Fin de la Historia de don Juan y Sirena la bailarina
LEYENDA TERCERA. edición de 1841 de Cantos del Trovador
Apéndice a Margarita la tornera. Fin de la historia de don Juan y de Sirena la bailarina
[editar]I.A deshora de una noche
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A deshora de una noche,
Y a la entrada de una calle,
Nublada y oscura aquélla,
Ésta solitaria y grande,
Aquélla escasa de luces,
Y ésta escasa de habitantes,
Pues que sólo entre un convento
Y un caserón viejo se abre,
Venía sobre un caballo
Un hombre, que a tientas sabe,
Sin duda, el sitio que pisa,
Pues va sin ver adelante.
Anduvo cincuenta pasos,
Y del caballo apeándose,
Dio en la puerta dos seguidas
Aldabadas formidables.
Sonaron primero en ella,
Después en las cavidades
De lo interior retumbaron,
Y al fin las devoró el aire.
Pasaron tras de los golpes
De silencio unos instantes,
Hasta que de una ventana
Se alumbraron los cristales.
Apareció detrás de ellos
Una sombra vacilante,
Al reflejo de una luz,
Y tras esto, desdoblándose
Las dos hojas de los vidrios,
Con acento lamentable
Dijo una vieja: -¿quién llama?
Y el que llamó dijo: -¡abre!
-¿Qué queréis?
-abre, demonio,
¿No me conoces? que baje
Damián por este caballo.
-¡él es! ¡jesucristo, valme!
Dijo la mujer en lo alto,
Y la ventana cerrándose
Abrióse al punto la puerta,
Y a oscuras quedó la calle.
*
En una apartada alcoba
De su casa de palencia,
Sin otro mal ni dolencia
Que el exceso de su edad,
Don Gil de Alarcón, a solas
Con su confesor, espera
Su cercana hora postrera
Con calma y serenidad.
Hombre sin vicios que roen
La vida y la menoscaban,
Los días sólo le acaban
Que ya han pasado por él.
Que es el tiempo una carcoma
Que todo a traición lo mina,
Y con mano igual arruina
La cabaña y el dosel.
Y aunque en paz con su conciencia
Muere don Gil, buen cristiano,
Aún hay un recuerdo humano
Que le angustia el corazón;
Hay una idea rebelde
Con fuerza a su mente asida
Que lucha, no con su vida,
Mas sí con su religión.
Un hijo, ¡ay dios!, que tenía,
Por quien se afanó viviendo,
Y por quien llora muriendo
Y que lejos de él está;
Y al dios en quien cree suplica
Que por piedad le conceda
Un punto en que verle pueda
Por la vez postrera ya.
El pobre padre, impelido
Por su amor y sus virtudes,
Las negras ingratitudes,
Olvida de su don juan,
Y darle el último abrazo,
Darle el último consejo
Es no más del pobre viejo
El acongojado afán.
-Padre -al confesor decía-,
Padre, me acosa una idea.
-¿cuál es?
-Que mi hijo me crea
Con él airado al morir.
Nunca otro fin me propuse
Que su bien y su fortuna,
¡Mas no hay esperanza alguna
En que poder consentir!
En busca de los deleites,
Mozo a los deleites dado,
Él se partió de mi lado
Y acaso teme volver.
Acaso teme el enojo
De su padre, que le adora.
¡Ay dios!, en la última hora,
¿Qué puede de mí temer?
Sólo quisiera, os lo juro,
En este trance tremendo,
Poder echarle muriendo
Mi paternal bendición.
No hay locura que no olvide,
Dolor que no le perdone,
Ni recuerdo de él que encone
La ira en mi corazón.
*
Así decía el buen viejo,
De su don Juan acordándose,
Cuando don Juan arrojándose
En sus brazos exclamó:
-Ya estoy aquí, padre mío,
Ya estoy ante vos de hinojos,
Tornadme, padre, los ojos,
O muero de angustia yo.
Y ambos a dos tiernamente
Padre e hijo se abrazaban,
Y ambos a dos sollozaban...
¡Cosa triste de mirar!
Lloraba el padre de gozo,
Lloraba el hijo de duelo,
El dolor con el consuelo
Los dos gustando a la par.
Perdón le pedía el hijo,
Y le estrechaba asintiendo
El viejo, que al fin, cayendo
Sin fuerzas le dijo así:
-Hijo, levanta y escucha
Mis postrimeros acentos
Que tengo pocos momentos
Para disponer de mí.
Sentóse a su lado el hijo,
Y a solas los dos quedando,
Así el padre siguió hablando,
A su fin próximo ya:
-Juan, voy a darte mi última
Prueba de amor, y quisiera
Que esta voluntad fuera
Bien cumplida.
-Lo será.
-Tuyo es cuanto yo poseo,
Sin más condición que una,
Y dios, juan, te dé fortuna
Para gozarlo sin mí.
¿Me juras obedecerme?
Responde, juan, porque siento
Que se me arranca el aliento.
¿La cumplirás?
-Padre, sí.
¡por cielo y tierra os lo juro!
-Pues bien: junto a torquemada,
En tu herencia vinculada
Una casita hallarás,
Cercada de un huertecillo
Allí, juan, mi cuerpo entierra,
Y esta casa y esta tierra,
Juan, no la vendas jamás.
Si algún día (y nunca llegue)
Tus dispendiosas locuras,
O imprevistas desventuras,
Te roban cuanto te doy,
Ven a mi tumba escondida,
Que en mi sepulcro al postrarte
Mi sombra saldrá a ayudarte...
¡Y adiós, juan, que a morir voy!
-¡Padre!
-Adiós, juan, hijo mío,
Siento que estoy expirando,
Adiós..., y haz lo que te mando,
Porque dios te ayudará.
Y esto dicho, inclinó el padre
Hacia su hijo la cabeza.
Y él la besó con terneza...,
Pero no existía ya.
Tornóse desde este punto
Aquel oculto aposento
Solitario monumento
De un justo que en paz murió;
Huyóse el alma a los cielos,
Y el vivo que allí quedaba
Al dios se la encomendaba
Que ante su ser la llamó.
Y ya próximo al ocaso
El sol del día siguiente,
Turba enlutada de gente
Se vio a palencia volver,
Y tras de todos un hombre
Que en pie, en mitad del camino,
Quedó el lugar por do vino
Estudiando al parecer.
Cerró la noche, y la sombra
Su denso manto tendiendo
Y a su mirada impidiendo
La distancia penetrar,
Apartar le hizo la vista
De lo que estaba mirando,
Y las espaldas tornando
Viósele en palencia entrar.
Mas todos, desde aquel día
Al campo este hombre salía,
Y del campo se volvía
Poco antes de oscurecer,
Y ante las puertas llegando,
Los ojos atrás tornando,
Quedábase atrás mirando
Mientras alcanzaba a ver.
II.Todo en la tierra pasa
[editar] Todo en la Tierra pasa,
Todo muere, se extingue o se deshace;
El duelo y el placer tienen su tasa
Del hombre breve en la existencia escasa,
Flor que se agosta con el sol que nace.
Queda el dolor un día
Dentro del corazón más amoroso
En lenta y profundísima agonía,
Pero calma el dolor más riguroso
Y el que más implacable parecía.
Que así va nuestra vida
Caminando entre gustos y dolores,
Como fuente silvestre que escondida,
Por el sombrío bosque, va perdida
Zarzas bañando y campesinas flores.
Así don Juan, con la memoria triste
Del cariñoso padre acongojado,
Vivió con su memoria
En soledad un tiempo retirado,
En jornada diaria
Visitando su tumba solitaria.
Mas sintiendo ceder su amargo duelo
Y el alma serenarse cada día,
Volvió a la sociedad, y halló consuelo
En lo que un tiempo su placer tenía;
Y el consuelo por puntos aumentando
Se iba por puntos en placer tornando.
De su dolor testigos,
Con respetuosas chanzas y caricias
A cercarle volvieron sus amigos,
Y se iba a su presencia despertando
Su corazón sediento de delicias.
Volvió a reír don Juan, volvió a sus ojos
La viva luz del gozo y la esperanza,
Volvió la soledad a darle enojos
Y su opulencia le tornó a la holganza.
Sus administradores
Cuentas a darle con afán vinieron
De la herencia feraz de sus mayores,
Y a sus ojos pusieron
Sus pingües rentas, por don Gil dobladas
Con mil cuidados y con mil sudores.
Tendió don Juan los ojos satisfechos
Por el risueño porvenir, y el mundo
Halló tal vez con límites estrechos
A su deseo libre y vagabundo.
«¿De qué me sirve -dijo- esta opulencia,
Estos montones escondidos de oro,
Si en la oscura y pobrísima Palencia
No me sirve de nada mi tesoro?
¿He de gastar en mantas mis doblones,
O he de hacer de continuo a mis queridas
Regalos de peludos bayetones?
¡Quedaran, vive Dios, agradecidas!
Murió mi padre, ¡duéleme a fe mía!,
Pero no es menos cierto
Que yo también me moriré algún día;
Y si la vida a divertir no acierto,
Comprando mi placer con mi riqueza,
¿No se aprovechará de mi torpeza
Otro más listo cuando me haya muerto?
¡Adelante, don Juan, viven los cielos!
Menos dicen que son con pan los duelos.
No pasemos la vida
En llorar como imbéciles mujeres;
La riqueza gocemos adquirida,
Y hagamos amistad con los placeres.»
Y aquí don Juan, soltando de repente
Ruidosa carcajada,
Que sin duda excitada
Fue por recuerdo que acudió a su mente,
Siguió diciendo: «Y en verdad que ahora
Pillaré descuidada
A mi antigua Sirena encantadora.
Vaya, vaya, don Juan, duelos aparte
Y vamos a Madrid, donde a esperarte
Saldrá, sin duda alguna,
Con los brazos abiertos la fortuna.
¡Madrid, sitio a propósito
Para amorosos y reñidos lances,
De petardos y cábalas depósito;
Y tela de aventuras y percances!
Vámonos a Madrid, es un capricho;
Mas mi padre perdone
Que a Palencia, heredándole, abandone,
Que Madrid es mi patria, y está dicho,
Damián, en este punto
Los caballos ensilla,
Y el claro sol al despuntar mañana
Que fuera nos encuentre de Castilla.»
¿Qué distancia en don Juan menester era
Para obrar y pensar de una manera?
Todo era en él lo mismo. En un momento
Arregló sus negocios
Conforme al concebido pensamiento,
Y a las diez poco más de una mañana
Salió sobre una yegua jerezana
Más ligera que el viento,
Y tres días después desde la altura
Del cano Guadarrama
De Madrid contemplaba la llanura,
Donde sus nieves pródiga derrama.
III.Aventuras de día y noche
[editar]En aquel mismo aposento
De la casa de Sirena
En que trabó don Gonzalo
Con don Juan una pendencia,
Tienen ahora trabada
Plática amorosa y tierna
La ambiciosa bailarina
Y don Lope de Aguilera.
Ya sabes, lector discreto,
De muy atrás quién es ella,
Voy, pues, a darte noticias
Del galán que hoy la corteja.
Es don Lope un mozo ilustre,
A quien de la edad más tierna
Sus padres en Salamanca
Dedicaron a las letras.
Aplicóse él de tal modo,
O lo hizo de tal manera,
Que se plantó la golilla
De años veinte y dos apenas.
La curia escandalizóse
De tan imberbe colega,
Teniendo a menos el lado
Con justísima vergüenza.
Murmuraron los doctores,
Y alborotóse la Audiencia;
Mas él les tapó la boca
Con su suerte y sus riquezas.
Presentóse el noble mozo
Con impávida insolencia
Al Tribunal, despachando
Sus negocios con franqueza;
Y sus vuelillos de encaje,
Y sus hebillas con perlas,
Y sus pajes ataviados
Con magníficas libreas,
Apagaron los murmullos
E hicieron al fin domésticas
Las voluntades agrestes
De la turba descontenta.
Tornóse el ceño en sonrisa,
En cortesía la befa,
En rendimiento el desdén
Y la repulsa en ofertas.
Y, en fin, el poder que el mozo
Tener en la corte muestra
Cambió en baja adulación
La ojeriza golillesca;
Mas él, después de humillarlos,
Dioles no más por respuesta
De alcalde de casa y corte
La que recibió real cédula.
Pues rico en merecimientos,
Con tamañas excelencias
Obtuvo o compró una toga
Y grande fama con ella.
Diose con brío a las leyes,
Y aunque legislaba a tientas,
Dio brujas al Santo Oficio
Y vagos a las galeras.
Diole además la manía
Para adquirir pronta y buena
Fama en la corte, de hacer
En las mozas una leva.
Echó, pues, infatigable
Tras damas de vida incierta,
Que tienen por mayorazgos
Lo que de vivos heredan;
Para lo cual de alguaciles
Tenía en campaña puesta
Multiplicada falange
En tales ojeos diestra.
Mas aunque asaz blasonaba
De rectitud justiciera,
Y andaba en continuo acecho
Con astuta diligencia,
Del vulgo siempre maligno
Murmuraban malas lenguas
Que dejaba las bonitas
Y desterraba las feas.
Mas esto alababan otros,
Exponiendo en su defensa
Que así atendía celoso
De la corte a la belleza.
Y andaba en esto muy justo,
Pues la hermosura completa
Cuanto hay necesario y útil
En esta vida terrena.
¡Pero lo que son las cosas
De mezquindad y de tierra!
La que más firme parece,
Por fragilidad se quiebra.
Este don Lope, que espanto
De las cortesanas era,
Su oro gastaba en secreto
Pródigamente con ellas,
Y a pesar de su faz torva,
De su voz ronca y severa,
Y de su amor a las leyes
Y timorata conciencia,
Se le bailaban los ojos
Al dar con una mozuela
Morenilla y vivaracha,
Desenfadada y resuelta;
Y como hiciese su encuentro
Por alguna callejuela
Excusada y solitaria,
Fingiendo tomar las señas
De cualquier casa, tendía
Por el embozo tras ella
Los encandilados ojos,
¡Y qué cintura!, ¡qué pierna!
¡Qué rizo tan bien tirado
Alrededor de la oreja!...
¡Qué de perfecciones lindas
En la visión pasajera!
Mas no eran todas las gracias
Del joven golilla éstas:
Había otra que era en él
Costumbre y pasión violenta.
Un vicio que conservaba
Allá de su edad primera,
Debilidad ya de antiguo
A la noble gente añeja.
Que era el amor desmedido
A las damas de comedia,
Y en su falta a las graciosas,
Además de las boleras.
Porque siempre apetecemos
Lo que más lejos se muestra,
Lo que menos encontramos
Que a nosotros se asemeja,
Lo de que entendemos menos:
Costumbre o naturaleza.
Por lo que vemos continuo
Conjunciones tan diversas,
Y voluntades. tan locas
Por las cosas más opuestas,
Como enanos por caballos,
Y robustos por recetas,
Y jorobadas por bailes,
Y los pobres por apuestas,
Y duques por bailarinas,
Y por payasos, duquesas.
Que hay quien gusta de unas caras
Barnizadas como puertas,
Y a merced del albayalde
Hechas blancas de morenas,
Y de unos ojos que brillan
Bajo dos postizas cejas,
Y de unos ahuecadores
Convertidos en caderas,
Y de unos rizos espesos
Añadidos con destreza,
Y de un punto de que el sastre
Forma pechos, brazos, piernas
Y cinturas a su gusto
Y al de la flaca o la gruesa,
Y da académicas formas
A gente de alambres hecha.
¡Qué diablos!; cada cual halla
Donde quiere la belleza
Y todo es farsa en el mundo,
Como dice la comedia.
Y si a don Lope esto agrada
¿A quién su gusto interesa?
Al cabo con ellas anda
Trastornada la cabeza.
¡Qué pie tiene la Felisa!
¡Qué mirada la Lucrecia!
¡Qué movimientos Aurora!
¡Y qué voz la Berenguela!
Pero sobre todas, Diana,
Y sobre Diana, Sirena.
¡Qué gracia en la pantomima!
¡Qué rapidez en las vueltas!
¡Y qué garganta!, ¡y qué todo!
Desde el momento de verla,
Con la vara y la golilla
El buen don Lope dio en tierra.
¡Y qué diablos hay que hacer!;
Somos hijos de flaqueza,
Las tentaciones son graves,
Y son cortas nuestras fuerzas.
Cerró don Lope los ojos,
Y tomadas sus secretas
Medidas, abrió sus arcas
A la danzante hechicera,
Cruzáronse para el caso
Dos virtuosísimas dueñas,
Corredoras de placeres
Y lebreles de monedas.
Y, en fin, por pasos contados,
Y por doblones sin cuenta,
Llegó el juez hasta las plantas
De la bailarina bella,
Tanto más, cuanto que a ser
La cosa de otra manera,
Hubiera bailado un solo
Con música de la Empresa,
Pues los golillas de entonces,
En un dos por tres pudieran
Hacer de un corchete un santo,
Y un testigo de una piedra.
En tal estado se hallaban
Los asuntos de Sirena
Con don Lope, él visitándola
Y recibiéndole ella,
Cuando una noche, a deshora
Y estando en sobrecena
Cruzándose las sonrisas
Por detrás de las botellas,
En el más dulce coloquio,
Del aposento la puerta
Se abrió repentinamente,
Y entróse don Juan por ella.
Y diciendo: «Buenas noches,
Señores», y echando a tierra
Capa y chambergo, sentóse
Sin ceremonia a la mesa.
Quedaron los tres mirándose,
Descolorida Sirena,
Don Juan con franco descaro
Y receloso Aguilera.
Así estuvieron un punto,
Y sin comprender apenas
Don Lope y la bailarina
Del de Alarcón la presencia,
Hasta que una carcajada
De éste, a todo trapo suelta,
Cambió del todo por último
La situación de la escena.
Cesó de reír don Juan,
Y dijo de esta manera,
Cada cual dando a su tiempo
A sus palabras respuesta:
DON JUAN Sepamos con quién se habla,
Señor hidalgo. En Palencia
Soy yo don Juan de Alarcón.
¿Quién sois vos en esta tierra?
DON LOPE Ya hidalgo me habéis llamado.
DON JUAN No tengo aún más que sospechas
De que sois tal por el traje
Y vuestra barba de a tercia;
Mas no es ésa la pregunta:
Alrededor de esta mesa,
¿Qué nombre usa su merced,
Sea en otra parte quien sea?
Mas veo que os recatáis
Y os haré la delantera,
Que es bien que antes os entere
De lo que acontece. Sepa,
Pues, señor mío, que asuntos
De mi familia y hacienda
Me obligaron de esta casa
A hacer una corta ausencia.
Ahora bien, sin más rodeos,
Pues veis que he dado la vuelta,
El caso es que aquí sobra uno.
¿Quién, pues, se va, y quién se queda?
Si es que compráis, declaremos
Nuestra posesión en venta;
Si lo debéis a la suerte,
La suerte entre ambos resuelva,
Y o al que le toque la pierde,
O quien dé más se la lleva,
O de quererla los dos,
Espada en mano y afuera.
Elegid.
El juez que en tanto
Todas sus razones pesa
Y en todo evento prefiere
No dar razón de quien sea,
Dijo: -Convengo en tirarlo
Al azar.
-En hora buena.
Y echando don Juan al punto
La mano a las faldriqueras,
Dijo al sacarla: -Veamos,
Yo dejo el puesto si acierta.
¿Hay pares o nones?
-Pares.
-Contad, pues, esas monedas.
Y echó don Juan en un plato
Nueve onzas en nueve piezas.
-Perdí -dijo el juez, y el otro
Que adivina lo que piensa,
Díjole: -Meted espadas,
Si los oros no os contentan.
-A poder en este instante,
¡Juro a Dios que las metiera!
-¿Qué inconveniente tenéis?
Declaradlo con franqueza,
Que aunque siempre estoy a punto
De empezar una quimera,
Cuando me señalan plazo,
Ninguno me mete priesa.
Miróle el juez de soslayo,
Y por bajo de las cejas
Chispeándole los ojos,
Tomó a espacio la escalera.
Oyéronse sus pisadas
Irse alejando por ella,
Y oyóse alzar la aldaba
Y el golpe que dio en la puerta.
SIRENA Señor don Juan, ¿qué habéis hecho?
Todo lo habemos perdido.
DON JUAN ¿Pues quién es? ¿Es tu marido?
SIRENA No.
DON JUAN Pues justo es mi derecho.
Ya viste que le propuse
Para adquirirse tu amor,
Azar, dinero y valor:
No hay, pues, de qué se me acuse.
SIRENA ¡Ay, don Juan, que lleva ese hombre
La intención más depravada!
DON JUAN ¿Acaso estoy sin espada?
SIRENA Cuando yo os diga su nombre
Temblaréis.
DON JUAN ¿Su nombre acaso
Es un volcán o una mina,
Que está ardiendo a la sordina
Y esperando nuestro paso?
SIRENA Ese hombre a quien provocáis
Es el alcalde Aguilera.
DON JUAN No me parece una fiera.
SIRENA ¡Ay de vos si con él dais!
DON JUAN ¡Y ay dél si conmigo da!
Mas niñerías aparte,
Puesto que vuelvo a encontrarte,
Di, niña, ¿cómo te va?
-Bien, ¿y a vos?
-Famosamente.
-¿Y Margarita?
-No sé,
¡Vive Cristo!, ni quién fue
La tal mujer.
-Bravamente.
¿Y don Gonzalo?
-¡Buen lance
El suyo, ¡y qué bien riñó!
Mas para otro mundo echó,
Y ya el diablo que le alcance.
-¿Le matasteis?
-¿Y qué hacer?
Se empeñó en hallar venganza
A causa sin esperanza.
¡Qué había de suceder!
-¡Pobre muchacho!
-¡Eh!, dejemos
En paz a quien ya no existe,
Y que no llegue lo triste,
Sirena a tales extremos.
¿Que te importa don Gonzalo?
Mientras yo contigo esté,
Paréceme, por mi fe,
Que no va el mundo tan malo.
Bebe, y levanta esos ojos
A la luz de la bujía,
Volvamos a nuestra orgía,
Y... echemos estos cerrojos
Por si acaso.
Y esto hablando
Don Juan, cerró bien las puertas,
Llenó su vaso, y... no pudo
Más alcanzarse de afuera.
Porque sin duda cansado
Del viaje, abrevió la cena,
Y en brazos cayó del sueño
Tras de poca resistencia.
*
Apenas las nueve daban
De la mañana siguiente,
Y don Juan con la Sirena
En pláticas bien alegres,
Concluido el desayuno,
Estaban entreteniéndose,
Cuando interrumpió su gozo
Inesperado accidente.
Pálida y despavorida
Llegó la doncella Irene
Diciendo: -Señor, salvaos!
-¿Qué dices, loca?
-Que vienen
A prenderos.
-¿A mí?
-A vos.
Y os acusan de una muerte
Hecha en esta misma calle.
-Sirena, ¿qué enredo es éste?
-¡Ay!, ¡huid, don Juan, huid!
Y no extrañéis que os recuerde
La muerte de don Gonzalo.
-¡Vive Dios!
-Ved que quien quiere
Prenderos es Aguilera.
-¿Él, ¡por vida mía!, ¡que entre!
-Ved que son muchos.
-No importa
-Por Dios, don Juan.
-¡Bah!, tenerse
Siempre a mi espalda y dejarlos.
Y asiendo bizarramente
Su larga espada don Juan,
A abrirles la puerta fuese.
Presentóse en ella al punto
Don Lope con sus lebreles,
Y grande acompañamiento
De curiosos y de gentes;
Y en sus miradas de triunfo
Bien claro don Juan advierte
El poder que la venganza
Dentro de su pecho ejerce.
Pero no es hombre don Juan
Que a nadie en orgullo cede,
Y así, con desdén altivo
Aguarda a que el juez empiece;
El cual con sonrisa doble,
Que harto a burla se parece,
De esta manera le dice,
Y don Juan a él de esta suerte:
-¿Quién es don Juan de Alarcón?
-Yo soy, buen hombre, ¿qué quiere?
-Que se dé al rey.
-¿Con qué causa?
-Hoy su Majestad pretende
Que en un sillón duradero
En su presencia se siente.
-Pues dale al rey muchas gracias,
Que yo no quiero de reyes
Mas que los bustos que corren
En sus monedas.
-No intente,
Señor galán, resistirse,
Que en sangre teñidas tiene
Las manos, y de un tal Bustos
He sido yo algo pariente.
-¡Hola! ¿Sabéis esa historia,
Y esa sangre os pertenece?
Pues no intentéis, seor golilla,
Que con la vuestra se mezcle,
Porque quien vertió la una
A verter otra se atreve.
-¡Ea, mancebo, ya basta!
¡Espada y persona entregue,
O vive Dios!...
-Norabuena,
Por ella quien guste llegue,
Que por el puño la tengo.
-Pues a él, ministros, prendedle.
-Pues, señor juez, adelante,
Y salga lo que saliere.
Así diciendo don Juan
Con la cuadrilla arremete,
Sentando en ella sin tino
Estocadas y reveses.
En vano se le antepone
Densa nube de corchetes,
De escribanos y testigos,
Él tira siempre de frente,
Y en dos minutos despeja
De bultos el gabinete,
Y huye espantada la turba,
Al rey invocando siempre.
Desmayóse la Sirena,
Rompió en clamores la Irene,
Y en un momento en la calle
Se arremolinó la gente.
Rejas y balcones se abren
Al ruido, y todos haciéndose
Pregunta sobre pregunta,
Mas todos sin entenderse;
Quién huye despavorido
Sin saber de lo que teme,
Quién oye estúpido y mira,
Quién bravea sin moverse,
Desde la calle entretanto,
Que nada ve ni comprende.
Ayes y votos se escuchan,
Estoques por alto vense,
Y bocas abiertas dando
Órdenes que nadie atiende.
Miran todos a la casa
Por fuera de las paredes,
Como si a través pudieran
Ver lo que dentro sucede,
Y el dintel los alguaciles
A pasar sin atreverse,
Se desgañitan de miedo,
Y al auditorio ensordecen.
Al fin por sobre el gentío
Viéronse llegar jinetes,
Atropellando la turba
Y armados hasta los dientes.
Doblaron los alguaciles
Sus roncas voces al verles,
Y oyéronse maldiciones
De la magullada plebe.
Y en tanto en una antesala
Don Juan esgrime y revuelve
Contra tres que cara le hacen,
Con el juez que se defiende
Pues insultado Aguilera
Por él, y mofado al verse,
Tiró el bastón y echó mano
Al estoque bravamente.
Mas es muy diestro don Juan,
Y en tal posición se tiene,
Que espada y daga empuñando
De tal modo les ofende,
Que no desperdicia un golpe
Ni un pie de terreno pierde.
Da, cía, para, se cubre,
Amaga, recibe, vuelve,
Al uno tira de punta,
Al otro a revés le hiere,
Y al fin con un doble amago
Al de Aguilera sorprende,
Y en la tetilla derecha
Honda estocada le mete.
Cayó don Lope, y los otros
Que por él lidian, al verle
Doblaron contra don Juan
Con rabia, aunque inútil siempre.
Pues él, que ve su venganza
Cumplida, y abajo siente
Caballos, tal les acosa,
Que al uno le desguarnece,
Derriba al de la derecha,
Y sobre el tercero llueve
Tal tropel de cintarazos,
Y con voz tan insolente
Les insulta y les confunde,
Que aturdidos los pobretes
Huyeron al fin mohínos
Y zurrados malamente.
Entonces don Juan, que nunca
Su peligro desatiende
Ni pierde el tino su ira,
Con mano asaz diligente
Cerró las puertas, y astuto
Buscó balcón que cayese
A otra calle, y por las rejas
Descolgóse osadamente.
Gritó un hombre que pasaba,
Pero no pudo dos veces.
Porque don Juan, levantándose,
Tendióle de un golpe inerme.
Miró y eligió camino,
Se embozó bien, y metiéndose
Por una calle excusada,
Para su posada fuese.
Tomó el caballo en que vino,
Salió de Toledo al puente
Y echó a escape, encomendándose
A su brío y a su suerte.
Echó la justicia mano
De Sirena y de la gente
Que halló en su casa; crecieron
Los procesos como peste,
Y concluyóse la causa
Al concluir nueve meses,
Y en ella los que quedaron
Pagaron por los ausentes.
Del juez y de don Gonzalo
Las averiguadas muertes
En una sola sentencia
Se vengaron de esta suerte:
Condenóse allí a don Juan
A morir, si se le hubiere;
Mas nadie pensó en buscarle,
Como continuo acontece.
A Sirena por diez años
A reclusión, y por siete
A la criada, mandando
Que al de Aguilera lo entierren.
Conque se salva quien corre.
Y acierta quien se defiende:
Y está visto, la fortuna
Sólo ayuda a los valientes.
*
Hundía el sol su disco refulgente
Tras la llanura azul del mar tranquilo,
Dando sitio a la noche, que imprudente
Presta con sus tinieblas igualmente
Al crimen manto y al dolor asilo.
Y allá en ocaso al expirar el día
Con su postrera luz reverberaba,
Y del inquieto mar se despedía,
Y de la tierra que a lo lejos vía
Que de las sombras en poder quedaba.
Alcanzábase a Cádiz la opulenta
Blanqueando débilmente entre la bruma,
Sentada a flor del agua turbulenta,
Como queda después de la tormenta
Témpano errante de perdida espuma.
Y aún se podían distinguir apenas
Los altos y movibles masteleros
Por cima y en redor de sus almenas,
Y en alas de las ráfagas serenas
La voz de los cansados marineros.
Mas no bien al crepúsculo indeciso,
Tragó la luz de la amarilla luna,
Cuando en cóncavo son tronó improviso
Cañonazo de leva, ronco aviso
De nave que invocaba a la fortuna.
Lanzóse una a la mar, y a toda vela,
Abandonando el puerto prontamente,
A par del viento favorable vuela,
Y a la luz clara que en la mar riela,
Se la mira bogar tranquilamente.
*
A Italia va. Dichosos los que aguardan
A su playa feliz llegar en ella,
Y el tiempo cuentan que en mirarse tardan
Bajo el benigno sol de Italia bella.
A Italia va, país de los placeres,
Encantado vergel rico de flores,
Vivienda de hermosísimas mujeres,
Patria feraz del genio y los amores.
A Italia va don Juan, ¿adónde iría
El osado y amante pendenciero?
¿A prolongar su interminable orgía
Y a gastar su existencia y su dinero?
A Italia, sí, porque en Italia mora
El amor, la molicie y la pereza;
A Italia, sí, donde el placer se adora,
Altares levantando a la belleza.
A Italia va don Juan. ¡Cuánta esperanza,
Cuánta ilusión de amor y de ventura
Lleva en su corazón, que nunca alcanza
Fin a la dicha ni al placer hartura!
Atrás queda y burlada la justicia,
Atrás los muertos que dejó lidiando,
Mas la suerte con él marcha propicia,
Cabo feliz a cuanto emprende dando.
Sirena, Margarita, ¿quiénes fueron?
Ya sus nombres le son desconocidos;
Su amor y sus encantos se perdieron
Un momento después de conseguidos.
A Italia va don Juan. La España toda
Llena tras él de sus memorias queda;
Sólo volver a España le acomoda
Cuando amar, ni reñir. ni gozar pueda.
«Mientras es joven -dice-, mientras lleve
Deseo el corazón y oro el bolsillo,
Lanzarse el hombre a los deleites debe
Del sol de su fortuna al falso brillo.
El placer es mi Dios; mi alma desea
Para sólo gozar larga la vida;
Cuando sin oro y sin placer la vea,
Como una inútil prenda envejecida,
con una estoica calma indiferente
Despojaréme de ella, convencido
De que al que un aura de placer no aliente,
Le debe de bastar lo que ha vivido.»
Tal es don Juan, y tal el pensamiento
Que a la risueña Italia le conduce;
Reñir, amar, beber, he aquí su intento;
Gozar sólo es vivir, de ello deduce.
*
A Italia va don Juan; ¿y adónde iría
En verdad el amante pendenciero?
¿A prolongar su interminable orgía
Y a gastar su existencia y su dinero?
IV.Fuese a Italia don Juan, lector querido,
[editar]Fuese a Italia don Juan, lector querido,
Y aquí cierra su historia su cronista,
Que seguirle hasta Italia no ha podido:
Lo cual bien sabe Dios que me contrista.
Porque no es conclusión para una historia
Acabar en un viaje
La vida y la memoria
De su más importante personaje.
Decir que llegó a Italia, como dice,
Sin añadir más dél, es un exceso
De historiador sin seso;
Porque si al menos naufragar le hiciera,
Bien la historia en naufragio concluyera.
Pero sólo nos dijo:
«A Italia fue», de donde yo colijo
Que fue este historiador un calavera.
Yo que, ¡oh lector!, tus intereses miro,
Y a darte gusto aspiro,
Tras el fin de don Juan un año anduve,
Crónicas y memorias registrando,
Manuscritos y sabios consultando
Mas nada de don Juan a manos hube.
Hasta que, al fin, pasando por fortuna,
Y ha poco, por Palencia,
Topé con la ocasión más oportuna.
Un clérigo muy viejo,
En cuya casa por mi buen consejo
Me hospedé aquella noche,
Me contó como cosa verdadera,
Y por los ojos de su abuelo vista,
Una historia, que, a fe que si no era,
De don Juan de Alarcón, servir pudiera
Para acabar la que empezó el cronista.
A contártela voy, lector benévolo,
Con lo que el cuento de don Juan concluye,
Y aunque de su verdad no desconfío,
A Dios plazca, ¡oh lector!, que como el mío
Concluya mi don Juan a gusto tuyo.
*
Seis años había durado
Del bravo don Juan la ausencia,
Y su memoria en Palencia
Con ellos se había borrado.
Mientras él fuera de España
Vivió, habíanse vendido
Sus bienes, que habían venido
A manos de gente extraña.
Y, en fin, el mozo expatriado
U oculto, no pareciendo,
Fue poco a poco perdiendo
La hacienda que había heredado.
Siendo ella de las mejores
Que en toda la tierra había,
Está claro que tendría
Infinitos compradores.
Pues sin deudos ni parientes
Don Gil y don Juan, ninguno
Puso impedimento alguno
A sus nuevos descendientes.
Tomó y pagó cada cual
La parte que le convino,
Sin curarse del destino
De lo demás del caudal.
Y un hombre que se nombraba
De don Juan apoderado,
Daba un recibo firmado
Con la escritura y cobraba.
Nadie se volvió a meter
En más averiguaciones,
Ni en ver si los Alarcones
Podrían o no volver.
De ellos quedó, en conclusión.
La casa donde vivieron,
A la que siempre entendieron
Por la casa de Alarcón.
Cuatro paredones, esto
Es lo que guarda Palencia
De su pasada opulencia
Por triste y último resto.
Y a vuelta de algunos años
Y de otra generación,
Todos serán de Alarcón
A las memorias extraños.
Tal es la vida, lector:
Quien mete en ella más ruido
Cae más pronto en el olvido
Y con vergüenza mayor.
*
En una tarde nublada
Del turbio enero venía
Por una dehesa que guía
De Palencia a Torquemada,
Un hombre mal ataviado,
Cuyo traje y porte fiero
Le daban por extranjero,
Aunque no por muy honrado.
Traía el ceño fruncido,
A través del cual brillaban
Dos ojos que a par miraban
Con insolencia y descuido.
Una daga milanesa
Por la cintura cruzada,
Y una larguísima espada
En dos garabatos presa.
Todo el resto de su traje
Igualmente convenía
A hombre que más no tenía
O a un hombre que va de viaje.
Al ver su cuerpo fornido,
Su capa al hombro y su fiera
Presencia, bien se pudiera
Tomarle por un bandido.
Sin embargo, en su persona
Hay cierto aire de grandeza
Que inspira cierta franqueza
Y a su misterio aficiona.
En un camino el hallarle
Pavor infunde sin duda;
Pero si pasa y saluda,
Vuélvese uno a contemplarle;
Y siéntese que se aleje
Al ver tanta gallardía,
A par que causa alegría
Que franco el paso nos deje.
Y, en fin, el viajero es tal,
Que a todos cuantos le ven,
De lejos parece bien,
Pero muy de cerca, mal.
Él, en tanto, sin curar
De quién pasa por su lado,
Iba con pie acelerado
Atravesando el pinar.
Cruzó un viñedo, en seguida
Tomó una senda que a un valle
Por las viñas se abre calle
De antiguo césped vestida.
Y aunque por lo embarazado
Que está con hierba y ramaje,
No parece aquel paraje,
En verdad, muy transitado.
Él sigue siempre constante,
Como quien sabe el destino
A que conduce el camino
Que se le extiende delante.
Siguió por entre los brezos
Y el enredado zarzal,
Con el pie o con el puñal
Apartando los tropiezos;
y llegó al fin de la cuesta
Do se vía en la hondonada
Una casilla olvidada,
Ya ruinosa y descompuesta.
Y cubierto de amarillo
Musgo y de hierba silvestre,
Rodeaba esta campestre
Casa un corto huertecillo.
Ya en él no había señales
De manos de jardineros,
Y el plantío y el sendero
Eran, sin cultivo, iguales.
Sólo en un centro se vía,
Sobre un monumento alzada
De piedra una cruz labrada,
Que aún en pie se mantenía.
Paróse ante ella el viajero,
Y ya por respeto fuese,
Ya por temor que sintiese,
Dejóse en tierra el sombrero.
Postróse después de hinojos
Permaneciendo un instante,
Aunque sereno el semblante,
Con lágrimas en los ojos.
Y oró en silencio un momento,
Al cabo del cual, alzándose,
Con el sepulcro encarándose,
Dijo así con triste acento:
«Padre, al morir me dijisteis:
"Si algún día tus locuras
O imprevistas desventuras
Te roban cuanto te doy,
Ven a mi tumba escondida,
Que en mi sepulcro al postrarte
Mi sombra saldrá a ayudarte..."
Cumplióse así, y aquí estoy.
»Rompe, pues, sombra adorada,
Esa piedra que te esconde,
Y a mis suspiros responde,
Momentánea aparición;
Dime, sí, que desde el cielo,
Do mi padre habita ahora,
No me lanza, aterradora,
Su terrible maldición.»
Calló aquí un punto, y besando
La lápida, con tristeza
Inclinando la cabeza,
Dijo alejándose ya:
«¡Quimeras!... Nunca los muertos
Salen de la madre tierra,
Que avara en su vientre encierra
El polvo que ser nos da.»
Entró así hablando el viajero
En la casa abandonada,
Roída y desmantelada
Por el tiempo destructor,
Y no halló cosa en su centro
De que echar mano pudiera,
Ni aun para hacer una hoguera
Y procurarse calor.
Los insectos y las aves
La ocupaban solamente,
Y en los aires de repente,
Se lanzaron en tropel
Al sentir bajo su techo
Rechinar la antigua puerta,
Que al entrar por ella, abierta
Dejaba el hombre tras él.
Todo era dentro abandono;
Desde el suelo a la techumbre
Vio él triste con pesadumbre
Polvo y miseria no más;
Y doquier que los tendía,
Sólo encontraban sus ojos
De otro tiempo los despojos,
Que no ha de volver jamás.
La lluvia que penetraba
Por los techos derruidos
Tenía ya enmohecidos
Los aposentos doquier;
Y en los viejos paredones
Las vigas, fuera de asiento,
Amagaban de un momento
A otro momento caer.
Las puertas, al empujarlas,
Desvencijadas cedían,
Porque apenas mantenían
Quicio en que apoyarse ya;
Todo, en fin, amenazando
Pronta y deplorable ruina
Hacia la tierra se inclina
Y a hundirse en su nada va.
Y todo esto lo contempla
El viajero muy despacio,
Como pudiera un palacio
Magnífico examinar
Un anticuario curioso,
O un avaro que allí viera
Una joya que otro hubiera
Perdido en aquel lugar.
Mas sin duda despechado
De no hallar lo que apetece,
Contra sí mismo parece
Que revuelve su furor,
Y en la sonrisa sardónica
Con que miró cada objeto,
Se ve que le da en secreto
Su vista intenso dolor.
Suelta a veces repentina
E histérica carcajada,
Y a veces, con voz airada,
Espantosa maldición;
Y otras veces dulce y lánguida
Melancolía le inspira,
Y tristemente suspira
Su oprimido corazón.
A veces se cree que llora,
Y otras, con voz insegura,
Preces por bajo murmura,
Que son conjuros tal vez;
Y a veces, con ira impía,
Jura, y maldice, y blasfema,
Provocando un anatema
De Dios, con su insensatez.
En fin, parece que, víctima
De exasperados pesares,
Ni espera ya en los altares,
Ni fía en sí mismo ya;
Y alguno dijera, viendo
Su descompuesta figura,
Que asentada la locura
Dentro su cerebro va.
Al fin, abriendo ventanas
Y puertas desencajando,
Rompiendo y aniquilando
Cuanto encuentra aquí y allí,
Llegó hasta un salón oscuro
Cuyo fondo daba entrada
A otra fábrica apartada
Que no había visto hasta aquí.
Daba de la casa a un ángulo
En que estriba, un aposento
Que parece en su cimiento
Más seguro gravitar,
Y al que separa del resto
De aquel edificio triste
Una puerta que resiste,
Y pugna por desquiciar.
Mas no pudiendo, y no hallando
Ni llave ni picaporte,
Tentó hallar algún resorte
Que la moviera tal vez;
Y al cabo de ir apurando
Sospechas una por una,
Asió un clavo por fortuna
Y se abrió con rapidez.
Daba la puerta a una estancia
Con escasa diferencia
Alhajada con opulencia
De las otras a la par,
Aunque algo menos ruinosa,
Y al parecer en secreto
Preparada a algún objeto
Difícil de adivinar.
No había de aquel oculto
Y aislado aposento en torno
Más muebles ni más adorno
Que un antiquísimo arcón,
Cuya llave, conservada
En su propia cerradura,
Tal vez al secreto augura
Misteriosa solución.
Abrióla aquel hombre, acaso
Esperando en su fortuna;
Alzó la tapa importuna,
Ansiosa de ver si allí
Algún secreto encontraba
Que influyera en su destino,
Mas sólo halló un pergamino
Escrito, y decía así:
«COMO CUANDO AQUÍ TE VUELVAS
TODO LO HABRÁS YA PERDIDO,
Y TENDRÁS PUESTO EN OLVIDO
A TU PADRE Y A TU HONOR,
EN ESA CUERDA Y ESCARPIA
LO QUE MERECES TE DEJO
Y CREO QUE ES EL CONSEJO
QUE PUEDO DARTE MEJOR.»
Quedóse don Juan atónito,
Pues no era otro el que leía,
Ni era otro el que escribía
Sino su padre don Gil;
Y sin apartar los ojos
De aquel fatal pergamino,
Contemplaba su destino
Con arrebato febril.
Y vio que había en el techo
Una escarpia asegurada,
Y en el arcón, enrollada,
Miró la cuerda fatal;
Y desplegándose toda
Su existencia ante sus ojos
Su insensato le dio enojos
Panorama criminal.
No había en él más que juegos,
Pendencias y desafíos,
Disolutos amoríos,
Y crímenes por doquier.
Aquí el esposo ultrajado,
Allí la justicia hollada,
Acá la monja engañada,
La seducida mujer.
Asesinado el amigo
Allá en la sombra moría
En su sangrienta agonía
Maldiciendo su amistad;
Allá la lívida sombra
Del desdichado Aguilera
Salía rabiosa y fiera
De la oscura eternidad.
Y todas sus mil memorias
De riñas y seducciones,
En negras apariciones
Mostrándose por doquier,
Veníansele acercando
En muchedumbre siniestra
Con el puñal en la diestra
Su impía sangre verter.
Todas, estrechando el círculo,
En redor suyo apiñadas,
Venían desesperadas
A maldecirle a una voz,
Cada cual con justa cólera,
Pidiéndole ansiosa cuenta
De alguna hazaña sangrienta
O de algún crimen atroz.
¡Ay, delira el desdichado!
La sangre hirviendo en sus venas
Le deja intervalo apenas
En que poder respirar;
Y ¡mísero don Juan!... ¡mísero!,
Adonde quiera que mira
Ve un espectro que con ira
Viene su alma a demandar.
¿Y su padre? No, no hay duda:
Al ver de don Gil la letra
El cruel destino penetra
Reservado para él;
Y sintiendo la conciencia
Que le despedaza el pecho,
Dijo de pronto: «Esto es hecho.»
Y asió con ira el cordel.
Hízole un lazo a una punta;
El arca arrastrando trajo
Hasta ponerla debajo
De donde la escarpia está,
Y atando un extremo en ella,
Y en su cuello el otro extremo,
Maldijo don Juan su estrella,
A morir resuelto ya.
Colocóse sobre el arca,
Disminuyó cuanto pudo
El espacio que del nudo
Hasta su cuello quedó,
Y entonces, segundo Judas,
Con habla ya enloquecida,
Así de la alegre vida
Diciendo se despidió:
«Tenéis razón, padre mío,
Ya otra cosa no me resta;
Para una vida como ésta,
Mucho mejor es morir.
¡Tenéis razón! Gran regalo
Me dejáis, y lo merezco;
Ea, pues, ya os obedezco.
¡Abra Dios mi porvenir!»
Tras cuyas impías palabras,
Con los pies la arca empujando,
Quedó el mísero colgando,
Blasfemando de su Dios;
Mas no bien gravitó el cuerpo
En la escarpia, cuando al punto
Hierro y cordel todo junto
Cayó de su cuerpo en pos.
Desplomóse con estruendo
La carcomida techumbre,
Y empolvada muchedumbre
De escombros bajó detrás.
«¡Malditos maderos viejos!»,
Exclamó don Juan, alzándose;
Mas en su plan afirmándose,
Dijo: «Un árbol valdrá más.»
Mas mirando al techo al irse
Por azar, cuál fue su asombro
Cuando pegado a un escombro
Otro pergamino vio,
Que a un lado manifestaba
Un cerrado cofrecito,
Y en él se veía escrito
Esto, que don Juan leyó:
«PUES TUS VICIOS, ¡INSENSATO!,
HASTA AQUÍ TE HAN CONDUCIDO,
TEN HORROR DE LO QUE HAS SIDO,
Y MIRA LO QUE A SER VAS;
TOMA Y VIVE, MAS ACUÉRDATE
QUE CUANDO YA NADA TENGAS
SERÁ FORZOSO QUE VENGAS
POR OTRA ESCARPIA QUIZÁ.»
Conclusión
[editar]Tú creerás, lector amigo,
Que don Juan, esto leyendo,
En cuentas entró consigo
Y por fin escarmentó;
También yo lo suponía,
Pero amigo, nada de eso,
Porque aquel clérigo obeso
Que esta historia me contó,
Me juró, como hombre honrado,
Que había después sabido
Que este don Juan, perseguido
Por la justicia otra vez,
Se escapó con su tesoro,
Y volvió a su antigua vida,
Gastando en Francia su oro
Con bizarra esplendidez.
¿Y sabes lo que me dijo
Aquel venerable anciano
Apretándome la mano
Acabado el cuento ya?
Pues me dijo aquel buen viejo,
¡Oh lector de mis entrañas!,
Que a quien tiene malas mañas...
El refrán se lo dirá.