Facundo (1874)/Capítulo VIII

De Wikisource, la biblioteca libre.
(Redirigido desde «Facundo: 11»)


Capítulo VIII

Ensayos

¡Cuánto dilata el día! Porque mañana quiero galopar diez cuadras sobre un campo
sembrado de cadáveres.

Shakespeare


Tal como la hemos visto pintada era en 1825 la fisonomía política de la República, cuando el Gobierno de Buenos Aires invitó a las provincias a reunirse en un Congreso general. De todas partes fue acogida esta idea con aprobación, ya fuese que cada caudillo contase con constituirse caudillo legítimo de su provincia, ya que el brillo de Buenos Aires ofuscase todas las miradas, y no fuese posible negarse sin escándalo a una pretensión tan racional. Se ha imputado al gobierno de Buenos Aires como una falta haber promovido esta cuestión, cuya solución debía ser tan funesta para él mismo y para la civilización, que como las religiones mismas, es generalizadora, propagandista, y mal creería un hombre si no deseara que todos creyesen como él.

Facundo recibió en La Rioja la invitación, y acogió la idea con entusiasmo, quizá por aquellas simpatías que los espíritus altamente dotados tienen por las cosas esencialmente buenas. En 1825, la República se preparaba para la guerra del Brasil y a cada provincia se había encomendado la formación de un regimiento para el ejército. A Tucumán vino con este encargo el coronel Madrid, que impaciente por obtener los reclutas y elementos necesarios para levantar su regimiento, no vaciló mucho en derrocar aquellas autoridades morosas, y subir él al Gobierno a fin de expedir los decretos convenientes al efecto. Este acto subversivo ponía al Gobierno de Buenos Aires en una posición delicada. Había desconfianza en los Gobiernos, celos de provincia, y el coronel Madrid venido de Buenos Aires y trastornando un Gobierno provincial, lo hacía aparecer a aquél a los ojos de la nación como instigador. Para desvanecer esta sospecha, el Gobierno de Buenos Aires insta a Facundo que invada a Tucumán y restablezca las autoridades provinciales, Madrid explica al Gobierno el motivo real, aunque bien frívolo por cierto, que lo ha impulsado, y protesta de su adhesión inalterable. Pero ya era tarde; Facundo estaba en movimiento, y era preciso prepararse a rechazarlo. Madrid pudo disponer de un armamento que pasaba para Salta; pero por delicadeza, por no agravar más los cargos que contra él pesaban, se contentó con tomar 50 fusiles y otros tantos sables, suficientes, según él, para acabar con la fuerza invasora.

Es el General Madrid uno de esos tipos naturales del suelo argentino. A la edad de 14 años empezó a hacer la guerra a los españoles, y los prodigios de su valor romancesco pasan los límites de lo posible: se ha hallado en ciento cuarenta encuentros, en todos los cuales la espada de Madrid ha salido mellada y destilando sangre: el humo de la pólvora y los relinchos de los caballos lo enajenan materialmente, y con tal que él acuchille todo lo que se le pone por delante, caballeros, cañones, infantes, poco le importa que la batalla se pierda. Decía que es un tipo natural de aquel país, no por esta valentía fabulosa, sino porque es oficial de caballería, y poeta además. Es un Tirteo que anima al soldado con canciones guerreras, el cantor de que hablé en la primera parte; es el espíritu gaucho, civilizado y consagrado a la libertad. Desgraciadamente, no es un general cuadrado como lo pedía Napoleón; el valor predomina sobre las otras cualidades del general en proporción de ciento a uno. Y si no, ved lo que hace en Tucumán: pudiendo, no reúne fuerzas suficientes, y con un puñado de hombres presenta la batalla, no obstante que lo acompaña el coronel Díaz Vélez poco menos valiente que él. Facundo traía doscientos infantes y sus Colorados de caballería: Madrid tiene cincuenta infantes y algunos escuadrones de milicias. Comienza el combate, arrolla la caballería de Facundo y a Facundo mismo, que no vuelve al campo de batalla sino después de concluido todo. Queda la infantería en columna cerrada; Madrid manda cargarla, no es obedecido, y la carga él solo. Cierto; él solo atropella la masa de infantería; voltéanle el caballo, se endereza, vuelve a cargar, mata, hiere, acuchilla todo lo que está a su alcance, hasta que caen caballo y caballero traspasados de balas y bayonetazos, con lo cual la victoria se decide por la infantería. Todavía en el suelo, le hunden en la espalda la bayoneta de un fusil, le disparan el tiro, y bala y bayoneta lo traspasan, asándolo además con el fogonazo. Facundo vuelve al fin a recuperar su bandera negra que ha perdido y se encuentra con una batalla ganada y Madrid muerto, bien muerto. Su ropa está ahí; su espada, su caballo, nada falta, excepto el cadáver, que no puede reconocerse entre los muchos mutilados y desnudos que yacen en el campo. El coronel Díez Vélez, prisionero, dice que su hermano tenía una lanzada en una pierna; no hay cadáver allí con herida semejante.

Madrid acribillado de once heridas se había arrastrado hasta unos matorrales, donde su asistente lo encontró delirando con la batalla, y respondiendo al ruido de pasos que se acercaban: "¡No me rindo!" Nunca se había rendido el Coronel Madrid hasta entonces. He aquí la famosa acción del Tala, primer ensayo de Quiroga fuera de los términos de la Provincia. Ha vencido en ella al valiente de los valientes, y conserva su espada como trofeo de la victoria. ¿Se detendrá ahí? Pero veamos la fuerza que se ha suscitado contra el Coronel del Regimiento número 15, que ha trastornado un Gobierno para equipar su cuerpo. Facundo enarbola en el Tala una bandera que no es argentina, que es de su invención. Es un paño negro con una calavera y huesos cruzados en el centro. Esta es su bandera, que ha perdido al principio del combate, y que "va a recobrar", dice a sus soldados dispersos, "aunque sea en la puerta del infierno". La muerte, el espanto, el infierno, se presentan en el pabellón y la proclama del General de los Llanos. ¿Habéis visto este mismo paño mortuorio sobre el féretro de los muertos cuando el sacerdote canta Portae inferi?

Pero hay algo más todavía, que revela desde entonces el espíritu de la fuerza pastora, árabe, tártara, que va a destruir las ciudades. Los colores argentinos son el celeste y el blanco; el cielo transparente de un día sereno y la luz nítida del disco del sol: la paz y la justicia para todos. A fuerza de odiar la tiranía y la violencia, nuestro pabellón y nuestras armas excomulgan el blasón y los trofeos guerreros. Dos manos en señal de unión sostienen el gorro frigio del liberto; las Ciudades Unidas, dice este símbolo, sostendrán la libertad adquirida; el sol principia a iluminar el teatro de este juramento, y la noche va desapareciendo poco a poco. Los ejércitos de la República, que llevan la guerra a todas partes para hacer efectivo aquel porvenir de luz, y tornar en día la aurora que el escudo de armas anuncia, visten azul oscuro y con cabos diversos, visten a la europea. Bien; en el seno de la República, del fondo de sus entrañas se levanta el color colorado y se hace el vestido del soldado, el pabellón del ejército, y últimamente, la cucarda nacional, que so pena de la vida ha de llevar todo argentino.

¿Sabéis lo que es el color colorado? Yo no lo sé tampoco; pero voy a reunir algunas reminiscencias.

Tengo a la vista un cuadro de las banderas de todas las naciones del mundo. Sólo hay una europea culta en que el colorado predomine, no obstante el origen bárbaro de sus pabellones. Pero hay otras coloradas; leo: Argel, pabellón colorado con calavera y huesos; Túnez, pabellón colorado. Mogol ídem; Turquía, pabellón colorado con creciente. Marruecos, Japón, colorado con la cuchilla exterminadora. Siam, Surat, etc., lo mismo.

Recuerdo que los viajeros que intentan penetrar en el interior del Africa se proveen de paño colorado para agasajar a los príncipes negros. "El rey de Elve", dicen los hermanos Lardner, "llevaba un surtú español de paño colorado, y pantalones del mismo color." Recuerdo que los presentes que el Gobierno de Chile manda a los caciques de Arauco, consisten en mantas y ropas coloradas, porque este color agrada mucho a los salvajes.

La capa de los emperadores romanos que representaban al Dictador era de púrpura, esto es, colorada.

El manto real de los reyes bárbaros de Europa fue siempre colorado.

La España ha sido el último país europeo que ha repudiado el colorado, que llevaba en la capa grana.

Don Carlos en España, el pretendiente absoluto, izó una bandera colorada.

El reglamento regio de Génova [1], disponiendo que los senadores lleven toga purpúrea, colorada, previene que se practique así particularmente "in esecuzione di giudicato criminale ad effetto di incutere colla grave sua decorosa presenza il terrore e lo spavento, nei cattivi".

El verdugo en todos los estados europeos vestía de colorado hasta el siglo pasado.

Artigas agrega al pabellón argentino una faja diagonal colorada.

Los ejércitos de Rosas visten de colorado.

Su retrato se estampa en una cinta colorada.

¿Qué vínculo misterioso liga todos estos hechos? ¿Es casualidad que Argel, Túnez, el Japón, Marruecos, Turquía, Siam, los africanos, los salvajes, los Nerones romanos, los reyes bárbaros, il terrore e lo spavento, el verdugo y Rosas se hallen vestidos con un color proscripto hoy día por las sociedades cristianas y cultas? ¿No es el colorado el símbolo que expresa violencia, sangre y barbarie? Y si no, ¿por qué este antagonismo?

La Revolución de la Independencia Argentina se simboliza en dos tiras celestes y una blanca: cual si dijera ¡justicia, paz, justicia!

¡La reacción, acaudillada por Facundo y aprovechada por Rosas, se simboliza en una cinta colorada, que dice: ¡terror, sangre, barbarie!

La especie humana ha dado en todos los tiempos este significado al color grana, colorado, púrpura: id a estudiar el Gobierno en los pueblos que ostentan este color, y hallaréis a Rosas y a Facundo; el terror, la barbarie, la sangre corriendo todos los días. En Marruecos el Emperador tiene la singular prerrogativa de matar él mismo a los criminales. Necesito detenerme sobre este punto. Toda civilización se expresa en trajes, y cada traje indica un sistema de ideas entero. ¿Por qué usamos hoy la barba entera? Por los estudios que se han hecho en estos tiempos sobre la Edad Media: la dirección dada a la literatura romántica se refleja en la moda. ¿Por qué varía ésta todos los días? Por la libertad del pensamiento europeo: fijad el pensamiento, esclavizadlo, y tendréis vestido invariable: así en Asia, donde el hombre vive bajo gobiernos como el de Rosas, lleva desde los tiempos de Abraham vestido talar.

Aún hay más: cada civilización ha tenido su traje, y cada cambio en las ideas, cada revolución en las instituciones, un cambio en el vestir. Un traje la civilización romana, otro la Edad Media; el frac no principia en Europa sino después del renacimiento de las ciencias; la moda no la impone al mundo sino la nación más civilizada; de frac visten todos los pueblos cristianos, y cuando el Sultán de Turquía Abdul Medjil quiere introducir la civilización europea en sus estados, depone el turbante, el caftán y las bombachas para vestir frac, pantalón y corbata.

Los argentinos saben la guerra obstinada que Facundo y Rosas han hecho al frac y a la moda. El año de 1840 un grupo de mazorqueros rodea en la oscuridad de la noche a un individuo que iba con levita por las calles de Buenos Aires. Los cuchillos están a dos dedos de su garganta: "Soy Simón Pereira", exclama. -Señor, el que anda vestido así se expone. -Por lo mismo me visto así; ¿quién si no yo anda con levita? Lo hago para que me conozcan desde lejos." Este señor es primo y compañero de negocios de D. Juan Manuel Rosas. Pero para terminar las explicaciones que me propongo dar sobre el color colorado iniciado por Facundo, e ilustrar por sus símbolos el carácter de la guerra civil, debo referir aquí la historia de la cinta colorada, que hoy sale ya a ostentarse afuera. En 1820 aparecieron en Buenos Aires con Rosas, los Colorados de las Conchas; la campaña mandaba ese contingente. Rosas, veinte años después, reviste al fin la ciudad de colorado; casas, puertas, empapelados, vajillas, tapices, colgaduras, etc. etc. Ultimamente, consagra este color oficialmente, y lo impone como una medida de Estado.

La historia de la cinta colorada es muy curiosa. Al principio fue una divisa que adoptaron los entusiastas; mandóse después llevarla a todos, para que probase la uniformidad de la opinión. Se deseaba obedecer pero al mudar de vestido se olvidaba. La policía vino en auxilio de la memoria: se distribuían mazorqueros por las calles, y sobre todo en las puertas de los templos, y a la salida de las señoras se distribuían sin misericordia zurriagazos con vergas de toro. Pero aún quedaba mucho que arreglar. ¿Llevaba uno la cinta negligentemente anudada? - ¡Vergazos!, era unitario. - ¿Llevábala la chica? - ¡Vergazos!, era unitario. - ¿No la llevaba?, Degollado por contumaz. No paró ahí ni la solicitud del Gobierno ni la educación pública. No bastaba ser federal, ni llevar la cinta, que era preciso además que ostentase el retrato del ilustre Restaurador sobre el corazón en señal de amor intenso y los letreros "mueran los salvajes inmundos unitarios". ¿Creeríase que con esto estaba terminada la obra de envilecer a un pueblo culto, y hacerle renunciar a toda dignidad personal? ¡Ah! todavía no estaba bien disciplinado. Amanecía una mañana en una esquina de Buenos Aires un figurón pintado en papel, con una cinta flotante de media vara. En el momento que alguno la veía, retrocedía despavorido llevando por todas partes la alarma; entrábase en la primer tienda, y salía de allí con una cinta flotante de media vara. Diez minutos después toda la ciudad se presentaba en las calles, cada uno con su cinta flotante de media vara de largo. Aparecía otro día otro figurón con una ligera alteración en la cinta: la misma maniobra. Si alguna señorita se olvidaba del moño colorado, la Policía le pegaba gratis uno en la cabeza ¡con brea derretida! ¡Así se ha conseguido uniformar la opinión! Preguntad en toda la República Argentina si hay uno que no sostenga y crea ser federal... Ha sucedido mil veces que un vecino ha salido a la puerta de su casa, y visto barrida la parte frontera de la calle, al momento ha mandado barrer, le ha seguido su vecino, y en media hora ha quedado barrida toda la calle entera, creyéndose que era una orden de la policía. Un pulpero iza una bandera por llamar la atención; velo el vecino, y temeroso de ser tachado de tardo por el Gobierno, iza la suya; ízanla los del frente, ízanla en toda la calle, pasa a otras, y en un momento queda empavesada Buenos Aires. La policía se alarma, e inquiere qué noticia tan fausta se ha recibido, que ella ignora sin embargo... ¡Y éste era el pueblo que rendía a once mil ingleses en las calles, y mandaba después cinco ejércitos por el continente americano a caza de españoles!

Es que el terror es una enfermedad del ánimo que aqueja a las poblaciones como el cólera morbus, la viruela, la escarlatina. Nadie se libra al fin del contagio. Y cuando se trabaja diez años consecutivos para inocularlo, no resisten al fin ni los ya vacunados. No os riáis, pues, pueblos hispano-americanos al ver tanta degradación. ¡Mirad que sois españoles y la Inquisición educó así a la España! Esta enfermedad la traemos en la sangre.

Volvamos a tomar el hilo de los hechos. Facundo entró triunfante en Tucumán, y regresó a La Rioja, pasados unos pocos días sin cometer actos notables de violencia, y sin imponer contribuciones porque la regularidad constitucional de Rivadavia había formado una conciencia pública que no era posible arrostrar de un golpe.

Facundo regresa a La Rioja, aunque enemigo de la presidencia, el General Quiroga aunque no sabía qué decir fijamente sobre el motivo de esta oposición a la presidencia, lo que es muy natural, él mismo no podría haberse dado cuenta de ello. Yo no soy federal", decía siempre, "¿que soy tonto?" "¿Sabe Ud.", decía una vez a D. Dalmacio Vélez, ¿por qué he hecho la guerra? ¡Por esto!" y sacaba una onza de oro. Mentía Facundo.

Otras veces decía: "Carril, gobernador de San Juan, me hizo un desaire, desatendiendo mi recomendación por Carita y me eché por eso en la oposición al Congreso." Mentía. Sus enemigos decían: "Tenía muchas acciones en la Casa de moneda, y propusieron venderla al Gobierno Nacional en $ 300.000. Rivadavia rechazó esta propuesta, porque era un robo escandaloso. Facundo se alistó desde entonces entre sus enemigos".

El hecho es cierto, pero no fue éste el motivo.

Créese que cedió a las sugestiones de Bustos e Ibarra, para oponerse; pero hay un documento que acredita lo contrario. En carta que escribía al general Madrid, en 1832, le decía:

"Cuando fui invitado por los muy nulos y bajos Bustos e Ibarra, no considerándolos capaces de hacer oposición con provecho al déspota Presidente D. Bernardino Rivadavia, los desprecié; pero habiéndome asegurado el edecán del finado Bustos, Coronel D. Manuel del Castillo, que Ud. estaba de acuerdo con este negocio y era el más interesado en él, no trepidé un momento en decidirme a arrostrar todo compromiso, contando únicamente con su espada para esperar un desenlace feliz... ¡Cuál fue mi chasco!, etc."

No era federal; ¿ni cómo había de serlo? Qué, ¿es necesario ser tan ignorante como un caudillo de campaña, para conocer la forma de gobierno que más conviene a la República? ¿Cuanta menos instrucción tiene un hombre, tanta más capacidad es la suya para juzgar de las arduas cuestiones de la alta política? ¿Pensadores como López, como Ibarra, como Facundo, eran los que con sus estudios históricos, sociales, geográficos, filosóficos, legales, iban a resolver el problema de la conveniente organización de un Estado? ¡Eh!... Dejemos a un lado las palabras vanas con que con tanta impudencia se han burlado de los incautos. Facundo dio contra el Gobierno que lo había mandado a Tucumán, por la misma razón que dio contra Aldao que lo mandó a La Rioja. Se sentía fuerte y con voluntad de obrar: impulsábalo a ello un instinto ciego, indefinido, y obedecía a él; era el Comandante de Campaña, el gaucho malo, enemigo de la justicia civil, del orden civil, del hombre educado, del sabio, del frac, de la ciudad, en una palabra. La destrucción de todo esto le estaba encomendada de lo Alto, y no podía abandonar su misión.

Por este tiempo una singular cuestión vino a complicar los negocios. En Buenos Aires, puerto de mar, residencia de dieciséis mil extranjeros, el Gobierno propuso conceder a estos extranjeros la libertad de cultos, y la parte más ilustrada del clero sostuvo y sancionó la ley: los conventos habían sido antes regularizados y rentados los sacerdotes. En Buenos Aires este asunto no metió bulla, porque eran puntos estos en que las opiniones estaban de acuerdo, las necesidades eran patentes. La cuestión de libertad de cultos es en América una cuestión de política y de economía. Quien dice libertad de cultos, dice inmigración europea y población. Tan no causó impresión en Buenos Aires, que Rosas no se ha atrevido a tocar nada de lo acordado entonces; y es preciso que sea un absurdo inconcebible aquello que Rosas no intente.

En las provincias, empero, ésta fue una cuestión de religión, de salvación y condenación eternas: ¡Imaginaos cómo la recibiría Córdoba! En Córdoba se levantó una inquisición: San Juan experimentó una sublevación católica, porque así se llamó el partido para distinguirse de los libertinos, sus enemigos. Sofocada esta revolución en San Juan, sábese un día que Facundo está a las puertas de la ciudad con una bandera negra dividida por una cruz sanguinolenta, rodeada de este lema: ¡Religión o muerte!

¿Recuerda el lector que he copiado de un manuscrito, que Facundo nunca se confesaba, no oía misa, ni rezaba, y que él mismo decía que no creía en nada? Pues bien: el espíritu de partido aconsejó a un célebre predicador llamarlo el enviado de Dios, e inducir a la muchedumbre a seguir sus banderas. Cuando este mismo sacerdote abrió los ojos y se separó de la cruzada criminal que había predicado, Facundo decía que nada más sentía, que no haberlo a las manos para darle seiscientos azotes.

Llegado a San Juan, los principales de la ciudad, los magistrados que no habían fugado, los sacerdotes complacidos por aquel auxilio divino, salen a encontrarlo y en una calle forman dos largas filas. Facundo pasa sin mirarlos; síguenle a distancia, turbados, mirándose unos a otros en la común humillación, hasta que llegan al centro de un potrero de alfalfa, alojamiento que el General pastor, este hicso moderno, prefiere a los adornados edificios de la ciudad. Una negra que lo había servido en su infancia se presenta a ver a su Facundo, él la sienta a su lado, conversa afectuosamente con ella, mientras que los sacerdotes y los notables de la ciudad están de pie, sin que nadie les dirija la palabra, sin que el jefe se digne despedirlos.

Los Católicos debieron quedar un poco dudosos de la importancia e idoneidad del auxilio que tan inesperadamente les venía. Pocos días después, sabiendo que el Cura de la Concepción era libertino, mandó traerlo con sus soldados, vejándolo en el tránsito, ponerle una barra de grillos, mandándole prepararse para morir. Porque han de saber mis lectores chilenos, que por entonces había en San Juan sacerdotes libertinos, curas, clérigos, frailes, que pertenecían al partido de la Presidencia. Entre otros el presbítero Centeno, muy conocido en Santiago, fue con otros seis, uno de los que más trabajaron en la reforma eclesiástica. Mas, era necesario hacer algo en favor de la religión para justificar el lema de la bandera. Con tan laudable fin escribe una esquelita a un sacerdote adicto suyo, pidiéndole consejo sobre la resolución que ha tomado, dice, de fusilar a todas las autoridades, en virtud de no haber decretado aún la devolución de las temporalidades.

El buen sacerdote, que no había previsto lo que importa armar el crimen en nombre de Dios, tuvo por lo menos escrúpulo sobre la forma en que se iba a hacer reparación, y consiguió que se les dirigiese un oficio pidiéndoles u ordenándoles que así lo hiciesen.

¿Hubo cuestión religiosa en la República Argentina? Yo lo negaría redondamente, si no supiese que cuanto más bárbaro y por tanto más irreligioso es un pueblo, tanto más susceptible es de preocuparse y fanatizarse. Pero las masas no se movieron espontáneamente, y los que adoptaron aquel lema, Facundo, López, Bustos, etc., eran completamente indiferentes. Esto es capital. Las guerras religiosas del siglo XV en Europa son mantenidas de ambas partes por creyentes sinceros, exaltados, fanáticos y decididos hasta el martirio, sin miras políticas, sin ambición. Los puritanos leían la Biblia en el momento antes del combate, oraban, y se preparaban con ayunos y penitencias. Sobre todo, el signo en que se conoce el espíritu de los partidos es que realizan sus propósitos cuando llegan a triunfar, aún más allá de donde estaban asegurados antes de la lucha. Cuando esto no sucede, hay decepción en las palabras. Después de haber triunfado en la República argentina el partido que se apellida católico ¿qué ha hecho por la religión o los intereses del sacerdocio?

Lo único que yo sepa, es haber expulsado a los jesuitas y degollado cuatro sacerdotes respetables en SANTOS LUGARES [2], después de haberles desollado vivos la corona y las manos; ¡poner al lado del Santísimo Sacramento el retrato de Rosas y sacarlo en procesión bajo el palio! ¿Cometió jamás profanaciones tan horribles el partido libertino?

Pero ya es demasiado detenerme sobre este punto. Facundo en San Juan ocupó su tiempo en jugar, abandonando a las autoridades el cuidado de reunirle las sumas que necesitaba para resarcirse de los gastos que le imponía la defensa de la religión. Todo el tiempo que permaneció allí habitó bajo un toldo en el centro de un potrero de alfalfa, y ostentó (porque era ostentación meditada) el chiripá. ¡Reto e insulto que hacía a una ciudad donde la mayor parte de los ciudadanos cabalgaban en sillas inglesas, y donde los trajes y gustos bárbaros de la campaña eran detestados, por cuanto es una provincia exclusivamente agricultora!

Una campaña más todavía sobre Tucumán contra el General Madrid completó el debut o exhibición de este nuevo Emir de los pastores. El General Madrid había vuelto al Gobierno de Tucumán sostenido por la provincia, y Facundo se creyó en el deber de desalojarlo. Nueva expedición, nueva batalla, nueva victoria. Omito sus pormenores porque en ellos no encontraremos sino pequeñeces. Un hecho hay, sin embargo, ilustrativo. Madrid tenía en la batalla del Rincón ciento diez hombres de infantería; cuando la acción se terminó, habían muerto sesenta en línea, y excepto uno, los cincuenta restantes estaban heridos. Al día siguiente, Madrid se presenta de nuevo a combatir, y Quiroga le manda uno de sus ayudantes, desnudo, a decirle simplemente que la acción principiaría por los cincuenta prisioneros que dejaba arrodillados, y una compañía de soldados apuntándoles; con cuya intimación Madrid abandonó toda tentativa de hacer aún resistencia.

En todas estas tres expediciones en que Facundo ensaya sus fuerzas, se nota todavía poca efusión de sangre, pocas violaciones de la moral. Es verdad que se apodera, en Tucumán de ganados, cueros, suelas, e impone gruesas contribuciones en especies metálicas; pero aún no hay azotes a los ciudadanos, no hay ultrajes a las señoras; son los males de la conquista, pero aún sin sus horrores: el sistema pastoril no se desenvuelve sin freno y con toda la ingenuidad que muestra más tarde.

¿Qué parte tenía el Gobierno legítimo de La Rioja en estas expediciones? ¡Oh! Las formas existen aún, pero el espíritu estaba todo en el Comandante de campaña. Blanco deja el mando, harto de humillaciones, y Agüero entra en el Gobierno. Un día Quiroga raya su caballo en la puerta de su casa, y le dice: "Sr. gobernador: vengo a avisarle que estoy acampado a dos leguas con mi escolta." Agüero renuncia. Trátase de elegir nuevo gobierno, y a petición de los vecinos, él se digna indicarles a Galván. Recíbese éste, y en la noche es asaltado por una partida; fuga y Quiroga se ríe mucho de la aventura. La Junta de Representantes se componía de hombres que ni leer sabían.

Necesita dinero para la primera expedición a Tucumán y pide al tesoro de la Casa de Moneda 8.000 pesos por cuenta de sus acciones, que no había pagado: en Tucumán pide 25.000 pesos para pagar a sus soldados, que nada reciben, y más tarde pasa la cuenta de 18.000 pesos a Dorrego para que le abone los costos de la expedición que había hecho por orden del Gobierno de Buenos Aires. Dorrego se apresura a satisfacer tan justa demanda. Esta suma se la reparten entre él y Moral, Gobernador de La Rioja, que le sugirió la idea: seis años después daba en Mendoza 700 azotes al mismo Moral en castigo de su ingratitud.

Durante el gobierno de Blanco se traba una disputa en una partida de juego. Facundo toma de los cabellos a su contendor, lo sacude y le quiebra el pescuezo. El cadáver fue enterrado y apuntada la partida "muerto de muerte natural." Al salir para Tucumán, manda una partida a casa de Sárate, propietario pacífico pero conocido por su valor y su desprecio a Quiroga; sale aquél a la puerta, y apartando a la mujer e hijos, lo fusilan, dejando a la viuda el cuidado de enterrarlo. De vuelta de la expedición se encuentra con Gutiérrez, ex gobernador de Catamarca y partidario del Congreso, y le insta que vaya a vivir a La Rioja, donde estará seguro. Pasan ambos una temporada en la mayor intimidad, pero un día que le ha visto en las carreras rodeado de gauchos amigos, lo aprehenden, dándole una hora para prepararse a morir. El espanto reina en La Rioja; Gutiérrez es un hombre respetable, que se ha granjeado el afecto de todos. El presbítero Dr. Colina, el cura Herrera, el padre provincial Tarrima, el padre Cernadas, guardián de San Francisco, y el padre prior de Santo Domingo, se presentan a pedirle que al menos dé al reo tiempo para testar y confesarse. "Ya veo, contestó, que Gutiérrez tiene aquí muchos partidarios. ¡A ver una ordenanza! Lleve a estos hombres a la cárcel, y que mueran en lugar de Gutiérrez." Son llevados, en efecto: dos se echan a llorar a gritos y a correr para salvarse; a otro le sucede algo peor que desmayarse; los otros son puestos en capilla. Al oír la historia, se echa a reír Facundo, y los manda poner en libertad. Estas escenas con los sacerdotes son frecuentes en el enviado de Dios. En San Juan hace pasearse a un negro vestido de clérigo: en Córdoba a nadie desea coger sino al Dr. Castro Barros, con quien tiene que arreglar una cuenta: en Mendoza anda con un clérigo prisionero con sentencia de muerte, y es sentado en el banco para ser fusilado; en Antiles hace lo mismo con el cura de Alguia, y en Tucumán con el prior de un convento. Es verdad que a ninguno fusila; eso estaba reservado a Rosas, jefe también del partido católico; pero los veja, los humilla, los ultraja, lo que no estorba que todos los viejos y las beatas dirijan sus plegarias al cielo porque dé la victoria a sus armas.

Pero la historia de Gutiérrez no concluye aquí. Quince días después recibe orden de salir desterrado con escolta. Llegado que hubo a un alojamiento, se enciende fuego para cenar, y Gutiérrez se comide a soplarlo. El oficial le descarga un palo, sucédense otros, y los sesos saltan por los alrededores. Un chasque sale inmediatamente, avisando al Gobernador Moral, que habiendo querido fugarse el reo... El oficial no sabía escribir, y entre las provisiones de viaje ¡había traído, desde La Rioja, el oficio cerrado!

Estos son los acontecimientos principales que ocurren durante los primeros ensayos de fusión de la República que hace Facundo; porque éste es un simple ensayo; todavía no ha llegado el momento de la alianza de todas las fuerzas pastoras, para que salga de la lucha la nueva organización de la República. Rosas es ya grande en la campaña de Buenos Aires, pero aún no tiene nombre ni títulos: trabaja, empero, la agita, la subleva. La Constitución dada por el Congreso es rechazada de todos los pueblos en que los caudillos tienen influencia. En Santiago del Estero se presenta el enviado en traje de etiqueta, y lo recibe Ibarra en mangas de camisa y chiripá. Rivadavia renuncia, en razón de que la voluntad de los pueblos está en oposición, "¡pero el vandalaje os va a devorar!", añade en su despedida. ¡Hizo bien en renunciar! Rivadavia tenía por misión presentarnos el constitucionalismo de Benjamín Constant con todas sus palabras huecas, sus decepciones y sus ridiculeces. Rivadavia ignoraba que cuando se trata de la civilización y la libertad de un pueblo, un Gobierno tiene ante Dios y ante las generaciones venideras arduos deberes que desempeñar, y que no hay caridad ni compasión en abandonar a una nación, por treinta años a las devastaciones y a la cuchilla del primero que se presente a despedazarla y degollarla. Los pueblos en su infancia son unos niños que nada prevén, que nada conocen, y es preciso que los hombres de alta previsión y de alta comprensión les sirvan de padre. El vandalaje nos ha devorado, en efecto, y es bien triste gloria el vaticinarlo en una proclama, y no hacer el menor esfuerzo por estorbarle.


Notas del autor

  1. El Sr. Alberdi me suministra este dato tomado de su viaje por Italia.
  2. Estos sacerdotes fueron el cura Villafañe de la provincia de Tucumán, de edad de setenta y seis años.
    Dos curas Frías perseguidos de Santiago del Estero, establecidos en la campaña de Tucumán, el uno de setenta y cuatro años, el otro de setenta y seis.
    El canónigo Cabrera de la Catedral de Córdoba, de setenta años. Los cuatro fueron conducidos a Buenos Aires y degollados en Santos Lugares previas las profanaciones referidas.