Geórgicas (trad. Ochoa): Libro I

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Geórgicas de Virgilio
Libro I

[Después de una breve exposición, invoca el poeta a las divinidades protectoras de la agricultura, y a Augusto como a una de ellas, y entra seguidamente en la materia del libro, la cual divide en seis partes: la primera trata de la naturaleza de las tierras y de los métodos de cultivo; la segunda, del origen de la agricultura; la tercera, de los instrumentos de la labranza; la cuarta del tiempo propicio para las labores del campo; la quinta, de los pronósticos que pueden sacar los labradores del aspecto de los astros, y la sexta contiene una admirable digresión sobre los prodigios que siguieron a la muerte de César. Concluye con un epílogo, en que implora para Octavio y el pueblo romano el favor de los dioses.]

Cómo se producen lozanas mieses, bajo cuál astro conviene, ¡oh Mecenas!, labrar la tierra y enlazar las vides con los olmos, que cuidados reclaman los bueyes, qué afanes los ganados, cuánta industria exigen las guardosas abejas empezaré desde ahora a cantar. ¡Oh clarísimas lumbreras del mundo, que regís el orden con que las estaciones se van deslizando del cielo! ¡Oh Baco y oh alma Ceres, si por merced vuestra la tierra trocó la bellota caonia por la fecunda espiga y mezcló las aguas del Aqueloo al jugo de las uvas recién descubiertas! ¡Oh Faunos, númenes propicios a los labradores, venid a mi, y venid también con ellos vosotras, oh vírgenes Dríadas! ¡Yo canto vuestros dones! Y tú, ¡oh Neptuno!, para quien la tierra, herida por primera vez de tu gran tridente, hizo brotar el fogoso caballo! Y tú también, morador de los bosques, en cuyo honor trescientos novillos blancos como la nieve pastan las fértiles dehesas de la isla Ceos; y tú, ¡oh Pan Tegeo, pastor de ovejas!, abandonando el bosque patrio y las selvas de Liceo y tu querido monte Ménalo, asísteme con tu favor; y tú, ¡oh Minerva, descubridora del olivo! Y tú, ¡oh mancebo inventor del corvo arado! Y tú, Silvano, que llevas por cayado un tierno ciprés descuajado; y vosotros todos, dioses y diosas, que veláis por la fertilidad de los campos, así los que alimentáis las plantas nuevas que brotan de suyo, como los que enviáis desde el cielo a los sembrados abundosas lluvias. Y también tú, de quien aún es dudoso a cuáles concilios de los dioses estás destinado, ya prefieras tomar sobre ti el cuidado de las ciudades y de las tierras, ¡oh Cesar!, y el dilatado mundo te reciba por dador de los frutos y árbitro de las estaciones, ceñidas las sienes con el materno arrayán; ya llegues a ser el dios del inmenso mar, y los navegantes acaten solo tu numen, y te reverencie la remota Tule, y Tetis te pague con todas sus ondas la gloria de tenerte por yerno; o bien, nueva estrella, te añadas a los meses estivos, ocupando el lugar que se te abre entre Erígone y las Celas, que le están inmediatas, para lo cual ya el férvido Escorpión recoge sus brazos y te cede en el cielo un espacio más que bastante; cualquier dios, en fin, que llegues a ser (porque no espere el Tártaro tenerte por rey, ni te vendrá tan fiera codicia de reinar, por más que ensalce la Grecia los Elíseos campos, y solicitada Prosérpina, resista seguir a su madre), allana mi empresa, aliéntame en este atrevido ensayo, y compadecido, como yo, de los labradores que desconocen el buen camino, acude a mí y acostúmbrate ya a ser invocado como una divinidad.

Al renacer la primavera, cuando las frías aguas se deslizan de los nevados montes, y al soplo del céfiro se va abriendo el terruño, empiecen ya mis yuntas a gemir bajo el peso del arado, hondamente sumido en los surcos, y reluzca la reja desgastada en ellos. Aquella sementera que dos veces hubiere sentido los soles y los fríos llenará, en fin, los deseos del avaro labrador, en cuyas trojes rebosará una abundantísima cosecha.

Mas, antes de romper con la reja un campo desconocido, conviene informarse de los vientos y de las varias influencias del cielo a que está expuesto, de los cultivos usados en el país y de las propiedades del terreno, y de cuáles frutos produce y cuáles rechaza la comarca. Aquí se da mejor el trigo, allí la uva; aquí brota arbolado, allí de suyo abundan los pastos. ¿No ves como el monte Tmolo nos envía el oloroso azafrán, la India el marfil, los afeminados Sabeos sus inciensos, los desnudos Cálibes el hierro, el Ponto los castores medicinales y el Epiro sus yeguas de Elis, destinadas a las palmas olímpicas? Estas leyes constantes, estos eternos conciertos impuso la naturaleza a determinados lugares, desde aquel tiempo primero en que Deucalión fue arrojando por el despoblado mundo las piedras de que nacieron los hombres, duro linaje. Ea, pues, empiecen tus robustos bueyes a remover la tierra fecunda desde los primeros meses del año, para que el polvoroso estío recueza los terrones con sus ardientes soles; mas, si cultivas una tierra ingrata, bastará ararla muy por encima cuando entre el sol en el signo de Arturo; en el primer caso, para que las muchas hierbas no ahoguen la rica mies; en el segundo, para que no pierda la tierra su escaso jugo, quedando reducida a estéril arena.

Será bueno que dejes inculta la tierra por un ano, hecha la siega, y que cuides de endurecer con abonos el campo ya cansado; o bien, pasado un ano, sembrarás el rubio trigo en el sitio de donde hubieres recogido primero abundantes legumbres de quebradiza corteza, los blandos renuevos de la arveja y las frágiles cañas y toda la gárrula hojarasca de los amargos altramuces; pues te advierto que la cosecha del lino, lo mismo que la de la avena, quema la tierra; abrásanla igualmente las adormideras, regadas con las aguas del soñoliento Leteo. Fácil es, sin embargo, labrar la tierra todos los años, cuidando de darle en abundancia pingüe abono y cubriendo de inmunda ceniza las hazas exhaustas. Así también se logra que descansen las tierras, alternando las simientes, sin que sean tampoco del todo inútiles mientras se las deja de barbecho.

También a veces conviene prender fuego a los campos estériles y quemar los rastrojos con ruidosas llamaradas, ya sea porque con esto recibe la tierra ocultas fuerzas y pingüe sustancia, ya porque todo el vicio que tiene se le cuece con el fuego, y expele así la inútil humedad, o bien porque aquel calor le abra nuevos conductos y respiraderos, antes cegados, por donde pase el jugo a las nuevas mieses, o ya, en fin, porque la endurezca más y comprima sus grietas, de manera que ni las menudas lluvias, ni la fuerza, todavía más destructora, del ardiente sol, ni el penetrante frío del Bóreas puedan abrasarla. Mucho también favorece a los campos el que rompe con rastros los estériles terrenos y arrastra sobre ellos zarzos de mimbres; a éste mira propicia la rubia Ceres desde el alto Olimpo, y lo mismo al que, ya labradas sus hazas, rompe por segunda vez los terrones oblicuamente con el arado y revuelve a menudo la tierra y la subyuga a fuerza de trabajo.

Pedid a los dioses, ¡oh labradores!, veranos lluviosos e inviernos apacibles; con el polvo del invierno se regocijan los trigos, se regocijan los campos. Así, sin otro cultivo alguno, es tan fértil la Misia, y el mismo monte Gárgara se maravilla de la abundancia de sus mieses.

¿Qué diré del que tan luego como ha hecho la sementera labra la tierra, desmenuza los terrones infecundos y dirige en seguida hacia sus sembrados las aguas de un río y de los cercanos arroyos? Y cuando el campo abrasado se seca y están las hierbas marchitas, he aquí que atrae desde la cima de un collado las aguas, que, cayendo sobre las guijas, producen un ronco murmullo y templan con sus borbollones los agostados campos. Y ¿qué diré también de aquel que para que no se doblen las canas del trigo bajo el peso de las espigas mete el ganado a pastar en los sembrados, viciosos en demasía, cuando empieza a despuntar la mies al ras de los surcos; y del que deseca los terrenos cenagosos, principalmente en los meses en que el tiempo es mas vario, cuando los ríos salen de madre y cubren los campos circunvecinos con el légamo que arrastran sus aguas, formándose pantanos, que exhalan tibios vapores?

Y sin embargo (aun cuando hagan todo esto a fuerza de afanes los hombres y los bueyes, labrando la tierra), todavía dañan a los sembrados el ánade rapaz, las grullas estrimonias y la endibia de amargas raíces, o bien la demasiada sombra. El mismo Júpiter quiso que fuese difícil la agricultura, y él primero redujo a arte la labranza, aguijando con cuidados los mortales corazones, y no consintiendo que se aletargasen sus reinos en una tarda holganza.

Antes del reinado de Júpiter no había labradores que arasen los campos ni era lícito acotarlos o partir límites en ellos; todos los aprovechaban para su sustento, y la tierra misma daba de grado, más liberalmente que ahora, todos los frutos. Él infundió en las negras serpientes nocivo veneno, mandó a los lobos tornarse rapaces y al mar revolverse con borrascas; despojó a las hojas de los árboles de la miel que destilaban, y ocultó el fuego, y atajó los arroyos de vino, que antes fluían por doquiera, a fin de que el hombre, a fuerza de discurso y de experiencia, fuese poco a poco inventando las artes, y buscase el trigo en los surcos y sacase a golpes el fuego escondido en las venas del pedernal. Entonces por primera vez soportaron los ríos el peso de los excavados álamos; entonces el nauta contó las estrellas y les puso los nombres de Pléyades, Híadas y fúlgida Osa, hija de Licaón. Entonces se inventó apresar con lazos a las alimañas, y se usó el engaño de la liga, y rodear con perros los grandes bosques. Y ya éste azota con la red el anchuroso río, buscando los sitios más profundos, y aquél tremola por el piélago las húmedas lonas. Entonces se conoció el duro hierro y se inventó la rechinante sierra, pues los primitivos hombres hendían con cuñas la blanda madera. Entonces, en fin, nacieron los varios oficios: todo se venció en fuerza de un ímprobo trabajo y de la necesidad, que nos obliga a las cosas más duras.

Ceres fue la primera que enseñó a los mortales a labrar la tierra con hierro cuando ya en las sagradas selvas faltaban las bellotas y los madroños y Dodona les negaba el sustento. Luego se aumentó el trabajo necesario para obtener granos, pues sobrevino la niebla, funesta a las cañas de la mies, y erizó los sembrados el estéril cardo; mueren los frutos a medida que crecen las malezas, los lampazos, los abrojos, y entre las lozanas mieses se señorean la infeliz cizaña y las avenas locas; por lo cual, si no escardas con tesón la tierra, no espantas los pájaros con ruidos, no amenguas con la podadera las sombras que oscurecen tu heredad y no imploras de los dioses copiosas lluvias, ¡ay!, vanamente contemplarás las grandes parvas de los otros labradores y tendrán que acallar tu hambre vareando las encinas en las selvas.

Digamos ahora qué instrumentos necesitan los robustos labradores, sin los cuales ni sembrarse podrían ni crecer las mieses. Primeramente, la reja y el arado, de recio roble; los carros de la madre Eleusina, que ruedan lentamente; los trillos, los carretones y los pesados rastros; a más el humilde utensilio de mimbres, que inventó Celeo; los zarzos de madroño y la mística zaranda de Baco; cosas todas que muy de antemano has de tener prevenidas si aspiras a alcanzar alguna gloria en el arte divino de la labranza. Empiézase por cortar en el monte un olmo, el cual con grande empuje se doblega, de manera que venga a formar la cama del corvo arado, y se le encajan un timón de ocho pies de largo desde su nacimiento, dos orejeras y dos dentales de lomo muy noble; antes se corta un leve tejo y una alta haya para el yugo y la esteva, con que por detrás se rige el eje; será bueno que, suspendidas en el hogar, se hayan curado al humo estas maderas.

Muchos preceptos de los antiguos puedo referirte si me atiendes y no te pesa de conocer tales menudencias. Lo primero, es preciso apisonar la era con un gran rodillo y amasarla con la mano, endureciéndola con pegajosa greda para que no nazca hierba en ella, ni se desquebraje con la fuerza de la sequía, de que se originan varios daños. Sucede a menudo que el ruin ratón establece su vivienda por bajo de aquel terreno y allega allí su troj, o que le socavan, para hacerse sus nidos, los ciegos topos. También se hallan en los hoyos el sapo y las innumerables sabandijas que cría la tierra; también pueblan las grandes parvas el gorgojo y la hormiga, temerosa de la desvalida vejez.

Observa cuando los almendros en las selvas se visten de flor y doblegan sus fragantes ramos: si llevan mucho fruto, también lo llevarán los trigos, y con el gran calor vendrá una gran trilla; mas si hace demasiada sombra un exuberante ramaje, vanamente trillará la era las cañas, ricas solo en paja.

También he visto a muchos labradores aderezar con varias sustancias las semillas, rociándolas primero con nitro y negra amurca para obtener en los falaces zurrones un grano más crecido; y a pesar de haberlas reblandecido a fuego lento para activar su sazón, advertí que degeneraban las más prolijamente escogidas y miradas con mayor afán, a no ser que cada año se pusiese empeño en elegir una a una las mayores; así todas las cosas van empeorando por disposición de los Hados; así va retrocediendo todo: no de otra suerte que al que a duras penas impele con el remo su lancha contra la corriente, si por acaso da un momento de tregua a los brazos, al punto le arrebatan río abajo las aguas.

Tanto, además, debemos nosotros, los labradores, tener cuenta con la estrella de Arturo y los días de las Cabrillas y el lúcido Dragón, como los que, llevados a su patria por los borrascosos mares, arrostran el Ponto y los ostríferos estrechos de Abidos. Cuando el signo de Libra iguale las horas del día y las del sueno y divida el mundo por mitad entre la luz y las sombras, dad continuo ejercicio a los bueyes, ¡oh labradores!, y sembrad cebadas en los campos hasta las últimas lluvias del riguroso invierno. También entonces es sazón para confiar a la tierra la simiente del lino y la adormidera, consagrada a Ceres, y para darse prisa a poner mano en el arado, mientras lo consiente la sequedad del campo y penden en el aire los nublados.

La siembra de las habas hágase en primavera; también entonces, cuando el cándido Toro abre el año con sus áureos cuernos y cae el Can bajo el horizonte, cediendo su lugar al signo que le sigue, reciben los reblandecidos surcos la alfalfa de la Media, y el mijo ocasiona un afán que se repite todos los años. Mas si labrares la tierra para coger cosecha de trigo y recias cebadas, atento solo al medro de tus espigas, aguarda a que se escondan ante tus ojos las orientales hijas de Atlante y a que decline la estrella cretense de la ardiente corona para entregar a los surcos las debidas semillas, y no te apresures a confiar prematuramente a la tierra la esperanza del año. Muchos dieron principio a la siembra antes del ocaso de Maya, mas la aguardada mies burló sus esperanzas con inútiles espigas. Si sembrares la arveja y el vil frísol y no te desdeñares de dedicar tus cuidados a la pelusiana lenteja, Bootes, al ponerse, te dará claras señales; da entonces principio a la siembra y hazla durar hasta mediada la estación de las escarchas.

A este fin, el áureo Sol recorre, pasando por los doce signos, la redondez del mundo, dividida en determinadas partes. Cinco zonas ocupan el ámbito del cielo; está una de ellas siempre enrojecida por los rayos del sol y tostada por su fuego; las dos últimas en torno de ésta, a derecha y a izquierda, están constantemente comprimidas por cerúleos hielos y negras tempestades. Entre éstas y las de en medio, la bondad de los dioses ha concedido a los míseros mortales otras dos, que corta un camino, por el que gira oblicuamente el orden de los astros. Así como hacia la parte de la Escitia y de los montes Rifeos se levanta erguido el mundo, así se abaja deprimido por la parte de la Libia, de donde soplan los austros. Uno de los polos está siempre encima de nosotros; la negra laguna Estigia y los profundos manes ven siempre al otro debajo de sus pies. Allí el gran Dragón se desliza, enroscado a manera de un río, por entre las dos Osas, que temen bañarse en las aguas del Océano; aquí, dicen, o reina siempre un silencio profundo entre las densas tinieblas de una perpetua noche o llega la aurora cuando vuelve de nuestras regiones, llevando a aquéllas la luz del día; de suerte que cuando el Sol en Oriente nos envía el férvido resoplido de sus caballos, en ellas el rojo Véspero enciende su tardía luminaria.

De aquí proviene que podamos predecir los temporales, si el cielo no da señal cierta de ellos, y conocer el día propio para la siega, la época oportuna, para la siembra y cuándo convenga batir con los remos la mar infiel, cuándo sacar del puerto las armadas o cortar en las selvas el sazonado pino.

No en vano observamos el nacimiento y la puesta de los astros, y las mudanzas del año, dividido por igual en cuatro estaciones diversas. Cuando las frías lluvias retienen en su choza al labrador es cuando debe prevenir despacio una multitud de cosas que en los días serenos hubiera tenido que hacer con prisa. Entonces afila el duro diente de la mellada reja, excava los troncos para labrar barquillas o marca sus ganados y mide sus montones de trigo; otros aguzan estacas y horquillas, y preparan las ligaduras amerinas para las flexibles vides; entonces se debe tejer el leve canastillo de mimbres, tostar el grano y molerlo. Hay también para los días festivos ejercicios que permiten las leyes divinas y las humanas; ningún precepto religioso veda en tales días torcer el curso de un arroyo, cercar con setos los sembrados, tender lazos a las aves, quemar abrojos ni bañar la balante grey en las salubres aguas de un río. A veces el labrador carga de aceite, o bien de pobres frutas, los lomos de un tardo jumentillo, y se vuelve con él de la ciudad, trayéndose o una rueda de molino o un costal de negra pez.

La Luna misma, por otro orden, señala otros días felices para determinadas labores. Huye del quinto día; en él nacieron el pálido Orco y las Euménides; en él la Tierra abortó en parto nefando a Ceo, a Jápeto, al cruel Tifeo y a los hermanos que se conjuraron para asolar al cielo. Tres veces pugnaron por encaramar el Osa sobre el Pelión y derruir sobre el Osa el frondoso Olimpo; tres veces Júpiter demolió con rayo los hacinados montes.

Feliz es también el séptimo día, pero menos que el décimo, ya para plantar vides, ya para domar los uncidos bueyes, ya para añadir lizos a una tela; el noveno, adverso para los ladrones, es el mejor para los caminantes.

Muchas cosas se hacen mejor en la fría noche o cuando con el nuevo sol rocía los campos el lucero de la mañana. De noche se siegan mejor los leves astrojos y los secos prados; de noche nunca falta algún relente. Unos emplean las largas veladas de invierno en tallar con agudo cuchillo, al amor de la lumbre, las teas en forma de espigas, mientras, aliviando con el canto su larga faena, recorre la esposa su tela con el sonoro peine o hace cocer al fuego el dulce arrope y espuma con una rama el caldo de la hirviente olla. En la fuerza del verano se coge el rubicundo trigo, y entonces también trilla la era las tostadas mieses. Ara desnudo, y desnudo siembra; el invierno empereza al labrador. En el rigor de los fríos es cuando por lo común los labradores disfrutan de lo que han allegado y cuando se convidan mutuamente a alegres festines; a ello los brinda el genial invierno, que ahuyenta los cuidados; así, cuando ya tocan el puerto las cargadas naves, ornan sus popas con coronas los alborozados marineros.

Es, sin embargo, entonces la época de coger la bellota y las bayas del laurel, la aceituna y el fruto del mirto de color de sangre. Entonces se cazan las grullas con lazos y los ciervos con redes, y se corren las orejudas liebres; entonces, cuando la sierra está cubierta de altas nieves, cuando los ríos arrastran hielos, es la ocasión de matar corzos con los disparos de la estoposa honda balear.

¿Qué diré de las tempestades y de las constelaciones de otoño? ¿Qué de las cosas a que han de atender los labradores cuando ya acortan los días y son más llevaderos los calores, o cuando se desata en lluvias la primavera, y ya las mieses erizan los campos con sus espigas e hinchan las verdes cañas los trigos en leche? Yo vi muchas veces, cuando ya el colono echaba el segador a los rojos trigos y estaba atando las gavillas con frágiles sogas, precipitarse en tropel todos los vientos y descuajar las ricas mieses y dispersarlas a lo lejos por los aires, llevándose igualmente la borrasca en negro torbellino las leves cañas y las volátiles pajas. También muchas veces se derrumba del cielo inmenso golpe de aguas, y apiñadas las nubes en lo alto, engruesan el hórrido temporal con negros turbiones; desplómase el encumbrado firmamento y diluye en torrentes de lluvia los opimos sembrados y el trabajo de los bueyes; llénanse las zanjas, hínchanse con estruendo los hondos ríos, hierve la mar en sus rugientes estrechos. El mismo Júpiter, desde el tenebroso centro de las tempestades, vibra sus rayos con centelleante diestra; a su empuje treme la inmensa tierra, huyen las fieras y por doquiera humilde pavor comprime los mortales corazones. Él, con su fulmíneo dardo, destroza el Atos o el Ródope o los altos Ceraunios; redoblan su furia los vientos y la densísima lluvia; los recios vendavales hacen retumbar en son lastimero bosques y playas. Temeroso de esto, observa los meses y los astros del cielo, de qué lado se esconde la fría estrella de Saturno, por qué orbitas del cielo va errante el luminar de Cilene. Ante todo, venera a los dioses y ofrece a la gran Ceres sacrificios anuales en los herbosos prados, al fin del invierno, entrada ya la serena primavera. Entonces están gordos los corderos y son suavísimos los vinos; entonces es dulce el sueño y hay en los montes espesas sombras. Juntamente contigo adoren a Ceres tus zagales campesinos; deslíe para ellos panales en leche y dulce vino, y cuida que tres veces circule la propicia ofrenda en torno de las nuevas mieses, acompañada del coro entero de alborozados labradores, que vayan clamoreando a Ceres para que descienda a las cabañas, y ninguno meta la hoz en las maduras espigas sin que haya antes, ceñidas las sienes con guirnalda de encina, danzado y cantado en honor de Ceres.

Y a fin de que por señales ciertas pudiéramos conocer todas estas cosas, los calores, las lluvias y los vientos que traen los fríos, dispuso el mismo Júpiter lo que nos enseña la luna con sus mensuales cambiantes y bajo cuál signo se sosiegan los austros; de suerte que, viendo repetidas veces estos indicios los labradores, no aparten de las majadas sus rebaños de pronto, cuando se levantan los vientos o empiezan a hincharse los revueltos senos del mar, y se oye en los altos montes un ruido seco, o retumban a lo lejos las batidas playas y aumenta el murmullo de las selvas. Mal se resisten las olas a devorar las corvas naos cuando los rápidos mergos dirigen desde el mar hacia la playa su vuelo y sus graznidos; cuando las gaviotas marinas juguetean en la seca orilla, y abandona la garza sus conocidas lagunas y se remonta por cima de las altas nubes. También a veces verás, cuando amaga un vendaval, deslizarse rápidas del cielo algunas estrellas y en medio de la sombra de la noche dejar en pos de si larga estela de blanca luz; otras veces verás revolotear leves pajas y hojas secas, o girar plumas nadando por la superficie del agua. Mas cuando relampaguea por la parte del terrible Bóreas y truena hacia las regiones del Euro y del Céfiro, todos los campos se anegan y rebosan las zanjas, todos los marineros en el Ponto recogen las húmedas velas. Nunca la lluvia cogió de sorpresa ni aun a los menos cautos; ya, huyendo de ella, se remontaron las grullas por los aires desde los hondos valles; ya la becerra, mirando al cielo, aspiró las auras por su ancha nariz, o bien la gárrula golondrina revoloteó en derredor de las lagunas, y cantaron en el cieno las ranas sus antiguas quejas. Más frecuentemente aún la hormiga, abriéndose una estrecha senda, sacó sus huevos del fondo de su morada, y el extenso arcoiris aspiró las aguas, y la hueste de los cuervos, volviendo de los pastos en numeroso tropel, atronó el éter con sus apiñadas alas. También entonces las varias aves marinas y las que en torno a los prados del lago Asia buscan su sustento en los deleitosos remansos del Caistro, empapan a porfía sus plumas en las aguas; y ora las verás zambullir la cabeza en las olas, y ora correr sobre ellas, sin poder hartar su ansia de remojarse. Entonces la siniestra corneja llama la lluvia a toda voz y se espacia a solas en la seca arena. Ni aun las zagalas hilanderas, atentas a concluir su nocturna tarea, dejan de conocer que se acerca la lluvia al ver chisporrotear el aceite en el candil y formarse en el pabilo un fungoso musgo.

No menos, después de la lluvia, podrás prever por señales seguras los días de sol despejados y serenos, pues ni aparece entonces amortiguada la luz de las estrellas, ni tributaria la luna de los rayos de su hermano Febo, ni se arrastran por el cielo las nubes como tenues copos de vellón. Los alciones, caros a Tetis, no abren sus alas en la playa al tibio sol, ni los inmundos cerdos se acuerdan de hozar las desatadas gavillas. Entonces las nieblas bajan a las honduras y se tienden por los campos; observando desde alguna eminencia el ocaso del sol, no da al viento la lechuza su nocturno canto. Altísimo aparece Niso en el líquido éter, y Escila paga el delito del purpúreo cabello; adondequiera que escapa ella, cortando en su vuelo el aire leve, acude su atroz enemigo Niso con el gran crujido de sus alas; adondequiera que se remonta Niso, ella, huyendo mas rápida, corta en su vuelo el aire leve. Entonces los cuervos lanzan tres y cuatro veces del apretado gañón claros graznidos, y a menudo en sus altas moradas, dulcemente movidos de no sé qué insólita alegría, retozan bulliciosos en las enramadas, deleitándose en tornar a ver, pasada la borrasca, su tierna prole y sus dulces nidos. No por esto, en verdad, creo que haya en los brutos algún destello de divino ingenio, ni que deban al hado mayor conocimiento de las cosas venideras; mas cuando la tormenta y las nieblas perturban la atmósfera, y la humedad y los austros condensan lo que era antes ralo, y dilatan lo que era denso, cambian también en cierto modo las especies animales, y a medida que el viento revuelve las nubes, reciben los pechos ya éstos. ya los otros impulsos; de aquí aquel contento de las aves en los campos, y el alborozo de los ganados, y el triunfante cantar de los cuervos.

Si atiendes al curso del sol y al orden con que se siguen las lunas, nunca te engañará el día de mañana ni te dejarás coger en el cebo de una noche serena. Si cuando asoma la luna nueva rodea su disco una oscura aureola es señal de que se prepara a los labradores y en el mar un recio aguacero, y si velare su faz virgíneo sonroseo, seguro será el viento; siempre con el viento se sonrosea la rubia Febe. Si al cuarto día (y este indicio es segurísimo) va pura por el cielo, muy afilados los cuernos, en todo aquel día y los siguientes, hasta concluir el mes, no habrá lluvia ni vientos; y los marineros, libres ya de los pasados peligros, cumplirán en la playa sus votos a Glauco, a Panopea y a Melicerta, hija de Ino.

También el sol, tanto al nacer como cuando se esconde en las olas, te dará señales; certísimas son las que siguen al sol, ya cuando vuelve a la mañana, va cuando se levantan los astros. Si al nacer aparece salpicado de manchas, envuelto en una nube y oculta la mitad de su disco, recela lluvias, pues es señal de que ya amaga por la parte del mar el noto, funesto a los árboles, a los campos y a los ganados. Si despuntan al alba sus rayos dispersos y quebrantados entre densas nieblas o se levanta descolorida la Aurora, dejando el purpúreo tálamo de Titono, ¡ay!, mal entonces las pámpanas guarecerán a las tiernas uvas; tan abundante rebotará con estrépito en los tejados el desastroso granizo. Sobre todo, cuando, recorrido ya el Olimpo, declina el sol, es cuando más te importa observarle, pues con frecuencia entonces vemos discurrir por su faz varios colores. El azul anuncia lluvias; el ígneo, vientos; si empiezan a mezclarse manchas a su rutilante color de fuego, entonces verás estallar juntamente lluvias y vientos; nadie en tal noche me persuadirá a lanzarme a la mar ni a desatar el cable que sujeta mi nave a tierra. Mas si su disco aparece lúcido cuando nos trae el día y cuando se pone, en vano te amedrentarán los nubarrones, pues verás cómo los disipa el aquilón agitando las selvas. Finalmente, el sol te dará señales por donde conozcas lo que traerá el véspero de la tarde, de qué lado impelirá el viento las serenas nubes y qué anuncia el húmedo Austro. ¿Quién osará llamar falaz al sol? También muchas veces nos declara que amenazan secretos tumultos, que se fraguan amaños y ocultas guerras. También se compadeció de Roma, muerto César, cuando veló su nítida cabeza con ferruginosa niebla y el impío siglo temió una eterna noche. En aquel tiempo daban igualmente señales la tierra y las aguas del mar, y los infaustos perros y las aves importunas. ¡Cuántas veces vimos al Etna, rotos sus hornos, derramar sus hirvientes olas por los campos de los Cíclopes, vomitando globos de llamas y peñascos derretidos! La Germania oyó por todo el cielo estruendo de armas; retemblaron los Alpes con insólitos movimientos; también se oyó muchas veces una gran voz en medio de los callados bosques. y se vieron al anochecer pálidos fantasmas de maravilloso aspecto, y hablaron las bestias, ¡cosa horrible!, y se pararon las corrientes de los ríos y se entreabrió la tierra, y lloró en los templos el marfil desolado y sudaron los bronces. El Erídano, rey de los ríos, arrastrando las selvas en furioso remolino, se derramó por las vegas, llevándose los ganados con sus majadas. En aquel tiempo, las entrañas de las tristes víctimas sacrificadas no cesaron de presentar agüeros amenazadores ni los pozos de manar sangre ni las ciudades de resonar por la noche con grandes aullidos de lobos. Jamás cayeron de un cielo sereno tantos rayos ni ardieron tantos horribles cometas Por eso, los campos de Filipos vieron por segunda vez a las haces romanas cruzar en fiera lid sus armas fraternales; por eso consintieron los dioses que dos veces abonase nuestra sangre la Ematia y las dilatadas campiñas del Hemo. Día vendrá en que el labrador, al revolver la tierra con el corvo arado en aquellos confines, hallará dardos corroídos por el áspero orín, y hará resonar con los pesados rastros yelmos vacíos, y se pasmará al ver en los excavados sepulcros huesos giganteos.

¡Oh dioses patrios, oh dioses tutelares, oh Rómulo y oh madre Vesta, que velas por el toscano Tíber y los palacios romanos. no impidáis a lo menos que este mancebo venga en ayuda del revuelto siglo presente!, bastante hemos pagado, ya ha tiempo con nuestra sangre los perjuicios de Troya Laomedontea. Tiempo ha ya, ¡oh César!, que la mansión de los dioses te envidia a nosotros y se queja de que tengas en mucho los honores triunfales que te dan los hombres. Por doquiera andan confundidos lo lícito y lo ilícito; todo es guerras en el mundo, los crímenes son innumerables; deshonra parece manejar el arado; los campos están yermos, privados de sus labradores, y las corvas hoces se forjan para servir de terribles espadas. Aquí el Éufrates, allí la Germania, nos mueven guerra: las ciudades comarcanas, rotos los pactos, hacen armas unas contra otras; por todo el orbe derrama sus furores el impío Marte; tal, cuando se lanzan de la barrera las cuadrigas, cobran en el circo nuevo brío, y tirando en vano de las riendas, el auriga se ve arrebatado por los caballos y el carro no obedece al freno.