Germinal: Parte V: Capítulo II
En Juan-Bart, Catalina estaba trabajando hacía ya más de una hora en el arranque de las vagonetas; y tan fatigada se hallaba, que tuvo que descansar un momento para enjugarse la cara.
Chaval, que estaba en el fondo de la cantera arrancando carbón con sus compañeros, se sorprendió al notar que cesaba el ruido de las carretillas. Las linternas ardían muy mal, y el polvillo del carbón no permitía ver bien.
-¿Qué hay? -gritó.
Cuando ella le contestó que se sentía mal y que iba a reventar si seguía trabajando, él le contestó brutalmente:
-¡Bestia! Haz lo que nosotros; quítate la camisa.
Se hallaban a setecientos ocho metros de profundidad, al norte, en la primera galería del filón Deseado, a unos tres kilómetros del pozo de subida. Cuando se hablaba de aquella región de la mina, los mineros de la comarca se echaban a temblar, y bajaban la voz, como si hablaran del infierno; y a menudo se contentaban con mover la cabeza como si prefirieran no ocuparse de aquellas profundidades abrasadoras. A medida que las galerías, extendiéndose hacia el norte, se aproximaban al Tartaret, penetraban en el incendio que más arriba calcinaba las rocas. En las canteras, en el punto adonde habían llegado los trabajos, había una temperatura media de cuarenta y cinco grados. Los obreros se hallaban allí en plena ciudad maldita, en medio de las llamas, a quienes los que pasaban por el llano veían asomándose a las grietas, por las cuales salía un fuerte olor a azufre.
Catalina, que ya se había quitado la blusa, titubeó un momento y luego se despojó también del pantalón; y con los brazos y las piernas desnudas, con la camisa subida hasta la cintura y sujeta con una cuerda, empezó de nuevo su trabajo de arrastre.
-¡La verdad es que así se está mejor! -dijo en voz alta.
Sin saber por qué, tenía miedo. Desde hacía cinco días, que trabajaba en aquel sitio, pensaba sin cesar en las terroríficas narraciones que había oído siendo niña, y en aquellas muchachas que estaban ardiendo debajo del Tartaret, en castigo de pecados que nadie se atrevía a repetir. Indudablemente ya era demasiado crecida para creer en tales tonterías; pero, así y todo, ¿qué habría hecho si de pronto se le hubiese aparecido una mujer ardiendo? La sola idea la hacía sudar más.
A cierta distancia, una compañera suya cogía la carretilla que ella llevaba, y la arrastraba hasta el plano inclinado, donde era recibida con las demás que bajaban de las galerías superiores, para formar los trenes.
-¡Demonio! Qué cómoda te pones -dijo a Catalina su compañera, que era una viuda de treinta años-. Yo no puedo hacerlo, Pues los chiquillos del tren me fastidian con sus bromas.
-¡Bah! Yo me río de eso. Así se está más cómoda.
Y volvió atrás, empujando una vagoneta vacía.
Lo peor era que, en aquella profunda galería, se unía otra causa a la proximidad del Tartaret para hacer el calor más insoportable. Estaban al lado de una galería de Gastón María, abandonada a causa de una explosión de grisú que, diez años antes, había incendiado la veta, la cual seguía ardiendo, y estaba aislada por medio de una pared de arcilla, para evitar que se extendiese el desastre. Privado de aire, el fuego debía haberse apagado; pero sin duda corrientes desconocidas lo reavivaban, pues desde hacía diez años la pared de arcilla estaba caldeada como si fuera la pared de un horno; y de tal manera, que al pasar por ella no era posible sufrir el calor, ni mucho menos arrimarse al muro. Precisamente a lo largo de ésta, en una extensión de más de cien metros, se hacía arrastre, a una temperatura de sesenta grados.
Después de otros dos viajes, Catalina sintió que se ahogaba nuevamente. Por fortuna, la galería era ancha y espaciosa. En el filón Deseado, uno de los más ricos de la mina, la capa de carbón tenía un metro noventa centímetros, y los obreros podían trabajar de pie. Pero habrían preferido menos comodidad y un poco más de fresco.
-¡Eh! ¿Te duermes? -gritó violentamente Chaval cuando dejó de oír a Catalina-. ¿Quién diablos me mandó a mí cargar con un penco de tu especie? ¡Llena la carretilla, y trabaja, mala pécora!
La muchacha estaba al pie de la cantera, apoyada en el mango de la pala, y se sentía acometida de cierto malestar mirándolos a todos, sin obedecer ni contestar palabra. Les veía mal, a la indecisa luz de las linternas, desnudos completamente como bestias, y tan negros, tan sudorosos, que su desnudez no la avergonzaba. Era una amalgama, una visión infernal de la que nadie se hubiera podido dar cuenta. Pero ellos, sin duda, la distinguían mejor, porque dejaron de trabajar, y empezaron a gastarle bromas por haberse quedado en camisa.
-¡Cuidado, que te vas a resfriar!
-¡Buenas piernas tienes! ¡Oye, Chaval, vale por dos!
-¡Oh, hay que ver lo demás; anda, quítate ese trapo!
Entonces Chaval, sin enfadarse por aquellas groserías, la emprendió con ella.
-¡Sí; lo que es para eso, sirve! ¡Oyendo porquerías, sería capaz de quedarse ahí hasta mañana!
Catalina, con mucho trabajo, cargó la vagoneta otra vez, y empezó a empujarla. La galería era demasiado ancha para que pudiera llegar, abriéndose de piernas, de un lado a otro de la vía; sus pies descalzos se destrozaban contra los rieles buscando un punto de apoyo, mientras caminaba lentamente, con los brazos extendidos, para hacer fuerza; pero, cuando llegaba a la pared de arriba que les separaba de la veta incendiada, volvía a empezar el calor insoportable; el sudor corría a mares por todo su cuerpo, en gotas enormes, como lluvia de tormenta. Apenas había andado la tercera parte del camino, su camisa estrecha y negra, como si la hubieran mojado en tinta, se le pegaba a la piel, se le subía hasta la cintura por el movimiento que hacía con las caderas, y le molestaba tanto que de nuevo tuvo que detenerse.
¿Qué le pasaba aquel día? Jamás se había sentido tan mal. Debía ser efecto de lo enrarecido del aire, porque hasta aquella galería lejana apenas llegaba la ventilación. Se respiraban allí toda clase de vapores que salían del carbón, con un ruidillo como el que produce el agua hirviendo, y en tal abundancia a veces, que las linternas apenas alumbraban; esto sin contar el grisú, en el cual nadie pensaba, a fuerza de respirarlo continuamente. Ella conocía bien aquel aire malo, aquel aire muerto, como dicen los mineros, gas de asfixia en las capas inferiores, gas capaz de dejar muertos a trescientos hombres de un golpe al estallar. Lo había respirado tanto y tanto desde su infancia, que se sorprendía al ver lo mal que lo soportaba ahora, pues le zumbaban horriblemente los oídos, y sentía la garganta apretada. Sin duda el calor tenía la culpa de que se sintiese tan mal.
Tal era su malestar, que experimentó la necesidad de quitarse la camisa. Aquella tela pegada al cuerpo se había convertido en un verdadero suplicio. Resistió un poco más y quiso seguir trabajando, pero se vio obligada a ponerse otra vez en pie. Y entonces se lo quitó todo, hasta la camisa, y con tal furia y tan febrilmente, que se hubiera quitado la piel de buena gana también. A gatas empezó de nuevo a empujar la carretilla, completamente desnuda, semejante a una fiera que trabajara a impulsos del látigo cruel del domador.
Pero ni siquiera por haberse puesto desnuda se encontró mejor ni más aliviada. ¿Qué más podría quitarse? El zumbido de los oídos la trastornaba, y sentía las sienes comprimidas por una fuerza extraña. Cayó de rodillas. La linterna, que iba clavada en un montón de mineral, pareció apagarse. Solamente la idea de subir la mecha sobrenadaba en aquella confusión de pensamientos que agitaba su cerebro. Dos veces quiso reconocer el farol, y dos veces lo vio palidecer, como si él tampoco pudiese respirar. De pronto se apagó. Entonces todo quedó envuelto en tinieblas; y Catalina empezó a sentir unos martillazos tremendos en la cabeza; su corazón, desfallecido, parecía a punto de dejar de latir, influido también por el cansancio terrible que entumecía todos sus miembros. Catalina se había echado hacia atrás, y se sentía agonizar en aquel aire asfixiante.
-Me parece que sigue holgazaneando -gruñó la voz de Chaval.
Se puso a escuchar desde lo alto de la cantera, y, no oyendo el ruido de arrastre, gritó: -¡Eh! ¡Catalina! ¡Mala víbora!
La voz se perdía a lo lejos en la oscura galería y nadie le contestaba. -¿Quieres que vaya yo a hacerte trabajar?
No se oyó ni el más ligero rumor; el mismo silencio de muerte. Chaval, furioso, bajó y corrió a buscar su linterna tan violentamente que por poco tropieza con el cuerpo de Catalina, que interceptaba la galería. Él, con la boca abierta, la miraba. ¿Qué tendría? ¿No sería pura gandulería y deseo de descansar? Pero al bajar la linterna para verle la cara, aquélla estuvo a punto de apagarse. La levantó, la volvió a bajar, y acabó por comprender lo que pasaba: aquello debía ser un principio de asfixia. Desapareció su violencia, y el sentimiento de fraternidad del minero surgió en él a la vista del peligro. Llamó para que le dieran su camisa; y, cogiendo a la muchacha, que había perdido el sentido, la levantó en alto cuanto pudo. Cuando hubieron echado al uno y al otro la ropa por la espalda, Chaval empezó a correr con toda su fuerza, sosteniendo con un brazo a su querida y llevando en el otro las dos linternas. Sin cesar de correr ni un momento, tomaba por aquellas largas galerías a la derecha, luego a la izquierda, buscando, desalentado, un poco de vida en el aire helado que entraba por el ventilador. Al fin oyó el ruido del agua, que corría por una filtración en la roca. Se encontraba en un cruce de galerías de arrastre que se hallaba abandonado, y que en otro tiempo servía para Gaston-María. El aire puro que entraba por el ventilador soplaba como un viento de tempestad; y el fresco era tan grande, que Chaval empezó a tiritar cuando se sentó en un montón de madera con su querida en brazos, y sin que hubiese recobrado el conocimiento.
-Vamos, Catalina, ¡por Dios! No hagamos tonterías. Enderézate un poco mientras te refresco las sienes.
Le asustaba verla tan débil. Sin embargo, pudo mojar la camisa en el chorro de agua, y le lavó la cara con ella. Catalina estaba como muerta, con aquel cuerpecillo de niña poco desarrollada, en el cual empezaban a apuntar las formas de la pubertad. Luego un estremecimiento agitó su pecho de chiquilla y su vientre y sus muslos y murmuró:
-Tengo frío.
-¡Ah! Prefiero eso -exclamó Chaval, tranquilo ya.
La vistió, metióle fácilmente la camisa, y se desesperó al ver las dificultades con que tropezaba para ponerle los pantalones, porque ella no podía ayudarle.
La muchacha seguía aturdida, sin comprender dónde se hallaba ni por qué estaba desnuda. Cuando se acordó de todo, le dio vergüenza. ¿Cómo habría podido quedarse completamente desnuda? Y la pobre empezó a hacer preguntas a su querido. ¿La habían visto así, sin tener siquiera un pañuelo en la cintura para taparse? Él bromeaba, inventando historias, diciéndole que acababa de llevarla allí, atravesando por delante de todos los compañeros; pero luego, poniéndose serio, le dijo la verdad: que nadie había podido verla, porque corría como un desesperado.
-¡Caramba!, me muero de frío -añadió, vistiéndose él también.
Catalina jamás le había visto tan cariñoso. Ordinariamente, por cada palabra cariñosa que le dirigía, le decía mil improperios. ¡Hubiera sido tan bueno llevarse bien! En la languidez de su cansancio, sentía que le invadía una ternura extraña. Sonriéndole, murmuró en voz baja:
-Dame un beso.
Él se lo dio; luego se echó a su lado, esperando a que Catalina pudiese andar.
-Ya ves cómo hacías mal regañándome, porque la verdad es que no podía trabajar, ni moverme siquiera. En la cantera tenéis menos calor; pero ¡si vieras cómo se ahoga uno en la galería!
-No cabe duda que estaríamos mejor a la sombra de los árboles. Pero es verdad que sufres mucho en esa pícara galería; ¡pobrecilla!
Y tanto se conmovió Catalina oyéndolo hablar así, que se las quiso echar de valiente.
-¡Oh! Todo será hasta que me acostumbre; no tengas cuidado; además, hoy es que el aire estaba muy viciado. Ya verás, en cuanto se me pase un poco, si trabajo como una fiera. Cuando no hay más remedio, hay que trabajar, ¿no es verdad? Preferiría reventar, a dejar el trabajo.
Hubo un momento de silencio. Él la tenía cogida por la cintura, estrechándola contra su pecho, para hacerla entrar en calor. Ella, aunque se sentía ya con fuerzas para volver al trabajo, se abandonaba con delicia a las caricias de su amante.
-Sólo que -añadió, hablando en voz muy baja- desearía yo que fueras un poco más cariñoso. ¡Oh! ¡Está una tan contenta, se siente tan feliz cuando no se rabia ni se disputa, queriéndose mucho uno a otro!
Y empezó a llorar.
-¿Y no te quiero yo mucho? -exclamó él-. Buena prueba de ello es que te he llevado a vivir conmigo.
Ella no contestó más que con un movimiento de cabeza. Hay hombres que se llevan mujeres para vivir con ellos, sin importarles un ardite que sean o no felices. Sus lágrimas corrían abundantes, al pensar lo muy dichosa que sería si hubiese tropezado con otro hombre que la tuviera siempre cogida como Chaval entonces, estrechándola cariñosamente contra el pecho. ¿Otro hombre? Y la imagen vaga de aquel otro se le aparecía en medio de su emoción. Pero no había remedio; ya no podía esperar más que vivir siempre con aquél, y lo único que deseaba era que no la maltratara tanto.
-Procura estar siempre como ahora.
Los sollozos la interrumpieron; Chaval le dio otro beso, y la abrazó con cariño.
- ¡Qué tonta eres! Mira, te juro que seré cariñoso. Cree que no soy peor que otro cualquiera. Tal vez...
Ella, que le miraba, acabó por sonreír. Quizás tenía él razón, y lo mismo le habría sucedido con el otro, porque era difícil encontrar mujeres felices. Después, a pesar de no fiarse de su juramento, se entregaba con deleite a la esperanza de que lo cumpliría. ¡Ah! ¡Si pudiera durar aquello! Abrazados estaban cariñosamente cuando el ruido de unos pasos les hizo incorporarse. Tres compañeros que les habían visto pasar, acudían para enterarse de lo que había sucedido.
Se marcharon de allí todos juntos. Eran cerca de las diez, y se pusieron a almorzar en un rincón fresco, antes de volver al trabajo y comenzar a sudar de nuevo.
Pero no habían acabado de comerse las dos tostadas de su almuerzo y de echar un trago de café que llevaban en las cantimploras, cuando les puso sobre aviso un rumor vago que salía de las canteras lejanas. A cada momento se cruzaban con grupos de mineros: hombres, mujeres y chiquillos que corrían en tropel en medio de la oscuridad; y nadie sabía qué era aquello; pero indudablemente se trataba de una gran desgracia. Poco a poco la mina entera se ponía en movimiento, y por todas partes veían sombras que se agitaban y linternas vacilantes que corrían como fuegos fatuos. ¿Qué pasaba? ¿Por qué no lo decían?
De pronto pasó un capataz gritando:
-¡Qué cortan los cables! ¡Qué cortan los cables!
Entonces se apoderó el pánico de todas aquellas gentes. Aquello fue un galopar de furias por las oscuras y estrechas galerías. ¿Por qué cortaban los cables? ¿Quién los cortaba estando abajo todos los obreros? La cosa parecía monstruosa.
Pero pronto se oyó la voz de otro capataz que pasaba corriendo, y gritando: -¡Los de Montsou cortan los cables! ¡Qué salga todo el mundo!
Cuando hubieron comprendido, Chaval detuvo a Catalina. La idea de encontrarse arriba con los de Montsou, si llegaba a salir, le llenaba de terror. ¡Al fin había ido a cumplir su promesa aquella partida de exaltados que él creía en manos de los gendarmes! Por un momento pensó en desandar lo andado, y salir por el pozo de Gaston Maria, pero por allí no se hacían maniobras, y hubiera sido necesario tener cuerdas para subir.
Chaval juraba, vacilando, ocultando el miedo que sentía, y repitiendo que era un disparate correr de aquel modo despavorido. ¿Habían de dejarlos enterrados allí?
En aquel momento se oyó la voz del capataz que repetía: ¡Qué todo el mundo salga! ¡A las escalas! ¡A las escalas!
Y Chaval, a pesar de su cólera, fue arrastrado por los demás compañeros, los cuales seguían corriendo en tropel.
Se sintió nuevamente acometido del pánico y empujaba a Catalina regañándola porque no corría bastante. ¿Quería que se quedaran allí solos y se murieran de hambre? Porque los bandidos de Montsou eran capaces de cortar las escalas sin esperar a que saliera la gente. Aquella monstruosa suposición acabó de sacar a todos de quicio, y desde aquel momento, en las estrechas galerías no se sintió sino el ruido producido por la carrera vertiginosa de aquellos desdichados, cada uno de los cuales pensaba en llegar el primero para coger las escalas antes que los demás. Aquéllos gritaban que éstas se hallaban ya rotas, y que nadie podía salir. Y cuando empezaron a desembocar por grupos tumultuosos en la sala donde se hallaba la boca del pozo, fue aquello una verdadera batalla campal; todos se abalanzaron precipitándose como furias a las estrechas galerías de las escalas, en tanto que un mozo de cuadra, viejo, que acababa de llevar prudentemente los caballos al establo, los miraba con desdeñosa expresión, seguro de que le sacarían de allí.
-¡Sube delante de mí! -gritó Chaval a Catalina-. Al menos te sujetaré si te caes.
Asustada, sin poder respirar después de aquella furiosa carrera de tres kilómetros que otra vez la había llenado de sudor, Catalina se abandonaba a los empujones de la muchedumbre. Entonces Chaval la cogió de un brazo con tal fuerza, que parecía que se lo iba a romper, y ella exhaló un quejido, mientras las lágrimas se agolpaban a sus ojos: ya se había olvidado Chaval de su juramento: jamás sería cariñoso -con ella; decididamente no podía ser feliz.
-¡Pasa de una vez! -gritó él, colérico.
Pero ella le tenía miedo. Si subía delante, la iría martirizando todo el camino. Y así fue pasando el tiempo, mientras la turba de compañeros suyos los rechazaba, echándolos a un lado. De las filtraciones corrían gruesas gotas de agua, que tenían convertido en un lodazal el piso de la sala donde estaba el pozo de subida. Precisamente allí, en Juan-Bart, dos años antes, había ocurrido un accidente terrible, por haberse roto los cables del ascensor, a consecuencia del cual habían muerto varias personas. Y pensaban en aquello, temiendo que sucediera ahora lo mismo, y que perecieran allí todos.
-¡Maldita seas; quédate y revienta! -gritó Chaval-; ¡así me veré libre de ti! Y subió a la escala; ella le siguió.
Desde el fondo hasta arriba había ciento dos escalas de unos siete metros cada una, empalmadas en una especie de cañón de chimenea de setecientos metros, entre la pared del pozo de subida y la del departamento de extracción; un cañón de chimenea oscuro, y que parecía no acabarse nunca. Un hombre fornido y robusto necesitaba, cuando menos, veinticinco minutos para subir toda aquella descomunal chimenea. Es verdad que las escalas no se usaban sino en caso de accidente, o cuando se rompían los ascensores.
Catalina, al principio, subió perfectamente. Sus pies desnudos estaban acostumbrados a las escabrosidades del suelo de las galerías para que le pareciesen incómodos aquellos peldaños de madera, guarnecidos de cobre a fin de que no se estropearan con el uso. Sus manos, endurecidas con el trabajo de arrastre, se agarraban sin dificultad a los peldaños superiores, aún cuando resultaban demasiado gruesos para ella. Y no sólo no le era difícil sino que aquella subida inesperada le ocupaba la imaginación, no dejándole pensar en sus desventuras. La cadena de los que subían era tan larga, que cuando los primeros llegaran arriba, los últimos no habrían aún cogido las escalas. Pero por desgracia no estaban en aquel caso todavía. Los primeros debían hallarse, cuando más, a una tercera parte del camino. Nadie hablaba, no se oía más que el ruido de los pies, mientras las linternas, semejantes a lucecillas de fuegos fatuos, se extendían de arriba abajo en una línea que cada vez iba siendo más grande.
Detrás de ella, Catalina oía a un chiquillo que iba contando los escalones. Se le ocurrió a ella hacer lo mismo. Habían subido ya quince escalas, y llegaban en aquel momento a uno de los pisos de la mina. Pero en el mismo instante también tropezó con las piernas de Chaval, quien le soltó un juramento, diciéndole que pusiera cuidado. De pronto, toda la columna de obreros que subía se vio detenida. ¿Qué era aquello? ¿Qué pasaba? Y todos, de silenciosos que estaban, se volvieron vocingleros, para preguntar y lanzar gritos de espanto. La angustia aumentaba sobre todo entre los de abajo, a quien lo desconocido del peligro llenaba de pavor. Uno gritó que era necesario volver atrás, porque habían cortado las escalas. La preocupación general era el miedo de encontrarse sin poder salir. Luego, de boca en boca, empezó a bajar la explicación de que un minero se había caído. Pero con seguridad nadie sabía lo que pasaba, y todos chillaban en horrible confusión. ¿Tendrían que estar allí todo el día? Por fin, sin averiguar la causa de la detención, continuó la subida con el mismo movimiento lento y penoso, acompañado del ruido sordo que producían los pies, y del danzar de las lucecillas de las linternas. Seguro que más arriba encontrarían las escalas cortadas.
Al llegar a la que hacía treinta y dos, pasando precisamente por otro piso de la mina, Catalina sintió gran rigidez en los brazos y en las piernas. Primero había notado un extraño cosquilleo en la piel; luego dejó de sentir los escalones bajo sus pies y sus manos. Un dolor, vago al principio, muy intenso después, le entumecía los músculos. Y en el aturdimiento que se iba apoderando de todo su ser, recordaba una historia que había oído contar a su abuelo Buenamuerte, hablando de los tiempos en que él era aprendiz, época en la cual las muchachas, desnudas, cargándose el carbón a las espaldas, subían por la escala de tal modo, que si cualquiera de ellas resbalaba o dejaba caer un pedazo de carbón, tres o cuatro se iban a estrellar contra el fondo del pozo. Aquel recuerdo la asustaba, le producía el efecto de una horrible pesadilla, y los calambres que experimentaba eran tan grandes que empezaba a perder la esperanza de volver a ver la luz del día.
Tres veces, nuevas detenciones le permitieron respirar un poco; pero el espanto que comenzaba en los que subían delante y se comunicaba a todos, acabó de aturdirla. Encima y debajo de ella las respiraciones se hacían fatigosas; el vértigo de aquella ascensión interminable causaba náuseas a todos. Catalina se ahogaba, ebria de tinieblas y dolorida de los desgarrones que se hacía en la piel al chocar contra las paredes del pozo. Tiritaba también, a causa de la humedad, con el cuerpo sudoroso, a pesar de las gotas de agua que de continuo la mojaban. Iban acercándose sin duda al nivel, porque la humedad se había convertido en una lluvia tan copiosa, que amenazaba apagar las linternas.
Dos veces interrogó Chaval a Catalina sin obtener respuesta. ¿Qué demonios le sucedía? ¿Estaba muda? Bien podía decirle si se sentía aún con fuerzas. Hacía media hora que estaban subiendo, pero tan lentamente, con tales detenciones, que no habían llegado más que a la escala cincuenta y nueve. Aún faltaban cuarenta y tres. Catalina, casi tartamudeando, acabó por contestar a su amante que todavía podía resistir. Si hubiese contestado que estaba cansada, la habría insultado, seguro. El filo de hierro de los peldaños la mortificaba tanto como si le aserraran con ellos la planta de los pies. Cada vez que subía un nuevo escalón, creía que se le iban a ir las manos, tan entumecidas ya, que no podía cerrar los dedos; y se veía caer de espaldas, con los hombros destrozados y rotos todos los huesos. Lo que más le hacía sufrir era la pendiente en que se hallaban situados los peldaños, que la obligaba a subir a fuerza de puños, lastimándose el vientre contra las cuerdas y las maderas. Lo anhelante de las respiraciones apagaba ya el ruido de los pies; aquel respirar era una especie de quejumbre que se elevaba del fondo del pozo, y que no concluía hasta llegar a la boca del mismo. De pronto se oyó un grito general: un aprendiz acababa de perder pie, y se había abierto el cráneo contra el filo de hierro de un peldaño.
Catalina seguía subiendo. Pasaron del nivel. La lluvia había cesado; pero la opresión aumentaba, destrozando los pechos en medio de aquel enrarecido aire de cueva, emponzoñado además por el olor de hierro viejo y de madera húmeda. Maquinalmente, Catalina se obstinaba en contar en voz baja las escalas que subían: ochenta y una, ochenta y dos, ochenta y tres; todavía faltaban diecinueve. Aquellas cifras repetidas la sostenían, pues realmente ya no tenía conciencia de sus pensamientos; alzaba los miembros sólo por la fuerza adquirida, y se hallaba en un estado de doloroso sonambulismo. En torno suyo, cuando levantaba los ojos, las linternas giraban en espiral. Ya le chorreaba sangre de las manos y de los pies; el menor accidente la precipitaría hasta el fondo. Lo peor era que los que subían detrás empujaban, ansiosos por llegar, y se luchaba en la semioscuridad de aquella maldita chimenea a impulsos de la cólera creciente y del anhelante afán de ver la luz del sol. Algunos compañeros, los que iban delante, habían salido ya; luego no era cierto que hubiese escalas cortadas; Pero la idea de que pudiesen cortarlas, impidiendo salir a los que iban detrás, cuando ya los otros respiraban el aire libre, acababa de volverlos locos. Y como en aquel momento se produjera una nueva detención, todos empezaron a jurar y blasfemar, y siguieron subiendo a empujones, queriendo cada cual pasar por encima del que llevaba delante, anhelando ser cada uno el primero que llegase.
Entonces se desvaneció Catalina. Había gritado llamando a Chaval, con la fuerza de la desesperación. Pero él no la oyó, porque estaba riñendo más arriba con otro compañero, clavándole los talones en el costado para pasar antes que él. Creyó rodar hecha un ovillo. En su aturdimiento, le parecía ser una de aquellas muchachas que en otra época subían el carbón a cuestas, y que un accidente ocurrido encima de ella la precipitaba hasta el fondo del pozo, como si fuera una piedra. No faltaban que subir más que cinco escalas, y llevaban subiendo cerca de una hora. De pronto se encontró deslumbrada por la luz del sol, y rodeada de una turba numerosa que vociferaba horriblemente.