Germinal: Parte II: Capítulo I

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Germinal de Émile Zola
Segunda parte: Capítulo I

La casa de los Grégoire, una posesión magnífica que se llamaba La Piolaine, se hallaba a unos dos kilómetros de Montsou, hacia el este, en el camino de Joiselle. Era un caserón grande y cuadrado, construido a principios del siglo anterior, y sin estilo arquitectónico definido.

De los grandes terrenos que le habían rodeado en otro tiempo, no quedaban más que unas treinta o treinta y cinco hectáreas, cerradas por una tapia. Había dentro de aquel muro una huerta y algunos árboles frutales muy estimados, porque decía la gente que daban las frutas y las legumbres más ricas de la comarca. No tenía parque; en su lugar se había conservado un pedazo de bosque. Una avenida de tilos bastante bien cuidados, conducía desde la verja de entrada a la puerta de la llanura estéril, donde apenas existía algún árbol que otro desde Marchiennes a Beaugnies.

Aquella mañana, los señores de Grégoire se habían levantado a eso de las ocho. Ordinariamente no se levantaban hasta una hora después, porque eran dormilones como ellos solos; pero la tempestad de la noche anterior les había desvelado. Y mientras el marido, al levantarse, salió a la huerta para ver si el viento les había hecho algún destrozo, la señora de Grégoire bajó a la cocina, en zapatillas y con una bata de franela. Aquella buena mujer, que pasaba ya de los cincuenta y ocho años, baja y regordeta, había conservado una cara sonrosada, de muñeca de porcelana, a pesar de la blancura mate de sus cabellos.

-Melania -dijo a la cocinera-; puesto que tiene usted masa, debería hacernos hoy un pastel. La señorita tardará aún media hora en levantarse, y tomaría un poco con el chocolate. ¡Eh! ¡Qué sorpresa!

La cocinera, una vieja que los servía desde hacía treinta años, se echó a reír.

-Verdaderamente será una grata sorpresa -dijo-. Tengo el horno encendido, y además, Honorina puede ayudarme.

Honorina, muchacha de veinte años de edad, a quien la familia había recogido siendo niña, y que estaba educada en la casa, hacía en la actualidad las veces de doncella. Todo el personal de la servidumbre se componía de las dos mujeres y un cochero, Francisco, que además ayudaba a todo lo que era menester; un jardinero y su mujer cuidaban del jardín, de la huerta y del corral; y como en aquella casa había costumbres patriarcales, toda aquella gente, señores y criados, vivían en paz como buenos amigos.

La señora Grégoire, que había meditado en la cama lo de la sorpresa del pastel, se quedó en la cocina para ver meter la masa en el horno. Aquella habitación, la más importante de la casa, era muy grande, estaba muy limpia y atestada de cacerolas, sartenes, y todo género de utensilios culinarios. Olía bien por todas partes. Los armarios y las alacenas estaban llenos de toda clase de provisiones.

-¡Que esté muy doradito!, ¿eh? -dijo la señora, despidiéndose para entrar en el comedor.

A pesar de que una estufa templaba toda la casa, en la chimenea del comedor ardía un magnífico fuego de hulla. Por lo demás, no se veía lujo ninguno; una mesa grande para comer, las sillas, un buen aparador de caoba, y solamente dos amplias poltronas de muelles daban fe del gusto por el bienestar y las largas digestiones reposadas.

Casi nunca iban a la sala; generalmente recibían allí, en familia.

El señor Grégoire entraba en aquel momento, vestido con un chaquetón de abrigo. Muy bien cuidado para sus sesenta años, y con facciones de hombre honrado a carta cabal. Había visto al cochero y al jardinero; ningún desperfecto importante: todo se reducía a una chimenea derribada. Por las mañanas le gustaba dar una vueltecita por La Piolaine, que ni era una posesión demasiado grande para proporcionarle quebraderos de cabeza, ni tan pequeña que le hiciera carecer de ninguna de las ventajas del propietario rural.

-¿Y Cecilia? ¿No se levanta hoy esa chiquilla? -preguntó- No sé cómo será eso. Me parecía haberla oído hace rato.

La mesa estaba puesta; había tres cubiertos encima del blanco mantel. Mandaron a Honorina fuese a ver qué le sucedía a la señorita. Pero la doncella bajó enseguida, conteniendo la risa, y hablando en voz baja, como si estuviera todavía en la alcoba de su ama.

-¡Oh! ¡Si los señores vieran a la señorita! Duerme, duerme, como un lirón. Parece mentira. ¡Da gusto verla!

El padre y la madre cambiaron una mirada de ternura. Él dijo sonriendo:

-¿Vienes a verla?

-¡Pobrecilla! -murmuró ella-. Claro está que voy.

Y subieron juntos. La alcoba de Cecilia era la única habitación verdaderamente lujosa que había en la casa; estaba tapizada de seda azul, ocupada con muebles de un gusto exquisito, de doradillo con filetes azules también; aquél era un capricho de niña mimada, satisfecho por sus padres. Entre la vaga blancura de la cama, gracias a la claridad que entraba por la entreabierta colgadura, dormía la joven con la mejilla apoyada en su brazo desnudo. No era bonita, pero tenía un aspecto muy saludable; estaba siempre sana, y se hallaba completamente desarrollada a los dieciocho años; tenía unas carnes magníficas, frescas, blancas, el pelo castaño y abundante, la cara redonda con una naricita voluntariosa, ligeramente respingada. La colcha se había caído al suelo, y la joven respiraba tan suavemente, que ni siquiera se agitaba lo más mínimo su ya abultado pecho.

-¡Este maldito viento no la habrá dejado dormir! -dijo la madre en voz baja-. ¡Pobrecita mía!

Pero el padre la hizo callar con un gesto. Uno y otro se quedaron un rato inclinados hacia el lecho, mirando con adoración, en su desnudez de virgen, a aquella hija por tanto tiempo deseada, y que había venido muy tarde, cuando ya desesperaban de que naciese. Y ella seguía durmiendo sin sentirlos, tan cerca de sí, que los semblantes de los dos casi rozaban con el suyo. De pronto, una sombra pasó rápida por su rostro inmóvil; y, temiendo despertarla, el padre y la madre se alejaron de puntillas, sin hacer el menor ruido.

-¡Chist! -dijo él, ya en la puerta-. Por si ha estado desvelada, hay que dejarla dormir ahora.

-¡Todo lo que quiera, pobrecita! -añadió la madre-. Esperaremos.

Y volvieron a bajar, y se instalaron en las poltronas del comedor, mientras las criadas, riendo del pesado sueño de la señorita, ponían, sin impacientarse, el almuerzo a la lumbre para que no se enfriara. Él había cogido un periódico, ella trabajaba en un cubrepiés de ganchillo.

Estaba la habitación muy caliente, y en la casa no se oía ni el más ligero ruido.

La fortuna de los Grégoire, que sería de unos cuarenta mil francos de renta, estaba invertida por entero en acciones de las minas de Montsou. Ellos hablaban con complacencia del origen de su capital, que databa de la fundación de aquella Compañía minera.

Allá en los comienzos del siglo pasado se había desarrollado en el país una especie de locura minera desde Lille a Valenciennes. Los primeros éxitos de los concesionarios, que más tarde formaron la Compañía de Anzin, exaltaron los ánimos. En todos los distritos de la comarca se sondaba el suelo y se formaban sociedades, y surgían concesiones en una noche. Pero entre los maniáticos de aquella época, el barón Desrumaux había dejado recuerdo por su heroica inteligencia. Durante cuarenta años luchó sin cesar contra todo género de obstáculos: con lo infructuoso de los primeros trabajos, con los filones falsos, que había que dejar después de muchos meses de trabajo; con los desprendimientos que cegaban las minas y con las repentinas inundaciones que ahogaban a los obreros; en una palabra: cientos de miles de francos inútilmente enterrados; y enseguida el barullo de la Administración, el pánico de los accionistas y la codicia de los terratenientes, que se negaban a reconocer las concesiones si no se trataba antes con ellos. Al fin acababa de fundar la sociedad Desrumaux, Fauquenoix y Compañía, para explotar la concesión de Montsou; y las primeras minas empezaban a dar algunos, aunque escasos beneficios, cuando dos concesiones contiguas a la suya, la de Cougny, que pertenecía al conde de Cougny, y la de Joiselle, que era de la Sociedad Cornille y Jenard, estuvieron a punto de arruinarle, haciéndole la competencia. Felizmente, el 23 de agosto de 1760 se firmaba un contrato entre las tres sociedades, convirtiéndolas en una sola. La Compañía de las minas de Montsou quedó formada tal y como existe en la actualidad. Para el reparto, se había dividido, según el tipo de moneda de aquella época, la propiedad total en veinticuatro sueldos, cada uno de los cuales se subdividía en doce dineros, y como cada dinero era de diez mil francos, el capital total representaba una suma de cerca de tres millones. A Desrumaux, agonizando ya pero vencedor al cabo, le habían correspondido en este reparto seis sueldos y tres dineros.

Por aquella época, el Barón tenía La Piolaine, con trescientas hectáreas de tierra, y a su servicio, como gerente a Honorato Grégoire, mozo natural de Picardía, que era el bisabuelo de León Grégoire, padre de Cecilia. Cuando se celebró el contrato de Montsou, Honorato, que conservaba guardados en un calcetín unos cincuenta mil francos, producto de sus economías, se dejó ganar, aunque temblando, por la inquebrantable fe de su amo. Sacó diez mil libras en buenos escudos, y compró un dinero, con el miedo de cometer un robo en perjuicio de sus herederos. Su hijo Eugenio percibió, en efecto, beneficios muy pequeños; y como se había hecho burgués, y había cometido la tontería de comerse tranquilamente los otros cuarenta mil francos de la herencia paterna, vivió con bastante estrechez. Pero los intereses del dinero iban subiendo poco a poco, y la fortuna empezó a sonreír ya a Feliciano, el cual pudo realizar el sueño que, siendo niño, le había hecho concebir su abuelo, el antiguo gerente del Barón, esto es, comprar La Piolaine, desprovista por entonces de gran parte de las tierras que le pertenecían, y adquirida como procedente de bienes nacionales, por una cantidad insignificante.

Sin embargo, los años siguientes fueron malos, porque hubo que aguardar el desenlace de las catástrofes revolucionarias, y luego la caída sangrienta de Napoleón. Y nadie más que León Gregoire pudo aprovecharse, en asombrosa progresión, del empleo medroso que había dado su bisabuelo a las economías que conservara en el calcetín. Aquellos miserables millares de francos crecían al compás de la prosperidad de la Compañía. Ya en 1820 producían el ciento por ciento, es decir, diez mil francos. En 1844 rentaban veinte mil, y cuarenta mil en 1850. Hasta hubo años en que los dividendos subieron a la cifra prodigiosa de cincuenta mil francos: el valor del dinero se cotizaba a un millón en la Bolsa de Lille; es decir, se había centuplicado en el transcurso de un siglo.

El señor Grégoire, a quien aconsejaron que vendiese cuando llegó a tan extraordinaria alza la cotización, se negó a ello con la sonrisa bonachona que le era habitual. Seis meses después se produjo una crisis industrial, y el dinero bajaba a seiscientos mil francos de un golpe. Pero él seguía sonriendo y sin arrepentirse, porque los Gregoire tenían una fe ciega en su mina. Ya subirían las acciones con la ayuda de Dios. Además, a esa creencia religiosa, se mezclaba una gratitud profunda hacia el papel que desde hacía más de un siglo daba de comer a la familia sin necesidad de trabajar. Era aquella acción de la sociedad minera algo así como una divinidad propia, a la cual ellos en su egoísmo, rodeaban de un verdadero culto, como el hada bienhechora del hogar, la que los mecía en su mullido lecho de pereza, la que los engordaba en su bien provista mesa de gastrónomos. Esto venía sucediendo de padres a hijos. ¿A qué arriesgarse a tentar a la suerte, dudando de ella? Así es que, en el fondo de su fidelidad, había un temor supersticioso: el miedo a que el millón de la acción que Poseían se derritiese enseguida, al convertirlo en metálico para encerrarlo en el fondo de un cajón. Lo creían mejor guardado en el fondo de la mina, de donde un pueblo entero de obreros, generaciones y más generaciones de seres hambrientos, sacaba para ellos un poquito cada día, según las necesidades.

Por otra parte, la felicidad derramaba sus dones sobre aquella casa. Siendo muy joven, el señor Grégoire se había casado con la hija de un boticario de Marchiennes, una señorita fea y sin un céntimo, a la cual adoraba y que le había hecho muy feliz. Ella se había dedicado exclusivamente al cuidado de la casa, en éxtasis delante de su marido y sin tener más voluntad que la de éste; jamás los había dividido una diferencia de gustos, y el mismo ideal de bienestar confundía sus deseos. Así vivían desde hacía cuarenta años, prodigándose todo género de ternezas y de cuidados recíprocos. Era una existencia perfectamente regulada: los cuarenta mil francos comidos sin ruido y las economías gastadas en Cecilia, cuya venida al mundo había trastornado por una temporada el presupuesto doméstico. Todavía hoy continuaban satisfaciendo todos sus caprichos; otro caballo, dos carruajes más y algunos trajes que le enviaban desde París. Pero aquello era para ellos un motivo de contento, pues nada les parecía demasiado para su hija, a pesar de que los dos tenían tal horror a las innovaciones, que seguían la moda de cuando eran jóvenes. Todo gasto al que no se le sacaba provecho, les parecía estúpido.

De pronto se abrió la puerta del comedor, y se oyó una voz fuerte, que gritaba:

-¿Qué es eso? ¿Almorzáis sin esperarme?

Era Cecilia, que acababa de saltar de la cama, y que llegaba con los ojos hinchados aún de tanto dormir. No había hecho más que recogerse el pelo y ponerse una bata de lanilla blanca.

-No por cierto, -dijo la madre-: ya ves que te esperábamos. ¿Eh, qué tal? Ese maldito viento te habrá tenido sin dormir toda la noche, ¿verdad, hijita?

La joven la miró muy sorprendida.

-¿Ha hecho viento? Pues no lo he oído; he dormido toda la noche de un tirón.

Aquello les pareció gracioso, y los tres se echaron a reír, y las criadas, que entraban con el almuerzo, soltaron también la risa, como si el que la señorita hubiera dormido doce horas de un tirón fuera un motivo de alegría para todos los de la casa. La vista del pastel acabó de poner alegres todos los semblantes.

-¡Cómo! ¿Está ya hecho? -decía Cecilia-. Buena sorpresa me habéis preparado. ¡Qué rico va a estar, así calentito, con el chocolate!

Y se sentaron a la mesa, donde ya humeaba el chocolate, hablando largo rato del pastel. Melania y Honorina, en pie, daban pormenores sobre el dulce y la manera de hacerlo, y miraban a sus amos atracarse de lo lindo, asegurando que daba gusto hacer pasteles para que los señores les hicieran tan bien los honores.

De pronto los perros comenzaron a ladrar; creyeron que sería la maestra de piano que iba desde Marchiennes todos los lunes y todos los viernes. Cecilia recibía también las lecciones de un profesor de literatura. Toda la educación de la joven se había hecho en La Piolaine, en una feliz ignorancia, entre sus caprichos de niña mimada, que tiraba el libro por la ventana cuando le aburría una lección.

-Es el señor Deneulin -dijo Honorina, que había ido a ver quién era.

Y detrás de ella entró en el comedor, sin cumplidos, Deneulin, un primo de Grégoire, alto, apuesto, de fisonomía animada, y con todo el aire de un oficial de caballería. Aunque pasaba ya de los cincuenta años, sus cabellos, cortados a punta de tijera, y sus grandes y espesos bigotes, conservaban toda su negrura.

-Sí, yo soy. Buenos días. Que nadie se moleste. No hay que levantarse.

Y tomó asiento, mientras la familia le saludaba afectuosamente y acababa de tomar el chocolate.

-¿Qué te trae por aquí? -preguntó el señor Grégoire.

-Nada, absolutamente nada -se apresuró a decir Deneulin-. Salí a dar un paseo a caballo, y como pasaba por la puerta de vuestra casa, quise entrar a daros los buenos días.

Cecilia preguntó por Juana y Lucía, sus hijas. Estaban muy bien: la primera no soltaba los pinceles, mientras la otra, la mayor, no pensaba más que en cantar, acompañándose al piano todo el santo día. Y en su voz se notaba un ligero temblor, cierto malestar, que procuraba disimular fingiendo alegría.

El señor Grégoire replicó:

-¿Y en la mina, andan los negocios a tu gusto?

-¡Caramba! Me sucede lo que a todos; estoy fastidiado con esta maldita crisis que atravesamos. ¡Ah! Bien pagamos los años prósperos. Se han hecho demasiadas obras, demasiados ferrocarriles; se ha inmovilizado demasiado capital con la esperanza de una producción formidable. Y, es claro, hoy el dinero está muerto, y no hay medio de hacer funcionar todo eso. Afortunadamente, la situación no es desesperada, y se saldrá de este mal paso.

Lo mismo que su primo, había heredado una acción de las minas de Montsou. Pero como él era ingeniero, muy emprendedor, y deseaba poseer una fortuna real, se había apresurado a vender cuando las acciones se cotizaban a un millón. Hacía ya varios meses que estaba madurando un plan. Su mujer había aportado al matrimonio la pequeña concesión de Vandame, donde no había más que dos minas abiertas, Juan Bart y Gastón­María, en un estado de abandono tal, con un material tan antiguo y deficiente, que apenas cubrían gastos. Pues bien: ansiaba reparar Juan Bart, poniéndole maquinaria nueva, y ensanchando los pozos, a fin de extraer más y dejar Gastón-María nada más que para desahogo. Indudablemente, decía él, allí se va a sacar oro a paladas. La idea era buena. Pero el millón se había gastado en mejoras, y aquella maldita crisis industrial estallaba precisamente en el momento en que importantes beneficios le iban a dar la razón.

Por otra parte, mal administrador, de una bondad brusca, pero extremada, para sus obreros, se dejaba saquear desde la muerte de su mujer, abandonando la dirección administrativa de su casa a sus hijas, de las cuales la mayor estaba siempre hablando de dedicarse al teatro, y la más pequeña había enviado ya a las exposiciones varios cuadros que no le habían admitido; una y otra, sonrientes siempre, en medio de los apuros propios de los malos negocios, se preocupaban poco de la ruina que les amenazaba, porque pretendían ser muy mujeres de su casa y saber defenderse contra esa calamidad.

-Mira, León -replicó Deneulin, con la voz poco segura-, hiciste mal en no vender cuando yo. Y si me hubieras creído y me hubieras confiado tu dinero, sabe Dios cuantas cosas buenas habríamos hecho en nuestra mina de Vandame.

El señor Grégoire, que acababa de tomar el chocolate con la mayor calma, respondió tranquilamente:

-¡Jamás! Bien sabes que yo no sé, ni quiero especular. Vivo tranquilo, y sería una estupidez buscarme quebraderos de cabeza con los negocios. Por lo que toca a las acciones de Montsou, por mucho que bajen, siempre nos darán para vivir. ¡No hay que tener tanta ambición! Además, ten presente que, como te he dicho muchas veces, te has de arrepentir, porque las Montsou han de volver a subir, y puedes tener la seguridad de que los hijos de los hijos de Cecilia han de tener mucho dinero.

Deneulin lo escuchaba sonriendo con cierta turbación.

-¿De modo que si te dijera que invirtieses cien mil francos en mi negocio, te negarías?

Pero al ver la turbación de los Grégoire, se arrepintió de haber caminado tan de prisa, y se propuso aplazar para más tarde sus planes de hacer un empréstito, reservándolos para un caso apuradísimo.

-¡Oh! ¡No es que lo necesite!; ¡Era una broma! ¡Qué demonio! Tal vez tengas razón; el dinero que se gana sin trabajar es el que más engorda.

Cambiaron de conversación. Cecilia volvió a preguntar por sus primas, cuyas aficiones la preocupaban. La señora de Grégoire prometió que llevaría a Cecilia a casa de sus primas el primer día que hiciese sol. Pero el señor Grégoire, con aire distraído, no estaba en la conversación; y al cabo de un momento continuó hablando en voz alta:

-Yo, si estuviera en tu pellejo, no me empeñaría en hacer imposibles, y procuraría entrar en tratos con los de Montsou. Cree que lo desean mucho, y que recuperarías fácilmente el dinero.

Aludía al odio inmemorial que se profesaban los concesionarios de Montsou y de Vandame. A pesar de la poca importancia de esta última Sociedad, su poderosa vecina se moría de rabia viendo enclavado en sus vastísimas posesiones aquel trozo de terreno que no le pertenecía, y después de haber procurado inútilmente arruinarla, se hacía la ilusión de poderla comprar por poco dinero, cuando fuesen mal los negocios de Vandame. Mientras tanto, continuaban haciéndose una guerra sin cuartel, despiadada, por más que los directores e ingenieros de una y otra mantenían corteses relaciones.

Los ojos de Deneulin habían brillado furiosos.

-¡Jamás! -exclamó con énfasis-. Mientras yo viva, los de Montsou no serán dueños de Vandame. El jueves comí en casa de Hennebeau, y noté que trataba de conquistarme. Ya el otoño pasado, cuando estuvieron aquí los consejeros de Administración de la Compañía, me hicieron mil carantoñas. ¡Sí! ¡Buenos están! ¡Conozco yo a esos duques y marqueses, a esos generales y ministros, más que las madres que los parieron! Unos bandidos, capaces de quitarle a uno la camisa, si lo encontraran en un camino.

No transigiría por nada del mundo. Por otra parte, el señor Grégoire defendía al Consejo de Administración de Montsou, compuesto de los consejeros nombrados por el contrato de 1760, que gobernaban la Compañía despóticamente, y de los cuales vivían cinco, que a la muerte de cada uno elegían al nuevo consejero entre los accionistas más ricos e influyentes. La opinión del propietario de La Piolaine, cuyos modestos gustos hemos descrito, era que aquellos señores faltaban a menudo a las conveniencias, por su excesivo amor al dinero.

Melania había empezado a quitar la mesa. Los perros volvieron a ladrar, y ya Honorina se dirigía a la puerta, cuando Cecilia, a quien sofocaban el calor y lo mucho que había comido, se levantó de la mesa:

-No, deja; debe ser mi profesora.

También Deneulin se había levantado. Cuando vio que la joven no estaba allí, preguntó sonriendo:

-¿Y esa boda con Négrel?

-No hay nada decidido todavía -contestó la señora de Grégoire-, un proyecto en embrión. Es preciso pensarlo.

-Es verdad -contestó el pariente con su acostumbrada sonrisa-. Creo que la tía y el sobrino… Y lo que más me sorprende es que la señora Hennebeau, conociendo el proyecto, demuestre tanto entusiasmo por Cecilia.

Pero el señor Grégoire se indignó. ¡Una persona tan distinguida y que tenía catorce años más que su sobrino! Eso era monstruoso, y no le gustaba que se tuvieran aquellas bromas en su casa. Deneulin, sin dejar de sonreír, le estrechó la mano, y se fue.

-Pues no era la profesora tampoco -dijo Cecilia, volviendo a entrar en el comedor-. Es aquella mujer de un minero, que nos encontramos el otro día... aquella mujer de un minero, que viene con sus dos hijos. ¿Entran aquí?

Hubo un momento de duda. ¿Estarían muy sucios? No, no mucho; y además, dejarían los zuecos en la antesala.

El padre y la madre, que habían vuelto a repantigarse cómodamente en sus butacas, se acabaron de decidir por no variar de postura y tener que salir del comedor.

-Que entren, Honorina.

Entonces entraron la mujer de Maheu y sus dos pequeñuelos, los tres muertos de frío, hambrientos, asustados de verse en aquella sala donde hacía tanto calor y olía tan bien a pastel.