Las alegres comadres de Windsor (Márquez tr.)

De Wikisource, la biblioteca libre.
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
 
LAS ALEGRES COMADRES DE WINDSOR.

TRADUCCIÓN DE
JOSÉ ARNALDO MÁRQUEZ.


Ilustración de P. Thumann
Grabados de H. Günther.

 


PERSONAJES.

SIR JOHN FALSTAFF.
FENTON.
POCOFONDO.—Juez de paz de campaña.
SLENDER, primo de Pocofondo.
Mr. FORD,
Caballeros residentes en Windsor.
Mr. PAGE,
GUILLERMO PAGE, menor, hijo de Mr. Page.
Dr. HUGH EVANS, cura galo.
EL DOCTOR CAIUS, médico francés.
EL POSADERO DE LA LIGA.
BARDOLF,
Acompañantes de Falstaff.
PISTOL,
NYM,
ROBIN, paje de Falstaff.
SIMPLE, criado de Slender.
RUGBI, criado del Doctor Caius.
SEÑORA FORD.
SEÑORA PAGE.
SEÑORITA ANA PAGE, su hija, enamorada de Fenton.
SEÑORA APRISA, criada del Dr. Caius.

criados de page, de Ford, etc.

La escena pasa en Windsor y sus alrededores.


ACTO I.

ESCENA I.
En Windsor, delante de la casa de Page.
Entran el juez POCOFONDO, SLENDER y Sir HUGH EVANS.
POCOFONDO.

N

o tratéis de disuadirme, sir Hugh. Llevaré este asunto á la alta corte de justicia para lo criminal. Así valiera sir Juan Falstaff veinte como él, no ofenderá á Roberto Pocofondo, escudero.

Slender.—En el condado de Glocester, Juez de paz y coram.

Pocofondo.—Sí, primo Slender, y Cust-alorum.

Slender.—Sí, y también ratolorum, gentilhombre de nacimiento, señor cura, que se firma armígero en todos los actos, notas, recibos, mandatos y obligaciones: armígero.

Pocofondo.—Sí, que lo hacemos y lo hemos hecho invariablemente en estos últimos trescientos años.

Slender.—Todos sus sucesores que han vivido antes que él, lo han hecho; y todos sus antepasados que han de venir después de él podrán hacerlo. Podrán exhibir los doce lucios en su casaca.

Pocofondo.—Es una antigua casaca.

Evans.—Sienta muy bien á una casaca antigua una docena de lucios. Lo uno se aviene muy bien con lo otro. Es un animal familiar al hombre: un emblema de amor.

Pocofondo.—El lucio es pescado fresco: la casaca antigua es pescado salado.

Slender.—¿Puedo hacer tercio, primo?

Pocofondo.—Sin duda alguna, si os casáis.

Evans.—Pues si entra en tercio, de seguro que no podrá hacer sino mal tercio.

Pocofondo.—De ninguna manera.

Evans.—Por nuestra señora, que sí. Si él toma un tercio de vuestra casaca, no quedarán, en mi humilde juicio, sino los otros tercios para vos. Pero todo sale á lo mismo. Si el caballero Falstaff ha cometido algún desacato hacia vos, miembro soy de la iglesia y me emplearía de todo corazón en hacer mediar desagravios y avenimientos.

Pocofondo.—No; la alta corte habrá de tomar noticia de esto. Hay rebelión.

Evans.—No es propio que se le haga oir de tal asunto. En las rebeliones no hay temor de Dios y el Consejo preferirá oir hablar del temor de Dios más bien que de una rebelión. Considerad esto.

Pocofondo.—¡Ah, por vida mía! Si fuese joven aún, esto acabaría á estocadas.

Evans.—Más vale que sean los amigos y no la espada quien termine esto. Y además, tengo en la cabeza un proyecto que quizás tenga ventajosos resultados. Hay una Ana Page, hija del señor Jorge Page, que es una guapa doncella.

Slender.—¿La señorita Ana Page? Tiene cabellos castaños y habla tímidamente como cumple á una mujer.

Evans.—De cuantas hay en el mundo, es ella precisamente la que podríais desear. Y su abuelo (guárdele Dios una resurrección feliz) en su lecho de muerte le dejó setecientas libras en dineros, y oro y plata, para cuando cumpla los diez y siete años. Sería cosa muy cuerda dejar vuestras disputas y procurar un matrimonio entre el señor Abraham y la señorita Ana Page.

Pocofondo.—¿Setecientas libras le dejó su abuelo?

Evans.—Sí, por cierto. Y su padre le dará aún mejor caudal.

Pocofondo.—Conozco á la señorita: tiene buenas prendas.

Evans.—Setecientas libras y esperanzas de heredar más, no son malas prendas.

Pocofondo.—Bien. Busquemos al digno señor Page. ¿Está allí Falstaff?

Evans.—¿Habré de deciros una mentira? Desprecio al mentiroso, como desprecio á uno que es falso, ó como desprecio á uno que no es sincero. El caballero sir Juan está allí y os ruego que os dejéis guiar por los que os quieren bien. Llamaré á la puerta y preguntaré por el señor Page (golpea). Hola! Dios bendiga vuestra casa! (Entra Page.)

Page.—¿Quién llama?

Evans.—He aquí, con la bendición de Dios y con vuestro amigo, al juez Pocofondo y al joven señor Slender, que acaso podrán contaros un cuento, si las cosas salen á gusto vuestro.

Pocofondo.—Señor Page, alégrome de veros. Huélguese vuestro buen corazón! Deseo que vuestra cacería mejore, pues no fué muerta como manda la ley. ¿Cómo está la buena señora Page? Os amo de corazón, así, de corazón.

Page.—Gracias, señor.

Pocofondo.—Gracias, señor; por sí y por no, gracias.

Page.—Me alegro de veros, amiguito Slender.

Slender.—¿Cómo está vuestro lebrel leonado, señor? Me dijeron que había perdido en las carreras de Cotsale.

Page.—La cosa no pudo ser juzgada.

Slender.—No queréis confesarlo, no queréis confesarlo.

Pocofondo.—¡No lo ha de querer! «Es culpa vuestra, es culpa vuestra.» Es un buen perro.

Page.—Perro de mala ralea, señor.

Pocofondo.—Un buen perro, señor, un hermoso perro. ¿Qué más se puede decir? Es bueno y hermoso. ¿Está aquí el señor Juan Falstaff?

Page.—Está dentro. Quisiera poder hacer algo en bien de vosotros.

Evans.—Así es como debe hablar un cristiano.

Pocofondo.—Señor Page, él me ha ofendido.

Page.—Lo reconoce en cierto modo, señor.

Pocofondo.—Si lo reconoce, no lo repara. ¿No es así, señor Page? Me ha ofendido; en todas veras me ha ofendido: en una palabra, me ha ofendido. Creedme, Roberto Pocofondo, escudero, lo ha dicho: se le ha ofendido.

Page.—Aquí viene sir Juan. (Entran sir Juan Falstaff, Bardolfo, Nym y Pistol.)

Falstaff.—Y bien, señor Pocofondo: ¿váis á quejaros de mí al rey?

Pocofondo.—Caballero: habéis golpeado á mis gentes, muerto mi caza y forzado las puertas de mi habitación.

Falstaff.—¿Pero no he besado á la hija de vuestro guardián?

Pocofondo.—Se me da un ardite. Tendréis que responder de esto.

Falstaff.—Y respondo desde luégo: he hecho todo eso. Ya está respondido.

Pocofondo.—Esto irá á dar al Consejo.

Falstaff.—Sería mejor para vos que el Consejo nada supiera. Se reirían de vos.

Evans.Pauca verba, sir Juan, buenas palabras.

Falstaff.—Buenas palabras! buenas coles! Slender, os rompí la cabeza: ¿qué tenéis contra mí?

Slender.—Por cierto, señor, tengo algo contra vos en la cabeza y contra vuestros ladrones de conejos, Bardolfo, Nym y Pistol. Me llevaron á la taberna, me emborracharon y en seguida me robaron el bolsillo.

Bardolfo.—¿Á ti, queso de Banbury?

Slender.—Bien, eso no importa.

Pistol.—¿Con esas nos sales, Mefistófeles?

Slender.—Bien, eso no importa.

Nym.—Tajarlo! digo, pauca, pauca, tajarlo! Eso me pide el gusto.

Slender.—¿Dónde está Simple, mi criado? ¿Lo sabéis, primo?

Evans.—¡Paz, os ruego! Procuremos entendernos. Á lo que se me alcanza, hay tres árbitros en este asunto, á saber: el señor Page, fidelicer', señor Page: yo mismo, fidelicet yo: y por fin y remate el tercero es mi posadero de la Liga.

Page.—Nosotros tres para entender del asunto y arreglarlo entre ellos.

Evans.—Muy bien. Tomaré nota en mi libro memorandum, y después nos ocuparemos de la causa con toda la discreción que nos sea posible.

Falstaff.—Pistol!

Pistol.—Soy todo orejas.

Evans.—¡El diablo y su abuela! ¿Qué frase es esa «ser todo orejas»? Pues eso es afectación.

Falstaff.—Pistol, ¿robaste la bolsa del señorito Slender?

Slender.—Sí, por vida de mis guantes, que lo hizo, (ó no querría yo, á no ser cierto, volver jamás á mi gran cámara). Me robó siete monedas de á cuatro peniques y dos tablillas Edward para jugar al tejo, que me habían costado dos chelines y dos peniques cada una, en casa de Miller. Sí, por estos guantes!

Falstaff.—¿Es verdad esto, Pistol?

Evans.—No: es falso, si es una ratería.

Pistol.—¡Ah! Eres un forastero montaraz! Sir Juan, amo mío, reto á combate á este sable de hoja de lata. Aquí, en tus labios está la mentira: hez y escoria, mientes!

Slender.—Pues por estos guantes, que entonces era el otro.

Nym.—Andad con cuidado y dejaos de bromas, señor mío, que si os acomoda tratarme como á ratero, á mí me acomodará atraparos á mi modo. Y esto es lo que hay en el caso.

Slender.—Pues entonces, por este sombrero, quien tiene la culpa es aquel de la cara colorada; pues aunque no puedo acordarme de lo que hice cuando me embriagasteis, con todo no soy enteramente un asno.

Falstaff.—¿Qué decís vosotros, Scarlet y Juan?

Bardolfo.—Por mi parte, lo que digo es que el caballero bebió hasta perder los cinco sentimientos.

Evans.—Los cinco sentidos, se dice. ¡Santo Dios! ¡Qué ignorancia!

Bardolfo.—Y estando achispado, le arreglaron las cuentas, como dicen, y así se acabó el cuento.

Slender.—Sí, y entonces hablaste en latín pero no importa. Nunca, jamás me emborracharé mientras viva otra vez, sino en honrada y buena sociedad, á causa de este percance. Si me emborracho, me emborracharé con los que tienen temor de Dios, y no con ebrios bribones.

Evans.—Que Dios me juzgue, como es cierto que ese es un propósito de virtud.

Falstaff.—Oís, señores, que todos esos cargos han sido negados. ¿Lo oís? (Entra Ana Page, trayendo vino, seguida por la Sra. Ford y la Sra. Page.)

Page.—No, hija. Llévate el vino. Beberemos allá dentro.

(Sale Ana Page.)

Slender.—¡Oh cielos! Esta es la señorita Ana Page.

Page.—¿Cómo va, señora Ford?

Falstaff.—Por vida mía, señora Ford, sois muy bien venida. Con vuestro permiso, buena señora.

(La besa.)

Page.—Esposa mía, da la bien venida á estos caballeros. Venid, tenemos un buen pastel caliente de cacería para la comida. Vamos, señores, que ahogaremos en el vino todo resentimiento.

(Salen todos menos Pocofondo, Slender y Evans.)

Slender.—Daría cuarenta chelines por tener aquí mi libro de canciones y sonetos. (Entra Simple.) ¡Cómo! Simple ¿dónde habéis estado? Tendré que ser mi propio sirviente, ¿no es así? ¿Ni tenéis tampoco á la mano el libro de los enigmas, por supuesto?

Simple.—¡El libro de los enigmas! ¿Pues no lo prestasteis á Alicia Pocapasta en la fiesta última de Todos Santos, quince días antes del San Miguel?

Pocofondo.—Venid, primo, venid. Os estamos aguardando. Una palabra al oído, primo. Hay, como quien dice, una oferta, una especie de oferta muy á lo lejos, hecha por sir Hugh. ¿Entendéis?

Slender.—Sí, y me encontraréis razonable. Si ha de ser así, haré lo que esté puesto en razón.

Pocofondo.—Pero entendedme bien.

Slender.—Lo hago, señor.

Evans.—Prestad oído á sus consejos, señorito Slender. Ya os describiré el asunto si tenéis capacidad para ello.

Slender.—Haré como diga mi primo Pocofondo. Perdonadme, pues él es juez de paz en su país, aunque yo no sea aquí sino un cualquiera.

Evans.—Pero no se trata de eso. Se trata de lo concerniente á vuestro matrimonio.

Pocofondo.—Sí; este es el punto vital de la cuestión.

Evans.—Por cierto que lo es. Es el punto vital de la señorita Ana Page.

Slender.—Pues siendo así, me casaré con ella si se me pide en debida forma.

Evans.—Pero ¿podéis amar á la mujer? Debemos exigir que lo digáis con vuestros labios; porque muchos filósofos pretenden que los labios son una parte de la boca; por tanto, ¿podéis, sí ó no, inclinar vuestra buena voluntad hacia la doncella?

Pocofondo.—Primo Abraham Slender, ¿podéis amarla?

Slender.—Así lo espero. Haré lo que cumple á uno que quiere obrar en razón.

Evans.—No, por Dios y sus santos y sus esposas; debéis decir positivamente si podéis inclinar hacia ella vuestros deseos.

Pocofondo.—Tenéis que hacerlo. ¿Queréis, siendo buena la dote, casaros con ella?

Slender.—Haré aún mucho más que eso, por cualquiera razón, primo, si lo queréis.

Pocofondo.—No; comprendedme, comprendedme, amable primo mío. Lo que hago es por seros grato, primo. ¿Podéis amar á la doncella?

Slender.—La tomaré por esposa á petición vuestra, señor. Si no hay mucho amor al principio, con el favor del cielo podrá disminuir cuando nos conozcamos mejor después de casados y que haya habido ocasión de conocerse el uno al otro. Espero que con la familiaridad crecerá el menosprecio; pero si decís «casaos con ella,» con ella me caso. Á eso estoy disuelto disolutamente.

Evans.—Muy juiciosa respuesta; salvo la falta en las palabras «disuelto disolutamente,» que quisieron significar «resuelto absolutamente.» Pero su sentido era bueno.

Pocofondo.—Sí, creo que fué buena la intención de mi primo.

Slender.—Y si no, que me ahorquen.

(Vuelve á entrar Ana Page.)

Pocofondo.—He aquí á la hermosa señorita Ana. Querría por vos volver á la juventud, señorita Ana.

Ana.—La comida está en la mesa. Mi padre desea el honor de vuestra compañía.

Pocofondo.—Estoy á sus órdenes, bella señorita Ana.

Evans.—La voluntad de Dios sea bendecida! No faltaré al benedícite. (Salen Pocofondo y sir Hugh Evans.)

Ana.—¿Tenéis á bien, caballero, pasar adelante?

Slender.—No; gracias os doy por ello muy de corazón. Estoy muy bien.

Ana.—Os espera la comida, señor.

Slender.—No tengo hambre, os doy las gracias. Vé, criado, pues todo tú eres mi sirviente, vé á servir á mi primo Pocofondo. (Sale Simple.) Un juez de paz puede alguna vez quedar obligado á su amigo por un sirviente. No tengo á mi servicio sino tres criados y un muchacho, hasta que muera mi madre: pero ¿qué importa? Sin embargo, vivo como si fuera un caballero de cuna pobre.

Ana.—No entraré sin vos, señor. No se sentarán á la mesa hasta que hayáis llegado.

Slender.—Á fe mía, no comeré. Os agradezco, sin embargo, como si comiera.

Ana.—Os suplico, señor, que entréis.

Slender.—Me agradaría más pasear aquí. Os doy las gracias. El otro día, jugando á la esgrima, con espada y daga, con un profesor de armas, me lastimé la cara. Habíamos apostado en tres asaltos un plato de ciruelas guisadas. Desde entonces no puedo soportar el olor de las viandas calientes. ¿Por qué ladran vuestros perros? ¿Hay osos en la ciudad?

Ana.—Pienso que sí, señor. He oído hablar de ellos.

Slender.—Me agrada bastante la diversión de cazarlos; pero en ella soy tan pronto en enfadarme como el hombre que más en Inglaterra. Un oso suelto os intimida ¿no es verdad?

Ana.—Ciertamente que sí, señor.

Slender.—Eso para mí es ahora como comer y beber. Veinte veces he visto suelto á Sakerson, y lo he cogido de la cadena; pero os aseguro que las mujeres han gritado y chillado tanto, que era sobre toda ponderación. En verdad las mujeres no pueden sufrirlos. Son animales bastante feos y rudos.

(Vuelve á entrar Page.)

Page.—Venid, querido señor Slender, venid. Os esperamos.

Slender.—No quiero comer nada. Os doy las gracias, señor.

Page.—Nada, no podéis hacer lo que queráis. Venid, venid.

Slender.—No, os lo suplico. Id delante.

Page.—Vamos, señor; adelante.

Slender.—Señorita Page, id vos primero.

Ana.—De ningún modo yo, señor. Os ruego que sigáis.

Slender.—En verdad, no iré primero, en verdad, no. Sería haceros agravio.

Ana.—Os lo suplico, señor.

Slender.—Prefiero faltar á los buenos modales que á las conveniencias. Os hacéis agravio, en verdad.

(Salen.)
ESCENA II.
La misma.
Entran sir HUGH EVANS y SIMPLE.

Evans.—Id á averiguar á dónde es la casa del doctor Caius. Allí vive una señora Aprisa, que le sirve de nodriza ó de ama seca, ó de cocinera, lavandera y planchadora.

Simple.—Está bien, señor.

Evans.—Aguardad, que hay mejor. Dadle esta carta; porque es mujer muy del conocimiento de la señorita Ana Page; y la carta es para pedirle que haga presentes á esta señorita los deseos de vuestro amo. Id desde luégo, os lo encarezco. Yo iré á acabar mi comida, pues faltan aún las manzanas y el queso.

(Salen.)
ESCENA III.
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran FALSTAFF, el POSADERO, BARDOLFO, NYM, PISTOL y ROBIN.


Falstaff.—Posadero mío de la Liga...

Posadero.—¿Qué dice mi enredista matasiete? Hablad con discreción y finura.

Falstaff.—En verdad, posadero mío, que tengo que despedir á algunos de mis secuaces.

Posadero.—Despedidles, mi valeroso Hércules: echadles; que tomen el portante. Al trote, al trote.

Falstaff.—Me cuesta el albergue diez libras por semana.

Posadero.—Eres un emperador, César, Czar y cavilante. Tomaré á Bardolfo. Escanciará los barriles y manejará sus llaves. ¿Está bien dicho, bravo Héctor?

Falstaff.—Hacedlo en buen hora, amigo posadero.

Posadero.—Está dicho. Que me siga. Quiero ver la espuma y la cal. No tengo más que una palabra. Sígueme.

Falstaff.—Bardolfo, vé con él. Es buen oficio el de mozo de taberna. Una capa vieja hace un nuevo coleto, y un criado gastado hace un nuevo mozo de taberna. Vete. Adios.

Bardolfo.—Es un género de vida que deseaba, y he de prosperar en él.

(Sale Bardolfo.)

Pistol.—¡Oh miserable bohemio! ¿Y quieres manejar las espitas?

Nym.—En borrachera fué engendrado. ¿No es natural su gusto? No tiene una mente heróica, y de allí el que tenga aquel instinto.

Falstaff.—Me alegro de haberme desembarazado de tal caja de yesca. Sus robos eran demasiado descarados. Su manera de hurtar se parece al canto de un mal aficionado: no guarda tiempo ni compás.

Nym.—Lo exquisito es robar en un solo minuto de descanso.

Pistol.—Sutileza, que no robo, es el nombre que dan á esto las gentes sensatas. ¡Robo! Mala peste cargue con la palabra.

Falstaff.—Bien, señores, pero estoy ya en el último apuro. Es necesario que me ingenie, que aguee el majín para encontrar medios. Tiene que ser.

Pistol.—Los buitres jóvenes necesitan alimento.

Falstaff.—¿Quién de vosotros conoce á Ford, de esta ciudad?

Pistol.—Conozco al individuo. No es de mala sustancia.

Falstaff.—Honrados muchachos míos, voy á deciros lo que tengo en perspectiva.

Pistol.—Las dos yardas ó más que tenéis de circunferencia.

Falstaff.—Nada de bromas ahora, Pistol. En verdad que me veo con el agua á las narices; y a pesar de mis dos yardas de redondez no puedo redondearme. Así, estoy por ver de medrar y no de quedarme con un palmo de narices. En una palabra: me propongo enamorar á la esposa de Ford. Entreveo disposición de su parte. Discurre, trincha, dirige miradas tentadoras. Puedo interpretar la acción de su estilo familiar, y la más sólida expresión de su conducta, puesta en buen inglés, dice: «Soy de sir Juan Falstaff.»

Pistol.—La ha estudiado bien: la ha traducido bien: de la honestidad al inglés.

Nym.—Hondo me parece el fondeadero. ¿Morderá ahí el ancla?

Falstaff.—Corre la voz de que es ella quien maneja los cordones de la bolsa de su marido. Tiene legiones de ángeles en oro sellado.

Pistol.—Que llaman á otros tantos diablos. «Á ella, muchacho!» es lo que digo yo.

Nym.—El buen humor toma creces: excelente cosa. Poned de buen humor conmigo á esos ángeles.

Falstaff.—Aquí tengo una carta que le he escrito; y he aquí otra para la esposa de Page, que acaba de ponerme ahora mismo los ojos dulces y ha examinado minuciosamente y como persona experta cuanto puede haber en mí. Sus miradas, como rayos de oro, brillaban revisando ya mi pié, ya mi majestuoso talle.

Pistol.—Entonces podéis decir que el sol brillaba sobre el estercolero.

Nym.—Te felicito por esa jovialidad.

Falstaff.—¡Oh! Pues recorrió todo mi exterior con intención tan manifiesta, que el fuego del deseo en sus ojos parecía quemarme como un lente puesto al sol. He aquí otra carta para ella. También ella maneja la bolsa: es una región de la Guayana: toda oro y liberalidades. Explotaré á una y otra, y serán mi tesorería. Las tendré como á mis Indias Orientales y Occidentales, y comerciaré con ambas. Vé y lleva tú esta carta á la señora Ford; tú, esta á la señora Page. Prosperaremos, muchachos, prosperaremos.

Pistol.—¿Y he de volverme un Mercurio, un Pandarus de Troya, yo que llevo un acero al cinto? No: vaya todo al diablo!

Nym.—No quiero bajezas en la broma. Ea! Tomad la carta. Yo he de conservar una conducta reputable.

Falstaff.—Aquí, muchacho (á Robin.) Lleva tú estas cartas, y sal como mi bajel hacia esas playas doradas. Y vosotros ¡bribones! fuera de aquí! lejos! Pasad como el granizo. Trabajad, surcad el suelo con los talones, buscad albergue, marchaos! Falstaff quiere acomodarse al espíritu de la época, y medrar á la francesa ¡bribones! para mí y para mi paje galoneado.

(Salen Falstaff y Robin.)

Pistol.—Que los buitres te roan las entrañas! Siempre son buenos los dados cargados y la botella, porque arriba y abajo seducen al rico y al pobre. Yo tendré llenos de testones los bolsillos, mientras tú carecerás de ellos, vil turco frigio!

Nym.—Algo me bulle en la cabeza, como sugerido por el deseo de venganza.

Pistol.—¿Quieres vengarte?

Nym.—Por el cielo y su estrella.

Pistol.—¿Por astucia, ó por acero?

Nym.—Con uno y otra. Yo conversaré con Page sobre la fantasía de este amor.

Pistol.—Y yo revelaré igualmente á Ford, cómo Falstaff, vil bribón, tratará de seducir á su paloma, robarle su oro y deshonrar su lecho.

Nym.—No desmayará mi encono. Induciré á Page á que se sirva del veneno: haré que lo posean los celos, porque la sublevación del ánimo altivo es peligrosa. Tal es mi verdadero anhelo.

Pistol.—Eres el Marte de los descontentos, y yo te secundo. Vamos adelante.

(Salen.)
ESCENA IV.
Cuarto en casa del doctor Caius.
Entran la señora APRISA, SIMPLE y RUGBI.

Aprisa.—¿Oyes, Juan Rugbi? Te ruego que vayas á la puerta-ventana, y veas si puedes divisar á mi señor, el señor doctor Caius, en camino hacia aquí; pues á fe mía, que si llega y encuentra á alguien en la casa, ya tendrán que pagarlo la paciencia de Dios y el idioma del rey.

Rugbi.—Voy á hacer de centinela.

(Sale.)

Aprisa.—Vé, que por ello tendremos una buena colación temprano en la noche, te lo prometo, al último calor del carbón de piedra. Es un mozo honrado, servicial y bondadoso como el mejor sirviente que jamás pisó casa alguna. Y os aseguro que no es chismoso, ni pendenciero. Su peor falta es ser dado á rezos, y á veces es testarudo en esto; pero no hay quien no tenga algún defecto. Así, no hagamos caudal de ello. ¿Decís que vuestro nombre es Pedro Simple?

Simple.—Sí, á falta de otro mejor.

Aprisa.—¿Y el señor Slender es vuestro amo?

Simple.—Sí, ciertamente.

Aprisa.—¿No lleva unas grandes barbas redondeadas como la cuchilla de los guanteros?

Simple.—No, en verdad. Tiene una carita escuálida con un poquito de barba amarillenta, barba color de Caín.

Aprisa.—Hombre de espíritu apocado: ¿no es así?

Simple.—Muy cierto; pero tan apto para hacer valer sus manos como cualquiera. Se ha batido con un guarda-caza.

Aprisa.—¿Qué decís? ¡Oh, ya debería recordarlo! ¿No lleva muy erguida la cabeza y se pone tieso al caminar?

Simple.—Exactamente, así es como hace.

Aprisa.—Bien. No envíe el cielo peor fortuna á Ana Page. Decid al señor cura Evans que haré por vuestro señorito cuanto pueda. Ana es una buena doncella, y quiero.....

(Vuelve á entrar Rugbi.)

Rugbi.—Idos. ¡Ay! aquí viene mi amo.

Aprisa.—Seremos exterminados todos. Corred allí, buen joven, meteos en ese armario. (Encierra á Simple en el armario.) No permanecerá mucho rato. ¡Hola! Juan Rugbi. Juan, digo! ¡Ea, Juan! Vé á averiguar del señor. Temo que haya enfermado, pues no le veo venir á casa.

(Canta.)
Y abajo, abajo, abajo.
(Entra el doctor Caius.)

Caius.—¿Qué cantáis ahí? No me gustan estos pasatiempos. Id y traed de mi armario un boitier verr', una caja, una caja verde. ¿Oís lo que digo? Una caja verde.

Aprisa.—Sí, ciertamente, os la traeré. (Aparte.) Me alegro de que no se le ocurriera ir en persona. Á haber encontrado al joven, se habría puesto loco de ira.

Caius.—Uf! Á fe mía que hace demasiado calor. ¡Me voy á la corte. El gran negocio!

Aprisa.—¿Es esta, señor?

Caius.—Sí: ponedla en mi bolsillo. Despachad pronto. ¿Dónde está el bellaco Rugbi?

Aprisa.—¡Hola! Juan Rugbi! Juan!

Rugbi.—Estoy aquí, señor.

Caius.—Eres un Juan Rugbi y un animal Rugbi. Ea! Toma tu sable y ven á la corte pisándome los talones.

Rugbi.—Está listo, señor, aquí en el pórtico.

Caius.—Por vida mía, que demoró demasiado. ¿De qué me olvido? ¡Ah! Allí hay unos medicamentos en el armario. No quisiera olvidarlos por nada de este mundo.

Aprisa.—¡Ay, Dios mío! Va á encontrar allí al mozo, y se pondrá como un vive Cristo!

Caius.—¡Diablo! diablo! ¿Qué hay en mi armario? (Sacando afuera á Simple.) ¡Villano! ¡ladrón! Rugby, mi espada!

Aprisa.—Señor, tranquilizaos.

Caius.—¡Pues hay de qué estar tranquilo!

Aprisa.—Este es un mozo honrado.

Caius.—¿Y qué tienen que hacer los hombres honrados dentro de mi armario? Ningún hombre honrado tiene á qué venir á mi armario.

Aprisa.—Os conjuro para que no seáis tan flemático. Escuchad la verdad. Él vino donde yo con un recado del cura Hugh Evans.

Caius.—¿Y bien?

Simple.—Sí, en conciencia; para rogarle que.....

Aprisa.—Paz, os ruego.

Caius.—Paz á tu lengua. Dime el cuento tú.

Simple.—Á rogar á esta honrada señora, vuestra doncella, que intercediese para con la señorita Ana Page en favor de mi amo, á fin de hacer el matrimonio.

Aprisa.—Eso es todo, ciertamente. Pero no meteré yo la mano al fuego, ni necesito hacerlo.

Caius.—¿Es sir Hugh quien os ha enviado? Dame un poco de papel, Rugbi. Y vos esperad un momento.

(Escribe.)

Aprisa.—Harto me alegro de que esté tan tranquilo. Si se hubiese impresionado mucho, ya le habríais oído poner el grito en el cielo, y con poca jovialidad. Sin embargo, haré por vuestro amo cuanto pueda; pero el sí y el no dependen de mi amo el doctor francés. Y digo mi amo, porque, ya lo véis, estoy encargada de su casa, lavo la ropa, hago el pan, preparo la comida, pongo la mesa, hago la cama, la deshago, y tengo que hacerlo todo.

Simple.—Pues debéis tener bastante peso sobre los brazos.

Aprisa.—¿No os parece? Ya veréis si es una carga pesada. Levantarse á la madrugada y acostarse tarde. Pero no obstante (os lo digo en secreto, pues no deseo que se hable de ello), mi amo en persona está enamorado de la señorita Ana Page; pero á pesar de todo, yo conozco la mente de la señorita: ella no piensa en el uno ni en el otro.

Caius.—Vé, galopín; entrega esta carta á sir Hugh. ¡Voto á sanes! Es un cartel de desafío. Le cortaré el pescuezo en el parque, y enseñaré á este ganapán de cura á entrometerse en lo que no le atañe. Marchaos: no tenéis que hacer aquí. ¡Vive Dios! Que he de cortarlo en dos, y no le dejaré ni manos para tirar una piedra á su perro.

(Sale Simple.)

Aprisa.—El infeliz no habla sino por su amigo.

Caius.—Eso nada importa. ¿No me decís que Ana Page ha de ser mía? Por vida de...! que he de matar á ese intruso clérigo, y ya he encargado al posadero de la Liga que mida nuestras armas. Por mi alma, que he de tener á Ana Page para mí solo!

Aprisa.—Señor, la damisela os ama, y todo irá bien. Debemos dejar hablar á las gentes. ¡Pues no faltaba más!

Caius.—Rugbi, ven conmigo á la corte. Por mi vida, que si no tengo á Ana Page, te planto en la puerta de la calle. Sígueme, Rugbi. (Salen Caius y Rugbi.)

Aprisa.—Lo que tienes es una cabeza de imbécil. No, demasiado bien conozco á Ana Page; ni hay en Windsor quien sepa sus intenciones mejor que yo; ni, gracias á Dios, quien haga más que yo por ella.

Fenton.—(Desde adentro.) Hola! ¿Hay alguien en la casa?

Aprisa.—¿Quién está ahí? Acercaos, os ruego.

(Entra Fenton.)

Fenton.—¿Qué tal, buena mujer? ¿Te sientes bien?

Aprisa.—Lo mejor que su señoría puede desearme.

Fenton.—¿Qué nuevas? ¿Cómo está la bella señorita Ana Page?

Aprisa.—Y por cierto, señor, que es bella y gentil y honrada; y, lo diré de paso, buena amiga vuestra, gracias sean dadas al cielo.

Fenton.—¿Te parece que haré cosa de provecho? ¿No perderé mi tiempo en cortejarla?

Aprisa.—En verdad, señor, que todo depende de la voluntad del que está arriba; pero puedo jurar sobre un libro, que os ama. ¿No tiene vuestra señoría un pequeño lunar encima del ojo?

Fenton.—Ciertamente que sí. ¿Y bien?

Aprisa.—Pues en ello hay todo un cuento. ¡Qué alegre humor el de Ana! Pero, jamás probó pan una doncella más honesta! Una hora entera hablamos ayer de ese lunar. Estoy seguro de que nadie sino ella sería capaz de hacerme reir. Pero, en verdad, es muy propensa á la melancolía y los ensueños; á no ser por vos. Bien; adelante.

Fenton.—Bueno. La veré hoy. He aquí un poco de dinero para ti. Háblale en favor mío, y si la ves antes que yo, salúdala á mi nombre.

Aprisa.—¿Que si lo haré? Ya lo creo que sí. Y diré á vuestra señoría algo más sobre el lunar la próxima vez que podamos hablar confidencialmente; y también de otros pretendientes.

Fenton.—Bien: adios. Estoy muy de prisa en este momento.

(Sale.)

Aprisa.—Dios acompañe á vuestra señoría. Honrado caballero, en verdad; pero Ana no le ama; pues yo conozco su mente tanto como quien más. Acabemos de una vez. ¿Qué se me olvida?

(Sale.)




ACTO II.

ESCENA I.
Delante de la casa de Page.
Entra la señora PAGE con una carta.
SEÑORA PAGE.

C

ómo! ¿En los alegres días de mi belleza habré escapado á las cartas de amor, y me veré ahora expuesta á ellas? Veamos:—«No me preguntéis por qué os amo, pues aunque el amor toma á la razón por su médico, jamás lo ha tomado por consejero. Ya no estáis en la primavera de la juventud ni yo tampoco, y he ahí un motivo de simpatía. Sois alegre y también lo soy. Pues más simpatía por ello. Gustáis del jerez seco y yo también. ¿Quisiérais mayores causas de simpatía? Sea suficiente para ti (si al menos el amor de un soldado puede ser suficiente) el saber que te amo. No diré compadécete de mí, porque no es frase que cuadre bien á un soldado. Pero diré «ámame.»

»Tu caballero leal
»que irá á combate mortal
»por tu amor,

»y que con luz ó sin luz
»se hará romper el testuz
»por tu favor,
 Juan Falstaff

¿Qué Herodes de Judea es este? ¡Oh mundo bellaco, pícaro mundo!
Echarla de joven y galante quien se está desmoronando de puro viejo! ¿Qué acto inmeditado ha podido sorprender en mi conversación y trato, este flamenco borracho, que así se atreve á emprender conmigo? Pues si apenas ha estado tres veces en mi sociedad! ¿Qué decirle? Entonces me contenía para no reirme, ¡Dios me perdone! Presentaré una moción, para que llevada al Parlamento sirva de freno á los hombres. ¿Cómo haré para vengarme? Porque de vengarme tengo, tan cierto como que él tiene de budín las entrañas.
(Entra la Sra. Ford.)

Sra. Ford.—¡Señora Page! Creedme que iba á vuestra casa.

Sra. Page.—Y yo os aseguro que me dirigía á la vuestra. Tenéis el aire de estar sufriendo mucho.

Sra. Ford.—No por cierto, no lo creeré nunca. Tengo algo que mostrar en prueba de lo contrario.

Sra. Page.—Pues á fe mía, que para mi modo de ver parecéis muy enferma.

Sra. Ford.—Bueno: que sea como decís. Pero dije que puedo mostrar algo para probar lo contrario. ¡Oh señora Page; aconsejadme!

Sra. Page.—¿De qué se trata, mujer?

Sra. Ford.—¡Oh mujer! ¡Á qué alto honor podría yo llegar, si no fuera por un frívolo escrúpulo de respeto!

Sra. Page.—Pues vaya enhoramala el escrúpulo y echad mano de ese honor. Bagatelas á un lado. ¿Qué cosa es?

Sra. Ford.—Podría entrar en la orden de la caballería, con sólo consentir en irme á los infiernos por una eternidad, ó una friolera semejante.

Sra. Page.—¡Cómo! ¡Tú mientes! ¡Sir Alicia Ford! Estos caballeros son todos unos benditos y así no deberías alterar la condición de tu alcurnia.

Sra. Ford.—Perdemos lastimosamente el día. Leed esto, leed y contemplad el modo como puedo alcanzar la orden de caballería. Mientras me venga á las mientes el observar la diferencia en los gustos de los hombres, pensaré lo peor acerca de los gordos. Sin embargo, él no habría dicho un juramento por nada del mundo: ensalzaba la modestia de las mujeres, y era tan ordenado y circunspecto en su reprobación de todas las inconveniencias, que yo habría jurado á favor de la entera consonancia entre sus sentimientos y sus palabras. Pero la verdad es que unos y otras no concuerdan mejor que el miserere de los salmos con la tonada de «las mangas verdes.» ¿Qué borrasca hizo que esta ballena con cien toneladas de aceite en la barriga, viniese á varar en Windsor? ¿Cómo me vengaré de él? Se me ocurre que lo mejor sería entretenerle con esperanzas, hasta que el diabólico fuego de la lujuria le hiciera derretirse en su propia grasa. ¿Quién ha oído jamás cosa semejante?

Sra. Page.—Carta por carta; pero los nombres, Page y Ford, son diferentes. He aquí, para consuelo tuyo en este misterio de malos pensamientos, la hermana gemela de tu carta; pero que la tuya sea la primer nacida y la natural heredera, pues protesto que la mía no lo será jamás. Respondo de que él tiene un millar de estas cartas con el blanco necesario para llenarlo con nombres diferentes; y estas son de la segunda edición. Sin duda alguna las hará imprimir, pues no le importa lo que ponga en prensa, desde que querría ponernos á nosotras dos. Por lo que á mí respecta, más me gustaría ser un gigante, una mujer Titán y tener sobre mí el monte Pelión. Verdaderamente que antes podría encontrar veinte tortugas lascivas que un hombre casto.

Sra. Ford.—Pues por cierto que son las cartas en todo iguales. La misma escritura, las mismas palabras. ¿Qué ha pensado de nosotras este hombre?

Sra. Page.—No lo sé, en verdad. Tentada estoy casi de armar quimera á mi propia honradez. Seguramente me tendré yo misma en el concepto que tendría de mí quien ignorase completamente lo que soy; pues á menos que haya descubierto él en mí algún lado débil que yo misma no conozco, jamás habría podido tener la audacia de abordarme de semejante modo.

Sra. Ford.—¿Llamáis á esto abordaje? Pues ya lo he de poner yo suspendido sobre cubierta.

Sra. Page.—Yo haré otro tanto. Venguémosnos de él; démosle una cita; aparentemos alentarlo en sus galanteos; y con una demora gradual y suave, llevémosle hasta que empeñe sus caballos al posadero de la Liga.

Sra. Ford.—Mientras no sea empañando el lustre de nuestra honestidad, consiento en cualquiera bellaquería contra él. ¡Oh, si hubiese visto esta carta mi marido! Habría sido un alimento eterno para sus celos!

Sra. Page.—Pues mírale ahí que viene; y mi buen esposo con él. Tan distante está de tener celos, como yo de darle causa para ellos; y esto, me atrevo á decirlo, es una distancia inconmensurable.

Sra. Ford.—De las dos, sois la más feliz.

Sra. Page.—Consultemos juntas acerca de ese gordo caballero. Venid conmigo.

(Se retiran.—Entran Ford, Pistol, Page y Nym.)

Ford.—Bueno: espero que no será así.

Pistol.—Espero es en muchos negocios un perro sin cola, un carro sin ruedas. Sir Juan es aficionado á tu esposa.

Ford.—Pero, hombre! si mi esposa no es joven!

Pistol.—El hace la corte á la dama y á la fregona, á la rica y á la pobre, á la joven y á la vieja, una tras otra, ó dos ó más á la vez. Le gusta la variedad. Ponte en guardia, Ford.

Ford.—¡Ama á mi mujer!

Pistol.—Con un calor de quemarse. Toma tus precauciones, ó te vas á encontrar de repente como aquel sir Acteón, que tenía al otro sobre los talones. ¡Oh, y qué nombre tan odioso!

Ford.—¿Qué nombre, si gustáis?

Pistol.—El nombre de cuerno. Adios. Para mientes y abre el ojo, pues de noche es cuando los ladrones están en pié. Y no esperes hasta que llegue el verano y empiecen los cuclillos á repetir la cantinela. En marcha, señor cabo Nym. Créele, Page; te habla en razón.

Ford.—Tendré paciencia hasta descubrir lo que haya en esto.

Nym.—Y es la verdad. No gusto de mentiras. Hízome agravio en algunos caprichos. Yo debía haber llevado aquella pícara carta á vuestra esposa; pero tengo una espada que me ayudará á satisfacer mi necesidad. Lo que hay en todo esto es que él ama á vuestra esposa; y lo digo y lo sostengo, como que mi nombre es Nym. Es la verdad, y Nym me llamo, y Falstaff anda enamorado de vuestra esposa. Adios. No me antojo de venderme por pan y queso, y es toda la fantasía que hay en ello.

(Sale Nym.)

Page.—«La fantasía que hay en ello,» ha dicho. Vaya un mozo capaz de volver la fantasía en sandez.

Ford.—Buscaré á Falstaff.

Page.—Jamás he oído á un bribón tan relamido y tan pesado.

Ford.—Si descubro esto, veremos.

Page.—Yo no daría fe á semejante charlatán, así respondiera por él el cura del pueblo.

Ford.—Hablaba como hombre de seso y de buena índole. Veremos.

Page.—¿Tú por aquí, Margarita?

Sra. Page.—¿Á dónde váis, Jorge? Escuchad.

Sra. Ford.—¿Qué ocurre, querido Frank? ¿Por qué estás melancólico?

Ford.—¡Melancólico! No: no estoy melancólico. Volved á casa, id.

Sra. Ford.—Juraría que tienes ahora alguna cavilación que te calienta el cerebro. ¿Queréis venir, señora Page?

Sra. Page.—Soy con vos. Vendréis á comer, Jorge. Ved quien llega. (Aparte á La señora Ford.) Ella será nuestro mensajero para el caballero bellaco.

(Entra la señora Aprisa.)

Sra. Ford.—Confiad en mí. Yo había pensado en ella, y es muy apta para el caso.

Sra. Page.—¿Venís á ver á mi hija Ana?

Aprisa.—Ciertamente, y os ruego me digáis ¿cómo está la señorita Ana?

Sra. Page.—Venid con nosotras y la veréis. Tenemos que conversar largamente con vos.

(Salen la señora Page, señora Ford y señora Aprisa.)

Page.—¿Qué tal, señor Ford?

Ford.—¿Oísteis lo que me dijo aquel bribón, no es verdad?

Page.—Sí; ¿y oísteis lo que me dijo el otro?

Ford.—¿Creéis que hablan de buena fe?

Page.—El diablo cargue con ellos. ¡Esclavos! No pienso que el caballero propusiera tal cosa; pero estos que le acusan de malas intenciones respecto de nuestras esposas, son una pareja de criados despedidos, que se hacen aún más pícaros ahora que se ven sin servicio.

Ford.—¿Eran sirvientes suyos?

Page.—Sí que lo eran.

Ford.—Pues razón de más para que la cosa me guste menos. ¿Se hospeda en la Liga?

Page.—Allí mismo. Si tal propósito abrigara él acerca de mi esposa, yo se la dejaría accesible sin estorbo alguno; y si consiguiera de ella otra cosa que una buena reprimenda, que me la claven en la frente.

Ford.—Yo no desconfío de mi mujer; pero se me haría pesado dejarlos entregados á sí solos. Puede pecar un hombre por exceso de confianza; y no quisiera yo, por cierto, que me clavaran nada en la frente. No es así como puedo quedar satisfecho.

Page.—He ahí á nuestro pomposo posadero de la Liga, que se acerca. Ó tiene vino en la testa, ó dinero en la bolsa, cuando parece tan alegre. ¿Cómo va, posadero mío?

(Entran el posadero y Pocofondo.)

Posadero.—¡Hola, mi gran picarón! Tú eres un caballero; caballero juez, digo.

Pocofondo.—Soy con vos, mi buen posadero. Buenas tardes, excelente señor Page, una y veinte veces. ¿Querríais venir con nosotros? Tenemos entre manos un pasatiempo.

Posadero.—Contadle, caballero juez, contadle, gran tuno!

Pocofondo.—Pues, señor, hay un duelo pendiente entre el señor Hugh, párroco galo, y el doctor francés Caius.

Ford.—Bien, amigo posadero de la Liga. Deseo hablaros una palabra.

Posadero.—¿Qué dices, gran bribonazo mío?

(Se van á un lado.)

Pocofondo.—(A Page.) ¿Queréis venir con nosotros á presenciar el lance? Mi alegre posadero ha tenido el encargo de medir las armas; y, á lo que pienso, les ha señalado sitios opuestos, porque, creedme, sé que el párroco no es hombre de gastar bromas. Escuchad y os diré en qué consiste nuestro juego.

Posadero.—¿Tienes algo contra mi campeón, mi caballero huésped?

Ford.—Nada, por vida mía; pero os obsequiaré con una botella de Jerez rancio si me introducís á él diciéndole que mi nombre es Brook. Es una mera chanza, pura jovialidad.

Posadero.—Venga esa mano, mi bravo. Tendrás entrada y salida francas. ¿Es bien dicho? Y te llamarás Brook. Es un caballero jovial. ¿Queréis venir, corazones míos?

Pocofondo.—Soy con vos, amigo posadero.

Page.—He oído decir que el francés maneja bien su espada.

Pocofondo.—Bah! Más podría yo decir. En estos tiempos todo se vuelve distancias, y pases, y estocadas, y qué sé yo qué más. Pero el asunto es el valor, señor Page, es el corazón aquí, aquí. Hubo tiempo en que con mi espada larga os habría hecho, á los cuatro gallardos mozos que sois, escabulliros como ratoncillos.

Posadero.—Vamos, muchachos, vamos. ¿Hemos de eternizarnos aquí?

Page.—Á vuestras órdenes. Preferiría una disputa entre ellos á una lucha.

(Salen el Posadero, Pocofondo y Page.)

Ford.—Aunque Page es loco de remate y descansa con tanta seguridad en la fidelidad de su esposa, yo no puedo prescindir de mi opinión tan fácilmente. Ella estuvo en compañía de él en casa de Page, y no se me alcanza lo que harían allí. Bueno, examinaré esto más de cerca. Tengo un disfraz para sondear á Falstaff. Si encuentro que es honrada no habré perdido mi trabajo; y si resulta que no lo es, será trabajo bien empleado.

(Sale.)
ESCENA II.
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran FALSTAFF y FISTOL.

Falstaff.—No te prestaré ni siquiera un penique.

Pistol.—Pues entonces haré del mundo una ostra y la abriré con mi espada. Devolveré la suma en equipos.

Falstaff.—Ni un penique. He tenido á bien dejaros tomar mi nombre para que tomaseis dinero sobre prendas. He atormentado a mis amigos para que vos y vuestro compinche Nym obtuviérais tres prórrogas; ó de lo contrario habríais tenido que ir á parar tras de las rejas, como un par de monos enjaulados. Tengo el alma condenada al infierno, por haber jurado á caballeros amigos míos, que erais buenos soldados y bravos mozos, y cuando la Sra. Bridget perdió el mango de su abanico, respondí sobre mi honor de que tú no lo habías tomado.

Pistol.—¿Y no tuviste tu parte? ¿No recibiste quince peniques?

Falstaff.—Reflexiona, bribón, reflexiona. ¿Te imaginas que he de poner mi alma en peligro, gratis? En una palabra, no procures estar colgado de mí, que no he nacido para ser el patíbulo en que te han de colgar. Vete. Una cuchilla poco larga y un poco de muchedumbre, te hacen falta. Vete á tus dominios de Pickthatch, vete. No queríais llevar una carta mía, bribón! Hacéis punto de honor! Por vida mía, has de saber tú, insondable bajeza, que lo más que puedo hacer yo mismo es mantener íntegras las circunstancias de mi honor. Yo, yo, yo mismo, algunas veces, dejando el temor al cielo en mi mano izquierda, y ocultando en la necesidad mi honor, me veo precisado á buscar astucias, á acechar, á sorprender; y sin embargo vos pretendéis esconder vuestros harapos, vuestra figura de gato montés, vuestros dicharachos y vuestros brutales juramentos, bajo la capa de vuestro honor! No, no lo haréis nunca!

Pistol.—Cedo. ¿Qué más podéis exigir de un hombre?

(Entra Robin.)

Robin.—Señor, hay aquí una mujer que desea hablaros.

Falstaff.—Déjala entrar.

(Entra la Sra. Aprisa.)

Aprisa.—Buenos días á vuestra señoría.

Falstaff.—Así los tengas, buena esposa.

Aprisa.—No de esa manera, si place á vuestra señoría.

Falstaff.—Pues entonces, buena doncella.

Aprisa.—Y que podría jurarlo, como mi propia madre cuando me dió á luz.

Falstaff.—Lo creo aun sin juramento. ¿Qué se ofrece conmigo?

Aprisa.—¿Me permitirá su señoría hablarle una palabra ó dos?

Falstaff.—Dos mil, honrada mujer, y te concedo audiencia.

Aprisa.—Señor, hay una señora Ford—os ruego que vengáis un poquito más cerca.—Yo resido en casa del Dr. Caius.

Falstaff.—Bueno. Adelante. Decíais que la señora Ford.....

Aprisa.—Mucha verdad dice vuestra señoría. Os suplico que os acerquéis un poquito más.

Falstaff.—Te aseguro que nadie nos escucha. Esas gentes son de mi servicio: de mi servicio.

Aprisa.—¿En verdad? Dios los bendiga y los haga buenos servidores suyos.

Falstaff.—Bien; pero ¿qué, á propósito de la señora Ford?

Aprisa.—Por mi vida, señor, que es una criatura inmejorable, un alma de Dios! ¡Ay señor! ¡Ay señor! Y qué travieso es vuestra señoría! En fin, que el cielo nos perdone, á vos y á todos nosotros!

Falstaff.—La señora Ford..... Vamos al caso. La señora Ford.....

Aprisa.—Pues allá va todo el asunto en dos palabras. Le habéis trastornado la cabeza de una manera asombrosa! No podría haberlo conseguido el mejor de cuantos galanes luce la corte cuando viene á Windsor. Y os aseguro que han venido caballeros y lores, uno tras otro, en sus carruajes. Os lo aseguro, coche tras coche, carta tras carta, presente tras presente, y todo tan lleno de olor de algalia y tan envuelto en oro y seda, y con mensajes en tan elegantes términos y tan almibarados con la más fina y mejor azúcar, que no habría habido corazón de mujer capaz de resistir. Pues á pesar de todo, os garantizo que no consiguieron ni una guiñada. Yo misma recibí esta mañana un obsequio, veinte ángeles; pero desafío á todos los ángeles á que consigan nada por otro camino que la honradez. Ni el más encopetado de todos logró alcanzar de ella, vamos, lo que es un sorbo de una taza; y eso que había condes, y lo que es aún más, pensionistas! Pero os aseguro que con ella todo sale á lo mismo.

Falstaff.—Pero ¿qué dice de mí? Sed lacónica, mi señora Mercurio.

Aprisa.—Por cierto que recibió vuestra carta, por la cual os da mil veces las gracias, y desea que tengáis aviso de que su esposo estará fuera de casa entre las diez y las once.

Falstaff.—¿Entre diez y once?

Aprisa.—Sí, exactamente. Y en ese tiempo podréis ir á ver la pintura que sabéis, y su esposo, el señor Ford, no estará en casa. ¡Ay! ¡qué vida lleva la pobrecita con él! Es un hombre tan celoso, que la hace pasar la mar á pié, como dicen. ¡Pobre palomita!

Falstaff.—Entre diez y once. Preséntale mis cumplimientos. No dejaré de ser puntual á la cita.

Aprisa.—Muy bien dicho; pero tengo otro mensaje para vuestra señoría. La señora Page os presenta también sus más afectuosos cumplimientos—y dejad que os lo diga muy en secreto—es una esposa recatada y virtuosa, como la mejor que pueda haber en Windsor, y que jamás falta al rezo de la mañana y de la tarde. Me ha pedido decir á vuestra señoría, que su marido sale muy raras veces de casa, pero que tiene ella la esperanza de que no faltará una oportunidad. Jamás, en los días de mi vida, he visto á una mujer tan apasionada de un hombre. Seguramente tenéis alguna magia para encantarlas.

Falstaff.—Os aseguro que no. Fuera del natural atractivo en mi persona, no tengo encantos.

Aprisa.—Pues Dios os bendiga por ellos, mi feliz señor!

Falstaff.—Sólo te ruego que me digas esto: ¿saben la esposa de Ford y la de Page, cada una, que la otra está enamorada de mí?

Aprisa.—Pues bonita la habríamos hecho! Espero que no son tan estúpidas. Por cierto que eso no habría sido sino una treta. Pero la señora Page desea que á todo trance le enviéis á vuestro pajecito. Su esposo tiene un afecto singular hacia éste, y os aseguro que el señor Page es todo un hombre de bien. No hay en Windsor esposos mejor avenidos; como que él hace lo que ella quiere, dice lo que se le antoja, toma cuanto le pide y paga cuanto toma: se acuesta cuando ella lo desea, se levanta cuando se lo dice, y en todo y por todo no se hace en la casa sino lo que ella ordena. Y en verdad que lo merece; porque si hay en Windsor una excelente mujer, es ella. Debéis enviarle vuestro paje, no hay remedio.

Falstaff.—Por supuesto que lo haré.

Aprisa.—Bien; pues manos á la obra. Pero mientras él hace el corre-vé-y-díle entre vosotros dos, cuidad de que haya siempre una excusa ó pretexto ostensible, para que comprendiendo vosotros vuestra buena intención, él no pueda caer en sospecha alguna, pues no está bien que los muchachos entren en malicia. Los viejos, como sabéis, tenemos discreción y conocemos el mundo.

Falstaff.—Adios. Hazme presente á las dos señoras. He aquí mi bolsa, y todavía me reconozco por deudor tuyo. Muchacho, vé con esta mujer. ¡Esta noticia me tiene aturdido!

(Salen la señora Aprisa y Robin.)

Pistol.—Esta galera vieja es uno de los mensajeros de Cupido. Forcemos velas, démosle caza, vamos al abordaje, hagamos fuego y será mía la presa, ó que el Océano nos trague á todos!

(Sale Pistol.)

Falstaff.—¿Con que esas tenemos, mi viejo Falstaff? Sigue adelante, que todavía sacaré de tu viejo cuerpo más que en los tiempos pasados. ¿Todavía te persiguen ellas? Y después de tanto dinero perdido, ¿vas á entrar ahora en ganancias? Gracias, cuerpo mío. Que digan enhorabuena que ha sido hecho groseramente. Con tal de que se gane bastante, ¿qué importa?

(Entra Bardolfo.)

Bardolfo.—Señor Juan, hay abajo un señor Brook que desea hablaros y entrar en relación con vos, y ha enviado para vuestra señoría una bota de jerez seco.

Falstaff.—¿Dices que se llama Brook?

Bardolfo.—Sí, señor.

Falstaff.—Hazle venir. (Sale Bardolfo.) Esta clase de Brooks, que derrama semejante licor, es siempre bienvenida. Ah! ah! Señora Ford, señora Page, ¿no os he atrapado mal, eh? Adelante, adelante, via!

(Vuelve á entrar Bardolfo, con Ford disfrazado.)

Ford.—Dios os guarde, señor.

Falstaff.—Y á vos. ¿Deseáis hablar conmigo?

Ford.—Temo ser demasiado audaz, presentándome en vuestra casa sin preparativo alguno.

Falstaff.—Sois bien venido. ¿Qué deseáis? Retírate, mozo.

(Sale Bardolfo.)

Ford.—Soy un caballero que ha gastado excesivamente. Me llamo Brook.

Falstaff.—Mi buen señor Brook, me alegraré de conoceros más íntimamente.

Ford.—El mismo deseo me anima respecto de vos; pues debo declararos que me considero en mejor situación que la vuestra para prestar dineros. Y esto me ha animado un tanto á entrar aquí inoportunamente, como un intruso; pero dicen que cuando el dinero hace veces de introductor, todas las puertas se abren.

Falstaff.—El dinero es un valeroso soldado, que siempre sale adelante en sus empresas.

Ford.—Por cierto. Y he aquí que tengo este saco de dinero que me molesta; y si queréis, señor Juan, tomar todo ó la mitad de él, ese peso menos tendré que llevar.

Falstaff.—No sé en verdad, señor, cómo podré merecer el ayudaros de este modo.

Ford.—Os lo diré si queréis escucharme.

Falstaff.—Hablad, mi buen señor Brook. Me encantará ser vuestro auxiliar.

Ford.—Dicen que sois instruído. Por tanto, seré lacónico. Os conozco de tiempo atrás, aunque nunca haya tenido tan buena ocasión como deseaba para entrar en relación con vos. Y ahora debo haceros una revelación que pondrá al descubierto muchas de mis imperfecciones; pero, buen sir Juan, si fijáis la vista en mis locuras, á medida que os las refiera, acordaos al mismo tiempo de echar una mirada á las vuestras, á fin de que me sea menos penosa la censura, sabiendo que vos mismo conocéis cuán fácil es caer en semejantes debilidades.

Falstaff.—Perfectamente. Proseguid.

Ford.—Hay en esta ciudad una señora cuyo marido se llama Ford.

Falstaff.—¿Y bien?

Ford.—Hace mucho tiempo que la amo, y os aseguro que no es poco lo que he gastado por ella. La he seguido con la perseverancia más obstinada: he multiplicado las ocasiones de encontrarme con ella; he promovido hasta las más leves oportunidades de alcanzar siquiera á verla un instante: no solamente he gastado con profusión en obsequiarla, sino que he dado mucho dinero por saber lo que ella querría dar: en una palabra, la he perseguido como me ha perseguido á mí el amor, esto es, tomando al vuelo todas las ocasiones posibles. Pero cualquiera que haya sido mi merecimiento, ya por el afecto, ya por los medios, ninguna recompensa he recibido, á no ser que la experiencia sea, como dicen, una joya, y en este caso la he comprado á precio fabuloso. Esto me ha enseñado que:


 Amor cual sombra se aleja
de quien sincero le sigue.
Deja á aquel que le persigue,
y persigue á quien le deja.


Falstaff.—¿Y nunca habéis obtenido promesa alguna de satisfacción?

Ford.—Nunca.

Falstaff.—¿Y no la habéis acosado para ello?

Ford.—Nunca.

Falstaff.—¿Pues entonces qué clase de amor era el vuestro?

Ford.—Como una bella casa fabricada en el terreno de otro hombre; de modo que he perdido mi edificio por haber equivocado el sitio donde había de erigirlo.

Falstaff.—¿Y cuál es vuestro propósito al descubrirme todo esto?

Ford.—Cuando os lo haya dicho, lo habré dicho todo. Dicen algunas personas que, aun cuando ella aparece honrada ante mí, sin embargo suele llevar su alegría á tal punto, que se hacen sobre ella poco piadosos comentarios. Y vengo ahora á lo esencial de mi propósito. Vos sois un caballero perfectamente educado, admirable en el discurso, bien acogido en la mejor sociedad, valioso por la posición y la persona, y reconocido por muchas eminentes cualidades de guerra, de corte y de ciencia.

Falstaff.—¡Oh! Me abrumáis!

Ford.—Debéis creerme, pues tenéis conciencia de todo esto. Aquí tenéis dinero: gastadlo; gastadlo todo; gastad más; gastad cuanto tengo; y en cambio, concededme solamente aquella parte de vuestro tiempo que baste á poner un asedio amoroso á la honestidad de la mujer de Ford. Emplead para conquistarla todos los recursos de vuestro arte; que si hombre alguno puede triunfar de ella, ninguno lo podría más pronto que vos.

Falstaff.—¿Y cómo puede conciliarse la vehemencia de vuestra pasión, con la idea de que yo me apodere de lo mismo que anheláis disfrutar? Se me figura que os servís de un remedio en extremo ineficaz.

Ford.—¡Oh! Comprended mi intento. Está esa mujer tan encastillada en la excelencia de su honor, que no me atrevo á presentarle la locura de mi alma. Es como una luz que no puedo mirar de frente porque me deslumbra. Ahora bien: si pudiera acercarme á ella con alguna prueba de su verdadera fragilidad en la mano, mis exigencias y pretensiones tendrían un fundamento para hacerse valer: ella quedaría desalojada entonces de ese atrincheramiento de su pureza, su reputación, su juramento de fidelidad al esposo, y de las otras mil defensas que ahora la hacen inexpugnable para mí. ¿Qué pensáis de este plan?

Falstaff.—Amigo Brook, principiaré por tratar sin ceremonia vuestro dinero; dadme vuestra mano en seguida; y, por último, tan cierto como que soy un caballero, podréis, si queréis, gozar de la esposa de Ford.

Ford.—¡Oh mi buen amigo!

Falstaff.—Señor Brook, os digo que será así.

Ford.—No os faltará dinero, no; lo tendréis de sobra.

Falstaff.—Ni vos necesitaréis una señora Ford, pues la tendréis. Yo estaré con ella (podéis estar seguro de lo que os digo), entre las diez y las once, por cita que ella misma me ha dado. Precisamente cuando llegabais, acababa de salir su asistente, emisaria ó corre-vé-y-dile. Digo que estaré con ella entre las diez y las once, pues á esa hora se hallará ausente el bellaco del marido. Venid por la noche y sabréis el progreso que habré alcanzado.

Ford.—Ah! vuestra amistad es una bendición para mí! ¿Conocéis, por ventura, á Ford?

Falstaff.—Que el diablo cargue con ese pobre bellaco cornudo! No le conozco pero le hago injusticia al llamarle pobre; pues dicen que ese celoso cornudo tiene montones de oro, y por esto mismo me parece su mujer muy apetecible. Me serviré de ella como de llave para abrir el cofre del cornudo bribón, y allí tendré mi cosecha.

Ford.—Me alegraría de que conociéseis á Ford á fin de que le evitéis si le encontráis.

Falstaff.—Vaya al diablo ese tuno, estatua de manteca salada! Le haré perder el seso de un susto; le espantaré con mi bastón, levantado como un meteoro sobre sus astas de cornudo. Veréis, señor Brook, cómo haré lo que quiera de ese paisano, y cómo os acostaréis con su esposa. Venid esta noche temprano. Ford es un bribón y yo le añadiré lo que le falta. Vos, amigo Brook, conoceréis pronto que es bribón y cornudo. Venid temprano esta noche.

(Sale.)

Ford.—¡Qué infernal pillo sibarita es éste! El corazón me quiere estallar de impaciencia! Mi mujer le ha dado cita, queda fijada la hora, y el convenio está hecho! ¿Qué hombre lo habría pensado? ¡Oh! ¡Qué infierno es tener una mujer falsa! La deshonra para mi lecho, el robo para mi caudal, la burla y el escarnio para mi reputación! Y no solamente he de recibir estos viles ultrajes, sino que he de sobrellevar los más abominables dictados de boca del mismo que me infama con los hechos! Dictados! Nombres! Satanás, Lucifer, Amaimón, todo eso suena bien, aunque sean dictados de demonios, nombres de desalmados. Pero ¡cornudo! ¡Complaciente cornudo! Ni el diablo mismo se resigna á llevar semejante nombre! Page es un asno, asno de nacimiento. Confía en su mujer y no es celoso. Antes confiaría yo mi manteca á un flamenco, mi queso al cura galo Hugh, mi botella de aguardiente á un irlandés, ó mi caballo de más estima á un ladrón, que confiar á mi mujer á sí propia. Entonces urde, trama, intriga; y han de ejecutar lo que les viene á la mente: lo han de ejecutar, cueste lo que costare. ¡Gracias al cielo por mis celos! Las once es la hora. Evitaré esto, sorprenderé á mi mujer, me vengaré de Falstaff y me reiré de Page. Voy á atender á ello. Vale más que sea tres horas demasiado pronto que un minuto demasiado tarde. Vaya! vaya! vaya! ¡Cornudo!... ¡cornudo!... ¡cornudo!...

(Sale.)
ESCENA III.
Parque de Windsor.
Entran CAIUS y RUGBI.

Caius.—¿Rugbi?

Rugbi.—Señor.

Caius.—¿Qué hora es?

Rugbi.—Ha pasado, señor, la hora en que sir Hugh prometió venir.

Caius.—Por mi vida, que ha salvado su alma con no venir. Ha rezado bien en su biblia, cuando no ha venido. Voto á sanes, Rugbi, que si viene, es hombre muerto!

Rugbi.—No es tonto, señor. Él sabe bien que vuestra señoría lo habría muerto si hubiese venido.

Caius.—Vive Dios, que no hay arenque tan muerto como él cuando yo lo mate. Voy á decirte el modo cómo he de matarle.

Rugbi.—¡Ay, señor! Yo no entiendo de esgrima.

Caius.—Toma tu espada, canalla.

Rugbi.—Tened calma. Aquí viene gente.

(Entran el posadero, Pocofondo, Slender y Page.)

Posadero.—Dios te bendiga, bravo doctor.

Pocofondo.—Él os salve, señor doctor Caius.

Page.—¿Qué tal, mi buen doctor?

Slender.—Os deseo buen día, señor.

Caius.—¿Á qué habéis venido todos, uno, dos, tres, cuatro?

Posadero.—Á verte batiéndote, yendo á fondo, parando, replicando, yendo de aquí para allí, dando golpes de punta y de filo, haciendo tus pases, dando tus estocadas en tercia, en cuarta, y, en fin, tu flanconada. ¿Ha muerto, etíope mío? ¿Ha muerto, Francisco mío? ¡Ah, bravo! ¿Qué dice mi Esculapio, mi Galeno? ¿Mi corazón de saúco? Ah! ¿Está muerto, bravo Stale? ¿Está muerto?

Caius.—Voto á cribas! Es el clérigo más cobarde del mundo. No se ha dejado ver la cara!

Posadero.—Eres un rey de Castilla, un Héctor de Grecia, muchacho mío!

Caius.—Dad testimonio, os ruego, de que le he esperado dos y tres horas y que no ha venido.

Pocofondo.—Es el más prudente, señor doctor. Él es curador de almas y vos lo sois de cuerpos. Si os batís, váis directamente contra toda la índole de vuestra profesión. ¿No es así, señor Page?

Page.—Vos mismo, señor Pocofondo, habéis sido gran duelista, aunque ahora sois hombre de paz.

Pocofondo.—Puñales! Amigo Page, viejo y hombre de paz como me véis, cuando veo una espada, me comen los dedos por menearla; pues aunque seamos jueces y doctores y gente de iglesia, nos queda aún algo del brío de la juventud. Somos hijos de mujeres, amigo Page.

Page.—No hay duda de ello, señor Pocofondo.

Pocofondo.—Así se ha de descubrir, señor Page. Señor doctor Caius, he venido para llevaros á casa. Estoy juramentado para la paz. Habéis probado ser un médico prudente, y el señor Hugh ha probado ser un prudente y sufrido sacerdote. Tenéis que venir conmigo, señor doctor.

Posadero.—Perdonad, juez-huésped. Una palabra, señor Aguaturbia.

Caius.—¡Aguaturbia! ¿Qué significa eso?

Posadero.—En nuestro idioma, quiere decir valentía, bravo mío.

Caius.—¡Voto á san! que entonces tengo tanta agua turbia como cualquier inglés. ¡Ah, perro sarnoso de clérigo! Voto á tantos que le he de cortar las orejas!

Posadero.—Te clavará los dientes de firme, bravo mío.

Caius.—¿Qué es eso de clavar los dientes?

Posadero.—Es decir que te dará satisfacciones.

Caius.—Pues por vida mía que tendrá que hacerlo, porque yo he de tenerlas.

Posadero.—Y yo le provocaré á ello, ó que se vaya á paseo.

Caius.—Y os doy gracias por esto.

Posadero.—Y además, bravo mío... Pero ante todo, señor huésped, señor Page y caballero Slender, id por la ciudad hasta Frogmore.

(Aparte á éstos.)

Page.—¿Está allí el señor Hugh?

Posadero.—Allí está. Ved en qué disposición se encuentra, y yo haré venir al doctor por entre los campos. ¿Os parece bien?

Pocofondo.—Así lo haremos.

Page. Adios, amigo doctor.
Pocofondo.
Slender.
(Salen Page, Pocofondo y Slender.)

Caius.—¡Voto á....! que he de matar al clérigo, porque se pone á hablar á Ana Page en favor de ese pedazo de mico!

Posadero.—Que muera en buen hora! Pero primero calma tu impaciencia, echa agua fría sobre tu cólera, ven conmigo al través de los campos hasta Frogmore, y te guiaré á la quinta donde está Ana Page en una fiesta, y allí la conquistarás. ¿Digo bien?

Caius.—Por vida de...! que os lo agradezco. Por vida de...! que os amo, y os he de procurar la amistad de mis clientes, caballeros, nobles y lores.

Posadero.—Por todo lo cual seré tu adversario con Ana Page. ¿Digo bien?

Caius.—Por mi alma que está bien, muy bien dicho.

Posadero.—Pues entonces, en marcha.

Caius.—Ven tras de mí, Rugby.

(Salen.)




ACTO III.

ESCENA I.
Campo cerca de Frogmore.
Entran Sir HUGH EVANS y SIMPLE.
EVANS.

O

s ruego me digáis, buen servidor del señor Slender, y amigo Simple por vuestro nombre, ¿de qué manera habéis buscado al señor Caius, que se da el título de «Doctor en medicina?»

Simple.—En verdad, señor, le busqué en el distrito de la ciudad y en el del parque, en todas direcciones: en el antiguo camino de Windsor, y en todos los demás, excepto el de la ciudad.

Evans.—Pues deseo con la mayor vehemencia, que busquéis también en ese camino.

Simple.—Así lo haré.

Evans.—¡Dios me asista! ¡Cuán lleno estoy de cólera y de incertidumbre! Me alegraré de que él me haya engañado. ¡Qué melancólico estoy! En la primera oportunidad le haré salir la cruz de los calzones por la copa del sombrero, á ese bribón! ¡Dios me asista!

(Canta.)

 Junto al claro riachuelo
á cuya bella cascada
canta el ave en la alborada
madrigales desde el cielo,
formaremos á la sombra,
sobre el musgo y entre flores
ricas de aroma y colores,
un lecho de blanda alfombra.


¡Válgame Dios! ¡Y qué gana tengo de llorar!

Canta el ave melodiosa
madrigales desde el cielo,
un lecho me brinda el suelo
de césped, clavel y rosa
junto al claro riachuelo,
 etc., etc.


Simple.—Señor Hugh, vedle que viene por allí abajo.

Evans.—Bien venido.

Junto al claro riachuelo,
á cuya bella cascada....


¡Que el cielo ayude al que tenga justicia! ¿Qué armas trae?

Simple.—Ninguna, señor. Vienen mi amo el señor Slender y otro caballero de Frogmore, y se dirigen hacia aquí.

Evans.—Bien. Dame mi toga; ó más bien, tenla en tu brazo.

(Entran Page, Pocofondo y Slender.)

Pocofondo.—¿Qué tal, señor cura? Buenos días, buen señor Hugh. Quien quiera hacer una maravilla, que separe de los dados á un jugador y dé su libro á un estudiante.

Slender.—¡Ah, dulce Ana Page!

Page.—Dios os guarde, buen señor Hugh.

Evans.—Él os bendiga á todos por su misericordia.

Pocofondo.—¡Qué! ¿La espada y la palabra? ¿Estudiáis una y otra, señor cura?

Page.—¿Y todavía andáis en cuerpo, como un jovencito, en un día tan crudo y reumático?

Evans.—Hay motivos y razones para ello.

Page.—Hemos venido á encontraros, señor cura, con ánima de hacer una buena acción.

Evans.—Muy bien. ¿Cuál es?

Page.—Allá hay un venerable caballero, que juzgándose ofendido por alguna persona, está en la más terrible lucha que se pueda ver con su propia gravedad y paciencia.

Pocofondo.—Ochenta y pico de años he vivido, y nunca he visto á hombre de su posición, gravedad y saber, tan celoso de su propio respeto.

Evans.—¿Quién es?

Page.—Pienso que le conocéis. Es el señor doctor Caius, el reputado médico francés.

Evans.—¡Por Dios y todos los santos del cielo! Preferiría hablar de un hervido de coles!

Page.—¿Por qué?

Evans.—Porque no sabe jota de Hipócrates y Galeno. Y además es un bribón: tan cobarde bribón, como el que más de cuantos pudiérais conocer.

Page.—Os aseguro que este es quien se batiría con él.

Slender.—¡Oh dulce Ana Page!

Pocofondo.—Así parece, por sus armas. Mantenedles separados: aquí viene el doctor Caius.

(Entran el posadero, Caius y Rugbi.)

Page.—No, señor cura: no desnudéis vuestra arma.

Pocofondo.—Ni tampoco vos, mi buen doctor.

Posadero.—Desarmadles y dejad que discutan. Así conservarán ilesos sus miembros y no harán trizas sino nuestro idioma.

Caius.—Dejadme deciros una palabra al oído, si gustáis. ¿Por qué evitáis el encuentro conmigo?

Evans.—Tened un poco de paciencia, os ruego. Ya vendrá el momento oportuno.

Caius.—¡Voto á san! que sois un cobarde, un perro, un mico!

Evans.—Os suplico que no nos hagáis el hazme-reir del buen humor de otras personas. Deseo vuestra amistad, y de un modo ú otro os dejaré satisfecho. (En voz baja.) Os he de sacar á puntapiés la cruz del calzón por la cabeza, gran bellaco, para que no os burléis de citas y compromisos de honor.

Caius.—¡Al diablo! Jack Ruby, y vos, hostelero de la Liga, ¿no le esperé para matarle? ¿No estuve en el sitio designado?

Evans.—Tan cierto como que soy cristiano, este es el sitio que se había señalado. Que lo diga el mismo hostelero de la Liga.

Posadero.—¡Paz! ¡Paz, digo, entre Gales y la Galia! entre galo y francés! Paz entre el que cura el alma y el que cura el cuerpo!

Caius.—Sí, eso es muy bueno, excelente!

Posadero.—Paz, digo. Decid si el posadero de la Liga no es un político sutil, si no es un Maquiavelo! ¿Perderé á mi médico? No! Él es quien me da las pociones y mociones. ¿Perderé á mi cura? ¿Á mi sacerdote? ¿Á mi amigo Hugh? No. El me da los proverbios y los pater-noster. Dame tu mano, hombre terreno, así. Dadme la tuya, hombre místico, así. No sois más que niños en la astucia. Os he engañado á ambos, dirigiéndoos á diferentes lugares para que no pudiérais encontraros. Vuestros corazones están llenos de vigor, vuestros cuerpos ilesos, y el desenlace debe ser una libación de vino jerez. Ea! guárdense esas armas para empeño. Sígueme, hombre de paz. Seguidme, seguidme.

Pocofondo.—Contad conmigo, huésped. Seguid, caballeros, seguid.

Slender.—¡Oh dulce Ana Page!

(Salen Pocofondo, Slender, Page y el posadero.)

Caius.—¡Ah! Ya caigo en cuenta. Nos ha hecho pasar por un par de tontos! ah! ah!

Evans.—Está muy bien. Se ha reído de nosotros. Deseo que vos y yo seamos amigos, y vamos concertando juntos el modo de vengarnos de este despreciable, sarnoso y tahur compañero, el posadero de la Liga.

Caius.—¡Voto á! Con todo mi corazón. Me prometió conducirme á donde Ana Page y también me ha engañado!

Evans.—Bueno. He de romperle la crisma. Tened la bondad de venir conmigo.

(Salen.)
ESCENA II.
Una calle de Windsor.
Entran la señora PAGE y ROBIN.

Sra. Page.—No; sigue adelante, galancito mío. Tú debías ir detrás y ahora vas á la cabeza. ¿Te gusta más hacer que te sigan mis ojos, ó seguir con los tuyos los talones de tu señor?

Robin.—Á fe mía que prefiero ir delante como un hombre, que seguirle como un enano.

Sra. Page.—¡Oh! Eres un chico zalamero. Veo que pararás en cortesano.

(Entra Ford.)

Ford.—Me alegro de encontraros, señora Page. ¿Á dónde vais?

Sra. Page.—Por cierto que á ver á vuestra esposa. ¿Está en casa?

Ford.—Sí, y tan ociosa, por falta de compañía, que no sé cómo no se le caen los cuartos. Se me figura que, si muriesen vuestros maridos, os casaríais las dos.

Sra. Page.—De seguro; con otros dos maridos.

Ford.—¿Dónde hubisteis este bonito gallo de campanario?

Sra. Page.—Por nada puedo acordarme del nombre del sujeto de quien lo tuvo mi esposo. Muchacho ¿cómo se llama tu señor?

Robin.—El señor Juan Falstaff.

Ford.—¡El señor Juan Falstaff!

Sra. Page.—El mismo. Nunca puedo dar con su nombre. Hay tanta intimidad entre mi buen hombre y él! ¿Es seguro que vuestra esposa está en casa?

Ford.—Seguro que está allí.

Sra. Page.—Con vuestro permiso. Estoy impaciente por verla.

(Salen la señora Page y Robin.)
Ford.—¿Tiene Page sesos? ¿Tiene ojos? ¿Tiene algo como entendimiento? Pues si los tiene, no hay duda de que están dormidos: no le sirven para nada. Por cierto que este muchacho llevara una carta veinte millas, con tanta facilidad como un cañón arroja una bala, punto en blanco, á doscientas cuarenta yardas. Page da rienda suelta á la inclinación de su esposa; da impulso y facilidades á su insensatez; y ahora va á donde mi mujer, y la acompaña el muchacho de servicio de Falstaff! Un ciego podría ver al través de esto. ¡La acompaña el muchacho de Falstaff! ¡Bien urdidas están las intrigas! Y nuestras mujeres se juntan para condenarse¡Bueno. Me apoderaré de él; en seguida torturaré á mi esposa, arrancaré la máscara de falsa modestia de la hipócrita señora Page, exhibiré á Page como un Acteón voluntario; y á estos violentos procederes, todos mis vecinos dirán amen. (Se oye el reloj dar horas.) El reloj me da el aviso, y mi certeza me invita á hacer un registro. Allí encontraré á Falstaff; y seré más encomiado que ridiculizado por esto; porque tan seguro es que Falstaff está allí como que la tierra está bajo los piés. Iré. (Entran Page, Pocofondo, Slender, el posadero, sir Hugh Evans, Caius y Rugbi.)

Pocofondo, Page, ETC.—Pláceme veros, señor Ford.

Ford.—Una buena reunión, á fe mía. Hay una buena mesa hoy en casa; y os ruego á todos que me acompañéis.

Pocofondo.—Debo ofreceros mis excusas, señor Ford.

Slender.—Y yo igualmente, señor. Estamos comprometidos á comer donde la señorita Ana, y no le faltaría por ninguna suma de dinero que se pueda contar.

Pocofondo.—Hemos disertado sobre unas bodas entre Ana Page y mi primo Slender, y hoy debemos recibir la respuesta.

Slender.—Espero contar con vuestro favor, padre Page.

Page.—Tenéis mi buena voluntad, señor Slender. Estoy enteramente á favor vuestro; pero mi esposa, señor doctor, está no menos decidida por vos.

Caius.—Y ¡por vida de...! que la doncella está enamorada de mí; que así me lo ha dicho mi aya, la señora Aprisa.

Posadero.—¿Y qué decís al joven señor Fenton? Él baila, tiene el brillo de la juventud, escribe versos, habla alegremente, y tiene olor de Abril y Mayo. Él ganará la partida; él ganará la partida. Eso está en la masa de la sangre. Ganará la partida.

Page.—No con mi consentimiento, os lo aseguro. No es un caballero apetecible. Era asociado y compinche del príncipe disoluto y de Poins. Pertenece á una región demasiado elevada, y tiene demasiado mundo. No. No será con mi caudal con lo que ha de echar un remiendo á su fortuna. Si ha de tomar á mi hija, la tomará á ella sola; pues la riqueza que poseo, será dirigida por mi voluntad; y mi voluntad no se dirige hacia ese lado.

Ford.—Os suplico lo más encarecidamente que algunos de vosotros vengáis á casa á comer conmigo; pues fuera de la mesa, habrá una buena diversión: os haré ver un monstruo. Vendréis, señor doctor; y también vos, señor Page; y vos, señor Hugh.

Pocofondo.—Bien: quedad con Dios. Así tendremos más libertad para los asuntos matrimoniales en casa del señor Page.

(Salen Pocofondo y Slender.)

Caius.—Vete á casa, Rugbi. Ya iré yo.

(Sale Rugbi.)

Posadero.—Adios, amigos de mi alma. Me voy donde mi honrado huésped el caballero Falstaff á beber con él un trago de vino de España.

(Sale el posadero.)

Ford.—(Aparte.) Creo que primero beberé vino de pipa con él. Ya le haré bailar. ¿Queréis venir, buenos amigos?

Todos.—Somos con vos, para ver el monstruo.

(Salen.)
ESCENA III.
Cuarto en casa de Ford.
Entran la señora FORD y la señora PAGE.

Sra. Ford.—¡Hola, Juan! ¡Hola, Roberto!

Sra. Page.—Pronto, pronto. Es en la canasta...

Sra. Ford.—Por vida mía. ¡Hola, Robin, ¿oyes?

(Entran criados con una canasta.)

Sra. Page.—Venid, venid.

Sra. Ford.—Ponedla aquí.

Sra. Page.—Dad la orden á vuestras gentes. No tenemos tiempo que perder.

Sra. Ford.—Entended, como os tengo dicho, Juan y Roberto, que debéis estar listos aquí cerca, en la cervecería; y en el mismo instante en que yo os llame, venid, sin dilación ni tropiezo, y tomad esta canasta en vuestros hombros. Con ella iréis á toda prisa hacia los lavaderos de la ciénaga de Datchet, y la vaciaréis en la zanja cenagosa que está junto a la margen del Támesis.

Sra. Page.—¿Lo haréis así?

Sra. Ford.—Les he hecho el encargo una y otra vez. No son instrucciones lo que les falta. Idos, y acudid en el momento en que os llame.

(Salen los criados.)

Sra. Page.—Aquí viene el rapazuelo Robin.

(Entra Robin.)

Sra. Ford.—¿Qué tal, chiquitín mío? ¿Qué nuevas traes?

Robin.—Mi amo sir Juan, ha venido á la puerta falsa, señora, y solicita vuestra compañía.

Sra. Page.—Y tú, rapazuelo prestado, ¿no nos has hecho alguna mala partida?

Robin.—Puedo jurar que no. Mi señor no sabe que estais aquí, y me ha amenazado con despedirme si os digo la menor palabra, pues jura que me pondría á la puerta.

Sra. Page.—Eres un buen muchacho, y tu sigilo te servirá de sastre; como que le deberás un vestido nuevo. Voy á esconderme.

Sra. Ford.—Hacedlo. Vé á decir á tu señor que estoy sola. Señora Page, no os olvidéis de la señal.

(Sale Robin.)

Sra. Page.—Te lo garantizo. Si no desempeño mi papel, sílvame.

(Sale la Sra. Page.)

Sra. Ford.—Pues á ello. Nos serviremos de esta pestilente humedad, de esta grosera calabaza, y le enseñaremos á distinguir las flores de los guijarros.

(Entra Falstaff.)

Falstaff.—¿Te he alcanzado al fin, celeste joya mía? Pues ahora debería yo morir, ya que he vivido bastante tiempo para ver coronada mi ambición. ¡Oh! ¡Bendita hora!

Sra. Ford.—¡Oh simpático sir Juan!

Falstaff.—Señora Ford, no puedo lisonjear, no puedo charlar, señora Ford. Ahora mi deseo es pecaminoso: quisiera que estuviese muerto vuestro marido. En presencia del más encumbrado lord lo diría: te haría mi esposa.

Sra. Ford.—¡Yo, esposa vuestra, sir Juan! Sería una muy pobre esposa para vos.

Falstaff.—No la hay igual en toda la corte de Francia! Veo cómo tu mirada rivaliza con el brillo del diamante; tienes en las cejas el arco armonioso que corresponde á un modelo veneciano ricamente adornado.

Sra. Ford.—Un modesto pañuelo es todo lo que puede venirles bien. Y aun eso, lo dudo.

Falstaff.—Es una traición lo que te haces hablando así. Harías en todo rigor una excelente dama de corte; y tu paso firme y elástico, daría á tu talle la más seductora oscilación bajo los semicírculos de la crinolina. Bien veo lo que serías si no te fuera adversa la fortuna; pero la naturaleza te ha favorecido, y esto no puedes ocultarlo.

Sra. Ford.—Creedme, no tengo tales atractivos.

Falstaff.—¿Pues por qué te he amado? Esto solo basta para convencerte de que hay en ti algo de extraordinario. Vamos, yo no puedo adular y decir que eres esto y aquello, como tantos de esos remilgados pisaverdes que se presentan como mujeres disfrazadas de hombre y perfumados de piés á cabeza. No, no puedo hacerlo, pero te amo, á ti, á ti sola, y lo mereces.

Sra. Ford.—Pero no me traicionéis. Mucho me temo que amáis á la Sra. Page.

Falstaff.—Tanto valdría que dijeras que me gusta ir á parar á la cárcel; cosa que me halaga tanto como el vapor de cal viva.

Sra. Ford.—Bueno. El cielo sabe cuánto os amo, y algún día os convenceréis de ello.

Falstaff.—No varíes de pensamiento, que yo mereceré tu amor.

Sra. Ford.—Nunca, debo decíroslo, si no variáis vos mismo; pues entonces no podría pensar del mismo modo.

Robin.—(Adentro.) ¡Señora Ford! ¡Señora Ford! La señora Page está á la puerta, toda sudando y jadeando y con la cara despavorida, y dice que tiene que hablaros inmediatamente.

Falstaff.—Es necesario que no me vea. Me ocultaré aquí detrás de este tapiz.

Sra. Ford.—Hacedlo. Es una mujer muy chismosa. (Falstaff se oculta.Entran la señora Page y Robin.) ¿Qué ocurre? ¿Qué hay de nuevo?

Sra. Page.—¡Oh señora Ford! ¿Qué habéis hecho? Estáis cubierta de afrenta, estáis arruinada, estáis perdida para siempre!

Sra. Ford—Pero ¿qué acontece, buena señora Page?

Sra. Page.—¡Pues no es nada, señora Ford! Teniendo por marido á un hombre honrado, darle semejante motivo de sospecha!

Sra. Ford—¿Qué motivo de sospecha?

Sra. Page.—¿Qué motivo de sospecha? ¡Vergüenza para vos! ¿Cómo he podido equivocarme sobre vos?

Sra. Ford—Pero ¡por Dios! ¿de qué se trata?

Sra. Page.—Se trata, mujer, de que vuestro marido viene en este momento con todos los oficiales de Windsor, á sorprender á un caballero que dice está ahora aquí en su casa, de acuerdo con vos, para aprovechar deshonrosamente su ausencia. Estáis perdida!

Sra. Ford—(Aparte.) Hablad más alto.—Espero que no es así.

Sra. Page.—Plegue á Dios que no sea así el que tengáis aquí á tal hombre; pero es indudable que vuestro esposo viene con la mitad de Windsor tras de él, para buscarle aquí. Me he adelantado á ellos por daros aviso. Si os encontráis inocente, me alegro en el alma; pero si ocultáis aquí algún amigo, hacedle salir al instante, al instante. No os atolondréis; apelad á toda vuestra lucidez, defended vuestra reputación ó despedíos para siempre de la buena vida que habíais disfrutado.

Sra. Ford—¡Ay Dios mío! ¿Qué haré? Allí está un caballero, amiga querida; y no es tanto mi vergüenza lo que tomo como el peligro que él corre. Daría mil libras por verle sano y salvo fuera de la casa.

Sra. Page.—¡Qué disparate! Este no es tiempo de «daría esto» ni «daría aquello.» Vuestro marido llegará dentro de pocos instantes. Pensad en algún medio de transportar á vuestro amigo. Ocultarlo en la casa es imposible. ¡Oh! ¡Cómo me habéis engañado! Mirad. Aquí hay un canasto. Si él no es de una estatura desmedida, podrá agazaparse aquí. Lo cubriréis con ropas sucias como para enviar al lavado; ó si aún hay tiempo, enviadlo con vuestros criados á los lavaderos de la ciénaga de Datchet.

Sra. Ford.—Es demasiado corpulento para caber ahí.

(Vuelve á entrar Falstaff.)

Falstaff.—Dejadme ver! Dejadme ver! Probaré entrar. Sí. Entraré, entraré!

Sra. Page.—¡Qué! ¡Señor Juan Falstaff! ¿En esto han venido á parar las cartas que me habéis escrito, caballero?

Falstaff.—Es á ti á quien amo; a nadie sino á ti. Ayúdame á escapar. Déjame meterme aquí dentro. Jamás en mi vida....

(Se mete en el canasto y lo cubren con ropa sucia.)

Sra. Page.—Ayuda á tapar á tu amo, muchacho. Señora Ford, llamad á vuestros criados. ¡Desleal caballero!

Sra. Ford.—¡Hola! Juan! Roberto! ¡Juan! (Sale Robin.—Vuelven á entrar los criados.) Ea! Levantad ese canasto de ropas. Pronto! ¿Dónde está la vara en que se cuelga para llevarlo? Vamos! No hay que andar bamboleándose. Llevadlo á la lavandera en la ciénaga de Datchet. ¡Listos, listos!

(Entran Ford, Page, Caius y sir Hugh Evans.)

Ford.—Acercaos, os lo suplico. Si mis sospechas carecen de fundamento, pues bien, burlaos de mí, hacedme vuestro hazme-reir. Lo tendré bien merecido. Hola! ¿Á dónde lleváis eso?

Criado.—Á donde la lavandera, por cierto.

Sra. Ford.—Pues está bien! ¿Qué tenéis que hacer con que lleven eso acá ó allá? Sería mejor que os encargaseis del lavado y de apuntar la ropa.

Ford.—¿Apuntar, eh? Ya quisiera yo que lavándome se me quitara lo que me puede apuntar! Punta! Punta! Punta! Sí; punta, punta, os lo garantizo. Y de la estación, como se verá luégo. (Salen los criados con la canasta.) Señores; he tenido anoche un sueño y os le he de contar. He aquí mis llaves; aquí, aquí las tenéis. Subid á mis habitaciones, buscad, registrad, descubrid. Os aseguro que atraparemos el zorro. Dejadme primero que obstruya esta salida. Ahora, principiad la caza.

Page.—Buen señor Ford, tranquilizaos. Vos mismo os hacéis grave injusticia.

Ford.—¿De veras? Adelante, caballeros, que vais á tener diversión. Seguidme, señores.

(Sale.)

Evans.—Fantasías de celoso.

Caius.—Por vida de...! que no es así la moda en Francia. Nadie tiene celos en Francia.

Page.—No. Seguidle, señores, y ved el resultado de su investigación.

(Salen Evans, Page y Caius.)

Sra. Page.—¿No hay en esto un doble mérito?

Sra. Ford.—No sé qué me deleita más; si ver que mi marido se engaña, ó ver la burla hecha á sir Juan.

Sra. Page.—¡Qué bien atrapado debió verse cuando vuestro esposo preguntó lo que iba en el canasto!

Sra. Ford.—Temblando estoy de que necesite un baño para lavarse: de manera que echarlo al agua, será hacerle un beneficio.

Sra. Page.—Que el diablo cargue con ese bribón sin vergüenza! De buena gana vería yo en igual trance á todos los de su jaez!

Sra. Ford.—Me parece que mi marido tenía una sospecha particular de que Falstaff estaba aquí; porque nunca le he visto tan rudo en su celo, como ahora.

Sra. Page.—Voy á urdir una trama, para que tengamos algunas tretas más contra Falstaff. Su mal crónico de corrupción, difícilmente cederá á este medicamento.

Sra. Ford.—¿Os parece bien enviar á esa mala peste de la señora Aprisa, para ofrecerle excusas por haberle echado al agua, y darle una nueva esperanza que le haga caer en un nuevo castigo?

Sra. Page.—Sí; hagámoslo. Que venga mañana á las ocho para recibir satisfacciones. (Vuelven á entrar Ford, Page, Caius y sir Hugh Evans.)

Ford.—No he podido encontrarle. Quizás el bribón se jactaba de lo que no podía alcanzar.

Sra. Page.—¿Habéis oído eso?

Sra. Ford.—Sí, sí, basta. Me tratáis bien, señor Ford, ¿no os parece así?

Ford.—Sí, así lo hago.

Sra. Ford.—Que Dios os haga mejor que vuestros pensamientos.

Ford.—Amen.

Sra. Page.—Os causáis un gran mal vos mismo, señor Page.

Ford.—Sí, sí. Debo sobrellevar todo esto.

Evans.—Así Dios me perdone el día del juicio final, como es verdad que no hay nadie en los dormitorios, ni en los cofres, ni en los armarios.

Caius.—Por vida de..! yo digo lo mismo. No hay nadie, nadie.

Page.—¡Por Dios! ¿No os avergonzáis, señor Ford? ¿Qué espíritu, qué demonio os sugiere tal imaginación? No quisiera tener en estos asuntos vuestra vehemencia, ni por todas las riquezas de Windsor.

Ford.—Confieso que es culpa mía, señor Page, y sufro por ello.

Evans.—Sufrís por una mala conciencia. Vuestra esposa es una mujer tan honesta como podría desearla yo entre cinco mil y quinientas más.

Caius.—Voto á..! que veo claro su honradez.

Ford.—Bien. Os prometí una comida. Venid á dar un paseo por el parque. Os ruego que me perdonéis. Más tarde os diré por qué hice esto. Ven, esposa mía. Venid, señora Page. Os suplico que me perdonéis: lo suplico sinceramente.

Page.—Vamos con él, señores; pero, creedme, que le haremos blanco de nuestra jovialidad. Os invito á almorzar mañana temprano en mi casa. Después iremos á cazar pájaros; tengo un buen halcón. ¿Os acomoda?

Ford.—Lo que queráis.

Evans.—Si hay uno, yo seré el segundo de la partida.

Caius.—Y si hay uno ó dos, yo seré el tercero.

Evans.—Os ruego ahora que os acordéis mañana de aquel sucio bribón de posadero.

Caius.—Perfectamente. ¡Por vida de..! que lo haré con todo mi corazón.

Evans.—¡Sarnoso bribón! Que se permite bromas y burlas!

(Salen.)
ESCENA IV.
Cuarto en casa de Page.
Entran FENTON y ANA PAGE.

Fenton.—Veo que no puedo alcanzar el beneplácito de tu padre. No me obligues de nuevo, dulce Ana mía, á acudir donde él.

Ana.—¡Ay! ¿Qué hacer, pues?

Fenton.—¿Qué? El ser tú misma. Se opone porque considera demasiado alta mi alcurnia, y presume que, mermados mis bienes por mis gastos, sólo procuro restablecerlos á favor de su riqueza. Fuera de estos obstáculos me presenta otros: mis turbulencias pasadas, mis asociaciones de disipación; y me dice que es imposible que yo te ame de otro modo que como una propiedad.

Ana.—Quizás os dice verdad.

Fenton.—No; y así me ampare el cielo en el tiempo futuro. Confieso, sin embargo, que la fortuna de tu padre fué el primer móvil que me impulsó á pretenderte; pero, Ana mía, al hacerlo, encontré que valías más que toda fortuna en oro ó en cualquier otro valor. Ahora no ambiciono otra riqueza que tú misma.

Ana.—Amable señor Fenton, insistid aún en solicitar la buena voluntad de mi padre; buscad de nuevo su consentimiento. Si la oportunidad y la humilde solicitud nada consiguiesen, pues bien! entonces... Escuchad un momento. (Hablan aparte.Entran Pocofondo, Slender y la señora Aprisa.)

Pocofondo.—Interrumpid su conversación, señora Aprisa. Mi pariente debe hablar por sí mismo.

Slender.—Lo echaré á perder de un modo ú otro. Esto no es más que aventurar.

Pocofondo.—No os acobardéis.

Slender.—No, ella no me acobarda. Eso no me importa. Solamente que tengo miedo.

Aprisa.—Oíd, Ana. El señor Slender desea hablaros una palabra.

Ana.—Soy con él al instante. Este es el escogido por mi padre. ¡Oh! ¡Qué cúmulo de viles y feos defectos, parece hermoso por trescientas libras de renta!

(Aparte.)

Aprisa.—¿Y qué tal os va, mi buen señor Fenton?

Pocofondo.—Ya viene.—¡Á ella, primo!—¡Oh muchacho, has tenido padre!

Slender.—Yo tuve padre, señorita Ana; mi tío puede deciros buenas bromas de él. Contad á la señorita Ana el chiste de cómo mi padre se robó dos gansos de la jaula.

Pocofondo.—Señorita Ana, mi primo os ama.

Slender.—Por cierto que sí; tanto como á cualquiera mujer en Gloucestershire.

Pocofondo.—Y os mantendrá en el rango de una dama.

Slender.—Por cierto que sí, y con traje de cola larga, como corresponde al rango de escudero.

Pocofondo.—Y os dará una dote de ciento y cincuenta libras.

Ana.—Buen señor Pocofondo, dejad que él hable por sí mismo.

Pocofondo.—De buen grado y os doy las gracias. Os agradezco este descanso. Os llama, primo. Me retiro.

Ana.—¿Y bien, señor Slender?

Slender.—¿Y bien, señorita Ana?

Ana.—¿Cuál es vuestra voluntad, vuestra disposición?

Slender.—¿Mi voluntad? ¿Mi disposición? Este sí que es chiste. Gracias á Dios, no soy tan enfermizo que haya tenido que hacer mi disposición, ni mi voluntad. No he hecho testamento.

Ana.—Quiero decir, señor Slender, ¿qué es lo que deseáis de mí?

Slender.—Por lo que á mí toca, en verdad, poco ó nada tendría que hacer con vos. Vuestro padre y mi tío lo han hablado entre ellos. Si sale bien, bueno: si no, también. Ellos podrán deciros mejor que yo cómo van estas cosas. Aquí viene vuestro padre; podéis preguntarle.

(Entran Page y la Sra. Page.)

Page.—Bien, señor Slender. Ámale, Ana, hija mía. ¿Qué hacéis aquí, señor Fenton? Sabéis que me inferís agravio empeñándoos en visitar esta casa. Ya os he dicho que he dispuesto de mi hija.

Fenton.—Os suplico no os impacientéis, señor Page.

Sra. Page.—Mi buen señor Fenton, no volváis á acercaros á mi hija.

Page.—No es un partido para vos.

Fenton.—¿Queréis escucharme, señor?

Page.—No, mi buen señor Fenton. Venid, señor Slender: venid adentro, así. Sabiendo mi decisión, señor Fenton, me agraviáis.

Fenton.—Señora Page: amando á vuestra hija con toda la verdad y honradez de mi afecto, fuerza es que sostenga mi pretensión á pesar de todos los obstáculos, repulsas y desaires, y que no desista. Concededme, os suplico, vuestra buena voluntad.

Ana.—Buena madre mía, no me caséis con ese idiota que está allí.

Sra. Page.—No es mi intención. Busco mejor esposo para ti.

Aprisa.—Y ese es mi amo, el señor doctor.

Ana.—¡Ay de mí! Antes querría que me pusieran pronto bajo de tierra, y sembraran berzas encima.

Sra. Page.—Vamos, no te atormentes. Señor Fenton, no seré para vos en esto ni amiga, ni enemiga. Examinaré á mi hija para saber qué grado de afecto os tiene; y según lo que en ella descubra arreglaré mi proceder. Hasta entonces, adios, señor. Es necesario que Ana éntre, ó se enfadaría su padre.

(Salen la Sra. Page y Ana.)

Fenton.—Adios, bondadosa señora; adios, Ana.

Aprisa.—Todo esto es obra mía. ¡Pues qué!—le dije—¿vais á malograr vuestra hija en manos de un imbécil y por añadidura médico? Ya lo véis, señor Fenton, todo esto es obra mía.

Fenton.—Te doy las gracias, y te ruego que esta noche dés á mi dulce Ana esta sortija. Toma por tu molestia.

(Sale.)

Aprisa.—¡Dios te llene de bendiciones! Como que tiene un corazón bondadoso. ¡Una mujer sería capaz de echarse de cabeza al fuego por tan buen corazón! Sin embargo, yo quisiera mas bien que Ana fuese de mi amo, ó del señor Slender; ó en fin, que fuese del señor Fenton. Haré todo lo que pueda por los tres, ya que así lo he prometido y que soy incapaz de faltar á mi palabra; pero especialmente por el señor Fenton. Bueno: ahora tengo que ir con otro mensaje al señor Falstaff de parte de mis dos señoras. ¡Soy un animal en tardarme así!

(Sale.)
ESCENA V.
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran FALSTAFF y BARDOLFO.

Falstaff.—Bardolfo, escucha.

Bardolfo.—¿Señor?

Falstaff.—Vé á traerme una pinta de Jerez, y una tostada. (Sale Bardolfo.) ¿Y es posible que haya vivido yo para ver el día en que habían de llevarme en un canasto como un montón de desecho de carnicero, y arrojarme al río? Por mi alma, que si vuelvo á sufrir chasco semejante, he de hacer que mis sesos sirvan para comida de perros el día de año nuevo. Los pillastres, para echarme al Támesis no tuvieron más remordimiento que si se tratara de los cachorros recién nacidos de una perra, con los ojos cerrados. Y por mi tamaño es fácil ver que tengo gran propensión á sumergirme. Si el fondo del río fuera tan hondo como el infierno, creo que iría hasta el fondo. Á no haber sido tan poco profunda la margen, de seguro que me habría ahogado: género de muerte que detesto, porque el agua hace que el cuerpo se hinche ¡y qué cuerpo sería el mío si se hinchara! ¡Vaya! ¡una momia como una montaña!

(Vuelve á entrar Bardolfo, con el vino.)

Bardolfo.—Señor, aquí está la señora Aprisa, que viene á hablaros.

Falstaff.—Déjame vaciar un poco de Jerez sobre esta agua del Támesis; porque tengo en el vientre un frío tal, que no parece sino que hubiese tomado píldoras de nieve. Hazla entrar.

Bardolfo.—Entrad, mujer.

(Entra la Sra Aprisa.)

Aprisa.—Con vuestro permiso: merced, os digo. Doy buenos días á vuestra señoría.

Falstaff.—Llévate estos vasos. Prepárame cuidadosamente un azumbre de Jerez.

Bardolfo.—¿Con huevos, señor?

Falstaff.—No: solo. No quiero grasa de gallina en mi bebida. (Sale Bardolfo.) ¿Y bien?

Aprisa.—Vengo á encontraros de parte de la señora Ford.

Falstaff.—¡La señora Ford! Harto de su nombre estoy. Con ese nombre me ha hecho bautizar en el río.

Aprisa.—¡Qué desgracia! ¡Pero no fué culpa suya, pobre palomita! Así está furiosa contra sus criados porque equivocaron su dirección.

Falstaff.—Así como me equivoqué yo fundando esperanzas sobre la promesa de una mujer atolondrada.

Aprisa.—Pues si viérais cómo se lamenta de aquello, se os partiría el corazón. Su marido sale á cazar pájaros esta mañana, y ella os ruega una vez más que vayáis á verla entre las ocho y las nueve. Me ha exigido que le responda al instante. Ella os dará satisfacciones, os lo garantizo.

Falstaff.—Bien. Iré á visitarla. Dile así, y que considere lo que es un hombre, y su fragilidad, y juzgue por ello de mi merecimiento.

Aprisa.—Así se lo diré.

Falstaff.—Enbuenhora. ¿Decís que entre nueve y diez?

Aprisa.—Entre ocho y nueve, señor.

Falstaff.—Está bien: id. No dejaré de verla.

Aprisa.—Quedad con Dios.

(Sale.)

Falstaff.—Es extraño que no tenga noticia del señor Brook. Me envió á decir que le aguardara. Me agrada bastante su dinero. ¡Oh! Hele aquí que llega.

(Entra Ford.)

Ford.—Dios os bendiga, señor.

Falstaff.—Y bien, señor Brook: ¿habéis venido á saber lo que ha pasado entre la señora Ford y yo?

Ford.—Efectivamente, sir Juan; es el objeto de mi visita.

Falstaff.—Señor Brook, no os diré una mentira: estuve en su casa á la hora convenida.

Ford.—¿Y qué tal os fué por allí?

Falstaff.—Muy desgraciadamente, señor Brook.

Ford.—¿Cómo así? ¿Acaso mudó de parecer?

Falstaff.—No, señor Brook; pero aquel descomunal cornudo de su marido, que vive en la eterna alarma del celoso, se aparece en el instante de más interés, cuando ya nos habíamos abrazado, besado y jurado, y hecho, en fin, el prólogo de nuestra comedia; y tras de él una caterva de sus compañeros, llamados y provocados por su mala índole, a fin de que registraran la casa en busca del amante de su esposa.

Ford.—¡Qué! ¿Mientras estábais allí?

Falstaff.—Mientras estaba allí.

Ford.—¿Y os buscó y no pudo encontraros?

Falstaff.—Vais á oirlo. Como si la buena suerte lo hubiera dispuesto, llega una señora Page: da aviso de la llegada de Ford; y gracias á su inventiva y á la desesperación de la señora Ford, me hicieron entrar en un canasto de ropa.

Ford.—¡En un canasto de ropa!

Falstaff.—Por Dios, en un canasto de ropa de lavado. Allí me sepultaron entre un montón de ropas sucias, camisas y enaguas, hediondas calcetas y medias, servilletas grasientas; de manera, señor Brook, que jamás nariz humana sintió semejante compuesto de pestilentes olores!

Ford.—¿Y cuánto tiempo permanecísteis allí?

Falstaff.—Vais á ver, señor Brook, cuánto he padecido por inducir á esta mujer al mal para bien vuestro. Así acondicionado en el canasto, la señora Ford llamó á un par de los bribones criados de su marido para hacerme llevar á los lavaderos de la Ciénaga de Datchet. Tomáronme en hombros, y al salir se dieron en la puerta con el celoso bribón de su amo, quien les preguntó una ó dos veces lo que llevaban en el cesto. Me tembló el cuerpo sólo de pensar que el bellaco lunático hubiese querido registrar; pero el destino, para que no pueda dejar de ser cornudo, le detuvo la mano. Bien: él se fué á registrar la casa, y yo me fuí en calidad de ropa sucia. Pero atended á lo que siguió, señor Brook. He sufrido las torturas de tres muertes diversas. Primero: un terror indecible de ser descubierto por el apolillado carnero manso. Segundo: estar como hoja de Toledo enrollada con la punta junto á la guarnición, encerrado en la circunferencia de un celemín, con la cabeza entre los piés. Y luégo ser embutido allí con pestíferas telas que fermentaban en su propia grasa. Pensad en esto: un hombre de mi temperamento, sensible al calor como la manteca: un hombre que está continuamente sudando y derritiéndose. Fué un milagro no morir asfixiado. Y en lo más fuerte de este baño, cuando estaba ya medio cocido en aceite, como guisado holandés, ser arrojado al Támesis, y enfriarse en esa marejada, pasando de repente del rojo cereza al ceniza oscuro, como herradura de caballo. Considerad esto, considerad: un calor de ascua, un calor de infierno!

Ford.—Con toda mi alma deploro que por culpa mía hayáis sufrido todo esto. Considero, pues, perdida mi pretensión. ¿Pensáis no volver á hacer la prueba?

Falstaff.—Señor Brook, consentiría en ser arrojado al Etua, como lo he sido al Támesis, antes que dejar esto así. Su marido ha salido á cazar pájaros esta mañana; he recibido de ella otro mensaje dándome nueva cita; y la hora es entre las ocho y las nueve.

Ford.—Pues ya han dado las ocho, señor.

Falstaff.—¿Ya? Entonces acudo inmediatamente á la cita. Venid cuando lo tengáis á bien, y os informaré del progreso que haga. La conclusión ha de ser que gozaréis de ella. Adios. La tendréis, señor Brook, la tendréis y pondréis los cuernos á Ford.

(Sale.)

Ford.—Hum! ¡Ah! ¿Es esto una visión? ¿Es esto un sueño? ¿Estoy dormido? Despierta, Ford: Ford, despierta! Tu mejor precaución se encuentra burlada. ¡Y para esto se casa uno! ¡Para esto tiene uno en su casa ropas y canastas! Bien. Proclamaré en alta voz lo que soy. Ahora no se me escapará el miserable, no. Es imposible que se escape. Está en mi casa, y no se ha de ocultar en una alcancía ni en la caja de la pimienta. Registraré hasta los lugares imposibles, y le he de atrapar á menos que le ayude su consejero el diablo. Si no puedo evitar lo que soy, al menos no me resignaré mansamente á ser lo que no quisiera. Y si he detener cuernos, yo haré que tenga razón el refrán, y que ese bribón salga por la punta de un cuerno.

(Sale.)




ACTO IV.

ESCENA I.
La calle.
Entran la Sra. PAGE, la Sra. APRISA y GUILLERMO.
Sra. Page.

T

e parece que está ya en casa de Ford?

Aprisa.—Sin duda, que ha de estar á esta hora, ó en pocos momentos más. Pero podéis creer que está verdaderamente furioso por aquello de haberlo echado al río. La señora Ford desea que vayáis inmediatamente.

Sra. Page.—Ya estaré con ella dentro de un rato. No voy á hacer mas que dejar en la escuela á mi chico que véis conmigo. Ahí viene su maestro. Es día de asueto, á lo que veo. (Entra sir Hugh Evans.) ¿Cómo estáis, señor Hugh? ¿No es hoy día de escuela?

Evans.—No. El señor Slender ha dado á los chicos permiso para jugar.

Sra. Page.—Señor Hugh, mi esposo dice que mi hijo aprovecha maldita de Dios la cosa en su libro. Y os ruego que le hagáis algunas preguntas sobre sus rudimentos.

Evans.—Ven aquí, Guillermo. Levanta la cabeza. Ven.

Sra. Page.—Venid, gran tuno. Erguid la cabeza y responded al maestro. No tengáis miedo.

Evans.—Guillermo, ¿cuántos números hay en los nombres?

Guillermo.—Dos.

Aprisa.—Pues yo pensé que había uno mas; porque las gentes dicen nombres raros.»

Evans.—Dejad vuestra charla. ¿Qué significa «bello

Guillermo.Pulchro.

Aprisa.¡Sepulcro! Pues ya conozco yo muchas cosas más bellas que un sepulcro!

Evans.—¡Qué mujer tan simple! Hacedme el favor de callar. Guillermo: ¿qué significa lapis?

Guillermo.—Piedra.

Evans.—¿Y qué es piedra, Guillermo?

Guillermo.—Un guijarro.

Evans.—No: es lapis. Que no se os borre del cerebro.

Guillermo.Lapis.

Evans.—¡Bravo, Guillermito! Y decid: ¿de dónde se toman los artículos?

Guillermo.—Los artículos se toman del pronombre, y se declinan así: «Singular, nominativo hic, hæc, hoc

Evans.—Nominativo hic, hac, hoc. No hay que distraerse.

Guillermo.—Acusativo hinc.

Evans.—Os encargo no perder la memoria. Acusativo hinc, hanc, hoc.—¿Cuál es el caso vocativo?

Guillermo.O, vocativo. O.

Evans.—Acordaos. Vocativo carer'.

Aprisa.—Provocativa es la carne. Eso ya se sabe. Lo mismo en latín que en todas las lenguas.

Evans.—¡Por Dios, mujer!

Sra. Page.—Callad.

Evans.—¿Cuál es el caso genitivo?

Guillermo.—¿Caso genitivo?

Evans.—Sí.

Guillermo.Orum, arum, orum.

Aprisa.—¡Mal haya con el genit...! ¡Jesús! ¡Niño! ¡Nunca digas esa palabra!

Evans.—¡Por pudor, mujer!

Aprisa.—¡Es una temeridad enseñar estas palabras á los niños! El le enseña cosas de malicia, que ya se las aprenden solos los muchachos en un abrir y cerrar de ojos. ¡Dios lo sabe!

Evans.—¿Estás loca, mujer? ¿No tienes entendimiento para tus casos y el número de los géneros?

Sra. Page.—Hazme el favor de callar.

Evans.—Declina ahora, Guillermo, algunos pronombres.

Guillermo.—Se me han olvidado.

Evans.—Es así: qui, que, quod. Si olvidáis los qui, los que y los quod, habrá que vestiros de corto. Id á jugar.

Sra. Page.—Sabe mucho más que lo que yo suponía.

Evans.—Tiene una memoria muy feliz. Adios, señora Page.

Sra. Page.—Adios, buen señor Hugh. Vamos á casa, niño. Vamos, ya me he demorado en extremo.

(Salen.)
ESCENA II.
Cuarto en casa de Ford.
Entran FALSTAFF y la Sra. FORD.

Falstaff.—Señora Ford, vuestro pesar ha hecho desaparecer mi resentimiento. Veo que sois consecuente en vuestro amor, y me precio de cumplido en corresponder hasta la más mínima fineza. Y esto, señora, no sólo en cuanto al amor mismo, sino también en todos los accesorios, complementos y ceremonias que lo acompañan. ¿Pero estáis ahora segura de vuestro marido?

Sra. Ford.—Ha salido á cazar, amable sir Juan.

Sra. Page.—(Adentro.) ¡Ea! ¡Hola! Señora Ford. ¿Me oís?

Sra. Ford.—Entrad á esa cámara, sir Juan.

(Sale Falstaff.—Entra la Sra. Page.)

Sra. Page.—¿Cómo estáis, querida mía? ¿Hay alguien con vos en la casa?

Sra. Ford.—¿Quién podría haber? Nadie sino las gentes de mi servicio.

Sra. Page.—¿De veras?

Sra. Ford.—Nadie, por cierto. (Aparte.) Hablad más alto.

Sra. Page.—No sabéis cuánto me alegro de que estéis sola.

Sra. Ford.—¿Por qué?

Sra. Page.—¡Ay, mujer! Vuestro marido vuelve á su vieja manía. ¡Si oyérais lo que dice allá abajo á mi esposo! ¡Y cómo reniega de cuantos matrimonios hay en el mundo! Maldice á todas las hijas de Eva, de cualquiera condición y carácter que sean; y se golpea la frente gritando: «¡Salid de una vez, salid de una vez!» de modo que cualquiera locura furiosa que haya visto en mi vida, no es más que mansedumbre, paciencia y cortesía, comparada con la furia en que él está. ¡Gracias á Dios que el caballero gordo no está aquí!

Sra. Ford.—¡Pues qué! ¿Habla de él?

Sra. Page.—Nada más que de él; y jura que la última vez que lo buscó lo hicieron salir dentro de un canasto; asegura á mi esposo que él está ahora en este lugar; y ha hecho que todos los que le acompañaban en la caza abandonen su recreo para venir á darles una nueva prueba de sus sospechas. Me alegro en el alma de que el caballero no se encuentre aquí; pues así verá vuestro esposo su propio desatino.

Sra. Ford.—¿Y está cerca de la casa?

Sra. Page.—Al fin de esta calle; de manera que no tardará en llegar.

Sra. Ford.—¡Estoy perdida!—¡El caballero está ahí dentro!

Sra. Page.—¡Ay, Dios mío! ¡Pues entonces estáis arruinada sin remedio, y él ya se puede dar por hombre muerto! Pero ¿qué mujer sois? ¡Que salga al instante, que salga! Mas vale pasar un bochorno que ser causa de un asesinato!

Sra. Ford.—¿Pero por dónde podrá salir? ¿Cómo lo ocultaré? ¿Volveré á ponerlo en el canasto?

(Vuelve á entrar Falstaff.)

Falstaff.—No, no volveré á entrar en el canasto. ¿No podré irme antes de que él venga?

Sra. Page.—¡Ay! Allí están guardándo la puerta tres de los hermanos de Ford, armados de pistolas! Y no dejarán salir á nadie. Si no fuera por esto, podríais salir antes que él llegase. ¿Pero qué hacéis aquí?

Falstaff.—¿Qué haré? ¿Qué haré? Me subiré por la chimenea.

Sra. Ford.—Siempre que vuelven de cazar descargan allí sus escopetas. Meteos por la boca del horno.

Falstaff.—¿Adónde está?

Sra. Ford.—Pero es indudable que registrará allí también. No le quedará armario, cofre, baúl, pozo, bóveda ni rincón por registrar; pues tiene escrita la nota de todo, y se guía por ella: Es imposible ocultaros en la casa.

Falstaff.—Entonces saldré.

Sra. Page.—Si salís tal como estáis, sir Juan, no pasaréis vivo la puerta de la calle. Sólo que pudiérais disfrazaros...

Sra. Ford.—¿Qué disfraz podremos ponerle?

Sra. Page.—¡Qué desgracia! No se me ocurre la menor idea. No hay enaguas bastante grandes para él; que de no, se le podría poner un sombrero, un embozo, un pañuelo, y así podría escapar sin dificultad.

Falstaff.—Por amor de Dios, ingeniad algún medio. Lo que queráis, con tal de que no haya aquí alguna catástrofe.

Sra. Ford.—La tía de mi doncella de labor, la obesa señora de Brentford, tiene en un cuarto de aquí arriba una bata.

Sra. Page.—Por vida mía que le vendrá bien. Ella es tan gruesa como él. Y ahí están también su sombrero tejido y su manto. Subid, sir Juan.

Sra. Ford.—Subid, subid, amable sir Juan. La señora Page y yo buscaremos algunas blondas para la cabeza.

Sra. Page.—Pronto, daos prisa. Subiremos inmediatamente á vestiros. Mientras tanto, poneos la bata.

(Sale Falstaff.)

Sra. Ford.—Me alegraría de que le encontrase en esta traza mi marido. No puede tolerar á la vieja de Brentford: jura que es bruja: le ha prohibido venir á la casa, y la ha amenazado con echarla á golpes.

Sra. Page.—¡Dios le ponga debajo del bastón de vuestro marido, y venga el diablo á guiar el bastón!

Sra. Ford.—¿Pero viene realmente mi esposo?

Sra. Page.—Sí, y de bastante mal humor, por cierto. Habla del canasto, pero no sé cómo haya podido ser informado de esto.

Sra. Ford.—Probaremos lo mismo otra vez; porque encargaré á mis criados que vuelvan á llevar el canasto, para que se encuentren con él á la puerta, lo mismo que la vez pasada.

Sra. Page.—Ya no debe tardar en presentarse.—Vamos á vestir al otro como á la bruja de Brentford.

Sra. Ford.—Daré primero instrucciones á mis gentes sobre lo que han de hacer con el canasto. Subid, que yo iré en seguida llevando la ropa que falte.

(Sale.)

Sra. Page.—¡Cargue el diablo con el muy rematado pillo! Nunca podremos atormentarle como merece. Daremos una prueba en lo que vamos á hacer, de que las esposas pueden ser alegres sin dejar de ser honradas. Las que á menudo chanceamos y nos reímos, no pasamos todas de las palabras bulliciosas á las obras calladas. Es refrán antiguo, pero muy verdadero que, «del agua mansa nos libre Dios.» (Sale.)—(Vuelve á entrar la Sra. Ford con dos criados.)

Sra. Ford.—¡Ea! Tomad otra vez en hombros el canasto. Vuestro amo está cerca de la puerta. Si os pide poner en tierra vuestra carga, hacedlo. Pronto, daos prisa. (Sale.)

Criado 1.º—Vamos, vamos, levanta.

Criado 2.º—Dios quiera que no esté lleno con el caballero otra vez.

Criado 1.º—Espero en Dios que no. Tanto me gustaría que estuviese lleno de plomo. (Entran Ford, Page, Pocofondo, Caius, y sir Hugh Evans.)

Ford.—Bueno. Pero si resulta ser verdad: ¿tendréis algún modo de quitarme mi locura? ¡Abajo ese canasto, canalla! Que llamen á mi mujer. ¡Oh vosotros, bellacos, alcahuetes! ¡Aquí hay una pandilla, una conspiración contra mí! Pero toda esta infamia saldrá ahora á luz. ¡Mujer! ¿Oís? ¡Venid aquí á ver qué ropas tan inocentes enviáis al lavadero!

Page.—Esto es insufrible. Señor Ford, no debéis ya andar suelto. Será menester poneros una camisola de fuerza.

Evans.—Está lunático, loco furioso, tan furioso como un perro con la rabia.

Pocofondo.—Verdaderamente, señor Ford, esto no está bien. En verdad que no. (Entra la señora Ford.)

Ford.—Lo mismo digo yo, señor. Venid aquí, señora Ford; la señora Ford, la mujer honrada, la esposa modesta, la virtuosa criatura que tiene por marido un loco celoso! ¿Sospecho sin motivo, señora mía, no es así?

Sra. Ford.—Si sospecháis de mi honra, pongo al cielo por testigo de que no tenéis razón.

Ford.—Muy bien dicho, sin vergüenza; insiste en ello. Ven acá, criado. (Saca las ropas del canasto.)

Page.—Esto es intolerable.

Sra. Ford.—¿No os avergonzáis? Dejad esos trapos.

Ford.—Ya os encontraré al instante.

Evans.—Esto no está en el orden. ¿Váis á vaciar las ropas de la señora?

Ford.—Vaciad el canasto, os digo!

Sra. Ford.—Pero ¡hombre! ¿qué es esto?

Ford.—Tan cierto como que soy hombre, señor Page, ayer se ha hecho salir de mi casa á un hombre en este canasto. ¿Por qué no había de estar en él también hoy? De que se encuentra en mi casa, estoy seguro: mis informes no pueden engañarme, y mi celo es justo. Echadme fuera todas esas telas.

Sra. Ford.—Si halláis allí un hombre, morirá de la muerte de una pulga.

Page.—Aquí no hay nadie.

Pocofondo.—Sobre mi fe, señor Ford, que esto no está bien. Os hacéis agravio vos mismo.

Evans.—Señor Ford, deberíais rezar en vez de entregaros á las imaginaciones de vuestro corazón. Esto no es más que celos.

Ford.—Bueno. El que busco no está aquí.

Page.—No: ni en parte alguna que no sea vuestro cerebro.

Ford.—Ayudadme á registrar la casa nada más que esta vez; y si no encontramos lo que busco, no tengáis misericordia conmigo; hacedme para siempre el tema de vuestra charla de sobremesa, y que se diga de mí en todas partes: «celoso como Ford, que registró una cáscara de nuez para encontrar al amante de su esposa.» Dadme una sola vez esta satisfacción: busquemos esta vez.

Sra. Ford.—Hola! Eh! Señora Page! Bajad con la anciana, que mi esposo necesita ir á la habitación.

Ford.—¡Anciana! ¿Qué anciana es esa?

Sra. Ford.—La tía de mi doncella, la anciana de Brentford.

Ford.—Una bruja, una mujer perdida, una vieja enredista! ¿No le he prohibido venir á mi casa? ¿Á qué vendrá sino á traer mensajes? Nosotros, hombres sencillos, no sabemos lo que se hace pasar bajo la pretendida profesión de adivinar la fortuna. Ella se sirve de talismanes, de oráculos, de figuras y de cosas por el estilo; todo fuera de nuestro elemento; de manera que no podemos saber nada. ¡Baja de ahí, vieja bruja, baja, te digo!

Sra. Ford.—No le hagáis mal, esposo mío. Caballeros, os ruego que no le dejéis maltratar á la pobre anciana. (Entra Falstaff vestido de mujer, conducido por la señora Page.)

Sra. Page.—Venid, madre Prat, venid, dadme la mano.

Ford.—¿Sí? Pues yo le daré bastón. (Le da golpes.) Harapo! Pelleja! Gato montés! Pandorga! Fuera de aquí! Fuera! Yo te daré conjuros! Yo te daré adivinar fortuna!

Sra. Page.—¿No os da vergüenza? Creo que habéis casi muerto á la pobre mujer!

Sra. Ford.—No tardará en hacerlo. Será para vos un crédito muy honroso.

Ford.—¡Que el diablo cargue con la bruja!

Evans.—Por sí ó por no, me figuro que la mujer es realmente bruja. No me gusta que las mujeres tengan una barba crecida, y he notado una gran barba bajo el embozo de ésta.

Ford.—¿Queréis seguirme, señores? Os suplico que me sigáis á ver el éxito de mis celos. Si he dado la alarma sin fundamento, no confiéis jamás en mí cuando os invite de nuevo.

Page.—Obedezcamos su capricho todavía un poco más. Vamos, caballeros.

(Salen Page, Ford, Pocofondo y Evans.)

Sra. Page.—Creedme, que le ha golpeado lastimosamente.

Sra. Ford.—Pues os aseguro por la misa, que no lo ha hecho así; más bien creo que le ha golpeado sin lástima alguna.

Sra. Page.—Voy á hacer bendecir el bastón y que lo cuelguen en algún altar. Ha prestado un servicio de los más meritorios.

Sra. Ford.—Ahora bien, decidme vuestro parecer. ¿Pensáis que en nuestra condición de señoras y con el testimonio de una buena conciencia, debemos perseguirle con nuevas venganzas?

Sra. Page.—Tengo por seguro que con estos sustos ya se le habrá quitado el espíritu de libertinaje. Si el diablo no lo ha comprado sin pacto de retroventa, pienso que jamás volverá á atrevérsenos.

Sra. Ford.—¿Diremos á nuestros esposos lo que le hemos hecho?

Sra. Page.—Indudablemente debemos decírselo, aunque sólo fuera para limpiar de fantasmas el cerebro de vuestro marido. Si ellos en su corazón encuentran que el pobre, vicioso y obeso caballero debe ser más castigado todavía, nosotras dos seremos aún los instrumentos.

Sra. Ford.—Os garantizo que le harán pasar una vergüenza en público; y creo que de no hacerle pasar esa pública humillación, no deberíamos cesar un instante en la burla que le hacemos sufrir.

Sra. Page.—Pues manos á la obra. Combinemos el plan. No me gusta que estas cosas se enfríen. (Salen.)

ESCENA III.
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran el POSADERO y BARDOLFO.

Bardolfo.—Señor, los alemanes desean tomar tres de vuestros caballos. El duque vendrá mañana á la corte y ellos irán á recibirlo.

Posadero.—¿Qué duque puede ser ese que viene con tanto secreto? No he oído decir de él ni una palabra en la corte. Déjame hablar con esos señores. Ellos hablan el idioma.

Bardolfo.—Bien, señor; les diré que vengan.

Posadero.—Les daré mis caballos, pero haré que me los paguen á buen precio. Yo les exprimiré el jugo. Han tenido mis casas á su disposición una semana, he tenido que despedir á los demás huéspedes. Es necesario hacerles pagar bien: exprimirles el jugo.

(Salen.)
ESCENA IV.
Cuarto en casa de Ford.
Entran PAGE, FORD, la señora PAGE, la señora FORD y sir HUGH EVANS.

Evans.—Es uno de los más discretos procederes de mujer que jamás he visto.

Page.—¿Y envió estas cartas á cada una de vosotras dos á un mismo tiempo?

Sra. Page.—Con quince minutos de diferencia.

Ford.—Perdóname, esposa mía. En adelante harás lo que quieras; y más bien sospecharé al sol de frío, que á ti de frivolidad. Tu honor es ahora, para este antiguo hereje, una verdadera y firme fe.

Page.—Está bien: está bien: basta. No seáis ahora tan extremado en la sumisión como lo fuísteis en la ofensa. Sigamos adelante con nuestro plan, y que nuestras esposas, una vez más para darnos una diversión pública, dén cita á ese viejo obeso, á fin de que nosotros le sorprendamos y le presentemos á la pública vergüenza.

Ford.—Eso es: y no hay mejor modo que el que ellas han sugerido.

Page.—¡Cómo! ¿Haciéndole decir que se encontrarán con él á media noche en el parque? No vendría jamás.

Evans.—Decís que ha sido echado al río y que se le ha estropeado severamente tomándolo por una vieja? Pues se me figura que habrá quedado tan lleno de terror, que no vendrá. Y considero además que carne tan castigada, ya estará curada de malos deseos.

Page.—Pienso lo mismo.

Sra. Ford.—Arreglad el modo cómo habéis de recibirle, que ya arreglaremos nosotras el modo de hacerle venir.

Sra. Page.—Hay un cuento antiguo según el cual, el cazador Herne, que alguna vez fué guarda-bosque de Windsor, se pasea á media noche, durante todo el invierno, al rededor de un roble, llevando en la cabeza grandes cuernos como de ciervo; y allí hiela el árbol y ataca al ganado, y hace que la vaca vierta en vez de leche sangre, y sacude una cadena de la manera más espantosa y temible. Habéis oído hablar de ese espíritu y sabéis bien que los antiguos, llenos de superstición, recibieron como una verdad, y como tal trasmitieron á nuestros días, la fábula del cazador Herne.

Page.—Sin embargo, no faltan muchos que temen pasar en alta noche junto al roble de Herne. Pero ¿qué resulta de eso?

Sra. Ford.—Pues nuestro plan es que Falstaff vaya á encontrarse con nosotras al pié del roble, disfrazado de Herne, con grandes cuernos en la cabeza.

Page.—Bien: admitiendo que acudirá á la cita en el modo y forma que decís, ¿qué vais á hacer con él? ¿Cuál es vuestro intento?

Sra. Page.—También hemos pensado en ello, y he aquí cómo: mi hija Ana Page, mi hijo y tres ó cuatro chicuelos de su edad, estarán vestidos de enanos, de duendes y de hadas, de color verde y azul, llevando en la cabeza coronas de bujías de cera, y matracas en las manos. En el momento en que Falstaff y nosotras estemos reunidos, saldrán ellos precipitándose de repente de su escondite y entonando alguna bulliciosa canción; y á su vista nos escaparemos nosotras dando muestras de grande asombro. Entonces ellos le rodearán, y á usanza de hadas, principiarán á pinchar al torpe caballero, preguntando cómo ha podido atreverse, siendo un profano, á penetrar en sus sagrados senderos en aquella hora de su fiesta.

Sra. Ford.—Y que las supuestas hadas sigan punzándolo bien y quemándolo con sus bujías, hasta que haya confesado la verdad.

Sra. Page.—Y una vez confesada, nos presentaremos nosotras, quitaremos los cuernos al espíritu, y le llevaremos en medio de nuestras burlas hasta su casa en Windsor.

Ford.—Será menester aleccionar bien á los niños para esto; ó de no, jamás podrán hacerlo como se debe.

Evans.—Yo enseñaré á los chicos el modo cómo han de conducirse; y yo mismo me disfrazaré de mono para quemar con mi bujía al caballero.

Ford.—Eso será excelente. Yo iré á comprar los disfraces.

Sra. Page.—Mi Ana será la reina de todas las hadas, elegantemente vestida de blanco.

Page.—Yo le compraré esa seda. (Aparte.) Y al mismo tiempo, se la llevará Slender á Eton para que se casen allí. Ea! Envía sin demora el mensaje á Falstaff.

Ford.—Yo volveré á verle bajo el nombre de Brook y me descubrirá todo su propósito. Es seguro que vendrá.

Sra. Page.—No os cuidéis de ello. Id y procuraduos las cosas que necesitan nuestras hadas.

Evans.—Ocupémonos de ello desde luégo. Son placeres admirables, y muy honestas bellaquerías.

(Salen Page, Ford y Evans.)

Sra. Page.—Id, señora Ford, y enviad la señora Aprisa á donde sir Juan para conocer su disposición. (Sale la señora Ford.) Yo veré al doctor. Él, y nadie sino él, ha tenido mi consentimiento para casarse con Ana. Ese Slender, aunque bien fincado, es un idiota; y mi marido le prefiere á todos. El doctor es acaudalado y tiene amigos poderosos en la corte. Nadie sino él ha de tener á mi hija, aunque haya veinte mil mejores muriéndose por ella.

(Sale.)
ESCENA V.
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran el POSADERO y SIMPLE.

Posadero.—¿Qué quieres, patán? ¿Qué, imbécil? Habla, resuella, discute; breve, lacónico, pronto, de estallido.

Simple.—Vengo, señor, de parte de mi amo el señor Slender, á hablar con el señor Falstaff.

Posadero.—Pues allí está su cuarto, su casa, su castillo, su cama fija y su cama de ruedas; todo pintado de nuevo con la historia del hijo pródigo. Vé, golpea y llama. Te hablará como un antropófago. Llama, te digo.

Simple.—Á ese cuarto ha subido una vieja, una mujer gorda. Si permitís, aguardaré á que baje, porque en verdad vengo á hablar con ella.

Posadero.—¡Hola! ¡Una mujer gorda! Pueden robar al caballero: daré voces. Bravo caballero! Bravo sir Juan! Habla marcialmente desde tus pulmones. ¿Estás ahí? Es tu posadero, tu efesino, quien llama.

Falstaff.—¿Qué ocurre, posadero mío?

(Desde arriba.)

Posadero.—Aquí hay un tártaro-bohemio que se desespera por que baje tu mujer gorda. Déjala bajar, déjala bajar. Mis cuartos son santuarios. ¿Secretos, eh? ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!

(Entra Falstaff.)

Falstaff.—Hasta hace un momento estaba conmigo una vieja gorda; pero ya se ha ido.

Simple.—Tened la bondad de decirme, señor: ¿no era la hechicera de Brentford?

Falstaff.—Ella misma, concha de ostra: ¿qué tienes que hacer con ella?

Simple.—Mi amo el señor Slender, viéndola pasar por la calle, envía á saber, señor, si un tal Nym que le ha escamoteado una cadena, la tiene ó no.

Falstaff.—He hablado de ello con la vieja.

Simple.—¿Os dignaréis decirme lo que ella dice?

Falstaff.—Sí, por cierto. Dice que el mismo individuo que le escamoteó la cadena es quien le ha defraudado de ella.

Simple.—Hubiera querido hablar con la mujer en persona; pues tenía que hablarle de parte de él sobre otros asuntos.

Falstaff.—¿Cuáles? Sepamos.

Posadero.—Al grano: pronto.

Simple.—No lo ocultaré, señor.

Falstaff.—Ocúltalo, ó mueres.

Simple.—Señor, si no es nada: todo era sobre la señorita Ana Page, para saber si la tendrá mi amo ó no.

Falstaff.—Esa, esa es su fortuna.

Simple.—¿Cuál, señor?

Falstaff.—Tenerla ó no. Vé á decirle que así me lo dijo la mujer.

Simple.—¿Deberé atreverme á decirlo así?

Falstaff.—Sí, señor palurdo. ¿Quién se atreverá á más?

Simple.—Doy gracias á vuestra señoría. Voy á alegrar á mi amo con estas nuevas.

(Sale Simple.)

Posadero.—Eres docto, eres docto, sir Juan. ¿Estabas con una adivina?

Falstaff.—Es verdad, posadero mío, con una que me ha enseñado á tener más ingenio, que lo que jamás había aprendido en toda mi vida. Y que en lugar de pagarle por ello, he sido pagado por mi aprendizaje.

(Entra Bardolfo.)

Bardolfo.—¡Ah, señor! Ha sido una picardía! Una bribonada!

Posadero.—¿Dónde están mis caballos? Habla bien de ellos, bellaco.

Bardolfo.—Se han ido con los rateros; porque apenas había yo pasado de Eton, me arrojaron de las ancas de uno de ellos dentro un gran charco de lodo, y apretaron las espuelas y partieron volando como tres diablos alemanes, como tres doctores Fausto.

Posadero.—No han ido más que á recibir al duque, canalla! No digas que se han fugado: los alemanes son hombres de bien!

(Entra sir Hugh Evans.)

Evans.—¿Dónde está mi posadero?

Posadero.—¿Qué se ofrece, señor?

Evans.—Tened cuidado con las gentes que recibís. Un amigo mío que acaba de llegar á la ciudad, me dice que andan por aquí unos tres primos alemanes que han desbalijado á todos los posaderos de Readings, de Maidenhead y de Colebrook, robándoles dinero y caballos. Os lo aviso por la buena voluntad que os tengo. Vos sois un hombre listo, lleno de bromas y tretas, y no estaría bien que os dieran el bromazo de escamotearos. Quedad con Dios.

(Sale.Entra el doctor Caius.)

Caius.—¿Dónde está mi posadero de la Liga?

Posadero.—Heme aquí, señor doctor, lleno de incertidumbre y perplejidad.

Caius.—No estoy muy al corriente del asunto; pero oigo decir que hacéis grandes preparativos para recibir á un duque de Alemania. Por mi alma, que en la corte no se tiene la menor noticia de que venga tal duque. Os lo aviso por la buena voluntad que os tengo. Quedad con Dios.

(Sale.)
Posadero.—¡Vé, corre, grita, da la alarma, canalla! ¡Ayudadme, caballero! ¡Corre, vuela, da voces de alarma! ¡Villano! ¡Me han robado!
(Salen el Posadero y Bardolfo.)

Falstaff.—Me alegraría de que todo el mundo fuera escamoteado; porque yo lo he sido, y golpeado por añadidura. Si llegara á oídos de la corte el modo cómo he sido transformado y cómo mi transformación ha sido lavada y apaleada, harían derretir gota á gota toda mi gordura, y me flagelarían con sus sátiras y chistes hasta dejarme más encogido que una pera seca. Nunca he medrado desde que falté á mi propósito la primera vez. Bien. Si me alcanzara el aliento no mas que para decir mis preces, me arrepentiría. (Entra la Sra. Aprisa.) ¿Y bien? ¿De dónde venís?

Aprisa.—Ya podéis pensarlo; de donde las señoras que sabéis.

Falstaff.—¡Que el diablo cargue con una de ellas, y la hembra del diablo con la otra! Así quedarán colocadas las dos. Más he sufrido por causa de ellas que cuanto puede soportar la villana inconsecuencia de la disposición del hombre.

Aprisa.—¡Y qué! ¿No han padecido ellas? Sí, por cierto; podéis estar seguro de ello. Especialmente la señora Ford ¡pobre palomita! ha quedado de los golpes de su marido, tan llena de manchas azules y moradas, que no tiene un pedacito blanco en todo el cuerpo.

Falstaff.—¿Qué me cuentas de azul ni de morado? Á mí me han sacado de la piel á fuerza de golpes todos los colores del arco-iris; poco ha faltado para que me prendieran como bruja de Brentford; y gracias á la admirable destreza de mi ingenio en imitar las acciones y movimientos de una vieja, pude salvarme. El bribón de condestable me habría puesto en el cepo, en el cepo público, por bruja.

Aprisa.—Permitidme, señor, hablaros en vuestro alojamiento y sabréis cómo van las cosas, que, os lo aseguro, no dejarán de satisfaceros. He aquí una carta que os hará saber algo. ¡Dios mío! ¡Y qué afanes cuesta poneros uno junto á otra! Sin duda que entre vosotros dos hay quien cumple mal con el cielo, según son las dificultades que se encuentran!

Falstaff.—Subid á mi cuarto.

(Salen.)
ESCENA VI.
Entran FENTON y el POSADERO.

Posadero.—Señor Fenton, no me habléis. Tengo el ánimo abatido y estoy por abandonarlo todo.

Fenton.—Oidme, sin embargo; ayudadme en mi intento y á fe de caballero prometo daros cien libras en oro sobre el total de vuestra pérdida.

Posadero.—Os oiré, señor Fenton; y al menos seguiré vuestro consejo.

Fenton.—De vez en cuando he solido hablaros del íntimo afecto que profeso á la bella Ana Page, quien me apoya, hasta donde le es permitido escoger por sí misma y corresponde á mi amor. Tengo una carta suya, cuyo contenido no dejará de causaros asombro, en la cual andan tan mezclados la jovialidad de aquél y mi propio asunto, que es imposible presentar al uno separado de la otra. En esto corresponde un gran papel al obeso Falstaff; pero ya os mostraré (enseñándole la carta) más tarde todo el asunto de la broma. Escuchad ahora, posadero mío. Esta noche, en el roble de Herne, precisamente entre las doce y la una, mi dulce Ana tiene que representar á la reina de las hadas y he aquí con qué objeto: mientras tienen lugar otros juegos, deberá en obediencia á un mandato de su padre, fugar con Slender y dirigirse á Eton, donde serán casados inmediatamente. Y ella ha consentido. Por otra parte, su madre, que se opone tenazmente á ese enlace y está resuelta á favor del doctor Caius, ha convenido en que éste aproveche la distracción que causarán los juegos y se deslize con ella á la abadía, en donde los espera un sacerdote para casarles. Á este plan de su madre, ella, dócil en apariencia, ha consentido, dando su promesa al doctor. Ahora, la cosa se ha arreglado así; su padre quiere que esté vestida de blanco y que Slender en el momento oportuno la tome de la mano y la invite á seguirle; lo cual deberá hacer ella. La madre quiere que para hacerla conocer del doctor (pues todos han de estar enmascarados) se presente vestida de un traje verde, flotante y con largas cintas que bajarán desde la cabeza, y en el instante que parezca favorable al doctor, éste la haga señal con la mano; en lo cual ha consentido la doncella para salir con él.

Posadero.—¿Y á quién desea ella engañar? ¿Al padre ó á la madre?

Fenton.—Á ambos, mi querido posadero, para poder venir conmigo. Y todo consiste ahora en que me procuréis un vicario que me aguarde en la iglesia; entre doce y una y dé á nuestros corazones en nombre del matrimonio, la unión legal que necesitan.

Posadero.—Bien: abrazo vuestro plan. Iré adonde el vicario. Traed á la doncella, que no es sacerdote lo que os podrá faltar.

Fenton.—Y por ello te seré obligado eternamente, fuera de la recompensa que te otorgaré desde luégo.

(Salen.)


ACTO V.

ESCENA I.
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran FALSTAFF y la Sra. APRISA.
FALSTAFF.

B

asta de charla. Vete. Lo cumpliré. Esta es la tercera vez, y creo que á la tercera va la vencida. Márchate. Dicen que hay algo de la voluntad del cielo en los números impares, ya sea en el nacer, en la suerte, ó en el morir. Vete, vete.

Aprisa.—Os proveeré de la cadena, y haré cuanto esté á mi alcance para procuraros un par de cuernos.

Falstaff.—Márchate, digo. El tiempo pasa. Vamos: levanta la cabeza, y trote menudo. (Sale la Sra. Aprisa.) (Entra Ford.) ¡Hola! ¿Qué tal, señor Brook? Ha de saberse la verdad esta noche, ó nunca. Estad en el parque esta media noche, junto al roble de Herne, y veréis maravillas.

Ford.—¿No fuísteis ayer, señor, conforme á la cita que me dijísteis os había dado?

Falstaff.—Á la cita fuí, señor Brook, como el pobre hombre que me véis; pero salí de ella como una pobre vieja. Ese mismo pillo, Ford, su esposo, tenía en el cuerpo, señor Brook, el diablo más furioso de celos que jamás haya infundido frenesí á un hombre. Os diré que, tomándome por una anciana, me aporreó terriblemente; pues ya se echa de ver que en mi propia forma de hombre no temería yo ni al mismo Goliat con una viga de telar; porque sé también que la vida es una lanzadera. Estoy de prisa. Venid conmigo, señor Brook, y os lo diré todo. Desde los días en que desplumaba gansos, corría la tuna y jugaba al trompo, no he sabido lo que es atrapar golpes hasta esta ocasión. Seguidme, y os referiré extrañas cosas de este bellaco Ford, de quien he de vengarme esta noche, y cuya esposa os he de entregar.

(Salen.)
ESCENA II.
En el parque de Windsor.
Entran PAGE, POCOFONDO y SLENDER.

Page.—Venid, venid. Nos ocultaremos en el foso del castillo hasta que veamos las luces de nuestras hadas. Hijo Slender, no os olvidéis de mi hija.

Slender.—No, por cierto. La he hallado y tenemos convenida una palabra para reconocernos. Yo debo llegar vestido de blanco y exclamar: ¡chitor' y ella debe responder ¡morralr' y así conoceremos cada uno al otro.

Pocofondo.—Eso está bien; pero ¿qué necesidad hay de que vos exclaméis: ¡chitor' y ella morrar'? El vestido blanco os la hará ver bien claro. Han dado las diez.

Page.—La noche es oscura, y le vienen bien luces y espíritus. ¡Que el cielo favorezca nuestro juego! Aquí nadie desea el mal sino el diablo, y lo conoceremos por sus cuernos. Vámonos. Seguidme.

(Salen.)
ESCENA III.
La calle en Windsor.
Entran la Sra. PAGE, Sra. FORD y doctor CAIUS.

Sra. Page.—Señor doctor, mi hija está vestida de verde. Tan pronto como veáis llegada la oportunidad, tomadla por la mano, llevadla á la abadía y despachad la ceremonia aprisa. Id primero al parque. Nosotras dos debemos ir juntas.

Caius.—Ya sé lo que tengo que hacer. Adios.

Sra. Page.—Id con Dios. (Sale Caius.) Mi marido no se alegrará tanto de la burla á Falstaff, como se fastidiará del casamiento del doctor con mi hija. Vale más un rato de mal humor que toda una vida de padecimientos.

Sra. Ford.—¿Adónde está ahora Ana con su cortejo de hadas? ¿Y el diablo galo Hugh?

Sra. Page.—Están todos en una zanja cerca del roble de Herne, con las luces escondidas, y en el momento en que Falstaff se encuentre con nosotras, las harán brillar todas á un tiempo en la oscuridad de la noche.

Sra. Ford.—Eso no podrá menos que dejarle azorado.

Sra. Page.—Si no se azora, sufrirá la burla. Y si se azora, la sufrirá de todos modos.

Sra. Ford.—Se la jugaremos buena.

Sra. Page.—No hay pecado en burlarse de tales libertinos y de su corrupción.

Sra. Ford.—Se acerca la hora. Vamos al roble, al roble!

(Salen.)
ESCENA IV.
Parque de Windsor.
Entran sir HUGH EVANS y hadas.

Evans.—Corred, corred. Vamos, y acordaos de vuestros papeles. Sed osados, os ruego. Seguidme á la zanja, y cuando os haya dado la señal, haced lo que os diga. Ea! vamos! corred, corred!

ESCENA V.
Otra parte del Parque.
Entra FALSTAFF disfrazado y con una cabeza postiza de gamo.

Falstaff.—La campana de Windsor ha sonado las doce; y ahora, que me asistan los dioses de sangre ardorosa. Acuérdate, Júpiter, de que por tu Europa fuíste toro: llevabas el amor en tus cuernos. ¡Oh poderoso amor! Que bajo ciertos aspectos haces de la bestia un sér humano, y bajo otros haces del hombre una bestia! También ¡oh Júpiter! por amor á Leda fuíste cisne. ¡Oh amor omnipotente! ¡Qué cerca pusiste al dios de parecer un ganso! Primero, una falta cometida bajo la forma de una bestia; falta bestial; ¡oh Júpiter! Y en seguida otra falta bajo la apariencia de una ave; falta volante. Cuando los dioses hacen tales faltas, ¿qué haremos los pobres hombres? Por mi parte, soy ahora un ciervo de Windsor, el más gordo de los del bosque, según creo. Envíame ¡oh Júpiter! un buen tiempo de brama. Pero ¿quién viene? ¿Es acaso mi cierva?

(Entran la Sra. Ford y la Sra. Page.)
Sra. Ford.—¿Estás aquí, sir Juan, gamo, gamo mío?

Falstaff.—¿Es mi cierva de pequeña cola negra? Que lluevan patatas; que los truenos canten la tonada de «las mangas verdes», que caigan por granizo confites azucarados: que haya una borrasca de todas las tentaciones; yo me refugiaré siempre aquí.

(La abraza.)

Sra. Ford.—La señora Page ha venido conmigo, vida mía.

Falstaff.—Pues divididme como ciervo regalado, la mitad de las ancas para cada una; guardaré para mí los costados, daré los hombros al mozo que pasea por aquí, y dejaré en legado á vuestros maridos estos cuernos. ¿No soy un verdadero montañés? ¿No hablo como el cazador? Por mi alma que ahora Cupido es muchacho de conciencia, como que hace restitución. Sed bienvenidas á este vuestro espíritu verdadero.

(Se oye ruido dentro.)

Sra. Page.—¡Ay! ¡Qué ruido!

Sra. Ford.—¡Que el cielo se apiade de nosotras!

Falstaff.—¿Qué podrá ser?

(Se van.)

Falstaff.—Parece que el diablo no quiere que yo me condene, mientras la grasa que hay en mí no haga prender fuego al infierno. Á no ser así, no me contraría de este modo.

(Entran sir Hugh Evans en traje de sátiro, la señora Aprisa y Pistol; Ana Page como reina de hadas, acompañada por su hermano y otros, en traje de hadas, con bujías de cera en la cabeza.)

Aprisa.—Hadas negras, pardas, verdes y blancas; vosotras, alegres huéspedes de la claridad de la luna y de las sombras de la noche; vosotras, herederas huérfanas de un destino invariable, atended á vuestras funciones y gerarquía. Duende heraldo, haced los tres pregones de las hadas.

Pistol.—Duendes, escribid vuestros nombres: guardad silencio, aéreos rapazuelos. Grillo, tú saltarás á las chimeneas de Windsor; y en donde encuentres fuegos llenos de cenizas y piedras de hogar sin barrer, punzad á las doncellas hasta ponerlas moradas como ciruelas. Nuestra brillante reina aborrece el desaseo y las gentes desaseadas.

Falstaff.—Son hadas. Quien oiga lo que hablan, tiene que morir por ello. Cerraré los ojos y me acostaré. Ningún hombre debe ver lo que hacen.

(Se acuesta boca abajo.)

Evans.—¿Á dónde está Pede? Vé, y en donde quiera que encuentres á una doncella que antes de acostarse haya dicho tres veces sus oraciones, estimularás los órganos de su fantasía y la adormecerás en un sueño tan profundo y delicioso como el de la infancia. Pero á las que se duermen sin pensar en sus pecados, pínchalas en los brazos, las piernas, las espaldas, los hombros, los costados y las espinillas.

Aprisa.—¡Á la obra! ¡Á la obra! Duendes, registrad el castillo de Windsor por dentro y fuera; hechiceras, derramad la buena suerte en cada sagrada habitación, para que se mantenga en pié hasta el fin de los siglos, en estado tan perfecto como conviene al Estado; digno siempre de su dueño y éste de él. Cuidad de perfumar el asiento de cada orden, con los jugos y aromas de las flores más preciadas: y sean para siempre bendecidos los leales blasones, escudos y crestas de cada uno. Y por la noche, vosotras, hadas de las praderas, cantad en coro formando un anillo á semejanza del de la Jarretera; y que la divisa que éste ostenta, sea más fértil en nueva vida que todos los campos, y escribid: Honi soit qui mal y pense, con ramilletes de esmeralda, flores moradas, blancas y azules, como zafiros, perlas y ricos bordados, enlazándolas bajo la rodilla doblada de esta orden de caballería. Las flores son la escritura de las hadas. Marchad! Dispersaos! Pero hasta que suene la una, renovemos la acostumbrada danza al rededor del roble de Herne el cazador.

Evans.—Poneos en orden, os ruego, entrelazando las manos de unos con otros; y mientras bailamos al rededor del árbol, veinte luciérnagas nos servirán de linternas para guiar nuestra danza. Pero deteneos. Siento el olor de un hombre de enmedio de la tierra.

Falstaff.—Dios me defienda de este duende galo; no sea que me haga transformar en un pedazo de queso!

Pistol.—¡Vil gusano! Fuíste mirado con desprecio aun en el instante en que naciste.

Aprisa.—Tocad la extremidad de su dedo con el fuego de prueba. Si es casto, la llama se retirará por sí sola sin causarle dolor alguno, pero si hace cualquier movimiento, entonces es la carne de un corazón corrompido.

Pistol.—Á la prueba: venid.

Evans.—Venid. ¿Arderá esta madera?

(Le queman con sus bujías.)

Falstaff.—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

Aprisa.—¡Corrompido, corrompido y manchado por la lujuria! Á él, duendes y hadas. Entonad una canción de desprecio, y mientras saltáis, idlo pinchando á compás.

Evans.—Es justo. Está lleno de lujuria é iniquidad.

Canción.

¡Vergüenza para quien ama
la sensualidad y el vicio!
Su pasión es una llama
que se extiende más y más

desde el corazón impuro
donde la aviva el deseo:
es fuego de un antro oscuro
que no se extingue jamás!
 
Pinchadle, una por una,
por su villano intento,
y en torno de él girando
quemadle sin piedad,
mientras hay luz de luna
que alumbre el firmamento,
y estrellas derramando
su pura claridad.


(Durante la canción, las hadas pinchan á Falstaff. El doctor Caius llega por un lado y se escapa con una hada vestida de verde; Slender por otro lado se lleva á una vestida de blanco. Y llega Fenton y se lleva á Ana Page. Se oye adentro ruido de caza: todas las hadas huyen. Falstaff se quita la cabeza de gamo y se levanta.—Entran Page, Ford, señora Page y señora Ford, y se apoderan de él.)

Page.—No hay que huir. Me parece que esta vez os hemos atrapado. ¿No habrá nadie sino Herne el cazador que haga vuestro negocio?

Sra. Page.—Vamos; os ruego no llevar la broma más lejos. Y ahora, buen sir Juan, ¿qué tal os gustan las esposas de Windsor? ¿Véis, esposo mío? ¿No sientan mejor estas hermosas astas al bosque que á la ciudad?

Ford.—Y bien, señor mío: ¿quién es ahora el cornudo, el bribón cornudo? He aquí sus cuernos, señor Brook; y no ha gozado cosa alguna de Ford, señor Brook, excepto su canasto de la ropa sucia, su bastón, y veinte libras en dinero, que tendrá que pagar al señor Brook, por cuanto, señor Brook, se le han embargado los caballos con ese objeto.

Sra. Ford.—Mala suerte hemos tenido, señor Juan; nunca pudimos gozar una cita. No volveré á tomaros por mi galán, siervo de mis antojos; pero sí os contaré siempre como á mi ciervo.

Falstaff.—Principio á comprender que me han hecho hacer el papel de asno.

Ford.—Y además el de buey. Las pruebas de uno y otro están á la vista.

Falstaff.—¿Y estos no son hadas? Tres ó cuatro veces me asaltó la idea de que no eran hadas; y sin embargo, la culpabilidad de mi intento, la súbita sorpresa de mis facultades, convirtió la tosquedad de la ficción en natural creencia de que á despecho de todo ritmo y razón eran hadas. He aquí, pues, de qué modo puede degenerar el ingenio en estupidez, cuando se encamina á un mal propósito.

Evans.—Servid á Dios, sir Juan, y dejad vuestros malos deseos, y las hadas no os atormentarán.

Ford.—Bien dicho, duende Hugh.

Evans.—Y dejad vos también vuestros celos, os lo suplico.

Ford.—Jamás volveré á desconfiar de mi esposa, hasta que podáis galantearla en lenguaje correcto.

Falstaff.—¿Acaso he puesto mi cerebro á secarse al sol, que no veo cómo evitar un exceso tan grosero como este? ¿También tengo que sufrir á este cabrón galo? ¿Habré de tener una coronilla de rizos? Ya es tiempo de que me atorase con un pedazo de queso tostado.

Evans.—No es bueno poner mantequilla al queso, y vuestro abdomen es todo mantequilla.

Falstaff.—¡Queso y mantequilla! ¿Y se ha de burlar de mí hasta este que hace trizas el idioma? Bastaría esto para que se acabaran en todo el reino las malas tentaciones y los paseos á media noche!

Sra. Page.—Pero ¡qué! sir Juan: ¿pensáis que aun cuando hubiésemos arrojado de nuestros corazones toda virtud y nos hubiésemos entregado en cuerpo y alma al infierno, habría podido el diablo hacer que nos deleitáramos en vos?

Ford.—¿En un budín? ¿En un saco de linaza?

Sra. Page.—¿En un hombre inflado?

Page.—Viejo, frío, ajado, y de entrañas intolerables.

Ford.—Y tan maldiciente como Satanás.

Page.—Y tan pobre como Job.

Ford.—Y tan depravado como su mujer.

Evans.—Y dado á la lujuria y á tabernas y al vino y la borrachera, y los juramentos, y las disputas!

Falstaff.—Bien. Soy ahora el blanco de vuestras burlas; tenéis la ventaja sobre mí; estoy abatido y ni siquiera soy capaz de responder al zurdo galo: hasta la ignorancia misma es una cimera junto á mí. Podéis hacer conmigo lo que gustéis.

Ford.—Por cierto, señor mío, que os vamos á llevar á Windsor á casa de un tal Brook, á quien habéis escamoteado dinero ofreciendo servirle de tercero. Después de lo que habéis sufrido, se me figura que restituir ese dinero sería una aflicción cruel.

Sra. Ford.—No, esposo mío; dejad que ese dinero quede ahí por vía de compensación. Perdonad esa suma y así quedaremos todos amigos.

Ford.—Bien: todo queda perdonado. He aquí mi mano.

Page.—Á pesar de todo, alégrate, caballero; porque esta noche vas á tomar en mi casa un vaso de leche con vino. Allí te reirás de mi esposa que se ríe ahora de tí; y le dirás que el señor Slender se ha casado con su hija.

Sra. Page.—Hay doctores que lo dudan (aparte); pues si Ana Page es mi hija, á esta hora es ya la esposa del doctor Caius.

(Entra Slender.)

Slender.—¡Oh! ¡Oh! ¡Padre Page!

Page.—Hijo ¿qué sucede? ¿Qué ocurre, hijo? ¿Habéis despachado ya?

Slender.—¡Despachado! He de hacer que esto lo sepa todo Gloucestershire. Quisiera verme ahorcado!

Page.—¿Por qué motivo?

Slender.—Fuí allá abajo, á Eton, á casarme con Ana Page, y resulta que se ha vuelto un muchachón contrahecho. Si no hubiéramos estado en la iglesia, yo le habría dado una buena zurra, ó él á mí. Por cierto que no me hubiera yo movido, si no porque pensé que era Ana Page. Ana Page! Un muchacho de la oficina de correos!

Page.—Pues por vida mía que echasteis mano de él por equivocación.

Slender.—Gran noticia me dáis! Ya creo que me equivoqué al tomar un muchacho por una doncella. Y aunque estaba vestido de mujer, si me hubiese casado con él no lo habría tomado.

Page.—Vuestro propio atolondramiento es el que ha ocasionado esto. ¿No os dije que conociérais á mi hija por los vestidos?

Slender.—Conforme habíamos convenido, me acerqué á ella de blanco y dije: «¡Chito!» y ella respondió: «¡Morral!» Y sin embargo, no era Ana sino el muchacho del Correo.

Evans.—¡Jesús! ¡Señor Slender! ¿No véis cosa mejor que casaros con muchachos?

Page.—Tengo el despecho en el corazón. ¿Qué haré?

Sra. Page.—No os enojéis, buen Jorge. Yo sabía vuestro propósito é hice vestir á mi hija de verde; y en verdad que ahora está en la abadía casándose con el doctor Caius.

(Entra Caius.)
Caius.—¿Dónde está la señora Page? ¡Voto á sanes, que he sido embaucado! ¡Me he casado con un muchacho, un garçon! ¡un muchacho campesino! ¡un muchacho que no es Ana Page, voto á!...

Sra. Page.—¡Qué! ¿Pues no estaba vestida de verde?

Caius.—¡Sí, por cierto, y era muchacho! He de revolver todo Windsor.

(Sale Caius.)

Sra. Page.—¡Qué cosa tan extraña! ¿Quién se ha llevado á la verdadera Ana?

Page.—Mal me anuncia el corazón. Aquí viene el señor Fenton. (Entran Fenton y Ana Page.) ¿Cómo va, señor Fenton?

Ana.—¡Perdón, padre mío! ¡Perdón, buena madre!

Page.—¿Cómo es, señorita, que no habéis ido con el señor Slender?

Sra. Page.—¿Cómo es, niña, que no fuíste con el doctor Caius?

Fenton.—No debéis aturdirla. Os diré la verdad de todo. Vosotros la habríais casado vergonzosamente, sin que hubiese habido en su matrimonio la debida proporción en los afectos. La verdad es que ella y yo, comprometidos de tiempo atrás, estamos ahora tan seguros, que ya nada podría separarnos. La falta que ha cometido es santa y no se la puede llamar con los nombres de engaño y desobediencia en que se falta al deber; pues con ella ha evitado las mil horas de irreligiosa desesperación que le habría traído un matrimonio forzado.

Ford.—No os aturdáis. La cosa ya no tiene remedio. En asuntos de amor, es el cielo quien decide. Los dineros compran tierras; pero á la mujer nadie la vende sino el destino.

Falstaff.—Me alegro, á pesar del empeño especial que habéis puesto contra mí, de que vuestro dardo haya resbalado.

Page.—Bien ¿qué remedio? ¡Fenton, que el cielo te dé alegría! Lo que ha de ser bien castigado ha de ser bien perdonado.

Falstaff.—Cuando se da caza de noche, se persigue á toda clase de ciervos.

Evans.—Bailaré y comeré golosinas en vuestra boda.

Sra. Page.—Bien: no me entristeceré más tiempo. Señor Fenton, que Dios os dé muchos, muchos días felices. Buen esposo mío, vamos todos á casa y delante de un buen fuego riámonos de la aventura; todos, incluso sir Juan.

Ford.—Sea como dices. Sir Juan: todavía cumpliréis vuestra palabra al señor Brook; porque esta noche dormirá con la señora Ford.

(Salen.)