Germinal: Parte III: Capítulo IV

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-Oye -dijo la mujer de Maheu a su marido-, puesto que vas a Montsou a cobrar la quincena, tráeme al volver una libra de café y un kilo de azúcar.

Maheu estaba cosiendo un zapato, a fin de economizar lo que cobraba el zapatero por remendarlo.

-¡Bueno! -dijo, sin dejar su tarea.

-De buena gana te pediría que pasases por casa del carnicero. Comeríamos carne, ¿eh? ¡Hace tanto tiempo que no la hemos olido siquiera!

Esta vez el minero levantó la cabeza.

-¿Crees que voy a cobrar algunos miles? -dijo-. La quincena ha sido bien mala, a causa de esas malditas interrupciones de trabajo que hemos tenido.

Los dos callaron. Era después de almorzar, un sábado, el 20 de octubre; y la Compañía, con el pretexto del trastorno producido con motivo de tener que pagar a los operarios, había suspendido otra vez el trabajo de extracción en todas las minas. La Compañía, presa del pánico a causa de una crisis industrial muy próxima, no quería aumentar sus ya considerables existencias almacenadas y aprovechaba los más insignificantes pretextos para obligar a aquellos diez mil obreros a que se estuviesen parados.

-Ya sabes que Esteban te espera en La Ventajosa -replicó la mujer de Maheu al cabo de un momento-. Llévale contigo, ya que él es más listo, y sabrá entendérselas mejor con el pagador, si tratase de estafaros alguna hora de trabajo en la cuenta.

Maheu hizo un movimiento de cabeza afirmativo. Con el desorden propio de un día de forzosa holganza, habían almorzado a las doce y el huésped se marchó enseguida a casa de Rasseneur. La mujer de Maheu continuó:

-Deberías ir temprano, y si están allí esos señores decirles algo del asunto de tu padre. El médico se entiende con la dirección, y uno y otro se empeñan en que ya no puede trabajar.

Hacía diez o doce días que el tío Buenamuerte, con las patas hinchadas, como él decía, estaba sin poderse mover de una silla. Su nuera se dirigió a él, preguntándole si era verdad que se hallaba en disposición de ir a la mina.

-¡Ya lo creo! Porque uno tenga las patas malas, no está inútil ya.

Todo eso son historias que inventan para no darme la pensión de ciento ochenta francos.

La mujer de Maheu pensaba en los cuarenta sueldos que ganaba el viejo, y que iba a perder, y suspiró angustiada:

-¡Dios mío! Pronto nos moriremos todos si esto continúa.

-Pues cuando uno se muere, ya no pasa hambre.

Maheu clavó otros dos clavos a su zapato y se decidió a salir del barrio de los Doscientos Cuarenta. No cobraban hasta por la tarde, a eso de las cuatro.

Así es que los hombres no se daban prisa, haciendo tiempo, marchándose uno a uno, perseguidos por sus mujeres, que les rogaban que volviesen enseguida. Muchas les daban encargos para evitar que se entretuviesen en las tabernas.

Esteban había ido a casa de Rasseneur para saber noticias. Circulaban rumores alarmantes; se decía que la Compañía se hallaba cada vez más disgustada con el trabajo de revestir y apuntalar. Tenía aburridos a los obreros a fuerza de multas, y parecía inminente un conflicto. Tal era la cuestión declarada, pero había, debajo de ella, otra porción de causas secretas y muy graves.

Precisamente al llegar Esteban un compañero suyo que estaba bebiendo cerveza, después de haber estado en Montsou, contaba que había un anuncio puesto en el despacho del cajero; pero no sabía decir a punto fijo de qué trataba. Luego llegó otro obrero, y después otro, y cada cual contaba su historia diferente. Parecía, sin embargo, cosa cierta que la Compañía había tomado una resolución.

-Y tú, ¿qué dices? -preguntó Esteban, sentándose al lado de Souvarine, en una mesa donde no había nada servido, más que un paquete de tabaco.

El maquinista siguió liando lentamente un cigarrillo.

-Digo que era fácil de prever. Van a fastidiarnos todo lo posible.

Él era el único que estaba en condiciones lo bastante neutrales para analizar la situación, y la explicaba con su ademán tranquilo y su calma de empresario. La Compañía, víctima de la crisis industrial, presa del pánico, se veía obligada a reducir los gastos, si no quería quebrar, y naturalmente, los obreros serían los que se muriesen de hambre, porque economizarían sobre los salarios de éstos, inventando todo género de pretextos. El carbón quedaría almacenado, y en las minas no se trabajara apenas en las faenas de extracción. Como no se atrevía a cortar enteramente por lo sano, asustada por otra parte de dejar inactivo el material, pensaba en un término medio, quizás en una huelga, de la cual saliesen los mineros domados y ganando menos jornal. Además, estaba preocupada con la nueva Caja de Socorros, que era una amenaza para el porvenir, mientras que una huelga le desembarazaría de ella, porque se gastarían los fondos enseguida, toda vez que eran aún insignificantes.

Rasseneur se había sentado cerca de Esteban, y los dos escuchaban al maquinista con aire consternado. Podían hablar en voz alta, porque no había allí nadie más que la señora de Rasseneur, sentada detrás del mostrador.

-¡Qué idea! -murmuró el tabernero-. ¿A qué viene eso? La Compañía no tiene interés ninguno en la huelga, y los obreros tampoco. Lo mejor es llegar a un acuerdo.

Aquello era lo prudente. Rasseneur se mostraba siempre partidario de las reivindicaciones razonables. A pesar de la popularidad extraordinaria de su antiguo huésped, defendía el sistema del progreso ordenado, diciendo que no se conseguía nada cuando quería obtenerse todo de una sola vez. Ofendido con Esteban, sentía envidia hacia él, e impulsado por ella, algunas veces, hasta llegaba a defender a la Compañía, olvidando su antiguo odio de minero despedido.

-¿De modo que tú estás contra la huelga? -exclamó la señora Rasseneur desde el mostrador. Y como él contestase afirmativamente con energía, ella le hizo callar.

-¡Vamos, vamos! No tienes corazón; deja que hablen estos señores.

Pero Esteban se había quedado pensativo, sin quitar los ojos del vaso de cerveza que había pedido.

-Posible es que sea verdad todo lo que dice Souvarine, y si nos obligan a ello, habremos de decidirnos por la huelga. Precisamente Pluchart me ha escrito a propósito de eso cosas muy razonables. Tampoco él era partidario de las huelgas, en las cuales el obrero sufre tanto como el ciclista, sin conseguir nada definitivo. Pero cree que es una buena ocasión para que nuestra gente se decida a entrar en la Sociedad. Por lo demás, aquí está la carta.

En efecto, Pluchart, contrariado por la desconfianza con que acogían la idea de la Internacional los mineros de Montsou, esperaba que se adhiriesen en masa si surgía un conflicto cualquiera que los obligara a luchar con la Compañía. A pesar de sus esfuerzos, Esteban no había conseguido colocar más que unos pocos nombramientos de individuos de la Internacional, en parte porque había querido reservar su influencia para que prosperase la Caja de Socorros, idea mucho mejor acogida entre los obreros. Pero los fondos de la Caja eran tan insignificantes, que, como decía Souvarine, pronto se verían agotados; y entonces los obreros se echarían fatalmente en brazos de la Internacional, con el fin de que todos sus hermanos los ayudasen.

-¿Cuánto tenéis en caja?

-Tres mil francos apenas -respondió Esteban-. Y ya sabéis que la Dirección me llamó anteayer. ¡Oh! Son muy corteses; me repitieron que no prohibían a los obreros que creasen un fondo de reserva. Pero he comprendido que querían intervenir en esto. De todos modos, tendremos que reñir una batalla por ese lado.

El tabernero se había puesto a pasear silbando con aire despreciativo.

-¡Tres mil francos! ¿Qué demonios queréis hacer con eso? No habría ni siquiera para comer pan seis días, y lo que es confiar en los extranjeros, en los mineros ingleses, sería una tontería; tanto valdría morirse de hambre a morir desde luego. ¡No! La huelga era una estupidez.

En aquel momento se cruzaron por primera vez palabras agrias entre aquellos tres hombres, que ordinariamente acababan por ponerse de acuerdo en su odio al capital.

-Vamos a ver: ¿y tú, qué dices? -replicó Esteban, dirigiéndose de nuevo a Souvarine. Éste, sin dejar su cigarrillo, respondió con aquella frase de desdén que le era habitual: -¡Las huelgas! ¡Tonterías!

Luego, en medio del silencio embarazoso que se había producido, adió con suavidad:

-En fin, no digo que no debáis hacerlo, si la cosa os divierte: eso arruina a los unos, mata a los otros, y algo es algo. Solamente que siguiendo ese sistema harían falta muchos miles de años para acabar con la humanidad. Empezad por hacer saltar ese presidio donde os morís de hambre.

Y con el brazo extendido señalaba a la Voreux, cuyos edificios se veían por la puerta que había quedado entreabierta. Pero le interrumpió un drama imprevisto. Polonia, la coneja casera, que se había atrevido a salir de la casa, entró de un salto, huyendo, y perseguida por las pedradas de una turba de muchachos; y en su espanto, con las orejas echadas atrás, el rabo recogido, fue a refugiarse entre las piernas del maquinista, acariciándole para que la tomase en brazos. Cuando la tuvo acostada sobre las rodillas, la abrigó con las dos manos, y cayó en aquella especie de somnolencia pensativa en que le sumía siempre el contacto con aquel pelo, suave como la seda.

Poco después entró Maheu en la taberna. No quiso tomar nada, a pesar de la amable insistencia de la señora Rasseneur, que vendía su cerveza como si la regalara. Esteban se había puesto en pie y los dos salieron en dirección a Montsou.

Los días de cobro parecían de fiesta en el pueblo de Montsou; estaba tan animado como en domingo de feria. De todos los barrios llegaba una muchedumbre de mineros. El despacho del cajero era muy pequeño, y los obreros preferían esperar a la puerta, en grupos, que formaban larga cola en la calle esperando vez. Algunos comerciantes ambulantes aprovechaban la ocasión para instalar puestos de patatas fritas y salchichería en medio del arroyo. Pero los que hacían buen negocio eran los taberneros, porque los trabajadores, antes de ir a cobrar, iban a buscar paciencia a fuerza de copas, y después de cobrar acudían también a celebrar el hecho. Y menos mal si no acababan por gastarse hasta el último céntimo en el Volcán.

A medida que Maheu y Esteban avanzaban por entre los grupos advirtieron que existía gran agitación, aunque sorda, pero por lo mismo más amenazadora. Muchos de los obreros cerraban los puños; palabras de rencor y de venganza corrían de boca en boca.

-¿Con qué es cierto -preguntó Maheu a Chaval, a quien encontró a la puerta del café- que han hecho al fin la porquería que temíamos?

Pero Chaval le contestó por toda respuesta con un gruñido de rabia, al par que dirigía una mirada oblicua a Esteban.

Desde las últimas subastas no trabajaba con ellos en la misma cantera, cada vez más envidioso de su compañero, que, habiendo llegado el último a las minas, se había convertido en amo del cotarro, y al cual, según decía él, todos los obreros del barrio adulaban de un modo vergonzoso.

Todo esto se complicaba con la cuestión sentimental, y ya no veía una sola vez a Catalina en Réquillart o en cualquier parte, sin echarle en cara brutalmente que dormía con el huésped de su padre; luego la abrumaba a caricias, más enamorado de ella a causa de los celos que sentía.

Maheu le dirigió esta pregunta: -¿Están cobrando ya los de la Voreux?

Y como contestara afirmativamente y les volviera la espalda, los dos hombres entraron en las oficinas para cobrar la quincena.

El despacho donde estaba la Caja era una pequeña habitación, dividida en dos por una verja de madera. Sentados en los bancos que había a lo largo de la pared, aguardaban cinco o seis mineros, mientras el cajero, ayudado por un dependiente, pagaba a otro que estaba de pie delante de la ventanilla con la gorra en la mano. En la pared se veía un anuncio escrito en un papel recién pegado, y por allí iban desfilando centenares de obreros desde las primeras horas de la mañana. Entraban de dos en dos o de tres en tres; permanecían un momento leyéndolo, y luego se marchaban sin decir palabra, encogiéndose de hombros, pero con rostro compungido.

Precisamente en aquel momento había dos carboneros delante del anuncio: un joven con cara de bruto, y un viejo muy flaco con marcada expresión de estupidez en el semblante. Ni uno ni otro sabían leer; el joven deletreaba trabajosamente, y su compañero se contentaba mirándole con cara estúpida. Muchos, como ellos, habían pasado por allí sin comprender de lo que se trataba.

-Léenos eso -dijo a su compañero Maheu, que tampoco estaba muy fuerte en la lectura.

Entonces Esteban se puso a leer el anuncio. Era una advertencia de la Compañía a los operarios de todas las minas. Les decía que, en vista del poco esmero con que se hacían los trabajos del revestimiento de madera, cansada de imponer multas inútiles, había tomado la determinación de introducir un nuevo sistema de pago para la extracción de la hulla. En lo sucesivo pagaría aparte el revestimiento, por metros cúbicos de madera empleada en él, y basándose sobre la cantidad proporcionada a las justas necesidades del trabajo. Como consecuencia natural, se disminuiría el precio señalado para cada carretilla de carbón extraído, en la proporción de cincuenta céntimos a cuarenta, teniendo en cuenta la clase de mineral y la distancia que hubiera de recorrer hasta el pozo de subida. Y un cálculo, bastante confuso por cierto, trataba de demostrar que esa baja de diez céntimos se hallaría exactamente compensada por el precio del metro cúbico de madera empleada en el revestimiento.

Además la Compañía añadía que, deseando dejar que el tiempo convenciera a todos de las ventajas que presentaba el nuevo sistema, no empezaría a aplicarlo hasta el lunes 1º de diciembre.

-¡Leed más bajo -gritó el cajero-, que no nos entendemos aquí!

Esteban terminó la lectura del cartelillo sin hacer caso de la observación. Su voz temblaba; y cuando hubo concluido, todos siguieron mirando al anuncio. Los dos mineros de que antes hablamos, el joven y el viejo, se detuvieron un instante, y luego se alejaron con ademán desesperado.

-¡Maldita sea! -murmuró Maheu.

Él y su compañero habían tomado asiento, y absortos, con la cabeza baja, esperaban, haciendo cálculos, a que les llegase el turno para cobrar. ¡Querían burlarse de ellos! Era imposible hallar la compensación de los diez. céntimos que les quitaban en cada carretilla, aunque reventaran trabajando. Cuando más, percibirían ocho céntimos, por lo cual resultaba que la Compañía les robaba dos, sin contar el tiempo que perderían en un trabajo detenido para revestir y apuntalar. ¡Lo que querían era aquella disminución de jornales! ¡Hacer economías a costa de los obreros!

-¡Maldita sea  ! ¡Maldita sea! -repetía Maheu levantando la cabeza-. Somos unos calzonazos si aceptamos eso.

En aquel momento quedó libre la ventanilla, y se acercó a ella para que le pagasen. Los jefes de cuadrilla se presentaban solos a cobrar, y luego ellos repartían los jornales a sus hombres, lo cual economizaba mucho tiempo.

-Maheu y otros -dijo el cajero-: filón Filomena, cantera número siete.

Y registraba los libros donde diariamente apuntaban los capataces las carretillas extraídas por la cuadrilla. Luego añadió:

-Maheu y otros, filón Filomena, cantera número siete. Ciento treinta y cinco francos.

El cajero pagó.

-Usted perdone, señor -balbuceó el minero-. ¿Está seguro de no haberse equivocado?

Miraba aquel poco dinero sin recogerlo, empapado en un sudor frío. Seguramente esperaba una mala quincena; pero no tanto. Después de entregar su parte a Zacarías, Esteban y el otro compañero que reemplazaba a Chaval, le quedarían, cuando más, cincuenta francos para él, su padre, Catalina y Juan.

-No; no me equivoco -contestó el cajero-. Hay que desquitar dos domingos y cuatro días de descanso; o sea, nueve días de trabajo.

Maheu seguía calculando, haciendo sumas en voz baja, nueve días le daban unos treinta francos para él, dieciocho para Catalina, nueve para Juan. En cuanto al tío Buenamuerte, no había trabajado más que tres días. No importaba, porque añadiendo noventa francos de Zacarías y de los otros dos, aún debía resultar más dinero.

-Y no olvide las multas -dijo el cajero-. Veinte francos de multa por trabajos de revestimiento mal hechos.

El minero hizo un gesto de desesperación. ¡Veinte francos de multa, cuatro días de descanso forzoso! Así, salía la cuenta. ¡Y pensar que algunas veces había tenido quincenas de ciento cincuenta francos, cuando su padre estaba bueno y antes de casarse Zacarías!

-Vamos a ver: ¿toma usted el dinero o no? -exclamó el cajero que empezaba a impacientarse.- Ya ve que hay gente esperando. Si no lo quiere, dígalo.

Cuando Maheu fue a recoger el dinero con mano temblorosa el dependiente lo detuvo.

-Espere. El señor secretario general desea hablarle. Entre usted; está solo en su despacho.

Y aturdido y sin saber cómo, se encontró en un gabinete amueblado con muebles de roble, tapizados en un verde bastante desteñido.

Durante cinco minutos oyó hablar al secretario general, un señor alto, de aspecto severo, que le miraba por encima de las carpetas de papeles de que se hallaba atestada su mesa de despacho. Pero el zumbido sordo de sus oídos le impedía enterarse de las palabras de aquél. Comprendió, vagamente que se trataba de su padre, cuyo expediente de retiro estaba limitándose para concederle la pensión de ciento cincuenta francos, a los cincuenta años de edad y cuarenta de servicio. Luego le pareció que la voz del secretario era más severa. Le regañaba, acusándole de ocuparse en política, y haciendo alusiones a su huésped y a la Caja de Ahorros; por fin, se le figuró que le aconsejaba que no se comprometiera en semejante locura, ya que siempre había sido uno de los mejores operarios de la mina. Maheu quiso protestar, pero no pudiendo decir dos palabras seguidas, estrujó la gorra con sus dedos febriles y salió de allí tartamudeando:

-Ciertamente, señor secretario. Aseguro al señor secretario...

Afuera, cuando se reunió con Esteban, que le estaba esperando, estalló su furia.

-Soy un canalla, porque he debido contestar -decía-. ¡No darle a uno ni para pan, y además decirle tonterías! Sí, contra ti me ha hablado, diciendo que el barrio estaba revuelto por ti. ¿Qué hemos de hacer más que agachar la cabeza y tener paciencia, y dar las gracias encima? Tiene razón. Después de todo es lo más prudente.

Maheu dejó de hablar, mortificado a la vez por la rabia y por el temor. Esteban se había quedado pensativo. Otra vez atravesaron por entre los grupos que había en la calle. La exasperación iba en aumento; una exasperación sin gestos, sin manifestaciones exteriores, y por lo mismo más imponente y amenazadora. Algunos que sabían calcular, habían echado sus cuentas, y la noticia de que en último resultado la Compañía iba ganando dos céntimos en cada carretilla, exacerbaba los ánimos más tranquilos' Pero lo que dominaba, sobre todo, era la rabia de aquella quincena desastrosa, la sublevación del hambre por aquellos días de descanso forzoso y por aquellas multas injustas.

Si ya no se sacaba lo preciso para comer, ¿qué iba a ser de ellos, si encima les disminuían los jornales? En las tabernas se protestaba en alta voz; la rabia secaba de tal modo los gaznates, que el poco dinero cobrado se quedaba allí encima de los mostradores en cerveza y en ginebra.

Esteban y Maheu no hablaron una palabra desde Montsou a su casa. Cuando el segundo entró, su mujer, que estaba sola con los chicos, vio enseguida que no había hecho sus encargos.

-¡Bien! ¡Me gusta! -dijo-. ¿Y el café, y el azúcar, y la carne? Unas chuletas no te hubieran arruinado.

El pobre hombre no contestaba, ahogado por la emoción, que en vano procuraba dominar. Luego tuvo un gruñido de rabia, y las lágrimas inundaron su semblante, curtido por el rudo trabajo de las minas. Se había dejado caer en una silla, y lloraba como un chiquillo, mientras que con un movimiento de desesperación tiraba los cincuenta francos encima de la mesa.

-¡Toma! -murmuró-. Eso es lo que te traigo. Ése es el producto del trabajo de todos nosotros.

La mujer de Maheu miró a Esteban, y le vio silencioso y abatido. Entonces se echó a llorar también. ¿Cómo habían de vivir nueve personas quince días con cincuenta francos? Su hijo mayor se había ido de la casa, su suegro no podía ya moverse, aquello era morir. Alicia, al ver llorar a su madre, se colgó de su cuello; Enrique y Leonor sollozaban, en tanto que Estrella berreaba como de costumbre.

Y de todas las casas del barrio salió muy pronto el mismo grito de miseria. Los hombres habían vuelto a sus hogares, lamentándose unánimemente ante el desastre de aquella miserable quincena. Abriéronse las puertas, dando paso a muchas mujeres que salían a quejarse a la calle, como si de aquel modo encontraran algún consuelo.

Caía una lluvia menudita; pero ninguna de ellas la sentía, y unas a otras se llamaban, enseñándose el poco dinero que llevaban en la palma de la mano.

-¡Mira lo que le han dado! ¿No es esto burlarse de la gente?

-¡Pues si yo no tengo siquiera para pagar el pan de la quincena pasada!

-¡Pues y yo! ¡Cuenta esto! Tendré que vender hasta la camisa.

La mujer de Maheu había salido a la calle, como las demás. Un grupo numeroso se formó alrededor de la de Levaque, que era la que más chillaba; porque el borracho de su marido no había vuelto siquiera a la casa, y se temía que la paga, poca o mucha, se iba a quedar toda en el Volcán. Filomena no quitaba ojo de su suegro, para que no le escamotease a Zacarías algunos cuartos. La única que parecía un tanto tranquila era la mujer de Pierron porque su marido se arreglaba siempre de modo, nadie sabía cómo, que tenía más horas de trabajo que los demás en el libro del capataz.

Pero la Quemada opinaba que aquello era una infamia de su yerno, y estaba en cuerpo y alma con las descontentas, exagerando su furor y dirigiendo miradas amenazadoras a Montsou.

-¡Y pensar -decía sin nombrar a los de Hennebeau- que he visto pasar a su criada en coche! Sí, la cocinera, que iba en el carruaje de dos caballos, sin duda para comprar pescado en la plaza de Marchiennes.

Un grito de indignación salió de todas partes, y los juramentos y exclamaciones subieron de punto. Aquella criada con su delantal blanco, yendo en el coche de sus amos, los sacaba de quicio a todos. ¿Con que no se podía pasar sin comer pescado cuando los obreros se estaban muriendo de hambre? Pero no comerían siempre así, porque pronto llegaría la hora del triunfo de la gente pobre. Y las ideas sembradas por Esteban crecían de un modo prodigioso en medio de aquellos gritos de sublevación. Era la impaciencia por llegar a la tierra de promisión; el deseo ardiente de disfrutar, en parte, la felicidad; el afán de ver la luz al otro lado de aquel horizonte de miseria y de privaciones terribles. La injusticia iba siendo ya muy grande, y tendrían que acabar por exigir sus derechos, puesto que se les quitaba hasta el pedazo de pan que llevar a la boca. Sobre todo las mujeres hubieran querido entrar enseguida a saco en aquella ciudad ideal del progreso, donde no debía de haber pobres.

Era casi de noche, y la lluvia aumentaba y el frío se iba haciendo intenso; mas, a pesar de todo, las mujeres llenaban las calles del barrio llorando y gritando en medio de la barahúnda armada por la chiquillería.

Aquella noche en La Ventajosa quedó decidida la huelga. Rasseneur no se atrevía a combatirla, y Souvarine la aceptaba como el primer paso dado en el camino de las soluciones convenientes. Esteban resumió la situación en una sola frase: ¿La Compañía quiere la huelga? Pues la tendrá.