Germinal: Parte IV: Capítulo VI

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Germinal de Émile Zola
Cuarta parte: Capítulo VI

Juan, ya curado, podía andar; pero sus piernas habían quedado tan mal, que cojeaba de las dos y andaba como los patos, si bien no dejaba de correr con la misma habilidad y ligereza que antes.

Aquella tarde, a la hora del crepúsculo, Juan estaba al acecho en el camino de Réquillart, acompañado de sus inseparables Braulio y Lidia. Se había emboscado detrás de una empalizada, enfrente de una tiendecilla de comestibles, colocada en el borde del sendero. Una vieja, casi ciega, tenía allí para vender tres o cuatro sacos de lentejas y algunas sardinas, todo negro de polvo; pero lo que Juan miraba con maliciosa atención e intenciones nada buenas, era una bacalada que había colgada en la puerta. Ya dos veces había enviado a Braulio para cogerla; pero las dos veces se lo había impedido algún transeúnte que se asomaba por el recodo del camino. ¡Qué demonio de importunos! ¡No podía uno dedicarse en paz a sus negocios!

Apareció un señor a caballo, y los tres chiquillos se ocultaron de nuevo detrás de la empalizada al reconocer al señor Hennebeau. A menudo, desde que comenzara la huelga, se le veía así por los caminos, paseando solo por en medio de los barrios que habitaban los obreros sublevados, haciendo alarde de valor, para cerciorarse por sí mismo de la situación.

Y jamás oyó silbar una piedra; no tropezaba sino con hombres que le saludaban de no muy buena gana, aunque respetuosamente, o con parejas amorosas que se reían de la política e iban a gozar placeres en la soledad del campo. Él, sin acortar el trote de su yegua, volviendo la cabeza para no interrumpir a nadie, pasaba por allí, sintiendo, sin saber por qué, que su corazón se henchía de deseos en aquel país del amor libre. Vio perfectamente a los chicos echados sobre Lidia, y sintió que los ojos se le humedecían a su pesar, mientras, recto en la silla, militarmente abrochado hasta el cuello, desaparecía por el otro lado del camino.

-¡Maldita suerte! -dijo Juan- No acabaremos nunca. ¡Anda, Braulio, tira de la cola!

Pero en aquel momento aparecieron dos hombres, y el chiquillo contuvo un juramento, cuando oyó la voz de su hermano Zacarías, contando a Mouque que le había quitado a su mujer una pieza de cuarenta sueldos que tenía cosida en la falda. Los dos, que iban riéndose, cogidos amigablemente del brazo, se detuvieron un momento, trazando planes para el otro día.

-¿Pero se van a estar ahí hasta la noche? -dijo Juan exasperado-. En cuanto oscurezca, la mujer descolgará la bacalada, y adiós mi dinero.

Pasó otro hombre en dirección a Réquillart. Zacarías se marchó con él: y al pasar por delante de la empalizada, el chiquillo les oyó hablar de la reunión en el bosque; habían tenido que aplazarla hasta el día siguiente, para tener tiempo de avisar en todos los barrios.

-¿Habéis oído? -murmuró el niño, hablando con sus dos compañeros-. ¿Habéis oído? Mañana es el gran día. Iremos, ¿no es verdad? Nos escaparemos por la tarde.

Y como al fin, en aquel instante no había nadie en la carretera, ordenó a Braulio que fuese a robar la bacalada.

-¡Valiente! ¿Eh? Tira pronto de ella, y mucho cuidado, porque la vieja tiene una escoba en la mano.

Felizmente, la noche estaba muy oscura. Braulio dio un salto, y se cogió a la bacalada, rompiendo la cuerdecilla que la sujetaba a un clavo, y enseguida echó a correr, seguido por Juan y Lidia, como alma que lleva el diablo. La tendera, asombrada, salió de la tienda sin comprender lo que pasaba, y sin poder distinguir el grupo, que desapareció corriendo en la oscuridad.

Aquellos granujas acabaron por ser el terror de la zona. Poco a poco la habían ido invadiendo como una horda salvaje. Al principio se habían contentado con los alrededores de la Voreux, revolcándose en los montones de carbón, de donde salían completamente tiznados, y jugando al escondite entre los montones de tablones, por donde se perdían como en el fondo de un bosque virgen. Luego habían tomado por asalto la plataforma, y cada día ensanchaban el campo de sus operaciones; corrían los campos, comiendo raíces y frutos, bajaban a la orilla del canal a pescar peces, y viajaban hasta el bosque de Vandame. Pronto toda la inmensa llanura les pertenecía.

Y la verdadera causa que les hacía recorrer la zona desde Montsou a Marchiennes era la afición al merodeo. Juan era el capitán en todas aquellas expediciones; dirigía su tropa sobre tal o cual presa, devastando las plantaciones de cebollas, y las huertas, y los jardines. En aquellos alrededores se empezaba a hablar de los mineros en huelga y de una partida de ladrones bien organizada. Un día obligó a Lidia a que robase a su misma madre, haciendo que le llevase dos docenas de las rosquillas que vendía, y la niña a pesar de haber recibido una paliza soberbia, no le había descubierto, porque temblaba ante la autoridad absoluta. Y lo malo era que él se quedaba con la mejor parte. Braulio tenía también que entregarle el botín, y se daba por muy contento cuando el capitán no le abofeteaba y guardaba para sí la parte que le correspondía a él.

Hacía algún tiempo que Juan abusaba de su autoridad. Pegaba a Lidia como se pega a una mujer legítima, y se aprovechaba de la credulidad de Braulio para mezclarle en aventuras desagradables; era feliz, burlándose de aquel muchachote, más fuerte y robusto que él, que de un solo puñetazo le habría roto la cabeza. Los despreciaba a los dos; los trataba como a esclavos, y les decía que su querida era una princesa, ante la cual no eran dignos de presentarse. Y, en efecto, hacía ocho días que desaparecía bruscamente por la esquina de una calle o en el recodo de un camino, después de darles orden, con la cara feroz, de que se volvieran enseguida a su casa. Claro está que, antes, se guardaba el botín.

Lo mismo sucedió aquella noche.

-Dámela -dijo arrancando la bacalada de manos de su compañero, cuando los tres se detuvieron en un recodo de la carretera, cerca de Réquillart.

Braulio protestó.

-Quiero mi parte, ¿oyes? Porque yo la he cogido.

-¿Eh? ¿Cómo? -exclamó Juan-. Tendrás parte si te la doy; pero no será esta noche. Será mañana, si queda algo.

Pegó un empujón a Lidia, y los cuadró uno al lado del otro, como si fuesen soldados. Luego, pasando por detrás de ellos:

-Ahora os vais a estar ahí cinco minutos, sin volver la cara, y cuidado, porque si os volvéis os comerán las fieras. Enseguida os vais a casa, y cuidado con que Braulio te toque, Lidia, porque yo lo sabré, y habrá palos.

Y se desvaneció en la oscuridad, con tanto cuidado, que no se oyeron ni sus pisadas.

Los otros dos permanecieron inmóviles durante los cinco minutos que había mandado, sin atreverse a mirar hacia atrás, temerosos de recibir un bofetón misterioso. Poco a poco entre ellos dos había nacido un afecto entrañable, a causa del terror que ambos tenían a su capitán. Él siempre pensaba en abrazarla estrechándola fuertemente en sus brazos, como veía hacer a otros, y ella también hubiera querido que lo hiciese, porque tenía verdadero afán de ser acariciada con cariño, y no como lo hacía Juan. Pero cuando se marcharon, ni uno ni otro se atrevieron, aún cuando la noche estaba oscura, ni a darse siquiera un beso: caminaron uno junto a otro, conmovidos y desesperados a la vez, pero temerosos de que, si se tocaban, el capitán les daría una paliza.

A aquella misma hora Esteban entraba en Réquillart. El día antes la Mouquette le había suplicado que volviera y volvía, irritado consigo mismo, pero con cierta inclinación, a pesar suyo, hacia la moza, que le adoraba como si fuese un dios. Iba con el propósito de romper con ella. La vería y le explicaría que no debía perseguirle más, para no dar que hablar a las gentes. Los tiempos eran malos y era poco honrado andar buscando placeres cuando todos los amigos, y ellos mismos, estaban muriéndose de hambre. No la encontró en su casa, y decidió esperarla entre las ruinas de la antigua mina.

Entre los escombros esparcidos por todas partes, se abría el pozo de entrada, medio obstruido: un madero puesto en pie que sostenía un pedazo del antiguo techo, tenía el aspecto de un aparato de suplicio, junto al oscuro agujero; dos árboles habían crecido allí, como si salieran del abismo que se abría en lo que fue pozo de bajada. Aquel rincón tenía un aspecto de salvaje abandono, de entrada a un precipicio, interceptada por maderas de desecho.

Por ahorrarse gastos superfluos, la Compañía estaba desde hace diez años queriendo cegar el pozo de la mina; pero esperaba para ello a instalar un ventilador en la Voreux, porque el foco de ventilación de los dos pozos, que comunicaban, estaba colocado al pie de Réquillart, cuyo antiguo pozo servía de chimenea.

Por prudencia, a fin de que se pudiera subir y bajar, había dado orden de que se tuvieran en buen estado las escalas hasta una profundidad de quinientos veinticinco metros; pero, a pesar de lo mandado, nadie se ocupaba en ello; las escalas se pudrían de humedad y ya en algunos peldaños era preciso, para bajar, cogerse a las raíces de uno de los árboles y dejarse ir a la ventura en la oscuridad.

Esteban esperaba pacientemente al pie de un árbol, cuando sintió un ligero ruido entre las ramas. Pensó sería una culebra que se escabullía, asustada. Pero la luz de un fósforo vino a sorprenderle, y se quedó estupefacto al ver que, a pocos pasos de distancia, Juan encendía una vela y desaparecía por la boca del pozo.

Se sintió presa de una curiosidad tan grande, que sin encomendarse a Dios ni al diablo, se metió por el mismo agujero: el chiquillo había desaparecido; una débil claridad, producida por la vela que aquel llevaba en la mano, le guiaba. Por un instante titubeó: pero luego se dejó caer como había hecho el otro, agarrándose a las raíces del árbol, y después de temer al bajar de un salto los quinientos metros de altura, acabó por sentir bajo sus pies un peldaño de la escalera.

Y empezó a bajar con cuidado. Juan no debía de haber oído nada, porque Esteban seguía viendo debajo de él la luz que descendía, mientras que la sombra del chiquillo danzaba por las paredes del pozo. La escala continuaba bajando; pero era dificilísimo el descenso, pues unas veces tropezaba con peldaños que resistían bien y otras con peldaños que, medio podridos, crujían bajo su peso; y a medida que bajaba, el calor iba haciéndose sofocante: un calor de horno que salía del foco de ventilación, poco activo por fortuna desde que comenzara la huelga, pues en tiempo de trabajo no se hubiera podido hacer aquella excursión sin exponerse a tostarse.

-¡Maldito granuja! -murmuraba Esteban medio sofocado-. ¿Dónde demonios irá?

Dos veces estuvo a punto de caerse. Sus pies resbalaban en los húmedos peldaños de madera. ¡Si al menos hubiese tenido una luz como el chiquillo! Pero sin ella se golpeaba contra las paredes a cada instante, guiado como iba solamente por la vela que el muchacho llevaba en la mano, y que iba desapareciendo rápidamente.

Habían bajado ya veinte escalas, y el descenso continuaba. Desde entonces se puso a contarlas: "Veintiuna, veintidós, veintitrés", y seguían bajando, bajando sin cesar.

Sentía en la cabeza un calor terrible, que iba aumentando por momentos. Al fin llegó a un empalme de escalas, y vio que el chiquillo echaba a correr por una galería.

Treinta escalas significaban unos doscientos diez metros de bajada.

-¿Irá ahora a pasearse por ahí? -pensó Esteban-. Seguro que va a calentarse en la cuadra.

Pero allí, a la izquierda, la galería que conducía al establo se hallaba cerrada por los escombros de un desprendimiento. Empezó otra excursión más difícil y más peligrosa. Multitud de murciélagos, asustados, revoloteaban en la semioscuridad, e iban a pegarse al techo de la galería.

Tuvo que apresurar el paso para no perder de vista la luz, andando por la galería tras el muchacho; solamente que por los sitios por donde éste pasaba con facilidad, gracias a su ligereza de serpiente, él no podía atravesarlos sin arañarse. Aquella galería, como todas las de la mina abandonada, se había estrechado considerablemente y seguía estrechándose todos los días a causa de los hundimientos; en algunos sitios se había convertido en un verdadero agujero, que pronto habría de cerrarse por sí mismo. En aquellas circunstancias, los pedazos de maderas rotas se convertían en un verdadero peligro, porque le amenazaban con desgarrarle las carnes, o con atravesarle de parte a parte, si tropezaba con uno de improviso. Así es que caminaba con precaución, de rodillas o arrastrándose boca abajo, y andando a tientas en la oscuridad. Bruscamente le sorprendió un grupo de ratas, que le corrieron por todo el cuerpo, de la nuca a los pies, en un arranque de pánico.

-¡Maldita sea! ¿Habremos llegado ya? -murmuró casi sin poder respirar, y con un terrible dolor de riñones.

Habían llegado, en efecto. Al cabo de un kilómetro de camino, la galería se ensanchaba un poco, e iba a desembocar en un trozo de la mina que estaba en buen estado de conservación. Era el antiguo pie del pozo de subida, y estaba abierto en la roca viva, pareciendo una gruta natural. Tuvo que detenerse, pues veía a pocos metros de distancia al muchacho, que acababa de poner la vela entre dos piedras, y que se instalaba allí con la tranquilidad de quien se encuentra en su casa. Una instalación completa trocaba aquel trozo de galería en una habitación confortable. En el suelo, en un rincón, había paja extendida, que formaba una cama relativamente cómoda, y sobre unos pedazos de madera vieja, que servían de mesa, había un poco de todo: pan, velas, tarros de ginebra; era aquello una verdadera cueva de ladrones, donde se había ido acumulando el botín de muchas semanas, botín inútil, porque se veía allí hasta jabón y betún, robados por el gusto del hurto nada más. Y el muchacho, solo, en medio del producto de sus rapiñas, tenía el aire de un bandido egoísta, que no quisiera hacer a nadie partícipe de su alegría.

-Oye, niño; ¿te estás burlando de la gente? -exclamó Esteban cuando hubo descansado un momento-. ¿Te parece a ti que se puede tolerar que tú te atraques a lo grande, cuando los demás nos morimos de hambre?

Juan, asustado, estaba temblando. Pero, al conocer a Esteban, se tranquilizó enseguida..

-¿Quieres comer conmigo? -acabó por decir-. ¿Eh? Te daré un pedazo de bacalao asado. Ahora verás.

No había dejado la bacalada que llevaba en la mano, y empezó a quitarle el pellejo con un cuchillo nuevo, uno de esos cuchillos puñales con mango de hueso que llevan inscrita alguna divisa. En el de aquél se leía la palabra "Amor".

-Bonito cuchillo tienes -observó Esteban.

-Regalo de Lidia -respondió Juan, olvidando añadir que Lidia lo había robado por orden suya a un mercader de Montsou, que tenía su puesto ambulante frente a la taberna de la Cabeza cortada.

Luego, sin dejar de raspar el pellejo, continuó diciendo:

-Se está bien en mi casa, ¿no es verdad? Se está más calentito que allá arriba, y huele mucho mejor.

Esteban tomó asiento, deseando hacerle hablar. Ya no tenía rabia; al contrario, experimentaba cierta simpatía y cierto interés hacia aquel granuja tan atrevido y tan industrioso: además, disfrutaba de cierto agradable calor en aquella caverna; la temperatura no era demasiado elevada tampoco, y se agradecía más, porque fuera de allí los fríos de diciembre se ensañaban particularmente con los mineros, que carecían de defensa contra él. A medida que el tiempo pasaba, iban desapareciendo de las galerías los gases nocivos, y el grisú había desaparecido por completo. No se notaba allí más que el olor a las maderas viejas en fermentación, un olor muy sutil a éter. Aquellos trozos de madera tenían, además, un aspecto agradable, una palidez amarillenta, como la del mármol, adornada de caprichosas labores blanquecinas que semejaban delicados bordados de seda y aljófar. Otros maderos aparecían cubiertos de hongos, y todos ellos estaban poblados de mariposas blancas de moscas y arañas, todo un pueblo de insectos, que jamás había visto la luz del sol.

-¿De modo que no tienes miedo? -preguntó Esteban. Juan le miró con asombro.

-¿Miedo de qué? ¿Pues no estoy solo?

Ya había acabado de raspar el bacalao. Encendió lumbre con unos pedazos de madera, y empezó a asarlo. Luego cortó un pan en dos pedazos. El regalo era terriblemente salado; pero, así y todo, muy a propósito para estómagos fuertes.

Esteban aceptó la parte que le ofrecía.

-Ya no me extraña que engordes mientras nosotros adelgazamos. ¿Sabes que es una bribonada? ¿No piensas en los demás?

-Toma, ¿por qué los demás son tan tontos?

-Después de todo, haces bien en esconderte, porque si tu padre supiera que robas, seguro que te ponía como nuevo.

-Por qué, ¿no nos roban a nosotros los burgueses? Tú lo estás diciendo siempre. Este pan que le he quitado a Maigrat, nos lo había robado él antes.

El joven, con la boca llena, guardó silencio, verdaderamente confundido. Le miraba con atención, contemplando aquellos ojos verdes, aquellas orejas enormes, aquel aspecto de aborto degenerado, oscuro de inteligencia, pero de una astucia instintiva extraordinaria. La mina, que lo había producido, acabó de completarlo, rompiéndole las dos piernas.

-¿No traes aquí a Lidia algunas veces? -le preguntó Esteban.

Juan sonrió desdeñosamente.

-¡A esa niña! -contestó-. ¡No, por cierto! Las mujeres son muy charlatanas.

Y siguió riendo, lleno de inmenso desdén hacia Braulio y Lidia. Jamás se había visto dos chiquillos más estúpidos. El recuerdo de que a aquella hora se encaminaban a sus casas muertos de hambre y de frío, mientras él se comía la bacalada al calor de un fuego, le hacía desternillarse de risa. Luego, añadió, con la gravedad de un filósofo:

-Vale más hacer las cosas solo, porque siempre está uno de acuerdo.

Esteban había acabado de comerse el pan. Bebió un trago de ginebra. Por un momento creyó que no sería corresponder mal a la hospitalidad de Juan cogerle por una oreja y llevárselo a su casa, prohibiéndole merodear más, y amenazándole con decírselo todo a su padre si volvía a las andadas. Pero, al ver aquel escondite confortable, acudía a su mente una idea: tal vez lo necesitara para él o para los amigos, si las cosas tomaban un giro desagradable. Hizo que el chico le prometiese solemnemente no faltar a dormir en su casa, como le sucedía algunas veces desde que había descubierto aquel retiro, y, cogiendo una vela, se marchó, dejándole que arreglase tranquilamente su vivienda.

La Mouquette se impacientaba esperándole, sentada en un madero, a pesar del mucho frío que hacía. Cuando le vio, saltó a su cuello; y cuando le dijo que no debían volver a reunirse, sintió como si le clavaran un puñal en el corazón. ¡Dios mío! ¿Por qué? ¿No le quería ella bastante? Esteban, para no caer en la tentación de entrar en su casa, se la llevaba hacia la carretera, explicándole, lo más dulcemente que podía, que le comprometía ante los compañeros, y que comprometía, por tanto, la causa política, que a todo trance era necesario defender. Ella no entendía qué relación podían tener sus amores con la política.

Luego pensó que se avergonzaba de ella, lo cual no la ofendió, porque era natural, y se conformó con todo, y hasta llegó a prestarse a que le diera un bofetón en público, para que todos comprendieran que habían reñido. Pero quiso que le prometiese que la vería un ratito de vez en cuando. Desesperada, le suplicaba y le rogaba, jurando esconderse para que nadie los viese juntos, y que en cada entrevista no le entretendría más que cinco minutos. Él, muy conmovido, se negaba a todo. Era un sacrificio necesario. Al separarse, quiso ella darle un beso. Poco a poco, fueron llegando hasta las primeras casas de Montsou, y estaban abrazados estrechamente a la luz de la luna, cuando una mujer pasó junto a ellos dando un salto de sorpresa, como si hubiera tropezado con una piedra.

-¿Quién es? -preguntó Esteban con inquietud.

-Es Catalina -respondió la Mouquette-. Vendrá de Juan-Bart.

La mujer en cuestión se alejaba, con la cabeza baja, las piernas temblorosas y el andar cansado. Y el joven la miraba, desesperado de haber sido visto por ella, y con el corazón dolorido por un remordimiento cuya causa no se explicaba. ¿Acaso no vivía ella con otro hombre? ¿Acaso no le había impuesto la misma pena allí mismo, en el camino de Réquillart, entregándose a otro? Y, sin embargo, le desolaba haberle devuelto el sufrimiento.

-¿Quieres que te diga una cosa? -murmuró la Mouquette con lágrimas en los ojos, cuando perdieron de vista a Catalina-. No me quieres porque quieres a otra.

Al día siguiente, amaneció el cielo sereno y hermoso; era uno de esos magníficos días de invierno, fríos, pero despejados. Juan se había ido de su casa a la una; mas tuvo que esperar a Braulio detrás de la iglesia y por poco tuvieron que marcharse sin Lidia, a quien su madre había vuelto a encerrar en el sótano. Acababa de sacarla de su encierro, colgándole una cesta al brazo, y diciéndole que, si no volvía con ella llena de berros, la volvía a encerrar toda la noche, para que se la comiesen las ratas. Así es que, llena de miedo, quería ante todo ir a coger berros. Juan la disuadió de su idea: luego verían lo que había de hacer.

Desde muchos días antes andaba dándole vueltas a Polonia, la coneja de Rasseneur. Precisamente al pasar por la puerta de la taberna vio al animalito, que andaba correteando por allí. La cogió de un salto por las orejas, la metió en la cesta que llevaba Lidia, y los tres salieron al galope, gozándose de antemano en lo que iban a divertirse haciendo correr a la coneja por el llano.

Pero se detuvieron para ver a Zacarías y a Mouque, que, después de haber bebido un jarro de cerveza con otros dos amigos, se disponían a jugar una partida de toña. Se jugaban una gorra nueva y un pañuelo colorado para el cuello, depositados en casa de Rasseneur. Los cuatro jugadores, dos a dos, señalaron para la primera parte de la partida la distancia que había entre la Voreux y la finca Paillot, unos tres kilómetros próximamente; y Zacarías ganó, porque apostó a recorrer la distancia en siete viajes de la toña lanzada al aire, mientras que el hijo de Mouque no se comprometía a hacerlo en menos de ocho. Pusieron la toña en el suelo, con una de las puntas al aire. Cada cual empuñó su correspondiente palo sujeto a la muñeca por un cordel. Al dar las dos, arrancaron. Zacarías, manejando magistralmente su pala, lanzó la toña a más de cuatrocientos metros a través de los sembrados de remolacha, porque estaba prohibido jugar en las calles del pueblo y en la carretera, a causa de haber ocurrido algunas desgracias ya. Mouque, que tampoco era manco, lanzó la suya a unos ciento cincuenta metros. Y la partida continuó, dando palos a la toña, siempre corriendo, sin cuidarse de los rasguños que los pedruscos les hacían en los pies.

Al principio, Juan, Braulio y Lidia habían galopado detrás de los jugadores, entusiasmados con los buenos golpes y las peripecias del juego. Luego se acordaron de la pobre Polonia, que daba saltos en la cesta; y dejando a los jugadores en medio del campo, sacaron a la coneja, deseosos de ver si corría mucho. El pobre animal salió como disparado; ellos se lanzaron en su persecución, y aquello fue una cacería salvaje Por espacio de una hora, en medio de gritos desaforados para asustar al animal. Si la coneja no hubiera estado preñada, seguro que no la habrían podido alcanzar.

Iban ya sin aliento cuando voces desaforadas les hicieron volver la cabeza. Acababan de ponerse delante de los jugadores y Zacarías había estado a punto de romper la cabeza a su hermano. Los jugadores estaban en la cuarta partida: desde la finca Paillot habían corrido a los Cuatro Caminos; de los Cuatro Caminos a Montoire, y entonces habían de recorrer en seis golpes la distancia que hay entre Montoire y el Prado de las Vacas.

Aquello representaba una carrera de dos leguas y media, en una hora; habían bebido cerveza en la taberna Vincent y en el cafetín de los Tres-Sabios. Mouque esta vez tenía la mano. No le faltaban más que dos jugadas, y su triunfo parecía seguro, cuando Zacarías, bromeando como de costumbre, dio un golpe tan hábil en uso de su derecho, que la toña cayó en un foso muy profundo. El compañero de Mouque no pudo sacarla de allí, y aquello fue un desastre. Los cuatro gritaban; la partida se hacía muy reñida, porque estaban iguales, y era necesario volver a empezar. Desde el Prado de las Vacas hasta la punta de Verdes Hierbas, no había menos de dos kilómetros, y apostaron a recorrerles en cinco golpes. Cuando llegaran allí, refrescarían en casa de Lerenard.

Pero Juan acababa de tener una idea. Los dejó marchar, y luego, sacando del bolsillo un cordel, lo ató a la pata izquierda de la pobre Polonia, y la diversión fue grande; la coneja corría delante de los tres galopines estirando las patas y haciendo tales contorsiones para huir de aquel tormento, que los chiquillos no se habían reído tanto en su vida. Luego la ataron por el cuello para que corriese; y como el animalito estaba cansado, la arrastraron unas veces sobre el lomo, otras sobre la barriga, como fuera un cochecillo de juguete. La broma duraba ya más de una hora; pobre animal estaba reventado, cuando tuvieron que cogerla precipitadamente para meterla en la cesta y esconderse detrás de unos matorrales mientras pasaban los jugadores, con los cuales habían tropezado de nuevo. Zacarías, Mouque y sus dos compañeros se sorbían los kilómetros como suele decirse, sin darse más tiempo de reposo que el estrictamente necesario para echarse al coleto un jarro de cerveza en las tabernas que se señalaban como término de cada partida. Desde Verdes Hierbas habían corrido a Buchy, luego a la Cruz de Piedra, y después a Chamblay. La tierra, endurecida por la escarcha, crujía bajo sus pies, que no cesaban de correr detrás de la toña, la cual rebotaba en el suelo; el día era muy a propósito, porque, como la tierra estaba dura, se podía correr sin miedo de hundirse en los surcos levantados por el arado: no había más peligro que el de romperse las piernas. En el aire seco, los golpes del palo sobre la toña resonaban como tiros. Las fornidas manos empuñaban los palos con furor, y hacían tanta fuerza con el cuerpo como si trataran de matar a un buey de un puñetazo: y todo esto durante horas y horas, de un extremo a otro de la llanura, saltando vallas, salvando fosos, cruzando senderos y sembrados. Precisaba tener para aquel ejercicio buenos pulmones y músculos de acero. Los mineros se entregaban con furor a esas carreras, que servían para desentumecerles los miembros.

Algunas veces recorrían así ocho o diez leguas; pero esto mientras eran jóvenes, porque a los cuarenta años no había quien jugase a la toña.

Dieron las cinco, la hora del crepúsculo. Convinieron en jugar otra partida hasta el bosque de Vandame, para ver quién se llevaba la gorra y el pañuelo, y Zacarías, que, como de costumbre, se reía de todas aquellas cosas de política, dijo que sería gracioso llegar allí en el momento de la reunión, para lo cual se habían dado cita los mineros de todos los alrededores. Juan, desde que saliera de su casa, seguía recorriendo los campos por entretenerse y esperar la hora de acudir a la reunión. Con ademán indignado amenazó a Lidia, que, llena de remordimientos y de miedo, hablaba de volver a la Voreux, a fin de coger los berros que le encargara su madre: pero ¿cómo habían de privarse de aquel espectáculo? ¡Pues apenas si tenía gracia ir a oír lo que dijesen los viejos! Empujó a Braulio; propuso para que el camino se hiciese más corto y más entretenido soltar a Polonia y perseguirla a pedradas; su proyecto secreto era matarla de una pedrada, porque le habían dado ganas de llevársela y comérsela tranquilamente en su escondite de Réquillart. La pobre coneja emprendió de nuevo vertiginosa carrera, con las narices abiertas y las orejas echadas atrás: la piedra le peló el lomo, otra le cortó el rabo; y, a pesar de la oscuridad, e iba en aumento, la hubieran matado, de no ver en un claro, a la entrada del bosque, a Esteban y a Souvarine que estaban charlando. Se abalanzaron sobre el animal, lo volvieron a meter en la cesta, y casi al mismo tiempo aparecieron Zacarías, Mouque y los otros dos, después de terminada su partida. Todos acudían a la cita.

Y no era sólo por la carretera: por los caminos, por los senderos todos, iban llegando desde el oscurecer multitud de sombras silenciosas que se dirigían al bosque. Todas las casas de los barrios de obreros se quedaban sin gente, pues hasta las mujeres y los chiquillos dejaban sus hogares, como si fueran a dar un paseo. Los caminos estaban oscuros, y no se distinguía aquella multitud que caminaba en silencio hacia el mismo punto; se presentía, sin embargo, y era fácil comprender que los mismos deseos e iguales emociones la animaban. Por todas partes oíase un rumor vago y confuso de voces que indicaba la presencia de la muchedumbre

El señor Hennebeau, que precisamente a aquella hora volvía a su casa, cabalgando en su yegua, prestaba oídos al misterioso rumor. Había encontrado varias parejas amorosas que se paraban lentamente, como para disfrutar al aire libre de aquella serena noche de invierno. Eran enamorados que con los labios en los labios de su pareja, iban buscando la satisfacción de sus amorosos deseos detrás de las vallas o al pie de los árboles. ¿Acaso no estaba acostumbrado a tales encuentros de aquellos desdichados que iban en busca del único placer que no cuesta dinero? Y el señor Hennebeau se decía que aquellos imbéciles hacían mal en quejarse de la vida. Pues, ¿no disfrutaban a su antojo la dicha de amar y ser amados? De buena gana se hubiera resignado él a estar medio muerto de hambre, a cambio de empezar de nuevo a vivir con una mujer que, enamorada, se le entregase con toda su alma, al pie de cualquier árbol. Su desgracia no tenía consuelo, y era motivo para que envidiase a aquellos miserables. Con la cabeza baja regresaba a su casa, al paso corto de la yegua, desesperado por la influencia de aquellos rumores de besos y suspiros que se oían en la oscuridad.