Fortunata y Jacinta: 2.02.04

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​IV
Parte Segunda (Capitulo II)​
 de Benito Pérez Galdós
La única visita que recibían era la de Feliciana y Olmedo. Ni una ni otro agradaban mucho a Maximiliano: ella por ser ordinaria y de sentimientos innobles, incapaz de apetecer la honradez como estado permanente; él por ser muy atropellado, muy hablador, muy amigo de contar cuentos sucios y de decir palabras indecentes. Entraba siempre con el sombrero echado atrás, afectando una grosería de maneras que no tenía, imitando los modales y hasta el andar de los borrachos, arrastrando las palabras, pero absteniéndose de beber con disculpa de mal de estómago, en realidad porque se mareaba y embrutecía a la segunda copa. En confianza dijo Maximiliano a Fortunata que debían mudarse de casa para no tener vecinos tan contrarios al método de personas decentes que se habían impuesto.

De todo lo que el enamorado pensaba hacer para la redención de su querida, nada le parecía tan urgente como enseñarla a escribir y a leer bien. Todas las mañanas la tenía media hora haciendo palotes. Fortunata deseaba aprender; pero ni con la paciencia ni con la atención sostenida se desarrollaban sus talentos caligráficos. Estaban ya muy duros aquellos dedos para tales primores. El hábito del trabajo en su infancia había dado robustez a sus manos, que eran bonitas, aunque bastas, cual manos de obrera. No tenía pulso para escribir, se manchaba de tinta los dedos y sudaba mucho, poniéndose sofocada y haciendo con los labios una graciosa trompeta en el momento de trazar el palote.

«Nada de hociquitos, hija de mi alma; eso es muy feo -le decía el profesor acariciándole la cabeza-. No agarrotes los dedos... Si es cosa sencillísima, y lo más fácil...».

Ya se ve, para él era fácil; pero ella, que en su vida las había visto más gordas, hallaba en la escritura una dificultad invencible. Decía con tristeza que no aprendería jamás, y se lamentaba de que en su niñez no la hubieran puesto a la escuela. La lectura la cansaba también y la aburría soberanamente, porque después de estarse un mediano rato sacando las sílabas como quien saca el agua de un pozo, resultaba que no entendía ni jota de lo que el texto decía. Arrojaba con desprecio el libro o periódico, diciendo que ya no estaba la Magdalena para tafetanes.

Si en el orden literario no mostraba ninguna aplicación, en lo tocante al arte social no sólo era aplicadísima, sino que revelaba aptitudes notables. Las lecciones que Maximiliano le daba referentes a cosas de urbanidad y a conocimientos rudimentarios de los que exige la buena educación eran tan provechosas, que le bastaban a veces indicaciones leves para asimilarse una idea o un conjunto de ideas. «Aunque te estorbe lo negro -le decía él-, me parece que tú tienes talento». En poco tiempo le enseñó todas las fórmulas que se usan en una visita de cumplido, cómo se saluda al entrar y al despedirse, cómo se ofrece la casa y otras muchas particularidades del trato fino. Y también aprendió cosas tan importantes como la sucesión de los meses del año, que no sabía, y cuál tiene treinta y cuál treinta y un días. Aunque parezca mentira, este es uno de los rasgos característicos de la ignorancia española, más en las ciudades que en las aldeas, y más en las mujeres que en los hombres. Gustaba mucho de los trabajos domésticos, y no se cansaba nunca. Sus músculos eran de acero, y su sangre fogosa se avenía mal con la quietud. Como pudiera, más se cuidaba de prolongar los trabajos que de abreviarlos. Planchar y lavar le agradaba en extremo, y entregábase a estas faenas con delicia y ardor, desarrollando sin cansarse la fuerza de sus puños. Tenía las carnes duras y apretadas, y la robustez se combinaba en ella con la agilidad, la gracia con la rudeza para componer la más hermosa figura de salvaje que se pudiera imaginar. Su cuerpo no necesitaba corsé para ser esbeltísimo. Vestido enorgullecía a las modistas; desnudo o a medio vestir, cuando andaba por aquella casa tendiendo ropa en el balcón, limpiando los muebles o cargando los colchones cual si fueran cojines, para sacarlos al aire, parecía una figura de otros tiempos; al menos, así lo pensaba Rubín, que sólo había visto belleza semejante en pinturas de amazonas o cosa tal. Otras veces le parecía mujer de la Biblia, la Betsabée aquella del baño, la Rebeca o la Samaritana, señoras que había visto en una obra ilustrada, y que, con ser tan barbianas, todavía se quedaban dos dedos más abajo de la sana hermosura y de la gallardía de su amiga.

En los comienzos de aquella vida, Maximiliano abandonó mucho sus estudios; pero cuando fue metodizando su amor, la conciencia de la misión moral que se proponía cumplir le estimuló al estudio, para hacerse pronto hombre de carrera. Y era muy particular lo que le ocurría. Se notaba más despierto, más perspicaz para comprender, más curioso de los secretos de la ciencia, y le interesaba ya lo que antes le aburriera. En sus meditaciones, solía decir que le había entrado talento, como si dijese que le había entrado calentura. Indudablemente no era ya el mismo. En media hora se aprendía una lección que antes le llevaba dos horas y al fin no la sabía. Creció su admiración al observarse en clase contestando con relativa facilidad a las preguntas del profesor y al notar que se le ocurrían apreciaciones muy juiciosas; y el profesor y los alumnos se pasmaban de que Rubinius vulgaris se hubiera despabilado como por ensalmo. Al propio tiempo hallaba vivo placer en ciertas lecturas extrañas a la Farmacia, y que antes le cautivaban poco. Algunos de sus compañeros solían llevar al aula, para leer a escondidas, obras literarias de las más famosas. Rubín no fue nunca aficionado a introducir de contrabando en clase, entre las páginas de la Farmacia químico-orgánica, el Werther de Goëthe o los dramas de Shakespeare. Pero después de aquella sacudida que el amor le dio, entrole tal gusto por las grandes creaciones literarias, que se embebecía leyéndolas. Devoró el Fausto y los poemas de Heine, con la particularidad de que la lengua francesa, que antes le estorbaba, se le hizo pronto fácil. En fin, que mi hombre había pasado una gran crisis. El cataclismo amoroso varió su configuración interna. Considerábase como si hubiera estado durmiendo hasta el momento en que su destino le puso delante la mujer aquella y el problema de la redención.

«Cuando yo era tonto -decía sin ocultarse a sí mismo el desprecio con que se miraba en aquella época que bien podría llamarse antediluviana-, cuando yo era tonto, éralo por carecer de un objeto en la vida. Porque eso son los tontos, personas que no tienen misión alguna».

Fortunata no tenía criada. Decía que ella se bastaba y se sobraba para todos los quehaceres de casa tan reducida. Muchas tardes, mientras estaba en la cocina, Maximiliano estudiaba sus lecciones, tendido en el sofá de la sala. Si no fuera porque el espectro de la hucha se le solía aparecer de vez en cuando anunciándole el acabamiento del dinero extraído de ella, ¡cuán feliz habría sido el pobre chico! A pesar de esto, la dicha le embargaba. Entrábale una embriaguez de amor que le hacía ver todas las cosas teñidas de optimismo. No había dificultades, no había peligros ni tropiezos. El dinero ya vendría de alguna parte. Fortunata era buena, y bien claros estaban ya sus propósitos de decencia. Todo iba a pedir de boca, y lo que faltaba era concluir la carrera y... Al llegar aquí, un pensamiento que desde el principio de aquellos amores tenía muy guardadito, porque no quería manifestarlo sino en sazón oportuna, se le vino a los labios. No pudo retener más tiempo aquel secreto que se le salía con empuje, y si no lo decía reventaba, sí, reventaba; porque aquel pensamiento era todo su amor, todo su espíritu, la expresión de todo lo nuevo y sublime que en él había, y no se puede encerrar cosa tan grande en la estrechez de la discreción. Entró la pecadora en la sala, que hacía también las veces de comedor, a poner la mesa, operación en extremo sencilla y que quedaba hecha en cinco minutos. Maximiliano se abalanzó a su querida con aquella especie de vértigo de respeto que le entraba en ocasiones, y besándole castamente un brazo que medio desnudo traía, cogiéndole después la mano basta y estrechándola contra su corazón, le dijo:

«Fortunata, yo me caso contigo».

Ella se echó a reír con incredulidad; pero Rubín repitió el me caso contigo tan solemnemente, que Fortunata lo empezó a creer. «Hace tiempo -añadió él-, que lo había pensado... Lo pensé cuando te conocí, hace un mes... Pero me pareció bien no decirte nada hasta no tratarte un poco... O me caso contigo o me muero. Este es el dilema».

-Tie gracia... ¿Y qué quiere decir dilema?

-Pues esto: que o me caso o me muero. Has de ser mía ante Dios y los hombres. ¿No quieres ser honrada? Pues con el deseo de serlo y un nombre, ya está hecha la honradez. Me he propuesto hacer de ti una persona decente y lo serás, lo serás si tú quieres...

Inclinose para coger los libros que se habían caído al suelo. Fortunata salió para traer lo que en la mesa faltaba, y al entrar le dijo:

-Esas cosas se calculan bien... no por mí, sino por ti.

-¡Ah!, ya lo tengo pensado; pero muy bien pensado... ¿Y a ti, te había ocurrido esto?

-No... no me pasaba por la imaginación. Tu familia ha de hacer la contra.

-Pronto seré mayor de edad -afirmó Rubín con brío-. Opóngase o no, lo mismo me da...

Fortunata se sentó a su lado, dejando la mesa a medio poner y la comida a punto de quemarse. Maximiliano le dio muchos abrazos y besos, y ella estaba como aturdida... poco risueña en verdad, esparciendo miradas de un lado para otro. La generosidad de su amigo no le era indiferente, y contestó a los apretones de manos con otros no tan fuertes, y a las caricias de amor con otras de amistad. Levantose para volver a la cocina, y en ella su pensamiento se balanceó en aquella idea del casorio, mientras maquinalmente echaba la sopa en la sopera... «¡Casarme yo!... ¡pa chasco...!, ¡y con este encanijado...! ¡Vivir siempre, siempre con él, todos los días... de día y de noche!... ¡Pero calcula tú, mujer... ser honrada, ser casada, señora de Tal... persona decente...!».
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