Germinal: Parte IV: Capítulo V
Transcurrieron otras dos semanas. Se estaba en los primeros días de enero; un frío extraordinario tenía acobardada a la gente de toda la llanura. Y ¡desde luego! la miseria aumentaba, y los barrios de obreros perecían de hambre, casi sin fuerzas para luchar más. Tres mil francos enviados por la Internacional de Londres, no habían dado ni para comer dos días. Luego, nada más habían recibido, nada más que promesas vagas, cuya realización parecía cada vez más lejana. Aquella esperanza perdida abatía a todo el mundo, y les quitaba el valor. ¿Con quién habían de contar, si hasta los mejores amigos, sus hermanos, los abandonaban? Se sentían perdidos en medio de aquel invierno cruel, aislados en el centro del mundo.
Un martes faltaron todos los recursos en el barrio de los Doscientos Cuarenta. Esteban se había multiplicado inútilmente con los delegados: se iniciaban nuevas suscripciones en las ciudades próximas, hasta en París; se hacían cuestaciones y se organizaban conferencias; pero la opinión pública, interesada al principio en los sucesos, iba haciéndose indiferente, al ver que la huelga se prolongaba de un modo indefinido, y sin escenas dramáticas, en medio de la más perfecta tranquilidad. Aquellas insignificantes limosnas apenas daban lo suficiente para socorrer a las familias más pobres. Las otras habían vivido empeñando las ropas y perdiendo poco a poco todo cuanto tenían en la casa. Todo iba trasladándose a poder de los prestamistas; la lana de los colchones, los utensilios de cocina, y hasta los muebles más necesarios. Por un momento se habían creído salvados por los comerciantes de Montsou, casi arruinados por Maigrat, que habían ofrecido vender a crédito con objeto de arrebatarle la clientela, y durante una semana, Verdonck, el de la tienda de comestibles, los dos panaderos Carouble y Smelten tuvieron, en efecto, sus tiendas a disposición de todo el mundo, pero se les acabó el dinero, y no pudieron seguir fiando. Los usureros se regocijaban, porque de todo aquello resultó un aumento en las deudas, que por largo tiempo debían ahogar a los mineros. Pero todo había concluido ya; no había crédito posible, ni un cacharro viejo que vender, ni más recurso que acostarse en un rincón, y morirse allí de hambre como un perro. Esteban hubiera vendido de buena gana su sangre. Había cedido en provecho de los demás su sueldo de secretario, y había estado en Marchiennes a empeñar su pantalón y su levita de paño negro, con objeto de que se pudiese comer en casa de los Maheu. No le quedaba más que las botas, que conservaba para poder andar mucho, según decía. Su desesperación era que la huelga se hubiese declarado demasiado pronto; es decir, antes de que la Caja de socorros contara con los fondos suficientes. En eso veía la causa única del desastre; porque los obreros triunfarían seguramente cuando lograran reunir ahorros bastantes para resistir. Y recordaba las palabras de Souvarine, asegurando que la Compañía deseaba promover la huelga para que los mineros agotaran el fondo de ayudas con que contaban.
Ver que toda aquella pobre gente se moría de hambre le tenía fuera de sí, y prefería salir a rendirse en largos paseos por el campo. Una tarde, cuando volvía a su casa, al pasar por Réquillart había encontrado a orillas del camino a una pobre vieja desmayada. Sin duda se moría de inanición; la levantó del suelo y empezó a llamar a una muchacha que veía al otro lado de la empalizada de que se hallaba rodeado el antiguo emplazamiento de la mina.
-¡Hola! ¿Eres tú? -dijo, al reconocer a la Mouquette-. Ayúdame, y a ver si puedes darle algo que beber.
La Mouquette, llorando de conmiseración, entró rápidamente en la barraca donde vivía, y salió enseguida con un frasco de ginebra y un poco de pan. La ginebra resucitó a la pobre vieja, quien, sin hablar una palabra, mordió un pedazo de pan con verdadera ansiedad. Era la madre de un minero; vivía en un barrio cerca de Cougny, y se había caído allí en medio del camino, volviendo de Joiselle, donde había procurado inútilmente que una hermana suya le prestase unos cuartos. Cuando se hubo comido el pan, se marchó aturdida y dando las gracias. Esteban se había quedado a la puerta de la casa de la Mouquette.
-¿Qué? ¿No entras a tomar una copa? -le preguntó ésta alegremente. Y viendo que vacilaba añadió:
-Entonces es que sigues teniéndome miedo.
Él, animado por su sonrisa, la siguió: la acción que acababa de realizar con aquella pobre vieja le enternecía. La joven no quiso recibirle en el cuarto de su padre, y se lo llevó al suyo, donde sirvió dos copitas de ginebra. La habitación estaba muy limpia y Esteban la cumplimentó por ello. Además, parecía que la familia no tenía falta de nada: su padre seguía trabajando de mozo de cuadra en la Voreux; y ella, por no estarse sin hacer nada, se había dedicado a lavandera, ganando treinta sueldos todos los días. Aunque le gustaban los hombres, no era una holgazana ni una perdida.
-Oye -murmuró ella de repente, levantándose y cogiéndole por la cintura-: ¿por qué no quieres quererme? Esteban se echó a reír, al ver el aire picaresco y casi coquetón con que le había interrogado.
-Pero si te quiero mucho -respondió.
-No, no como yo desearía. Sabes que me muero de ganas. ¡Anda! ¡Estaría yo tan contenta!
Y era verdad, porque se lo estaba rogando desde hacía seis meses. Esteban la miraba, mientras la joven se estrechaba contra él, abrazándole convulsa, con la cara levantada y retratándose en ella una expresión tal de amoroso deseo, que Esteban se sentía conmovido. Su rostro abultado no tenía nada de bello, con aquel color amarillento peculiar a todos los mineros; pero sus ojos brillaban de un modo delicioso, y de sus carnes salía un encanto, un temblor de deseo, que la hacían apetitosa. Entonces, ante aquel entregarse tan humilde, tan ardiente, Esteban no se atrevió a resistir.
-¡Ah! Sí quieres, ¿verdad? -balbuceó ella entusiasmada- ¡Dime que sí!
Y se entregó a él con tal torpeza, con tal desvanecimiento de virgen, que no parecía sino que era la primera vez que caía en brazos de un hombre. Luego, al separarse, ella fue quien dejó desbordar su agradecimiento, besándole las manos y llorando de satisfacción. Esteban se avergonzó un poco de su buena fortuna. No era cosa de alabarse por haber poseído a la Mouquette. Al salir de allí se prometió no contar a nadie la aventura.
Y, sin embargo, experimentaba por ella verdaderos sentimientos de amistad, porque era buena muchacha.
Cuando regresó a su casa, las noticias graves que recibió le hicieron olvidar por completo su amorosa aventura. Circulaban rumores de que la Compañía estaba dispuesta a transigir, si iba otra comisión de obreros a visitar al director; por lo menos, los capataces lo habían dicho así. La verdad era que en la lucha entablada, la mina sufría todavía más que los mineros. En una y otra parte la intransigencia estaba produciendo verdaderos desastres; mientras el trabajo se moría de hambre, el capital, a su vez, se arruinaba. Cada día de huelga le costaba centenares de miles de francos. Toda máquina que se detiene es una máquina muerta. El material y las herramientas se estropeaban, el dinero parado desaparecía como agua derramada en la arena. Concluida la escasa existencia de carbón almacenado, la clientela hablaba de hacer sus pedidos a Bélgica, y aquello constituía una verdadera amenaza. Pero lo que más asustaba a la Compañía, y que ésta ocultaba cuidadosamente, eran los desperfectos continuos que sufrían las galerías y las canteras. Los capataces no daban abasto; ya no había gente a quien echar mano para apuntalar y revestir, y los puntales crujían y se venían abajo por todas partes. Pronto los destrozos fueron de tal naturaleza, que se necesitaría muchos meses para arreglar todo aquello antes de comenzar de nuevo los trabajos de extracción.
Aunque estas cosas no podían estar ocultas, Esteban y los delegados titubeaban en dar paso alguno con el director, sin saber a punto fijo las intenciones de la Compañía. Dansaert, a quien preguntaron, no quería contestar; según él todos lo lamentaban, y se haría todo lo posible porque el conflicto se arreglase; pero no precisaba nada. Entonces decidieron ir a ver al señor Hennebeau, para que toda la razón estuviese de parte de ellos; porque no querían que se les acusara de haberse negado a que la Compañía aprovechara una ocasión de reconocer y confesar sus yerros. Pero juraron no ceder en lo más mínimo, y mantener su ultimátum, que era lo justo.
La entrevista se verificó el martes por la mañana, el día precisamente en que el barrio entero se estaba muriendo de hambre. Aquella entrevista fue menos cordial que la primera. Maheu llevó la palabra para decir que los compañeros les enviaban a saber si aquellos señores habían decidido algo nuevo. Al principio, el señor Hennebeau afectó sorpresa, contestando que no había recibido orden alguna, y que la situación no podía variar mientras los obreros continuaran en su actitud rebelde. Aquella rigidez autoritaria produjo un efecto desastroso; de tal modo, que, aun cuando hubieran ido con propósitos conciliadores, aquella manera de recibirlos les hubiera decidido a obstinarse en su actitud. Luego, el director quiso buscar una fórmula de avenencia, basándola en que los mineros cobrasen aparte el trabajo de apuntalar, y que la Compañía les pagase los dos céntimos que se habían rebajado en cada carretilla. Añadió, por supuesto, que eso lo había decidido por cuenta propia, porque nada le habían dicho de París; pero que suponía podría obtener aquellas concesiones. Los delegados se negaron a semejante solución, y reincidieron en sus exigencias: continuar con el antiguo sistema, y aumentar los cinco céntimos que pedían en cada carretilla. Entonces confesó que estaba autorizado para negociar con ellos, y les aconsejó que aceptasen, en nombre de sus mujeres y de sus hijos, que iban a perecer. Pero ellos, pertinaces y tozudos, contestaron que no, que no, y que no. La entrevista terminó con frialdad.
El señor Hennebeau cerró la puerta con estrépito. Esteban, Maheu y los demás se marcharon, haciendo sonar los tacones de su calzado burdo en las losas de la calle, con la rabia silenciosa de los vencidos a quienes se pone en el último trance.
A las dos de la tarde, las mujeres del barrio hicieron otra nueva tentativa acerca de Maigrat. Era la única esperanza, el único recurso: conmover a aquel hombre y arrancarle la esperanza de que les daría que comer, fiándoles una semana más. La idea fue de la mujer de Maheu, que a menudo confiaba demasiado en el buen corazón de las gentes. Consiguió que la Quemada y la mujer de Levaque la acompañaran. La mujer de Pierron, en cambio, se excusó diciendo que no se atrevía a dejar solo a su marido, cuya enfermedad no acababa de curarse. Otras mujeres se agregaron a nuestras tres conocidas, y formaron un grupo de dieciocho o veinte.
Cuando los burgueses de Montsou las vieron llegar ocupando todo a lo ancho de la carretera, sombrías y amenazadoras, menearon la cabeza con expresión de temor. Todos cerraban las puertas, y una señora escondió los cubiertos y las alhajas que tenía en la casa. Era la primera vez que se las veía en esa actitud, y ya se sabe que cuando en asuntos de semejante naturaleza toman parte las mujeres, la cosa va por mal camino. En casa de Maigrat hubo una escena muy violenta. Primero las hizo entrar en son de burla, fingiendo creer que iban a pagarle lo que le debían, añadiendo que habían tenido muy buena idea en ponerse de acuerdo para llevarle todas a la vez el dinero, ya que le iba haciendo falta. Luego, cuando la mujer de Maheu tomó la palabra, hizo como que se sulfuraba. ¿Estaban burlándose de él? ¿Querer que les fiase más? ¿Había de arruinarse por ellas? ¡No, no más; ni una patata, ni una migaja de pan! Y les decía que fuesen a entenderse con el tendero Verdonck, y con los panaderos Carouble y Smelten, puesto que ahora se proveían en sus casas. Las mujeres le escuchaban con aire de temerosa humildad, excusándose por molestarle otra vez, y tratando de adivinar en su semblante si le iban conmoviendo. Entonces él empezó a echarlo a broma, y puso la tienda a disposición de la Quemada, si consentía en ser su amante. Tan acobardadas estaban, que todas reían oyendo aquellas chanzas groseras; y la mujer de Levaque llegó a decir que ella estaba dispuesta a aceptar la proposición hecha a su vecina. Pero Maigrat se cansó, y las echó a la calle, y viendo que insistían suplicándole, maltrató a una. Las otras, ya fuera de la tienda, le insultaban, mientras la mujer de Maheu, con los brazos extendidos en un acceso de vengativa indignación, pedía que lo matasen, jurando que un hombre semejante no debía vivir.
La vuelta al barrio fue verdaderamente lúgubre. Los hombres miraban a las mujeres que volvían con las manos vacías. Cuestión resuelta: tendrían que acostarse sin tomar ni un bocado de pan; y el porvenir para los días subsiguientes les parecía más negro aun, porque en él no brillaba ni el más ligero rayo de esperanza. Como todos lo habían querido, nadie hablaba de rendirse. Aquel exceso de miseria les hacía obstinarse más y más, silenciosos como fieras perseguidas, resueltas a morir en sus madrigueras antes que entregarse. ¿Quién se habría atrevido a ser el primero en hablar de sumisión? Juraron resistir con todos sus compañeros, y resistirían, del mismo modo que en el fondo de la mina se ayudaban cuando había un hundimiento y alguno estaba en peligro. Era natural porque tenían una buena escuela para aprender a resignarse; bien podía uno no comer en ocho días, cuando desde la edad de doce años se sufría lo que ellos sufrían en su trabajo ordinario; y su fraternal desinterés se duplicaba así, por virtud de ese espíritu de cuerpo, de ese orgullo propio del hombre que se envanece de su oficio, y que, acostumbrado a luchar todos los días con la muerte, sabe imponerse sacrificios.
En casa de los Maheu la velada fue espantosa. Todos callaban, sentados delante de la estufa donde ardía la última paletada de carbón. Después de haber desocupado los colchones, puñado a puñado, habían resuelto, dos días antes, vender por tres francos el reloj de la sala; y la habitación parecía muerta desde que no la animaba el continuo tic-tac de la péndola. En la casa no quedaba más que aquella cajita de cartón color rosa antiguo regalo de Maheu a su mujer, y que ésta tenía en más estima que una joya. Las dos únicas sillas buenas habían desaparecido también, y el viejo Buenamuerte y los chiquillos tenían que apretarse bien para caber sentados en un banquillo traído del jardín. El triste crepúsculo que iba llegando, parecía aumentar el frío.
-¿Qué vamos a hacer? -repetía la mujer de Maheu, acurrucada en un rincón junto a la lumbre.
Esteban, de pie, contemplaba los retratos del Emperador y de la Emperatriz pegados a la pared. Hacía mucho tiempo que los hubiese arrancado de allí, a no ser por la familia, que se lo prohibía porque adornaba la habitación. Pero en aquel momento murmuró apretando los dientes:
-¡Y pensar que no podremos obtener ni un cuarto de esos canallas que nos ven morir de hambre! -Si me dieran algo por la caja esa... -replicó la mujer muy pálida, y después de titubear un rato.
Pero Maheu, que estaba sentado en el filo de la mesa, con las piernas colgando y la cabeza incinada sobre el pecho, se incorporó bruscamente, y dijo:
-¡No, no quiero!
Su mujer se había levantado con trabajo, y daba vuelta a la habitación. ¿Era posible verse reducidos a semejante miseria? En el aparador no había ni un mendrugo de pan, ni nada que vender en la casa, ¡Ni ninguna idea para obtener dinero! ¡Pronto se quedarían hasta sin lumbre! Se enfadó con Alicia, a quien enviara aquella mañana a los alrededores de la mina, con objeto de llevarse algún carbón de desecho, y la cual había vuelto con las manos vacías, diciendo que los vigilantes no lo permitían.
-¿Y ese granuja de Juan -exclamó la madre-, dónde andará? Debía haber traído hierba, y al menos pastaríamos como los animales. ¡Ya veréis cómo no viene! Anoche tampoco estuvo aquí a dormir. Yo no sé qué demonios hace; pero el muy bribón parece que no tiene hambre.
-Acaso -dijo Esteban- pedirá limosna por ahí.
La buena mujer cerró los puños y agitó los brazos.
-Si eso fuera verdad. ¡Mis hijos mendigar! Preferiría matarlos y matarme yo enseguida.
Maheu se había vuelto a sentar encima de la mesa, Leonor y Enrique, extrañando que no se comiese, empezaban a llorar, mientras que el abuelo Buenamuerte, silencioso y cabizbajo, se pasaba filosóficamente la lengua por el cielo de la boca para engañar el hambre. Nadie volvió a decir palabra; todos observaban aquella agravación de sus males: el abuelo tosiendo y escupiendo, y con su reumatismo que iba convirtiéndose en una hidropesía; el padre, asmático y con las rodillas hinchadas, a causa de la humedad; la mujer y los chicos, maltratados por las escrófulas y la anemia hereditarias.
Todo aquello era evidentemente consecuencia del oficio; no se quejaban sino cuando faltaba que comer y la gente se moría de hambre; y ya en el barrio iban cayendo como moscas.
Aquella situación era imposible, y se necesitaba hacer algo. ¿Qué harían, Dios santo?
Entonces, en medio de la semioscuridad del crepúsculo, cuya tristeza hacía más lóbrega la sala, Esteban, que se encontraba dubitativo, adoptó una postura resuelta.
-Esperadme -dijo-. Voy a ver si en una parte...
Y salió. Se había acordado de la Mouquette, la cual tendría pan, y se lo daría. Le contrariaba verse obligado a ir de nuevo a Réquillart, porque ella volvería a besarle las manos con su aire de esclava enamorada; pero era imposible dejar a sus amigos en aquel apuro, y si las circunstancias lo exigían, estaba resuelto a ser de nuevo complaciente con ella.
-También yo voy a ver si puedo... -dijo a su vez la mujer de Maheu-. Así no podremos estar.
Volvió a abrir la puerta, porque el joven acababa de salir, y la cerró dando un portazo, dejando a los demás inmóviles y mudos, a la débil luz de un cabo de vela que Alicia acababa de encender. Al salir, se detuvo un instante; luego entró decidida en casa de los Levaque.
-Oye: el otro día te presté un pan. ¿Puedes devolvérmelo?
Pero se detuvo, porque lo que veía no era nada tranquilizador, y en la casa se notaba más miseria aún que en la suya propia. La mujer de Levaque, con los ojos entornados, contemplaba la lumbre casi apagada, mientras su marido, casi borracho, dormía con la cabeza apoyada en la mesa. Bouteloup retrepado en una silla contra la pared, no abandonaba su aire de buen muchacho, y aunque parecía sorprendido por no tener que comer, no se mostraba enfadado de que los demás se hubieran comido todos sus ahorros.
-¡Un pan! ¡Ay, querida! -respondió la mujer de Levaque-. ¡Y yo que iba a pedirte que me prestaras otro!
En aquel momento su marido, medio dormido, empezó a quejarse; ella, golpeándole la cara contra la mesa, gritó:
-¡Calla, granuja! ¡Así revientes! ¿No era mejor que, en vez de hacer que te convidasen a beber, hubieras pedido unos cuartos a cualquier amigo para traer pan a tu casa?
Y la infeliz continuó lamentándose y maldiciendo su estrella, con las frases soeces que acostumbraba a usar. La casa estaba muy sucia, y de todos los rincones exhalaba un olor insoportable, porque decía la de Levaque que le importaba poco que todo se lo llevase el demonio. Su hijo, el granujilla de Braulio, había desaparecido también desde por la mañana, muy temprano, y ella, como loca, gritaba que tanto mejor si no volvía, porque de aquel modo se ahorraba tener que darle de comer. Luego dijo que se iba a acostar, porque al menos en la cama no tendría frío, y dio un codazo a Bouteloup, diciendo:
-¡Ea, vamos! ¡Arriba! Ya no hay lumbre, y no hay para qué encender una vela, si no hemos de ver más que los platos vacíos. ¿Vienes, Luis? Te digo que me voy a la cama; allí tendremos menos frío. Este maldito borracho, que se hiele ahí si quiere.
Cuando la mujer de Maheu se vio en la calle, cruzó resueltamente los jardinillos para dirigirse a casa de los Pierron. Oyó reír; llamó, y hubo un momento de silencio. Tardaron lo menos dos minutos en abrir la puerta.
-¡Hola! ¿Eres tú? -dijo la mujer de Pierron, afectando sorpresa-. Creí que era el médico.
Y sin aguardar a que le respondiera, continuó hablando y señalando a Pierron, que estaba sentado junto a la lumbre.
-Nada, no quiere ser bueno -dijo-. La cara no es mala; pero por dentro anda la procesión, y como necesita calor a todo trance, quemamos todo lo que encontramos a mano.
Pierron, en efecto, tenía muy buen aspecto; estaba gordo y colorado. aunque se quejaba continuamente, para fingirse enfermo. Además, la mujer de Maheu, al entrar, había notado un marcado olor a guisado de conejo, y estaba segura de que habían escondido la fuente, sobre todo cuando, además de las migas de pan que había en la mesa, vio una botella de vino que habían dejado sin duda olvidada encima del aparador.
-Mamá ha ido a Montsou -añadió la mujer de Pierron-, a ver si le dan un pan. Estamos impacientísimos esperándola.
Pero se quedó confundida porque, siguiendo las miradas de la vecina, también las suyas tropezaron con la botella de vino. Pronto se repuso, y contó una historia para justificar el tenerla, diciendo que los señores de la Piolaine se la habían dado para el enfermo.
-Ya sé que son muy caritativos -dijo la mujer de Maheu-: los conozco.
Su corazón se quejaba de que cuanto menos necesitados, más favorecidos somos por la suerte en este mundo. ¿Por qué no habría visto a los señores de la Píolaine en el barrio? Tal vez hubiera podido sacarles algo con qué comer un par de días.
-Pues venía -dijo al fin- para ver si estabais menos apurados que nosotros... y si podías darme un poco de pan, con la condición de devolvértelo, por supuesto.
La mujer de Pierron contesto exaltándose:
-Nada, hija mía. Ni una migaja de pan. Si mamá no vuelve pronto, es porque no ha logrado lo que iba buscando, y nos tendremos que acostar sin cenar. No tenemos ni un mendrugo.
En aquel momento se oían sollozos que salían del sótano, y la mujer de Pierron se incomodó y empezó a pegar puñetazos en la puerta. Era la bribona de Lidia, a quien tenía encerrada, según dijo, para castigarla porque se iba a la calle y no volvía en todo el día. No había manera de domarla.
La mujer de Maheu, sin embargo, seguía allí, de pie, inmóvil y sin decidirse a marchar. El colorcito que se notaba en la sala baja la consolaba y la idea de que allí se comía aumentaba su dolor de estómago, producido por el hambre. Era evidente que habían encerrado a la niña, y hecho salir a la vieja, para comerse tranquilamente su plato de conejo. ¡Ah! Menudas cosas ocurren, cuanto peor conducta tiene una mujer, mejor van sus negocios!
-¡Adiós, buenas noches! -dijo de pronto.
Y salió a la calle; pero, en vez de irse a su casa, la mujer de Maheu dio una vuelta por los jardines, porque no se atrevía a entrar. Mas ¿a dónde ir? ¿A qué llamar a ninguna puerta, si todos estaban, como ellos, muertos de hambre?
Al pasar por delante de la iglesia, vio una sombra que caminaba rápidamente por la acera. Una esperanza vaga le hizo apresurar el paso, porque había conocido al cura de Montsou, el padre Joire, que los domingos decía misa en la capilla del barrio de los obreros: sin duda saldría de la sacristía, e indudablemente había ido a sus negocios por la noche, para que no le vieran los mineros.
-Señor cura, señor cura -tartamudeó la mujer de Maheu cuando estuvo cerca de él. Pero el cura no se detuvo.
-Buenas noches, hija mía, buenas noches -contestó, acelerando más el paso.
La mujer de Maheu se vio, sin saber cómo, a la puerta de su casa otra vez, y como las piernas se negaban a sostenerla, volvió a entrar en ella.
Nadie se había movido. Maheu continuaba sentado en el pico de la mesa, cada vez más abatido. El viejo Buenamuerte y los chiquillos se apretaban unos contra otros en el banco, para tener menos frío. La vela había estado ardiendo, y quedaba ya tan poco de ella, que muy pronto estarían a oscuras. Al oír abrir la puerta los chicos volvieron la cabeza; pero viendo que su madre no llevaba nada en las manos, se pusieron a mirar el suelo, conteniendo el deseo de llorar, por miedo que les regañasen. La mujer de Maheu se sentó en una silla, junto a la lumbre que se apagaba. Nadie le preguntó; el silencio continuaba. Todos habían comprendido, y consideraban inútil cansarse en hablar; ya no tenían más que una esperanza, esperanza vaga: la vuelta de Esteban, que quizás sería más afortunado que su amiga.
Cuando Esteban entró, vieron que llevaba en un trapo una docena de patatas cocidas, pero frías ya.
-Esto es todo lo que he encontrado -dijo.
Y es que en casa de la Mouquette tampoco había pan, por lo cual le dio lo que tenía para comer ella, metiéndolo a la fuerza en aquel trapo, y besándole mil veces con cariñoso entusiasmo.
-Gracias -contestó a la mujer de Maheu, que le ofrecía su parte-: yo he comido allí.
Mentía, y no podía menos de contemplar, con aire sombrío a los niños que se abalanzaban a las patatas con verdadera ansia. El padre y la madre también se contenían para dejarles más parte; en cambio, el viejo tragaba cuanto podía. Fue necesario quitarle una patata para dársela a Alicia. En tres minutos la mesa quedó limpia. Miráronse unos a otros, porque todavía tenían mucha hambre.
Entonces Esteban dijo que había recibido noticias importantes. La Compañía, irritada por el tesón de los obreros, iba a despedir para siempre a los más comprometidos en la huelga. Decididamente se declaraba la guerra sin cuartel. Y otro rumor más grave circulaba: el de que había conseguido de muchos mineros que volviesen al trabajo; al día siguiente La Victoria y Feutry Cantel debían tener todas las brigadas completas, y en Mirou y en La Magdalena contaban ya con la tercera parte de los trabajadores.
-¡Maldita sea! -gritó el padre-. ¡Si hay traidores entre nosotros, es preciso darles su merecido. Y puesto en pie, cediendo a la influencia de los sufrimientos físicos y morales:
-¡Vamos mañana por la noche al bosque! -gritó-. Puesto que nos prohíben que nos reunamos en la Alegría, en medio del bosque estaremos más cómodos.
Aquel grito había despertado al viejo Buenamuerte, que dormitaba después de atracarse de patatas.
Aquel era el antiguo grito de combate, la contraseña de los mineros de otro tiempo, cuando se reunían para organizar la resistencia contra los soldados del rey.
-¡Sí, sí, a Vandame! -dijo a su vez-. Yo soy de los que van, si se celebra la reunión allí. La mujer de Maheu hizo un gesto enérgico.
-¡Iremos todos! ¡Así se acabará con estas injusticias y con estas traiciones! -exclamó.
Esteban decidió que se diera cita a todos los barrios de obreros para el día siguiente por la noche. Pero la lumbre se había acabado como en casa de Levaque, y la vela se apagó bruscamente. Ya no había carbón ni petróleo, y fue necesario que subieran a acostarse a tientas y transidos de frío. Los dos chiquillos lloraban.