pero nuestro Amal íntimo espera siempre su carta del Rey.

Todos los grandes espíritus han sabido escuchar, por debajo de los ruidos exteriores de la vida, la alegría y el llanto del niño que llevamos dentro. Cuando en el Fedón se dispone Sócrates a morir, le presenta Platón demostrando lógicamente a sus discípulos que no debemos temer a la muerte. Pero Kebes replica sonriendo: «Está muy bien cuanto dices, Sócrates; mas yo quisiera que nos convencieses de otra manera, pues, aunque nosotros no temamos a la muerte, acaso un niño dentro de nosotros se asusta de ella. Y a éste, a éste es a quien tienes que convencer para que no se amedrente de la muerte como de un fantasma errante.»

Señora, ¡qué libro más bello se podría escribir sobre el niño en nosotros! Sólo vivimos verdaderamente las horas que él logra vivir. Somos personas formales en los días vulgares de nuestra existencia; pero en las cimas de la vida, en el sumo dolor o la dicha máxima, el niño en nosotros reaparece.

Como usted ve, amiga mía, en El cartero del Rey, el héroe dramático es un anhelo incorpóreo, esa extraña potencia del espíritu', que nos hace fluir hacia lo que aún no es. Rabindranath se complace; subrayando una vez y otra ese dinamismo espiritual que, a la postre, constituye nuestra realidad decisiva. Es el poeta de las cosas que ya van a llegar o que acaban de irse — la flecha que, ya en el aire, estremecida, se anuncia a su blanco con un rumor de abeja, o la que ya partió y nos deja una estela de vacio en la atmósfera, donde, como una hoja seca, se precipita nuestro corazón. Y así pasamos la vida, señora; esperando o añorando. En tanto que la mitad del alma se ocupa de lo que fué, la otra mitad se preocupa de lo que va a ser. Diríase que lo real y presente sólo sirve para que de él brinquemos al irreal pasado y al irreal porvenir. Canta Rabindranath:

«¡Mi casa no es y a casa para mí! ¡No puedo más! ¡Me voy, que el Desconocido eterno me llama desde el camino!

»Cómo me duele su pisada, resonando en mi pecho!

»—¡Y el viento se levanta y se lamenta el mar!

»¡Quédense ahí mis dudas, mis cuidados! ¡Yo me voy con la marea sin hogar, porque el Desconocido me llama, yéndose y a por el camino!»

Otras veces es el amante o la amada que acaban de irse (véase el número 55 de El jardinero) y es el afán del recuerdo que, prendido al que se aleja, dilata nuestro pecho.

No hay sino anhelos, señora; lo demás no existe, por lo menos no existe vitalmente. La realidad de que habla la ciencia es no más que una realidad pensada. Realidad viva únicamente la tienen los objetos cuando en ellos se prende nuestro deseo o nuestra nostalgia. A veces me parece el universo una azulada tiniebla uniforme, surcada tan sólo por nuestros mudos ardores, que se levantan como silenciosos cohetes de oro...

Los indios han sabido esto mejor que nadie, y por eso Buda hace de la sed la substancia del mundo. «La sed, la sed, el deseo nos hace vivir y revivir: sed de placer, sed de vivir y sed de morir.»

Somos, señora, una pintoresca caravana que bajo la férvida turquesa del cielo ecuatorial cruza el tórrido desierto; nos hacemos la ilusión de que somos mercaderes, pero yo aseguro a usted, señora, que nos puso en movimiento tan sólo el puro afán de sentir sed.

Tener las cosas no nos importa; nos importa aspirar a ellas o echarlas de menos cuando ya se han ido, ¿no es cierto? Por esta razón pienso que, en el fondo, tenemos todos los hombres una biografía idéntica. Cuanto de nosotros se cuenta es embuste y leyenda. Si usted me dejase, señora, yo escribiría la verdadera historia de su corazón con estas cuatro palabras: Ni ya, ni todavía.


El Sol, 3 de febrero de 1918.


III


¿Ha recibido usted, señora, los volúmenes de Rabindranath Tagore que le he enviado? Deseaba que llegasen cerca de sus nervios juntos con la primavera, a fin de ver qué es lo que pasaba. Perdóneme usted este gesto de hombre de laboratorio que ha preparado un experimento. La tentación es irresistible: su corazón me ha parecido siempre un prodigioso órgano de espiritualidad, un aparato registrador de emociones, el más perfecto que conozco. ¿No es natural que tratase de someterlo al influjo concurrente de lirismo y primavera?

Me interesa, en alto grado conocer la impresión que este poeta indo deja en las mejores almas europeas. Tiene, en efecto, para mí esta poesía el valor de un experimento, porque Rabindranath, abandonando toda la mise en scene del arte oriental, que suele estorbar nuestra aproximación, conserva intacto su asiatismo. Ahora bien: los europeos necesitamos, si no queremos petrificarnos, confrontar nuestras actitudes esenciales con las de otras porciones planetarias. Durante muchos siglos hemos vivido sin culturas rivales de la nuestra y, nutriéndonos de nuestro propio fondo, hemos llegado a creer que fuera de nosotros nada tiene sentido. Pero he aquí que el Asia, durmiente secular, se incorpora, y del otro lado emerge, con una fisonomía nueva, la vida americana. Otras maneras de entender la existencia, distintas de la europea, vuelven a alzarse en el horizonte, disputándose nuestra adhesión. Torna a haber rivalidad en el mundo, y ya sabe usted que, en mi entender, todas las obras delicadas que el hombre ha realizado se deben a la emulación.

Oyendo el dulce caramillo del poeta bengalí, nos sentimos derivar por una corriente que fluyese hacia atrás, hacia su propio manantial. Los europeos de los últimos siglos estábamos alistados bajo la bandera del progreso, que quiere decir multiplicidad y apresuramiento. En oposición al prestissimo de nuestra vida occidental, es Rabindranath un corazón donde la vida pulsa en un adagio cantabile. Asia no tiene prisa: vive en un tempo más cósmico que humano. Apenas comenzamos la lectura de este poeta, el corazón se nos pone al paso, al paso lento con que van por el zodíaco las bestias siderales; al paso germinal con que la semilla asciende so la gleba; al paso con que se hincha y se afloja en las mareas el pecho curvo del mar. Recuerde usted que los dioses de Asia, los devas, toman aliento una vez cada cien años y respiran sólo cada cien horas.

Si ha visto usted algún retrato de Rabindranath, habrá notado esta emanación de calma que se desprende de su fisonomía. Relatando las conferencias que dio en Inglaterra, dice un biógrafo que «parecía tener el poder de convertir un aposento ordinario, una casa de Londres, un aula académica, una reunión popular, en vehículo de su serenidad india». Verdaderamente que nos da vergüenza acercar a este alma, quieta y transparente como un remanso de fines de abril, las nuestras, agitadas y turbias. Las más agudas sospechas nacen como resultado de esta comparación: ¿no será un descarriamiento el rumbo integral de la cultura europea? Porque la calma del indo proviene de que ha puesto bien en claro la relación de su persona con los problemas últimos.

«Es mi delicia aguardar espiando en la linde del camino, donde la sombra persigue a la luz y la lluvia avanza sobre las huellas del estío.

«Mensajeros, con nuevas de otros cielos, me saludan y se apresuran a lo largo del camino.

»Mi corazón exulta dentro de mí y es dulce el aliento de la brisa que pasa.

»Del alba al crepúsculo, permanezco ante mi puerta. Sé que de pronto llegará el momento venturoso en que podré ver.

»Y entretanto sonrío y canto, en plena soledad.

»Y entretanto el aire se satura con el perfume de la promesa.»

¿No es éste, señora, el supremo acierto: lograr que la vida se nos presente como un árbol cuajado de promesas maduras? ¿Qué importa si no se cumplen? Lo decisivo es que la promesa de mañana dé brío a nuestras horas de hoy. ¡Creer que va a acontecer, que puede acontecer algo inmenso en torno nuestro..., he ahí la emoción que yo deseo más para los que amo más! Lo horrible es que nada en derredor nos envíe alusiones a un fermentar secreto y romántico que acaso hierve bajo la corteza visible del mundo. Si las cosas no son más que lo que son, no ofrecerán pretexto para que funcione nuestra viscera cordial. Nuestra pupila se detendrá sobre ellas, pero no se dispararán nuestros afanes. Para esto hace falta que las cosas irradien más allá de lo que cada una es en realidad cierto halo imaginario y como luminosa palpitación; que aparezcan en nuestro paisaje rodeadas de aureola, al modo que el Arcángel Gabriel, y como él, sean mensajeras de anunciaciones. ¿Quiere usted un ejemplo claro de esto que vagamente digo? El semblante de una mujer hermosa. ¿No lo vemos ahí, ante nosotros? ¿No nos entregan nuestros ojos entera su realidad? Y , sin embargo, la visión del rostro bello, lejos de satisfacernos, es el incitador de nuestro deseo. Porque la belleza — decía Stendhal — es una promesa de felicidad, y lo que tiene de bello no es lo que tiene de real, sino lo que tiene de promesa.

Los acontecimientos que los hombres solemos llamar grandes, como una gran tormenta o una gran batalla, embotan nuestra sensibilidad por su misma violencia. Cuando acaecen, los percibimos según son, y sólo lo que ellos son percibimos. En cambio, a lo mejor, tendidos en la umbría, una hoja vaga que se desprende de la fronda nos roza la sien y produce en nosotros un misterioso estremecimiento, en que nos parece barruntar un suceso inmenso que en aquel instante está ocurriendo, tan grande y universal que no tiene límites, que no tiene forma, que no puede ser definido ni nombrado, y del que la hoja caediza es sólo un humilde nuncio o infinitesimal síntoma. ¡Cuan otro tono y tensión serían los de nuestra vida si acertásemos a creer que hay en todo objeto el símbolo y anuncio de un inmenso bien o de un inmenso mal! Al menos, usted y yo sólo estimamos hondamente a los que creen esto y van por el mundo con un alma de cristal, pronta a quebrarse bajo el golpe de un grano de arena. Para ellos, como para Novalis, es la naturaleza una varita mágica... petrificada.

A veces, esa sensibilidad trascendente se convierte en una constante espera, y cada minuto pasa ante nosotros, con el índice en los labios, en ademán de inminencia. «He cantado muchos cantos en muchos modos — escribe Tagore —; pero todas sus notas siempre claman: Ya viene, ya viene para siempre».

— Pero ¿quién viene, diablo? — preguntará usted, enemiga de lo impreciso, impaciente y nada asiática.

— Señora, Dios — respondo obediente.

He querido ocultarlo hasta el fin, por temor a que le cause alguna desilusión. Rabindranath es un poeta místico. Tuvo en su mocedad amores terrenos, que cantó en El jardinero; pero el resto de su obra, espléndido edificio lírico, no tiene, señora, más inquilino que Dios. Pero es el Dios de la India; un Dios benévolo que viaja en su carro de oro entre el polvo de los caminos aldeanos; un Dios sonriente, que «sobre el ancho mundo hace danzar muerte y vida gemelas»; un «maestro-poeta», que ha hecho de la vida de Tagore «una cosa simple y recta, parecida a una flauta de caña que él sabe llenar de música». Escuche usted esta melodía, que tiene un sabor pánico, casi griego:

«Oye, corazón mío, la flauta de mi Amigo, que en ella está la música del olor de las flores del campo, de las hojas relucientes, del agua relampagueadora, de los parajes en sombra donde zumban las abejas.

»Su flauta le roba la sonrisa de sus labios y la echa sobre mi vida.»

Rabindranath, señora, es un David manso. (¡Ah! ¡Nuestro David! Aquél era mejor, porque poseía un ímpetu multiforme: destruía ciudades y danzaba ante el arca. Zagal y hondero, capitán, poeta y bailarín, adúltero y profeta. ¡Lo fue todo aquel hombre! Su hijo Salomón, en cambio, es un decadente, y tiene la pedantería de los herederos. Casi lo imaginamos como una mezcla de los más ingratos extremos, fumando cigarrillos turcos y con gesto de profesor. Con la Reina de Saba no hizo sino discutir sobre temas de economía política, y su famoso palacio debió ser la insoportable síntesis de una academia y un Hotel Ritz).

Con tanta interrupción, amiga mía, tengo que concluir esta carta sin haber comenzado a hablar de nuestro poeta indo. Pero lo importante es que usted lo lea, no que yo lo defina.


El Sol, 31 de marzo de 1918.