Fronda lírica: (Versión para imprimir)
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La araña[editar]
Entre las hojas de laurel, marchitas,
de la corona vieja,
que en lo alto de mi lecho suspendida,
un triunfo no alcanzado me recuerda,
una araña ha formado
su lóbrega vivienda
con hilos tembladores
más blandos que la seda,
donde aguarda a las moscas
haciendo centinela,
a las moscas incautas
que allí prisión encuentran,
y que la araña chupa
con ansiedad suprema.
He querido matarla:
mas…, ¡imposible! Al verla
con sus patas peludas
y su cabeza negra,
la compasión invade
mi corazón, y aquella
criatura vil, entonces
como si comprendiera
mi pensamiento, avanza
sin temor, se me acerca
como queriendo darme
las gracias, y se aleja
después, a su escondite
desde el cual me contempla.
Bien sabe que la odio
por lo horrible y perversa;
y que me alegraría
si la encontrase muerta;
mas ya de mí no huye,
ni ante mis ojos tiembla;
un leal enemigo
quizás me juzga, y piensa
al ver que la ventaja
es mía, por la fuerza,
que no extinguiré nunca
su mísera existencia.
En los días amargos
en que gimo, y las quejas
de mis labios se escapan
en forma de blasfemias,
alzo los tristes ojos
a mi corona vieja,
y encuentro allí la araña,
la misma araña fea
con sus patas peludas
y su cabeza negra,
como oyendo las frases
que en mi boca aletean.
En las noches sombrías,
cuando todas mis penas
como negros vampiros
sobre mi lecho vuelan,
cuando el insomnio pinta
las moradas ojeras
y las rojizas manchas
en mi faz macilenta,
me parece que baja
la araña de su celda
y camina…, y camina…,
y camina sin tregua
por mi semblante mustio
hasta que el alba llega.
¿Es compasiva?, ¿es mala?,
¿indiferente? Vela
mi sueño, y, cuando escribo,
silenciosa me observa.
¿Me compadece acaso?
¿De mi dolor se alegra?
¡Dime quién eres! ¡Monstruo!
¿En tu cuerpo se alberga
un espíritu? Dime:
¿es el alma de aquella
mujer que me persigue
todavía, aunque muerta?
¿La que mató mi dicha
y me inundó en tristezas?
Dime: ¿acaso dejaste
la vibradora selva,
donde enredar solías
tus plateadas hebras,
en las oscuras ramas
de las frondosas ceibas,
por venir a mi alcoba,
en el misterio envuelta,
como una envidia muda,
como una viva mueca?
¡Te hablo y tú nada dices;
te hablo y no me contestas!
¡Aparta, monstruo, huye
otra vez a tu celda!
Quizás mañana mismo,
cuando en mi lecho muera,
cuando la ardiente sangre
se cuaje entre mis venas
y mis ojos se enturbien,
tú, alimaña siniestra,
bajarás silenciosa
y en mi oscura melena
formarás otro asilo,
formarás otra tela,
solo por perseguirme
¡hasta en la misma huesa!
¡Qué importa…!, nos odiamos,
pero escucha: no temas,
no temas por tu vida:
es tuya toda, entera.
Jamás romperé el hilo
de tu muda existencia;
sigue viviendo, sigue,
pero… oculta en tu cueva.
¡No salgas! ¡No me mires!
¡No escuches más mis quejas,
ni me muestres tus patas
ni tu cabeza negra…!
¡Sigue viviendo, sigue,
inmunda compañera,
entre las hojas del laurel marchitas
de la corona vieja,
que en lo alto de mi lecho suspendida,
un triunfo no alcanzado me recuerda!
Idilio eterno[editar]
Ruge el mar y se encrespa y se agiganta;
la luna, ave de luz, prepara el vuelo,
y en el momento en que la faz levanta,
da un beso al mar y se remonta al cielo.
Y aquel monstruo indomable que respira
tempestades y sube y baja y crece,
al sentir aquel ósculo, suspira…,
y en su cárcel de rocas…, se estremece.
Hace siglos de siglos que de lejos
tiemblan de amor en noches estivales:
ella le da sus límpidos reflejos,
él le ofrece sus perlas y corales.
Con orgullo se expresan sus amores
estos viejos amantes afligidos;
ella le dice: «¡te amo!», en sus fulgores,
y él responde: «¡te adoro!», en sus rugidos.
Ella lo aduerme con su lumbre pura,
y el mar la arrulla con su eterno grito,
y le cuenta su afán y su amargura
con una voz que truena en lo infinito.
Ella pálida y triste lo oye y sube
por el espacio en que su luz desploma,
y velando la faz tras de la nube,
le oculta el duelo que a su frente asoma.
Comprende que su amor es imposible,
que el mar la copia en su convulso seno,
y se contempla en el cristal movible
del monstruo azul en que retumba el trueno.
Y al descender tras de la sierra fría
le grita el mar: «¡En tu fulgor me abraso!
¡No desciendas tan pronto, estrella mía!
¡Estrella de mi amor…, detén el paso…!
¡Un instante mitiga mi amargura,
ya que en tu lumbre sideral me bañas;
¡No te alejes…!, ¿no ves tu imagen pura
brillar en el azul de mis entrañas?».
Y ella exclama en su loco desvarío:
«por doquiera la muerte me circunda.
¡Detenerme no puedo, monstruo mío!
¡Compadece a tu pobre moribunda…!
¡Mi último beso de pasión te envío;
mi casto brillo a tu semblante junto…!».
Y en las hondas tinieblas del vacío
hecha cadáver se desploma al punto.
Entonces el mar, de un polo al otro polo,
al encrespar sus olas plañideras,
inmenso, triste, desvalido y solo,
cubre con sus sollozos las riberas.
Y al contemplar los luminosos rastros
del alba luna en el oscuro velo,
tiemblan de envidia y de dolor los astros
en la profunda soledad del cielo.
Todo calla… El mar duerme y no importuna
con sus gritos salvajes de reproche,
y sueña que se besa con la luna
en el tálamo negro de la noche.
Primavera[editar]
¡La campiña!
Sobre el césped del cortijo va la niña
tierna, rubia, frágil, blanca;
—bajo el brazo la muñeca
de cartón rosada y hueca—
salta, corre, canta, grita,
y sus fúlgidos ojazos copian toda
la pureza de la bóveda infinita.
Vedla: es ritmo
y es donaire;
sus desnudos pies se agitan y parece
que también tuviesen alas
como el aire.
Dulcemente el aura toca
el capullo de su boca
que es esencia y es frescura
y es panal, húmedo y tibio,
de miel pura.
Va contenta, retozona,
va de prisa;
y en sus labios aletea
como un ave sobre el nido, la sonrisa.
Primavera en los jardines,
bosques, valles y barrancas,
echa rosas, rosas, rosas,
rosas blancas.
Una crencha rubia miente
un celaje sobre el campo de su frente;
frente casta,
perla enorme que en el oro de sus rizos
arcangélicos se engasta;
frente pura que humedece
el sudor, y que parece,
bajo el soplo sano y frío
de los céfiros, camelia
empapada de rocío.
Va la niña; tal vez sueña
con las hadas, y se cuenta
ella misma, el cuentecillo
de la pobre cenicienta.
Y sus gritos melodiosos
en las ráfagas deslíe,
juguetona, parlanchina,
mientras salta, corre y ríe.
Nace el alba; vibra el orto
sus espadas de reflejos,
y el espacio se sonrosa, y un gran vaho
de perfumes acres, llega
de muy lejos.
Primavera en los jardines,
bosques, valles y barrancas,
echa rosas, rosas, rosas,
rosas blancas.
Estío[editar]
Es rescoldo
la ancha tierra; bajo un toldo
de verdura, una joven campesina
en el pecho de su amante
se reclina;
un arroyo serpentea, susurrante,
salta en tumbos que retumban
en las rocas del vibrante
bosque espeso;
los insectos giran, zumban
como nube de ámbar y oro,
y en el aire suena un beso
y un «¡Te adoro!».
Ni una nube
mancha el cielo;
un gran hálito de horno, sube, sube
a las ramas silenciosas, desde el suelo.
¡Cuán hermosa
la muchacha! Su mejilla
viva rosa;
y su boca, almibarada,
tiene muchos más rubíes
muchos más que una granada.
Olorosa como el heno,
y brillante como el heno su cabeza
se endereza
como enorme flor de oro,
sobre un tallo de esbeltez y vida lleno,
mientras se alzan, con la espuma
del encaje de su traje,
medio ocultas,
las dos ondas de su seno.
El estío, por las ramas
soñolientas, tembladoras,
filtra llamas, llamas, llamas
quemadoras.
Un suspiro, moribundo
de amor, pasa por el mundo;
y la joven, suelto en rizos el cabello
poderoso y ondulante,
sus desnudos brazos finos,
echa al cuello
de su amante;
y se ciñe toda, toda,
al mancebo noble y fuerte:
es el día de su boda.
Con voz tierna,
asegura que su dicha
será eterna.
Por un claro del gran bosque yo la veo
que se agita, jadeante,
bajo el ansia del deseo.
El ambiente la sofoca;
el placer la descoyunta;
y, ebria y loca,
a los labios del mancebo
sus ardientes labios junta.
Y las dos palpitaciones
de sus buenos corazones
anhelantes
repercuten de la selva en los rincones
más distantes…
Medio día:
al cenit el sol ya llega,
y sus dardos ardorosos, deslumbrantes,
a la madre tierra envía.
El estío, por las ramas
soñolientas, tembladoras,
filtra llamas, llamas, llamas
quemadoras.
Otoño[editar]
Luz de luna
su mirada;
su pupila
noche bruna;
sus ojeras
guardan toda la ceniza
que cayó, cuando sus ojos
fueron vívidas hogueras;
su pestaña engarza en oro
un diamante de su lloro.
En un bucle que sus sienes engalana
como un hilo de alba seda, se desliza
una cana.
En el campo,
del sol mira el postrer lampo,
taciturna,
del sol triste que se emboza, poco a poco,
en la clámide nocturna.
Desteñida, no provoca
ya la adelfa de su boca:
porque es flor que la sonrisa ya no mueve;
hoy sus pétalos pegados y sinuosos
no descubren el refugio
de la nieve;
boca triste, boca seca;
en sus róseas comisuras,
de fastidio hay una mueca.
Sin embargo,
a pesar de aquel constante
dejo amargo…,
en su rostro, todavía marfileño,
hay un no sé qué de dulce…,
de fantástico, de ensueño…
El otoño en las orillas
del camino, riega hojas,
hojas y hojas
amarillas.
De su frente
la tersura
se deshace lentamente:
la visión del blanco invierno,
el blancor de aquel semblante
pone en fuga…,
y se alarga entre sus cejas, desdeñosas
y enarcadas,
honda arruga.
En sus manos, bien cuidadas,
todas llenas
de sortijas, se insinúan
las azules serpentinas de sus venas;
y su barba, como lirio
melancólico y maltrecho,
agoniza en los encajes
de la doble y blanda loma
de su pecho.
Solitaria, yo la veo
en un banco
del paseo;
tal vez sueña con las flores
de otros tiempos: ¡sus amores!
Los recuerdos más hermosos
y gratísimos,
ahora,
tal vez pasan por su mente,
mientras llora…
Es la tarde. Allá a lo lejos,
su cabeza el sol sumerge
en la sangre de los últimos reflejos…
El otoño en las orillas
del camino riega hojas,
hojas y hojas
amarillas.
Invierno[editar]
Tras la lóbrega ventana
de una choza, hay una anciana;
hila, hila,
y enturbiando
su pupila,
de sus lágrimas dos gotas
al salir de cuando en cuando,
y al brillar, fingen dos gruesas
perlas rotas.
Sus mejillas,
lacias, caen; se entrechocan
sus rodillas.
Viste luto,
y una huella, casi extinta,
hay apenas de su pobre seno enjuto.
En su frente
dejó el tiempo despiadado
el ultraje
de su arado.
Y su boca,
ya marchita,
es un hueco de oraciones,
de oraciones que musita
ella, sola, en los rincones
de la estancia: ¡Pobrecita!
¿Qué se hicieron los encantos
de su cuerpo?, ¿qué las épocas felices…?
¡De sus manos sólo quedan…
dos raíces!
El invierno, sobre el techo
de la choza, llueve, llueve,
llueve copos, grandes copos
de alba nieve.
Sopla el cierzo…, y la cabeza
de la triste anciana, eriza;
la cabeza, que parece
de ceniza.
Cruje el tuero;
de rescoldo hay un reguero
en el fúnebre recinto de la estancia,
y saturan los tizones
el ambiente, de una exótica fragancia.
Débil, mustia y alelada,
¿en qué sueña aquella triste
mujer sola?
¿En qué sueña? ¡En nada, en nada!
Sólo advierte
que a sus plantas va formándose el vacío…,
y que siente todo el frío
espantoso de la muerte.
En el cielo
desolado, el rüido
de su vuelo
y el graznido
de su canto, deja oír en las tinieblas
un mochuelo.
Es de noche; no hay un astro.
Todo es sombra
en el llano y en el bosque,
y en la vega que parece de alabastro.
A la puerta
ladra un gozque.
¡El invierno, sobre el techo
de la choza, llueve, llueve,
llueve copos, grandes copos
de alba nieve!