Diferencia entre revisiones de «La familia de León Roch : 3-04»

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Ya había concluido la misa de rogativa; ya había entrado Paoletti en la estancia donde moraba entre sombras de fiebre y duda su bendita amiga espiritual, cuando León, pasando apresurado de sala en sala, buscaba a la hija del marqués de Fúcar. Al fin la halló en la habitación de Ramona. Deseaba decirle una cosa muy importante. Creeríase que Pepa esperaba la enunciación de la importante cosa, porque estaba en pie, con la anhelante mirada fija en la puerta, atendiendo a los pasos que se acercaban, y así que le vio entrar, retirose a un ángulo de la pieza, indicando a su amigo, con el lenguaje singular de cuatro o cinco pasos (pues también los pasos hablan), que allí estarían mejor que en ninguna otra parte. Monina corrió al encuentro de León y se abrazó a sus piernas, echando la cabeza hacia atrás. Él la tomó en brazos, y al verse arriba la nena, se empeñó en hacerle admirar la perfección artística de un cacharrillo de barro con asa y pico, obsequio reciente del cura de Polvoranca, y luego se entretuvo en la difícil operación de colgárselo de una oreja.

-Estate quieta, Mona; no seas pesada -dijo Pepa-. Ya, ya me figuro a qué has venido y lo que vas a decirme... Hija, estate quieta... Ven aquí...

Arrancó a Monina de los brazos de León para tomarla en los suyos.

-No necesitas decirme nada... Lo comprendo, lo adivino -prosiguió-. Debo marcharme de aquí. Ya estaba decidida, aunque tuviera que irme sin verte.

-Agradezco tu delicadeza -dijo León-. Márchate a tu casa de Madrid, y por ahora... no te acuerdes de que existo.

-Eso no será fácil... Hija, por Dios, no me sofoques -dijo Pepa, en cuya oreja continuaba la criatura su penoso trabajo-. Ponte en el suelo... Me marcharé sin preguntarte siquiera cuándo nos volveremos a ver. Tengo miedo de hacer la pregunta, y respeto tu vacilación en contestarme.

León bajó los ojos sin decir nada. No conocía palabra tierna, ni frase amistosa, ni concepto de esperanza que al pasar de su mente a sus labios no llevase en sí un sentido criminal. Callar pareciole más decoroso aún que la misma protesta contra toda intención de escándalo. Ambos se quedaron mudos por largo rato, sin osar mirarse, temerosos cada cual de la fisonomía del otro, como si fuese claro espejo de su propio pensamiento.

-No me preguntes nada, no me digas nada -manifestó al cabo León-; no pronuncies nombre alguno que pueda interesarme. Llena tu corazón de generosidad y vacíalo de esperanza.

Pepa quiso hablar algo; pero tanto temblaba su voz, que prefirió decir para sí estas palabras: -Todo lo echaré de mí, menos la idea triste, la idea vieja y lúgubre: que ella, rezando, rezando, se salvará; y yo, esperando, esperando, me moriré.

León, que parecía leer los pensamientos en el contraído entrecejo de su amiga, le dijo cara a cara:

-En los trances duros se conoce la índole generosa o egoísta de las almas.

Pepa tembló de pies a cabeza. Después, sosteniendo su frente en un dedo, rígido como clavo de martirio, dijo mirando a sus propias rodillas, donde tocaban el piano los diminutos dedos de Ramona:

-No sé si la mía será generosa o egoísta. Yo sé que he derramado hace poco algunas lagrimillas, pidiendo a Dios que no matara a nadie por culpa mía. ¡Qué sabor tan amargo sacan a veces nuestras oraciones, y cómo se acongoja nuestro pensamiento luchando para que las flores que quieren echar de sí no se conviertan en culebras!... Yo he rezado hoy más que ningún día de mi vida; pero no estoy segura de haber rezado bien y con limpieza de corazón. Horrible batalla había dentro de mí. Creo que las palabras y las ideas que andaban por mi cerebro variaban de sentido a cada instante, y que decir Dios era decir demonio, y decir amor era decir odio, y decir salvarse era decir morirse. La idea sentida y la idea pensada se combatían, arrebatándose una a otra el vestido de su palabra propia. Yo creo que no he rezado nada, que no soy buena; y sin embargo, quiero serlo. ¡Me siento con tan poco de santa y tanto de mujer!... Y sin embargo, yo no seré tan mala cuando he tenido alma para pedir claramente que muriéramos las dos, y así todo quedaría bien...

Se levantó, añadiendo:

-En fin, me voy. Ya sabes que obedecerte es el único placer de mi vida.

-Gracias -murmuró León, tomando en brazos a la nena.

-Despídete de ese... -dijo Pepa, contemplando con amor a su hija y al que la besaba.

León estrechó en sus brazos a la chiquilla y le dio mil besos, considerando que las manifestaciones de su cariño no eran escandalosas recayendo en la inocente persona de un ángel tan bonito. Dio con ella en brazos dos o tres paseos por la estancia, ocultando así, con estas idas y venidas, la emoción que sentía y traspasaba los límites del alma para salir al rostro. Sin mirar a la buena mamá, esta podía vanagloriarse, allá en el ángulo de la pieza, de ser bien contemplada. La pasión tiene su perspicacia nativa y un astro maravilloso para sorprender los pensamientos del ser amado, asimilárselos y alimentar el espíritu propio con aquel rico manjar extraño.

En cuanto al desgraciado hombre, nunca como entonces había sentido el dominio irresistible que sobre él ejercía aquel ser pequeño y lindo, nacido de la unión de una mujer que no era la suya y de un hombre que no era él. No creía en la posibilidad de vivir contento si le quitaban de las manos aquel tesoro, ajeno, sin duda, pero que se había acostumbrado a mirar como suyo y muy suyo. Con este cariño se mezclaban el cariño y la imagen de la madre como dos luces confundidas en una sola. ¡Familia prestada que en el corazón del solitario ocupaba el desierto hueco y se apropiaba el calor reservado a la propia! Él no tenía culpa de que en su cansado viaje por el páramo se le presentaran aquellas dos caras, risueña la una, enamorada la otra, ambas alegrando el triste horizonte de su vida y obligándole a marchar adelante cuando ya sin fuerzas caía sobre pedregales y espinas. En Pepa había hallado amor, docilidad, confianza, misteriosas promesas de la paz soñada y del bien con tanto afán perseguido. Era la familia de promisión, con todos los elementos humanos de ella, pero sin la legitimidad; y el no ser un hecho, sino una esperanza, dábale mayores encantos y atractivo más grande. La pasión arrebatada de Pepa y el ardor fanático con que a todo la sobreponía, lejos de infundirle cuidado, le seducían más, porque en ello veía la ofrenda absoluta del corazón, sin reserva alguna; la generosidad ilimitada con que un alma se le entregaba toda entera, sin esconder nada, sin ocultar sus mismos defectos ni estimar un solo pensamiento. Quien había sido mendigo de afectos no podía rechazar los que iban a él con superabundancia y cierto alarde bullicioso. Dábale al mismo tiempo orgullo y piedad el ver cómo aquel admirable corazón, sin dejar de ser religioso, le pertenecía enteramente, por ley que es divina a fuerza de ser humana; y al sentirse tan bien amado, tan señor y rey en el corazón y en los pensamientos de ella, no podía menos de darse también todo completo. Cualquier afecto secundario y remoto que existiera antes de aquel mutuo resplandor en que ambos se veían, debía extinguirse, como palidecen los astros lejanos cuando sale el sol.

Pero quizás no era ocasión de pensar tales cosas. León puso la niña en brazos de su madre y le dijo:

-Ni un momento más. Adiós. Si es preciso explicar a tu padre la causa de tu traslación a Madrid, yo me atreveré a decírsela:

-Se la diré yo.

Con precipitación y desasosiego salieron uno y otro por puertas distintas.



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