Comedia de equivocaciones (Márquez tr.)

De Wikisource, la biblioteca libre.
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
 
COMEDIA DE EQUIVOCACIONES.

TRADUCCIÓN DE
JOSÉ ARNALDO MÁRQUEZ.


Ilustración de H. Knacksuss
Grabados de Otto Minde.

 


PERSONAJES.

SOLINO, duque de Éfeso.
ÆGEÓN, mercader de Siracusa.
ANTÍFOLO de Éfeso.
Hermanos gemelos, hijos de Ægeón y de Emilia, pero desconocidos uno de otro.
ANTÍFOLO de Siracusa.
DROMIO de Éfeso.
Hermanos gemelos y esclavos de los dos Antífolo.
DROMIO de Siracusa.
BALTASAR, mercader.
ANGELO, platero.
UN COMERCIANTE, amigo de Antífolo de Siracusa.
PINCH, maestro de escuela y mágico.
EMILIA, esposa de Ægeón, abadesa de una comunidad de Éfeso.
ADRIANA, esposa de Antífolo de Éfeso.
LUCIANA, hermana de Adriana.
LUCÍA, doncella de Luciana.
UNA CORTESANA.
UN ALCAIDE.

OFICIALES DE JUSTICIA Y OTROS.

La escena pasa en Éfeso.


ACTO I.

ESCENA I.
Sala en el palacio del duque.
El DUQUE DE ÉFESO, ÆGEÓN, un ALCAIDE, oficiales y otras gentes del séquito del duque.
ÆGEÓN.

C

ontinuad, Solino; procurad mi pérdida; y con la sentencia de muerte, terminad mis desgracias y mi vida.

El duque.—Mercader de Siracusa, cesa de defender tu causa; yo no soy bastante parcial para infringir nuestras leyes.—La enemistad y la discordia, recientemente excitadas por el ultraje bárbaro que vuestro duque ha hecho á estos mercaderes, honrados compatriotas nuestros, quienes, por falta de oro para rescatar sus vidas, han sellado con su sangre sus rigurosos decretos, excluyen toda piedad de nuestra amenazante actitud; pues desde las querellas intestinas y mortales levantadas entre tus sediciosos compatriotas y los nuestros, se ha sancionado en consejos solemnes, tanto por nosotros como por los siracusanos, no permitir tráfico alguno á las ciudades enemigas nuestras. Además, si un natural de Éfeso es visto en los mercados y ferias de Siracusa, ó si un natural de Siracusa viene á la bahía de Efeso, muere, y sus mercaderías son confiscadas á disposición del duque, á menos que levante una cantidad de mil marcos para cumplir la pena y servirle de rescate. Tus géneros, vendidos al más alto precio, no pueden subir á cien marcos; por consiguiente la ley te condena á morir.

Ægeón.—Bien! Lo que me consuela es que, al realizarse vuestras palabras, mis males terminarán con el sol poniente.

El duque.—Vamos, siracusano, dinos brevemente por qué has dejado tu ciudad natal y qué motivo te ha traído á Éfeso.

Ægeón.—No podía haberse impuesto tarea más penosa que la de intimarme á decir males indecibles. Sin embargo, á fin de que el mundo sea testigo de que mi muerte habrá provenido de la naturaleza y no de un crimen vergonzoso, diré todo lo que el dolor me permita decir.—Nací en Siracusa y me casé con una mujer que hubiese sido feliz sin mí, y por mí también sin nuestro mal destino. Vivía contento con ella; nuestra fortuna se aumentó por los fructuosos viajes que con frecuencia hacía yo á Epídoro, hasta la muerte de nuestro agente de negocios. Su pérdida, habiendo dejado en abandono el cuidado de grandes bienes, me obligó á sustraerme de los tiernos abrazos de mi esposa. Apenas habían pasado seis meses de ausencia, cuando casi desfallecida bajo la dulce carga que llevan las mujeres, hizo sus preparativos para seguirme, y llegó con prontitud y seguridad á los lugares donde me hallaba. Poco tiempo después de su llegada hízose la feliz madre de dos hermosos niños; y, lo que hay de extraño, tan parecidos entre sí, que no se podían distinguir sino por sus nombres. Á la misma hora y en la misma hostería, una pobre mujer fué desembarazada de una carga semejante, dando al mundo dos gemelos varones igualmente parecidos. Compré estos dos muchachos á sus padres, quienes se encontraban en extrema indigencia, y los crié para servir á mis hijos. Mi mujer, que no estaba poco orgullosa de estos dos niños, me instaba cada día para volver á nuestra patria. Consentí á pesar mío ¡ay! demasiado temprano. Nos embarcamos.—Estábamos á una legua de Epídoro, antes que la mar, siempre dócil á los vientos, nos hubiese amenazado con algún accidente trágico; pero no conservamos mucho tiempo la esperanza. La escasa claridad que nos prestaba el cielo no servía sino para mostrar á nuestras almas aterradas, el mandato dudoso de una muerte inmediata. En cuanto á mí, yo la habría abrazado con alegría, si las lágrimas incesantes de mi esposa, que lloraba de antemano la desgracia que veía venir inevitablemente, y los gemidos lastimeros de los dos niños que lloraban por imitación, ignorando lo que era de temer, no me hubiesen forzado á buscar el modo de retardar el instante fatal para ellos y para mí; y he aquí cuál fué nuestro recurso; no quedaba otro:—Los marineros buscaron su salvación en nuestro bote, y nos abandonaron dejándonos el barco ya á punto de hundirse. Mi esposa, más atenta á velar sobre mi último nacido, lo había ligado al pequeño mástil de reserva del cual se proveen los marinos para las tempestades; con él estaba ligado uno de los gemelos esclavos; y yo había tenido que hacer lo mismo con los otros dos niños. Hecho esto, mi esposa y yo con las miradas fijas en aquellos en quienes estaban fijos nuestros corazones, nos atamos á cada uno de los extremos del palo; y flotando en seguida á voluntad de las olas, fuímos llevados por ellas hacia Corinto, á lo que nosotros habíamos pensado. Al fin, el sol, mostrándose á la tierra, disipó los vapores que habían causado nuestros males; bajo la influencia benéfica de su luz deseada, los mares se calmaron gradualmente, y descubrimos en lontananza dos barcos que navegaban sobre nosotros; de Corinto el más lejano, y el otro de Epídoro. Pero antes de que nos hubiesen alcanzado... ¡Oh! no me obliguéis á decir más; conjeturad lo que aconteció por lo que acabáis de oir.

El duque.—Prosigue, anciano: no interrumpas tu relato; podemos al menos compadecerte si no podemos perdonarte.

Ægeón.—¡Oh! ¡Si los dioses nos hubiesen compadecido, no les llamaría ahora con tanta justicia desapiadados hacia nosotros! Antes que los dos barcos hubiesen avanzado á diez leguas de nosotros, dimos contra una grande roca; é impulsado con violencia sobre este escollo, nuestro mástil de socorro fué roto por el medio; de tal modo que, en esta nuestra injusta separación, la fortuna nos dejó á los dos de qué regocijarnos y de qué afligirnos. La mitad que llevaba á la infeliz y que parecía cargada de menor peso, aunque no de menor infortunio, fué impulsada con más velocidad por los vientos: y fueron recogidos los tres á nuestra vista por pescadores de Corinto, á lo que nos pareció. Finalmente, otro barco se había apoderado de nosotros; y llegando á conocer sus tripulantes quiénes eran aquellos que la suerte les había conducido á salvar, acogieron con benevolencia á sus náufragos: y hubiesen alcanzado á quitar á los pescadores su presa á no haber sido el buque tan mal velero. Se vieron, pues, obligados á dirigir su rumbo hacia la patria.—Habéis oído cómo he sido separado de mi dicha y cómo mi vida ha sido prolongada por adversidades para haceros el triste relato de mis desventuras.

El duque.—Y, en bien de los que lloras, hazme el favor de decir detalladamente lo que os aconteció á ellos y á ti hasta ahora.

Ægeón.—Mi hijo menor, que es el mayor en mi cuidado, cumplida la edad de diez y ocho años, se ha mostrado deseoso de buscar á su hermano, y me ha rogado con importunidad permitirle que su joven esclavo (pues los dos muchachos habían compartido la misma suerte, y éste, separado de su hermano, había conservado el nombre) pudiese acompañarle en esta investigación. Para poder encontrar uno de los objetos de mi atormentada ternura, yo arriesgaba perder el otro. He recorrido durante cinco veranos las extremidades más apartadas de la Grecia, errando hasta más allá de los límites de Asia; y costeando hacia mi pátria, he abordado á Éfeso sin esperanza de encontrarlos, pero repugnándome pasar por este lugar ó cualquiera otro donde habitan hombres, sin explorarlo. Es aquí, en fin, donde debe terminar la historia de mi vida; y sería feliz de esta muerte oportuna, si todos mis viajes me hubiesen asegurado al menos que mis hijos viven.

El duque.—¡Desventurado Ægeón, á quien los hados han marcado para probar el colmo de la desgracia! Créeme: mi alma abogaría por tu causa si pudiese hacerlo sin violar nuestras leyes, sin ofender mi corona, mi juramento y mi dignidad, que los príncipes no pueden anular, aun cuando lo quisieran. Pero aunque tú seas destinado á la muerte, y que la sentencia pronunciada no pueda revocarse sin grave daño de nuestro honor, sin embargo te favoreceré en lo que pueda. Así, mercader, te concederé este día para buscar tu salvación en un socorro bienhechor: acude á todos los amigos que tienes en Éfeso, mendiga ó toma prestado para recoger la suma y vive; si no, tu muerte es inevitable.—Alcaide, tómalo bajo tu custodia.

Alcaide.—Sí, mi señor.

(El duque sale con su séquito.)

Ægeón.—Ægeón se retira sin esperanza y sin socorro, y su muerte no es sino diferida.

(Salen.)
ESCENA II.
Plaza pública.
ANTÍFOLO y DROMIO de Siracusa; UN MERCADER.

El mercader.—Tened cuidado de esparcir la voz de que sois de Epídoro, si no queréis ver todos vuestros bienes confiscados al instante. Hoy mismo un mercader de Siracusa acaba de ser preso por haber abordado aquí, y, no encontrándose en estado de rescatar su vida, debe perecer, según los estatutos de la ciudad, antes que el sol fatigado se ponga al occidente. He aquí vuestro dinero que tenía en depósito.

Antífolo.—(A Dromio.) Vé á llevarlo al Centauro, donde posamos, Dromio, y esperarás allí que yo vaya á reunirme contigo. Dentro de una hora será la comida: hasta entonces voy á echar un vistazo sobre las costumbres de la ciudad, tratar á los mercaderes, mirar los edificios; después de lo cual volveré á tomar algún reposo en mi hostería, pues estoy cansado y adolorido de este largo viaje. Vete.

Dromio.—Más de un hombre os tomaría la palabra gustosamente, y se iría en efecto teniendo tan buen medio de partir.

(Sale Dromio.)

Antífolo.—(Al mercader.) Es un criado de confianza, señor, que á menudo, cuando estoy agobiado por la inquietud y la melancolía, alegra mi humor con sus chanzas. Vamos, ¿queréis pasearos conmigo en la ciudad y venir en seguida á mi posada á comer conmigo?

El mercader.—Estoy invitado, señor, en casa de ciertos negociantes, de los cuales espero grandes beneficios. Os ruego me excuséis. Pero mas tarde, si gustáis, á las cinco, os tomaré en la plaza del mercado, y desde ese momento os haré compañía hasta la hora de acostarse. Mis negocios en este instante me obligan á dejaros.

Antífolo.—Adios, pues, hasta luégo. Yo, voy á perderme errando de aquí para allí, á fin de ver la ciudad.

El mercader.—Señor, os deseo mucha satisfacción.

(El mercader sale.)

Antífolo.—(Solo.) El que me desea la satisfacción, me desea lo que no puedo obtener: Estoy en el mundo como una gota de agua que busca en el Océano otra gota; y no pudiendo encontrar allí su compañera, se pierde ella propia errante é inapercibida. Así yo, desgraciado, para encontrar una madre y un hermano, me pierdo á mí propio buscándolos.

(Entra Dromio de Éfeso.)

Antífolo.—(Percibiendo á Dromio.) He aquí el almanaque de mi verdadera fecha. ¿Cómo, cómo sucede que estás de vuelta tan pronto?

Dromio de Éfeso.—¿De vuelta tan pronto, decís? Mas bien vengo demasiado tarde. El capón se quema, el lechón se cae del asador; la campana del reloj ha dado las doce y mi dueña las juntó en la una sobre mi mejilla. Ella está tan acalorada porque la carne está fría: la carne está fría porque no venís á casa; no venís á casa porque no tenéis apetito; no tenéis apetito porque habéis almorzado: pero nosotros que sabemos lo que es ayunar y rogar, estamos en penitencia hoy por vuestra culpa.

Antífolo.—Guardad vuestro resuello, señor, y responded á esto, os lo ruego: ¿dónde habéis dejado el dinero que os he remitido?

Dromio.—¡Oh! ¿Qué? ¿Los seis cuartos que tuve el miércoles último para pagar al sillero la gurupera de mi ama? Es el sillero quien los ha tenido, señor; yo no los he guardado.

Antífolo.—No estoy en este momento de humor de chancear: dime y sin tergiversar ¿dónde está el dinero? Somos extranjeros aquí. ¿Cómo osas confiar á otros la custodia de una cantidad tan fuerte?

Dromio.—Os ruego, señor, chancead cuando os sentéis á la mesa para comer. Corro á todo escape á buscaros de parte de mi ama: si vuelvo sin vos no tendré escape para que ella no me escriba vuestra culpa en el hocico. Me parece que vuestro estómago debería, como el mío, hacer veces de reloj y llamaros al albergue sin necesidad de mensajero.

Antífolo.—Vamos, vamos, Dromio, estas chanzas están fuera de razón. Guárdalas para hora más alegre que esta. ¿Dónde está el oro que he confiado á tu cuidado?

Dromio.—¿Á mí, señor? ¡Pero si no me habéis dado oro!

Antífolo.—Vamos, señor bergante, dejad vuestras tonterías y decidme ¿cómo has dispuesto de lo que te confié?

Dromio.—Todo lo que se me ha confiado es el conduciros del mercado á casa, al Fénix, para comer: mi ama y su hermana os esperan.

Antífolo.—Tan verdad como soy cristiano, quieres responderme ¿en qué lugar de seguridad has puesto mi dinero? Ó voy á romper tu atolondrada cabeza que se obstina en la broma cuando no estoy dispuesto á ello: ¿dónde están los mil fuertes que has recibido de mí?

Dromio.—He recibido de vos algunos fuertes en la cabeza, algunos otros de mi ama sobre las espaldas, pero nunca mil fuertes entre vosotros dos. Y si los devolviera á vuestra señoría, quizá no los soportaría en paciencia.

Antífolo.—¡Los fuertes de tu ama! ¿Y qué ama tienes tú, esclavo?

Dromio.—La esposa de vuestra señoría, mi ama, que está en el Fénix; la que ayuna hasta que vengáis á comer, y que os ruega venir lo más pronto para sentarse á la mesa.

Antífolo.—¡Cómo! ¿Quieres reirte en mi cara de mí de ese modo después de habértelo prohibido?... Toma, toma esto, pícaro.

Dromio.—Eh! ¿Qué queréis decir, señor? En nombre de Dios, tened vuestras manos tranquilas; ó si no, voy á pedir socorro á mis piernas.

(Dromio huye.)

Antífolo.—Por vida mía, de una manera ú otra, este pícaro se habrá dejado escamotear todo mi dinero. Dícese que esta ciudad está llena de pillos, de escamoteadores listos, que engañan la vista; de hechiceros que trabajan en las sombras, y cambian el espíritu; de agoreras asesinas del alma, que deforman el cuerpo; de bribones disfrazados, de charlatanes y de mil otros criminales autorizados. Si es así, no partiré sino lo más pronto. Voy á ir al Centauro para buscar á este esclavo: temo mucho que mi dinero no esté en seguridad.

(Sale.)


ACTO II.

ESCENA I.
Plaza pública.
Entran ADRIANA y LUCIANA.
ADRIANA.

N

i mi marido, ni el esclavo á quien con tanta prisa envié á buscar á su amo, han vuelto. Luciana, son las dos.

Luciana.—Quizás algún comerciante le habrá invitado, y habrá ido del mercado á comer á alguna parte. Querida hermana, comamos y no os agitéis. Los hombres son dueños de su libertad. El tiempo es el único dueño de ellos; y, según ven el tiempo, van ó vienen. Así, tomad paciencia, mi querida hermana.

Adriana.—Eh! ¿Por qué ha de ser su libertad mayor que la nuestra?

Luciana.—Porque sus quehaceres están siempre fuera del hogar.

Adriana.—Y ved, cuando yo hago lo mismo lo toma á mal.

Luciana.—¡Oh! Sabed que él es la brida de vuestra voluntad.

Adriana.—No hay sino los asnos que se dejan embridar así.

Luciana.—Una libertad obstinada es herida por la desgracia. Nada existe bajo el cielo, sobre la tierra, en el mar y en el firmamento, que no tenga sus límites.—Entre los animales, los peces y los pájaros alados, dominan los machos, y los demás están sujetos á su autoridad; los hombres, más cercanos de la divinidad, dueños de todas esas criaturas, soberanos del ancho mundo y de los vastos y turbulentos mares, dotados de alma y de inteligencia, de un rango más elevado que los peces y los pájaros, son los dueños de sus esposas y sus señores. Que vuestra voluntad sea, pues, sometida á sus acuerdos.

Adriana.—¿Es esta esclavitud lo que os impide casaros?

Luciana.—No, no es eso, sino los inconvenientes del lecho conyugal.

Adriana.—Pero, si fueses casada, sería necesario soportar la autoridad.

Luciana.—Antes de aprender á amar, quiero acostumbrarme á obedecer.

Adriana.—¿Y si vuestro marido fuese á hacer alguna encartada á otra parte?

Luciana.—Hasta que él hubiese vuelto á mí, yo tendría paciencia.

Adriana.—Mientras la paciencia no está perturbada, no es maravilla que se tenga tranquila. Puede ser dulce quien no tenga otro motivo. Pedimos á una alma desgraciada, oprimida por la adversidad, que esté tranquila cuando la oímos gemir. Pero si estuviéramos cargadas con el mismo peso de dolor, nos quejaríamos nosotros mismos tanto ó más aún. Así, tú que no tienes un marido duro que te aflija, pretendes consolarme instando una paciencia que no da ningún socorro; pero si vives suficiente para verte tratar como á mí, echarás pronto á un lado esta absurda paciencia.

Luciana.—Vamos, quiero casarme algún día, aunque no sea sino para hacer la prueba.—Pero, he aquí á vuestro esclavo que vuelve; vuestro marido no está lejos. (Entra Dromio de Éfeso.)

Adriana.—¡Y bien! ¿Tu tardío amo está ya cerca?

Dromio.—Verdaderamente, está á diez dedos de mí; lo cual pueden atestiguar mis orejas.

Adriana.—Dime ¿le has hablado? ¿Sabes su intención?

Dromio.—Sí, sí; ha explicado su intención á mi oreja. Maldita sea su mano. ¡Trabajo he tenido para comprenderla!

Luciana.—¿Ha hablado de una manera tan equívoca, que no hayas podido sentir su pensamiento?

Dromio.—¡Oh! ha hablado tan claro, que no he sentido sino demasiado bien sus golpes; y á pesar de esto tan confusamente, que apenas los he comprendido.

Adriana.—Pero, te ruego decirme ¿está en camino para volver aquí? ¡Parece que se cuida bien de agradar á su esposa!

Dromio.—Ama, mi amo es seguramente del orden del creciente ¿estáis?

Adriana.—¡Del orden del creciente, pícaro!

Dromio.—No quiero decir que sea deshonrado; pero ciertamente, es de todo punto lunático.—Cuando le he dado priesa de venir á comer, me ha pedido mil coronas en oro.—Es hora de comer, le he dicho.—Mi oro, ha respondido.—Vuestras viandas se queman, he dicho.—Mi oro, dijo.—¿Váis á venir? dije.—Mi oro, replicó, ¿dónde están las mil coronas que te he dado, malvado?El lechón, dije, está todo quemado.—Mi oro, díjome.—Mi ama, señor, le dije.—¡Que vaya tu ama á ahorcarse! ¡Yo no conozco ama! ¡Al diablo tu ama!

Luciana.—¿Quién ha dicho eso?

Dromio.—Es mi amo quien lo ha dicho. No conozco, dijo, ni casa, ni esposa, ni ama. De suerte que os traigo sobre mis espaldas el mensaje del cual mi lengua debía haber sido encargada; pues, para concluir, me ha dado golpes sobre ellas.

Adriana.—Vuelve hacia él, miserable, y tráele al albergue.

Dromio.—Sí, vuelve hacia él, para hacerte enviar otra vez al albergue molido de golpes! ¡En nombre de Dios! Enviad algún otro mensajero.

Adriana.—Vuelve á ir, esclavo, ó voy á abrirte la cabeza por en medio.

Dromio.—Y él bendecirá esta cruz con otros golpes. Entre ambos tendré una cabeza bien santa.

Adriana.—Vete, rústico hablador; conduce tu amo á la casa.

Dromio.—¿Soy tan movible con vos, como lo sois conmigo, para que me echéis como una pelota? Vos me arrojáis de aquí y él me arrojará para acá. Si he de durar en este servicio, haríais bien en aforrarme de cuero. (Sale.)

Luciana.—¡Vaya! ¡Cómo rebaja la impaciencia la expresión de vuestro rostro!

Adriana.—¿Es necesario que halague con su compañía á sus favoritas, mientras que yo languidezco en el albergue y suspiro por una mirada afectuosa? ¿Ha desaparecido con la fealdad de los años la belleza seductora de mi pobre rostro? Entonces es él quien lo ha marchitado. ¿Es fastidiosa mi conversación, estéril mi ingenio? Si ya no tengo una conversación viva y picante, es su dureza, peor que la del mármol, lo que la ha embotado. ¿Atraen otras su afecto con brillantes aderezos? No es culpa mía: él es dueño de mis bienes. ¿Qué estragos hay en mí que no haya causado él? Sí, es él solo quien ha alterado mis facciones.—Una mirada suya animadora restauraría bien pronto mi belleza; pero él, ciervo indomable, salta las empalizadas y corre á buscar pasto lejos de su albergue. ¡Pobre desventurada! No soy ya para él sino un goce pasado.

Luciana.—¡Celos con que te atormentas tú misma! ¡Ea, pues! arrójalos de ti.

Adriana.—Sólo idiotas insensibles pueden prescindir de semejantes agravios. Sé que sus ojos llevan á otra parte su homenaje; si no ¿qué causa le impediría estar aquí? Hermana, sabéis que me ha prometido una cadena.—¡Pluguiera á Dios que esto fuese la sola cosa que me negara! No desertaría entonces de su lecho legítimo. Veo que la joya mejor esmaltada ha de perder su hermosura; que si el oro resiste largo tiempo al frotamiento, al fin se gasta con el roce; del mismo modo no hay hombre, que tenga un nombre sin que la falsedad y la corrupción lo degraden. Puesto que mi belleza no tiene encanto á sus ojos, llorando consumiré lo que me queda de ella, y moriré en el llanto.

Luciana.—¡Cuántas amantes insensatas se esclavizan á celos furiosos!

(Salen.)
ESCENA II.
Plaza pública.
Entra ANTÍFOLO de Siracusa.

Antífolo.—El oro que remití á Dromio está colocado con seguridad en el Centauro, y el solícito esclavo ha ido á vagar por la ciudad en busca mía..... Según mi cálculo y la relación del hostelero, no ha podido hablar á Dromio desde que al principio lo envié del mercado..... Pero, hele aquí que viene. (Entra Dromio de Siracusa). ¡Y bien! señor, ¿habéis perdido vuestro buen humor? Ya que os agradan los golpes, no tenéis sino empezar de nuevo vuestra broma conmigo. ¿No conocéis el Centauro? ¿No habéis recibido el oro? ¿Vuestra ama os ha enviado á buscarme para comer? ¿Mi alojamiento era en el Fénix? ¿Has perdido la razón para darme respuestas tan descabelladas?

Dromio.—¿Qué respuestas, señor? ¿Cuándo os he hablado así?

Antífolo.—Hace apenas un momento, aquí mismo; no hace media hora.

Dromio.—No os he visto desde que me habéis mandado de aquí al Centauro con el oro que me habíais confiado.

Antífolo.—Pícaro, me has negado haber recibido este depósito, y me has hablado de una ama y de una comida, lo que me desagradaba demasiado, como habrás sentido, lo espero.

Dromio.—Estoy muy satisfecho de veros en vena de buen humor: pero ¿qué quiere decir esta broma? Os ruego, mi señor, que os expliquéis.

Antífolo.—¡Qué! ¿quieres hacerme burla aún y provocarme de frente? ¿Piensas que chanceo? Toma, toma esto y esto.

(Le golpea).

Dromio.—Parad, señor, ¡en nombre de Dios! Ya vuestro juego se vuelve de veras. ¿Por qué motivo me golpeais así?

Antífolo.—¡Porque te tomo familiarmente algunas veces por mi bufón, y converso contigo, tu insolencia se burlará de mi afecto é interrumpirá libremente mis horas serias! Cuando brilla el sol retocen los moscones; pero desde que oculta sus rayos escúrranse en los agujeros de las paredes. Cuando quieras bromear conmigo, estudia mi rostro y conforma tus modales á mi fisonomía, ó bien haré entrar á golpes este método en tu cabeza.

Dromio.—En mi cráneo, decís. Preferiría yo que fuese cabeza, no cráneo solo, si dejarais de magullarla; pero si seguís con estos golpes, será necesario procurarme un cráneo para cubrir mi cabeza y ponerla al abrigo, ó si no tendré que buscar mi entendimiento en mis espaldas. ¿Pero por gracia, señor, por qué me golpeais?

Antífolo.—¿No lo sabes?

Dromio.—No sé nada, señor, sino que soy golpeado.

Antífolo.—¿Quieres que te diga por qué?

Dromio.—Sí, señor, el por qué. Pues dícese que todo por qué tiene su por qué.

Antífolo.—Desde luégo, porque has osado burlarte de mí. ¿Y por qué todavía? Por haber venido á burlarte una segunda vez.

Dromio.—¿Se ha golpeado alguna vez á un hombre tan mal á propósito, cuando en el por qué y en el por qué no hay concordancia ni razón?—Vamos, señor, os doy gracias.

Antífolo.—Me das gracias, y á propósito ¿de qué?

Dromio.—¡Ah! señor, porque me habéis dado algo por nada.

Antífolo.—Te lo pagaré pronto, dándote nada por algo.—Pero dime, ¿es la hora de comer?

Dromio.—No, señor; creo que á la comida le falta de lo que yo tengo.

Antífolo.—Vamos, ¿de qué?

Dromio.—De salsa.

Antífolo.—¡Bien! Entonces estará seca.

Dromio.—Si es así, señor, os ruego no probarla.

Antífolo.—¿Y la razón?

Dromio.—De miedo de que os haga encolerizaros y me valga otra salsa de palos.

Antífolo.—Vamos, aprende á chancear á propósito. Cada cosa á su tiempo.

Dromio.—Habría osado negarlo antes que os hubiéseis puesto tan enojado.

Antífolo.—¿Según qué regla?

Dromio.—¡Diablos, señor! Según una regla tan llana como la cabeza calva del viejo padre Tiempo en persona.

Antífolo.—Veámosla.

Dromio.—No hay ocasión de que recobre sus cabellos el hombre que se pone naturalmente calvo.

Antífolo.—¿No puede recobrarlos por multa y recobros?

Dromio.—Sí, pagando multa por llevar peluca, y recobrando de los cabellos que ha perdido otro hombre.

Antífolo.—¿Por qué el tiempo escatima tanto los cabellos, puesto que son una secreción tan abundante?

Dromio.—Porque es un dón que prodiga á los animales; y lo que quita á los hombres en cabellos se lo devuelve en cordura.

Antífolo.—¡Cómo! Si existen hombres que tienen más cabellos que entendimiento!

Dromio.—Ninguno de esos hombres tiene el talento de perder los cabellos.

Antífolo.—¡Pues qué! has dicho ahora poco que los hombres de abundantes cabellos son buenas gentes sin ingenio.

Dromio.—Cuanto más simple es un hombre, tanto más pronto los pierde. Sin embargo, los pierde con una especie de alegría.

Antífolo.—¿Por qué razón?

Dromio.—Por dos razones, y dos buenas.

Antífolo.—Te ruego no digas buenas.

Dromio.—Entonces por dos razones seguras.

Antífolo.—No, no seguras, en una cosa falsa.

Dromio.—Entonces por dos razones ciertas.

Antífolo.—Preséntalas.

Dromio.—Una, para economizar el dinero que le costarían sus rizos; otra, á fin de que en la comida sus cabellos no caigan en la sopa.

Antífolo.—Deberías haber probado en todo este tiempo que no hay tiempo para todo.

Dromio.—Y así lo he hecho, señor, probando que no hay tiempo para recobrar los cabellos que se han perdido naturalmente.

Antífolo.—Pero no has dado una razón sólida para probar que no hay tiempo alguno para recobrarlos.

Dromio.—Voy á remediarlo de este modo. El Tiempo mismo es calvo; así, pues, hasta el fin del mundo tendrá un séquito de hombres calvos.

Antífolo.—Sabía que la conclusión sería calva. Pero despacio, ¿quién nos hace señas allá abajo?

(Entran Adriana y Luciana.)

Adriana.—Sí, sí, Antífolo; tienes una expresión extraña y adusta: guardas tus dulces miradas para alguna otra querida: no soy más tu Adriana, tu esposa. Hubo un tiempo en que sin exigírtelo jurabas que ninguna habla era una música á tu oído sino el sonido de mi voz; ningún objeto tan encantador á tus ojos como mis miradas; ningún tacto más lisonjero para tu mano que el de la mía; ningún manjar delicioso que te agradase sino los que yo te servía. Cómo sucede hoy, esposo mío, ¡oh! cómo sucede que te hayas alejado tanto de ti mismo? Sí; digo alejado de ti mismo, porque lo estás de mí; que, siendo incorporada á ti, inseparable de ti, soy más que la mejor y más amada parte de ti mismo. ¡Ah! no te arranques de mi lado; pues créeme, mi bien amado, que te sería tan fácil dejar caer una gota de agua en el Océano y recogerla en seguida sin mezcla, sin adición, ni disminución alguna, como separarte de mí sin arrastrarme contigo también. ¡Oh! ¿cómo heriría tu corazón en lo más vivo, si oyeras solamente decir que soy infiel, y que este cuerpo, consagrado á ti, es manchado por una grosera voluptuosidad? ¿No me escupirías el rostro? ¿No me arrojarías? ¿No me echarías en cara el nombre de marido? ¿No desgarrarías la piel teñida de mi frente de cortesana? ¿No arrancarías el anillo nupcial de mi mano pérfida? ¿Y no le destrozarías con el juramento del divorcio? Sé que no lo puedes: ¡y bien! hazlo desde este momento..... Estoy cubierta con una mancha adúltera; mi sangre está manchada con el crimen de la prostitución; pues si los dos no formamos sino una sola carne y tú eres infiel, recibo el veneno mezclado en tus venas y quedo prostituída por tu contagio.—Sé, pues, constante y fiel á tu lecho legítimo. Entonces viviremos yo sin mancha y tú sin deshonor.

Antífolo.—¿Es á mí á quien persuadís, bella dama? No os conozco. No ha sino dos horas que estoy en Éfeso, tan extranjero á vuestra ciudad como á vuestros discursos: y aunque tengo que emplear toda mi atención para estudiar cada una de vuestras palabras, no puedo comprender una sola de lo que decís.

Luciana.—¡Vaya, hermano, cómo ha cambiado el mundo para vos! ¿Cuándo habéis tratado así á mi

—¿Es á mi á quien persuadis, bella dama?
hermana? Ella os ha enviado á buscar por Dromio para comer.

Antífolo.—¿Por Dromio?

Dromio.—¿Por mí?

Adriana.—Por ti. Y he aquí la respuesta que me has traído: que él te había abofeteado, y que al hacerlo había renegado mi casa por suya y á mí por su esposa.

Antífolo.—¿Habéis hablado á esta dama? ¿Cuál es, pues, el giro y el fin de vuestra intriga?

Dromio.—Yo, señor, no la he visto jamás hasta este momento.

Antífolo.—Mientes, bellaco; pues me has repetido en la plaza las propias palabras que acabas de decir.

Dromio.—Jamás en mi vida le he hablado.

Antífolo.—¿Cómo sucede, pues, que nos llama por nuestros nombres, á menos que no sea por inspiración?

Adriana.—¡Qué mal sienta á vuestra gravedad fingir tan groseramente, de acuerdo con vuestro esclavo, y excitarlo á que me contraríe! Sea mía la culpa y que de ella no os toque parte alguna; pero no os hagáis culpable hacia esa culpa añadiendo todavía mayor desprecio. Vamos, voy á coger tu brazo: tú eres el olmo, esposo mío, y yo soy la vid, cuya debilidad unida á tu fuerza me da algo de tu vigor; si algún objeto te desliga de mí, no puede ser sino una vil planta, una yedra usurpadora ó un musgo inútil que, creciendo sin cultivo, penetra en tu savia, la infecta y vive á expensas de tu honor.

Antífolo.—¡Es á mí á quien habla! Me toma por tema de sus discursos. ¡Qué! ¿La habré desposado en sueños, ó estoy dormido en este momento y me imagino oir todo esto? ¿Qué error engaña nuestros oídos y nuestros ojos? Hasta que haya aclarado esta incertidumbre quiero entretener el error que se me ofrece.

Luciana.—Dromio, vé á decir á los criados que sirvan la comida.

Dromio.—¡Oh! ¡Si yo tuviese mi rosario! Me santiguo como pecador. Este es el país de las hadas. ¡Oh enigma de los enigmas! Hablamos á fantasmas, á buhos, á espíritus fantásticos. Si no les obedecemos, he aquí lo que sucederá: nos chuparán la sangre ó nos pellizcarán hasta ponernos azules y negros.

Luciana.—¿Qué refunfuñas ahí á tus solas en lugar de responder? Dromio, zángano, caracol, holgazán, imbécil.

Dromio.—Estoy metamorfoseado, amo; ¿no es verdad?

Antífolo.—Creo que lo estás en tu alma, y que yo también lo estoy.

Dromio.—Todo, á fe, amo mío, alma y cuerpo.

Antífolo.—Tú conservas tu propia forma.

Dromio.—No: soy un mono.

Luciana.—Si en algo te has convertido, es en asno.

Dromio.—Eso es verdad: yo la llevo á cuestas y estoy ansioso de pacer. No hay duda; soy un asno. ¿De qué otro modo podría ser que la conociese yo tan bien como ella me conoce?

Adriana.—Vamos, vamos, no quiero ser tan necia que me ponga el dedo en el ojo y llore, mientras que el criado y el amo ríen y se burlan de mis males. Vamos, señor, venid á comer: Dromio, cuida la puerta. Esposo mío, hoy comeré arriba con vos y os obligaré á hacer confesión de mil travesuras. Oye, bellaco; si alguien viniere á preguntar por tu amo, dirás que come fuera y no dejarás entrar alma viviente. Venid, hermana. Dromio, haz bien tu papel de portero.

Antífolo.—¿Estoy en la tierra, en el cielo ó en el infierno? ¿Estoy dormido ó despierto, loco ó en mi buen sentido? Conocido de éstas y disfrazado para mí mismo. Diré lo que digan ellas, lo sostendré con perseverancia y en esta niebla me dejaré llevar á todas las aventuras.

Dromio.—Amo, ¿serviré de portero?

Antífolo.—Sí; no dejes entrar á nadie, si no quieres que te rompa la cabeza.

Luciana.—Vamos, venid, Antífolo. Comemos demasiado tarde.

(Salen.)




ACTO III.

ESCENA I.
Se ve la calle que pasa delante de la casa de Antífolo de Éfeso.
ANTÍFOLO de Éfeso, DROMIO de Éfeso,
ANGELO y BALTASAR.


ANTÍFOLO DE ÉFESO.

M

i buen señor Angelo, es necesario que nos excuséis á todos: mi mujer se pone de mal humor, cuando no llego á tiempo. Decid que me entretuve en vuestra tienda viendo trabajar en su cadena, y que mañana la llevaréis á la casa. Pero he aquí un canalla que quiere sostener en mi presencia que me ha alcanzado en la plaza, que le he golpeado, que le he confiado mil marcos en oro, y que he renegado de mi casa y mi esposa.—¿Qué quisiste decirme con esto, grandísimo borracho?

Dromio de Éfeso.—Decid lo que queráis, señor; pero yo sé lo que sé. Guardo todavía las señales de vuestra mano para probar que me habéis golpeado en la plaza. Si mi piel fuese un pergamino y vuestros golpes tinta, vuestra propia escritura atestiguaría lo que digo.

Antífolo de Éfeso.—Yo, digo que eres un asno.

Dromio de Éfeso.—Por cierto que así parece por los malos tratos que recibo y por los golpes que sufro. Debería responder á un puntapié con una coz, y entonces os guardaríais de mis cascos y tendríais cuidado con el asno.

Antífolo.—Estáis triste, señor Baltasar. Ruego á Dios que nuestro banquete responda á mi buena voluntad y á la buena acogida que recibiréis aquí.

Baltasar.—Doy poco valor á vuestro banquete, señor, al lado del alto valor de vuestra buena acogida.

Antífolo.—¡Oh! señor Baltasar, sea carne ó pescado, una mesa llena de buena acogida hace parecer pobre el plato más exquisito.

Baltasar.—La buena vianda es común, señor; se encuentra hasta en la mesa de todos los rústicos.

Antífolo.—Y una buena acogida es aún más común; porque no es nada sino palabras.

Baltasar.—Mesa parca y buena acogida hacen una alegre fiesta.

Antífolo.—Sí, para un huésped avaro y un convidado aún más mezquino. Pero, aunque mis provisiones sean exiguas, aceptadlas de buena gracia: podéis encontrar mejor festín, pero no ofrecido más de corazón.—Pero despacio, mi puerta está cerrada. (Á Dromio.) Vé á decir que se nos abra.

Dromio.—(Llamando.) Hola, Magdalena, Brígida, Mariana, Cecilia, Giulieta, Juana.

Dromio de Siracusa.—(Dentro.) Silencio, caballo de noria, capón, gañán, idiota! Aléjate de la puerta ó siéntate en el umbral. ¿Andas reclutando mozas que así llamas tal surtido de ellas, cuando con una sola hay ya una de más? Vamos, vete de esta puerta.

Dromio de Éfeso.—¿Qué belitre nos han dado de portero?—Mi amo espera en la calle.

Dromio de Siracusa.—Que se marche por donde vino, no sea que coja frío en los piés.

Antífolo de Éfeso.—¿Quién habla ahí dentro? ¡Hola! abrid la puerta.

Dromio de Siracusa.—Bien, señor; os diré el cuándo si me decís para qué!

Antífolo de Éfeso.—¿Para qué? Para sentarme á comer; no he comido hoy.

Dromio de Siracusa.—Ni comeréis hoy aquí; volved cuando podáis.

Antífolo de Éfeso.—¿Quién eres para cerrarme la puerta de mi casa?

Dromio de Siracusa.—Soy portero por el momento, señor, y mi nombre es Dromio.

Dromio de Éfeso.—¡Ah! bandido! me has robado á la vez mi empleo y mi nombre. El uno no me ha dado jamás honra y el otro me ha traído amargos reproches. Si hubieses sido Dromio hoy y hubieses estado en mi lugar, habrías cambiado con gusto tu facha por un nombre, ó tu nombre por un asno.

Lucía.—(Del interior de la casa.) ¿Qué barullo es ese? ¿Dromio, qué gente es esa que está en la puerta?

Dromio de Éfeso.—Lucía, haz entrar á mi amo.

Lucía.—No, ciertamente: viene demasiado tarde; puedes decírselo á tu amo.

Dromio de Éfeso.—¡Santo Dios! Es necesario que ría.—Á vos el proverbio. ¿Debo colocar mi bastón?

Lucía.—Y á vos este otro; quiere decir ¿cuándo? ¿Podéis decirlo?

Dromio de Siracusa.—Si tu nombre es Lucía, Lucía le has respondido bien.

Antífolo de Éfeso.—¿Oyes, tontuela? ¿Espero que nos dejarás entrar?

Lucía.—Pensaba habéroslo preguntado.

Dromio de Siracusa.—Y habéis dicho que no.

Dromio de Éfeso.—Vamos, bien, bien contestado; es golpe por golpe.

Antífolo de Éfeso.—Ea! maula, déjame entrar.

Lucía.—¿Podríais decir para agradar á quién?

Dromio de Éfeso.—Señor, golpead fuerte en la puerta.

Lucía.—Que golpee, hasta que le duela á la puerta.

Antífolo de Éfeso.—Te lo haré pagar caro, aunque tenga que echar abajo la puerta.

Lucía.—¿Quién se antoja de eso y de un cepo de piés en la ciudad?

Adriana.—(En el interior de la casa.) ¿Quién hace tanto ruido en la puerta?

Dromio de Siracusa.—Bajo mi palabra, que vuestra ciudad está embarullada por mozos turbulentos.

Antífolo de Éfeso.—¿Estáis ahí, esposa mía? Podíais haber venido un poco más pronto.

Adriana.—¿Vuestra esposa, señor bribón? Ea! Marchaos de esta puerta.

Dromio de Éfeso.—Si tenéis que sufrir, señor, ese bribón no quedará bueno y sano.

Angelo.—(Á Antífolo de Éfeso.) Aquí no hay ni mesa puesta, ni buena acogida; ya quisiéramos tener una ú otra.

Baltasar.—Discutiendo lo que se debe hacer, no perderemos una ni otra.

Dromio de Éfeso.—(Á Antífolo.) Estos señores están en la puerta, mi amo; decidles pues, que entren.

Antífolo.—Algo de sospechoso sucede cuando no podemos entrar.

Dromio de Éfeso.—Vuestra sopa está caliente, adentro; y vos quedáis aquí expuesto al frío. Hay para poner á un hombre furioso como un gamo, cuando es engañado y burlado de este modo.

Antífolo.—Vé á traer alguna cosa para derribar la puerta.

Dromio de Siracusa.—Romped alguna cosa aquí, y yo romperé vuestra cabeza de bribón.

Antífolo de Éfeso.—Vamos, quiero entrar por fuerza; vé á traer una grúa.

Dromio de Éfeso.—¿Una grúa sin plumas, señor, es lo que queréis decir? Para un pez sin nadaderas, hé aquí un pájaro sin plumas; si un pájaro puede hacernos entrar, tunante, desplumaremos un cuervo.

Antífolo.—Vé pronto á buscarme una grúa de hierro.

Baltasar.—Tened paciencia, señor. ¡Oh! No lleguéis á tal extremidad. Hacéis mal á vuestra reputación y vais á poner al alcance de las sospechas el honor inmaculado de vuestra esposa. Una palabra más. Vuestra larga experiencia de su sensatez, de su casta virtud, de sus años y de su modestia alegan en su favor alguna razón que os es desconocida; no dudéis, señor; ella os explicará por qué se encuentran hoy cerradas para vos las puertas; dejaos guiar por mí, apartaos de este lugar con paciencia y vamos á comer juntos á la hostería del Tigre, y al caer la tarde volved solo para saber la razón de esta extraña sorpresa. Si queréis entrar por fuerza en medio del movimiento del día, se suscitarán sobre esto los comentarios del vulgo. Las suposiciones injuriosas á vuestra reputación, sin mancha aún, se deslizarán hasta vuestra tumba y se albergarán sobre ella cuando ya no existáis. La calumnia vive de herencias y se establece para siempre allí donde penetra una vez.

Antífolo de Éfeso.—Habéis prevalecido. Voy á retirarme tranquilamente, y á despecho de la alegría, pretenderé estar alegre. Conozco una moza de humor encantador, bonita y espiritual, un poco extravagante, y, sin embargo, benigna. Comeremos allí; mi esposa me ha movido querella muy á menudo por ese motivo, pero inmerecidamente lo protesto. Iremos á comer donde ella. Volved á vuestra casa y traed la cadena. Sé que ha de estar terminada á esta hora. Llevadla, os lo ruego, al Puerco-espín, que es la casa. Voy á regalar esta cadena á mi hostelera, aunque no sea sino para hacer rabiar á mi esposa; querido amigo, daos prisa; puesto que mi esposa me cierra las puertas, iré á llamar á otra parte y veremos si me rechaza del mismo modo.

Angelo.—Iré á encontraros á esta cita dentro de una hora.

Antífolo.—Hacedlo; esta broma me costará algún gasto.

ESCENA II.
La casa de Antífolo de Éfeso.
LUCIANA aparece con ANTÍFOLO de Siracusa.

Luciana.—¡Ah! ¿Es posible que hayáis olvidado completamente los deberes de un marido? Qué, Antífolo, ¿vendrá el odio desde la primavera del amor á corromper los primeros brotes de vuestro amor? ¿El edificio empezado á fabricar por el amor amenazará ruina desde ahora? Si habéis desposado á mi hermana por su riqueza, al menos, por consideración á ésta, tratadla con más bondad. Si amáis en otra parte, hacedlo en secreto; ocultad vuestro amor pérfido con alguna apariencia de misterio y que mi hermana no lo lea en vuestros ojos. Que vuestra lengua no sea heraldo de vuestra vergüenza; el aspecto afable, las palabras honestas convienen á la deslealtad; revestid al vicio con la librea de la virtud; conservad la actitud de la inocencia, aunque vuestro corazón sea culpable; enseñad al crimen á llevar el exterior de la santidad; sed pérfido en silencio. ¿Qué necesidad hay de que ella sepa nada? ¿Qué ladrón es tan torpe que se jacte de su propio delito? Es doble injuria abandonar vuestro lecho y hacerlo comprender en la mesa por vuestro aspecto. Hay para el vicio una especie de buena fama bastarda cuando se le maneja con habilidad. Las malas acciones se duplican con las malas palabras. ¡Ah! ¡Pobres mujeres! Puesto que es fácil engañarnos, haceduos creer á lo menos que nos amáis. Si otras tienen el brazo, mostraduos al menos la manga; estamos avasalladas á todos vuestros movimientos y nos hacéis mover como queréis. Vamos, querido hermano, entrad en casa; consolad á mi hermana, regocijadla, llamadla vuestra esposa. Es una mentira santa el faltar un poco á la sinceridad, cuando la dulce voz de la lisonja subyuga á la discordia.

Antífolo de Siracusa.—Amada señora (pues no conozco vuestro nombre ni sé por qué prodigio habéis podido acertar con el mío), vuestra inteligencia y vuestra gracia hacen de vos nada menos que una maravilla del mundo. Sois una criatura divina; enseñadme lo que debo pensar, lo que debo decir. Manifestad á mi inteligencia grosera, terrena, ahogada por los errores, débil, ligera y superficial, el sentido del enigma oculto en el disfraz de vuestras palabras. ¿Por qué trabajáis contra la sencilla rectitud de mi alma para hacerla vagar por un campo desconocido? ¿Sois un dios? ¿Querríais crearme de nuevo? Transformadme, pues, y cederé á vuestro poder. Pero si soy yo mismo, sé bien entonces que vuestra llorosa hermana no es mi esposa ni debo homenaje alguno á su lecho. Mucho más, mucho más arrastrado me siento hacia vos. ¡Ah! No me atraigas con tus cantos, dulce sirena, para ahogarme en la corriente de las lágrimas de tu hermana. Canta, sirena, para ti misma y te adoraré; extiende sobre la onda plateada tus dorados cabellos y serás el lecho donde me recline. Si tal gloria fuese posible, ¡dichoso aquel que muriera teniendo semejante modo de morir! Que el amor, este sér ligero, se ahogue, si se hunde bajo las aguas.

Luciana.—¡Qué! ¿Estáis loco para discurrir de esta manera?

Antífolo.—No, no estoy loco; estoy subyugado, no sé cómo.

Luciana.—Es una ilusión de vuestros ojos.

Antífolo.—Por haber visto de cerca vuestros rayos, brillante sol.

Luciana.—No veáis sino lo que debéis ver, y vuestra vista se despejará.

Antífolo.—Tanto vale cerrar los ojos, dulce amor, como abrirlos en la oscuridad.

Luciana.—¡Qué! ¿Me llamáis amor? Dad ese nombre á mi hermana.

Antífolo.—Á la hermana de vuestra hermana.

Luciana.—Queréis decir mi hermana.

Antífolo.—No: sino tú misma; tú, la mejor mitad de mi sér; la pura luz de mis pupilas; el caro corazón de mi corazón; mi alimento, mi fortuna y el único anhelo de mi tierna esperanza; tú, mi cielo en la tierra, toda mi ambición en el cielo.

Luciana.—Mi hermana es todo esto, ó al menos, debería serlo.

Antífolo.—Toma tú misma el nombre de hermana, mi bien amada, pues es á ti á quien aspiro: es á ti á quien quiero amar; es contigo con quien quiero pasar mi vida. No tienes esposo aún, ni yo tengo aún esposa. Dame tu mano.

Luciana.—¡Oh! Poco á poco, señor: esperad, voy á traer á mi hermana para pedirle su consentimiento.

(Sale Luciana.—Entra Dromio de Siracusa.)
Antífolo de Siracusa.—¡Y bien! ¿Qué ocurre, Dromio? ¿Á dónde corres tan aprisa?

Dromio.—¿Me conocéis, señor? ¿Soy Dromio? ¿Soy vuestro criado? ¿Soy yo, yo mismo?

Antífolo.—Eres Dromio, eres mi criado, eres tú mismo.

Dromio.—Soy un asno, soy el hombre de una mujer, y todo esto sin ser yo parte en ello.

Antífolo.—¡Cómo! ¿El hombre de qué mujer? ¿Y cómo sin que seas parte en ello?

Dromio.—Á fe mía, señor, que sin saber cómo pertenezco á una mujer; á una mujer que me reivindica; á una mujer que me persigue; á una mujer que está resuelta á tenerme.

Antífolo.—¿Qué derechos alega sobre ti?

Dromio.—¡Ah! señor, el derecho que alegaríais sobre vuestro cabello; pretende poseerme como á una bestia de carga: no que quiera tenerme por ser yo una bestia, sino que siendo ella una criatura enteramente bestial, quiere tener derechos sobre mí.

Antífolo.—¿Quién es ella?

Dromio.—Un cuerpo muy venerable: sí, uno del cual un hombre no puede hablar sin decir: «Muy reverendo señor.» Bien flaca suerte me cabría en esta unión, y sin embargo, es un casamiento maravillosamente gordo.

Antífolo.—¿Qué quieres decir por un casamiento maravillosamente gordo?

Dromio.—¡Oh! sí, señor: es la moza de cocina, y con más grasa que piel. Ni se me ocurre lo que podré hacer con ella, á menos que sea hacerla arder como una lámpara para escaparme lejos á favor de su propia claridad. Garantizo que los andrajos con que se viste y el sebo de que están impregnados calentarían el invierno de Polonia: y si viviese hasta el juicio final, podría arder una semana más que el mundo entero.

Antífolo.—¿Cuál es el color de su rostro?

Dromio.—Prieto como el cuero de mis zapatos, pero está lejos de tener la cara como ellos. ¿Por qué? Porque suda de modo que un hombre tendría que calzar zuecos para andar sobre esa mugre.

Antífolo.—Esa es una falta que el agua puede corregir.

Dromio.—No, señor, está dentro de la piel: el diluvio de Noé no llegaría á limpiarla.

Antífolo.—¿Cuál es su nombre?

Dromio.—Ana, señor; pero su nombre y tres cuartos, quiero decir, una ana y tres cuartos no bastarían para medirla de un cuadril al otro.

Antífolo.—¿Mide, pues, algún ancho?

Dromio.—No es más larga de la cabeza á los piés que ancha de un cuadril á otro. Es esférica como un globo; podría marcar los paises sobre ella.

Antífolo.—¿En qué parte de su cuerpo está la Irlanda?

Dromio.—Á fe mía, señor, en las nalgas: lo he reconocido por las aguas cenagosas.

Antífolo.—¿En dónde la Escocia?

Dromio.—Lo he reconocido por lo ávida: está en la palma de la mano.

Antífolo.—¿Y la Francia?

Dromio.—Sobre su frente, armada y volteada, y en guerra con sus cabellos.

Antífolo.—¿Y la Inglaterra?

Dromio.—He buscado las rocas de yeso: pero no he podido reconocer en ellas ninguna blancura; conjeturo que podrá hallarse sobre la barba, según el flujo salobre que corría entre ella y la Francia.

Antífolo.—¿Y la España?

Dromio.—Á fe mía que no la he visto; pero la he sentido en el calor de su aliento.

Antífolo.—¿Dónde están las Américas y las Indias?

Dromio.—¡Oh! señor, en su nariz; completamente adornada de rubíes, escarbunclos y zafiros, é inclinando su rico aspecto hacia el cálido aliento de la España que enviaba flotas enteras á cargar lastre en su nariz.

Antífolo.—¿Dónde estaban la Bélgica y los Paises Bajos?

Dromio.—¡Oh! señor; no he estado á ver tan abajo. Para concluir: este limpión ó bruja ha reclamado sus derechos sobre mí, me ha llamado Dromio, ha jurado que estaba comprometido con ella, me ha dicho las señales particulares que tenía en el cuerpo, por ejemplo, la mancha que tengo en la espalda, el lunar que hay en mi cuello, la gran berruga que tengo en el brazo izquierdo; de modo que, absorto y confundido, he huído lejos de ella, como de una bruja. Y creo que si mi pecho no hubiese estado tan lleno de fe y mi corazón tan templado como el acero, me habría metamorfoseado en perro rabón ó me habría hecho dar vueltas al asador.

Antífolo.—Vete, márchate en seguida; corre al gran camino: si el viento sopla de cualquier modo de la playa, por poco que sea, no quiero pasar la noche en esta ciudad. Si hay alguna barca lista á darse á la vela, vuelve al mercado donde me estaré paseando hasta que vuelvas. Si todo el mundo nos conoce, no conociendo nosotros á nadie, paréceme que es tiempo de alistar el equipaje y partir.

Dromio.—Como huiría un hombre para salvar de las garras de un oso su vida, así huyo yo de esa que pretende ser mi esposa.

Antífolo.—En este país no habitan sino brujas, y por consiguiente debía ya haberme ido. Mi corazón aborrece la que me llama su marido; pero su encantadora hermana posee gracias maravillosas y soberanas; su aire y sus discursos son tan encantadores que casi me he hecho traición á mí mismo. Y para no causar yo mi propio daño, taparé mis oídos ante los cantos de la sirena.

(Entra Angelo).

Angelo.—¿Señor Antífolo?

Antífolo.—Sí, ese es mi nombre.

Angelo.—Lo sé bien, señor. Tomad, he aquí vuestra cadena. Creía encontraros en el «Puerco-espín: la cadena no estaba terminada aún; es lo que me ha retardado tanto tiempo.

Antífolo.—¿Qué queréis que haga de esto?

Angelo.—Lo que gustéis, señor; la he hecho para vos.

Antífolo.—¡Hecha para mí, señor!—No os la he ordenado.

Angelo.—No una vez, no dos veces, sino veinte veces. Id á vuestro alojamiento y haced la corte á vuestra esposa con este regalo; y luégo, á la hora de cena, volveré á veros y á recibir el importe de mi cadena.

Antífolo.—Os ruego, señor, que recibáis el dinero al instante, no sea que no volváis á ver ni cadena ni dinero.

Angelo.—Sois jovial, señor; adios, hasta luégo.

(Sale.)

Antífolo.—Me sería imposible decir lo que debo pensar de todo esto; pero lo que sé muy bien, al menos, es que no existe hombre tan tonto para despreciar, cuando se le ofrece, una cadena tan hermosa. Veo que aquí un hombre no necesita atormentarse para vivir, puesto que se hacen en las calles tan ricos presentes. Voy á ir á la plaza del mercado á esperar allí á Dromio; si algún buque se hace á la vela, parto en seguida.


ACTO IV.

ESCENA I.
La escena pasa en la calle.
UN MERCADER, ANGELO, UN OFICIAL DE JUSTICIA.
EL MERCADER.—(A Angelo.)

S

abéis que se debe la cantidad desde Pentecostés, y que desde ese tiempo no os he importunado mucho; ni lo haría aun hoy mismo si no partiese para Persia y no tuviese necesidad de guilder para mi viaje; así satisfacedme inmediatamente, ú os hago prender por este oficial.

Angelo.—Exactamente la misma cantidad de que os soy deudor, me es debida por Antífolo; y en el instante en que os he encontrado, acababa de entregarle una cadena. Á las cinco recibiré su precio: hacedme el placer de venir conmigo hasta su casa, donde os pagaré mi obligación, y os daré las gracias.

(Entran Antífolo de Éfeso y Dromio de Éfeso.)

El oficial.—(Apercibiéndoles, á Angelo.) Podéis evitaros la molestia: mirad, he aquí que llega.

Antífolo de Éfeso.—Mientras voy á casa del platero, vé, tú, á comprar un pedazo de cuerda; quiero servirme de ella para mi esposa y sus cómplices, por haberme cerrado la puerta en pleno día.—¡Pero despacio! Veo al platero.—Véte; compra una soga y tráemela á casa.

(Sale.)

Dromio de Éfeso.—¡Ah! ¡Voy á comprar una soga!

Antífolo de Éfeso.—¡Muy lucido queda un hombre cuando cuenta con vos! Había prometido vuestra visita y la cadena; pero no he visto ni cadena ni platero. Probablemente pensasteis que mi amor á mi esposa duraría demasiado tiempo si lo encadenabais; y por tanto, no habéis venido.

Angelo.—Con permiso de vuestro jovial humor, he aquí la cuenta del peso de vuestra cadena, hasta el último quilate, la ley del oro y el precio de la hechura: todo lo cual importa tres ducados más que lo que debo á este señor.—Os ruego, me hagáis el favor de cancelarme con él desde luégo, pues está próximo á embarcarse y no espera sino esto para partir.

Antífolo de Éfeso.—No traigo conmigo la cantidad necesaria; por otra parte, tengo algunos negocios en la ciudad.—Conducid á este extranjero á mi casa; llevad con vos la cadena, y al entregarla á mi esposa, decidle que salde la suma; quizás estaré allí al mismo tiempo que vos.

Angelo.—¿Entonces llevaréis la cadena vos mismo?

Antífolo de Éfeso.—No; tomadla con vos; no sea que yo llegue tarde.

Angelo.—Vamos, señor, está bien. ¿La tenéis con vos?

Antífolo de Éfeso.—Si no la tengo, es porque vos la tenéis; sin lo cual, podríais volveros sin vuestro dinero.

Angelo.—Vamos, señor, os ruego que me déis la cadena. El viento y la marea esperan á este caballero y tengo que reprocharme el haberle retenido aquí tanto tiempo.

Antífolo de Éfeso.—Señor mío, os valéis de este pretexto para excusar vuestra falta de palabra, al no haberla llevado al Puerco-Espín; es á mí á quien toca regañaros por esto. Pero, á fuer de astuto, principiáis por ser el primero en querellarse.

El mercader.—La hora avanza. Señor, os ruego que os déis prisa.

Angelo.—¿Véis cómo me importuna...? Pronto, la cadena.

Antífolo de Éfeso.—¡Y bien! Llevadla á mi esposa, y recibid vuestro dinero.

Angelo.—Vamos, vamos; sabéis que os la he dado hace un momento. Enviad la cadena, ó entregadme alguna prenda.

Antífolo de Éfeso.—Veo que lleváis la broma hasta el exceso. Veamos, ¿dónde está la cadena? Dejadme verla.

El mercader.—Mis asuntos no permiten estas tardanzas; caro señor, decidme si queréis satisfacerme ó no; si no queréis, voy á dejar á este señor entre las manos del oficial.

Antífolo de Éfeso.—¿Yo, satisfaceros? ¿Y con qué satisfaceros?

Angelo.—Dando el dinero que me debéis por la cadena.

Antífolo de Éfeso.—No os debo nada, mientras no la haya recibido.

Angelo.—¡Ah! Sabéis que os la he entregado hace media hora.

Antífolo de Éfeso.—No me habéis dado ninguna cadena: mucho me ofendéis diciéndome esto.

Angelo.—Vos, señor, me ofendéis mucho más negándolo. Considerad cuánto interesa esto á mi crédito.

El mercader.—Vamos, oficial, prendedlo sobre mi demanda.

El oficial (á Angelo.)—Os prendo y os intimo obedecer en nombre del duque.

Angelo.—Esto compromete mi reputación. (Á Antífolo.) Ó consentís en pagar la suma á mi saldo, ú os hago prender por este mismo oficial.

Antífolo de Éfeso.—¡Consentir en pagar una cosa que no he recibido, jamás! Préndeme, loco, si te atreves.

Angelo.—He aquí los gastos. Prendedle, señor oficial... No perdonaría á mi hermano en semejante caso, si me insultaba con tanto desprecio.

El oficial.—Os prendo, señor; oís la requisición.

Antífolo de Éfeso.—Te obedezco, hasta que te dé caución. (A Angelo.) Bribón, me pagarás esta broma con todo el oro que puede haber en tu tienda.

Angelo.—Señor, no dudo que obtendré justicia en Éfeso, para vergüenza vuestra.

(Entra Dromio de Siracusa.)

Dromio.—Señor, hay una barca de Epidauro que no espera sino que llegue á bordo el armador, y se dará á la vela en seguida. He embarcado nuestro equipaje; he comprado aceite, bálsamo y aguardiente. El navío está aparejado; un buen viento sopla alegremente de tierra y no se espera sino al armador y á vos, señor.

Antífolo de Éfeso.—¡Qué! ¿Te has vuelto loco? ¿Qué quieres decir, imbécil? ¿Qué barco de Epidamno me espera á mí, pícaro?

Dromio.—El barco al cual me habéis enviado para tomar nuestro pasaje.

Antífolo de Éfeso.—Esclavo ebrio, te he enviado á buscar una soga, y te he dicho para qué y lo qué quería hacer con ella.

Dromio.—Es como si dijerais que me habíais enviado á ahorcarme. Me habéis enviado á la bahía, señor, á buscar un buque.

Antífolo de Éfeso.—Examinaré este asunto más despacio y enseñaré á tus orejas á escucharme con más atención. Vé, pues, derecho á casa de Adriana, pillo, dale esta llave y dile que en el pupitre que está cubierto con una alfombra de Turquía, hay una bolsa llena de ducados; que me la mande; dile que me han prendido en la calle y que este dinero será una caución: corre pronto, esclavo: parte. Vamos, oficial, os sigo á la cárcel, hasta que vuelva el criado. (Salen.)

Dromio (solo).—¡Á casa de Adriana! Quiere decir á casa de aquella donde hemos comido, donde Dulcebella me ha reclamado por marido: es demasiado gorda para que yo alcance á abrazarla; pero es preciso que vaya, aunque contra mi voluntad: pues es necesario que los criados ejecuten las órdenes de sus amos.

(Sale.)
ESCENA II.
La escena pasa en la casa de Antífolo de Éfeso.
ADRIANA y LUCIANA.

Adriana.—¿Cómo, Luciana, te ha tentado hasta este punto? ¿Has podido leer cuidadosamente en sus ojos si sus exigencias eran serias ó no? ¿Estaba colorado ó pálido, triste ó alegre? ¿Qué observaciones has hecho en ese instante sobre los meteoros de su corazón que chispeaban en su rostro?

Luciana.—Desde luégo, ha negado que tuviéseis derecho alguno sobre él.

Adriana.—Quería decir que él obraba como si yo no tuviera ninguno. Por esto mismo estoy aún más indignada.

Luciana.—En seguida me ha jurado que era extranjero aquí.

Adriana.—Y ha jurado la verdad, pues ha perjurado de su hogar.

Luciana.—Entonces he intercedido por vos.

Adriana.—¡Y bien! ¿Qué ha dicho él?

Luciana.—El amor que yo reclamaba para vos, lo ha implorado de mí para él.

Adriana.—¿Con qué persuasiones ha solicitado tu ternura?

Luciana.—En términos que hubiesen podido conmover, tratándose de una pretensión honrada. Primero ha elogiado mi belleza, en seguida mi inteligencia.

Adriana.—¿Le has respondido como debías?

Luciana.—Tened paciencia, os conjuro.

Adriana.—No puedo, ni quiero tenerme tranquila. Es necesario que se satisfaga mi lengua, si no mi corazón. Es deforme, contrahecho, viejo y marchito, feo de cara, peor configurado de cuerpo, de todo punto deforme; vicioso, rudo, extravagante, tonto y bruto; detestable en los hechos, y más detestable aún en los propósitos.

Luciana.—¿Y quién podría estar celosa de semejante hombre? Nunca se llora un mal perdido.

Adriana.—¡Ah! Pero pienso mejor de él que lo que hablo. Y, no obstante, quisiera que fuese aún más deforme á los ojos de los otros. El Avefría grita lejos de su nido, para que se alejen de él. Mientras mi lengua le maldice, mi corazón ruega por él.

(Entra Dromio.)

Dromio.—Ea! venid. El pupitre, la bolsa: mis caras señoras, apresuraos.

Luciana.—¿Por qué estás tan fuera de aliento?

Dromio.—Á fuerza de correr.

Adriana.—¿Dónde está tu amo, Dromio? ¿Está bien?

Dromio.—No; está en los limbos del Tártaro, peor que en el infierno; un diablo de eterno uniforme lo ha cogido; un diablo cuyo corazón está revestido de acero, un malvado, un genio brutal é implacable; un lobo, peor que lobo, un mozo vestido de piel de búfalo, un enemigo secreto que os pone la mano sobre la espalda, y que os cierra el paso de avenidas, esquinas y calles; en fin, alguien que arrastra las pobres almas al infierno antes del juicio.

Adriana.—¡Hombre de Dios! ¿De qué se trata?

Dromio.—No sé de qué se trata; pero le han prendido.

Adriana.—¡Qué! ¿Está preso? ¿Y por demanda de quién?

Dromio.—No sé bien por demanda de quién está preso; todo lo que puedo decir, es que el que lo ha prendido está vestido con uniforme de piel de búfalo. ¿Queréis, señora, mandarle para rescatarse, el dinero que está en el pupitre?

Adriana.—Vé á buscarlo, hermana mía. (Luciana sale.) Me extraña que tenga deudas que yo ignore. Dime ¿le han prendido por un pagaré?

Dromio.—No por un pagaré, sino á propósito de algo mas fuerte; una cadena, una cadena: ¿no oís sonar?

Adriana.—¡Qué! ¿La cadena?

Dromio.—No, no; la campana. Ya debía haberme marchado; eran las dos cuando me separé de él; y he aquí que el reloj da la una.

Adriana.—¿Las horas retroceden pues? Jamás he oído tal cosa.

Dromio.—¡Oh! sí, verdaderamente; cuando una de las dos horas encuentra á un sargento, retrocede de miedo.

Adriana.—¡Como si el tiempo tuviera deudas! Razonas como un loco rematado.

Dromio.—El tiempo es un verdadero quebrado, y debe á la estación más de lo que él vale. Y es un ladrón también; ¿no habéis oído decir que el tiempo adelanta á paso de lobo, como un ladrón? Si el tiempo está adeudado y es ladrón, y encuentra en el camino á un sargento, ¿no tiene razón de retroceder una hora en un día?

Adriana.—Corre, Dromio, he aquí el dinero (Luciana vuelve con la bolsa); llévalo pronto y trae á tu amo á casa inmediatamente. Venid, hermana mía, estoy abatida por mis conjeturas que ya me animan, ya me desalientan.

(Salen.)
ESCENA III.
Una calle de Éfeso.
ANTÍFOLO de Siracusa solo.

No encuentro un solo hombre que no me salude, como si fuese un amigo familiar, y todos me llaman por mi nombre. Unos me ofrecen dinero, otros me invitan á comer; estos me dan las gracias por servicios que les he hecho; aquellos me ofrecen mercaderías en venta. Hace un momento un sastre me ha llamado á su tienda y me ha mostrado sederías que había comprado para mí; y á renglón seguido ha tomado la medida de mi cuerpo. Seguramente que todo esto no es sino encanto, ilusiones, y los hechiceros de Laponia habitan aquí.

(Entra una cortesana.)

Dromio.—Amo, he aquí el oro que me enviásteis á buscar..... ¡Qué! ¿Habéis hecho vestir de nuevo el retrato del viejo Adam?

Antífolo.—¿Qué oro es ese? ¿De qué Adam quieres hablar?

Dromio.—No del Adam que habitaba el paraíso, sino del Adam que mora en la cárcel; de aquel que anda uniformado con piel del ternero muerto para el hijo pródigo; aquel que vino tras de vos, señor, como un ángel malo, y que os ha ordenado renunciar á vuestra libertad.

Antífolo.—No te entiendo.

Dromio.—¿No? Y, no obstante, es una cosa bien sencilla: este hombre que andaba como un violón en un estuche de cuero; el hombre, señor, que, cuando los caballeros están cansados, les da un chasco y los arresta; aquel que tiene piedad de los hombres arruinados, y les da un vestido de cárcel; aquel que tiene la pretensión de hacer más hazañas con su maza que una lanza morisca.

Antífolo.—¡Qué! ¿Quieres decir un sargento?

Dromio.—Sí, señor, el sargento de las obligaciones: aquel que obliga á cada individuo que falta á sus compromisos, á responder de ellos; hombre que cree que uno está siempre á punto de acostarse y dice: «¡Dios os dé buen descanso!»

Antífolo.—Vamos, amigo, dejémonos de locuras. ¿Hay algún barco que salga esta noche? ¿Podemos partir?

Dromio.—Sí, señor; he venido á daros la respuesta hace una hora; la barca Expedición partirá esta noche; pero estabais impedido por el sargento y obligado á retardaros más allá del tiempo fijado. He aquí los dineros que me habéis mandado á buscar para libertaros.

Antífolo.—Este mozo está loco y yo también; no hacemos sino errar de ilusiones en ilusiones. ¡Que alguna santa protección nos saque de aquí!

La cortesana.—¡Ah! ¡Cuánto me alegro de encontraros, señor Antífolo! Veo que habéis, en fin, hallado al platero: ¿es esa la cadena que me prometísteis hoy?

Antífolo.—¡Atrás, Satanás! Te prohibo tentarme.

Dromio.—Señor, ¿es esta la señora de Satanás?

Antífolo.—Es el demonio.

Dromio.—Es aún peor, es la señora del demonio; y viene aquí bajo la forma de una moza ligera de cascos; y por esto las muchachas dicen: ¡Dios me condene! lo cual significa: ¡Dios me haga una moza de la vida airada! Está escrito que se aparecen á los hombres como ángeles de luz. La luz es un efecto del fuego y el fuego quema. Ergo, las mozas de placer quemarán; no os aproximéis á ella.

La cortesana.—¡Vuestro criado y vos, señor, estáis de un humor maravilloso. ¿Queréis venir conmigo? Recobraremos aquí la comida que no hemos podido tomar en casa.

Dromio.—Amo, si debéis probar la sopa, pedid de antemano una cuchara larga.

Antífolo.—¿Pues para qué, Dromio?

Dromio.—Verdaderamente, es menester una cuchara larga al hombre que debe comer con el diablo.

Antífolo.—(A la cortesana.) ¡Atrás, pues, demonio! ¿Á qué vienes á hablarme de cena? Eres como todas las demás, una bruja. Conjúrote á que me dejes y te vayas.

La cortesana.—Dadme el anillo que me habéis tomado en la comida; ó en cambio de mi diamante, la cadena que me habéis prometido; y entonces me iré, señor, y no os importunaré más.

Dromio.—Hay diablos que no piden sino el recorte de una uña, un junco, un cabello, una gota de sangre, un alfiler, una nuez, una semilla de cereza; pero esta, más codiciosa, quisiera tener una cadena. Amo, tened cuidado: si le dáis la cadena, la diabla la sacudirá y nos espantará con ella.

La cortesana.—Os ruego, señor, que me déis mi sortija ó mi cadena. Espero que no tenéis intención de defraudarme de este modo.

Antífolo.—¡Fuera de aquí, gitana! Vamos, Dromio, partamos.

Dromio.Huye del orgullo, dice el pavo; ¿sabéis eso, señora?

(Salen Antífolo y Dromio.)

La cortesana.—Ahora está fuera de duda que Antífolo está loco; de otro modo jamás se habría conducido tan mal. Me tiene una sortija que vale cuarenta ducados y me había prometido en cambio una cadena de oro: y ahora me niega la una y la otra, lo que me obliga á concluir que se ha vuelto loco. Además de esta actual prueba de su demencia, me acuerdo de los cuentos extravagantes que me ha endilgado hoy en la comida, como el de no haber podido entrar en su casa, porque le habían cerrado la puerta. Probablemente su esposa, que conoce sus accesos de locura, le ha cerrado, en efecto, la puerta intencionalmente. Lo que tengo que hacer ahora, es llegar pronto á su casa, y decir á su esposa, que en un acceso de locura ha entrado bruscamente en mi casa, y me ha quitado de viva fuerza una sortija que se ha llevado. He aquí el partido que me parece mejor escoger, pues cuarenta ducados son demasiado para perderlos.

ESCENA IV.
La escena pasa en la calle.
ANTÍFOLO DE ÉFESO y UN SARGENTO.

Antífolo.—No tengáis ninguna inquietud; no me escaparé; te daré como caución, antes de dejarte, la cantidad por la cual estoy preso. Mi esposa está hoy de mal humor, y no querrá fiarse ligeramente al mensajero, ni creer que haya podido yo ser prendido en Éfeso; dígote que esta nueva sonará en sus oídos de una manera extraña. (Entra Dromio de Éfeso, con un pedazo de soga en la mano.)

Antífolo de Éfeso.—He aquí á mi criado, creo que traerá el dinero. ¡Y bien! Dromio, ¿traes lo que te he mandado á buscar?

Dromio de Éfeso.—He aquí, os lo garantizo, con qué pagar á todos.

Antífolo.—Pero el dinero ¿dónde está?

Dromio.—Por supuesto, he dado el dinero por el cordel.

Antífolo.—¿Quinientos ducados, tunante, por un pedazo de soga?

Dromio.—Yo os daría quinientas, señor, por ese precio.

Antífolo.—¿Pues para qué te mandé correr á toda prisa al alojamiento?

Dromio.—Para traeros un pedazo de soga, señor; y con este he vuelto.

Antífolo.—Y con este fin, voy á recibirte como mereces.

(Le golpea.)

El oficial.—Paciencia, señor.

Dromio.—Verdaderamente yo soy quien debe ser paciente: me acosa la adversidad.

El oficial.—(A Dromio.) Es bastante: cállate ahora.

Dromio.—Persuadidle más bien para que haga callar sus manos.

Antífolo.—¡Bastardo! ¡Bribón insensible!

Dromio.—Quisiera ser insensible, señor, para no sentir vuestros golpes.

Antífolo.—No eres sensible sino á los golpes, como los asnos.

Dromio.—En efecto, soy un asno; podéis probarlo por mis grandes orejas. Le he servido desde la hora de mi nacimiento hasta este instante, y jamás he recibido de él por mis servicios, sino golpes. Cuando tengo frío, me calienta con golpes; cuando tengo calor me refresca con golpes; con golpes me despierta cuando estoy dormido; con ellos me hace levantar si estoy sentado; con golpes me despide cuando salgo de la casa, y con golpes me acoge cuando estoy de vuelta. En fin, llevo sus golpes en las espaldas como un mendigo tiene que llevar su pequeñuelo; y creo que cuando me haya invalidado, me será preciso ir á mendigar con ello de puerta en puerta. (Entran Adriana, Luciana, la cortesana, Pinch y otros.)

Antífolo.—Vamos, seguidme, he allí á mi esposa que llega.

Dromio.—Ama, respice finem, respetad vuestro fin; ó más bien la profecía, como el loro, «¡cuidado con la soga!»

Antífolo.—(Golpeando á Dromio.) ¿Y hablarás todavía?

La cortesana.—(A Adriana.) ¡Y bien! ¿qué pensais ahora? ¿Está loco vuestro marido?

Adriana.—Su incivilidad no prueba menos. Buen doctor Pinch, vos que sabéis exorcisar, restablecedle en su buen sentido, y os daré cuanto pidiéreis.

Luciana.—¡Ay! ¡Qué chispeantes y furiosas son sus miradas!

La cortesana.—¡Ved cómo tiembla en su enagenación!

Pinch.—Dadme vuestra mano; dejadme sentir vuestro pulso.

Antífolo.—Tomad, he aquí mi mano, y que la sienta vuestra oreja.

Pinch.—Te adjuro, Satanás, ya que habitas dentro de este hombre, ceder la posesión á mis santas oraciones y hundirte al instante en tus dominios tenebrosos; te adjuro por todos los santos del cielo.

Antífolo.—Silencio, brujo chocho; silencio; no estoy loco.

Adriana.—¡Oh! ¡Pluguiese á Dios que no lo estuvieses, alma desventurada!

Antífolo.—(A su esposa.) Y vos, favorita, ¿son estos vuestros compinches? ¿Es este compañero, cara de azafrán, quien estaba de gala y fiesta hoy en mi casa, mientras que las puertas estaban criminalmente cerradas, y que se me rehusaba la entrada?

Adriana.—¡Oh! esposo mío, Dios sabe que habéis comido en casa; ¡y ojalá hubiéseis permanecido hasta ahora al abrigo de esta difamación y de este público oprobio!

Antífolo.—¿He comido en casa? Tú, tunante, qué dices tú?

Dromio.—Para decir la verdad, señor, no habéis comido en el alojamiento.

Antífolo.—¿Mis puertas no estaban cerradas y yo fuera?

Dromio.—¡Por Dios! Vuestra puerta estaba cerrada y vos fuera.

Antífolo.—¿Y ella misma no me ha colmado de injurias?

—Te adjuro, Satanás, ya que habitas dentro de este
hombre...
Dromio.—Sin mentir, os ha dicho injurias ella misma.

Antífolo.—¿Su cocinera no me ha insultado, zaherido, despreciado?

Dromio.—Cierto, lo ha hecho: la vestal de la cocina os ha rechazado injuriosamente.

Antífolo.—¿Y no me he ido todo enagenado de ira?

Dromio.—En verdad, nada más cierto: mis huesos son testigos de ello, que han sentido desde entonces toda la fuerza de esta rabia.

Adriana.—(A Dromio.) ¿Es bueno darle razón en sus contradicciones?

Pinch.—No hay mal en eso: este mozo conoce su humor y cediendo le lisonjea en su frenesí.

Antífolo.—Has conquistado al platero para hacerme prender.

Adriana.—¡Ay! al contrario: os he mandado dinero para rescataros, por mano de Dromio que, vedle aquí, había corrido á buscarle.

Dromio.—¿Dinero? ¿Por mi mano? Buen corazón y buena voluntad, podría ser; pero ciertamente, mi amo, ni una partícula de dinero.

Antífolo.—¿No has ido á encontrarla para pedirle una bolsa de ducados?

Adriana.—Ha venido y se la he entregado.

Luciana.—Y yo soy testigo de que se la entregó.

Dromio.—Dios y el cordelero me son testigos de que no se me ha mandado á buscar otra cosa que un pedazo de soga.

Pinch.—Señora, el amo y el criado están poseídos ambos. Lo veo en sus semblantes pálidos y cadavéricos. Es necesario atarlos y ponerlos en algún cuarto oscuro.

Antífolo.—Responded; ¿por qué me habéis cerrado la puerta hoy? Y tú, (á Dromio) ¿por qué niegas la bolsa de oro que te han dado?

Adriana.—Mi buen esposo, no os he cerrado la puerta.

Dromio.—Y yo, querido amo, no he recibido oro; pero confieso, señor, que sí os han cerrado la puerta.

Adriana.—¡Hipócrita villano, dices una doble mentira!

Antífolo.—Prostituta hipócrita, mientes en todo; y has hecho liga con una banda de forajidos para llenarme de afrentas y desprecio; pero, con estas uñas arrancaré tus pérfidos ojos, que se complacen en verme en tal ignominia. (Pinch y su gente amarran á Antífolo y Dromio de Éfeso.)

Adriana.—¡Oh! ¡Amarradle, amarradle; que no se acerque á mí!

Pinch.—¡Más gente! El demonio que lo posee es fuerte.

Luciana.—¡Ay! ¡Qué pálido y desfigurado está el pobre hombre!

Antífolo.—¡Qué! ¿Queréis asesinarme? Tú, carcelero, yo soy tu prisionero; ¿sufrirás que me arranquen de tus manos?

El oficial.—Señores, dejadle; es mi preso y vosotros no lo tendréis.

Pinch.—Vamos, que se amarre á este hombre, pues es frenético también.

Adriana.—¿Qué quieres decir, rencoroso sargento? ¿Tienes gusto de ver á un infortunado hacerse mal y daño á sí mismo?

El oficial.—Es mi preso; si le dejo ir, me exigirán la suma que debe.

Adriana.—Te eximiré de ello antes de dejarte; condúceme al instante donde su acreedor. Cuando sepa la naturaleza de esta deuda, la pagaré. Mi buen doctor, ved que sea conducido en seguridad hasta mi casa. ¡Oh desventurado día!

Antífolo.—¡Oh, miserable prostituída!

Dromio.—Amo, heme aquí apresado por causa de vos.

Antífolo.—¡Enhoramala para ti, bandido! ¿Por qué me haces encolerizar?

Dromio.—¿Queréis, pues, que os amarren por nada? Sed loco, amo; gritad, el diablo...

Luciana.—¡Dios les asista, pobres almas! ¡Cómo desvarían!

Adriana.—Vamos, sacadle de aquí. Venid conmigo, hermana. (Salen Pinch, Antífolo, Dromio, etc.—Al oficial.) Decidme, ahora, ¿á requisición de quién está preso?

El oficial.—Sobre la demanda de un tal Angelo, un platero. ¿Le conocéis?

Adriana.—Le conozco. ¿Qué cantidad le debe?

El oficial.—Doscientos ducados.

Adriana.—¿Y por qué se los debe?

El oficial.—Es el valor de una cadena que vuestro esposo ha recibido de él.

Adriana.—Había encargado una cadena para mí, pero no se le ha entregado.

La cortesana.—Cuando vuestro esposo, todo enfurecido, vino hoy á mi casa, se llevó mi sortija, que he visto en su dedo, hace poco, y momentos después le he encontrado con mi cadena.

Adriana.—Eso puede muy bien ser; pero no la he visto nunca. Venid, alcaide, conducidme á casa del platero. Estoy impaciente por saber la verdad de esto con todos sus detalles. (Entran Antífolo de Siracusa con la espada desnuda y Dromio de Siracusa.)

Luciana.—¡Oh Dios, tened piedad de nosotros! ¡Heles aquí de nuevo en libertad!

Adriana.—¡Y vienen con la espada desnuda! ¡Pidamos socorro, para hacerlos amarrar de nuevo!

El oficial.—Escapémonos; nos matarían.

(Huyen.)
Antífolo.—Veo que estas brujas tienen miedo de las espadas.

Dromio.—La que quería ser vuestra esposa ahora poco, os huye ahora.

Antífolo.—Vamos al Centauro. Saquemos nuestros equipajes; no veo la hora de estar sano y salvo á bordo.

Dromio.—No, quedaos aquí esta noche; seguramente no se nos hará mal alguno. Véis que se nos habla amistosamente, que se nos ha dado oro; me parece que son unas buenas gentes; y sin esta montaña de carne loca, que me reclama para el matrimonio, me sentiría con bastante ganas de quedarme aquí siempre, y de hacerme brujo.

Antífolo.—No me quedaría esta noche ni por el valor de la ciudad entera: vámonos á hacer llevar nuestro equipaje á bordo. (Salen.)




ACTO V.

ESCENA I.
La misma.
Entran EL MERCADER y ANGELO.
ANGELO.

S

iento mucho, señor, haber retardado vuestra partida. Pero os protesto que la cadena le ha sido entregada por mí, aunque tenga la deshonra inconcebible de negarlo.

El mercader.—¿Cómo está considerado este hombre en la ciudad?

Angelo.—Goza de una reputación respetable, de un crédito sin límites; es muy querido; ningún ciudadano de esta ciudad es superior á él: su palabra, cuando él lo quisiera, respondería de toda mi fortuna.

El mercader.—Hablad bajo: creo que es él quien se pasea allí. (Entra Antífolo de Siracusa.)

Angelo.—Sí, es él: y lleva en su cuello esta misma cadena que por perjurio monstruoso ha jurado no haber recibido. Acercaos, señor, voy á hablarle.—(Á Antífolo.) Señor Antífolo, me asombra sobremanera que me hayáis causado esta vergüenza y este embarazo, no sin daño de vuestra propia reputación. ¡Negarme tan decididamente y con juramentos haber recibido esta cadena que lleváis ahora á la vista de todos! Además de la acusación, la vergüenza y el arresto, habéis perjudicado también á este honrado amigo, que á no haber tenido que aguardar el fallo de nuestro debate, se habría dado á la vela, y estaría actualmente en el mar. ¡Habéis recibido esta cadena de mí! ¡Habéis recibido esta cadena de mí! ¿Podéis negarlo?

Antífolo.—Creo que la he recibido de vos; no lo he negado jamás, señor.

Angelo.—¡Oh! lo habéis negado, señor, y aun habéis perjurado.

Antífolo.—¿Quién me ha oído negar y jurar lo contrario?

El mercader.—Yo, á quien conocéis, lo he oído con mis propias orejas. ¡Bah! ¡Miserable! Es una vergüenza que te sea permitido pasearte allí donde concurre la gente honrada.

Antífolo.—Eres un villano en insultarme así. Probaré mi honor y probidad contra vos dentro de un momento, si te atreves á hacerme frente.

El mercader.—Me atrevo, y te desafío como al vil que eres. (Sacan las espadas para batirse. Entran Adriana, Luciana, la cortesana y otros.)

Adriana.—(Corriendo.) Parad, no le hiráis; por el amor de Dios! Está loco. Que alguien se apodere de él; quitadle la espada. Atad á Dromio también, y conducidles á mi casa.

Dromio.—Huyamos, amo mío, huyamos; en nombre de Dios, entrad en alguna casa. He aquí una especie de convento: entremos, ó estamos perdidos. (Antífolo de Siracusa y Dromio entran en el convento: se presenta la abadesa.)

La abadesa.—Silencio, buenas gentes: ¿por qué os agrupáis aquí?

Adriana.—Vengo á llevar de aquí á mi pobre esposo que está loco. Entremos á fin de que podamos atarle con firmeza y conducirle á casa para que se cure.

Angelo.—Bien veía yo que no estaba en su entero juicio.

El mercader.—Me pesa ahora haber sacado la espada contra él.

La abadesa.—¿Desde cuándo está así poseído?

Adriana.—Toda esta semana ha estado melancólico, sombrío y triste; bien diferente de lo que era siempre; pero hasta este medio día, su enfermedad no había jamás estallado en tal extremo de rabia.

La abadesa.—¿No ha sufrido grandes pérdidas en un naufragio? ¿Ó enterrado algún amigo querido? ¿Sus ojos no han extraviado á su corazón en un amor ilegítimo? Es un pecado muy común en los jóvenes, quienes dan á sus ojos la libertad de verlo todo. ¿Á cuál de estos accidentes ha solido estar sujeto?

Adriana.—Á ninguno, si no es el último. Quiero decir, algún amorío que le alejaba frecuentemente de su casa.

La abadesa.—Deberíais haberle amonestado por ello.

Adriana.—Por cierto, lo he hecho.

La abadesa.—Quizás con escasa energía.

Adriana.—Con tanta como me lo permitía el pudor.

La abadesa.—Quizás en particular.

Adriana.—Y en público también.

La abadesa.—Sí, pero no lo suficiente.

Adriana.—Era el tema de todas nuestras conversaciones; en la cama, no podía él dormir, por lo mucho que de ello le hablaba. En la mesa, no podía comer por lo mucho que de ello le hablaba. Á solas, era el objeto de mis reconvenciones. En sociedad, aludía yo frecuentemente á ello, y aun le decía cuán malo y vergonzoso era.

La abadesa.—Y de ahí ha sucedido que este hombre se ha vuelto loco. Los clamores emponzoñados de una mujer celosa son un veneno más mortífero que el diente de un perro rabioso.—Parece que su sueño era interrumpido por tus querellas; he ahí lo que ha debilitado su cabeza. Dices que las comidas eran sazonadas con tus reproches; las comidas perturbadas hacen las malas digestiones, de donde nacen el fuego y el delirio de la fiebre. ¡Y qué cosa es la fiebre, sino un acceso de locura!—Dices que tu vehemencia ha interrumpido sus pasatiempos. Privando al hombre de una dulce recreación, ¿qué ha de venir? Una acerba y triste melancolía, análoga á la feroz é inconsolable desesperación; y en seguida una grande é infecta multitud de enfermedades, enemigas de la existencia.—Ser perturbado en sus alimentos, en su recreo, en el sueño conservador de la vida, bastaría para hacer que se volvieran locos hombres y bestias. La consecuencia es, pues, que vuestros accesos de celos son los que han privado á vuestro esposo del uso de su razón.

Luciana.—No le ha hecho sino dulces amonestaciones, cuando él se entregaba al ímpetu, á la brutalidad de arrebatos groseros. (Á su hermana.) ¿Por qué soportáis estos reproches sin responder?

Adriana.—Me ha entregado á los reproches de mi propia conciencia. Buenas gentes, entrad y apoderaos de él.

La abadesa.—No; nadie entra jamás en mi casa.

Adriana.—Entonces, que vuestros criados traigan á mi esposo.

La abadesa.—Eso no será tampoco; él ha tomado este lugar como un asilo sagrado; y éste lo garantizará de vuestras manos, hasta que yo lo haya devuelto al uso de sus facultades, ó haya perdido mi trabajo en intentarlo.

Adriana.—Quiero cuidar á mi esposo, ser su custodia, su enfermera, pues es mi obligación; y no quiero otro agente que yo misma. Así dejadme conducirle á mi casa.

La abadesa.—Tened paciencia; no lo dejaré salir de aquí hasta que no haya empleado los medios probados que poseo; jarabes, drogas saludables y santas oraciones, para restablecerle en el estado natural del hombre; es una parte de mi voto, un deber caritativo de mi orden; así retiraos y dejadle confiado á mis cuidados.

Adriana.—No me moveré de aquí, y no dejaré aquí á mi esposo. Sienta mal á vuestra santidad el separar al marido y la mujer.

La abadesa.—Calmaos y retiraos. Vos no lo tendréis.

(Sale la abadesa.)

Luciana.—Quejaos al duque de esta indignidad.

Adriana.—Vamos, venid: caeré prosternada á sus piés y no me levantaré hasta que mis lágrimas y mis ruegos hayan comprometido á Su Alteza á venir en persona al monasterio, para quitar por fuerza mi esposo á la abadesa.

El mercader.—El horario de este cuadrante creo que marca las cinco. Estoy seguro de que en este momento, el duque se dirige en persona hacia la triste llanura, lugar de muerte y de tristes ejecuciones, que está detrás de los fosos de esta abadía.

Angelo.—¿Y por qué causa va allí?

El mercader.—Para ver cortar públicamente la cabeza de un respetable mercader de Siracusa que ha tenido la desgracia de infringir las leyes y los estatutos de esta ciudad, abordando á esta bahía.

Angelo.—En efecto, helos aquí que vienen: vamos á asistir á la ejecución.

Luciana.—(A su hermana.) Arrojaos á los piés del duque, antes que haya pasado la abadía. (Entran el duque con su cortejo, Ægeón, con la cabeza descubierta, el verdugo, guardias y otros oficiales.)

El duque.—(A un pregonero público.) Proclamad públicamente una vez más, que si hay algún amigo que quiera pagar la suma por él, no morirá, pues nos interesamos en su suerte!

Adriana.—(Arrojándose á las rodillas del duque.) ¡Justicia contra la abadesa!

El duque.—Es una señora virtuosa y respetable: no es posible que os haya hecho mal.

Adriana.—Que Vuestra Alteza se digne oirme: Antífolo, mi esposo, á quien hice dueño de mi persona y de cuanto poseía, conforme á vuestras cartas presentes, ha sido atacado, en este día fatal, por un espantoso acceso de locura. Se ha lanzado furioso á la calle (y con él su esclavo que está loco también) ultrajando á los ciudadanos, entrando por fuerza en sus casas, llevándose sortijas, joyas, todo lo que agradaba á su capricho. He logrado hacerlo atar una vez y conducirlo á mi casa, mientras iba yo á reparar los perjuicios que su furia había causado aquí y allá en la ciudad. Sin embargo, no sé por qué medio ha podido escaparse; se ha desembarazado de los que le custodiaban, seguido de su esclavo, alienado como él; ambos, impulsados por una rabia desenfrenada, con las espadas desnudas, nos han encontrado y han venido á caer sobre nosotros y nos han puesto en fuga hasta que provistas de nuevos refuerzos hemos vuelto para detenerlos; entonces se han escapado á esta abadía, donde les hemos perseguido. Y he aquí que la abadesa nos cierra las puertas y no nos permite buscarle, ni hacerle salir, con el fin de que podamos llevarle. Así, muy noble duque, con vuestra autoridad, ordenad que lo traigan y lo lleven á su casa, para que allí sea auxiliado.

El duque.—Vuestro esposo ha servido ya en mis guerras y os he prometido mi palabra de príncipe, cuando lo admitisteis á compartir vuestro lecho, hacerle todo el bien que podría depender de mí. Id, alguno de vosotros, tocad á las puertas de la abadía y decid á la señora abadesa que venga á hablarme: quiero arreglar esto antes de pasar á otra cosa. (Entra un criado.)

El criado.—¡Oh! ama mía, ama mía, huíd, poneos en salvo! Mi amo y su esclavo se han escapado; han golpeado á las sirvientas una tras otra y amarrado al doctor y quemádole las barbas con tizones encendidos; y á medida que ardían, le han arrojado baldes de fango infecto para apagar el fuego de sus cabellos. Mi amo le exhorta á la paciencia, mientras que su esclavo le trasquila con tijeras como á un loco; y seguramente, si no enviáis socorro al instante, matarán al mágico entre los dos.

Adriana.—Calla; imbécil: tu amo y su criado están aquí; y todo lo que dices, no es más que un cuento.

El criado.—Ama, por mi vida, os digo la verdad. Desde que ví esta escena he corrido casi sin respirar. Grita contra vos, y jura que si puede cogeros, os tostará la cara y os desfigurará. (Se oyen gritos en el interior.) Escuchad, escuchad; ya le oigo; huíd, ama mía, escapaos!

El duque.—(A Adriana.) Venid, poneos junto á mí. No tengáis ningún temor. Guardadla con vuestras alabardas.

Adriana.—(Viendo entrar á Antífolo de Éfeso.) ¡Oh dioses! ¡Es mi esposo! Sed testigos, que reaparece aquí como un espíritu invisible. No hace sino un momento que le hemos visto refugiarse en esta abadía, y hele aquí ahora que llega por otro lado. ¡Esto sobrepuja la inteligencia humana!

(Entran Antífolo y Dromio de Éfeso.)

Antífolo.—¡Justicia, generoso duque! ¡Oh! ¡Aseguradme justicia! En nombre de los servicios que os he hecho en tiempos pasados, cuando os he cubierto con mi cuerpo en el combate y he recibido profundas heridas por salvar vuestra vida; en nombre de la sangre que perdí entonces por vos, acordadme justicia.

Ægeón.—Si el temor de la muerte no me ha trastornado la razón, es á mi hijo Antífolo á quien veo, y á Dromio.

Antífolo.—¡Justicia, buen príncipe, contra esta mujer que véis allí! Ella, á quien me habéis dado vos mismo por esposa, me ha ultrajado y deshonrado, con la más grande y la más cruel afrenta. La injuria que sin pudor me ha hecho hoy, sobrepuja la imaginación.

El duque.—Explicaos y me encontraréis justo.

Antífolo.—Hoy mismo, poderoso duque, ha cerrado para mí las puertas de mi casa, mientras que ella se regalaba allí con bribones infames.

El duque.—Grave falta; responde, mujer: ¿has obrado así?

Adriana.—No, mi digno señor. Yo, él y mi hermana, hemos comido hoy juntos. ¡Que caiga sobre mi alma la acusación, sí no es enteramente falsa!

Luciana.—¡Que jamás vuelva yo á ver la luz del día, ni á reposar en la noche, si ella no dice la pura verdad á Vuestra Alteza!

Angelo.—¡Oh mujer perjura! Una y otra juran en falso. Sobre este punto, el loco las acusa con justicia.

Antífolo.—Mi soberano, sé lo que digo. No estoy perturbado por los vapores del vino, ni extraviado por el desorden de la cólera, aunque las injurias que he recibido bastarían para hacer perder la razón á un hombre más prudente que yo. Esta mujer me ha impedido entrar hoy á mi casa para comer: este platero que véis, si no estuviese de acuerdo con ella, podría atestiguarlo, pues estaba conmigo entonces; me ha dejado para ir á buscar una cadena, prometiendo traérmela al Puerco-Espín, donde Baltasar y yo comimos juntos; terminada nuestra comida y no volviendo él, he ido á buscarle y le he encontrado en la calle en compañía de este caballero. Allí este platero perjuro me ha jurado descaradamente haberme entregado una cadena que ¡lo sabe Dios! no he visto jamás, ¡y por esta causa me ha hecho prender por un sargento! He obedecido y he enviado mi criado á mi casa á buscar algunos ducados. Volvió, pero sin dinero. Entonces rogué cortesmente al oficial que me acompañase él mismo hasta mi casa. En el camino hemos encontrado á mi esposa, su hermana y toda una caterva de viles cómplices; traían con ellos á un tal Pinch, un perdido, de cara flaca y aire de hambriento, un esqueleto descarnado, un charlatán, decidor de buena aventura, escamoteador remendado, un miserable necesitado, de ojos hundidos y mirada maliciosa, una momia ambulante. Este pillo peligroso ha osado hacerse pasar por mágico, mirándome los ojos, tomándome el pulso, despreciándome en mi presencia. Él, que apenas es un ente, ha exclamado que yo estaba loco. En seguida todos han caído sobre mí, me han amarrado, arrastrado y sumergido á mí y á mi criado, atados ambos, en una húmeda y tenebrosa cueva de mi casa. Al fin royendo mis lazos con los dientes, los he roto; he recobrado mi libertad y he corrido en seguida en busca de Vuestra Alteza; conjúrola que me haga dar una satisfacción amplia por estas indignidades y las afrentas inauditas que me han hecho sufrir.

Angelo.—Mi príncipe, en toda verdad, mi testimonio se acuerda con el suyo en que no ha comido en su casa sino que le han cerrado la puerta.

El duque.—¿Pero le habéis entregado ó no la cadena en cuestión?

Angelo.—La ha recibido de mí, Alteza; y cuando corría en esta calle, esta gente ha visto la cadena en su cuello.

El mercader.—Además, yo juraré que con mis propios oídos os he oído confesar que habíais recibido de él la cadena, después de haberlo negado con juramento en la plaza del Mercado. En esta ocasión es cuando saqué la espada contra vos: entonces os escapasteis en esta abadía, de donde creo habéis salido por milagro.

Antífolo.—Jamás he entrado en el recinto de esta abadía; jamás habéis sacado la espada contra mí; jamás he visto la cadena: ¡tomo por testigo al cielo! Y todo lo que me imputáis es mentira.

El duque.—¡Qué acusación tan enredada! Creo que habéis bebido todos en la copa de Circeo. Si hubiera entrado en esta casa, allí estaría aún; si estuviese loco, no defendería su causa con tanta sangre fría. Decís que ha comido en su casa; el platero lo niega. ¿Y tú, tunante, qué dices tú?

Dromio.—Príncipe, ha comido con esta mujer en el Puerco-Espín.

La cortesana.—Sí, mi príncipe, ha cogido de mi dedo esa sortija que le véis.

Antífolo.—Es verdad, mi soberano, es de ella de quien tengo esta sortija.

El duque.—(A la cortesana.) ¿Le habéis visto entrar en esta abadía?

La cortesana.—Tan seguro, mi príncipe, como lo es, que veo á Vuestra Gracia.

El duque.—Es extraño! Id á decir á la abadesa que se presente aquí: creo, verdaderamente, que estáis todos de acuerdo ó completamente locos.

(Uno de la gente del duque va á buscar á la abadesa.)

Ægeón.—Poderoso duque, acordadme la libertad de decir una palabra. Quizás veo aquí un amigo que salvará mi vida y pagará la suma que puede libertarme.

El duque.—Decid libremente, siracusano, lo que queráis.

Ægeón.—(Á Antífolo.) ¿Vuestro nombre, señor, no es Antífolo? ¿Y no es ese vuestro esclavo Dromio?

Dromio de Éfeso.—No hace aún una hora, señor, que era su esclavo: pero él, se lo agradezco, ha cortado mis cuerdas con sus dientes; y ahora soy Dromio y su servidor, pero ya no esclavo.

Ægeón.—Estoy seguro que los dos os acordáis de mí.

Dromio de Éfeso.—Nos acordamos de nosotros mismos, señor, en viéndoos; pues hace algunos instantes que estábamos ligados, como lo estáis vos ahora. ¿No sois un enfermo de Pinch, no es verdad, señor?

Ægeón.—(Á Antífolo.) ¿Por qué me miráis como á un extraño? Me conocéis bien.

Antífolo de Éfeso.—Jamás en mi vida os he visto, hasta este momento.

Ægeón.—¡Oh! la tristeza me ha cambiado desde la última vez que me habéis visto; mis horas de inquietud, y la mano destructora del tiempo han grabado extrañas alteraciones sobre mi rostro. Pero decidme aún ¿no reconocéis mi voz?

Antífolo de Éfeso.—Tampoco.

Ægeón.—¿Y tú, Dromio?

Dromio de Éfeso.—Ni yo, señor; os lo aseguro.

Ægeón.—Y yo estoy seguro que la reconoces.

Dromio de Éfeso.—¿Sí, señor? Y yo estoy seguro que no, y lo que un hombre os niega, estáis obligado ahora á creerlo.

Ægeón.—¡No reconocer mi voz! ¡Oh estrago del tiempo! ¡Has deformado y entorpecido á tal punto mi lengua, en el corto espacio de siete años, que mi hijo único no pueda ya reconocer mi débil voz que hacen vibrar desapacible los cuidados! Aunque mi rostro surcado de arrugas, esté oculto bajo la nieve del invierno que hiela la savia; aunque todos los canales de mi sangre estén helados; sin embargo, un resto de memoria reluce en la noche de mi vida; las antorchas medio consumidas de mi vista, despiden aún alguna pálida claridad; mis orejas ensordecidas me sirven aún para oir un poco; y todos estos viejos testigos (no, no puedo equivocarme) me dicen que eres mi hijo Antífolo.

Antífolo de Éfeso.—Nunca en mi vida he visto á mi padre.

Ægeón.—No hace aún siete años, joven, lo sabes, que nos hemos separado en Siracusa: pero puede ser, hijo mío, que tengas vergüenza de reconocerme en el infortunio.

Antífolo de Éfeso.—El duque, y todos los de la ciudad que me conocen, pueden atestiguar conmigo que eso no es verdad. No he visto jamás Siracusa, en toda mi vida.

El duque.—Te aseguro, siracusano, que desde ha veinte años que soy el protector de Antífolo, jamás ha visto Siracusa: veo que tu edad y tu peligro perturban tu razón. (Entra la abadesa, seguida de Antífolo y de Dromio de Siracusa.)

La abadesa.—Muy poderoso duque, he aquí un hombre cruelmente ultrajado. (Todo el mundo se aproxima y se apresura para ver.)

Adriana.—Veo dos maridos, ó mis ojos me engañan.

El duque.—Uno de estos dos hombres es sin duda el genio del otro; y lo mismo sucede con estos dos esclavos. ¿Cuál de los dos es el hombre natural y cuál el espíritu? ¿Quién puede distinguir al uno del otro?

Dromio de Siracusa.—Soy yo, señor, quien soy Dromio; ordenad á ese hombre que se retire.

Dromio de Éfeso.—Soy yo, señor, quien soy Dromio: permitid que me quede.

Antífolo de Siracusa.—¿No eres Ægeón, ó eres su fantasma?

Dromio de Siracusa.—¡Oh mi viejo amo! ¿Quién lo ha cargado aquí con estos lazos?

La abadesa.—Cualquiera que sea el que le ha encadenado, le libertaré de su cadena y ganaré un esposo. Hablad, viejo Ægeón, si sois el hombre que tuvo una esposa, hace tiempo, llamada Emilia, que os dió á la vez dos hermosos niños; ¡oh! ¡si sois el mismo Ægeón, hablad, y hablad á la propia Emilia!

Ægeón.—Si no sueño, eres Emilia; si eres Emilia dime ¿dónde está este hijo que flotaba contigo sobre aquella balsa fatal?

La abadesa.—Él y yo con el gemelo Dromio, fuímos recogidos por habitantes de Epidamno; pero un momento después, pescadores feroces de Corinto les quitaron por fuerza á Dromio y á mi hijo, y me dejaron con los de Epidamno. Lo que fué de ellos después, no puedo decirlo; á mí, la fortuna me ha colocado en el estado en que me véis.

El duque.—He aquí que principia á confirmarse la historia de esta mañana; ¡estos dos Antífolo, estos dos hijos tan parecidos, y estos dos Dromio tan semejantes! He aquí los padres de estos dos niños que la casualidad reune. Antífolo, ¿has venido primero de Corinto?

Antífolo de Siracusa.—No, príncipe; yo no: vine de Siracusa.

El duque.—Vamos, teneos separados; no puedo distinguiros uno de otro.

Antífolo de Éfeso.—Vine de Corinto, mi bondadoso señor.

Dromio de Éfeso.—Y yo con él.

Antífolo de Éfeso.—Conducido a esta ciudad por vuestro tío, el duque Menafón, guerrero tan famoso.

Adriana.—¿Cuál de los dos ha comido conmigo hoy?

Antífolo de Siracusa.—Yo, mi bella dama.

Adriana.—¿Y no sois vos mi esposo?

Antífolo de Éfeso.—No, á eso digo yo no.

Antífolo de Siracusa.—Y convengo con vos; aunque ella me haya dado este título...., y que esta bella señorita, su hermana, que he ahí, me haya llamado su hermano.—Lo que os he dicho entonces, espero tener un día la ocasión de probároslo, si todo lo que veo y oigo no es un sueño.

Angelo.—He aquí la cadena, señor, que habéis recibido de mí.

Antífolo de Siracusa.—Lo creo, señor, no lo niego.

Antífolo de Éfeso (á Angelo).—Y vos, señor, me habéis hecho prender por esta cadena.

Angelo.—Creo que sí, señor; no lo niego.

Adriana (á Antífolo de Éfeso.)—Os he enviado dinero, señor, para serviros de caución, por Dromio; pero creo que no os lo ha llevado. (Señalando á Dromio de Siracusa.)

Dromio de Siracusa.—No, yo no.

Antífolo de Siracusa.—He recibido de vos esta bolsa de ducados; y es Dromio, mi criado, quien me la ha traído: veo ahora que cada uno de nosotros ha encontrando el criado del otro; yo he sido tomado por él, y él por mí; y de aquí han provenido todas estas equivocaciones.

Antífolo de Éfeso.—Empeño aquí estos ducados por el rescate de mi padre, que he aquí.

El duque.—Es inútil; doy la vida á vuestro padre.

La cortesana (á Antífolo de Éfeso.)—Señor, es necesario que me volváis este diamante.

Antífolo de Éfeso.—Helo aquí, tomadle, y muchas gracias por vuestra buena carne.

La abadesa.—Ilustre duque, dignaos daros la molestia de entrar con nosotros en esta abadía; oiréis la historia entera de nuestras aventuras. Y vosotros todos, que estáis reunidos en este lugar y que habéis sufrido algún perjuicio por las equivocaciones recíprocas de este día, venid, acompañaduos, y tendréis plena satisfacción. Durante veinticinco años enteros, he sufrido los dolores del alumbramiento, á causa de vosotros, hijos míos, y no es sino en esta hora cuando estoy al fin desembarazada de mi penoso fardo. El duque, mi marido, mis dos hijos y vosotros que marcáis la fecha de su nacimiento, venid conmigo á una fiesta de puerperio; á tan largos dolores debe suceder tal natividad.

El duque.—Con todo mi corazón; quiero apadrinar esta fiesta. (Salen el duque, la abadesa, Ægeón, la cortesana, el mercader y el séquito.)

Dromio de Siracusa.—(A Antífolo de Éfeso.) Mi amo, ¿iré á tomar vuestro equipaje á bordo?

Antífolo de Éfeso.—Dromio, ¿qué equipaje á bordo has embarcado?

Dromio de Siracusa.—Todos vuestros efectos, señor, que teníais en el albergue del Centauro.

Antífolo de Siracusa.—Es á mí á quien quiere hablar: soy yo, quien soy tu amo, Dromio. Vamos, ven con nosotros: trataremos de arreglar eso más tarde: abraza á tu hermano y diviértete con él. (Los dos Antífolos salen.)

Dromio de Siracusa.—Hay en la casa de vuestro amo una amiga gorda, que hoy en la comida me ha ENCOCINADO tomándome por vos. En lo sucesivo será mi hermana y no mi esposa.

Dromio de Éfeso.—Me parece que sois mi espejo en lugar de ser mi hermano. Veo en vuestro rostro que soy un muchacho bonito. ¿Queréis entrar para ver su fiesta?

Dromio de Siracusa.—No es á mí, señor, á quien toca pasar el primero: sois el mayor.

Dromio de Éfeso.—Es una cuestión: ¿cómo la resolveremos?

Dromio de Siracusa.—Tiraremos á la paja corta para decidirla. Hasta entonces, pasa tú delante.

Dromio de Éfeso.—No, tengámonos así. Hemos entrado en el mundo como dos hermanos: entremos aquí mano en mano y no uno delante del otro. (Salen.)